miércoles, 18 de octubre de 2017

Hablemos de cuñas

Llueve, me meto en el coche, enciendo la radio: «Si te preocupa retener de más». ¿Retener? ¿De más? ¿El qué? ¿Impuestos? Noooo, resulta que hablan de estreñimiento. Las 8:30 y ya tengo mi eufemismo favorito del día, «retener de más» en vez de «no hacer caca». Adoro a los chicos de las cuñas, vuelvo a recordarlos en su cuchitril, lleno de humo y ceniceros y vasos llenos de restos de café, anís y carajillos, y sé lo bien que se lo han tenido que pasar elucubrando una cuña para vender algo contra el estreñimiento. 

—Chicos, un bebercio para ir a cagar.
—¿Funciona?
—Pelaez, no nos pagan por saber si las cosas funcionan sino para anunciarlas y que las gente las compre. 
—Vale, vale. Esto es fácil "Para cagar bien, nada como Bio3"
—No podemos decir cagar.
—¿Y caca?
—Muy gracioso, tampoco.
—Poner un pino. Plantar un árbol. Sacar el tren del túnel.
—Chicos, sutileza.
—Retener. 
—Pero es que retener parece que lo haces porque quieres y cuando no cagas es porque no puedes.
—Pelaez, no nos pagan por ser puristas del lenguaje. Adjudicado, retener. Buen trabajo, chicos. 

«Cari, que se me había olvidado decírtelo. Que mis padres al final llegan dos días antes y se quedan quince días más» dice una joven. «No me puede parecer mejor» contesta un joven alegremente. No puedo con la intriga de saber qué anunciarán, por un momento creo que será una cuña de las clínicas esas que tratan la eyaculación precoz, las de "si tu vida sexual está bien, todo lo demás no importa", aunque no veo yo a la joven pareja chuscando alegremente como, sin duda, les gustaría si tienen a los suegros por casa en pantuflas, pero nunca se sabe. Mi sorpresa es mayúscula, sin embargo, cuando compruebo que no van por ahí los tiros, «Si tu caldera Junkers está bien, todo está bien» ¿En serio? Esto me suena a cuña de segunda mano. 

—Chavales, los alemanes quieren que anunciemos calderas.
—Pufff, ¿se puede decir calentar o tampoco?
—Pelaez, no seas rencoroso. Los alemanes pagan muy poco, no os matéis. Reciclad algo. 
—Calderas, calentar, sexo.. ¿reciclamos lo de la eyaculación precoz que hace mucho que no pagan?
—Hecho.  

«Hombre, entre agricultores tenemos que ayudarnos» he escuchado esta cuña mil veces, pero cada vez que sale la voz que finge ser un agricultor solidario me entra ternurita. Anuncian algo que se llama «Cultiva y gana punto com». Me fascina este anuncio porque da una nueva perspectiva al mundo de la agricultura, ya no veo gente labrando, currando en el campo, veo a dos amigotes en un bar, con un carajillo, rascando cartones a ver si les toca una cosecha de mijo o de coles de bruselas pero sin querer decírselo al otro, como si estuvieran jugando al mus. No sé si conseguirán vender algo de cultivayganapuntocom pero la cuña me fascina.

«Si te gusta el calorcito tropical
y se acerca un frente de frío polar
y a ti hay algo que te mueve
y tu novia no se atreve
Viajes El corte inglés te va a ayudar»

Pero, pero, pero ¿qué es esto? No sé si El Corte Inglés te va a ayudar pero sé que la cuña la ha hecho el tío que en la adolescencia, en los campamentos, te firmaba en el cuaderno poniendo "no vayas por el sol que un bombón como tú se derrite".  

—Chicos, tenemos que inventarnos algo nuevo con los de Securitas.
—¿Otra vez? Pero ¿queda alguien sin contratarles?
—Unos cuantos irreductibles. 
—Pelaez, no es momento para citas de Asterix. ¡Qué se os ocurre?
—Pues es que el acojone ya lo tenemos explotadísimo, como no vendamos la moto del hijo pródigo.
—Explícate Pelaez. 
—Montamos una cuña con uno al que ya han robado y en vez de recriminarle que no tuviera la alarma somos muy profesionales. Vendemos profesionalidad y amor. 
—Te lo compro. 

«Anoche entraron a robar en mi casa mientras dormíamos, menos mal que no nos despertamos. No se preocupe, esta tarde tiene allí a nuestro experto» 

Mi cuña favorita ahora es la de los CFD. ¿Qué son? Ni idea, no lo sabe nadie, pero eso da igual, los anuncian en la radio. 

-Chicos, hay que vender CFD.
—¿Qué es eso?
-Pelaez, da igual lo que sea. Hay que venderlo pero con cuidado porque no es para todo el mundo.
—Pero, ¿para quién es?
—Mmmmm, pues no lo sé, ¿para listos?
—Ya, claro, pero no podemos decir "anunciamos una cosa solo apta para listos" porque todo el mundo se cree listo. 
—Pues es importante advertirlo, sin que se note claro. 
—Podemos hacer el truco de poner alguien hablando  muy deprisa. 
—Well done Pelaez.  

