jueves, 10 de junio de 2021

Adiós, Nan.

 

Adiós, Nán. 

Adiós, Nán. Adiós, maravilloso amigo. Adiós, recomendador de libros maravilloso y animador de todos mis intentos de escribir. Adiós a uno de los amigos más fieles, cariñosos y generosos que he tenido y tendré nunca. 

Hoy ha muerto Nán y escribo esto anestesiada, sintiéndome de corcho porque no puedo creerlo, porque me parece imposible que no vaya a estar al otro lado. Que no participe más en nuestro grupo  de whasap con Di, "La broma infinita",  comentado el día a día, compartiendo los éxitos de su hijo o alegrándose y emocionándose al ver crecer a las mías. 

No quiero decir que los amigos de las redes son como los amigos en la vida real porque para mí no hay distinción y me parece una estupidez. Los amigos llegan a tu vida por las redes, por el trabajo, por casualidad o en el gimnasio (no en mi caso, por supuesto). Nán llegó a la mía por Cosas que (me) pasan. Apareció en mi blog, leyó y comentó. Creo que es el mejor comentarista que he tenido nunca. No solo leía lo que yo escribía, también veía mi intención y lo que había dejado fuera. Era crítico cuando no le había gustado algo y el más entusiasta de los fans cuando algo le había impresionado. Para mí que Nan aprobara mis textos era un honor porque he conocido pocos lectores más atentos, más perspicaces y sobre todo, que traten con tanto cariño las palabras tanto al leerlas como al escribirlas. 

El primer correo que me envío es de 2010, casi lo más importante de mi vida ha pasado desde entonces y él  ha estado conmigo en todo momento. Tengo cientos y cientos de sus correos, siempre interesantes, siempre escritos llenos de generosidad y de cosas a compartir. He aprendido tanto, tantísimo con él. Nos hemos contado nuestra vida, nuestros secretos. Me llevó de la mano durante la depresión compartiendo conmigo como se había sentido él cuando atravesó la suya. Fue uno de los primeros lectores de Los días iguales y su sonrisa el día que presenté Una madre sin superpoderes era aún más grande que la mía. Durante un tiempo fue también el corrector de mis posts, yo se los mandaba y él me los devolvía corregidos y enseñándome a puntuar y demás. Si algo he mejorado es gracias a él. Se sentía orgulloso de mí y esa sensación me encantaba. 

Nán era el mejor amigo,  no le gustaba salir de su área de confort, de su Malasaña querido. Lo más lejos que quedamos nunca de su casa fue en el Retiro pero le encantaba que Di y yo le pasáramos fotos de nuestras vacaciones lejanas, con nuestras hijas en playas, ciudades o pueblos que él ni se planteaba conocer. Por él viajaba Lola, su mujer, su gran amor y la mejor compañera. Por él viajaba Luis, su hijo, del que siempre hablaba con un orgullo que le brotaba en las palabras, en los ojos, por la piel. 

"Inspiras una gran confianza. Si alguna vez lo necesito, gritaré ¡Moli!" me escribió hace muchos años. 

¡Nán! 

Adiós, Nán. Ya nadie me llamará Molinillos. Nos dejas huérfanos. 

lunes, 7 de junio de 2021

Lecturas encadenadas. Mayo


Este mes voy tarde con este post porque junio ha entrado atropellando y empujando y me ha costado encontrar el momento, el lugar y la conexión para escribir sobre las lecturas de mayo. Ahora mismo, sin mirar mi cuaderno, no sé si he leído mucho o poco, si me ha gustado o no… a lo mejor es por la primavera, por estar ya en edad de que me vacunen o porque estoy perdiendo memoria. 


Al lío.


Jazz de Toni Morrison, sacado de la biblioteca de mi barrio, ha sido mi segundo acercamiento a la autora americana y otro acierto. Me gustó muchísimo. Morrison es una de esas escritoras que, cuando las lees, te hace pensar en cómo tienes el valor de encadenar tres frases seguidas por escrito. Cada frase, cada giro temporal, cada expresión me hace preguntarme ¿cómo funciona su cabeza para llegar a esto? Y ¿por qué la mía no funciona igual? Jazz es una novela que transcurre en Nueva York en los años veinte pero también en otros mil lugares y momentos. El manejo de Morrison del punto de vista es impresionante, el salto de narrador omnisciente al narrador situado en los personajes, los saltos hacia delante y hacia detrás, conectando acontecimientos del pasado, el presente y el futuro a través de los anhelos, ideas y sufrimientos que se repiten. El anhelo de felicidad, la búsqueda de las raíces, el deseo de ser amado, de compañía. Por supuesto, en la novela, tiene un papel fundamental la exploración del lugar que ocupan las mujeres negras en la sociedad americana, como se perciben a sí mismas y como se relacionan entre ellas y con los hombres. 


Es una novela de escritura compleja pero que no puedes dejar de leer. El acontecimiento del que surge la trama se cuenta en la primera página y de ahí se expande al pasado y al futuro en busca de su origen y su resultado. Las páginas finales son un espectáculo. 


Hay que leer a Toni Morrison. 

«Todos necesitamos muchos periódicos: para desplegar un par de hojas y pelar patatas encima, para atender a las necesidades del cuarto de baño, para envolver basura. Pero no como Alice Manfred. Ella debía leerlos y releerlos varias veces, pues, si no, ¿para qué los guardaba? Y si resulta que leía algo en el periódico un par de veces sabía demasiado poco sobre demasiadas cosas. Si tienes secretos que guardar, si pretendes deducir cuáles son los que tienen otras personas, un periódico puede trastornarte la mente.»


Hamnet de Maggie O´Farrell fue una de mis compras en La Lumbre por el Día del Libro. De esta novela había visto todo tipo de loas, halagos, fanfarrias y demás así que me daba un poco de miedo pero me tiré a la piscina. De O´Farrell leí hace años La primera mano que sostuvo la mía que a todo el mundo le enloqueció y a mí me dejó bastante fría y de la que apenas recuerdo nada.  Hamnet me ha gustado mucho y además sé que no se me olvidará. La historia que cuenta O´Farrell se sitúa en el siglo XVI en el pueblo de Shakespeare, la protagonista es Agnes, una madre, la mujer del escritor que, por supuesto, es una mujer misteriosa dotada de un poder casi de hechicera. Lo mejor que consigue O´Farrell es la creación del ambiente de un pequeño pueblo inglés, con un lenguaje casi cinematográfico (me apuesto una mano a que ya hay ofertas por los derechos audiovisuales). O´ Farrell realiza una magistral descripción del luto, de la locura, de la incongruencia existencial a la que nos enfrenta la muerte.


Es una novela entretenida y recomendable para cualquier tipo de lector perfecta para la tumbona y las vacaciones. 

«Con qué facilidad, piensa Agnes mientras recoge platos, nos pasan desapercibidos el sufrimiento y la angustia de una persona si esa persona guarda silencio, si se lo guarda todo para si, como una botella con un tapón muy ajustado; la presión aumenta en el interior hasta que…¿qué? Agnes no lo sabe.»


Uno de los tebeos del mes ha sido Trazo de tiza de Miguelanxo Prado. Una historieta de dibujo precioso con una delicadeza impresionante y una historia circular con un toque misterioso que te va envolviendo según vas leyendo y se queda contigo al cerrar el tebeo y recordarlo días después. Es un poco Lost y un poco Lady Halcón, ahí lo dejo. 


La nariz de Cleopatra de Judith Thurman. Este libro llevaba años en mi lista después de que Bárbara Ayuso me lo recomendara tras leer una entrevista que hizo a Thurman en Mallorca (la entrevista es de obligada lectura). El libro recoge veintiséis artículos del New Yorker que tratan fundamentalmente sobre moda, diseñadores o tienen a mujeres como protagonistas como Jacqueline Kennedy, Madame Pompadour, Maria Antonieta o Yasmina Reza. Hay también un par de ensayos sobre artistas. 


Thurman escribe muy bien con esa erudición, amenidad e ingenio tan propias del estilo New Yorker y que a mí me gusta tanto. He disfrutado mucho de las historietas especialmente las dedicadas a personajes de los que no conocía más que el nombre como Balenciaga, Schiaparelli o Yves Saint Laurent.


Es un libro interesante que recomiendo para leer a traguitos, degustando cada historia y buscando las fotos en internet para comprenderlo todo. Thurman tiene, además, mucha mala leche y mucha ironía así que, en muchas ocasiones, no deja títere con cabeza. En el perfil de Jacqueline Kennedy, a la que conoció en su propia casa cuando la ex primera dama la invitó a cenar explica con gran agudeza lo que es el carisma en los personajes públicos:

«Y cuando la figura carismática es o parece ser sincera en su muestra de respeto hacia los que están por debajo de ella en la jerarquía, lo cual es bastante inusual, despierta en los destinatarios de su benevolencia una gratitud que excede con creced el verdadero alcance de sus buenas acciones. La afabilidad con los inferiores se interpreta como una comunión y esa es la esencia del carisma, su truco mágico: que humilla y exalta a la vez.»


