miércoles, 10 de octubre de 2018

Imágenes de una depresión


Estoy en un túnel que no acaba nunca y al que no sé cómo he llegado. Cuando  recobro la conciencia estoy justo en el medio, no recuerdo nada de lo que me ha llevado hasta aquí y no tengo ni idea de cómo podré alcanzar el lejano punto de luz que creo vislumbrar al fondo. Hay días en los que estoy convencida de que ese punto no existe, que son imaginaciones mías. Es un espejismo, un fuego fatuo que juega conmigo.
Estoy en una llanura inmensa en la que no hay nadie más que yo. El cielo se une con la tierra en un horizonte continuo que me rodea. Entre mí y ese horizonte  lejano no hay nada. No hay colinas, ni árboles, ni montañas, ni arbustos y sospecho que tampoco habrá ríos, ni lagos, ni mares, ni casas, ni ciudades, ni caminos ni carreteras. Ni siquiera hay nubes. Hace frío. Tengo muchísimo frío todo el tiempo. Pienso en Napoleón y en los ejércitos alemanes marchando hacia Stalingrado. El suelo es árido, pedregoso, incómodo. No puedo arrastrarme por él ni puedo echarme a descansar, a olvidarme, a esperar. Si me siento, si me tumbo, en cuanto rozo el suelo, insectos invisibles, espinas que eran imperceptibles cuando caminaba se me clavan en el cuerpo y tengo que levantarme y seguir caminando. Sin rumbo, sin destino, avanzar por avanzar. Silencio sepulcral.
Soy una pieza de porcelana fina. Azul y blanca con un dibujo de flores y casas y campos y alegres campesinos ingleses. O soy un jarrón chino con colores planos definidos por gruesas rayas negras. Estoy rota en mil pedazos que se mantienen unidos con un pegamento muy débil, que casi no pega de puro cansancio. Desde fuera nadie ve las juntas, finas como cabellos, que surcan toda mi superficie pero yo sé qué están ahí, que pueden despegarse en cualquier momento y, entonces, me convertiré en un montón de trocitos minúsculos sin forma, sin sentido, sin valor. Inútil.
Soy el parabrisas de un coche que desde lo que parecía solo un pequeño impacto se resquebraja en millones de partículas que se mantienen unidas pero que en algún momento decidirán que ya no les merece la pena seguir estándolo y se desplomarán de golpe. No será por un impacto ni por un choque ni por un golpe, será por algo tan imprevisto e inevitable como una ráfaga de viento que sople en un sentido inesperado.
Soy una figurita blanca, sin facciones, sin pelo, sin manos ni piernas. El esquema más básico de persona abrazada sobre mi misma en una celda de castigo sin puertas sin ventanas y sin techo. Todo es blanco.
Soy un ser un ser informe en posición fetal meciéndome como una loca de película en la cama.
Soy el único habitante de la Tierra después del Apocalipsis. No queda nada de mi vida anterior a lo que aferrarme.
Soy una damisela prerrafaelita con mi larga melena imaginaria desplegada a los lados de mi cabeza mientras floto en una laguna. Un manto de agua calma me cubre dejándome ver el mundo pero sin poder asirlo, ni olerlo, ni tocarlo ni participar en él. Tengo los ojos abiertos. El mundo me mira desde el otro lado de la lámina de agua y no sabe si estoy muerta o finjo estarlo.
Soy una presencia fantasmagórica caminando entre la gente sin que nadie me vea, como en una especie de universo paralelo tipo Matrix (odio esa película).
Soy una lámina fina, de papel cebolla, en la que cualquier hecho, sensación, palabra o sentimiento deja una huella. Una lámina tan fina que cualquier tensión puede rajarla.
Soy una hoja de otoño, caída del árbol de la vida y que desde el suelo mira esa rama en la que estaba anclada sabiendo que jamás podrá volver a ella. Una hoja que vuela con cualquier ráfaga de viento sin voluntad, sin posibilidad de controlar su vida. Una hoja que no tiene ni idea de cómo ha podido caerse. Mira la rama y piensa ¿qué hago aquí?
Soy un periódico que arde.
Soy un cuerpo sin piel. Una herida en carne viva.
Soy un espía, un policía de incógnito que camina cauto, vigilando, chequeando los posibles peligros, parándose antes de doblar cualquier esquina. Soy un secreta que siempre se sienta con una pared a la espalda para tener algo en lo que apoyarse. Llevo siempre gafas de sol para que nadie vea mi mirada cansada que no ve.
Soy un perro de caza con las orejas y el rabo de punta, alerta ante cualquier peligro para que no me pille desprevenida. Si intuyo un peligro, corro o me tiro al suelo y lloro, muerta de miedo, suplicando. Soy un perro al que los petardos aterrorizan.
Soy un coche que circula por la autopista a toda velocidad y sin saber muy bien cómo ha terminado en la pista de frenado para camiones descontrolados. Avanzo hasta la grava, a duras penas consigo atravesarla, pero llego a la arena y allí me quedo anclada, parada. Cualquier movimiento que haga hundirá mis ruedas más y más en esa arena fría. No puedo salir solo, necesitaré una grúa pero sigo intentándolo porque me da vergüenza llamar pidiendo ayuda. A mi lado, la vida sigue, los coches pasan a toda velocidad por la autopista pero tú te has quedado fuera. Algunos te gritan pero ¿por qué te has metido ahí? Acelera y sal.
Soy un preso en una celda blanca, yo soy blanca, las paredes, el techo, la puerta que no veo pero que sé que está ahí, el suelo en el que me acurruco, todo es blanco infinito. Vivo las veinticuatro horas del día bajo una luz blanca que borra cualquier contorno, cualquier silueta. Es una luz que hace desaparecer todos los colores, todas las sombras, en un inmenso charco blanco del que no se ve el final. La luz no me deja ver nada. Me ciega, me taladra la cabeza y, en ella, solo puedo andar tambaleándome con los ojos entrecerrados. Querría cerrar los ojos, no ver esa luz. Necesito apagarla o hacerla desaparecer. Quiero esconderme, alejarme de ella, que no me alumbre, que no me vea, quiero que me deje descansar. Pero no hay donde cobijarse. Me persigue y no puedo esconderme. Da igual que me quede parada en esa celda o que palpe las paredes intentando encontrar la puerta que sabes que sé que está ahí, al otro lado hay un pasillo igual de blanco y en el que también me espera la luz, que no se apaga.
Soy transparente para mí misma y opaca para los demás. Si me paro y miro mis manos, mis piernas, mi tripa, mis pechos, mis pies, la luz blanca me traspasa y me obliga a verme, a ser consciente cada minuto de mi angustia. Veo mi ansiedad correr por mis venas, mis arterias, mis poros. Veo a mis órganos rechinar del esfuerzo de hacerme seguir adelante.
Soy José Luis López Vázquez gritando en la cabina.
Soy Maxwell Smart caminando por un pasillo lleno de puertas que se van cerrando a mi paso. Un pasillo cada vez más pequeño, más angosto, más estrecho y con el techo más bajo. Pronto me doy cuenta de que ya no puedo caminar erguida, tengo que encogerme y luego agacharme hasta que por fin, de rodillas, llego al final. La celda 101 donde no hay nada, donde casi no quepo y de dónde sin embargo no quiero salir.
Soy el increíble hombre menguante. Cada vez me siento más pequeña, la vida me queda grande pero nadie se da cuenta. Cada día que pasa menguo más. Si el proceso no se para acabaré desapareciendo sin que nadie me eche de menos.
******
 Verme, construirme en imágenes no me ayudó ni me sirvió para nada pero de alguna manera me hacía visualizar lo que me estaba pasando. Si me imaginaba, me recogía, me daba forma más allá del agujero negro en el que sentía que me había convertido. Todo muy poético, muy absurdo y muy fácilmente rompible. Así era como me sentía.
Hoy es el Día Mundial de la Enfermedad Mental y he recordado este texto que escribí durante los días iguales.

lunes, 8 de octubre de 2018

Ellas leen, ellos escriben

El viernes estuve en un club de lectura y, como siempre, las mujeres éramos mayoría: doce mujeres y un hombre. El libro para comentar era una obra breve de Mary Shelley, Un viaje de seis semanas. Mary Shelley es una  autora clásica, con una obra clave en la literatura universal, Frankestein o el moderno Prometeo, que muchos consideran el origen de la ciencia ficción como género, quiero decir que no es una autora desconocida, ni una autora que pueda ser despachada con el clásico "escribe cosas de chicas".  Hablamos de ella de su vida, de cómo era viajar en el siglo XIX, la editora explicó el motivo por el que decidió publicar este libro, la traductora comentó los problemas y los retos a los que se había enfrentado con estos apuntes de Mary Shelley, escritos cuando tenía dieciséis años y se había fugado, por primera vez, con Shelley en busca de la aventura. Al terminar nos fuimos a tomar una caña. Yo ni había leído el libro ni conocía a nadie en ese club, solo al hombre que me acompañaba, pero fue una experiencia fantástica, divertida y entretenidamente instructiva. 

El sábado por la mañana puse este tuit. 


Cuarenta y ocho horas después estoy aún más convencida de que algo no cuadra pero estoy alucinada con algunas de las respuestas que he recibido. Algunas son tan  idiotas que no merecen comentario. Algunas de ellas, como era de esperar, son  muy paternalistas, como si yo tuviera siete años y necesitara que viniera un tipo cualquiera a explicarme obviedades del tipo: «Leer no es igual a escribir». Otras me acusan de incitar al odio «Uffff con el neosexismo... me parece que esta d moda» y, por supuesto, me llaman «feminazi».