«LOs CFD son un producto dificil de entender. La CNMV considera que no es adecuado para inversores minoristas debido a su complejidad y riesgo. Se trata de un producto apalancado, cuyas pérdidas pueden exceder el depósito».

—Pelaez, que no se te olvide decir que tampoco es para pobres. 

Quiero ir en el cuarto de los carajillos. Adoro las cuñas. 


lunes, 16 de octubre de 2017

Revivir y reescribir

Estoy escribiendo un libro. Llevo un año con ello. Primero lo intenté directamente en la pantalla y no funcionó, tras un primer acelerón, me estanqué. Probé después con cuadernos rayados, de tapas rojas y verdes. Funcionó. Cuando cogía la pluma y el cuaderno, los renglones salían solos, uno detrás de otro, páginas y páginas, un cuaderno y otro cuaderno. Había días en los que me dolía la mano porque pensaba más deprisa de lo que podía escribir y me daba miedo que se me olvidara. Terminé y empecé a pasarlo a la pantalla. Es curiosa la sensación de releerte y sorprenderte, ¿de verdad esto lo he escrito yo? Pero sí, lo había escrito yo. Llegué al final y puse fin. 

De esto hace casi seis meses. Desde entonces me repaso, me releo y me corrijo y recorrijo. 

Repasarse, releerse y recorregirse es doloroso, es casi masoquismo.  Cuanto más repasas lo que has escrito, lo que escribiste, más cosas quieres cambiar, más tentaciones tienes de eliminar, suprimir, cortar, borrar. Llega un momento en el que tienes que prohibirte a ti mismo cortar nada más. Hacerte mejor sí, hacerte irreconocible no. 

El sábado llegó ese día para mí. Me di cuenta de que releerte y recorregirte una y otra vez es parecido a repasar tu vida. Recorres con la memoria tu vida, las cosas que has hecho, las que no hiciste, las que te atreviste y las que dejaste pasar porque te acojonaste. Las que te obligaron a hacer. Lo que elegiste y lo que dejaste que te escogiera. Lo que lograste alcanzar y lo que se te escapó. Lo que creíste y lo que decidiste dejar de creer. Las mentiras que has contado, las verdades absolutas que rechazaste porque no te convenía. Las oportunidades que agarraste, las veces que cerraste las ojos y te lanzaste y las que te tapaste los oídos y los ojos y decidiste esconderte, las tonterías que has hecho y las hombreras y los calentadores. Lo repasas todo y, muchas de esas cosas, te gustaría poder borrarlas, o al menos, hacerlas de otra manera. O si eso no fuera posible (que no lo es), disfrazarlas con un traje tan complicado que solo tú sepas como desmontarlo para que se vea la verdad desnuda. 

En tu vida no puedes hacer eso, es la que es, la que te estás montando. Cuanto más te alejas de tu vida, cuantos más años pasan, hay cosas que te sorprende recordar ¿de verdad hice aquello? ¿En serio me enamoré de ese tipo? ¿En qué estaba pensando para cardarme el pelo? Te cuesta reconocerte pero sabes que eras tú. Trágame tierra pero ahí está, es tu pasado.  Te juras a ti mismo que la próxima vez, con lo que has aprendido, lo harás mejor. 

Cuando te relees también te cuesta reconocerte como origen de esas palabras, pero puedes cambiarlo todo, eliminar, borrar, pulsar delete hasta  que no se vea la flecha pero, entonces ¿cuánto queda de lo que de verdad te salió de dentro? 

Quiero escribir mejor, pero no más bonito, sin disfrazarme. 

Ya no corrijo más o no me reconoceré. Y la próxima vez, lo haré mejor. 


jueves, 12 de octubre de 2017

Los malditos detalles

Estaba vaciando cajas sin pensar, entregada a la tarea, como cuando corría,  pensando que es algo que hay que hacer y que cuanto antes lo haga, antes se terminará la tortura y antes podré volver a mi rutina diaria, a mis cosas, a lo que me gusta hacer. Volver a ese tiempo que solo existe cuando estás haciendo algo que no quieres hacer, e imaginas la vida que tendrías si esa actividad que odias, que no quieres hacer, está consumiendo tu tiempo. Eso debe ser el deber. Vacío cajas, una detrás de otra, surfeando olas de encabronamiento «no me puedo creer que no haya tirado esto» con olas de ilusión «madre mía, lo que tiene aquí guardado». 

«Música despacho» otra caja más con el rótulo despacho. A juzgar por la cantidad de cajas que tienen escrito «despacho», no sé si los de las mudanzas escriben despacho por defecto en todas las cajas o mi madre les mintió y les dijo que su casa era la sede de una multinacional. «¿Música despacho? ¿Qué será esto?»

Rajo la cinta embaladora, abro la caja, Rachamaninov, Schubert, Wagner, clásicos infantiles, Kenny Rogers, El libro de la selva, fotos pirineos 2006, reunión familiar Granada 2008, Boda de Elena y Miguel. «Deberíamos tirar todo esto», pienso mientras sigo sacando más y más cds de la caja. Mozart, Beethoven, Chopin, Mahler... unas cajas se me escurren entre la multitud de genios de la música clásica y casi se me caen al suelo. 

«DIBUJOS DWGS. LOS MOLINOS-MADRID. 12/10/1997» con su letra. La letra de mi padre, la reconocería entre un millón. 