Terminé el mes con otro tebeo, Asterios Polyp de David Mazzucchelli, que me dejó que ni fu ni fa. El estilo de dibujo es muy chulo, el uso de las dos tintas, la historia del destino que podía ser diferente pero a mí no me ha gustado. Me he quedado ¿y? Si lo encontráis en la biblioteca de vuestro barrio echadle un vistazo pero no creo que merezca la pena comprarlo. 

En fin, tarde y un poco a destiempo aquí os dejo los encadenados de mayo. Y con esto y el calor asqueroso llegando a nuestras vidas, hasta los encadenados de junio. 



miércoles, 2 de junio de 2021

La casa y la perspectiva


Cinta Vidal
Ahora que hay una palabra para casi todo, una definición para cualquier cosa que nos pasa y una palabra en inglés para todas las majaderías que quieren vendernos, yo soy una persona caracol. Vivo con mi casa a cuestas. En mi caso lo que acarreo, cada fin de mes a mis espaldas, es mi ordenador, mis medicinas, el jersey favorito de esos días y, por un miedo ridículo a no tener lectura, dos o tres libros y seis o siete New Yorkers. Ah, y dos tinteros y tres plumas. 

Un mes soy madre y otro soy hija. Un mes cocino y otro me siento a la mesa. Mis hijas no me llaman, yo no llamo a mi madre. Yo llamo a mis hijas, mi madre me llama a mí. Todas nos llamamos cuando necesitamos algo y nos desesperamos porque las demás no nos cogen el teléfono. Un mes organizo y reordeno y hago mejoras, otro sigo órdenes y contesto con un "me parece estupendo" a las sugerencias. Un mes ceno yogur y queso y otro a las nueve me siento a la mesa sin saber a que hora terminará la sobremesa. Un mes veo series con mi madre, otro mes con mis hijas. Un mes paso mucho tiempo sola porque mis hijas tienen planes y otro soy yo la de los planes y es mi madre la que disfruta la soledad. Un mes escucho "voy" y otro soy yo la que contesta "voy" cuando no tengo intención de moverme, por lo menos, hasta la segunda o tercera llamada impaciente. Las tres me sacan de quicio y y yo las exaspero a todas. "No seas pesada" vuela en todas nuestras conversaciones. 

Ser hija y ser madre a la vez no es nada exclusivo y especial, nos pasa a muchos. En mi caso, el cambio mensual me provoca un reseteo completo en la cabeza. No en lo esencial ni en lo importante pero, igual que al subir o bajar una escalera, al cruzar una calle o al mirar hacia atrás la perspectiva cambia, mi vida de caracol me obliga a ver las cosas de forma diferente o, mejor dicho, a verlas. Veo a mi madre envejecer, veo a mis hijas hacerse mayores. Disfruto del placer de saberme más paciente para comprender a mi madre y de la satisfacción de disfrutar de mis hijas con tranquilidad y asombro. Ninguna de las tres cambia radicalmente de mes en mes, ni siquiera de semana en semana, pero mi cambio de posición descubre en ellas cosas nuevas, detalles minúsculos inapreciables en el día a día. 

Mi amiga Rosa tiene la teoría de que para disfrutar de las pequeñas cosas, de la rutina de la vida diaria, de las calles que estás harta de ver, hay que "pensar en guiri". Intentar mirarlo todo como si no fuera tu vida, como si no fuera a ser para siempre, como si el tiempo en el que fueras a disfrutarlo estuviera fijado por una reserva de avión. Mi vida de caracol es una versión del "piensa en guiri", cada cambio de mes, cojo mis bártulos y me marcho. Siempre siento nostalgia por dejar a quien he sido ese mes y pereza por enfrentarme a quién seré el mes siguiente, pero según pongo el pie en mi casa de ese mes, lo contemplo todo como si fuera nueva, con una ilusión absurda pero bastante motivadora. 

Más pronto que tarde dejaré de ser caracol, serán  ellas las que se moverán y seré yo la que las reciba. Mi perspectiva volverá a cambiar, se volverá estable, un punto fijo del que no moverme. Espero aprender a pensar en guiri cuando ellas vuelen y mi madre se convierta en una vecina y dejemos de ser Sofia y Dorothy de Las chicas de oro. 

jueves, 27 de mayo de 2021

No es ruido visual, es vivir una casa

 

Para empezar voy a dejar claro que yo soy una persona ordenada y bastante organizada. (Algunas malas lenguas dicen que asquerosamente organizada) Me casé con un señor ordenado y muy cuadriculado y a base de años de educación hemos conseguido que nuestras hijas consideren el orden algo bastante fundamental en sus vidas. Dicho esto, soy una persona ordenada con una tolerancia al desorden generado por otros bastante alta lo que me convierte en alguien con quien se puede convivir sin querer asesinarme. 

¿A qué viene todo esto? Pues a que en mis brujuleos por Instagram he descubierto un nuevo palabro, una nueva jerga de neolengua de influencer: el "ruido visual". Una cursilada para denominar el desorden pero llevado al extremo. Me explico: las eliminadoras del "ruido visual" consideran "ruido visual" cualquier cosa que hace que tu casa parezca un lugar en el que vive alguien y no un piso piloto. 

¿Tienes el bote de fairy en el envase original y no en un envase reciclable exactamente igual a otro en el que tienes el jabón de manos? ¡Ruido visual en tu cocina!
¿Los estropajos están a la vista y no en una bandejita de madera? ¡Ruido visual en tu cocina!
¿Dos cargadores de móvil en el salón? ¡Ruido visual!
¿Una impresora a la vista? ¡Sacrilegio, nos vas a dejar sordos con tanto ruido visual! 
¿Dejas las cosas en la estantería directamente y no en una cesta cuqui de mimbre? ¡Estás loca, esto es un caos visual!
¿Tienes un cuenco que compraste en tu viaje a Lanzarote en la estantería? ¿En qué estás pensando? Así no hay armonía ni hay nada. 

En mi brujuleo investigador y por lo que he podido deducir después de inspeccionar unos cuantos cientos de fotos, el antídoto contra esa lacra del "ruido visual" es el mimbre, la madera clarita y catorce catorcenas de colgadores. Además de eso, tienes que pintar todos tus muebles de blanco viejo, verde amanecer o azul profundo porque, por lo visto, la madera no es que haga ruido visual es que es un estruendo insoportable. 

Además de ser ordenada, yo no tengo muchos trastos. No acumulo mierdas, de vez en cuanto hago batidas y tiro, dono o regalo ropa, libros, juguetes y demás objetos que pueblan una casa sin casi darte cuenta. A veces, incluso, hago redadas entre la propiedades de mi madre y con nocturnidad y alevosía corro al punto limpio antes de que me pille. Estoy completamente a favor de no convertir nuestras casas en desvanes y de no llegar a sufrir las primeras etapas de un Diógenes....pero, de eso a vivir en un piso piloto o una vivienda de Airbnb va un trecho. Es más, si tengo que elegir entre el piso con la camilla con las fotos de la primera comunión de todos los nietos en marco de plata y una casa llena de cestas de mimbre, etiquetas en las cajas, colgadores por doquier y la misma personalidad que una planta de plástico, me quedo con la camilla. 

No sé mucho de decoración y entiendo que es más cómodo, más práctico y más limpio no tener mil trastos por medio pero los tratos, nuestras cosas, son los que hacen de nuestra casa nuestra casa y no la del vecino. "Mira como ha quedado este salón solo pintando el mueble". Y cuando te fijas, además de pintar, han quitado todas las fotos, colocado tres cestas, el mando de la tele ya no se puede encontrar y los libros parecen de esos que se miran pero no se leen. 

Hay que tener la casa ordenada, claro que sí. Eso da paz mental y te hace creer que tienes control sobre lo que te ocurre, pero llevar el orden hasta el extremo de borrar completamente tu paso por tus habitaciones es ridículo. ¿Quieres que tu casa esté ordenada o no distinguirla de la del vecino? Lo que ellos llaman "ruido visual" yo lo llamo vivir una casa, hacerla tuya, reconocerla, distinguirla, crear recuerdos, hacerla acogedora. Ordena pero no te borres. 

Mi consejo de influencer de garrafón: que el ruido visual no os impida ver a los vende humos.  