Me dan igual todos esos comentarios, ¡alehop! doble pirueta lateral y a otra cosa mariposa, me interesa mucho más saber porqué pasa esto. ¿Por qué los hombres no van a los clubs de lectura o, en general, a las actividades culturales o si lo hacen su presencia es menor pero ¡oh sorpresa! en la mayoría de esos actos el presentador o moderador es un hombre? Los hombres leen, yo conozco a muchísimos que leen habitualmente y con los que hablo de libros. Todos ellos saben lo que es un club de lectura, al contrario que muchos de los que me comentaron el tuit con perlas del tipo «los hombres compramos libros no necesitamos intercambiarlos» o «sabemos leer solos, no nos gusta leer en alto». ¡Triple pirueta! Por supuesto me parece estupendo que no vayan a los clubs de lectura, yo no voy a cursos de cocina ni a torneos de ajedrez porque ni me gusta cocinar ni me gusta jugar al ajedrez pero a ellos les gusta leer y les gusta hablar de libros. ¿Hay una percepción errónea de lo que es un club de lectura? ¿Parece algo "de chicas"? ¿Por qué? Y voy más lejos, si opinar, comentar y hablar de libros es algo de chicas, mayoritariamente femenino, si las que más hablan de libros, las que más leen,  las que más compran libros, , son mujeres ¿por qué al abrir un suplemento cultural hay mayoría de hombres? Esta pregunta es retórica, no hace falta ni decirlo. Pensando en este tema este fin de semana he recordado cuando hace un par de años escuché a Belen Carreño contar en la radio como en los consejos de administración de las principales empresas de cosmética la presencia de mujeres era muy escasa. Se supone, las estadísticas lo demuestran, que la cosmética es algo que importa más, que consumen más, las mujeres pero los que parten la pana, los que deciden, los que mandan son hombres. ¿Deberían ser todo mujeres? No, tampoco estoy diciendo eso aunque éste es el argumento que agitan los hombres cuando nosotras decimos que hay pocas mujeres periodistas deportivas «los principales consumidores de deportes son hombres así que por mis huevos toreros, los que comenten los deportes tienen que ser hombres». ¿Por qué esto no se aplica al revés en cosmética o en el mundo del libro? 

«Los hombres tiene miedo de que las mujeres se rían de ellos» dice Margaret Atwood en un pasaje de su libro La maldición de Eva (la cita continúa «y las mujeres de que ellos las maten» pero este no es el tema ahora) y he pensado también que quizás a ellos ese miedo al ridículo les impide ir a clubs de lectura a opinar. Ajá. Pero es curioso que ese miedo a opinar por temor al ridículo nos les impida escribir una reseña, una opinión o una crítica en un medio pagado. ¿Por qué? Bueno porque ahí no hay terror escénico, no hay peligro de ridículo, de respuesta, ellos cuentan con el (supuesto) argumento de autoridad que les da el que a ellos los han elegido para que escriban, les pagan por ello ergo son mejores, saben más, ni se te ocurra chistarles. 

¿Hay hombres muy buenos haciendo crítica literaria, comentando libros? Sí, claro. Por supuesto. Unos me gustan y otros no. Unos son un coñazo y otros no. A veces estoy de acuerdo y a veces no. Y hay mujeres, algunas me gustan más y otras menos. Mi pregunta es ¿por qué no hay más mujeres escribiendo de libros si leemos más, si nos gusta más? «Las mujeres, en general, les gusta menos la confrontacion q los hombres. A los hombres no nos gusta, pero hay algo por encima de nuestra comodidad q nos hace expresarnos y a las mujeres la comodidad les puede.»

Es que me troncho. ¡Triple mortal planchado!  Me voy a leer y a escribir desde mi comodidad de mujer a la que no le gusta la confrontación. 


miércoles, 3 de octubre de 2018

Lecturas encadenadas de septiembre.... el despelleje.

Yuko Shimizu
De Los detectives salvajes salí pensando «No vuelvo a escribir en mi vida. No debería ni tocar las palabras después de ver lo que Bolaño hace con ellas» pero la vida no tenía esos planes para mí y me trajo a las manos una bazofia con ínfulas de la que he salido con los brazos en alto pensando «yo escribo mejor, no doy tanta vergüenza ajena»(creo) 

A Conversaciones entre amigos de Sally Rooney le voy a deber el dudoso honor de haber traído de vuelta la aclamada, pero hace largo tiempo olvidada, sección: ¡Despellejes literarios! 

¿Por dónde empezar a echar espuma por la boca contra este horror literario? Empecemos por la faja. «MARAVILLOSA» (Nunca te lo perdonaré, The New Yorker) «LITERATURA en mayúsculas» (Madre mía El País). Mentira todo. Mentira podrida. 

Conversaciones entre amigos va de gente idiota haciendo el idiota. Va, como Los detectives salvajes, de amistadas, de amigos que hablan pero ni son amigos, ni hablan, solo dicen frases grandilocuentes y vacías llenas de palabras sin sentido y cargadas de «soy un alma sensible e incomprendida». 

Al despelleje. 

La protagonista es Frances que es a mí me parece imbécil. En artículos por ahí he leído, guiñando muchos los ojos y mirando de refilón de la vergüenza ajena que me daba, que es un personaje frágil, autodestructivo y blablablabla. No, no es nada de eso. Es un personaje ridículo, cargado de clichés de supuesta modernez que resulta sonrojante. Tiene veintiún años y a Bobbi, su amiga, que es la lista de la relación y de la que Frances, sorpresón, tiene envidia por lo desenvuelta que es, lo inteligente, lo bien que habla, lo segura de sí misma que está, bla bla bla. Como esto no es la tetralogía de la Ferrante pero la idea es la misma, aquí las dos amigas han sido pareja amorosa durante un tiempo. Para cuando el lector, yo, tiene la desgracia de conocerlas ya no son pareja pero se llevan fenomenal y hacen lecturas públicas de poemas porque son de la "bohemia artística irlandesa" (Carcajadas. Si yo fuera de la bohemia artística irlandesa le ponía una bomba a Sally por esta apropiación indebida del término). Una noche, tras una de sus lecturas y por arte de birlibiloque conocen a Melissa que es, por lo visto, una fotógrafa de cierto renombre y que es mayor (treinta y cinco). Melissa las invita a su casa a cenar y a dormir. ¿Por qué? ¿Por qué te llevas a dos desconocidas a tu casa a cenar y a dormir? ¿Melissa no tiene amigos? ¿Quiere asesinarlas? ¿Montar una orgía? El lector, ósea yo, se hace estas preguntas porque estás en la página tres del libro. Según avanzas en la lectura te das cuenta de que nada tiene sentido ni motivo, todo es un ir y venir de lugares comunes. Sigamos. 

¿Quién está en la maravillosa casa de Melissa? Su maravilloso marido, Nick, treinta y tres años, que es también idiota pero espectacularmente guapo. Esto no lo digo yo, lo dicen en el libro unas mil veces, de hecho cada vez que le nombran: «A Nick le gustaba ir a nadar y luego salir del agua con la piel resplandecientemente húmeda, como en un anuncio de colonia», «Nick tenía un torso imponente, parecía una escultura», «Lo imaginé sonriendo para sí al teléfono, lo ofensivamente guapo que debía parecer». Me encantaría poder describiros a este Adonis pero a la autora se le ha pasado contarnos si es alto, bajo, rubio, moreno, pelirrojo, calvo, con gafas. Debe ser que es «guapo» como absoluto, como concepto abstracto... esto debe ser la LITERATURA para ella. 

Bueno, en un giro completamente inesperado de la trama, tan inesperado como que el sol salga por Antequera, Nick y Frances se lían. Después de que se líen todo es un de un sopor y un aburrimiento inenarrables. Páginas y más páginas de «Mire a Nick, tan guapo..., yo me sentí mal. ¿me querría? Quería sentirme poderosa, controlarle pero mis ovarios me dolían y quería morirme pero ¡ay qué guapo es!» 

A lo mejor alguien se pregunta qué pasa con Melissa y Bobbi que en teoría deberían pintar algo en la historia. Bueno pues son las comparsas. Por un momento pensé que Melissa era una mala muy viciosa y lo que pretendía con la amistad con las chicas era montarse una orgía pero no.  Cuando le dejan un casoplón de vacaciones en Francia e invita a las dos chicas a pasar una temporadita allí, la actividad principal que despliega es la limpieza y la cocina. Frances por supuesto tiene dudas sobre la conveniencia de irse de vacaciones con su amante y su mujer pero las resuelve en unos treinta segundos. Las resuelve tan bien que por las noches se chusca a Nick. Melissa y Nick no comparten habitación, ¿por qué? No sé, qué más da.  Las escenas de sexo con diálogos del tipo «No recuerdo si al principio pensé en todo esto. En que lo nuestro estaba condenado a acabar mal» dice ella, «Yo sí lo hice. Pero también pensé que valdría la pena», son cumbres de vergüenza ajena porque, como lector, uno siente que los personajes están follando pensando ¿estoy guapo? ¿doy bien en cámara? ¿mi frase tiene suficiente profundidad moral? 

El lector, al contrario que los personajes, no solo sabe que acabara mal sino que desea que, como poco, irrumpan unos terroristas los secuestren, los despellejen, les hagan tragar treinta kilos de polvorones y les pasen a cámara lenta sus diálogos para que aprendan lo que es sufrir... pero sigamos. 

