domingo, 12 de diciembre de 2021

Las habitaciones a las que no volverás

Estoy preparando un regalo muy especial y estoy repasando el blog desde el principio. Está siendo un viaje interesante, sorprendente y, sobre todo, un alivio. Yo nunca escribí pensando en la posteridad, en que quedara algo para alguien. Escribía para desahogarme, para contar historietas, para ordenarme y resulta que, casi quince años después, descubro que he creado un archivo. De nuestra vida, de la mía y la de mis hijas principalmente. 

En una entrevista al novelista Colm Tóibín que leía esta mañana, he encontrado esta frase: «The rooms you´ll never walk into again is something I think I know I am interested in». Las habitaciones a las que nunca volverás son las que me interesan. 

No lo sé. Detecto a mi alrededor y en los medios un canto a la nostalgia que nos inunda. Quizá es lo normal, es el canto que escuchas cuando tienes casi cincuenta, cuando pasas los cuarenta y cinco. Quizá la música de la nostalgia, los compases de que verde era mi pasado y qué feliz era yo hace veinte años suenan constantemente pero solo los oyes cuando alcanzas cierta edad. El otro día aprendí que según vamos creciendo y envejeciendo hay frecuencias sonoras que dejamos de escuchar, que los jóvenes escuchan más agudos. Según avanzas en la vida escuchas menos agudos, menos estridencia y empiezas a vivir en una constante cantinela nostálgica. Quizás sea otro descubrimiento de la vida, como el de aprender que tus padres no son infalibles, que ser adulto no es hacer lo que te da la gana todo el tiempo y que para cuando puedes salir toda la noche lo único que quieres es acostarte a las diez. Lecciones de vida, lo llaman. 

Releyendo, volviendo a abrir las puertas de esos cuartos que habitaba hace catorce, doce, diez años y me reencuentro con mí yo de entonces y con todo lo que escribía. Me estoy riendo mucho con las historias de mis hijas y me impresiona darme cuenta de que si no lo hubiera escrito, se habría olvidado. Algunas de las historias es como si no fueran mías, como si yo no hubiera estado ahí. Se las leo a mis hijas y se tronchan. Releo y pienso «qué monas eran» pero no querría volver ahí. Me releo, nos releo y vuelvo de visita a esas habitaciones como el que va de visita a la casa museo de Monet en Giverny. Vuelvo para recordar y me tranquiliza saber que lo que fuimos ha quedado guardado en esa memoria escrita. Cuando termino la visita, cuando acabo de leer, apago el ordenador y vuelvo al presente, a hoy, a ahora. 

Estamos bien y también quiero escribirlo para fijar esta habitación para nosotros, para nuestro recuerdo. 

PS: en la entrevista, Colm cuenta que juega al tenis con Almodovar y estoy todavía tratando de procesar esa información. No consigo imaginar la escena. «Es como un muro, las devuelve todas».

domingo, 5 de diciembre de 2021

Lecturas encadenadas. Noviembre


¿Qué mejor día para hablar de lecturas encadenadas que un domingo en medio del puente más largo del año? Ninguno. Es precisamente esa circunstancia, un domingo en medio de un puente, lo que me permite escribir con calma, tener tiempo para aposentarme en el sofá en pijama y dedicar un rato a este post. Ya es oficial, estoy leyendo poco y esto, me causa una gran zozofra. Si leo poco me parece que soy menos yo. Si leo menos se me ocurren menos libros para recomendar, menos cosas sobre las que escribir y evito las librerías porque no puedo comprar más libros mientras en mis estanterías se me acumulan los que compré pensando «volveré a coger ritmo y lo leeré todo». Por otro lado, que sea oficial que estoy leyendo menos, esto no quiere decir que vaya a ser irreversible, es una cuestión de organización en mi nueva vida. Todo llegará. Para empezar ya he conseguido reducir en un mes el retraso que llevo con los New Yorkers, ya estoy con el número final de septiembre, así que voy mejorando. 

Al lío. 

En una de mis últimas incursiones a comprar libros, en La cuesta Moyano, compré Antes de conocernos de Julian Barnes.  De Barnes lo compró todo, lo empiezo todo con emoción, me engancho al principio y pienso «que bueno es», empiezo a aburrirme hacia la mitad, me desinflo y para cuando llego a la última página ya me he olvidado del libro.  Creo que, además, a Barnes le pasa lo mismo. Sospecho que el bueno de Julian es como toda esa gente entusiasta y con ideas que uno conoce a lo largo de su vida. Tienen una idea, tienen energía, se ponen a trabajar en ella y, poco a poco pero bastante rápido, empiezan a perder interés, se desinflan y, si por ellos fuera, la dejarían a medias. Es sensación me transmiten casi todos los libros de Barnes. 

En esta breve novela se cuenta la historia de Graham, rutinariamente casado con Bárbara, con quien tiene una hija. En una fiesta conoce a Ann, se enamoran, se convierten en amantes y acaban casándose. Hasta aquí todo bien pero cuando Barnes aparece con el "conflicto", la novela empieza a hacer aguas por todas partes porque no te la crees. El conflicto consiste en que Bárbara engaña a Graham para que lleve a su hija al cine a ver una película que supuestamente tiene que ver por una tarea del colegio. En la película sale Ann que, antes de ser lo que sea que es ahora era actriz de segunda. A partir de aquí a Graham le surgen unos celos restrospectivos completamente absurdos y ridículos. Todo es ya un ir y venir entre los celos, lo que piensa Graham, lo que le aguanta Ann y las sospechas que terminan en un final que hubiera podido firmar Tarantino y que, sospecho, Barnes escribió con furia porque hasta él, le había cogido manía a la novela. 

Todas las esquinas que doblé están antes de la página treinta. 

«Lo que hacía a Graham sentirse casado era que no ocurría nada, nada que provocara miedo o desconfianza en la forma en que le trataba la vida. Así, sus sentimientos se hincharon gradualmente como un paracaídas; tras el alarmante descenso inicial, todo empezó a suceder más despacio y él colgaba allí, con el sol en la cara y el suelo acercándose muy lentamente. Pensaba no ya que Ann representaba la última oportunidad, sino que siempre había representado su primera y única oportunidad.»

La siguiente lectura fue una novedad que compré en Panta Rhei llevada por ese impulso que comentaba antes. Compré la nueva novela de Sigrid Nunez, Cual es tu tormento, porque la anterior El amigo me encantó.  Este no me ha gustado. 

Una amiga, la narradora, acompaña en sus últimos días a una amiga que se está muriendo de cáncer. Ju con este acompañamiento final nos encontramos con historias de la vida de la narradora, reflexiones sobre la vida, sobre la amistad, sobre envejecer, sobre la pareja. Todo esto, que podría ser interesantísimo y que es lo que hacía en El amigo, aquí está deslavazado y resulta frío, destartalado. Es como cuando entras en un puesto del rastro y hay muchas cosas chulas, algunos objetos que brillan y podrían interesarte pero, en conjunto, el puesto no te atrae y acabas marchándote rápido. 

Doblé la primera página con la cita de Simone Weil. 

«La plenitud del amor al prójimo 

estriba simplemente en ser capaz de preguntar ¿Cual es tu tormento?»

¿Lo recomiendo? Pues no. Mejor empezar por El amigo. 

No soy buena lectora de poesía. Me sobrepasa, me cuesta concentrarme en ella y donde todo el mundo encuentra consuelo, belleza y sentimiento yo me encuentro batallando con las palabras, los renglones y las estrofas intentando encontrar un sentido, un sentimiento. Para mí, leer poesía es enfrentarme a un idioma del que conozco las palabras pero con el que no consigo comunicarme. 

Memoria de la nieve de Julio Llamazares pululaba por las mesas de una sala que tenemos en mi trabajo en la que hay muchísimos más libros. Es un ejemplar precioso, en una edición maravillosa de Nórdica, y tras meses viéndolo ahí decidí traérmelo a casa y leerlo. La memoria de la nieve es un poemario publicado originalmente en 1982 que en 2019 Nórdica sacó en esta edición, con ilustraciones de Adolfo Serra, por empeño del fundador de la editorial. Lo he leído poco a poco, un par de poemas cada noche, antes de quedarme dormida. ¿Los he entendido todos? No lo sé. Lo que a mí me han contado estos poemas es el paso del tiempo, como lo que creemos que estará siempre desaparecerá casi sin que nos demos cuenta. El tiempo pasa y borra lo que había, lo que somos nosotros, lo que imaginábamos. Además, todo en este poemario huele a invierno, a viento frío, a nieve y crujir de pisadas, a briznas asomando bajo la capa de hielo y a ramas desnudas. Quizás me ha gustado porque el invierno es mi estación.  Las ilustraciones de Serra merecen comentario aparte porque son maravillosas y encajan perfectamente con los poemas y con el tono. Un libro precioso. 

«Todo lo que aprendí de quien nunca fue amado: la nieve y el silencio

y el grito de los bosques cuando muere el verano.

O aquella canción celta que Kerstin me cantaba:

¿Quién puede navegar sin velas? ¿Quién puede remar sin remos? ¿Quién puede despedirse de su amor sin llorar? 

Pero ahora ya la nieve sustenta mi memoria. Y el silencio se espesa

tras los bosques doloridod y profundos del invierno. 

Por eso puedo navegar sin velas. Por eso puedo remar sin remos. 

Por eso puedo despedirme de mi amor sin llorar.»

