jueves, 16 de junio de 2022

Desde mi ventana veo una terraza

Frente a mi mesa, en el trabajo, hay una pared de cristal a través de la cual vislumbro a mi compañero Pablo. A mi izquierda  hay una pared de cristal y la puerta. A mi derecha, una ventana, de buen tamaño, se abre con vistas a la Gran Vía. Bueno, entre mi ventana y la vista, se interpone la balaustrada de la terraza pero, para el propósito de este escrito, obviaré la balaustrada. Enfrente de mi ventana hay uno de los muchos hoteles de lujo que han llenado la Gran Vía. Me da una tristeza inmensa ver un edificio convertido en hotel. Entiendo que es la manera de mantenerlos, de conservarlos pero siempre me parece que un hotel es como una gran especie invasora, como el mejillón tigre o la hierba esa que parece cesped pero no lo es. Son bonitos, son cuquis, pero acaban con la fauna autóctona, con la diversidad de vidas que habitaban ese edificio. Me gusta pensar en los edificios como en una viñeta de 13 Rue del Percebe, cada casa un mundo. En un hotel no cabe mucha imaginación y menos en la Gran Via: sus moradores o están de turismo o teniendo una aventura (puede que alguno esté por trabajo pero esos suelen ir a otros hoteles) y de turismo y engañando todos nos parecemos muchísimo.  

El hotel queveo desde mi ventana tiene una terraza en el tejado. Como todos. Durante meses he visto a los empleados fregar, pulir, limpiar y preparar todo para que ahora, cuando en esa terraza se pueden freir huevos en el suelo, incautos turistas, esforzados instagramers y algún despitado se pasee, se bañe en el charquito que llaman piscina y pague una cantidad  tan obscena de dinero por una bebida que en comparación desayunar en Barajas parece barato. En la terraza, además de la piscina y un chiringuito en el que despachan las bebidas a precio de oro líquido, hay cuatro sombrillas cuadradas que, como todo el mundo sabe, son antipáticas. Una sombrilla redonda es, como todo el mundo sabe, sinónimo de diversión, alegría, desorden, risas. Las cuadradas no transmiten nada de eso, son unas pijas. Transmiten seriedad, eficiencia, pijerío y hasta, si me apuras, un poquito de clasismo. Esas sombrillas que me miran por encima del hombro desde el otro lado de la calle son tristes. Ellas se saben tristes, poco sexys, poco divertidas y para tratar de compensarlo, de vez en cuando, echan agua para refrescar a los incautos a los que han engañado con su falso atractivo. Como quien salpica los langostinos en la plancha. 

Veo también un par de olivos. Me los imagino en el vivero, deseando salir de alli y pensando, al ver a los clientes: «¿Me llevarán esos señores a su casa?»«¿Me querrán para su jardín?». Invento su emoción en el camión, imaginando un jardín grande, nuevo, en el que crecer y dar sombra y su desconcierto al ver el camión llegar al erial de asfalto y homigón de la Gran Vía.  Los veo ahora, todavía incrédulos ante su destino: un macetero en una planta 12 bajo un sol abrasador y con un ruido infernal.  Más tristeza.  

Supongo que los clientes del hotel me ven mientras estoy aquí, en mi mesa, trabajando. 

A lo mejor imaginan mi vida.

No creo que me envidien. 

Yo tampoco a ellos.  

viernes, 10 de junio de 2022

Un imperio en una tostada

 

«No construyas tu desayuno en torno a las tostadas» leo en el resumen del podcast de mi amiga Cristina. No, no, no. ¿Tú también, Cristina? 

Cuando tenía siete u ocho años, cuando visitaba a mis abuelos, a veces había suerte y salía hacer recados con mi abuela. Si aún tenía más suerte, mi abuela me llevaba a merendar a una cafetería. Por aquel entonces ir a una cafetería me parecía el colmo del exotismo, (puede que ahora también lo sea porque cafetería es una palabra que ha desparecido, como metralleta o esquijama, y ya no se usa. Todo son bares, gastrobares y esa cursilada de cafés). Una cafetería era un sitio mágico, todo era bonito, todo brillaba, todo el mundo vestía elegante (quizá esto fuera porque yo esos días no llevaba uniforme y asociaba mi ropa de calle con la de los demás) y, sobre todo, en ellas olía a cielo. No recuerdo que bebía, seguro que no era café, pero recuerdo las tostadas. Unas tostadas en las que quería echarme a dormir, quería abrazarlas, olerlas hasta gastar su aroma y, sobre todo, hacer que duraran eternamente. Calientes, por supuesto. Para mí, esas tostadas de cafetería eran comida de temporada. No podían comerse todo el año, ni en cualquier sitio y ni de broma en casa. En esto tengo mil quinientos veinticinco años pero hubo un tiempo en que el pan de molde era un lujo. Las tostadas de cafetería eran grandes y eran gordas. Eran doradas con una escala perfecta de amarillos desde el más pálido en el centro de la rebanada, donde se habia puesto la mantequilla antes de apretarla contra la plancha, pasando por los sucesivos tonos dorados hasta llegar a los bordes donde pasaba a un suave tono tostado. Eran jugosas, casi cremosas en el centro y tiernamente crujientes en los lados. Y el olor, un olor intenso, cálido y evocador. Mucho ambientador con bergamota, y mucho olor a playa y a jazmín y a dama de noche y a atardecer en la playa de MIkonos (que a ver quién ha estado ahí para saber que eso huele a Mikonos y no a Javea) y más ambientador con aroma de tostadas de cafetería. Mi pasado de la mano de mi abuela está construído en torno a esas tostadas que me comía con cuidado, con cuchillo y tenedor, deseando que no se acabaran nunca o que mi abuela me dejara pedir otra. 