PS: que conste que algunas ideas para ordenar no están mal. Como influencer de medio pelo con armario minúsculo he probado las perchas de terciopelo y una cosa os digo, corred a comprarlas.  

PS2:dejo para otro día, la plaga de las reformas dedicadas a hacer todas las casas exactamente iguales. La cultura del adosado inglés aplicada a los interiores.  

lunes, 24 de mayo de 2021

Lo que veo


- Mamá, ¿por qué tú, la influencer de esta, casa no hace fotos del cielo cuando está bonito? *

Hoy el cielo está precioso, son casi las nueve de la noche y se pone el sol por detrás de la falda de La Peñota, dejando en sombra el valle y la montaña. Los verdes se vuelven más oscuros y el amarillo del cambroño florecido (del que en Los Molinos, este año,  se han sacado de la manga una fiesta) se va apagando poco a poco. 

Justo debajo de mi ventana, que mira al suroeste, está el tejado del porche. Un porche que no siempre estuvo ahí, lo construimos (uso del plural mayestático) después de morir mi padre.  Mi madre y mi hermano hicieron una cosa totalmente fuera de mi alcance que fue medir, calcular y pedir las maderas y todo lo demás y construirlo. En mi favor diré que yo me ocupo de pintarlo un verano de cada dos, trepada a una escalera, mientras escucho podcasts.  Los porches son bonitos cuando estás en ellos, cuando los miras de frente y de lado pero no desde arriba. El techo de este porche solo me gusta cuando se cubre de nieve porque hace que, desde mi ventana, haya un continuo blanco desde mi alfeizar hasta el jardín. Acabo de recordar que antes de que hubiera porche, mi ventana era accesible trepando por la reja de la ventana que había debajo (ahora es una puerta) y por ahí subía mi primer novio de madrugada a jurarme amor eterno. Me hacía ilusión pero siempre temí que le pasara como al hijo de Rommy Scheneider (referencia para los de más cuarenta).  Más allá de este tejado alcanzo a ver una franja de césped por la que, por las mañanas, veo pasear a Turbón buscando un sitio para plantar su pino. Sí, somos ese tipo de gente que no ha conseguido educar a sus perros para que haga sus necesidades en una esquina del jardín pero a cambio son perros que no dan la turra, no pueden ser más cariñosos y no te acosan cuando estás comiendo. Cuando estoy en esta casa teletrabajando y veo a Turbón buscando su momento, hago algo horrible pero que me divierte mucho, golpeo el cristal o le llamo si hace tiempo de tener la ventana abierta y le destrozo el momento mágico de: por fin. Imaginad sentaros en vuestro váter, aposentaros y cuando estáis a punto de gozarlo alguien llama a la puerta. Para Turbón yo soy ese alguien aunque como está mayor, y no sabe de donde viene la voz, puede que crea que soy el Dios de los perros. 

El jardín está ahora mismo en su mejor momento, apoteosis de verde y de flores. La palabra follaje tiene ahora todo el sentido. A la izquierda vislumbra la punta de las ramas del pino gigante que está en la otra parte del jardín. Normalmente no lo miro, casi no lo veo pero si me fijo me asombra lo enorme que se ha hecho y me aterra la posibilidad de que algún día se parta, se caiga encima de la casa o se muera. Por alguna razón irrazonable creo que el fin de ese pino significará algo terrible para mi familia. En todo su esplendor veo el castaño. Está gigante y ha brotado a lo bestia, con esa energía como adolescente que hace a los humanos en esa edad un poquito insoportables porque ocupan, suenan y están demasiado. Así está el castaño ahora, en plan: mirad como molo. Es impresionante como ha crecido. No sé cuando lo plantamos (otro plural mayestático). Con todos los árboles del jardín me pasa lo mismo. Me parece que todos los plantamos "hace poco" pero luego calculo y hace poco son quince años o doce o siete. Cinco mil cuatrocientos días, , cuatro mil trecientos ochenta o  dos mil quinientos cincuenta y cinco. Cuando plantas un árbol siempre te parece que tardarán tanto en crecer que no lo verás, que pasarán mil cosas antes de que ese pequeño palo con cuatro hojas te de sombra, de fruto o te permita colgar un columpio. Luego, de repente, ese árbol sobrepasa el porche de tu ventana y ya no te deja ver la montaña ni el pueblo, una vista a la que estabas tan acostumbrada que ni siquiera sabes cuándo dejaste de verla. Eso sí, ahora si me desnudo frente a la ventana, nadie puede verme... y creo que es mejor para todos. 

A continuación del castaño veo la casa del vecino. Una casa fea. El misterio de porqué la gente se hace las casas feas nunca se resolverá, es uno de los grandes dramas de la humanidad junto cómo consigue alguien vivir en una casa con todas las persianas bajadas todo el tiempo, todos los días. Durante un tiempo pensé que tenían algo que ocultar, ahora después de treinta años de semi convivencia con ellos creo que el mundo no les gusta. Esos esquivos vecinos se esconden del mundo porque todos les caemos mal y creen que les amenazamos.Justo por encima de su antena pasa un cable que marca una perfecta horizontal en el paisaje. En ese cable, por las mañanas, se posan una pareja de palomas (o una cada mañana, no tengo capacidad para distinguir una paloma de otra) que se acercan, se alejan, aletean y se marchan. Por encima del cable veo los abetos de otro vecino, y los tejados apenas vislumbrados de más casas de las que conozco los nombres y a las familias que las habitan. Más allá la mirada se desliza sobre árboles y vegetación hasta la cumbre de la montaña. Eso compensa la casa fea. 

Desde mi ventana veo también cuatro pinos que no sé cuando se plantaron porque estaban en esta casa antes de que nosotros nos mudáramos aquí hace casi cuarenta años. No paran de crecer pero no son tan tupidos como para taparme la vista. Tengo el dormitorio más pequeño de la casa pero desde la cama veo cumbre de La Peñota, una cosa por la otra. Debajo de los pinos veo, en este momento de orgía primaveral, las flores de un arbusto que, por lo visto, se llama flor del paraíso. Un nombre muy cursi pero con todo el sentido porque esas flores son casi intangibles. Las miras, te acercas, aprecias sus pequeños pétalos blancos apretados en forma de bola pero en cuanto las tocas o intentas cortarlas para ponerlas en un jarrón se desmoronan. ¿No son la perfecta metáfora de un paraíso? A la derecha veo un arce que parece el hermano pequeño del castaño, crece y crece como diciendo "al final te pillaré y seremos los dos iguales, y me tendrás que dejar salir con tu pandilla" y ahora ya tengo edad para saber que será así. Ese arce, este año, ha crecido lo suficiente como para taparme una de las farolas horribles del jardín. Porqué mi padre eligió esas farolas tan feas es un misterio. ¿Se lo dije en su momento o hace treinta años me gustaban? No lo sé pero son un drama. Más allá de la intuida farola está el bosquecillo de álamos con ramas colgantes debajo de las cuales, en verano, si te tumbas a echarte la siesta te sientes como en una película indie. Cerrando la vista por ese lado veo el muro de ladrillo blanco de la casa cubierto por la enredadera que da la vuelta a la casa y que, cuando yo sea viejita de verdad, espero haya cubierto todas las fachadas dándole un aspecto de casa de cuento. 

Ya se ha ido el sol, queda un poco de claridad que se irá poco a poco perdiendo mientras las montañas se oscurecen perdiendo  los colores, pasando primero por el azul noche hasta llegar el negro en el que solo veré las luces de las casas, el tren pasando por la montaña y la casa del vecino. 

No hago fotos del cielo porque no se puede contar todo esto en una foto. 


*El continúo tono irónico de mi hija conmigo lo dejo para otro post. 

jueves, 13 de mayo de 2021

Mamá, no quiero ir al banco

Añoro los tiempos en que los locales comerciales se distinguían unos de otros. La época en la que un bar parecía un bar, una cafetería era diferente de un bar, una zapatería no se parecía a una mercería y el banco no tenía maître. Añoro los tiempos en los que eras un cliente y no un amigo, los tiempos en que te trataban como alguien con criterio y no como el colega bobo de la pandilla, los tiempos en que te daban un servicio y no te hacían un favor. Añoro los tiempos en que en un banco te resolvían una gestión sin crearte una úlcera. Añoro los tiempos en que gestionar tu dinero consistía en meterlo en una hucha y sacarlo cuando lo necesitabas. 

Hoy tenido que ir a pagar unas tasas de la Comunidad de Madrid (también añoro los tiempos en que....en fin). Unas tasas que hay que pagar en persona en las oficina de diferentes bancos en los que, gracias a Dios, no tengo cuenta. He perdido una hora de mi mañana y he recorrido tres oficinas. He vuelto a casa sin conseguirlo. 