Y con este final triste o, mejor dicho, muy otoñal hasta los encadenados de diciembre. 

lunes, 29 de noviembre de 2021

El peso de un regalo

Llevo un par de semanas preparando una caja para enviar a Clara. «Mamá, mándame cosas que sepan a patria». Descartado lo que más sabe a patria: el jamón, el queso, la morcilla y el lomo por prohibiciones en los envíos, me he decantado por cosas como turrón, polvorones, aceitunas, pipas y chupachups. En el envío además hay pantalones, algunos regalitos y un manga. Es un envío ecléctico del que lo que más me preocupa, (después de que los polvores se desintegren, el polvillo escape el precinto y los de aduanas crean que es antrax) es lo que pesa. El peso marca la diferencia entre que sea caro o sea carísimo. ¿Cuánto pesa un regalo? Este pesa poco. 

Un regalo no pesa lo mismo si lo haces o si lo recibes. Tampoco pesa lo mismo en el momento en que se entrega o se recibe que en el momento en que se piensa o diez años después de recibirlo. No pesa igual si la otra persona ya no está que si sigue en tu vida. Un regalo, cualquiera, pesa por pensamiento, obra y omisión, como los pecados. 

A mí me gusta regalar y nunca lo hago al tuntún. No es una obligación jamás. Si no me apetece regalar a alguien no lo hago. Entiendo que no todo el mundo piensa o actúa así pero para mí, regalar sin ganas es perverso, es como llenar un cuento infantil de referencias sadomaso. Por supuesto, hay personas a las que me apetece mucho más regalar y en este caso el presente pesa más. Cualquier regalo a mis hijas lleva meses de pensamiento, de elucubrar ideas y maneras y lleva semanas de ejecución. Son regalos pesados tanto por la intención como por la esperanza depositadas en ellos: son regalos que quiero que les gusten y que quiero que recuerden. No soy tan inocente como para creer que María recordará su pijama de spiderman o su coche teledirigido cuanto tenga treinta años pero sé que durante sus siete, ocho, nueve, diez, once años...esos regalos fueron una presencia importante y con eso es suficiente. Por experiencia sé que no hay regalo que pese más que el mal regalo, el hecho sin pensar en la otra persona, realizado desde el utilitarismo o "esto es lo que toca". Esos regalos pesan tanto que no se olvidan nunca. Treinta años después todavía recuerdo el disgusto que me llevé cuando mi madre, por mi dieciocho cumpleaños, me regaló una bolsa de viaje de piel. ¿Era bonita? Sí. ¿La he usado mucho? Sí. ¿Era el regalo adecuado? No. ¿Era un regalo que decía esto es lo que quiero regalarte yo independientemente de lo que quieras tú? Sí. Eso pesa muchísimo. 

Lo que pese un regalo, en cualquier caso, no depende de su valor ni del tiempo que se haya dedicado a buscarlo. El peso de un regalo es intangible e inmensurable. Por eso el collar de macarrones del día de la madre de hace quince años pesa lo mismo que la pluma que me regalaron el año pasado. Por esa condición extraña cuesta más dar los libros que te regalaron aunque no te haya gustado que los libros que te gustaron pero que tu misma te compraste. Las manitas de mis hijas impresas en escayola pesan más que el David de Miguel Ángel. Una piedra de una playa, un marca páginas roñoso, una camisa antigua, tu anillo de boda, todos esos regalos pesan casi lo mismo, pesan una vida. 

Hay otros regalos que, sin embargo, parecían pesar una tonelada cuando te los regalaron. Parecía que iban a durar para siempre, que iban a ser necesarios todos los días de tu vida, venían cargados de intención y puede que de amor. Su peso, sin embargo, se convirtió en una losa cuando tu vida cambió y cuando, por fin, has conseguido librarte de ellos, cuando llega el día en el que te deshaces de ellos (es un momento que llega cuando tiene que llegar, que cuando llega parece que siempre estuvo ahí pero que sabes que nunca estuvo ahí hasta ese momento) te sientes como si te hubieras quitado una losa de encima. 

Hay otros regalos con tanto peso que aún perdidos, marchitados, tirados a la basura porque solo eran una sombra de lo que fueron o porque ya estaban en un estado incompatible con la salubridad, dejan hueco, sombra. Los recuerdas para siempre, no importa el tiempo que haya pasado: mi primera bicicleta roja, un forro polar azul marino con capucha y forro de rayas marineras que mi hija Clara perdió en el colegio, mi primer ejemplar de Cannery Row... ya no están, desaparecieron, pero queda su sombra y creo que quedará para siempre. 

Hoy mandaré el paquete a Clara. Será caro pero no pesado. Pesan más las cartas que le envío cada semana y sé que pesarán más dentro de diez años y dejarán sombra si alguna vez las pierde. 

lunes, 22 de noviembre de 2021

Filtro lluvia

Me gusta Madrid cuando llueve. Me gusta su cielo gris, las nubes, los charcos, el sonido de la lluvia en el asfalto, los pasos rápidos de los peatones y el silencio en las conversaciones. Cuando llueve Madrid me da menos miedo, menos ansiedad, nos reconciliamos. Somos como dos desconocidos que no tienen nada en común pero que al encontrarse una noche en un bar descubren que tienen una conexión especial que solo durará esa noche. Será mágico pero no durará.  

En realidad me gusta la lluvia en cualquier sitio ("Si estuvieras en una tormenta en un velero en medio del Atlántico no te gustaría tanto". Ya, y si tú tuvieras que asfaltar carreteras en Córdoba en agosto no dirías "ay que rico el solecito y el verano"), sé que no le pasa a todo el mundo pero que tampoco estoy sola en esto. Para mí la lluvia es casi como un filtro de instagram, todo me parece más bonito y soy capaz de imaginar vidas acogedoras para toda la gente que me rodea. Por supuesto, este superpoder es tan imaginario y falso como un filtro pero mientras veo la vida a través de la lluvia me siento más optimista. 

En el autobús, mi compañera de asiento mira por la ventana las gotas resbalando por el cristal, los coches parados, la estación de Atocha al fondo. Apenas me fijo en ella, solo la siento a mi lado pero creo para ella una vida en la que va pensando en el te que se va a tomar cuando llegue a su lugar de trabajo, encienda el ordenador y se ponga a ordenar sus papeles. Pasará allí toda su jornada, rellenando formularios, atendiendo llamadas, preparando informes mientras de vez en cuando mira por la ventana y ve que sigue lloviendo. Piensa en cuando llegue a casa, ya de noche, y al entrar por la puerta encienda la luz que para ella es casa y se tumbará en el sofá pensando que ha sido un buen día. Es todo imaginario y completamente falso y hay una parte de mi que intenta desmontarme esa fantasía pero no le dejo. Me gusta disfrutar de este superpoder de imaginar vidas bonitas cuando llueve. 

Me bajo en Cibeles para caminar un rato. Me cruzo con peatones, todos abrigados. Unos con paraguas, otros no, un chino altísimo y muy guapo lleva gorra y encima la capucha de la sudadera. No es un look que le favorezca a pesar de lo guapo que es, pero es un look que él sabe que se puede poner porque es muy guapo. Cuando llueve la gente piensa en la ropa que lleva. Si llueve, antes de poner un pie en la calle, tienes que pensar: ¿llevo botas? ¿zapatillas? ¿paraguas? ¿este abrigo o el otro impermeable? Alguien que no sea como yo, adorador de la lluvia, puede pensar que eso mata la espontaneidad pero yo creo que la espontaneidad está muy sobrevalorada y que reflexionar sobre lo que llevas puesto siempre te lleva a ir más elegante. Con lluvia todos somos más interesantes y vamos mejor vestidos.  El filtro de lluvia embellece pero también esconde. Cuando llueve en Madrid se ve menos la miseria, la basura, las obras absurdas, el gris de las nubes favorece a los edificios que resultan más acogedores, más entendibles, mejores. La lluvia, eso sí, no hace milagros y las espantosas meninas que han crecido como una especie invasiva, relucen con sus colores brillantes y su presencia aplastante por toda la ciudad. Me juego una mano a que las meninas del horror surgieron de la mente de alguien a quien sus padres animaron a ser espontáneo, original y creativo. 

Me gusta la lluvia, me gusta tanto que hasta Madrid me enamora un poco en días en los que, como hoy, amanece todo nublado y sé que seguirá así todo el día. Me gusta la lluvia del presente y me anima la perspectiva de la la lluvia futura, es como paladear con anticipación una cita que sabes que irá bien. («Si lloviera días no te gustaría tanto»,  ya y si midiera dos metros quizás hubiera sido pívot de la selección).

Cuando llueve la vida me da menos pereza. No puedo explicarlo mejor. 

martes, 16 de noviembre de 2021

La luz y los amigos

“To see takes time, like to have a friend takes time.”

 Georgia O’Keeffe,

Cuando camino, de noche, por Madrid o por cualquier ciudad o pueblo me voy fijando en las ventanas iluminadas. Solo por la luz que se filtra, aunque sea un cuarto piso y yo esté a pie de calle, puedo distinguir si la luz en esa casa es acogedora o si en ese salón podría hacerse una autopsia. No es que yo tenga especiales aptitudes, es obvio para cualquiera, pero para mí que un salón emita una luz como la del televisor de Poltergeist me provoca siempre una sensación curiosa. Por un lado me dan ganas de subir a hablar con el propietario y decirle: Alma de cántaro, ¿no ves que es mejor apagar la lámpara del techo y tener luces indirectas? ¿no ves que todo parece más acogedor? pero por otro lado sospecho que ese alguien es aterrador y es mejor alejarse. 