«Esto para tirar», ni siquiera tenemos sitio donde leer estos disquetes. Son más pequeños, más duros o más blandos o yo qué sé. 

12/10/1997

Hace justo veinte años, me siento como un personaje de Auster, como Auster. Veinte años atrás mi padre escribió este post it en un disquete en el que había guardado unos dibujos que por alguna razón eran importantes para él. Unos dibujos que probablemente nunca volvió a ver porque diecinueve días después de escribir ese post it, murió. Escribió ese post it porque no sabía que iba a morir y yo lo encuentro, justo veinte años después, para que no se me olvide que yo tampoco sé cuando voy a morir. 

Los detalles, los malditos detalles. Un post it, veinte años después. 


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miércoles, 11 de octubre de 2017

Mi sudadera, mi bandera

Nací en Madrid pero no soy de aquí porque no me siento de aquí. Todo el mundo sabe que odio esta ciudad con todas mis fuerzas. Trabajo en Toledo desde hace diecisiete años y, a Dios pongo por testigo,  he blasfemado contra esta región cada uno de los días de esos diecisiete años, pero ahora paso días y noches en Alcázar de San Juan porque la vida es así, y cuando dices "Ni de coña", te espera en el futuro con un "Si, ya, claro".  Uno de mis abuelos era de Madrid, otro canario de madre cubana, padre catalán y abuelo francés. Otra abuela era de Villafranca de la Sagra y otra de Salamanca. Mi primo emigró a Argentina y tengo otra prima rusa. Quiero ser francesa, que me llamen Annette e ir al curro en bici con una cesta llena de pan y paté. No creo que en España se coma mejor que en el resto del mundo aunque podría alimentarme de jamón y tortilla de patata. Odio el sol y adoro la lluvia y creo que los españoles, todos, somos maleducados, gritones, pícaros y malpensandos... aunque intentemos quitarnos.  

Cuando era pequeña pensaba que del único lugar que se podía ser bien, que lo único lógico era ser de Madrid, de España. Mi universo era reducido y toda la gente que quería y que me quería estaba aquí. Todo lo que pasaba, pasaba aquí, ¿cómo vivía la gente de otros lugares cuando todo lo bueno estaba aquí? Después descubrí que eso era una majadería y que se podía nacer en cualquier sitio y ser de cualquier sitio, aprendí que lo mejor es ser de varios y de ninguno. O de todos.  

Dice Lili (si no la leéis ya estáis tardando) que «si tuviera que colgar una bandera, sería un paño de cocina». En mi ventana, yo colgaría una sudadera mugrienta que tengo desde los catorce años. Es azul o, mejor dicho, lo era, ahora es de un color que solo yo reconozco y que es el color de mi primer verano en Comillas. La sudadera me la compró mi madre crecedera aunque apuesto a que nunca pensó que fuera a durarme treinta años. Me la pongo en casa, para dormir cuando tengo miedo o estoy asustada. Las mangas me llegan a los codos y los restos del elástico de la cintura me quedan ombligueros, pero sería mi bandera porque es el único trapo que representa lo que fui, lo que he sido y lo que espero ser. Si me ves con esa sudadera puesta es que te quiero mucho. Y si la tengo que colgar en algún sitio que sea en la ventana de una casa, que se llamara Orbela y que todavía no tengo, en un sitio que todavía no conozco.


lunes, 9 de octubre de 2017

Blade Runner y el sesgo del cuarentón


Hay una edad en los hombres, en ellos, con o de tío, en la que empiezan a vivir presos de un pasado mítico y legendario en el que todo, absolutamente todo, era mejor. Esa edad llega entre los treinta y cinco y los cuarenta y cinco y ya no les abandona nunca, se convierte en su estado vital. Ven toda su vida a través de ese sesgo que yo he bautizado como el sesgo del cuarentón, que les hace considerar que todo, antes, era mejor. Probad a decirle a un hombre que ha alcanzado esa edad que cambie de tipo de calcetines, o que use camisas si siempre ha usado camisetas, o camisetas si siempre lleva prendas con cuello o que lea libros de un género que jamás ha leído o que se eche crema. O que coma chirimoyas. Los ojos se le pondrán en blanco, un sarpullido le brotará en todo el cuerpo y os mirará con cara de «PERO QUÉ DICES PIL TRA FI LLA», porque con el sesgo del cuarentón se alcanza, por lo visto, una sabiduría suprema que consiste en que las cosas, sean las que sean, ya son como tienen que ser, y lo que a ellos les gusta desde hace veinte o treinta años es el colmo de la perfección. Las cosas que les gustan a ellos SON las cosas como deben ser, la perfección. 

(Hay algunos hombres inmunes a este sesgo del cuarentón y casi todos son capaces de no aplicarlo en el caso de la tecnología en el que, por lo visto, lo nuevo siempre es mejor).  