Las vacaciones en Francia terminan y todos vuelven a Dublin. Bla bla bla  se vuelven a encontrar, chuscan, Nick lleva un abrigo precioso «Me levanté de la cama y metí los brazos desnudos en las mangas, sintiendo la fresca caricia de la seda sobre mi piel. (...) Nick deslizó una mano por dentro del abrigo y me acarició los senos» (otra cumbre). Como he dicho antes, todo es un ir y venir sin decir nada, sin avanzar, sin interés. Frances tiene problemas de dinero porque su padre, un borrachín del que sabemos poco y es, sin embargo, el personaje con más interés del libro, le ha dejado de pasar la asignación y claro ser pobre también le preocupa a la pobre Frances pero no tanto como para pensar en trabajar. «Nunca he pensado en trabajar». Pues estupendo, Frances. 

Pasan cosas poco interesantes, aún menos interesantes que la trama principal y por algo que ya he olvidado Melissa se entera del affair amoroso y le manda un mail a Frances en plan «soy moderna porque el mundo me ha hecho así y aunque me jode un poco que te chusques a mi marido, él ahora está más contento así que todo ok» Mis risas se escucharon en Sebastopol. Se montan entonces una relación abierta («El amor tradicional es cuestionable» pone en la faja) en la que Nick chusca con las dos y todo parece ir sobre ruedas. La anormal de Frances dice que es su novio y va por la vida tan feliz pisando flores de la mano de Nick, que lleva su «maravilloso abrigo», hasta que Nick, un buen día, le deja caer que «Ey churri que también me chusco a Melissa» y entonces Frances cae del guindo y claro, THE GREAT DRAMA. Y tú dices pero, alma de cántaro, ¿qué te creías?

Bueno pues luego viene el dramita: llora, se auto lesiona, no come, sufre muchísimo, muchísimo, muchísimo y se desmaya en una iglesia. Llega a casa, escribe a Bobbi que se había enfadado por algo que ya no recuerdo y que no importa nada. Bobbi se planta en su casa, se dicen que se quieren y vuelven a vivir juntas. Hablan muchísimo. «¿Acaso me hago llamar tu novia? No. Llamarme tu novia sería imponernos una dinámica cultural prefabricada sobre la que no tenemos ningún control. ¿Entiendes?» Y esta es la lista del libro. (Otra cumbre de vergüencita ajena)

Y ¿cómo termina esto? Pues un buen día Nick va al super a comprar pimientos amarillos y no hay. Así que llama a Melissa para preguntarle si valen los pimientos rojos y  ¡tachán! se equivoca de número y llama a Frances. (Juro solemnemente que no me invento nada) Hablan, ella le pide consejo sobre como tratar su endiometriosis (sigo sin inventarme nada) y se dicen cosas que ni siquiera un guionista de tv movie alemana se atrevería a escribir como «No puedes imaginar  lo difícil que me ha resultado no llamarte» «Creí que me habías olvidado por completo» «Me horroriza la idea de olvidar aunque sea el más mínimo detalle sobre ti». 

Esta cumbre de supuesta LITERATURA con mayúsculas acaba cuando ella le dice «ven a buscarme». 

Y el lector, ósea yo, le implora al guapo por antonomasia: Sí,  Nick,  ve a buscarla y acaba, por favor, con este sufrimiento, con este lodazal de lugares comunes y aburrimiento. 

Los personajes de El Cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell deben estar carcajeándose. Eso sí eran amigos que conversaban sobre amores no tradicionales.  


lunes, 1 de octubre de 2018

Lecturas encadenadas. Septiembre. La gloria...

 Invasion of readers  de Yuko Shimizu
En septiembre he tocado el cielo de la lectura y me he hundido en el infierno del que creo que va a ser, sin duda, el peor libro del año. La gloria y el barro. 

Empecemos por la gloria. Un año y nueve meses llevaban Los detectives salvajes de Roberto Bolaño esperando en mi estantería. Es un libro que me trajeron los Reyes de mi hermano G en enero de 2017. Confieso que me daba miedo y pereza, a pesar de no haberme metido nunca a leer ninguno de los artículos que le dedican percibía en los titulares, en los comentarios en tuiter, en frases leídas en diagonal un tufillo entre sus admiradores a secta, a malditismo, a ese rollo tan «no es para todo el mundo pero si consigues entrar en su mundo, alucinarás» ¿Qué pasaba si me ponía con ello y me parecía un bodrio? ¿o no lo entendía? ¿o Bolaño no me dejaba entrar en su mundo y me convertía en una paria para esa secta?  

En la segunda página de Los detectives salvajes el miedo se había esfumado y Bolaño me recibió en su mundo con alfombra roja. Leía y pensaba ¿dónde está la dificultad?  Hay un millón de artículos sesudos sobre este libro que yo no voy ni a intentar remedar. Los detectives salvajes para mí es una historia de una de esas amistades que marcan un momento de tu vida como un fogonazo, se apagan y sin embargo su olor impregna toda tu vida. Arturo Belano y Ulises Lima son dos jovenzuelos intensos, en búsqueda de algo que no saben muy bien qué es hasta que se topan con la historia de una poeta fantasma y se lanzan en su búsqueda. La poeta fantasma es lo que Hitchcock llamaba el Macguffin, planea sobre el argumento pero, en realidad, no importa nada. Para mí, el verdadero tema de Los detectives salvajes es la historia de la amistad juvenil, de esas relaciones que se establecen con veinte años basadas en el miedo a la vida, en la incomprensión de lo que ser adulto significa, en la propia desconfianza hacia uno mismo. Los vínculos que se crean cuando no sabes quién eres, ni a dónde vas, ni qué quieres, cuando no encuentras tu sitio y ni siquiera sabes si tienes uno. Los detectives salvajes buscan algo que ni siquiera saben quien es y su historia es la de los rastros que esa búsqueda dejan en sus vidas y en las de todos los que les rozan. ¿Cómo se siente Los detectives salvajes? Como una colmena. Pasas de una celda a otra, y en cada una de ellas su habitante te cuenta su porción de la historia, los instantes que compartieron con uno de ellos y con los dos. Tras esa historia, abres otra puerta y pasas a otra celda en la que otro nuevo personaje te cuenta otra porción de la historia. A veces, vuelves a una celda y la historia de ese personaje continua. Todas están intercomunicadas porque a través de sus finas paredes el influjo de Belano y Lima se expande y sus habitantes que creen, cada uno desde su perspectiva, que ellos fueron los que de verdad los conocieron, los que vieron su verdadera cara. 

Los detectives salvajes es también un libro de viajes, de viajes en el tiempo y en el espacio. Avanzas y retrocedes, saltas de un país a otro, de una trabajo a otro, de una ciudad a otra, de la ciudad al desierto, del mar a la montaña, de una novia a otra, de un encuentro a otro. Y en el ultimo momento Bolaño, después de haberse estado deteniendo en los detalles de cada celda de la colmena (antes de que el lector supiera que es un celda) hace zoom, toma distancia... y te deja ver la colmena y es entonces cuando todo encaja. 

Bolaño consigue, además, lo que todos los grandes, hacer fácil lo imposible. Construye mil celdas, con mil puntos de vista, creando mil personajes, todos distintos, todos con una vida completa, una vida a la que llegas a la mitad pero cuyo valor en lo que ese personaje es, entiendes perfectamente. Para cada uno, Bolaño tiene una voz. Ninguna suena impostada, inventada, ficticia, todas son reales.

«Era bastante sincero pero de esa sinceridad que tú no sabes si sentirte ofendida o halagada.»

Mi prologuista, Juan Tallón, al que odiaré eternamente por haberme dicho: «No tienes pinta de que te guste Bolaño, eres demasiado mayor», tiene un artículo muy interesante que leí al terminar Los detectives salvajes y en el que me enteré de que Arturo Belano es Bolaño. Esto explica muchas cosas, entre ellas, la sensación que había experimentado al leer la novela, la extraña fascinación que todos los personajes sienten hacia Belano, un personaje inquietante, misterioso a su manera (odio el misterio) que parece atraer sin proponérselo a todo el mundo y dejar para siempre su huella en todo aquel que le conoce. Bolaño se saca favorecido en Belano, supongo.  

«Hay una literatura para cuando estás aburrido. Abunda. Hay una literatura par cuando estás calmado. Esta es la mejor literatura, creo yo. También hay una literatura para cuando estás triste. Y hay una literatura para cuando estás ávido de conocimiento. Y hay una literatura para cuando estás desesperado.»

Recomiendo infinito leer a Bolaño. No tengáis miedo, no es para listos ni para iniciados ni para intensos. Es una experiencia increíble. Me dais envidia los que no lo habéis leído. 

Me niego a mezclar a Bolaño así que para el despelleje... stay tuned.


miércoles, 26 de septiembre de 2018

Al teléfono con las madres o intentándolo

Lo prometido es deuda y como bloguera vuestra que soy un post os debo y ese post os lo voy a dar. Hablemos de mi madre y su uso del móvil.  Ya adelanté que ella utiliza el móvil de manera incomprensible, errática y desesperante. A veces creo que lo usa para torturarme a distancia. 