Salgo de mi casa en Cicely para hablar por teléfono. La noche es oscurísima, es puente y dado que es temporada baja en el valle y encima han cortado la carretera de acceso, no hay ni un alma. En el pueblín no se escucha nada, no hay pisadas, ni coches, ni gente. Estamos casi solos, nosotros y cuatro vecinos más. Hablo por teléfono mientras contemplo el cielo estrellado pensando, como siempre, qué hago viviendo en Madrid. Cuando termino de hablar, guardo el móvil y miro por la ventana de mi casa. Al fondo, en la mesa grande, M con sus gafas de ver de cerca que gritan que ya no ve como antes y que llevamos treinta años siendo amigos, repasa las fotos del día justo antes de ponerse a pintar mandalas en el IPad. Dos grandes lámparas colgantes descienden desde las vigas de madera del techo de la habitación, la luz que dan es cálida y se refleja en los años de los muebles de la casa, todos heredados de otros salones, otras vidas, otros tiempos. Del techo también cuelga el ramo de novia de mi hermana. Lleva quince años cabeza abajo presidiendo la habitación y siempre me sorprende lo pequeño que parece. Cuelga justo encima de la cabeza de F que con los pies en una silla pegados a la chimenea está recostado en una de esas tumbonas que siempre parecen comodísimas en las pelis inglesas pero en las que, si estás sentado mucho tiempo, se te quedan los pies sin riego porque la madera te corta la circulación a la altura de las rodillas. Todavía lleva poco tiempo ahí sentado y ese efecto no le ha llegado. Lee a Steinbeck, un libro que yo le he prestado durante su convalecencia. F es ahora un objeto delicado de casa Tifus (aquí se viene habiendo leyendo a Asterix) y le cuidamos como si se fuera romper, casi con sorpresa de que no se haya roto. Estamos en un momento de incredulidad mezclada con alegría desbordante porque nos cuesta creer que se esté recuperando a toda máquina. A sus pies, al lado de la chimenea, una lámpara de pie que, hasta que he salido a hablar por teléfono, iluminaba la carta que estaba escribiendo a Clara. De J solo le veo la coronilla, está tirado en el sofá, de espaldas a la ventana por la que les observo. Le veo en escorzo, su coronilla con menos pelo del que a él le gustaría, y sus larguísimas piernas apoyadas encima de la mesa que mi hermano construyo. No le veo las manos así que no se si está mirando el móvil, un libro o pelando una chocolatina mientras se siente culpable pero incapaz de resistir la tentación del dulce. A su izquierda, sobre la mesita de costura llegada de alguna tía lejana de la que ya no recuerdo el nombre, hay una lámpara de mesa. No la veo pero sé que está ahí. Es la luz de leer en el sofá, de ver la tele, la de dormitar y la primera que se enciende cuando cae la noche y quieres sentir que ese salón es casa. 

Esa noche vacía, ese cielo sin luna con miles de estrellas, ese silencio, esa ventana y mis amigos al otro lado, estando juntos sin más, sin hacer nada más que compartir un espacio y una luz, la de mi casa, es el momento que sé que voy a guardar de este viaje. De entre todos los momentos que pasamos juntos esos cuatro días, todos los podría haber hecho con completos desconocidos: las pateadas, la excursión a los ibones, las fotografías a las cataratas, las cenas en restaurantes, incluso el viaje en coche. Todos menos ese, el momento en que estamos juntos siendo cada uno de nosotros solo nosotros, compartiendo el silencio, el comentario ocasional o el bostezo placentero que el cansancio de la montaña provoca. Cuando éramos adolescentes creíamos que teníamos muchos momentos así pero no es verdad. De adolescentes quedábamos a hacer cosas, jugar, bailar, beber, ligar, besarnos, llorar, criticar, enfadarnos, desesperarnos... no sabíamos que la verdadera amistad se mide no por lo que haces juntos sino por estar juntos sin hacer nada, sin hablar y sentir que, en ese momento, no estarías mejor en ningún otro lugar del mundo. La amistad es eso y tener cincuenta años es ser consciente de esos momentos y atesorarlos como el mejor recuerdo del viaje. Mejor que las fotos, los paisajes, las risas o el chuletón del valle. 

viernes, 12 de noviembre de 2021

De los libros de colores a...


@lupedelavallina

Cuando empecé a escribir este blog, hace catorce años, todo era distinto y cuando digo todo, me refiero a internet. Todos escribíamos con pseudónimos, nadie decía en qué trabajaba ni a qué se dedicaba, ni se colgaban fotos. Internet era algo de frikis, algo aparte de tu vida real. Empecé a escribir como molinos porque ese es el nombre que había elegido en 1996 para mi primera cuenta de correo en hotmail. No le di muchas vueltas, pensé que molinos era perfecto. Luego pensé que para mis hijas usaría solo las iniciales, para mis hermanos motes inventados y para mi trabajo, para mi trabajo, miré mi mesa de despacho y dije: libros de colores. 

Después abrí cuenta en tuiter e instragram, el blog creció, publiqué libros con mi verdadero nombre, di charlas y fui a encuentros. Me hicieron entrevistas. M y C pasaron a ser María y Clara. Conocí a muchísima gente que, a pesar de saber mi nombre, me llamaban Molinos o Moli. Los blogs se apagaron pero yo seguí escribiendo... pero nunca dije dónde trabajaba. Me hacia gracia saber que cuando tecleabas mi nombre en google los primeros resultados te llevaban a Ana Ribera la actriz porno o al personaje de Paula Echevarría en Galerias Velvet.  Jamás desvelé que eran los libros de colores, tampoco era importante. 

Después de veintiún años y cómo ya anuncié aquí, me cambié de trabajo. Dejé los libros de colores, deje Mordor, dejé los doscientos kilómetros diarios y me marché a la oportunidad de mi vida. Hasta hoy no podía contarlo y quiero contarlo. Desde hace un par de meses soy la nueva, flamante y primera Editora Jefe de Prisa Audio. Mi trabajo consiste en escuchar podcasts, pensar ideas, captar talento, recibir, editar y corregir guiones y montajes para hacer crecer las historias trabajando junto con sus creadores. Leo, escucho y descubro. Si hubiera soñado mi trabajo perfecto sería este. 

Siempre digo que nunca sabes a donde te va a llevar la vida.  Empecé a escribir un blog, empecé a escuchar podcasts y a escribir sobre ellos... y todo eso, más mi experiencia profesional durante veinte años en televisión me han llevado hasta aquí. Porque sí, los libros de colores son la televisión en la que he aprendido tanto que necesitaría otro blog para contarlo. ¿Por qué lo llamé libros de colores? Porque las parrillas de programación con las que trabajamos están llenas de bloques de colores: rojo para películas, azul para informativos, amarillo para programas en directo, verde para documentales, gris para promociones, etc. Se trata de colocar los bloques de colores de la mejor manera posible para que todo funcione, para que encaje, para que lo vea mucha gente.  


Para mi nuevo trabajo no creo que invente nada, tampoco hablaré de él aquí por lo menos durante los ocho primeros años como hice con la tele. Seguiré comentando y recomendando podcasts que me gustan y, a lo mejor, en algunos de ellos escucháis mi nombre, el real, en los créditos.  En mi nuevo trabajo hay mucha gente que me conoció aquí, leyéndome, y me encanta que a pesar de verme todos los días y saber quién soy me llamen Molinos o Moli. Me encanta. 

Llevo meses guardando esta foto para ponerla justo hoy. Todo encaja. 


viernes, 5 de noviembre de 2021

Lecturas encadenadas. Octubre

 
El mes pasado anuncié como algo muy novedoso que solo había leído dos libros en el mes de septiembre. Lo que no sabía es que, en esta nueva vida, se ha convertido en una rutina. En octubre solo han caído otros dos libros. A lo mejor, más pronto que tarde, las lecturas encadenadas tienen que transformarse en El libro del mes. Haré todo lo que pueda para que eso no pase, le tengo cariño a mis encadenados. 

Al lío que, como el mes pasado, será corto. 

Anhelo de raíces de May Sarton llegó a mi radar a través de Paula Fernández de Bobadilla, amiga, editora de Ximena Maier y gran lectora. (No os perdáis lo que escribe) De mi radar pasó a mis manos cuando lo compré en la Feria del Libro y le tenía muchísimas ganas. 

Anhelo de raíces tiene una portada maravillosa que responde a la perfección a la esencia del libro y digo esto porque estoy harta de portadas que no significan nada o significan todo lo contrario o destripan la historia. La historia de May Sarton, su historia es apetecible e interesante pero me he aburrido. Ohhhhh. Creo que su editor, hace sesenta años cuando se publicó por primera vez en inglés, no hizo bien su trabajo y creo, con gran dolor de mi corazón, que la traducción deja mucho que desear. Lo noto porque según voy. leyendo voy tropezando en algunas frases, en una palabra, con una expresión, con una incongruencia semántica que me ha impedido sumergirme en el ritmo de la narración. 

May Sarton (1912-1995) fue escritora, poeta y profesora. En este librito de memorias cuenta su relación con una casa que compra en Nelson, un pueblecito de New Hampshire y que reconstruye, decora y llena de sus cosas, de los objetos que ha ido recopilando a lo largo de toda su vida y que ha heredado de sus padres. Se construye un hogar cuando ya tiene más de cincuenta años y lo disfruta. Disfruta encontrarlo, reconstruirlo, quedarle a solas con su casa por primera vez, descubrir la luz, los sonidos, los cambios diarios o estacionales y también los emocionales que tener tu propia casa provoca. Se dedica en cuerpo y alma a escribir, a su casa, al jardín y a sus vecinos. Todo esto parece buenísima idea y el libro tiene muchos pasjes estupendos y preciosos pero me he aburrido mucho y he terminado leyéndolo en diagonal.