Sigamos. ¿Por qué hablo hoy del sesgo del cuarentón, conocido anteriormente como alergia al cambio por parte de los hombres? Pues porque he asistido en los últimos días a una exhibición de ese sesgo por parte de muchos hombres tras ir a ver la nueva peli de Blade Runner. Todos los cuarentones de este país fueron a ver Blade Runner cuando no tenían ni media leche y su furor hormonal estaba descontrolado. Blade Runner fue como su primer polvo, la primera novia con la que tuvieron un orgasmo. No sabían bien como lo habían conseguido, no sabían manejarla a ella ni manejarse a sí mismos, no sabían de qué iba aquello, la mayoría no entendieron la peli, ni siquiera habían leído a Philip K.Dick, y por supuesto no entendieron nada pero eh, Blade Runner fue como su primera novia, la de perder la virginidad cuando ella sabe más que tú y te deja satisfecho, feliz y flipado. 

Pasados los años entendieron la mecánica de aquel primer polvo, comprendieron (más o menos) aquella película misteriosa e intensa, y la elevaron a un altar, al altar de las primeras experiencias adultas de verdad y allí la han mantenido, protegida por una urna de cristal y con una velita encendida para no olvidarla nunca. «Ay, Blade Runner, como tú ninguna, nadie me ha hecho sentir como tú». (Desbordado e idiota por no entender nada y ser tú demasiado sofisticada para mi mente de adolescente; pero eso no lo dicen).

Pasados treinta y cinco años, Blade Runner ha vuelto pero no es igual, lógicamente. Como yo no soy un hombre cuarentón, no tengo ese sesgo y cambio constantemente de todo, a mí la película me ha encantado, me ha parecido estupenda, la he disfrutado salvajemente y creo que hasta babee de gusto. No es mi primer Blade Runner y ni quería ni pretendía que lo fuera. Yo no tengo veinte años y Blade Runner 2049 no quiere ser el primer polvo de tía misteriosa que te deja con tantas dudas que no sabes si te has corrido bien o no, si eso es todo, si lo habrás hecho bien, si habrás cumplido con lo que se esperaba de ti. Blade Runner 2049 dice «Esta soy yo, mírame, admírame porque ya tenemos una edad, yo no tengo que ser misteriosa ni intensa, ni jugar al ratón y al gato contigo o sí, pero ya no contigo, si acaso seré la Sra. Robinson de otros Dustin Hoffman». 

Y los cuarentones sufren, están sufriendo porque sentados delante de la pantalla, son incapaces de resignarse al hecho de que ya no son el graduado, ya nunca podrán serlo. 

Id a ver Blade Runner 2049 como si fuerais a una primera cita después de haber tenido mil primeras citas. Id a verla pensando que a lo mejor os gusta, pero no vayáis, os sentéis y le digáis «es que no eres como primera novia» porque, queridos, eso no es justo y, además  queridos, tampoco vosotros sois los mismos. 


jueves, 5 de octubre de 2017

Mi madre haría llorar a Marie Kondo

—¿Qué hay en esa caja?
—Bolsos.
—¿Y en esa?
—Bolsos.
 —Vale, vamos a revisarlos y tiramos los que no uses.
 —¿Tirarlos? ¿Por qué?
 —Mamá, porque te mudas y es un momento buenísimo para tirar o dar o vender cosas que hace mucho que no utilizas.
—Los utilizo todos.
—Mamá, aquí hay por lo menos cincuenta bolsos y están guardados en una caja en un maletero al que hay que trepar con una escalera. Y, además, yo te conozco desde hace 44 años y algunos de estos bolsos no te he visto usarlos jamás.
 —Que tú no me hayas visto no quiere decir que no los use, que eres siempre muy listilla.
 —Correcto. A lo mejor tienes una doble vida en la que sales por la noche vestida de mujer fatal con bolsos vintage de hace cuarenta años. Y cuando vuelves a casa, los escondes como si fuera el traje de una superheroina. A lo mejor, es posible, eres wonderwoman... ¡Mamá, no usas estos bolsos desde hace treinta años!
—Pues no pienso tirarlos. Ahora voy a usarlos.
—Vale. Como desees. Eso sí, yo no me voy a comprar ni un solo bolso de aquí a que me muera. Pienso usar todos estos.
—Será si te dejo.
—Bueno, los que tengan superpoderes no me los dejes. Ponles un post it y así no los cojo. Yo soy una mortal cualquiera, quizás moriría. Sigamos, ¿qué hay en esa caja?
—Cosas.
—Bien. Veamos qué cosas, a lo mejor está la varita de Harry Potter. ¿Qué es esto tan horrible?
—No es horrible, es que tú no tienes gusto. Era un vestido precioso que se me rompió y me encantaba y me hice una falda y media blusa... por lo que parece.
 —A tirar.
—No.
 —¿Vas a ponerte media blusa? Sigamos. ¿Y este vestido negro?
—Es un vestido negro precioso que era de tu abuela. Yo se lo robaba para salir con tu padre cuando éramos novios.


Mi madre haría llorar a Marie Kondo, lo tengo clarísimo. Inmersa en un maremagnum de cajas, muebles, bolsas y un millón de trastos he pensando mucho en la buena de Marie Kondo y su técnica para ordenar y tirar cosas. «Sostén el objeto y piensa si es útil y te ha dado dicha». He descubierto que, a parte de ser una vendehumos, la japonesa pizpireta no tiene vida, ni recuerdos, ni por supuesto sabe coser o hacer manualidades. ¡Qué fácil es tirar cosas cuando no has tenido amigos, ni familia, ni habilidades manuales, ni memoria a largo plazo!