Para empezar mi madre y su móvil tienen una relación a distancia, fría. Su frase más utilizada para referirse a él es: «llamadme que no sé dónde lo tengo». Llamas y las posibilidades son infinitas:

«El móvil al que llama está apagado o sin cobertura» 
Lo tiene en silencio porque «mira, de verdad, yo no sé que le pasa a esto porque yo no lo he puesto así».
Da señal, suena un tono de llamada y ella dice muy seria «ese no es el mío, no es mi tono» «Sí es, mamá, es la Cabalgata de las Valquirias, lo elegiste tú» «¿Eso que suena es la Cabalgata de las Valquirias? tengo que ponerlo más alto» Por supuesto a estas alturas el sonido ha cesado y, entretenidas en la discusión, no hemos localizado el móvil. «Llámame otra vez» «El móvil al que llama está apagado o fuera de cobertura» 
«Uy, ya está, lo estoy notando vibrar en el bolsillo».

Dada la naturaleza distante de la relación entre ambos, mi madre y su móvil, llevan vidas separadas que hacen imposible localizarla cuando la llamas. Las posibilidades son, también, infinitas: 

El clásico «El móvil al que llama está apagado o fuera de cobertura». Imagino el móvil, tranquilamente tumbado en una mesa con vistas al jardín, escuchando los pajaritos o viendo llover diciendo «esto es vida, no doy ni golpe».
Escuchas dos mil trescientos tonos de llamada porque «a mí quitadme lo del buzón porque luego no sé escuchar los mensajes» mientras imaginas como la Cabalgata de las Valquirias suena en el vacío. 
Un desconocido coge el teléfono. «Hola Ana, tu madre no está... se ha dejado el móvil aquí» siendo «aquí» cualquier sitio. 

Si, por casualidad, mi madre y su móvil están pasando un ratito juntos, la respuesta más común es «Luego te llamo que me están llamando al fijo». Obviamente hay alguien más espabilado que yo o ese alguien se me ha adelantado agotando previamente la vía de llamar al móvil. 

Con todo, lo peor de mi madre y su uso del móvil es cuando ella llama. Si se le ocurre decirte algo, si un pensamiento, el que sea, cruza su mente y su mente y ella deciden que es el momento de comunicártelo da igual todo lo demás. Mi madre y su móvil se funden en una misión común y atacan. 

Me suena el móvil en un momento en el que no puedo cogerlo. (Puedo estar en cualquier sitio: en el dentista, el médico, el fisio, en medio de una reunión, conduciendo, haciendo pis....) Cuelgo. Vuelve a llamar. Cuelgo. Vuelve a llamar. Cuelgo. Vuelve a llamar, hasta que por enésima vez vuelvo a caer en la trampa de pensar que «pasará algo»

Dime.
¿Dónde estás? 
Son las doce de la mañana un martes,  en Acapulco tomando un mojito. 
Muy graciosa. ¿Dónde estás?
Trabajando, mamá. Trabajando y bastante ocupada por eso te he colgado. ¿Es urgente?
Sí.
Dime, ¿qué pasa?
Tú tienes Amazon Prime, ¿no?
Sí.- nunca lo veo venir suficientemente deprisa. 
Pues es que estoy aquí sentada en el salón y el sofá que usan tus sobrinos está muy gastado (el sofá tiene sesenta años, pero ese es otro tema) y he mirado en Amazon y hay unas fundas ideales. Quiero que me pidas una beige, no blanca ni marfil, beige. 
Te cuelgo. 
Bueno hija... no te pongas así. No pasa nada, tampoco te lleva tanto rato. 


Este esquema de llamada se repite cada dos o tres días y contiene siempre los mismos elementos «¿Dónde estás?» porque por lo visto mi madre cree que mi trabajo es una tapadera y en realidad me paso el día en sitios terriblemente emocionantes y «No te pongas así» siendo «así» cualquier respuesta por mi parte que no sea «Sí señora». 

Entre todos los momentos de comunicación imposible con mi madre está el momento en el que salta la alarma de su casa y yo recibo la llamada. Aclaro que ella me ha puesto de persona de contacto SIN COMUNICÁRMELO.

Suena mi teléfono. Lo cojo. 
¿Sí?
¿Es usted Ana?
Si.
Le llamo porque ha saltado la alarma de la vivienda tal y es usted la persona de contacto. 
¿Perdón?
¿Me dice la palabra clave?
¿Qué palabra clave? ¡Qué alarma?
¿Conoce a Dña. Fulanita de tal? 
Vagamente...  
Pues es que ha saltado su alarma, usted es el contacto y 
Pero ¿le ha pasado algo?
Eso no se lo puedo decir. 

Me acojono. 

La llamo al fijo. Nada.
La llamo al móvil: tres mil quinientos tonos de llamada. Imagino la cabalgata sonando en el vacío. 
Llamo a una de sus amigas. «Hola Ana, sí tu madre está aquí, no, el móvil se lo ha dejado en una tienda. Luego vamos a buscarlo. Dice que qué pasa».  

Casi olvido mencionar las trescientas veinticinco mil llamadas que mi madre me hace «sin querer» tras haber hablado conmigo porque «hija, mi móvil está tonto y rellama sin que yo haga nada». Que a lo mejor estoy siendo injusta y mi madre tiene criterio y el que va por libre es su móvil... A lo mejor.  


domingo, 23 de septiembre de 2018

Ryan Gosling y demasiadas cosas

Look through any window, Ralph Fleck
Está mal que yo lo diga pero elegí muy bien el nombre del blog.  Esto se podía haber llamado de mil maneras distintas: El caballo negro, como mi primer diario, o Cuaderno de notas porque, total, ¡qué más daba si nadie iba a leerme! Pero no, en un raro rapto de inspiración se me ocurrió Cosas que (me) pasan, y aparte de ser bastante resultón, me ha salvado la vida muchas veces. Cuando no sé qué escribir, cuando no se me ocurre nada, siempre pienso ¿qué cosas (me) pasan? Y ya está.  

Estoy tan bloqueada de inspiración que hoy, domingo por la tarde, me he puesto a trabajar, a adelantar tareas de mi curro. ¿Son urgentes? Bueno, más o menos. ¿Alguien me presiona para adelantarlas? No. ¿Por qué lo hago? Porque si estoy trabajando no estoy pensando en qué no sé me ocurre nada. He mandado veinte mails concertando citas para el martes en San Sebastián porque mañana me voy, otra vez, para allá. La semana pasada en el aeropuerto me crucé con Danny de Vito y ruego a Dios, al karma o a quién sea que a quién me encuentre mañana o pasado sea a Ryan Gosling que acaba de llegar allí (llevando, por cierto, una cazadora roja de cuero bastante sexy). Eso sí que sería una COSA para contar. «Pues mirad, chavales, ayer estaba cenando en un restaurante en Donosti y, de repente, en la mesa de al lado estaba Ryan que resultó ser encantador y que, además, se quiso hacer esta foto conmigo en la que los dos salimos estupendos» Por favor, esto podría contarlo en la residencia de ancianos en la que mis hijas me visitarán el primer domingo de cada mes y ser la «loca de Gosling» o en los cruceros de solteros de Royal Caribbean y dejar a mi público con intriga sobre mi intimidad con Ryan. Creo que incluso me haría youtuber para poder contarlo BIEN, moviendo las manos y todo eso.  

Me pasa que no se me ocurre nada para escribir porque ando como pollo sin cabeza. Duermo dos días en una cama, la noche siguiente en un hotel, las dos siguientes en mi guarida, otra en Madrid, dos de hotel. Estoy rozando el nomadismo. Vivo pegada a una maleta y eso implica estar recontando mentalmente la ropa interior que tengo limpia y su adecuación a la ropa que pienso llevar y la gente que voy a ver. Además tengo más trabajo, trabajo de ese de tres mierdecitas aquí, cuatro cosas allí, tres mil quinientas veintitrés reuniones y ciento veinte mil correos electrónicos con tantas variables que al final me siento como si fuera uno de esos chinos con palos que sujetan platos. Con lo fácil que sería decir «dejad que me encargue yo, obedeced mis órdenes y todo será más sencillo». Pero no se dejan. Lástima.  He terminado de leer Los detectives salvajes de Roberto Bolaño y cuando lees algo tan bueno, tan estupendo y te dedicas a escribir en tus ratos libres piensas «Y yo, ¿por qué no lo dejo? No debería ni tocar esas palabras con mis sucias manos». 

Ed Sheeran también ocupa mi cabeza y esto sí que me revienta. Me perturba mucho este tío porque es la prueba más palpable de que mis hijas y yo somos de dos generaciones tan lejanas como dos galaxias. ¿Cómo puede gustarles este tío? ¿Qué le ven? Yo, Springsteen. Ellas, Sheeran. Un abismo intergeneracional nos separa. Y lo peor es que este tipo con el mismo atractivo que una toalla de playa descolorida ocupa mi mente porque tengo que conseguir entradas para su concierto. Como no se me ocurre nada, me consuelo pensando en que si consigo entradas y acabo sentada en una grada viendo a mis hijas en plan fans de los Beatles gritando como locas, tendré otra cosa interesante sobre la que escribir. No sería ni de lejos tan interesante como la cosa con Ryan pero seguro que sería capaz de escribir algo divertido. 

San Sebastian, la ciudad más bonita del mundo. Hacer la maleta. Ha llegado el otoño. Ir al fisio. Meter el diazepan en el neceser. Los tacones, que no se me olviden los tacones. Apuntar las citas en el cuaderno. Coger el libro. Sacar fotocopias del DNI de las niñas. Ver el último capítulo de Better call Saul. Pedir cita en el traumatólogo. Pedir cita en el osteópata. Conseguir cazón. Hablar con el pintor. Escribir una charla. Mirar el tiempo en Cracovia en diciembre. Dejar de escribir este post para sacar la tarjeta de embarque del vuelo de mañana, descubrir que no tengo el localizador, saber que me voy a pasar la noche dando vueltas pensando en que no podré coger el avión. 