«Pero no habia ido a aquel lugar solo para demostrarme a mí misma que podía resolver problemas derivados de cortar el cesped, podar árboles o hacer un jardín donde nunca antes lo había habido. Había ido a escribir. Y hubo momentos en que me sentí abrumada por aquellos problemas prácticos. Pero siempre volvía a mi punto de partida: que los problemas o suplicios derivado de mi vida en aquel lugar de algún modo me enriquecían cuanque pareciera que cuando llegaban no traían consigo más que interrupciones y frustración. Problemas ocasionados por clima, nevadas, sequías, temporales, que te afectan hasta la médula. Enseguida se convierten en metáforas en tu mente; son materia poética. Y nunca son pérdida, la pérdida que el aburrimiento mortal de la vida en la ciudad significa. La pérdida de tiempo que pasas tratando de llegar a casa en un metro sin aire, por ejemplo, no se puede comparar con la pérdida de tiempo utilizado para bajar a un gato de un árbol o ¡perseguir a una marmota, por lo general, es más divertido que perseguir a un taxi!»

Yo al gato no lo bajaría del árbol, es su problema, pero este libro lo recomiendo con reservas. Para leerlo de vez en cuando, un capítulo y anotar los pasajes brillantes que tiene, las reflexiones sobre lo que significa tener tu casa, tu espacio. Si no lo habéis comprado, no lo hagáis. 

En septiembre fui a la presentación de La historia de Shuggie Bain de Douglas Stuart. Fui porque mi amiga María Jesús hacia de anfitriona y no tenía ni idea lo que me iba a encontrar aunque Sexto Piso es siempre garantía de libros interesantes. La charla con Douglas fue muy chula, él me encantó y compré su libro que me dedicó con estas palabras "Thank you for welcoming me to Madrid". 

Gracias a la presentación sé que La historia de Shuggie Bain es una novela pero está basada, en parte, en la infancia del propio autor. Shuggie es el tercer hijo de Agnes que tiene dos hijos más mayores de su primer matrimonio con un católico. Cuando Agnes conoce a Hugg, el padre de Sugghie, abandona al católico para embarcarse una relación muy destructiva y tóxica con Hug y con el alcohol. Todo esto sucede en el Glasgow de los ochenta con una crisis económica y social brutal por el cierre de las minas escocesas que dejó a miles de hombres sin trabajo y a sus familias dependientes de los servicios sociales para sobrevivir. La historia de Shuggie es durísima, es trágica, es sórdida y cuesta hasta mirarla. De alguna manera me ha recordado a las novelas de los años treinta de Erskin Caldwell, los dos retratan a personajes que se ven empujados por las circunstancias, por la pobreza (la crisis de los años 80 o la gran depresión del 29) a tomar unas decisiones que son destructivas para ellos mismos. Es muy fácil juzgar desde tu sofá con tu comida y tu calefacción y tu seguridad y pensar "yo jamás haría eso" para pensar que somos mejores pero ni de lejos es así. Agnes, Shuggie y casi todos los personajes que aparecen en la novela (Shug padre, no) quieren hacer las cosas bien, ser "buenos" pero es imposible. Es una novela muy buena pero dolorosa de leer porque no hay moraleja, no hay tranquilidad, no hay bálsamo, no hay nada que te haga pensar "al final todo sale bien". No, no es verdad, la vida no es una peli. 

En la presentación le pregunté a Douglas como había conseguido salir de la historia después de escribirla y me dijo: «no salí, continué con una segunda parte». Seguro que la leo en cuanto salga. 

Y ya está. No hay más que rascar por este mes. Y con esta brevedad y un bizcocho, hasta los encadenados de noviembre. 

sábado, 30 de octubre de 2021

Podcasts encadenados: ricos, riquísimos, tragedias y una bala que no falla


Hoy vengo a hablar de podcasts porque llevo tres semanas queriendo hablar de podcasts y lo he ido dejando porque no tenía tiempo, porque no encontraba el momento, porque si la abuela fuma pero hoy ya no puedo dejarlo. Hoy, mientras iba conduciendo a casa de mi hermana, iba gritando en el coche: ¡No puede ser! pero, pero, pero... ¡no me lo creo! La razón de mis gritos era el séptimo episodio de un podcast. Al volver a casa he pensado: necesito escribir sobre podcasts porque ¡tengo que comentar esta historia con alguien! 

La razón de mis gritos, y de mi enganche de los tres últimos días, es la historia de la familia Steinberg que se cuenta en el podcast The just enough family.  Ariel Levy, escritora del New Yorker, nos lleva de la mano a conocer a toda la familia y cuando digo a conocer, lo digo por algo. Levy es muy amiga de Liz, una de las hijas del financiero Robert Steinberg y aunque es ella la que tiene la voz cantante en el primer episodio que sirve de introducción, gracias a esta amistad (supongo) en el podcast habla toda la familia que está viva: padres, tíos, primos, exmujeres. ¿Quienes son los Steinberg? Una familia de megaricos y cuando digo megaricos me refiero a gente que alquilaba la sala egipcia del Metropolitan para hacer una fiesta de cumpleaños de una adolescente, tenía varias casas, avión privado y un jefe de seguridad que, como el Señor Lobo, solucionaba problemas. Si estáis viendo Succession en HBO, ricos de ese nivel. Ricos de los que no llevan dinero nunca encima porque no lo necesitan. 

En el primer episodio, Liz cuenta que cuando ella era niña e inmensamente rica, escribía cuentos en los que ella vivía con una familia que no se parecía a la suya, no era pobre, no pasaban hambre ni nada de eso pero vivían "con lo justo", vivía con "the just enough family", la "familia de lo necesario". Me parece una anécdota maravillosa y ole por Levy por la elección del título. 

La historia de la familia es increíble y es una de esas que a los simples mortales, que tenemos que organizarnos la vida porque recordemos que improvisar es de ricos, nos encanta porque lo tiene todo. Dinero, amoríos, divorcios, traiciones que se van sumando y sumando hasta que en el episodio siete alcanza un nivel que exige gintonic y tertulia. Pero además de esto, tiene el mérito de que son los propios protagonistas los que la cuentan. Levy conduce, hace preguntas y, por supuesto, ella y la productora Melinda Shopsin han editado todas las conversaciones y las han ordenado para que el relato avance a partir de sus testimonios. Puedo imaginar las horas que han pasado charlando con unos y con otros y las que han echado escuchando todo lo grabado para organizarlo y dar coherencia al relato. 

Mientras lo escucho y mientras escribo esto pienso en qué posibilidades habría en España de hacer algo así. Muchos de los formatos de podcast que triunfan en Estados Unidos están basados en historias personales contadas por gente a la que no le da pudor hablar de sus sentimientos, sus errores, lo que hizo bien, mal, las opiniones que tuvo en su día y que ya no tiene, las traiciones, los amores, etc. Los americanos (que tienen muchas cosas malas como todos) son en esto tremendamente abiertos: hablan sin pudor. No es que en España una familia de megaricos no hablaría jamás así, es que aquí la gente no habla y cuando habla, se inventa. 

Dejando de lado esta última reflexión, The just enough family es un podcast maravilloso. Tiene ese punto de cotilleo, de asomarse a ver cómo viven los ricos. Tiene también el regustillo que da ver que a los ricos también les pasan cosas malas y tiene un punto de locura que te deja alucinando y enganchado a la historia. Son ocho capítulos de unos veinticinco minutos cada uno. No os lo perdáis. 

¿Qué más recomiendo? Pues el mejor podcast del año que, lo lamento por los que no habláis ingles,  es un podcast americano escrito y dirigido por Dan Taberski, un tío con un talento inmenso, creador también de Runnig from Cops publicado en 2020 y que también es impresionante. El mejor podcast del año se llama 9/12 y trata sobre las consecuencias del 11S desde diversos puntos de vista. Aunque nacido al calor del veinte aniversario de los atentados del 11S, 9/12 va mucho más allá de contar la historia de aquel día, sus causas o sus consecuencias. 

No sé el tiempo que Dan Taberski habrá pasado pensando este podcast pero seguro que han sido meses, muchos meses. Su objetivo es tan ambicioso y tan complejo que me pongo a llorar solo de pensar en el esfuerzo intelectual necesario para conceptualizar la idea, darle forma y encontrar las historias que encajen en el relato. Pensar en todas las historias que habrá desechado me provoca aún más llanto. ¿Qué objetivo persigue Taberski? Pues nada más y nada menos que contarnos cómo ha cambiado el mundo después del 11S, contar ese día que cambió el mundo, que nos cambió a todos, sin hablar de ese día sino de todo lo que ocurrió después y como sus consecuencias están aquí, nos tocan cada día, las navegamos en nuestras rutinas diarias. ¿Cómo cambió la manera de pensar el humor en Estados Unidos? ¿Y la propia conciencia de ellos mismos como país? ¿Y el uso de la palabra libertad y su concepto? ¿Y la imaginación? 

Es un podcast impresionante. Os animo a escucharlo porque solo el primer episodio, el prodigio narrativo que hace Taberski contando el 11S sin contarlo te deja con la boca abierta. Son siete episodios de cuarenta minutos que voy a volver a escuchar para ir tomando notas. Es el mejor del año, sin duda. 