Caixabank ha abierto cerca de mi casa dos CaixaStore. ¿Se puede ser más mamarracho que ese departamento comercial? CaixaStore. Me los imagino a todos con sus trajecitos del Corte Inglés, sus camisitas y sus corbatitas creyéndose muy rompedores: "a la gente no le gusta ir al banco, hay que cambiar la experiencia". 

La experiencia MIS COJ... 

Bueno, pues en los CaixaStore no hay empleados que te atiendan pero tienen un maître. Entras en la oficina y te sale a recibir una señorita o señorito, a la que le falta decirte que te limpies los pies, a preguntarte qué quieres. Porque claro, estás en un CaixaStore, no vaya a ser que quieras comprar garbanzos o probarte un sujetador. "Vengo a pagar unas tasas". "Aja" contesta mientras teclea algo de la misma manera que un jefe de sala de restaurante comprueba que tu nombre efectivamente está en el libro de reservas. 

Por detrás de la pizpireta chica que me hablaba como si yo estuviera sorda o estuviéramos hablando de acera a acera de la Gran Vía, no hay despachos ni cubículos ni siquiera una praderita con mesas de despacho. "La experiencia tiene que ser inmersiva, agradable, diferente" pensaron los mamarrachos de comercial con sus trajecitos, y sus camisitas y sus corbatitas y sus peinaditos y sus eguitos de machotes con master en escuelita de negocios. En un CaixaStore hay mesas como de Starbucks en las que están sentados empleados con sus portátiles. Empleados que no atienden a nadie porque es un CaixaStore y porque tienes que tener cita. La chica que estaba delante de mí quería cambiar el pin de su cuenta porque lo tenía bloqueado y la pizpireta chica gritona le ha dicho que para eso tenía que ir a su oficina, sita a 25 km. Eso sí que es una experiencia diferente, tan diferente como para cerrar la cuenta y mandarlos a tomar por saco con sus trajecitos, y sus camisitas y sus corbatitas y sus peinaditos y sus eguitos de machotes con master en escuelita de negocios y sus rayitas al medio en el pelo. 

Por supuesto yo no he podido pagar mis tasas porque los clientes de Starbucks que hacen como que trabajan allí no pueden hacerte esa gestión porque están ocupadísimos fingiendo que hacen algo para clientes imaginarios que tienen que pedir hora para ir a verlos para, una vez allí, ser informados de que "Oh, lo lamento, pero esa gestión justo no se puede hacer aquí". Eso sí, tienen una zona de cafetería con una Nespresso, una barra y taburetes altos. ¿He pensado en hacerme fuerte en esa barra, preparar cafés sin parar y derramarlos por todo el CaixaStore? Por supuesto. Seguro que los mamarrachos de comercial con sus trajecitos, y sus camisitas y sus corbatitas y sus peinaditos y sus eguitos de machotes con master en escuelita de negocios y sus rayitas al medio en el pelo y sus licenciaturitas en ADE no han contado con eso. 

"Puedes hacer la gestión en nuestros cajeros de gestión", me ha dicho la chica. ¿Qué es un cajero de gestión? Un cajero normal con ínfulas, a medio camino ser algo creado por Apple y la consola de nave espacial de las pelis de ciencia ficción que los mamarrachos veían de niños. Si os interesa saber cómo funcionan, os comento que con ellos puedes hacer lo mismo que con esas consolas de atrezzo: teclear botones, mirar una pantalla en la que te ves el careto y nada más. 

Echo tanto de menos la época en la que ir al banco no era una tortura que estoy ya pensando en tener el dinero debajo del colchón, ColchónStore. Y tratarme a mí misma como José Luis López Vázquez en Atraco a las tres: Ana Ribera, un admirador, un esclavo, un amigo un siervo, cada vez que saque los billetes. 

Seguro que los mamarrachos pedantes de comercial con sus trajecitos, y sus camisitas y sus corbatitas y sus peinaditos y sus eguitos de machotes con master en escuelita de negocios y sus rayitas al medio en el pelo y sus licenciaturitas en ADE y sus cuentitas de IG haciendo deportes extremos, no han visto Atraco a las tres. Eso sí que sería rompedor. 

PS: También he ido al Santander donde me han dicho que desde el 30 de abril ya no se puede pagar eso ahí y que si rellenaba la encuesta de satisfacción y al BBVA donde si no tienes cuenta, no puedes pagar. 

jueves, 6 de mayo de 2021

Unos cuantos cuandos

Cuando tenía seis o siete años, al llegar a Los Molinos para pasar el verano, bajábamos andando a la zapatería y mi madre nos compraba zapatillas camping para todo el verano: azules, amarillas, rojas. Las compraba con la esperanza de que nos duraran hasta septiembre pero al cabo de un mes más o menos, las habíamos destrozado por la puntera y nos asomaba el dedo gordo por la puntera. Supongo que de niño los pies crecen muy deprisa. Echo de menos las camping y las rutinas anuales. La zapatería sigue igual. Cerró hace años pero el escaparate permanece con los últimos pares de zapatos que Mari, la zapatera, tenía a la venta y si pegas la nariz al cristal, la zapatería por dentro sigue igual. Marí pasea por el pueblo y creo que nos reconoce a todos y se acuerda de nuestros pies. 

Cuando empecé a trabajar cogía muchos trenes, casi cada fin de semana. Un domingo, abracé a un hombre en un andén de una estación y le dije le quería. Él no contestó. No dijo nada. En aquel momento no me pareció importante o, quizás, le quité importancia pero es un recuerdo que vuelve a mí de vez en cuando y casi siempre cuando estoy en un andén, esperando un tren. 

Cuando estaba estudiando en la universidad mi madre quería que me fuera a Bruselas en verano. Habló con amigos suyos que vivían ahí, me buscó unas prácticas, discutimos, nos gritamos y yo me negué. Un día, a finales de mayo o junio, en lo más duro de la batalla que teníamos entre nosotras, fui a un concierto de Johnny Winters en el antiguo pabellón del Real Madrid. Al salir, hablé de ir a Bruselas con los amigos del que era mi novio por entonces. No recuerdo que me dijeron, ni que les dije yo pero, a veces, pienso en esa conversación y en que si le hubiera dicho a mi madre que sí, quizá mi vida sería distinta. O no pero conocería Bruselas.  

Cuando estudiaba historia en la facultad de la Universidad Complutense, mi novio de entonces venía muchas tardes a verme. Se suponía que estábamos estudiando pero nos dedicábamos a darnos el lote hasta desgastarnos retozando en los terraplenes de hierba que daban a la carretera de La Coruña. En una de esas tardes, se nos hizo de noche. Al día siguiente vino muy compungido porque había perdido su reloj. Era un reloj Casio negro, digital, sin correa porque él era y es (creo) uno de esos hombres maniáticos a los que cosas absurdas como los cuellos de las camisas o las correas de los relojes les molestan. Llevaba ese reloj en el bolsillo y lo sacaba cada vez que quería ver la hora. Lo había perdido y estaba desolado. Volvimos al terraplén y lo encontramos. No sé si seguirá teniéndolo pero seguro que no lleva reloj. Era muy cabezota. 

Cuando murió mi abuelo José Luis, al que yo adoraba, no me dejaron ir al tanatorio. Me dijeron que me quedara en casa de mis abuelos por si llamaba alguien preguntando donde era el velatorio. Era una casa enorme a la que se podía dar la vuelta entera. Me encantaba aquella casa, me gustaba estar en ella porque me parecía que convivía con los fantasmas de la infancia de mi madre y de mis tíos, que podía verlos protagonizando todas las historias que mi madre nos contaba (es una grandísima contadora de historias aunque ahora sospecho que hay cosas que se inventa). Paseé por la casa, intentando encontrar la huella de mi abuelo en su butaca frente a la tele, su olor en la almohada de su cama, el roce de sus manos artríticas en su despacho. Su butaca y su mesa de despacho están ahora en nuestra casa de Los Molinos y me los pido en la herencia. Aquel día, me senté en su silla y recordé todas las tardes que había pasado allí, con él, acercándole papeles, ordenando documentos, charlando. Me senté y esperé. Ensaye las palabras que diría cuando alguien llamara preguntando. No llamó nadie. 