Me consuelo pensando que, a lo mejor, no se me ocurre nada porque (me) pasan demasiadas cosas.  


lunes, 17 de septiembre de 2018

Los «se me ha ido de las manos»

Wim_Wenders reluctant. Unknown photographer 1971 © Wim Wenders
El sábado hice un «se me ha ido de las manos». Salí de casa a la una para tomar un aperitivo rápido y llegué a casa a las dos de la mañana. Los «se me fue de las manos» son algo muy de adultos, de gente madura, de cuarentones con niños mayores, dinero y dueños de su tiempo. Los «se me ha ido de las manos» no se pueden predecir ni anticipar y, en mi experiencia, cuanto más crees que los tienes controlados más se desbocan. 

Los «se me ha ido de las manos» son divertidos, excitantes, amenos y consiguen, como ninguna otra cosa, que el tiempo pase volando. Ninguna hora, ningún minuto, ningún segundo se esfuma tan rápido como en un «se me ha ido de las manos». Es la una de la tarde, tienes un botellín en la mano, un plan para volver a casa pronto y estás con un grupo de amigos más o menos controlado. Al momento siguiente son las nueve de la noche, tienes un botellín en la mano (pero otro distinto) y estás comiendo ensaladilla rusa en un jardín. No te explicas como el tiempo ha pasado tan rápido y qué ha pasado con tus planes. 

Un «se me ha ido de las manos» se termina cuando él quiere. Puede que durante su ejecución, en algún momento, tú digas «en un rato me voy a casa» o «en cuanto acabe el concierto, me marcho» pero es imposible. Tú no tienes ni voz ni voto. Un «se me ha ido de las manos» se genera cuando quiere y se destruye cuando le apetece, como un huracán. Lo máximo que puedes hacer y, que yo hice, es en el breve espacio de tiempo de calma que te deja, (el ojo del «se me ha ido de las manos») irte a casa y ponerte unos vaqueros y coger un jersey. Nada más, si por un momento crees que podrás darle esquinazo y quedarte en el sofá, el «se me ha ido de las manos» entra como un tornado y te absorbe otra vez en su espiral de risas y diversión. 

Cuando el «se me ha ido de las manos» se extingue, te vas a casa. Todo el cansancio del día cae sobre ti y no ves el momento de acostarte. Ha merecido la pena, ha estado muy bien pero ya no tienes edad. Por eso los «se me ha ido de las manos» son escasos y contados. Como he dicho antes son para cuarentones y claro, es físicamente imposible aguantar varios «se me ha ido de las manos» seguidos sin entrar en coma catatónico. 

Después de la tormenta llega la calma pero después de un «se me ha ido de las manos» lo que te arrasa, al día siguiente, es un «me quiero morir» combinado con un «nunca más» y unas gotitas de «pero qué bien me lo pasé». Un «me quiero morir» no es resaca, ni siquiera se parece. Con una resaca de juventud provocada por un «voy a salir a quemar la noche» al día siguiente tus sentidos estaban tan afilados que todo te molestaba: demasiado ruido, demasiada luz, demasiados sabores que no podías tolerar. Con cuarenta y pico, tus sentidos pasan de estar alerta, se echan a descansar y tras un «se me ha ido de las manos» lo que te pasa es que te vas a gris, vives el día en medio de un ruido blanco, te sientes como el hamster de Bolt, vas en una burbuja: no ves bien, todo está borroso, no puedes leer, te parece que te estás quedando sordo,  todo tienen que repetírtelo, la tostada te sabe igual que los garbanzos de la sopa y se te van olvidando las cosas. Con treinta años y de resaca, a media tarde te tomabas un Big Mac, con cuarenta y cinco y un «me muero» te tomas una tónica con mucho hielo y piensas «por favor, mañana es lunes, necesito que esto se me pase».

Breaking news: de un «se me ha ido de las manos» no te recuperas en un día.  

viernes, 14 de septiembre de 2018

De seis a doce, un día normal


Me despierto una hora antes de que suene mi nuevo y flamante despertador. El hombro derecho me está matando y mientras valoro si volverme zurda puede ser una solución a este dolor que no me deja dormir más de cuatro horas seguidas asisto al encendido de la "luz amanecer" de mi despertador. Una pijada ridícula que, gracias a Dios, puede desactivarse. Pienso en aprovechar que estoy despierta para llegar antes al trabajo pero recupero la cordura y dedico esa hora extra a pulular por casa, desayunar tan despacio que tengo que calentar el café dos veces y darme contorno de ojos, serum y crema hidrante de cara.


Conduzco intentando usar el brazo derecho lo menos posible. He vuelto a mi trayecto habitual, piloto automático y los últimos episodios de Serial. Llego al trabajo. Contesto mails, confirmo vuelos, hoteles. Aprendo que la helicicultura es el cultivo de caracoles de tierra y que sus huevas, llamadas caviar blanco, son apreciadísimas y muy caras. Aprendo sobre mujeres en el medio rural y alucino con que haya empresas prósperas dedicas al arreglo de las máquinas recogedoras de huevos. Cuántas cosas desconozco. De comer brecol salteado y calabacines rellenos de pollo. De postre una rodaja de sandía de sabor sorprendente, unos trozos saben dulces y otros a servilleta.

Abro un excel. Abro otro. Los comparo. Empiezo un cuaderno nuevo de trabajo y apunto veinticinco cosas importantes. Estreno rotuladores. Vuelvo a mirar los excel. Sé lo que necesitamos pero no sé como hacerlo. Discutimos cual sería la mejor manera de organizar el trabajo. «Me piro que llego tarde al fisio» y salgo pitando pensando que soñaré con esa base de datos. Preparar una base de datos es como planear la decoración de tu casa, hay qué tener muy claro qué quieres y cómo lo quieres.

Mi fisio tiene veinticuatro años, lleva las pestañas pintadas y es un encanto. Está muy preocupada porque no mejoro, porque cada día estoy peor. «Ya sé que crees que esta máquina no te hace nada, pero sí te hace». Leo sobre un nuevo documental sobre McEnroe y me termino el New Yorker. Por primera vez en tres años, voy al día. No puedo creerlo.

Conduzco de vuelta. Mismo trayecto, piloto automático. Escucho otro episodio del tema Clinton-Lewinsky. Me alucina el eufemismo del locutor. «Clinton llevó a Lewinsky a uno de los baños de la Casa Blanca y ella le hizo sexo oral. Clinton rompió su propia regla y permitió que ella llevara el proceso hasta su conclusión natural.» Lo paro y le doy para atrás porque me he quedado estupefacta. «hasta su conclusión natural» Aparco en casa, subo, descargo el bolso. Me preparo una tostada con pavo y queso y me la como saliendo por la puerta mientras me pregunto si, cuando vuelva, me recibirá el olor a tostada que dejo flotando. Cojo el autobús y me bajo una parada antes. Una modelo que parece medir dos metros y de cuyos hombros cuelga una túnica blanca con brillos posa frente a la estatua de Velazquez. Subo por la carrera de San Jerónimo y recuerdo cuando trabajaba allí, hace casi veinte años. Ojalá volver a esas oficinas y poder ir a trabajar cruzando el Retiro. Llego al teatro, Mientras veo a mi amiga Lucia hacer de becaria alocada enamorada de Fele Martínez, recuerdo cuando era pequeña y la veía bañarse en la piscina, llevando el mismo bañador que su hermana gemela. No podía distinguirlas.

Tomamos cañas en un bar al lado del teatro mientras la esperamos. Somos una panda de señores mayores rodeados de actores: Javier Gutiérrez, Fele Martínez, Lola Casamayor, Ana Castillo. «Chicas, estoy en un bar con Ana Castillo, de La Llamada»« Mamáaaa...hazte fotos»

«Moli, pásame tu movil que Alsina te busca» Se me hiela la sangre con el botellín en la mano. «Paso de móvil que me regaña seguro. Dale mi mail que así si me ladra me da menos miedo»

Llego a casa a las doce. Abro el mail. Me río yo sola mientras me grabo un audio con un tweet que escribí por la mañana. Ojalá viajar en el tiempo y contarle esta historia a mi yo de nueve años, sentada en su mesa de estudio, escribiendo en su cuaderno cuadriculado el cuento de las nubes. 



Apago la luz. Me sigue doliendo el hombro. Un día normal.


lunes, 10 de septiembre de 2018

A las parejas del Retiro

No soy una buena caminante, no me gusta caminar sin tener un destino, un lugar al que llegar. Me importa un pimiento si el lugar al que voy es simplemente una excusa pero necesito llegar a algún sitio para luego volver, para tener un propósito, para tener la sensación de reto conseguido. Supongo que es otra de mis taritas. Ayer por la tarde salí a pasear sin rumbo por el Retiro. Llevaba el libro de Bolaño que me tiene atrapada pero apenas leí un par de páginas, había mucho para mirar. Empecé a contar parejas como el Conde Drácula de Barrio Sésamo, pero lo dejé al llegar a cien por miedo a no poder parar de contar, a terminar riéndome y aleteando los brazos como si llevara capa. Muchísima parejas paseando, conociéndose, con esa actitud que denota que es una primera cita, caminando cerca pero sin tocarse aunque si miras bien puedes ver las ganas que tienen de tocarse flotando entre ellos como corrientes eléctricas. Las había yendo de la mano, unos por costumbre y otros con emoción. Había muchas sentadas en los bancos. Me hubiera gustado pararme a preguntar a algunas de esas parejas, porqué había elegido esos bancos. No se lo hubiera preguntado a las que estaban en los bancos escondidos, alejados de los caminos, semiocultos entre los árboles, ya sé porque los eligieron: tenía cosas qué decirse y cosas qué hacerse. Pero me hubiera sentado al lado de la pareja de ancianos instalados en uno de los bancos más bulliciosos y con peores vistas del parque. Él comprobaba su cartera de manera meticulosa, asegurándose de llevar todos sus papeles. Ella a su lado, sujetando el bastón, lo miraba. Seguro que le había visto hacer esas comprobaciones un millón de veces y la imaginé diciéndole: «Manolo, no enseñes la cartera que cualquier día viene alguien y te la roba.» 