En español traigo también una fantástica serie: Canónicas de Podium Podcast con Laura Martínez.  Confieso que, como casi todos, de adolescente la historia de Jack El destripador me interesó muchísimo. El primer asesino en serie, las mujeres asesinadas, Londres, la niebla, el misterio alrededor del asesino más famoso de la historia y las mil quinientas teorías sobre quién podía ser era algo que me llamaba mucho la atención. Muchos años después cuando la mística del asesino ya había desaparecido para mí, leí From Hell de Alan Moore y pasé miedo. Miedo por la historia y miedo al ver la fascinación que este asesino sigue teniendo a diario para muchísima gente. Bien, Canónicas tiene que ver con Jack El destripador pero no habla de él, ni siquiera se habla de los asesinatos. Canónicas se centra en la historia de las vidas de las mujeres que asesinó. ¿Quienes eran? ¿Cómo fueron sus vidas? Jamás había reflexionado sobre esto pero el asesino no solo las asesinó, borró sus existencias. Por supuesto no fue solo él, a ese borrado contribuyeron los medios, las opiniones y todos nosotros, convertir a las víctimas en prostitutas, pobres, personas que "algo habrían hecho", nos libera de poder ser como ellas, de acabar así. 

En Canónicas, Laura Martínez consultando a multitud de expertos, reconstruye en cada episodio la vida de las cinco víctimas canónicas, las confirmadas como asesinadas por el destripador. Escuchar sus historias, situarlas en el contexto, saber dónde nacieron, cómo era su familia, dónde trabajaron, qué les ocurrió para estar en aquella calle, en aquel barrio, la noche en que el asesino las encontró, les devuelve peso, volumen vital, dejan de ser simplemente las víctimas de Jack El destripador para volver a ser: Polly, Annie, Elizabeth, Catherine y Mary Jane. (Si llegáis a los créditos, tenéis sorpresa) 

Para terminar un par de episodios más en español. 

El reloj y la linterna es el tercer episodio de la nueva temporada de Radio Ambulante, un podcast que he recomendado mil quinientas veces porque todo lo que hacen es bueno. Todo es bueno pero algunas cosas son espectaculares y este episodio es una de ellas. En 1994 hubo un atentado en el edificio de la AMIA, en Buenos Aires. Es una historia muy conocida en Argentina (yo confieso que no tenía ni idea) y el episodio es un ejemplo de cómo se puede contar algo que todo el mundo sabe o cree saber de una manera diferente. Partiendo de lo anecdótico, del reloj del título, de algo pequeño observado de cerca... la narración va alejándose y alejándose hasta conseguir poner a la vista toda la tragedia y la historia. Un prodigio de enfoque narrativo que se sigue conteniendo el aliento durante los más de cincuenta minutos que dura. No os lo perdáis. 

Seguimos en Latinoamericana con Volver a los 17. Violeta Parra del podcast Sangre en los tracks. Este podcast lo descubrí en la newsletter semanal de Radioambulante en la que el equipo del podcast recomienda cinco cosas para escuchar, ver, leer, cotillear en internet o cuentas para seguir en distintas redes sociales. El 5 de febrero de 1967, Violeta Parra le preguntó al hombre con el que vivía: ¿dónde no falla una bala? Él, distraído, se tocó la sien y le dijo: aquí. Violeta entró en la casa y se pegó un tiro en la sien, no quería fallar. 

Yo sabía quién fue Violeta Parra pero no sabía nada de su vida ni de su final. En este breve episodio, Pablo Plotkin y Marcos Aramburu, reconstruyen su vida, su familia, sus intereses, su carácter, sus parejas, sus viajes, sus preocupaciones, sus odios. Dedican un tiempo especial a la canción Volver a los 17, que yo no había escuchado jamás, y que me parece, y así lo comentan ellos, una canción tristísima, una especie de elegía por una juventud que nunca es tan feliz como la queremos recordar con cuarenta pero que para Violeta era un paraíso del que había sido expulsada y que ante la idea de no volver a él, prefirió morir. Es una historia trágica pero el episodio cuenta su vida muy bien sobre todo si, como yo, no sabías nada. 

Con esto creo que es suficiente, me han quedado unas recomendaciones un poco trágicas: atentados, asesinadas, atentados y suicidios... espero que compense la frivolidad extrema de los ricos. 

Voy a intentar ser más regular en estos comentarios primero por egoísmo porque necesito hablar con alguien de todo lo que escucho y segundo por mi vocación de servicio público: ahí fuera hay maravillas para escuchar y me gusta compartir. 

Casi todo lo que he recomendado en esta sección lo tenéis aquí. 

martes, 26 de octubre de 2021

Lo de leer el periódico en papel

Leer el periódico en papel se parece a entrar en una librería o ir a una biblioteca y pulular mirando estanterías, creyendo que sabes lo que te interesa, para acabar saliendo con un libro o varios que ni sabías que existían pero que se han vuelto, por alguna razón, fascinantes y atractivos. Con el periódico en papel pasa lo mismo. Lo coges, lees los titulares, le das la vuelta, miras la contraportada y empiezas a pasar páginas creyendo que sabes lo que va a interesarte y lo que no, lo que tienes ganas de leer y lo que no. Muchas veces, sin embargo, acabas aburrido después de tres párrafos de la gran noticia que marca la actualidad y dedicas un buen rato a leer en profundidad las cartas del director o un breve que te pilla de refilón y que devoras sin dar crédito. 

«Detenida en Badalona por fingir su rapto e irse al bingo» ¿Cómo es de maravilloso este titular? Lo tiene todo, la información justa, el gancho necesario y la pregunta: ¿Cómo ha llegado esta noticia a estar impresa en página impar del periódico más importante del país? Por supuesto caigo en la tentación y devoro la noticia para conocer todos los datos posibles. Alguien que finge su propio secuestro para irse al bingo es, sin duda, alguien interesante. Ludópata, sí... pero interesante. Me entero de que el marido, que estaba hospitalizado (no dejan de sumarse datos alucinantes) llamó a la policía porque había recibido varias llamadas de su mujer diciéndole que estaba secuestrada y que los malos le pedían seis mil euros para liberarla. ¡Ella misma llamó al marido para decirle "cari, que me han secuestrado"! No doy crédito. La policía, por supuesto, se puso a investigar y, en un rato más o menos largo pero deduzco que más bien tirando a corto, se dieron cuenta de que alguien había trincado la pasta. (Aquí se omite información muy relevante como, por ejemplo, como pagó el marido el rescate: ¿por bizum?) Cuando comprobaron quien había sido ese alguien, resultó ser ella que estaba en el bingo jugando tan ricamente. 

La semana pasada, en otro paseo por el periódico en papel, encontré otra noticia parecida aunque mucho más trágica. El titular era algo como "Condenada por matar a su marido veinte días después de casarse". Otro titular sorprendente que me empujó a leer la noticia. No me equivoqué, la condenada había fingido ser discapacitada todo el noviazgo, se había casado y días después de la boda había convencido a su marido para ir a un lugar apartado acompañados de su cuidador y allí, entre dos coches, le habían apuñalado con un destornillador. A todo este horror se sumó que justo pasó una policía que no estaba de servicio y que presenció todo lo que ocurría. (¿Cómo de apartado era el sitio? ¿Qué hizo la policía? ¿Cuándo dejó de fingirse discapacitada?)

Aparte de la salvajada y la maldad. ¿Fingir una discapacidad todo el noviazgo? ¿Convencer a otro para que mate por ti? O en el caso anterior: ¿Qué dijo el marido al enterarse? ¿Qué dijo ella? ¿El marido la denunciara o preferirá callarse para no pasar por tonto? ¿Tienen hijos? Pero más allá de todo esto, me pasa como siempre que me encuentro este tipo de noticias. Por un lado me fascina como las personas podemos agarrar una idea loca y completamente idiota y correr con ella hacia delante y con todas sus consecuencias. No vale pensar «yo jamás haría algo así». Por supuesto que la mayoría creemos que nunca fingiríamos nuestro secuestro o mataríamos a nuestra pareja después de habernos fingido discapacitados pero ¿acaso no hemos tenido todos ideas ridículas,  idiotas hasta el absurdo, por ejemplo por amor, y las hemos seguido y seguido y seguido hasta el precipicio? Uno piensa: ¿estas mujeres no tenían amigos? ¿Nadie en su entorno les hizo ver que aquello era, claramente, una malísima idea? A lo mejor sí, a lo mejor tuvieron a gente alrededor que intentaron pararles, arrancarles la idea estúpida de las manos y hacerles entrar en razón pero, como nos ha pasado a todos, ellas no hicieron caso. ¿Cuántas veces nos dijeron en nuestra vida «ese/esa no te quiere, te está engañando, se está aprovechando de ti» y nosotros hicimos una doble pirueta con triple tirabuzón y mortal carpado sobre esos consejos y seguimos adelante? 

Por otro lado siempre que leo estas historias me acuerdo de Raquel, una compañera de clase que con doce años, para ocultar que había suspendido seis asignaturas, se inventó que su madre había muerto en un accidente de coche y su padre estaba en la UVI. La historia coló durante días, las monjas, los profesores, todas sus compañeras nos la creímos. Rezábamos en la oración de la mañana por ella, por su madre y porque su padre se recuperara.  La estoy viendo, con el uniforme, el baby, y la cara de pena inmensa. ¿Cómo pudo colar? ¿Cómo fue ella capaz de mantener esa mentira? ¿Qué ocurre para que un mentiroso estratosférico consiga que los demás crean sus mentiras? La confluencia de mentirosos peligrosos y dañiños con público crédulo está en todas partes, mentiras imposibles que nos tragamos sin pestañear. Ocurre ahora y ha ocurrido siempre. A esta confluencia se añade otro factor, siempre presente, el observador externo que dice: yo no me lo hubiera creído.  

