
Mi relación con Ávila empezó mal. De visita con el colegio. Un plan nefasto como todo el mundo sabe. Te llevan allí en un autobús en el que se cantan chorradas y te peleas por ir sentada con fulana o mengana, visitas turísticas que nadie entiende bien, asomarte a un ventanuco a ver un dedo de Santa Teresa y comerte el bocadillo guarrero que te han preparado en medio de un parque.
Con 25 años mi relación con Ávila empezó a cambiar. Allí fue la peor primera cita de la historia. Luego el tema se fue encarrilando y me pasé un año yendo y viniendo a la gran ciudad amurallada para ver al ingeniero. Él vivía en el conocido como “palacete renacentista”, que obviamente respondía a todo lo que se le pide a un piso de soltero.
Estaba en el centro centrísimo de la ciudad, plaza del Mercado Chico. No es que Ávila sea muy grande, o estás en el centro o en Valladolid, enseguida te has salido.
Era un cuchitril con un amplio pasillo, tan amplio que la cocina estaba en medio del pasillo.
El salón era minúsculo con un sofá incomodísimo, en el que solo cabía una persona, “es que no sabía que iba a tener novia” o dos muyyyy bien avenidos y con muuucho amor. Por supuesto había una microtele que casi nunca veíamos y la única ventana de la casa que daba al exterior. La pena era que daba al exterior pero por debajo de los soportales de la plaza con lo cual, la luz que entraba era mínima. Eso sí, nos hacía mucha gracia ver pasar al “murallito” justo enfrente.
Luego tenía un dormitorio minúsculo dónde dormimos la primera vez y una puerta misteriosa al lado del baño que el ingeniero no se había molestado en abrir en 6 meses. Ya conté que era un gran cuarto con cama de matrimonio.
También había un baño donde criábamos pingüinos en agosto del frío que hacía y un vecino que por las noches tosía como si quisiera poner sus órganos vitales encima de la mesa y echarles una ojeada.
Era un rinconcito de amor absoluto.
Con la llegada del invierno, convencí al ingeniero, la verdad es que todavía no sé cómo, supongo que gracias a la abducción amorosa, de buscar otro nidito de amor. Ahora mismo no le convenzo ni de cambiarse de camisa..pero aquellos eran otros tiempos.
Nos mudamos a las afueras, es decir, a 3 minutos andando de dónde estábamos, pero a una casa con ventanas, un sofá decente y calefacción. Eso sí, el baño seguía siendo una nevera.
Conservo de aquella época muy buenos recuerdos. Salíamos por la noche de cena y de copas con S, entrábamos en un garito y cuando salíamos, cocidos como piojos, la nieve nos llegaba a las rodillas. Volvíamos andando a casa, muertos de risa , que es lo bueno que tiene Ávila, que enseguida llegas.
Luego el ingeniero se mudó a León, pero esa es otra historia.
El caso es que una vez al año vuelvo a Ávila con motivo de un nuevo encuentro gastroalcohólico de losdemontes. S, que es oriundo de las murallas, organiza todos los años en esta época invernal la ingesta de un cocido, en un restaurante con una pinta un poco regulera, llamado La colilla pero dónde preparan un cocido de muerte.
Primero intercambiamos unos 400 mails barajando distintas fechas y al final se concreta en día y medio.
Luego nos mandamos unos 200 para intentar no ir en n coches. Aquí se fracasa siempre.
Llegado el día, quedamos a las 2 para tomar el aperitivo donde se ingieren todo tipo de tapas light como callos, oreja, bravas y demás, todo regado con cienes de cañas.
Por fin, a las 16 horas, nos sentamos a tomar el cocido. Siempre hay que encargar para unas 10 personas menos de las que se vayan a juntar, porque las raciones son como para ogros.
Se sale del garito a las 18:30 para por supuesto ir a otro a tomar digestivos.
Se toman copas. Yo bebo muy deprisa para que el ingeniero no me atrape en el truco de: nos tomamos una y luego decidimos quien conduce y cuando llego a preguntar me dice: uy..yo ya me he tomado 3.
Nos echan del bar por comer pipas Calvo (las mejores pipas del mundo si no lo sabéis).
Llegamos a los molinos donde antes hemos depositado a las princesas.
Mi madre me regaña por bolingas.
Me apetece todo. Es mañana.