A las parejas que retozaban en el césped, yo les hubiera advertido de algo parecido. Me hubiera acercado a ellas para tocarles el hombro y tras su sobresalto, decirles: «perdonad que os interrumpa pero ¿veis el susto que os he dado y lo cerca que estoy? pues esto mismo os lo puede hacer un caco. ¿Qué cómo lo sé? Porque yo también tuve diecinueve años, un primer novio y muchas urgencias hormonales de amor verdadero y cuando quise respirar para no ahogarme entre tanto amor, había un tío hurgando en mi mochila y robándome la cartera» 

¿Dónde estará esa mochila? Era azul oscuro, de lona con herrajes y le había cosidos unos escudos muy chulos. Seguro que el Diógenes de mi madre la tiene guardada. 

A las parejas de las barcas les hubiera dicho tantas cosas. En primer lugar que es mala idea montar en ellas, sobre todo es muy innecesario. Les hubiera invitado a que antes de decidirse a ponerse en la cola para alquilar la barquichuela, dedicaran un rato a ver a las otras parejas que ya andan en el agua. ¿Qué sienten? Bochorno. ¿Quieren protagonizar algo así? No, seguro que no. Con remar pasa como con montar a caballo, disparar o fumar, de tanto verlo en las pelis todos creemos que llegado el momento «tan difícil no será» y que haremos un papel digno. No. Nunca. Jamás. Mientras me acodaba en la barandilla a contemplar la puesta de sol y veía a las parejas remar, agradecí que Madrid nunca vaya a sufrir una riada. Los remos rozaban el agua una de cada veinte veces y sospecho que las barcas llegan al embarcadero por instinto. Eso sí, me sorprende que no haya más casos de «hombre al agua» viendo las maniobras desequilibrantes que hacen las parejas para hacerse una fotografía frente a un fondo de otras barcas con otras parejas también en equilibro y perdiendo los remos. 

En una sección del paseo de coches había organizado un partido de hockey sobre patines. Eran equipos mixtos y la mejor con diferencia era una chica rubia, con una larguísima coleta que conseguía estar siempre donde estaba la pelota y en todas partes a la vez. No sé nada de hockey así que lo mismo el juego consiste en no tocar bola y no moverse de una posición, pero me quedé embobada mirándola. Todos eran bastante mayores, cuarentones y llevaban protecciones, guantes y espinilleras. Jugaban en silencio, sin gritarse y animarse. Ella, la chica de la coleta, no llevaba rodilleras y me quedé con ganas de decirle que se pusiera algo, que si se caía el asfalto le haría unas heridas muy feas. Definitivamente soy una señora mayor.  

Al ponerse el sol, caminé hacia mi salida. Había parejas con carro de bebé paseando con pereza, con desgana, casi por obligación. Recuerdo esa sensación. Paseaban mirando a las otras parejas, a las sin carro y recordando su pasado. A estas parejas quería acercarme y decirles que después del carro, llega el patinete y después la bici y el balón y los globos y la marioneta y las barcas del estanque y la feria del libro... y después, mucho después, pasear a solas o quizás, otra vez de la mano. 


viernes, 7 de septiembre de 2018

Podcasts encadenados. Mis recomendaciones

 Crawford County, Illinois. "Daughter of Farmer" May 1940.
Los podcasts no son radio. El otro día, en twitter, asistí a una conversación entre gurús del medio, de la radio, en la que discutían sobre las bases que la BBC ha publicado para su concurso de ideas para podcasts. La primera de ellas es, para mí, la fundamental: 

《Los podcasts no son programas de radio aunque los programas de radio se puedan consumir como podcasts》

Eso es. Si aceptamos que ver series en internet, Netflix, Movistar, o dónde sea «no es ver televisión», los podcasts no son radio y yo creo sinceramente que no lo son y, de hecho, los que más me gustan, los mejores no son para nada radio convencional. Un buen podcast no se trabaja como un programa de radio porque es algo diferente, consumido de otra manera y, sobre todo, atemporal. La radio siempre se ha caracterizado por eso tan cursi de "estar pegada a la actualidad" y el podcast es justo lo contrario. Debe ser atemporal. En mi opinión un buen podcast tiene que ser un producto tan currado como un buen reportaje de prensa, un capítulo de una serie o un buen documental. 

De estos buenos, buenos, excepcionales he descubierto unos cuantos últimamente y ante las numerosas peticiones (cuatro) he decidido contarlo por aquí, por si a alguien le interesa y porque cuando algo me gusta me vuelvo muy muy entusiasta. Son todos en inglés. 

-Revisionist History de Malcom Gladwell. A este podcast llegué por recomendación de la jefa de comunicacón de la NASA, Stephanie L. Schierholz, pero eso es otra historia que ya contaré. Malcom Gladwell es periodista, ha escrito en medios muy importantes y recientemente en una entrevista le escuché decir que él se había lanzado al podcast porque pensó «Esto no lo hace nadie así que no me podrán criticar mucho porque esto es nuevo, está todo por hacer, puedo inventarme la manera de hacerlo». En Revisionist History, que lleva ya tres temporadas, Gladwell repasa historias que en su día o ahora mismo están siendo malinterpretadas. Hay todo tipo de temas: la historia de Wilt Chamberlain, un jugador de baloncesto que era malísimo en los tiros libres a la manera tradicional pero muy bueno tirándolos a cuchara, Leonard Cohen matándose a currar para llegar a la última versión de su Aleluya, las universidades americanas y su financiación, la historia detrás de esta famosa foto y muchas historias más. El mérito de Gladwell no es o no está solo en qué historias decide contar sino en cómo las cuenta. Cuando crees que sabes por dónde va, cuando estás convencido del giro qué va a tomar, de qué es lo que quiere que saques como conclusión, la historia cambia y te quedas pensando...¡vaya! 

La tercera temporada, la he escuchado este verano, y gira en torno a cómo nuestra memoria nos engaña, a como los recuerdos nos hacen trampa. Es muy interesante aunque es más floja que las dos anteriores.   

- In the dark. En una palabra, espectacular. Un trabajo de investigación, periodismo, recopilación y saber contar que te deja con la boca abierta. La periodista Madeleine Baran es la voz que narra el podcast y es un placer escucharla aunque lo que cuenta sea escalofriante. En la primera temporada, el crimen investigado es el secuestro de un chaval de once años, Jacob Wetterling, en 1989 en un pueblo perdido de Minessota, un caso que estuvo sin resolver durante veintisiete años.  La segunda temporada trata del caso de Curtis Flowers, un hombre negro, juzgado seis veces por el mismo crimen, el asesinato de cuatro personas en un almacén de muebles en un pueblo perdido de Missisipi hace veintidós años.  

Madeleine no cuenta solo los casos, qué ocurrió y cómo ocurrió, sino que se centra en cómo se llevó la investigación, qué se hizo mal, qué se ha hecho mal, qué implicaciones más allá de las meramente policiales tienen esos casos. Habla con todo el mundo: los padres del niño, los vecinos, los policías, expertos en diversos temas, jueces, abogados, la familia de Curtis. Remueve archivos, consulta vídeos, programas de radio de la época. Es  una investigación policial, como una película de detectives pero real. Y es terrible y apasionante a la vez. 

Confieso que con éste me he quedado aparcada en la puerta de casa esperando a terminar un capítulo de lo interesante que estaba. En su web, además, puedes ir viendo fotografías, vídeos y documentación complementaria. Es apasionante. 

-The Great God of Depression. En 1998 Alice Flaherty, una neuróloga licenciada en Harvard, perdió a sus dos mellizos estando embarazada de cuatro meses. Tras salir del hospital lo único que quería era volver a su vida, estar tranquila. Los días pasaron con la pena y el dolor hasta que, una mañana, se levantó y sintió que "su mundo se había dado la vuelta". Su cerebro había cortocircuitado y Alice empezó a sufrir un trastorno mental bipolar en el que los estados maniaco y depresivo se  sucedían con tanta rapidez que su cabeza no dejaba de pensar, de funcionar. Desarrolló un trastorno llamado hipergrafia que la obligaba a escribir continuamente, todo el rato, en cualquier superficie. Acarreaba cuadernos a cualquier parte pero  escribía en los muebles, las paredes, su propio cuerpo.  Alice se curó y se empeñó en estudiar las conexiones entre las enfermedades mentales y la creatividad. Años después, a su consulta llegó William Styron, autor de "Esa visible oscuridad", el primer libro considerado el diario de una depresión y que tras su publicación en 1990 se convirtió en la guía no solo para enfermos sino también para psiquiatras y psicólogos. 