Nos creemos las mentiras de los demás, no importa lo enormes que sean, porque nos cuesta creer que la gente sea malvada. Y desde fuera creemos que a nosotros no nos la colarían porque todos nos pensamos más listos. 

sábado, 23 de octubre de 2021

Señora mayor con hippy vibes

Ayer me dormí en el cine. Creo que hacía veinticinco años que no me pasaba. Digo veinticinco pero a lo mejor son treinta o nunca. No recuerdo la última vez que me dormí o que intenté no dormirme, ayer ni lo intenté, el aburrimiento era tan extremo que simplemente me dejé ir. No merecía la pena luchar. Recuerdo veces en el cine de indignarme, de cabrearme, de refunfuñar (sin molestar), de sentirme tan inquieta por el horror que estaba sufriendo que no podía parar de moverme. Sesiones de mirar el reloj, de repasar la lista de la compra, de imaginar torturas salvajes para el director, el crítico que había alabado el título o para mi yo idiota que había decidido elegir esa película. Ayer, el sopor era tan intenso como una anestesia general, no llegué ni al siete contando desde diez. A lo mejor estoy sonando un poco Boyero pero no es mi intención.

Ultimamente estoy descubriendo una nueva faceta de mí misma que me tiene confundida. El miércoles se lo comenté a mi terapeuta: «no sé si preocuparme,  me siento como una señora mayor con "hippy vibes" (mi hija Clara dixit)» Ella se río mucho, casi siempre se ríe con mis historias hasta el punto de que algunos días, cuando salgo, pienso que ella debería pagarme a mí. 

Soy una señora mayor con hippy vibes porque me paso el día pensando que (casi) nada merece la pena tanto como para cabrearme y gastar energía. Esto puede parecer una enseñanza tan obvia como para aparecer en una novela de Murakami pero hasta hace poco yo me hostilizaba a niveles estratosféricos por asuntos que ahora mismo dejo resbalar rápidamente por mi piel y abandono en un charquito a mis pies mientras sigo adelante. A mi alrededor, en mi nuevo trabajo, en el que por cierto soy la mayor (de ahí que mi conciencia de señora mayor sea tan acusada), me paso el día diciéndole a mis compañeros: «no merece la pena esa batalla, ya lo has intentado, abandona y pasa a la siguiente, en una semana se te habrá olvidado» o «en serio, ese problema que ahora te parece insalvable en unos días se habrá esfumado. No te preocupes, al final todo sale». Me escucho y pienso ¿Qué me pasa? ¿Dónde está mi increíble capacidad para indignarme, encabronarme y pelear? ¿Es esto una mejora o voy a peor? ¿Debería medicarme? ¿Dejarme el pelo largo? ¿comprarme unas túnicas? ¿llevar gafas estrafalarias? ¿meditar? 

Creo que debo vigilar esta nueva faceta de mi personalidad ¿o quizás es una grieta y debo repararla? Probablemente sea sano no hostilizarme en dos segundos por cualquier nimiedad pero no quiero llegar al punto en que todo me de igual, de ninguna de las maneras quiero ser un "me da igual". Creo que voy bien porque en la misma semana en que decido dormirme la nueva peli de Wes Anderson de principio a fin y despacharla con un "lo mejor es el cartel", claro ejemplo de mis hippy vibes, he desarrollado una hostilidad merecedora de record olímpico hacia un señor imbécil. Él no lo sabe aún pero le espero en el futuro con todo el poder de mi rencor y mi hostilidad. Pensar en esto me tranquiliza, veo que no he perdido mi esencia. 

A lo mejor puedo llegar al equilibro perfecto entre hippismo y hostilidad. Me apetecen unas gafas estrafalarias, a ser posible verdes chillón y dejarme el pelo largo  y, a lo mejor, con ese look cuando me cabree doy muchísimo miedo. Probaré. 

Y, por favor, no vayáis a ver la de Wes Anderson. Ni aunque os inviten. Ni aunque os invite Wes Anderson. Hacedme caso que soy una señora mayor con criterio. 

sábado, 16 de octubre de 2021

La tintorería y los recados


Ayer me pasé por Henry a recoger una alfombra. Pocas cosas son más "hacer recados" que ir a la tintorería. Junto con pasar por el estanco a por sellos (para mis cartas a USA) y a la farmacia a por Frenadol, son la trinidad de los "recados". Hubo un tiempo en que ir al banco y a por el pan también eran recados pero recordemos que el cuquismo y la imbecilidad mató al banco y la masa madre y el postureo a la panadería. 

Para saber si vives en un barrio barrio, en una zona superviviente a la oleada de franquicias o en una recreación cuqui de una película americana, tienes que buscar una tintorería. No una lavandería ni un centro de planchado ni, por supuesto, una franquicia de Todo limpio o como se llamen. Busca una tintorería de verdad, una que se llame Mercedes o La luz o, como la de mi barrio, Henry. 

No hay nada que huela más a barrio que una tintorería. En los dibujos animados cuando algo huele mucho, bien o mal, ese olor se pinta como un humo sinuoso que serpentea por debajo de las puertas como una culebra y se mueve luego por el éter hasta llegar a otra casa, una ventana, una puerta o las narices de alguien. Así me imagino yo el olor de la tintorería de barrio. No es agradable, no es horrible, huele a química y a limpieza. A limpieza de verdad y no a limpio de mentira, de enseñar en instagram. Es un olor característico que te garantiza que tu ropa volverá limpia, un olor que dice "sabemos lo que hacemos". Una tintorería de barrio es como un balneario para tu ropa, tu alfombra o tu colcha. La llevas allí a que les den un tratamiento y descansen hasta que vayas a recogerla. 

Henry es el dueño de la tintorería, es alto, calvo, moreno e impone. Un hombre que maneja la plancha y el vapor con esa maestría es tan impresionante como James Bond. Ayer, mientras esperaba que me trajeran mi alfombra del sótano en el que había pasado el verano (16 años yendo a esa tintorería y ayer me enteré de que tienen sótanos...qué maravilla) observaba a Henry planchar unos pantalones azul oscuro de caballero y me quedé embobada. Qué delicadeza, qué efectividad, qué manejo de la arruga, el doblez, la plancha y el vapor. Abre la plancha gigante, posa la pernera, baja la plancha, pisa el pedal y de una nube de humo emerge el pantalón planchado y perfecto convertido en algo a estrenar. La tintorería también es la Lluvia de estrellas de la ropa. Entran siendo un guiñapo y salen, entre el humo, deslumbrantes. (Ayer también pensé que ahora mismo no conozco a ningún hombre que lleve traje a trabajar). 

Henry y su mujer, que es menuda, muy delgada y que  Lleva unas enormes gafas de personaje de dibujos animados y teclea en el ordenador sin dejar de hablarte, tienen ya una edad. Ayer, de vuelta a casa,  mientras cargaba con mi alfombra deslumbrante, oliendo a limpio y a descanso de verano en un sótano fresco y oscuro, pensé que cuando ellos se jubilen, la tintorería cerrará (¿quién quiere ser tintorero ahora mismo?) y tras las puertas cerradas, a la espera de un inversor que quiera poner algo cuqui, se quedaran las prendas que nadie recogió nunca, colgadas de bolsas de plástico, con números apuntados en trozos de papel que son un código que solo Henry y su mujer entienden. La plancha gigante se parará, el humor desaparecerá y con el olor a limpio, a tintorería, a barrio.  

Espero haberme mudado cuando eso ocurra. Y ya sabéis, si os vais a mudar que sea a un barrio con tintorería con ropa colgando. Seréis más felices y podréis hacer recados que es algo que junto con sobrevivir a las arenas movedizas era algo que, los que tenemos más de cuarenta, creíamos que era la base de ser adulto. 

lunes, 11 de octubre de 2021

Escuchar el solano

«Si “el arte de pintar es el arte de pensar”, como defendía Magritte, podemos decir que el arte de contar también es un arte de pensar. Reflejar la realidad requiere un ejercicio previo para afinar nuestra mirada, calibrar lo que vamos a relatar y asumir qué fin perseguimos. Y pensar es un verbo que se alimenta de tiempo. «Leer, como pensar, exige recogimiento, soledad, un esfuerzo, perece ese es el precio de la lucidez» dice el escritor Luis Landero». (La hora del periodismo constructivo. Alfredo Casares) 

En el banco observo el paisaje que llevo mirando veintidós años. No hay nadie más que yo. En el otoño, en el valle, aunque sea puente festivo, hay menos gente que durante el verano y en las dos horas que paso allí, no aparece nadie. Somos el valle y yo. Conozco lo que veo, el paisaje, los colores, el gusto de la luz, el tacto del banco en el que me siento, áspero y curtido, con alguna astilla saltada por la nieve, el hielo y el sol que le pega fuerte durante gran parte del día. Es un banco de la parte del Solano, por eso la ermita, a mi espalda, lleva aquí desde el siglo XI. Si ahora el sol nos importa, en la Edad Media estar en el Solano te daba la vida. Que este pueblo, que ahora apenas tiene cuatro habitantes fijos, fuera durante siglos la capital del valle es algo que siempre me hace pensar en lo insignificantes que somos y lo pronto que nos acabamos. Enfrente veo la Sierra de Chía, alta, inmensa, amenazadora. Localizo el mirador que se encuentra en su ladera y desde el que, cuando voy, busco el banco en el que ahora estoy sentada. De ladera a ladera del valle, ¿se verían en la Edad Media, hace doscientos años, hace cien, hace setenta? Enmarcando la vista justo delante de mi hay una valla de madera colocada para que no te caigas, para que no tropieces ¿para que no te tires? A veces me molesta, otras me parece un bonito marco para los campos al fondo del valle, limitados por grandes filas de árboles y tapias construidas a mano con piedras que, seguro, llevan aquí desde hace mil años. Hoy veo pequeñas flores moradas alrededor de los postes de la valla y otras flores que son como plumones enredadas en zarzas. En la Edad Media seguro que todos sabían su nombre y para qué servían, a mí me dan miedo, desconfianza. Siempre he pensado que los extraterrestres empezarán a colonizarlos disfrazados de flores.