Cuando éramos pequeños, nos íbamos a Benidorm con mi madre mientras mi padre se quedaba en Madrid trabajando. En aquella casa el dormitorio principal tiene una puerta a la terraza y se ve el mar. Con diez años aquella cama me parecía gigantesca y me gustaba tumbarme allí a leer. Una mañana, mi hermano pequeño que por entonces tenía año y medio, andaba por allí agarrándose a los muebles caminando torpemente. De repente, se agarró a la llave del escritorio y empezó a convulsionar. Me quedé sin respiración mirándole. No podía ni gritar. Lo siguiente que recuerdo es correr escaleras abajo con mi madre que llevaba a mi hermano inconsciente en sus brazos y correr después por la calle hacia un puesto de la Cruz Roja que había en la playa. Era 1983. En la ambulancia miraba su cuerpecito intentando comprobar que respirara. "Por favor, que no se muera" pensé. 

Cuando tenía 16 años por fin pude tener un cuarto para mí  en Los Molinos. No salía de él, la sensación de independencia, de control, de tener un espacio para mí sin pelearme con mi hermana y caos me encantaba. Treinta y dos años después sigo en este cuarto, sigue siendo solo para mí y me sigue encantado. Eso sí, ahora compartiría con mi hermana absolutamente todo, tenerla es de lo mejor que me ha pasado en la vida.  

Cuando tenía veinte años, en un viaje a esquiar, un monitor de esquí me dijo: te voy a llevar a la frontera. Eran las cuatro de la mañana y habíamos tomado mil copas. Le miré y le pregunté ¿a Francia? Y me dijo: a la frontera del placer. No fui a esa frontera pero las risas y los chascarrillos que esa frase me ha proporcionado a lo largo de los años seguro que han merecido mucho más la pena que las posibles actividades amatorias de aquel monitor. 

lunes, 3 de mayo de 2021

Lecturas encadenadas. Abril

Abril, aguas mil y muchos días sin poner un pie en la calle. ¿Cómo lees tanto? Porque dejo de hacer otras muchas cosas, supongo. Porque no me gusta salir a la calle, porque lee cada noche al acostarme y cada mañana en el desayuno, porque mi plan perfecto de fin de semana es leer en el sofá horas, porque mis hijas son adolescentes y no necesitan mi atención veinticuatro horas y los viernes tarde y los sábados por la mañana son horas enteras para mí y mis libros. Así leo tanto. 

Al lío. 

Querido Diego, te abraza Quiela de Elena Poniatowska fue el libro que inauguró el mes. Lo había comprado quince días antes en La Cuesta Moyano. Es una novelita muy breve con extractos más o menos novelados que Angelina Beloff escribió entre octubre de 1921 y el verano de 1922 a Diego Rivera que durante diez años fue su marido y que se había marchado a México dejándola en París. Quiela, como la llamaba el pintor, suplica amor, suplica unas líneas, suplica que Diego le diga algo. Tuvieron un hijo que murió de bebé y ella le ruega que le escriba, que le diga algo. Sueña con irse a México para encontrarse con él. Se arrastra, pide, le perdona todo, se auto engaña creyendo que lo suyo fue especial a pesar de saber que Rivera estuvo con otras mientras estaba con ella. 

«Tú has sido mi amante, mi hijo, mi inspirador, mi Dios, tú eres mi patria; me siento mexicana, mi idioma es el español aunque lo estropee al hablarlo. Si no vuelves, si o me mandas llamar, no solo te pierdo a ti, sino a misma, a todo lo que pude ser.» 

Las cartas son un retrato de una relación espantosa y de cómo, cuando estamos enamorados, nos auto engañamos hasta el infinito. De lo cabrón y cobarde que es Diego Rivera no hay ni que hablar porque menudo personaje. Me ha recordado mucho a Carta de una desconocida de Stefan Zweig, otro lamento constante de un amor desperdiciado en alguien que no lo merecía.  

En enero leí Secretos de Mara Mahía que he recomendado con gran éxito desde entonces y Editorial 16 tuvo el detalle de enviarme la segunda novela de Mahía que, en cierta manera, continúa la historia. La dueña del plaza acaba de salir cuenta la historia de la señora Rosalinda, con más de noventa años, envía cuadernos con su vida a la autora del libro, el alter ego de Mahía. En esa historia que va desde antes de la guerra hasta nuestros días hay amor, traiciones, hijos, padres, amistades, libros, escritura, cartas, la dictadura, el silencio forzado, el silencio autoimpuesto, traiciones. Rosalinda tiene una voz propia y es ella la que nos cuenta las historias alrededor del Plaza, el bar que regenta su familia, y su pueblo, con personajes que ya aparecían en Secretos y que aquí se van completando. 

«A Rapunzel la escribieron idiota. ¿Quién se suelta el pelo para qué se lo trepe un príncipe? Desde que leí el cuento me beso las trenzas. En caso de emergencia siempre las puedo usar para escapar. ¿Cómo no se le ocurrió inventar que la muchacha huía de la torre sirviéndose de su cabello? la bruja que la encerró allí la visitaba con frecuencia., subiendo y bajando por la pelambre de la chica. El príncipe también podía escalar por esa maroma dorada. No obstante, ella, que los vio entrar y salir durante meses, nunca tuvo la idea de hacer lo mismo y así fugarse. Decidió permanecer cautiva. me cuesta entender eso. Pero lo que sí entiendo bien es lo otro. Lo de que en estos cuentos plantas las semillas de los árboles, donde luego nos cuelgan. Si a Rapunzel no la hubieran escrito tan tonta. Si a mí no me hubiesen cortado las trenzas. Bah, no hay quien arregle el pasado. Sin embargo, lo que sí se puede es zurcir el futuro. Nunca tuve mañana para la costura pero cuando a mis nietos les lea esa historia, se la voy a remendar a medida.»

A mí me ha gustado menos que Secretos pero es una novela estupenda. Lo que más me ha gustado es el extenso prólogo en el que Mahía de manera magistral nos lleva por tantos temas, baila con el lector haciéndole dar vueltas extasiado tan maravillosamente bien que cuando sales del prólogo, cuando se acaba de golpe, te sientes como si el baile se hubiera acabado de golpe, como si después de una noche de diversión maravillosa, se hubiera hecho de día y te cuesta seguir con la historia porque estás todavía recordando lo bien que lo pasaste antes. 

Hay que leer a Mara Mahía pero empezad por Secretos. Estáis tardando.  

En Moyano compré también Otras voces, otros ámbitos de Truman Capote y un par de días después y sin haberlo planeado, vi el documental The Capote Tapes en Filmin. Era buen momento para coger la primera novela de Capote, la que le catapultó a la fama antes de convertirse en alguien imprescindible en la sociedad neoyorkina. Esta novela transcurre en el sur que le vio nacer y tiene algo de autobiográfico. El joven Josh, que vive con su madre hasta su muerte y luego con una especie de criada/tía, se marcha a vivir con su padre que les abandonó años atrás. El padre le envía una carta en la que le invita a vivir con él y su nueva esposa. Josh está lleno de ilusiones y esperanzas por conocer a su padre, vivir con él y va imaginando todo lo que hará con él pero al llegar al sur, al Desembarcadero, a la casa de su padre se va encontrando rodeado de personajes extraños, misteriosos, casi mágicos. La narración va entrando poco a poco en un lugar mágico, en un ambiente claustrofóbico en el que nada tiene que ver con la realidad, ni lo que ocurre ni las reacciones de los personajes. Hay un cierto temor pero también una atracción casi pecaminosa en seguir ahí. Josh (y el lector) busca encontrarse a gusto, gente que le quiera, tener tranquilidad y, sobre todo, encajar. Josh lo intenta con todas sus fuerzas si conseguirlo. Y el lecto comparte ese desasosiego todo el tiempo. 

«-Permíteme que comience diciéndo que yo esaba enamorado. Una confesión corriente, es verdad, pero no un hecho ordinario, porque muy pocos de nosotros aprendemos que amor es ternura, y que ternura no es, como muchos sospechan, piedad. Y poquísimos de entre nosotros sabemos que la felicidad en el amor no es la concentración absoluta de todas alas emociones en otra. Uno siempre debe amar muchas cosas que el amado solo puede simbolizar. Los verdaderos amados del mundo son, a los ojos de sus amantes, lilas en flor, fanales de barcos, campanas de escuela, un paisaje, conversaciones recordadas, amigo, el domingo de un niño, voces perdidas, el traje favorito de uno, el otoño y todas las estaciones, la memoria, sí (porque es la tierra y el agua de la existencia) la memoria. Una lista nostálgica pero ¿dónde podría encontrarse un tema más nostálgico?» 

Lo siguiente fue Un amor de Sara Mesa y ya lo dije todo. 

Ahora me rindo y eso es todo de Álvaro Enrigue fue un regalo de cumpleaños (gracias, Juan) y ha sido el libro del mes. Me ha gustado muchísimo. Me ha parecido brillante, entretenido, inteligente, profundo, interesante y está maravillosamente bien escrito. Una novela brillante, esa es la palabra. 