El podcast, narrado por Pagan Kennedy, cuenta la historia de Alice y de Styron y para todos los que hemos pasado una depresión es reconfortante y, a la vez terrorífico. Escuchar a Styron contar su pánico a recaer, el terror a volver a estar enfermo, me hizo llorar mientras conducía. Styron recayó y estuvo tan mal que llegó a pensar que su mano estaba muerta y por eso no podía escribir, es en ese momento cuando conoció a Alice.  

-Caliphate, podcast del New York Times. La voz de este podcast es la de Rukmini Callimachi, reportera del periódico que durante más de un año se dedicó a seguir los pasos de un supuesto integrante de ISIS, candiense, que había sido reclutado por internet, había viajado a Siria  y vuelto a Canadá dónde tras contactar con ella es investigado por la policia canadiense. Además, Rukmini viaja a Siria, a Mosul cuando es recuperada por el ejército iraquí. Es una historia apasionante que explica desde el principio y con claridad el nacimiento, desarrollo y filosofía de ISIS. Aviso, en los dos últimos episodios que tratan de niñas de la etnia yazidi, raptadas, vendidas como esclavas y violadas por los guerreros de Isis, lloré a moco tendido. 

-Slow Burn. El caso de Monica Lewinsky es el que ando escuchando ahora. ¿Qué sabía del caso Lewinsky? Algo de sexo oral en la Casa Blanca, algo de una mancha en un vestido y algo de Bill Clinton diciendo que el sexo oral no es sexo. Poco más. Este podcast de Leon Neyfakh cuenta toda la historia del affair y de todas las circunstancias alrededor del asunto que incluyen el suicidio de un amigo de Clinton, el FBI deteniendo a Lewinsky en medio de un centro comercial en Washington, un caso de corrupción urbanística. Es interesante también como los periodistas que en su día cubrieron la historia ahora, veinte años después, se dan cuenta de que el enfoque quizá no fue el correcto y lo reconocen. 

Espero que alguno se anime a escucharlos y que, si lo hace, venga a contarme qué le han parecido. A mí me han salvado la vida este verano, haciendo que mis interminables trayectos conduciendo pasaran volando.  

Larga vida a los podcasts. A los buenos. 



lunes, 3 de septiembre de 2018

Lecturas encadenadas. Agosto

A Library by the Tyrrhenian Sea, 2018 by Ilya Milstein
Agosto ha durado mil días, seis semanas, dos décadas, cinco lustros. Agosto ha sido eterno. Pienso en el día 1 y me parece otra vida, casi como si yo fuera otra persona. En este mes que ha durado siglos he leído bastante, me he puesto al día con el New Yorker y he descubierto tres podcasts que me han hecho compañía en horas y horas de conducción. 

En la prehistoria del mes de agosto que nunca terminaba estuve de vacaciones, lo escribo y en mi cabeza suena como el comienzo de Memorias de África «yo tuve una granja en África», es casi otra vida. En esas vacaciones en Portugal, descubriendo al vecino desconocido, empecé  La princesa prometida, de Willam Goldman. «¿No habías leído La princesa prometida con lo fan que eres de la película?» me preguntaron. No, no lo había leído, no lo he leído todo. Este invierno, alguien al que le caigo muy bien, me lo regaló y lo guardé para las vacaciones, en parte porque creía que sería una buena lectura para el verano y, en parte porque, me daba miedo que me defraudara. Ay, los prejuicios lectores. 

La princesa prometida es La princesa prometida y muchísimo más. Hay partes que fueron traspasadas a las páginas del guión de la película de manera literal, diálogos completos que he podido recitar de memoria mientras leía. Hay otras partes que no aparecen en la película, algunas son graciosas y aportan a la historia y otras, como la parte final, resultan innecesarias. 

Lo mejor, sin embargo, es la parte más metaliteraria, la historia que Goldman se inventa sobre el libro, el autor, un país y cómo él solo es un compendiador. Lo mejor, también, es su realidad sobre escribir de Hollywood con una mujer y un hijo, y unas anécdotas vitales que suenan un poco a los relatos de Cheever y otro poco a Mad Men. 

En resumen, una maravilla de lectura que recomiendo infinito. Nunca los paréntesis y los incisos se utilizaron mejor y con tal sentido del humor. 
«La madre de Buttercup vaciló, y luego dejó la cuchara del guisado. (Esto fue después de que se inventara la cuchara de guisar, aunque todo se inventó después del guisado. Cuando el primer hombre salió arrastrándose del fango y construyó su primera casa en tierra firme, esa noche, lo primero que cenó fue un guisado).»

Y está lleno de sabiduría de la que duele. Cuenta Goldman que, de niño, la madre de un amigo suyo le dijo un día «Bill, la vida no es justa. Les decimos a nuestros hijos que sí lo es, pero eso es una barbaridad. No solo es una mentira, sino que es una mentira cruel. La vida no es justa, nunca lo ha sido y nunca lo será» y me ha recordado a este texto de Natalia Ginzburg en Las pequeñas virtudes.

Tras este baño de alegría, aventura y humor me sumergí en el horror existencial, físico y moral de Goethe en Dachau, de Nico Rost. Lo compré en Los editores siguiendo otra recomendación de Silvia Broome y de Tamara Crespo, ambas libreras de cuyo criterio me fío bastante. 

Nico Rost, intelectual holandés, estuvo preso en Dachau entre junio de 1944 y mayo de 1945 cuando el campo fue liberado por los americanos. Antes había estado en otros campos. Era comunista y defendió a los intelectuales, escritores y artistas alemanes que huyeron del nazismo. Goethe en Dachau recoge las notas, a modo de diario, que escribió mientras estuvo en el campo y que consiguió escribir y guardar porque se las ingenió para permanecer siempre en los barracones pertenecientes a la enfermería. 

Rost decide leer, escribir, pensar, reflexionar, aprender y hacer planes de futuro para cuando el horror en el que está viviendo termine. «Me niego» escribe en marzo de 1945. La esencia del libro la resumen muy bien la editora, Marta Martínez Carro en la introducción: «Se niega a morir pero también, y de manera más rotunda, se niega a vivir dejando de ser él.» Rost no podía evitar los piojos, el tifus, el hambre, la injusticia, el frío, la crueldad, la injusticia. Ni siquiera podía evitar ser asesinado cualquier día pero sí podía, y es lo que hace con estas notas, evitar vivir solo para ese horror. Se concentra en poner por escrito sus ideas sobre arte, literatura, política, incluso religión. Se entrega con una disciplina asombrosa a poner por escrito todo lo que consigue leer, las ideas que esas lecturas le provocan, las relaciones que establece entre autores, las reflexiones para libros futuros. Su actividad intelectual es tan intensa que, a ratos, el lector olvida que está en un campo de concentración, en Dachau, y que escribe rodeado de muerte, entre cadáveres. Poco a poco, según avanza el final de la guerra y llega el tifus, aunque Rost no quiera, la muerte se va colando en sus páginas: cifras de muertos, amigos que mueren y a los que no tiene tiempo de llorar porque otros mueren, más miedo, más hambre, más preocupación pensando que quizás la liberación no llegue a tiempo. 

El epílogo es, sin embargo, lo más devastador. En octubre de 1955, diez años después de la liberación, Rost vuelve y escribe «Yo volví a Dachau». Una tristeza inmensa, una pena densa y escalofriante lo envuelve cuando al llegar allí se da cuenta de que todas las muertes, todos los sufrimientos, todo el horror está siendo olvidado. En los barracones donde sus amigos sufrieron horrores impensables y murieron sin  que nadie pudiera velarlos, viven ahora familias, hay tiendas, espectáculos musicales. La tristeza de su relato es desgarrador, se le nota desfondado, sin fuerzas. Toda la energía empleada en seguir siendo él mientras vivía en el infierno le abandona en esas páginas, diez años después; «no sirvió de nada» parece pensar. 
«Sufrir –es algo que pasa–; haber sufrido es algo que no se pasa»
Haber sufrido no se pasa nunca pero para el que no lo ha sufrido, no ha pasado nunca. Eso es lo que parece pensar Rost en el epílogo, todo el sufrimiento y el horror han sido olvidados, aplastados por la vida, ignorados, como si no hubieran ocurrido. 

Goethe en Dachau no es un libro para todo el mundo, es una lectura durísima de la que uno sale devastado, desfondado y mirando el mundo con un velo de pesimismo. 
«Por ello, me he propuesto que en el futuro defenderé todas las cosas que reconozca como fundamentales con todas mis fuerzas frente a las cosas secundarias, sin importancia, nocivas, y espero poder lograrlo en la práctica. Esa también será una lucha, quizá una de las luchas más complejas que todavía ha de librarse» 
El tiempo es un canalla, de Jennifer Egan, fue mi última lectura de vacaciones y la tendré para siempre asociada a nuestro apartamento, a una cama grande y a un callejón con vistas al mar. Este libro también lo compré en Los editores después de leer sobre él en el blog de Divagando. Cuando ya estaba en mis manos y a punto de empezarlo leí, sin querer, algunas opiniones bastante malas sobre él pero ya estaba lanzada. 