Mi madre se expande como el Universo, a una velocidad constante y con una fuerza imparable. Se ha mudado con cincuenta bolsos y sesenta pares de zapatos y yo me he rendido a su fuerza sobrehumana. Este invierno me veréis elegantísima con un vestido negro que era de mi abuela.

Me queda perfecto.


martes, 3 de octubre de 2017

Lecturas encadenadas. Septiembre


Heidi reading. 1922. Jessie Wilcox Smith
Septiembre ha sido un mes de nomadismo extremo. De un lado para otro, con mi mochila de solterista por la vida, durmiendo dos noches en una casa, tres en otro, la siguiente en otra, cuatro en un hotel y vuelta a empezar. Mi ritmo de lecturas se ha resentido un poco de este vivir con la casa a cuestas pero no ha ido mal. 

He dedicado casi todo el mes a leer los Cuentos Completos de Grace Paley. Llegué a esta autora, para mí completamente desconocida hasta hace un año, a través de un artículo en el New Yorker en el que hablaban de su vida, su literatura y su activismo político. Me siento muy identificada con ella en el hecho de que nunca escribiera una gran novela, un libro "largo", siempre escribió relatos cortos con un gran componente autobiográfico o basándose en historias de gente que conocía: sus amigos, sus vecinos, su familia. En este tomo se recogen todos sus relatos que se publicaron en tres antologías distintas: Batallas de amor, Enormes cambios en el último momento y Más tarde el mismo día. He dicho que a ella llegué por el New Yorker, y al libro gracias a los Infames, otra vez, que me sugirieron comprar este libro en la Feria del Libro de Madrid. (Inciso: cuento la historia de los libros que leo porque es importante, porque para mí los libros no son solo el texto, también son todo lo que les rodea. Y además, si lo escribo podré volver a ello si, algún día, se me olvida. Fin del inciso) 

¿Me ha gustado Paley? Pues regular tirando a poco. Los relatos de la primera de las recopilaciones me gustaron mucho. Empecé a leer con entusiasmo encontrando en ellos regustos a Henry Roth, a Philip Roth, a Vivian Gormick e incluso a Auster. Nueva York, judíos, pisos pobres, vecinos, amigos, madres y padres, mujeres y hombres, maridos y mujeres y amantes, soldados, comerciantes... Todo me sonaba pero todo tenía un toque diferente, interesante, curioso, como ver la misma historia contada desde otro ángulo que hace que todo lo que ves parezca distinto, nuevo. Después, según fui avanzando en los relatos empecé a aburrirme y, al final, confieso que leí en diagonal en un tren volviendo de San Sebastian decida a terminarlo como fuera antes de llegar a Madrid porque necesitaba empezar a leer otra cosa. Creo que si la antología hubiera sido menos antológica hubiera sido mejor para mí y mi apreciación de Paley. 

Paley es ácida y puede ser un poco sórdida y, a la vez, destilar ternura. Leyéndola era como ver una película sobre Nueva York en los años 60, en blanco y negro.  Y escribe muy bien. 

Del relato Deseos, este párrafo ha pasado a mi cuaderno. 

«A lo largo de aquellos veintisiete años mi exmarido había tenido la costumbre de hacer comentarios hirientes que, como el desatrancador del fontanero, se abrieran paso oído abajo, bajando por la garganta y llegaran hasta mi corazón. Y entonces desaparecía y me dejaba con aquella sensación de opresión que casi me ahogaba. Lo que quiero decir es que me senté en las escaleras de la biblioteca y él se fue».

Del cuento Un corto trayecto éste. 

«Tengo que pincharla un poco para conseguir que reaccione. Pero no suele funcionar. Parezco un albañil hablándole al cemento fresco. ¿Es posible que haya gente como ella en este mundo? No respondas. El tiempo pasará, a pesar de su poca agudeza».

Y bueno, éste de Melodía lúgubre que es, lamentablemente, nuestro día a día. 

«Son de mentalidad muy estrecha, jamás se les ocurre una idea. Pero les gusta tener razón. Nunca escuchan las ideas de los demás». 

Grace me llevó casi todo el mes pero, en medio, en tres raras noches que dormí en la misma cama, aproveché para leer cuatro cómics que me prestaron. En una mañana de vagancia extrema leí los tres tomos de la Guía del Mal Padre de Guy Delisle. Delisle hace lo que yo intenté hacer con mi libro pero mucho mejor porque además sabe dibujar. Recrea anécdotas con sus dos hijos, un niño y una niña y como esas anécdotas construyen su relación con ellos y, también, reconstruyen sus relaciones con los demás, incluida su pareja. Las explicaciones que tienes que dar y a las que nunca habías dedicado ni medio segundo, las charlas que te escuchas pronunciar sin creértelas ni por un instante, los olvidos, las mentiras. Me reí mucho y sobre todo me encantó la total carencia de mística, lo cuenta como es.  