Enrigue era la pareja de Valeria Luiselli de la que el año pasado leí Desierto Sonoro. En este caso, el mismo viaje que Luiselli narraba en su novela aparece en ésta pero de una manera mucho más tangencial. Esta no es una historia sobre su viaje sino sobre lo que buscan y aprenden en ese viaje sobre los apaches chiricahuas y Gerónimo, el último de sus grandes guerreros. ¿Es una novela de indios y vaqueros a la manera de Zane Grey? No. Es una novela con indios y vaqueros, con mexicanos y americanos, que transcurre en los desiertos de Sonora, de Nuevo México y Arizona pero que lo que cuenta es un final. 

Los apaches vivían en la Apachería un extenso territorio que existía y del que ellos eran dueños y señores hasta que entre americanos y mexicanos decidieron repartírselo porque para ellos allí no había nadie. Enrigue cuenta la lucha apache por resistir, por defender lo suyo y su final, el momento en el que eligieron desaparecer. 

«Cuando los chiricahuas - la más feroz de las naciones de los apaches - no tuvieron más remedio que integrarse a México o a los Estados Unidos, optaron por una tercera vía, absolutamente inesperada: la extinción. Primero muerto que hacer esto, fanfarroneamos todo el tiempo, pero luego vamos y lo hacemos. Los apaches dieron que no estaban interesados en integrarse cuando los conquistadores entraron en contacto con ellos en 1610 y siguieron diciendo que no hasta que todo su mundo cupo en un solo vagón de tren: el que se llevó a los últimos veintisiete fuera de Arizona»

Sé que habrá gente que diga: "Puff, que pereza de novela" pero os estaréis perdiendo una maravilla. Yo he estado enganchada a su lectura con un placer que no recordaba en varios meses. 

«Los finales, no importa cuán cantados estén, nunca portan la calidad de lo terminal, cuando menos no para quién los está remontando. la hora de intimidad con el otro siempre parece otra en la línea: un episodio repetible y sin consecuencias. Nunca nadie piensa que esa fue la última vez que se bebió esa saliva ni que lo que sigue es extrañar hasta la muerte el olor de la piel que se arremolina tras el lóbulo de una oreja. No registramos la última ocasión en que nuestros hijos nos dieron la mano para cruzar una calle. Cuando cambiamos de ciudad, de país, siempre pensamos que vamos a volver, que los demás se van a quedar fijos, como encantados, y  que a la próxima los vamos a abrazar y van a seguir oliendo a la misma loción, tabaco y café quemado. Pero los amigos cambian, progresan y se compran lociones caras, dejan de fumar, dejan el café, huelen a té verde cuando volvemos. O se vuelven locos, los meten en hospitales psiquiátricos y tienen muertes horribles de las que nos enteramos por correo electrónico. Hay una última conversación lúcida viendo un partido cualquier de fútbol con el abuelo y un último plato preparado por la mano maestra de la abuela, una última llamada telefónica con el profesor que nos hizo lo que somos y que una madrugada se resbala en la bañera y muere.»

El cuello no engaña y otras reflexiones sobre ser mujer de Nora Ephron llevaba años en mi lista de pendientes y resulta que estaba en la biblioteca de mi barrio. Ya comenté el otro día que no me había parecido gran cosa pero tiene dos o tres ensayos estupendo. Uno maravilloso sobre enamorarse de un piso en un edificio emblemático de Nueva York y un par de ellos sobre educación y crianza. Explica como nos han vendido la moto de la "paternidad/maternidad responsable" que consiste en no tener vida más allá de tus hijos, todo lo que no sea estar dedicados en cuerpo y en alma a ellos es  mala paternidad. Sobre la adolescencia dice cosas que comparto y reflexiones sobre como nuestros hijos se convierten, la mayoría de las veces, en personas asombrosas a pesar de nosotros. 

«Ellos vienen de visita de vez en cuando. Y son, sorprendentemente, unas personas totalmente encantadoras. Te cuesta creer la suerte que tienes de conocerles. Te hacen reír. Hacen que te sientas orgullosa. Los quieres con locura. Han sobrevivido a ti. Y tú has sobrevivido a ellos. Se te pasa por la cabeza que, a ciertos niveles, pasaste horas, días, meses, años sin prestarles suficiente atención pero no le das más vueltas. No sirve de nada. Se ha acabado. 
Todo menos la preocupación. 
La preocupación dura siempre. »

En el MOMA en mayo de 2019 compré   David Hockney a life  porque siempre me ha encantado su pintura y su personalidad y porque la portada era maravillosa. Esperaba su turno en la estantería cuando una conversación casual con Ximena Maier me lo recordó y ha sido la lectura final del mes. Es un libro malo, el original está escrito en francés por Catherine Cusset que no sé si siempre escribe así o es cosa de la traducción al inglés que he leído yo pero el estilo se puede describir como David hace cosas. La vida entera del pintor inglés en presente "David coge entonces el lienzo, ve una piscina y pinta". "David conoce a mengano, son amantes, todo bien...hasta que se enfadan", "David cambia de estilo" "David está triste", "David se droga"... y así todo. En inglés lo he terminado, en español creo que me hubiera dado un ictus pero me ha servido para conocer paso a paso su carrera y el paso de una etapa a otra y para ir mirando en internet los cuadros que se mencionan y saciar mi curiosidad. Prescindible completamente. 

Leed a Enrigue, a Mara Mahía y a Capote. Los demás os los perdono. Y con esto y un sueño mortal, hasta los encadenados de mayo. 


viernes, 30 de abril de 2021

El cuello no engaña

Cuando leí, hace un par de semanas, el libro de Sara Mesa, me llamó la atención que para la protagonista fuera un drama sospechar que había dejado de ser un imán para los hombres. ¿Cómo? ¿Qué ya no les gusto? Me sorprendió porque es una sensación a la que yo no me he enfrentado jamás: nunca he sentido que había dejado de gustarles porque nunca había sentido, ni remotamente, que les gustara. Y pensé: mira que bien, una frustración de la que me he librado. 

Ayer terminé un libro que llevaba años en mi lista de lecturas pendientes: El cuello no engaña y otras reflexiones sobre ser mujer de Nora Ephron. El libro cuenta lo que describe el título y alguna más, como mi capítulo favorito dedicado a los años que vivió en un apartamento en el edificio Apthorp y como se enamoró de esa casa. Yo pasé por un proceso parecidísimo cuando tras años de pasar por delante del edificio de la calle Viriato 22, acabé viviendo en él. Todavía hoy, dieciséis años después de haberme ido de allí, fantaseo con volver a esa casa. Antes de ayer le mandé un mensaje al casero: «No se te ocurra venderlo sin decírmelo antes o, mejor, déjamelo en herencia». 

Pero no quería hablar de casas y pisos sino de como Nora tiene preocupaciones a las que yo también soy ajena. Resulta que, según ella y sus amigas y algunas de las mías, a partir de los cuarenta y tres años, a las mujeres se nos cae el cuello. ¿Se me ha caído el cuello? pensé al leerlo. No tenía ni idea de esto. Claro que, hasta hace como seis meses, tampoco sabía que tenía el párpado caído y que hay una operación para eso que se llama blefaroplastia. «Yo no tengo párpados caídos» dije. «Claro que sí, como todas», me dijeron. Nora habla también de todas las cosas que tienes que hacer diaria, semanal o mensualmente para no venirte abajo completamente: peluquería, manicura, pedicura, depilación, régimen, ejercicio. Yo solo hago el básico de todas esas cosas, el mínimo común compatible con tener un aspecto digamos adecuado. Todo lo demás me da pereza y además tengo un nivel de escepticismo muy alto sobre si la realización de ese esfuerzo estético tendría una recompensa adecuada o que a mí me pareciera adecuada.  Nora hasta dedica párrafos enteros a la necesidad de teñirse hasta los ciento cincuenta años porque es la única manera de parecer joven. Según ella los sesenta son los nuevos cincuenta y los cincuenta los nuevos cuarenta gracias al tinte. También cree que gracias al teñido las mujeres de mediana edad podemos acceder al mercado laboral. Todo esto lo he leído mientras por el rabillo del ojo, a mis cuarenta y ocho años, veía mi pelo blanco. No sé, Nora, a lo mejor tú tienes toda la razón pero ni de coña vuelvo al tinte. 