Egan ganó el Pulitzer con esta novela en 2011 y no sé si da para tanto pero es un libro curioso y me ha gustado bastante. Leyéndolo, a veces, se me olvidaba que era una novela y lo sentía casi como si el New Yorker hubiera planteado un reto literario publicando relatos que tuvieran que ver unos con otros, que tuvieran alguna relación entre ellos pero sin que esa relación fuera obvia. De hecho, encontrar la relación, seguir el hilo, exige del lector un trabajo casi detectivesco recordando nombres, anécdotas, situaciones que, a veces, solo se han mencionado de manera muy tangencial. Leyéndolo imaginaba la construcción de esta novela como la reconstrucción de los círculos concéntricos que se forman al tirar una piedra en el agua, si tiras muchas piedras lo suficientemente cerca los círculos que se forman se tocaran y tendrán algo en común pero ninguno será más importante que otro, sin embargo, en esas conexiones está la gracia de la vida, en los momentos en que nuestras historias se tocan con las de los demás, en el espacio o en el tiempo.  

No quiero destriparlo mucho porque es un libro para descubrir y si doy demasiadas pistas arruinaré el juego detectivesco a posibles lectores. 
«Lo raya que separa pensar en alguien y pensar en no pensar en alguien es muy fina, pero yo tengo la paciencia y el autocontrol necesarios para caminar por esa raya durante horas, días si hace falta» 
En el agosto que duró un milenio también fui a ver a James Rhodes en El Escorial y aprovechando que había una feria del libro compré El mismo mar, de Amos Oz.  Lo leí en menos de veinticuatro horas porque Oz es casa, es como un bálsamo, me calma, me arropa, me calienta y, al mismo tiempo, es la mano fresca en mi frente cuando siento que me estalla la cabeza. 

El mismo mar al abrirlo me echó para atrás al ver que estaba escrito en verso. Prejuicios. No debería haber dudado de Oz. Es una novela en verso y en prosa, la historia de Albert y de su hijo y de la novia de éste y otros tantos personajes entre los que aparece, por sorpresa, el propio Oz. Los personajes se acompañan en sus soledades, pero está vez no con amargura y violencia contenida como en otros libros de Oz, aquí el cariño y la dulzura lo impregnan todo. Sus soledades se acoplan, unas con otras,  en un vaivén como las olas del mar que ven desde sus casas en Telaviv.  Oz escribe bonito, hay ternura en todas las páginas y por eso es un libro tranquilizador aunque sea triste, porque la tristeza no tienen porqué doler y ser angustiosa siempre, también puede ser dulce y tierna y llenar los ojos de lágrimas pero sin causar angustia.

Los capítulos son breves, algunos solo tienen una estrofa en medio de la página. Una estrofa que lo dice todo. 
A través de nosotros. 
Antes de perdón, está libre la silla,
antes de el color de tus ojos, antes de qué quieres tomar,
antes de soy Rico y me llamo Dita, antes del roce
de una mano en tu hombro,
eso pasó a través de nosotros
como una puerta entreabierta durante el sueño

No hay mayúsculas, ni puntuación, ni comillas. Oz juega. 

Calle Este-Oeste de Philippe Sands ha sido el último libro del mes que no se acababa nunca. Llegué a él por Guillermo Altares, periodista del País, que lo recomendó en La Cultureta. Lo compré durante el invierno pero su turno llegó  en las tardes de agosto.  La primera sorpresa al empezarlo fue darme cuenta de que ya conocía a Sands porque hace un año y medio, más o menos, vi en Netflix su documental What our father´s did: a nazi legacy en el que acompañaba a los hijos de dos importantes nazis, responsables de masacres atroces en Polonia, a los lugares de las matanzas. Uno de ellos, Nicklas Frank, hijo de Hans Frank que fue Gobernador General de Polonia y responsable de la matanza de judíos en esos territorios, rechazaba por completo a su padre y todo lo que hizo, le consideraba un criminal. El otro, Hors von Wätcher, hijo de otro nazi asesino, se negaba a reconocerlo, se asía a la excusa de que su padre era bueno y solo seguía órdenes. 

Aunque Nicklas y Hora salen en el libro la historia no va de ellos. Sands viaja a Lviv, una ciudad que ahora es ucraniana pero que hace cien años formaba parte de la región de Galitzia en el Imperio Austrohúngaro, luego fue Polonia, luego Alemania, luego Rusia y posteriormente Ucrania. En Lviv nació León, el abuelo de Sands y allí estudiaron Raphael Limkin y Hers Lauterpach, dos abogados judíos con un papel fundamental en el derecho internacional y en los juicios de Nuremberg. Limkin creo el concepto genocidio y Lauterpacht el término crímenes contra la humanidad. 

Sands reconstruye la historia de estos tres hombres a partir de fotografías, notas, cartas, recortes y mil entrevistas que realiza viajando por todo el mundo, realiza una labor de detective. Las vidas de estos tres hombres están marcadas por las dos guerras mundiales y por el antisemitismo, por la necesidad de huir, por la pérdida de todos sus orígenes, por la desaparición de sus familias en el holocausto  y por haber compartido, en algún momento de su juventud, la vida en una ciudad que parecía segura, estable, que parecía su casa, Lviv, y de la que tuvieron que huir antes de que fuera demasiado tarde. 

Es un ensayo estupendo que recomiendo muchísimo para todo el mundo. Y se aprende la diferencia entre genocidio y crímenes contra la humanidad que es una cuestión para nada menor. 
«Yo simpatizaba instintivamente con la visión de Lauterpacht, que venía motivada por un deseo de reforzar la protección de cada individuo independientemente de a qué grupo resultaba pertenecer, de limitar la poderosa fuerza del tribalismo, no de potenciarla. Al centrarse en el individuo, y no en el grupo, Lauterpacht quería reducir la fuerza del conflicto intergrupal. Era esta una visión racional, ilustrada, y también idealista.
El principal valedor del argumento contrario era Lemkin. Este no se oponía a los derechos individuales, pero creía que concentrarse excesivamente en los individuos era ingenuo, que equivalía a ignorar la realidad del conflicto y la violencia: se atacaba a los individuos por ser miembros de un determinado grupo, no debido a su calidad como individuos. Para Lemkin, el derecho debía reflejar el verdadero motivo y la intención real, las fuerzas que explicaban por qué se mataba a determinados individuos de determinados grupos objetivos. Para él, centrarse en el grupo era el planteamiento práctico». 
Y con esto y enfrentándome al reto de leer por primera vez a Bolaño, hasta los encadenados de septiembre. 





jueves, 30 de agosto de 2018

Ser educado no compensa

Ser educado, a veces, no compensa. Nos han metido en la cabeza y así se lo contamos a nuestros hijos que jamás hay que ponerse al nivel de los maleducados, que  estamos por encima de ellos, que ante todo educación, que somos mejores si actuamos así. Paparruchas. Ojalá fuera así. La realidad es que muchas veces, ser educado, morderse la lengua, agarrarse a la silla en la sala de reuniones para no soltar un exabrupto y contestar a un maleducado faltón, no compensa. De hecho, es una estupidez y es contraproducente. Acaba tu reunión y sales de allí encabronado, desilusionado y decepcionado contigo mismo. Ni un solo segundo te sientes mejor que ellos. 

¿Así funciona el mundo, los maleducados faltones pueden hacer lo que les de la gana? Pues sí, y la culpa es nuestra, es tuya porque no has defendido tu territorio, el espacio de trabajo, las normas de convivencia y trato. Ser maleducado no consiste en no conocer las normas de urbanidad, convivencia y trato. El maleducado las conoce y se las pasa por el forro, como su propio nombre indica, las mal usa. No es lo mismo no tener educación que ser un maleducado. 

Los maleducados faltones avasallan  y lo hacen porque les dejamos. Les permitimos interrumpir a otro cuando está hablando, levantar el tono, despreciar el trabajo de los demás, murmurar por lo bajo comentarios despreciativos y faltones cuando los demás hablan... y se lo permitimos porque somos educados, porque no queremos hacer lo mismo que ellos, no queremos ser como ellos, porque nosotros sí sabemos que todo eso está mal. Ellos también lo saben pero les da igual, nadie nunca se les ha enfrentado y creen que las normas no son para ellos, que están por encima. Avasallan, invaden, envenenan, encabronan. Y les dejamos porque somos buenos, porque somos mejores. 

Pues no, somos gilipollas. Es una estupidez callarse, es una rendición, es dejarles emponzoñar el ambiente, el trato, la convivencia. Es como si Indiana Jones, en la famosa escena del mercado, cuando el malo hace su exhibición de chulería para demostrar que tiene el poder y está a punto de matarle, en vez de pegarle un tiro y ponerle en su sitio, se quedara callado esperando a que el otro lo matara o le dijera: «creo que esto hay que hablarlo con calma.»

A los maleducados no se les para con buenas maneras, ni callándonos. A los maleducados faltones se les para, debemos pararles con firmeza: ¡PERDONA PERO ESTOY HABLANDO YO Y TE AGRADECERÍA QUE TE CALLARAS E INTENTARAS COMPORTARTE COMO UNA PERSONA RESPETUOSA! Mira a ver si eres capaz y sino es así, sal ahora mismo para irte a entrenar y vuelve cuando seas capaz. 

Y luego, ya si eso, murmuras entre dientes: idiotadeloscojones.    

Con suerte, agachará las orejas y abrirá los ojos como platos, sorprendido. Los maleducados no están acostumbrados a que juguemos sucio. Es posible que balbucee algo. No nos engañemos, no va a ver la luz y se va a volver educado, eso no pasa nunca, y además, no es tu tarea enseñarle educación, pero no volverá a interrumpirte y tú no saldrás de la reunión sintiéndote imbécil y descubriendo que te han salido más canas porque por algún lado tiene que salir la frustración. 

Idiotadeloscojones.