Sin moverme escucho el viento y los coches que pasan por la carretera que corre paralela al río. Si hago, como aprendí de Bernie Krause este verano, pantalla con las manos detrás de mis orejas el único sonido que escucho son los coches, los motores acelerando al salir del congosto y enfrentándose a la primera recta de más de veinte metros después de cuarenta kilómetros. Incluso los que no corren nunca sienten la necesidad de pisar el acelerador como escapando del serpentín entre paredes de piedras que acaban de atravesar. Sobre el rumor de los motores, escucho el viento del norte del que me protege la ermita. Un par de chicharras cantan en algún lugar en la escarpada pendiente delimitada por la valla de madera. A mi izquierda, muy cerca, un grillo. Más lejos, pero también a la izquierda, media docena de pájaros pequeños que no sé como se llaman, se persiguen mientras pían. Otro piar distinto suena a mi espalda, suena indignado. Imagino a su emisor como ese vecino que protesta porque los niños gritan jugando en la calle. Demasiada vida para ser otoño, casi suena a primavera pero menos alocada, menos descontrolada, menos kamikaze. El campo, los insectos, las flores, los pájaros, la perra recién parida que aparece para tumbarse a mis pies y yo disfrutamos el solano, esta hora, esta tarde sabiendo que el otoño pasa rápido, que el tiempo no es eterno, que no nos quedan muchas más tardes como esta. 


Intento memorizar todo lo que veo y escucho para poder escribirlo. El rumor de una desbrozadora tan lejano que casi me acuna. Un parapente que se desliza silencioso subiendo y bajando entre corrientes de viento invisibles que no puedo ver más que en su loco recorrido. El sol se pone tras Chía y la sombra avanza. Con cada metro que recorre la sombra, un sonido se apaga, las chicharras, los grillos, los pájaros. 


Cuando la sombra me cubre, la orquesta animal termina, cierro el libro, echo un último vistazo al Gallinero que permanece iluminado y me voy a casa. En la Edad Media el día se acabaría ya, con la sombra devorando el Solano al final del día. Yo enciendo la luz y escribo este post. 


«La soledad misma es una manera de esperar que lo inaudible y lo invisible se hagan sentir. Y por eso la soledad nunca es estática ni desesperada». (Anhelo de raíces, May Sarton)



sábado, 9 de octubre de 2021

Lecturas encadenadas. Septiembre

Redoble de tambores, tenemos algo nuevo en este blog tan repetitivo y tan "centrado en mí" (como me reprochó un gran anónimo al que guardo un huequito en mi corazón por esa crítica tan perspicaz), algo que no había ocurrido nunca. Por primera vez, desde que escribo Lecturas encadenadas, solo he leído dos libros en un mes. Además, en un mes en el que no he parado en casa más que para dormir, mis dos lecturas han resultado ser claustrofóbicas, las dos novelas transcurren entre cuatro paredes. No voy a decir esa cursilería de "los libros te eligen" porque no tiene ningún sentido pero es curioso como en un mes en que yo he sido todo para fuera, mis dos protagonistas vivían dentro, enclaustrados casi. 

Ninguna de las dos lecturas es nueva así que no esperéis sorpresas aunque puede que si encontréis brevedad. O no. 

Un caballero en Moscú de Amor Towles llevaba pululando por mi casa años. Lo veía en la estantería, lo veía en manos de mi madre, El Ingeniero lo leyó en su club de lectura y yo pensaba: Ah, sí, tengo que leer esa novela. Además, hace muchos años yo había leído Normas de cortesía, del mismo autor, que me había gustado bastante. (Cuando digo muchos años, son muchos, antes de empezar con este blog "centrado en mi"). Al comenzar el mes y anticipando la locura de mes que iba a ser pensé que sería una buena lectura, una novela tranquila y agradable para cuando llegas reventado a la cama y lo único que quieres es ser capaz de leer cinco páginas sin pensar que no estás entendiendo nada. 

No voy a descubrirle nada a nadie pero Un caballero en Moscú es la historia de un noble ruso que, tras la revolución, y por culpa de unos poemitas que se consideran antirevolucionario es condenado a un arresto domiciliario en un hotel en el que pasa los siguientes treinta y cinco años de su vida. Un caballero en Moscú podría ser Robinson Crusoe y Los robinsones de los mares del sur (si tenéis churumbeles, por favor, ponedles esta peli) y una peli de James Bond y Narnia. El hotel es un sitio casi fantástico que permanece intacto y sumido en unas rutinas perfectas mientras el mundo a su alrededor y a miles de kilómetros se desmorona y cambia por completo. El mundo se vuelve del revés pero en el hotel no cambia nada. En parte sagrario, en parte parque temático, en parte isla incomunicada, en parte mundo perdido, el conde Rostov es el héroe, es Robinson, es James Bond, que consigue hacer de una situación lamentable una oportunidad de vida maravillosa en la que encuentra todo: amor, amistad y familia. 

«Porque era cierto: los tiempos cambian. Cambian sin cesar, de forma inevitable, con inventiva. Y a medida que cambian, hacen que resulten insólitos no solo los tratamientos honoríficos pasados de moda y los cuernos de caza, sino también los llamadores de plata y los gemelos de teatro de madreperla, así como todo tipo de artículos fabricados con esmero que hayan dejado de ser útiles.»

Antes fueron los cuernos de caza y los gemelos de teatro, ahora son los teléfonos fijos, las carpetas, el papel y el usted. 

Rostov no sale del hotel en treinta y cinco años pero todo su universo es luminoso, optimista, expansivo, Andrea, de Nada de Carmen Laforet sale de la calle Aribau pero todo su universo es oscuro, amargo, interno.  He vuelto a Nada porque en septiembre se cumplía algún aniversario de Laforet y me apeteció. Busqué por las estanterías y encontré un ejemplar, de la edición de Áncora & Delfín de 1946, que perteneció a mi abuelo, con su sello "José Luis García Rubio. Abogado" y su número de registro.  Más feliz que una perdiz con esa joya familiar oliendo a  libro antiguo me lancé a releer y descubrí que no recordaba nada. ¿Cuando no recuerdas nada de un lugar en el que ya has estado puedes decir que vuelves? 

«Me parecía que de nada vale correr si siempre ha de irse por el mismo camino, cerrado, de nuestra personalidad. Unos seres nacen para vivir, otros para trabajar, otros para mirar la vida. Yo tenía un pequeño y ruin papel de espectadora. Imposible salirme de él. Imposible libertarme. Una tremenda congoja fue para mí lo único real en aquellos momentos». 

No recordaba la miseria, la oscuridad. He tenido una sensación muy especial leyendo una historia que transcurre en 1944 en un ejemplar publicado en 1946. Las páginas casi amarillas con el olor de 80 años de estantería, me recordaban a la colección de novelitas románticas de mi abuela (ver mi charla con Loenlasnubes para saber su historia) que leí de adolescente. En aquellas novelitas cursilísimas había pobreza y miseria y tragedia y dramitas pero la damisela (costurera, cocinera, estudiante) siempre acababa con el galán tras un beso muy casto. Aquí no hay nada de eso. La casa de la calle Aribau encierra en su interior pobreza, ira, miseria, envidia, lujuria, desamor, cobardía, avaricia. Andrea llega a vivir allí y no es que pase a vivir una vida en blanco cuando está en la universidad y una vida en negro cuando vuelve a la casa, toda su vida se vuelve marrón, beige sucio. Ni siquiera cuando está fuera, cuando se hace amigos, cuando conoce vidas familiares en technicolor, cuando descubre la ciudad y se siente deseada consigue librarse de ese tono marrón que la está desdibujando, deshaciendo. Nada es un curioso nombre para una novela asfixiante, claustrofóbica, una novela de la que quieres escapar. Es casi una novela de terror, leyéndola he pensado en Siempre hemos vivido en un castillo de Shirley Jackson. 

«Yo tuve que sonreírme. En pocos días la vida se me aparecía distinta a como la había concebido hasta entonces. Complicada y sencillísima a la vez. Pensaba que los secretos más dolorosos y más celosamente guardados son quizá los que todos los de nuestro alrededor conocen. Tragedias estúpidas. Lágrimas inútiles. Así empezaba a parecerme la vida entonces.»

No puedo hacer planes para octubre. Ya veremos lo que leo. A lo mejor en la próxima entrega de lecturas encadenadas solo comento un libro y a lo mejor doy opción a algún anónimo a lucirse con un comentario lúcido y sagaz del tipo «vaya, ya no lees tanto, tanto que te hacías pasar por lectora». 