Adicto al amor. Confesiones de un follador en serie, de Koren Shadmi, es el cuarto cómic que leí en esos días de pereza y vagancia. El autor se inspira en su vida, sin especificar cuánto, para contarnos como tras una ruptura amorosa especialmente dura se apunta a una web de citas y acaba convirtiéndose en un adicto al sexo, a las citas, a quedar sin compromiso. La parte más interesante del cómic es la que dedica a contar a cómo es conocer gente por la red, las expectativas, la realidad, los aciertos y los errores. Lo menos interesante es la parte en la que desarrolla adicción al sexo por el simple hecho de que le parece increíble que le sea tan fácil encontrar mujeres. Lo que no se da cuenta o no refleja es que es muchísimo más fácil encontrar hombres, siempre lo ha sido. Pensándolo ahora creo que es la historia de un hombre que nunca se vio con muchas posibilidades de ligar y que cuando lo consigue, se cree fabuloso. El error está en creer que consigue algo, que es él el que triunfa acostándose con todas esas mujeres, en ningún momento se para a pensar que es muy probable que todas ellas lo consideren a él igual, un tío fácil y estúpido que les sirve para lo que les sirve. Es entretenido pero intrascendente.  

Terminé septiembre con otras de las estupendas novelas de la colección Rara Avis de Alba. Las novelas de esta colección molan mucho porque son historias antiguas, historias de otro época, con heroínas que llevan sombrero y van en coches de caballos o que viven en el Londres de los años 60 como en La piedra de moler o en un Londres tétrico a principios del siglo XX como en Harriet. Sin olvidar la historia de No, mamá, no. Y sí, los recuerdo todos aquí para que no se os olviden. De nada. 

La hija del veterinario de Barbara Comyns es, como su título ¡sorpresa! anuncia, la historia de una chica cuyo padre es veterinario. Hay pobreza, tristeza, sordidez y breves destellos de felicidad, de cosas bonitas que se ven, se vislumbran, se rozan con los dedos pero nunca se pueden agarrar. Tiene también una base autobiográfica porque la vida de la autora fue alucinante. Una historia trágica muy bien escrita, sin el tono de humor ácido que Comyns tenía en Y las cucharillas eran de Woolworths y que hacen que el lector desarrolle unas casi irrefrenables ganas de proteger a la protagonista. 

«Al principio me dio miedo dejar mi casa para vivir con una desconocida, pero enseguida me di cuenta de que ninguna parte estaría peor que en casa». 

Y con esto y cruzando los dedos muy fuerte para que el Nobel no se lo den a Murakami, hasta los encadenados de octubre. 


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domingo, 1 de octubre de 2017

Aplausos para el traductor

Los traductores son casi como las madres. Uno da por supuesto su trabajo, casi ni lo ve y en la mayoría de las ocasiones, no lo aprecia. Como las madres, uno se da cuenta de su trabajo cuando no está o cuando está mal hecho…y entonces se queja y protesta.
A los traductores, como a las madres, habría que darles las gracias cada momento que nos sentamos a leer, cada vez que nos compramos un libro de un autor extranjero, cada página que pasamos, cada línea que leemos y aplaudirles cuando llegamos al final de un libro, lo cerramos y sabemos que ese libro permanecerá siempre con nosotros.
Con mucha suerte, a lo largo de nuestra vida, algunos de nosotros seremos capaces de leer en otro idioma (unos mejor que otros) aparte de nuestra lengua materna. Algunos privilegiados, dotados o poseedores de una gran inteligencia y facilidad por los idiomas es posible que lleguen a dominar otra lengua más, pero…aún dominando dos o tres idiomas ¿Cuántos autores quedarían fuera de nuestro alcance si no fuera por el trabajo de los traductores? Miles.
La traducción literaria es un trabajo arduo, difícil, complicado y que requiere además de un conocimiento exhaustivo y profundo de la lengua a traducir, una sensibilidad especial. No se trata simplemente de cambiar unas palabras por otras, está el sentido de la frase, la composición, los posibles dobles sentidos, las expresiones intraducibles que hay que conseguir explicar y así, poco a poco, descifrar el texto y darle una forma nueva manteniendo el original. Como dice Miguel Sáenz «para traducir no basta conocer dos idiomas sino que hay que saber tender puentes entre ellos».
Un trabajo complicado, minucioso, solitario y muy poco valorado y apreciado en la mayoría de los casos.
Primo Levi, en un maravilloso capítulo titulado Traducir y ser traducido de su libro El oficio ajeno,  lo ensalza como un trabajo maravilloso.
«Además de ser una labora de paz y universalidad, traducir puede ser fuente de gratificaciones únicas: el traductor es el único que lee verdaderamente un texto, que lo lee en profundidad, hasta lo más recóndito, pesando y apreciando cada palabra y cada imagen, o descubriendo tal vez vacíos o falsedades. Cuando consigue encontrar, o incluso inventar, la solución de un problema se siente sicut deus, sin tener por ello que soportar la carga de responsabilidad que recae sobre los hombros del autor: en este sentido, las alegrías y las fatigas de la traducción guardan, con las de la escultura creativa, la misma relación que las de los abuelos guardan con los padres».
Para los propios traductores, a pesar de los sinsabores y la poca valoración, su trabajo es especial, tan especial que al hablar de él consiguen provocar envidia en aquellos de nosotros que les debemos la oportunidad maravillosa de haber conocido a autores lejanos.
Justo Navarro lo compara con ser espía, con ese toque romántico de las películas y novelas de espías.
«La vocación de traducir invita a la traducción sin fin, nunca felices con el estado en que uno encuentra su propia lengua, su propio mundo. Es un trabajo casi clandestino, por la resistencia editorial a poner el nombre del traductor en la cubierta de los libros, como si el traductor, en el fondo, fuera un agente secreto, un anónimo funcionario del espionaje entre naciones».
Para Miguel Sáenz es casi como un juego… adictivo y misterioso.
«¿Es la traducción realmente un karaoke? Quizá tenga más de pachinko, ese juego japonés de bolitas brillantes que, lo mismo que las palabras del traductor, se lanzan al espacio para que encuentren -o no- su acomodo. ¿Es traducir un juego de azar tan adictivo que puede permitirse el lujo de recompensar con chucherías a quien lo practica? En las salas de pachinko el ruido es indescriptible; en la habitación del traductor puede resultar atronador el silencio».
En el texto traducido  siempre hay tres actores. El traductor, que trabaja en la sombra como un espía, que tiende puentes o que juega en el silencio de su cuarto de trabajo mientras intenta cuadrar las piezas y hallar la solución, sabiendo que (casi) nadie verá su trabajo. El lector, que disfruta del texto traducido a su lengua  por  “alguien”, misterioso y desconocido, que lo ha acercado a su puerta. Encontramos el regalo “anónimo” y lo disfrutamos sin pensar, sin preocuparnos de quién nos ha dejado ese regalo. Y el escritor. ¿Qué opina el escritor? Me quedo con lo que dice Primo Levi:
«Ser traducido no es un trabajo ni de día laboral ni festivo; al contrario, no es ni siquiera un trabajo, es una semipasividad que se asemeja a la del paciente tendido en la camilla del cirujano o en el diván del psicoanalista, pero llena, sin embargo, de emociones violentas y contradictorias. El autor que se encuentra ante una página suya traducida en una lengua que conoce se siente, alternativamente o a un tiempo, halagado, traicionado, ennoblecido, radiografiado, castrado, cepillado, violado, adornado, asesinado. Es raro que sienta indiferencia hacia el traductor, conocido o desconocido, que ha hurgado en sus vísceras: de buen grado le mandaría, alternativamente o a un tiempo, su corazón debidamente empaquetado, un cheque, una corona de laurel o los padrinos».
Los lectores deberíamos enviarles siempre un cheque o una corona de laurel y aplaudirles hasta que nos dolieran las manos. Siempre.
Ayer, 30 de septiembre, fue el Día Mundial de la Traducción y por eso he recuperado este post que escribí hace años.