Con todo esto quiero decir que la ventaja de no haberte considerado nunca un pibón, ni haber sido un imán para los hombres y tener una apariencia completamente normal y anodina es que cuando llegas a rozar los cincuenta te ves estupenda. ¿Por qué? También lo dice Nora, a los cuarenta y mucho adquieres mucha seguridad en ti misma y eso hace que te veas estupenda. El problema es que si con veinticinco no tenías seguridad pero tu culo miraba al cielo, no eras capaz de sujetar tres lápices con el pecho y no parabas de ligar, la seguridad que te dan los años quizá no te compense. Pero mira, en algún momento de la vida, las normales teníamos que tener una ventaja evolutiva. Vernos estupendas al hacernos mayores sin echar de menos la cara de pan, los complejos y el sentimiento de patito feo que teníamos de jóvenes. 

No estoy exagerando ni pretendiendo que esto se llene de comentarios diciendo «Oh, pues a mí me pareces guapa». (Por supuesto y lamentablemente sé que habrá algún comentario diciendo "estás todo el día hablando de ti" y me alegrará porque seguro que a Nora cuando publicó su libro se lo dijeron también). Aprendí a posar en las fotos con 41 años en un viaje a Francia y solo ha sido a partir de ese momento cuando he sido capaz de mirarme en las fotos sin sentir bochorno. Y si miro antes de ese momento, la única vez en que me arreglé y me sentí guapa de verdad conocí al que sería mi marido. 

Yo no sé si la edad es buena o mala como concepto absoluto pero para mí es definitivamente buena. Nunca fui deportista en mi juventud, nunca fui un pibón, nunca hice cosas extravagantes ni corrí aventuras. No tuve el vientre plano ni el culo respingón. No tomé drogas, no fumé. Es verdad que las resacas ahora son bastante más incapacitantes que con veinticinco pero, por lo demás, estoy mejor ahora y, sobre todo, más a gusto. No añoro, para nada, mis veinte, ni mis treinta. 

Ahora me veo, como me ha dicho Lupe al hacerme unas fotos: divertida y luminosa y me parece genial. Mejor que nunca, diga lo que diga mi cuello. 

lunes, 26 de abril de 2021

Despelleje Oscar 2021


La pandemia nos ha dejado sin alfombras rojas y, lo que parece aún peor, sin despellejes  y risas. Despellejar a la gente de la farándula en sus casas no tiene el mismo interés ni la misma gracia porque para empezar, gente que se arregla y pasa cuatro horas de su tarde de festivo acicalándose para luego sentarse en su sofá con migas y manchas de yogur secas tiene mi máximo respeto. La mayoría de los días yo ni pongo calcetines así que gente que se pone tacones para ir de su baño al sofá me parece admirable. 

En los Oscar de este año han hecho un poco de alfombra roja pero no esperéis gran cosa. La gente va sin ganas, se les ve con cara de "tantas ganas que tenía yo de salir de casa y, de verdad, qué pereza, ojalá estar en mi sofá". Una sensación que comparto a muerte con ellos. Además, se le nota mucho a todo el mundo que llevamos un año vestidos con pantalones flojos, camisetas de paso del ecuador de 1993 en Punta Cana y sudaderas heredadas de nuestros hijos, y lo de llevar tiros largos se les da regular. Siempre han parecido incómodos pero este año casi parece que tiene orugas dentro de la ropa y que en cualquier momento van a gritar: quítame esto, por favor, ¡que alguien me traiga una sudadera!

Además de estos inconvenientes, de todas las películas nominadas la única que he visto ha sido Otra ronda que me pareció un aburrimiento supremo. No me la creí en ningún momento y si bien ver a Mads Mikklesen bailar es siempre un sí, con esos tres minutos tienes más que suficiente de dramita de hombres bebiendo. 

Venga al lío. 

Que en este blog somos muy fans de Halle Berry lo sabe todo el mundo.  Que Halle Berry no sabe que hacer con su pelo, también lo sabe todo el mundo. A mí me recuerda a esas amigas que tenemos todas, que se cambian el estilo cada seis meses y cada seis meses te dicen "es que me aburro de mi pelo". Y tú piensas, pues no me lo explico, si no te da tiempo a acostumbrarte. Este nuevo cambio, además, y lo siento por Halle, es espantoso. Y las uñas puntiaguadas me dan miedo. El vestido es de un color precioso que no se usa nunca porque parece mejor idea de lo que es en realidad pero a ella le está estupendo. Parece incómodo pero Halle ha dicho "ya que voy a esto, voy a darlo todo" 

 Zendaya con el vestido al revés. Si, ya sé que no lo lleva al revés, que es así...pero he visto sus fotos varias veces esta mañana y siempre me he sobresalto "¿lleva la espalda por delante?"

Sacha Baron Cohen y su pareja. Ella con cara de "¿Por qué coño este anormal se ha vestido como si fuéramos a tomar el almuerzo en la carpa de Downtown Abbey? 

I´m a Butterfly and I like it.  Yo soy muy antimariposas, siempre he dicho que me parecen cucharas disfrazadas de carnaval de Río de Janeiro pero a este vestido hay que darle el beneficio de no ser ni rojo, ni negro, ni blanco, ni dorado, los colores de la gala. 

Cuando has accedido a arreglarte pero poco, sin gastarte un duro aprovechando algo de tu abuela y yendo cómoda. 

Hoy, en decisiones incomprensibles, el caso de la mujer que decidió ponerse un vestido incomodísimo y cero favorecedor.  ¿Por qué?  Me duele verla. 

¿Por qué me habéis hecho salir de casa? ¿Por qué, piltrafillas humanas? 

Soy muy fan de Amanda aunque vaya vestida de coágulo. Sí, podría haber dicho amapola o algo así, pero lo que me ha venido a la cabeza ha sido coágulo. No me agradezcáis el hecho de que ya no la vais a ver igual. 

Gente que lleva capa regulinchi aunque con la actitud de espía adecuada.  Y gente que lleva capa bien. 

El bolso bistec de los Picapiedra no me lo esperaba. 

¡Dadme lazos más grandes! pero Ángela está espectacular. 

Rita Moreno mimetizada de Jane Fonda y divinísima. 89 años os contemplan. ¿Dónde hay que firmar? 

Embutido. 

El premio Úrsula, bruja del mar.  "Pobres almas en desgracia, que me habéis hecho salir de casa" 

Daniel Kaluyaa, todo mal. El traje parece antiguo, le sienta mal, no le favorece. Otro que ha perdido el hábito. 

Chloe Zhao ha dicho "vale, yo me visto, pero tacones ni de coña y maquillaje tampoco". Yo le reprocho más el vestido color visillo sucio de casa de alquiler en idealista. Un poco de colorinchi para salir de casa. 

Estupenda de  rojo con escote autopista va esta chica. Espantosa, de blanco también con escote autopista, va esta otra. Escote y tutú, siempre es mala idea. ¿Nadie se acuerda de Bjork? De blanco con un vestido "mesa de fojardo de casa de veraneo en la sierra madrileña" va Viola Davis. 

He leído por ahí que Carey iba de un color muy difícil, el bronce. Para mí que va de dorado Freinext pero qué sé yo de moda. Y el modelo se da un aire al de Zendaya por eso de que podría llevar lo de delante detrás y otro aire al de la chica del vestido incomodísimo. Pobre Carey. 

El dorado, definitivamente NO. Y combinado con negro y un colega, tampoco. 

Las de blanco, en general, estaban bastante cabreadas. Definitivamente, no os vistáis de blanco, agria el carácter.  Pero ni se os ocurra. 

Me rechifla este vestido porque es bonito, sencillo,cómodo, elegante, tiene bolsillos y su portadora es feliz. Es un vestido de ser feliz. 

Reese fenomenal. 

Ni una gala sin su Edna Moda. 

No sé quién es Daniel Pemberton pero lo que sí se es que ha viajado en el tiempo desde 1977 para plantarse en la alfombra roja. Está flipando con las mascarillas y demás. 

Voy a tener que dar dos premios Úrsula, Laura Pausini también se lo merece.  Hay que premiar su camino hacia convertirse en matrona italiana.  

Colman Domingo de arma de destrucción masiva, concretamente de arma de cegación masiva. Le ves y es imposible no guiñar los ojos.  

La abuelita Ashley. Seguro que lleva dulces en el bolsito. 

"Si solo le miro hasta la boca creo que puedo reprimir la arcada que me da lo que sea que lleva en la cabeza y que parece el rabo de un Alien muerto. Mira que es una lástima porque está tremendo pero yo así no puedo. ¿y si cuando se duerma se lo corto? ¿Y si pierde la potencia? Esa cosa tiene que llevarla por algo..." Lo que pensaría yo si estuviera con Shaka

Ya es mala suerte que llegues a la gala y haya otras dos con un vestido casi igualito al tuyo, de feo,   en distinto color. Eso sí, mis felicitaciones al diseñador que ha vendido esta cosa en naranja , azul algo y rosa lencería.

Ahhhh... no puedo mirarlo. 