En mi casa, las tostadas eran rebanadas de pan de barra y eran chiquitas. Cortadas de la barra en perpendicular, mi madre nos las cortaba y las ponía al fuego en un tostador para que se hicieran, dándole la vuelta para que se doraran por los dos lados. No sé en que momento entró el tostador eléctrico en nuestras vidas. Puede que fuera al mismo tiempo que empezamos a cortar el pan en vez de en rebadas en pequeñas, en grandes porciones, como si nos comiéramos las dos mitades de un bocadillo. 

No sé cuando fue pero ahora, en mis desayunos, corto el pan así. Mientras el té se hace y me como un kiwi vigilo el tostador que es un electrodoméstico que necesita cariño, que le hagas caso o se vuelve tan rencoroso como  la impresora. Un día lo tienes en el tres y la tostada sale perfecta, dorada en el centro y marrón en los bordes, con la temperatura perfecta, no demasiado caliente para que la puedas sujetar mientras untas la mantequilla pero lo suficientemente caliente para que la mantequilla se vaya derritiendo y fundiéndose con la miga. Al día siguiente, sin embargo, el tostador, te devuelve el pan tan blanco como lo metiste, frío y triste. ¿Por qué? ¿A qué viene este desamor a las 7 y media de la mañana, en mi momento más vulnerable? Tengo que volver a meter las tostadas (sí, dos) y quedarme mirando muy fijamente porque muchas veces, en ese inesperado resentimiento que tiene esa mañana, me devuelve la tostada chamuscada. Algunos días hasta humea de indignación. 

La tostada se unta caliente y se come caliente. En las series inglesas sufro muchísimo cuando la doncella entra con las tostadas colacadas en una bandejita especial, como si fueran revistas, y las deja sobre la mesa. Los desayunantes siguen hablando y hablando y yo sufro y grito: ¡se están quedando frías, ya se estaban enfriando desde la cocina y si no las untáis ya arrunaréis el manjar! La tostada se come caliente y por eso no se habla en el desayuno porque si hablas, si te distraes, se enfría y las tostadas frías pierden sus poderes mágicos. Las tostadas frías son como cenicienta al llegar la medianoche, dejan de ser princesas y se convierte en pan duro. 

Una buena tostada te consuela del infierno de madrugar, del infierno de enfrentarte a un nuevo día, a la terrible realidad de haber salido de tu maravillosa cama. Una buena tostada con mantequilla y mermelada te da amor, cariño. Una buena tostada es el elemento perfecto sobre el que construir no solo tu desayuno, sobre las tostadas puedes construir tu día, tu vida, tus recuerdos, tu relación de pareja (no te acuestes nunca con alguien que no desayuna tostadas), tu familia y tu futuro. Yo sueno con un futuro en el que tostadas recien hechas me estén esperando en una cocina iluminada por el sol, con un buen te humeante, mi New Yorker, y ninguna prisa por terminar la mejor comida del día, el desayuno. 

No me traicionéis como Cristina (te quiero igual, titi) y construid imperios en torno a vuestras tostadas. Os perdono si son integrales y con aguacate, pero no más. 

viernes, 3 de junio de 2022

Silencio en el patio

Hay obras en mi edificio. En el octavo, dos plantas por encima de la mía, han rehecho una cocina. No lo he visto, no lo he oído, me lo ha contado el portero. Las obras del 4C las veo desde la ventana de mi cocina. Abrí la ventana ayer y no queda nada. Una bomba de reforma ha explotado en el piso arrancando hasta las ventanas de cuajo y no hay nada, solo escombros. Me llevé una sorpresa porque me pareció una reforma muy radical y muy cara y más sorpresa aún porque pensé ¿qué era lo que yo veía antes? ¿qué he estado viendo estos dieciseis años cada vez que me asomaba a tender o destender la ropa? ¿Por qué no me acuerdo? ¿No me fijé? Sí, claro que me fijé pero con poco empeño porque pensé que siempre estaría ahí si necesitaba saber algún detalle. Si me concentro mucho siento un leve revoloteo de recuerdo: una cama con una colcha naranja, una silla de estudio, los pies de alguien en la cocina. Creo que madrugaban, que los que dormían en esa cama eran de los primeros en despertarnos a los demás al levantar su persiana. Un patio de vecinos es más un caja de música que un album de fotos. ¿Sonará temprano la persiana de los nuevos inquilinos? Intento pensar en los sonidos de mi casa que pueden resonar en ese patio. Nunca bajo la persiana y no pongo música mientras cocino. ¿Se escucharán  mis podcasts? ¿resonarán las conversaciones que tenemos mientras cenamos en la mesa de la cocina con las ventanas entreabiertas? 

Pienso en todo esto mientras María llega a mi cuarto y se acuesta conmigo porque se encuentra mal. Acaricio su brazo intentado que mi tacto sea un bálsamo para su dolor y descanse. Pongo en esas caricias todo mi empeño, quiero creer que puedo curarla, consolarla, ayudarla. Si lo creo muy fuerte a lo mejor funciona, dicen que las madres lo hacen. Casi diecinueve años y sigo sin creerme madre. 

Funciona.

No hace ningún ruido mientras duerme. No lo ha hecho nunca. Es como si entrara en coma, como si se fuera, se marchara, de ese cuerpo que ha crecido tanto que me sorprende cada día. La recuerdo pequeña, acurrucada contra mí con manos que cabían en las mías. ¿Me fijé lo suficiente o pensé que siempre tendría tiempo para contemplarla? La miro en la oscuridad. No quiero que se me olvide. 

Son las tres de la mañana y en el patio hay silencio.