jueves, 28 de septiembre de 2017

Adiós casa


Hoy dormiré por última vez en la que fue mi casa durante mis primeros veintiocho años de vida y en la que llevo durmiendo de manera intermitente (los meses impares) desde hace casi cuatro años. Mañana, me levantaré, recogeré las cuatro cosas que quedan en el que durante tantos años fue mi cuarto, me iré a trabajar y nunca más volveré. 

Es una sensación rara, es extraño que no me de ninguna pena, que no sienta tristeza, ni nostalgia anticipada, ni me invada el vértigo de la pérdida, que no tenga ansiedad por dejar atrás algo que ya nunca jamás podrá ser. Otros vendrán a vivir a esa casa y lo que yo fui en esa casa, lo que mis padres y mis hermanos fueron en ella, desaparecerá. 

El cuarto compartido con mis hermanos, la habitación que usábamos de "leonera" y que era solo para jugar, la antigua cocina con la mesa azul que había que desplegar para que cupiéramos los seis. Las cenas a seis charlando de todo. La barra de madera con banquetas altas en la que mi madre nos ponía el Nesquick y el café para tomarlo corriendo antes de ir al colegio. Las cenas en esa misma barra, cuando solo éramos tres hermanos, en las que mi madre tenía que contarnos las patatas fritas cortadas en cuadrados para que no nos pegáramos por ellas. La estantería con las medicinas a la que trepó mi hermana desde una de esas altas banquetas para acabar en La Paz con un lavado de estómago. Los cuentos de Rupelstinsky y «Porrita, componte" escuchados en cinta una y mil veces. La obra interminable por la que la barra desapareció, las banquetas perdieron altura y ganamos una mesa nueva que no había que desplegar. El día que me quedé encerrada en el baño y mi madre me pasó el periódico por debajo de la puerta para que no me aburriera. Los baños a tres y la brecha en la barbilla de Elena porque se empeñó en patinar con una esponja de guante por el fondo de la bañera. La vomitona, una noche de reyes, desde la litera de arriba y llenarle el pelo a Elena de jamón de york. Los Reyes Magos que me trajeron mi primera bici y que sólo encontré tras un saco de carbón. El calor terrible de mayo y junio cuando lo único que queríamos era irnos a Los Molinos. Guardar la plata. Enrollar las alfombras. Tapar los muebles con sábanas. La vuelta en septiembre sintiéndote casi como si volvieras a un sitio desconocido. Las tardes de sábado, en los días fríos de invierno en los que no íbamos a Los Molinos, tumbados en el suelo viendo Sesión de Tarde. Los cumpleaños de mi padre, el día de Navidad, en los que aprendimos a hacer canapés. El cabreo que me cogí el día que por mi dieciocho cumpleaños mi madre me regaló una maleta; monté una escena en el recibidor. Escuchar a mi padre en su despacho hacer los ejercicios para recuperar el habla después de su infarto cerebral.  El domingo que volvimos a casa después de que muriera, entrar sin él en su casa y sentir que todavía quedaba algo vivo de él, del él que había salido de esa casa el viernes. Los novios. Las resacas. Las fiestas de cumpleaños con mediasnoches de Nocilla. Las broncas con mis hermanos persiguiéndonos por el pasillo para encerrarnos en el baño. El día que Gonzalo, con tres años, se hizo pis por el susto que le dimos en el pasillo. El día antes de casarme, en el sofá, con una mascarilla de pepino en la cara. El día que dije que estaba embarazada. Los primeros días de mis hijas en  esa casa. La mañana en la que no pude levantarme de la cama pero me levanté. La noche en que vi "El increíble hombre menguante" con mis hijas en el sofá. 