Y con esto y a punto de darme un paseo por las montañas, hasta los encadenados de octubre.


jueves, 30 de septiembre de 2021

Oda a las zapatillas o el día que me maree en Primark

El otro día, uno cualquiera de esta semana, me mareé en Primark y me perdí en el metro. A Primark entré a por unas zapatillas de estar en casa. Las zapatillas de estar en casa son una prenda curiosa. Uno las compra casi por obligación o se las regalan por obligación o por falta de imaginación, las usa y, de repente, por sorpresa un buen día esa compañeras diarias se dan la vuelta, quedan del revés y dices «pero madre mía, si están roñosas. ¿Cómo puede ser si son prácticamente nuevas?» y echas cálculos y resulta que llevas usándolas cuatro años, que los Reyes Magos que te las regalaron fueron de antes de dejarte el pelo blanco o de cambiarte de casa. A algunos incluso las zapatillas les duran más que las relaciones. Y así pasa con todos los pares. Desprenderse de unas zapatillas de estar en casa cuesta, ellas están acostumbradas a ti y tus pies a ellas. Tus pies y tus zapatillas casi parecen tener imanes, atraerse, bailar. Por la mañana, antes incluso de que sepas quién eres, porqué te levantas y qué día es, tus pies solos, a oscuras, encuentran las zapatillas. Ahí están siempre para acompañarte al baño oa la cocina cuando tienes tu primer pensamiento del día: ¿por qué me tengo que levantar y cuándo me va a tocar la primitiva para dejar de trabajar? Tus zapatillas no se aburren de escucharte siempre lo mismo. Es una relación casi de amor. Las zapatillas no reprochan nada y  ellas y tus pies se encuentran por toda la casa, en el sofá, debajo de la mesa, debajo de la silla. Guardan tu sueño y tu insomnio.  Tus zapatillas de casa son tan tu que les cuesta separarse de tus pies. A veces, les cuesta tanto que bajas la basura con ellas puestas. Piensas ¿quién se va a dar cuenta? (Conviene en estos casos asegurarse de llevar también las llaves, las zapatillas de casa son frágiles y no sobreviven mucho en el asfalto) En fin, el caso es que esta relación preciosa salta por los aires el día que descubres que las zapatillas agonizan, la suela ha desparecido, la goma es inexistente y prácticamente vas andando sobre una ilusión. *

Esto me paso a mí el otro día, uno cualquiera de esta semana, (¿Cómo están tan mugrientas? Pues porque eché cuentas y tienen cuatro años y una pandemia) y decidí comprarme unas nuevas. Y entré en Primark porque oye, dicen que allí hay chollos y, sobre todo, las zapatillas de estar en casa es un item del hogar en el que IG todavía no ha fijado sus garras (hay atisbos pero poco, es un mercado poco interesante porque se establecen relaciones a largo plazo y no son un producto de temporada, ni una agenda, ni te ayuda a ordenar ni te eleva la autoestima ni hace que tu casa parezca un piso piloto) y por lo tanto cualquier par que te guste está bien. 

A lo que iba, entré en Primark y casi me muero. Era la segunda vez que iba y la primera, creo recordar, alguna de mis hijas me hizo de sherpa y me fue guiando. El otro día, insensata, entré sola con la seguridad que da saber que solo vas a por un par de zapatillas. La insensatez casi me mata. Esas escaleras imposibles que se cruzan y se descruzan, los neones, los alambres, la gente con pinta de saber a dónde va e ir con ganas (como los runners y los del crossfit), la música, la luz, las estanterías petadas y desordenadas. De repente sentí que tenía 3500 años, que me venía de un pasado remoto y me habían soltado en el futuro. A pesar de todo pensé: Ana, tu puedes. Y pude, un poco. Llegué a las zapatillas al borde de mis fuerzas, elegí unas y dije: Misión cumplida. Como dicen en el Everest, lo dificil no es subir, el peligro está en bajar. 

Resumiendo, me mareé. Atisbe la caja en mi carrera hacia la salida llena de gente feliz que obviamente controla el Everest/ Primark y supe que no aguantaría. Miré las zapatillas, 2,5 € de felpa suave. Miré la cola. Cogí aire. Tiré las zapatillas sin mirar atrás y salí corriendo. Escribo esto con mis zapatillas mugrientas de suela casi inexistente. He decidido que todavía aguantan, hemos decidido seguir juntas hasta que la muerte nos separe o un alma caritativa me regale unas nuevas. 

(Yo venía a escribir sobre perfumes, olores y muestras de perfumes pero es lo que tiene un blog, que hace lo que quiere) 


*La gente que tiene varios pares de zapatillas de estar en casa no es de fiar. Son como los del poliamor o el que te dice que quiere mucho a su pareja y a su amante, mentira. Es una relación tan pura que solo se puede mantener, de verdad, con un solo par. Si tienes varios pares en función de tu humor o de tu ropa (madre mía, me escandalizo solo de pensarlo) eres un frívolo. 

viernes, 24 de septiembre de 2021

Correr y escribir

Voy en metro. Voy en metro más que en toda mi vida, voy tanto en metro que, por fin, he conseguido aprenderme  ciertas rutas, ya casi no tengo que leer los paneles. Desayuno té y camino mucho, muchísimo. Tanto que todos los días me duelen los pies al llegar a casa, creo que todavía no están acostumbrados a este trajín y que, además, echan de menos la relación que tenían con el embrague, el acelerador y el freno. Muchas reuniones por zoom y presenciales. Mucho tiempo de mascarilla. Ya sabía que antes la usaba poco porque no lo necesitaba, estaba siempre trabajando sola o conduciendo sola pero ahora me doy cuenta además de lo que su uso provoca. No sabes qué cara tiene la gente en el metro, se habla menos porque no se escucha nada y mis orejas protestan. Subo y bajo escaleras. Muchísimas pero, por ahora, no las suficientes como para llegar arriba sin que me cueste. Llevo cascos en cuanto salgo a la calle igual que antes le daba al play según me metía en el coche. Conduciendo me concentraba por completo en lo que escuchaba. Por ahora, en el metro y caminando, esa concentración me cuesta más. Quizás sea porque me falta costumbre, porque todavía no he alcanzado el nivel de automatismo necesario para abstraerme del entorno. No sé si lo conseguiré algún día, me sigue sorprendiendo Madrid, estar en la ciudad entre semana. Casi me siento guiri.   He empezado a ver The Crown, llevo cuatro episodios y mi máxima preocupación es saber porqué eligieron para interpretar al Duque de Edimburgo al actor con los arcos superciliares más prominentes del mundo. Va con uniforme, con ropa maravillosa de los años cuarenta y yo solo pienso en que en una peli de neandertales haría un papelón. Veo un par de episodios de Sex Education, quiero esa casa y la ropa de Gillian y que me quede así.  Milagrosamente, no me duermo viendo la tele. Me he cortado el pelo como un quinqui de los 80, corto por delante y más largo por detrás. Es una etapa para dejarme el pelo largo sin parecer una divorciada de urbanización cerrada con piscina y paddle. Duermo siete horas del tirón sin drogas. Antes de eso leo cuatro o cinco páginas antes de desplomarme. Hago videoconferencias los domingos y en mi nevera de solterismo extremo hay jamón serrano, kiwis, yogur y tomates. Leo el New Yorker mientras desayuno, voy por el 9 de agosto. Compro siete libros en la Feria, dos en sendas presentaciones y uno para regalar. He conocido a Patrick Radden Keefe y me he enamorado de su voz. 

Estoy cansadísima, con ese cansancio extenuante que proporciona la excitación permanente, la novedad, el descubrimiento. Corro para acostumbrarme a mi nueva vida, para llegar al momento en que todo acabe encajando donde debe. No me da tiempo a escribir. Lo echo de menos. 

viernes, 17 de septiembre de 2021

Un beso, mamá


Al empezar me notaba anquilosada, oxidada. Sentía que estaba fingiendo. Me sentía pretenciosa y de una manera extraña como si estuviera tratando de recrear una versión de mi misma del pasado, de un pasado muy remoto. La primera vez que recuerdo escribir cartas fue cuando una niña de mi clase, que llegó porque a su padre lo habían destinado a Madrid, se volvió a Barcelona tras solo un año en el colegio. Se llamaba Belén y nos habíamos caído muy bien, todo lo bien que te puedes caer con once años, y empezamos a escribirnos. Aquella correspondencia duró años, nunca más volvimos a vernos. En la adolescencia, pasaba los fines de semana en Los Molinos con mis amigos, todo el día juntos, todas las horas eran pocas para hacer cosas y para contarnos todo aquello de lo que necesitábamos hablar. Teníamos tantísimas cosas que decirnos que entre semana, el mismo domingo cuando llegábamos a Madrid, nos poníamos a escribirnos unos a otros. Eran cartas kilométricas, escritas durante varios días, con bolígrafos de distintos colores y llenas de dibujos, caricaturas, flores, arco iris y cualquier otra cosa (Las mías eran más sobrias porque yo no sé dibujar ni siquiera dibujar mal). Nos contábamos todo lo que nos ocurría, las broncas con nuestros padres, las broncas con nuestros hermanos, todas las aventuras del colegio, y las recibíamos como si transmitieran mensajes importantísimos para la humanidad. Para nosotros, desde luego, eran oro puro. Durante muchos años, firmé aquellas cartas como Enrique Rucocó. Después de aquello, me escribí cartas con mis amigos de Irlanda durante muchos años y ocasionalmente alguna más y muchas notas de amor y humor cuando empecé a salir con El Ingeniero. Luego llegó internet y las cartas terminaron. 

«Voy a escribirte una carta cada domingo contándote lo que pasa aquí. Sé que podría escribirte un mail pero sé que no lo leerías. Verías los tres o cuatro párrafos y pensarías: qué brasas es mi madre. A lo mejor no lees las cartas pero dentro de diez, quince o veinte años, los mails estarán olvidados y las cartas las tendrás». 

Esto le dije a Clara en el aeropuerto. Pensé que lo difícil sería cumplir el compromiso, encontrar historias para contarle, acercarme a correos cada lunes a enviarla. No. Pasado ese primer momento de «se me ha olvidado como hacer esto», todo empezó a fluir, a engrasarse de nuevo y, ahora, después de tres cartas enviada y la cuarta ya pensada en mi cabeza, me he dado cuenta de que lo más difícil, lo más raro, es llegar al final y firmar Mamá. 

«Mamá». Qué raro es, no me acostumbro, era más fácil ser Enrique Rucoco. ¿Mamá? ¿Yo soy mamá?,   A lo mejor en la carta número cuarenta consigo acostumbrarme. Como dicen los americanos: Fake it till you make it.