A este, sin embargo, no puedo dejar de mirarle. Me parece que va elegantísimo y muy original. De hecho, va tan original que no se me ocurre ningún otro hombre que aguantara esa ropa. Es sorprendente pero nada mamarracho. Y no me vengáis ahora con "si me pongo yo eso, no dirías eso". Claro que no, campeón. SI tú te pones eso me estoy riendo de aquí a que me vacunen. 

Y, bueno, tampoco intentéis lo de Brad que empieza a ser un poquito ilegal. Cada día que pasa está más guapo, más atractivo y más tremendo. 

En fin, he hecho lo que he podido. 

lunes, 19 de abril de 2021

Quiero mi menopausia y la quiero ya

Monica Rohan
Las manos frías, la tripa triste, hormigueo de piernas, frio. Calor y sueño. Pena y cabreo y sigo con las manos frías. Al baño otra vez. Dolor de piernas ¿será un trombo? No porque son las dos a la vez. La trombosis no puede ser a dos piernas como una pieza de piano a cuatro manos ¿no? Dolor de cabeza, justo encima de la ceja izquierda. Al baño otra vez. ¿Qué estoy haciendo con mi vida? ¿Por qué todo es tan difícil? Llama al banco. Pide hora. Imprime. Firma. Escanea. Qué pereza todo. Escalofríos mientras todo el mundo comenta que al sol, hoy, se está fenomenal. La tripa del revés o, mejor dicho, sin saber qué quiere. En un minuto me duele con agudos pinchazos, en otro suena en vacío como si llevara días sin comer, al minuto siguiente clama por una bolsa de alpiste de la máquina y al siguiente parece que se inclina por las náuseas y las arcadas. Voy a por el alpiste, no tengo cambio para la máquina. No funciona la máquina de cambio, casi lloro del disgusto. Me duelen las piernas al caminar y al sentarme me hormiguean ¿serán trombos? No, y no voy a mirarlo en internet. Las manos congeladas. Las miro, las veo feas, sé que son mis hormonas de tripi paseándose por todo mi cuerpo como si estuvieran en una de esas casas abandonadas en las que se hacen raves. El dolor de cabeza de la ceja izquierda se está haciendo fuerte taladrándome el cerebro, intuyo que se propone llegar a la coronilla y colonizar mi pensamiento. La rave ha llegado a los riñones. No sé como sentarme, y si es un cólico o una piedra o cáncer. Qué va, sé lo que es.  Pero ¿Cuándo se va a acabar esto?

«Pues esto está funcionando a pleno rendimiento. Todavía te queda»

Estoy hasta los ovarios de la regla. Treinta y seis puñeteros años y odiándolo cada mes. Más tiempo con mi regla que con mis hijas o mis parejas. Eso sí que es una relación tóxica. Me  la chufla la corriente esa de ama tu regla, el patriarcado te ha enseñado a odiarla. No necesito que nadie me enseñe que encontrarme de angustia y dolorida. Es espantoso, incómodo y algo para odiar. No quiero abrazar mi regla ni darle un sentido místico. No. Es un proceso fisiológico y me sienta de angustia, igual que la digestión de los pimientos rojos. Igual, no. Amo muchísimo los pimientos rojos y me dan muchas más satisfacciones que mis ovarios.  

Y no, la regla no me hace mujer, ni me hace Ana. O si me lo hace es en la misma medida que mis riñones o la tibia. Y estoy segura de que si la tibia, cada mes, me doliera como para pensar en arrancármela estaría también muy harta de ella.  

Quiero mi menopausia y la quiero ya. 

jueves, 15 de abril de 2021

Hagas lo que hagas ponte bragas, las que quieras.

Hay una imagen rodando por redes que recoge una teoría según la cual las bragas tienen una vida que recorre tres etapas: la de la ocasiones especiales, la de los días días normales y la de los días de regla
, siendo esta última etapa el cementerio al que van a parar todas las reglas hasta que acaban en el cubo de la basura: las bragas no se reciclan ni aunque seas una loca de la reutilización. Esta teoría de las tres vidas de las bragas era comúnmente aceptada sin darle mucha más reflexión más allá del "totalmente" y el "jajaja, yo igual", porque sinceramente es una teoría que tiene la misma importancia que mi opinión sobre el tráfico marítimo de contenedores (aunque en breve mi opinión sobre este tema va subir porque me estoy documentando con podcast sobre el tema).

La cuestión es que ayer mi querida Sara Solomando reflexionó sobre esta teoría acompañando sus pensamientos con una fotografía de unas braguitas ideales, supongo que en su cuerpo posicionadas, que yo jamás me hubiera comprado. La postura de Sara es, y conozco más gente así pero no lo cuentan tan bien, que ella no tiene bragas de regla, que a ella le flipa la ropa interior y que para ella es importantísimo llevar todos los días un conjunto bonito con el que se sienta guapa. En esto le influye la teoría de su abuela, que también todas hemos escuchado: "haz el favor de llevar las braguitas decentes que mira que como tengas un accidente y vayas al hospital, qué vergüenza si las llevas rotas". A mí ese argumento siempre me pareció que flojeaba. Primero, porque si me pasa algo tan grave como para ir al hospital mi última preocupación van a ser mis bragas; pero es que, además, no creo yo que los especialistas médicos pasen mucho tiempo comentando las bragas de las pacientes. Pero quién soy yo para desautorizar abuelas de los setenta. Eso sí, mi teoría es que todas nuestras abuelas fantaseaban eróticamente con médicos y practicantes (porque por aquel entonces existían) y por eso para ellas era importante ir siempre preparadas: por si sus fantasías se hacían realidad. El "por si pasa algo" no era, como nosotros pensábamos, un accidente. Era algo que enlaza con la teoría de Sara:  hay que ir mona no vaya a ser que tengas un encontronazo apasionadamente sexual. Bien.

Desconozco la media de encontronazos apasionadamente sexuales en la vida de una mujer. En mi caso, que soy el ejemplo que tengo más a mano, el total de encontronazos con resultado de sexo han sido tres y en ninguno de lo cuales recuerdo ni la ropa que llevaba puesta ni que le dedicáramos a mis bragas más tiempo o interés del que le dedicamos a los calzoncillos del contrincante. Con toda esta disquisición, completamente boba e innecesaria, quiero decir que para mí la ropa interior tiene cero importancia. No le dedico ni medio segundo de mi tiempo a pensar qué me pongo ni qué llevo. Ese medio segundo solo lo uso para elegir el color del sujetador y evitar salir de casa con transparencias que, en mi caso, no me favorecen.Es más: ahora mismo mientras escribo esto soy incapaz de recordar qué ropa interior llevo puesta; y eso que la he sacado del cajón con mis propias manitas hace unas cuantas horas. Es muy posible que sea negra y que a mi madre no le pareciera bien en caso de verla porque hace poco tuve con ella esta conversación: 

—Ana, no entiendo para qué tienes tanta ropa interior de caberetera. 
—¿Perdón?
—Sí, todo negro. De cabaretera. 

En fin. Somos Sofía y Dorothy.

¿Es importante la ropa interior que lleves? Hay gente, como Sara, para la que sí lo es y creo que hay gente como yo,  que nos da igual. Para mí, con que sea cómoda y de mi talla (tarea nada fácil) es suficiente. Cuando alguna vez he intentando ser del grupo de Sara e ir hecha un primor de sensualidad interior siempre estoy incómoda (esto tiene que ver con la talla, todo tiene que ver con la talla en este tema) y la incomodidad, a mí, me resta muchísimo atractivo y tampoco voy sobrada de esto.

Llevad las bragas que queráis: conjuntadas, sin conjuntar, a juego con el sujetador o descoordinadas, tipo culotte, tanga, brasileña, de talle alto, de talle bajo, que te saque culo, que te meta tripa, que te haga cintura, que te vayan flojas y sean como no llevar nada, que te aprieten y te hagan sentir sexy...las que sea, usad las que más os gusten, teniendo en cuenta que a los médicos les va a dar igual y al contrincante del encontronazo también: si se para a mirar qué llevas puesto eso ni es un encontronazo ni es nada. Pero llevad bragas... o calzoncillos, incluso, como les pasa a las soldados en el ejército suizo (¿Los suizos tienen ejército? Sí) porque el uniforme está solo pensado para tíos; así que hasta que tengan lista la ropa interior de mujeres (que será larga para el invierno y corta para el verano) ... la solución son calzoncillos.

Os deseo muchos encontronazos, de los buenos, de los que lo único importante que merece la pena con respecto a la lencería es encontrarla después, cuando tengas que volver a ponértela. (Si no la encuentras y te marchas en plan comando: ¡Enhorabuena!)