A todo esto sumaré, mañana, mi última noche en esa casa. Y no siento nada, o sí, siento que todo está bien, que es momento de decirle adiós. 

Adiós casa. 


lunes, 25 de septiembre de 2017

El ritual del apareamiento

–¿Cual es tu organismo marino favorito?
–El  hombre, estamos hechos de agua.
–Me gustaría ser tan inteligente como tú.
–Ya lo eres. 

(Inmersión, de Wim Wenders)

Observar el enamoramiento de dos personas es algo que da mucha vergüenza ajena. Uno quiere no verlo, no oírlo. Abstraerse. Enamorarse no es ridículo o sí, si lo es, pero el problema no es ese, lo que nos hace querer apartar la mirada  es que nos da pudor asistir a la exposición de algo tan intimo como la construcción, el intento de construcción mejor dicho, de una intimidad compartida. Lo que nos da vergüenza ajena no es el hecho en sí, sino el vernos súbitamente reflejados. Tras el primer pensamiento «madre mía, qué vergüenza», viene el reconocimiento interno de que quizás, o mejor dicho, seguro que también nosotros en algún momento de nuestra vida le hemos preguntado a alguien por su organismo marino favorito o algo peor.  


Creo que todos somos conscientes de lo íntimo que debe ser el momento de enamoramiento absoluto y completo, ese instante de intimidad total en el que crees que no podrías estar en ningún otro lugar del mundo ni con ninguna otra persona y ser más feliz de lo que eres, esos segundos de tu vida el que crees con certeza absoluta que al lado de esa persona podrás con todo en la vida y serás invencible. Esos momentos los guardamos celosamente para nosotros mismos y cuando, desgraciadamente, se pasan sus efectos, solo quedan dos opciones: atesorarlos para disfrutarlos como bonitos recuerdos o enterrarlos en lo más profundo del espacio mental para intentar olvidar. Sin embargo, pocos somos conscientes de lo ridículo del ritual de apareamiento previo.  El yo te miro, tú me miras, nosotros nos miramos, yo digo algo, tú contestas intentando que la respuesta sea la correcta, no excesivamente correcta pero lo suficiente como para necesitar una contra replica que a ti te permita lucirte y a mí devolvértela con ingenio. El ritual de quedar, hacer un plan, un plan que me guste a mí, que te guste a ti, que no sea demasiado aburrido, ni demasiado obvio, ni demasiado tópico pero tampoco una ginkana de pruebas a superar. El ritual de yo me arreglo pero que parezca que no, tú te arreglas pero que parezca que sí pero que te da igual. El ritual de estamos curtidos en esto y en nos es indiferente que pasa, que salga bien o salga mal, pero en el fondo no nos da igual para nada. El ritual de yo me luzco, tú te luces. El ritual de abrir las plumas y tratar de impresionar. El ritual de querer que el otro nos impresione.


Todo ese ritual de conquista, de atracción, visto desde fuera, es tan ridículo como el de los ñus, el  del lirón careto o el del colibrí de cola azulada, pero es inevitable. Inevitable es también que todos creamos que nosotros lo hacemos mejor, que somos menos ridículos y, que si la última vez fuimos tan ridículos como los demás, ésta vez será distinto. Apuesto una mano a que el lirón careto piensa lo mismo. 

Enamorarse es complicado, inusual, raro, peligroso, da vértigo, da miedo y, además, es incontrolable. De la noche a la mañana, sin planearlo te encuentras sumergido en un ritual de conquista. Mostrarnos vulnerables y, a la vez, sacar las plumas a pasear para intentar atraer la atención del otro intentando parecer fuerte, nos proporciona un marco incomparable para hacer el ridículo.  

Me temo que seguiré siendo ridícula pero me concentraré muy fuerte en no preguntarle jamás a un hombre que atiza el fuego en una chimenea cual es su organismo marino favorito. 

Todo tiene un límite y gracias a Wim Wenders sé dónde está el mío. 


lunes, 18 de septiembre de 2017

Despelleje de los Emmys: de un vistazo.

¿Hago despelleje? ¿No lo hago? ¿Sí? ¿No? Deshojo la margarita mientras voy conduciendo. Mejor no, ya está todo dicho. Mejor sí, es una tradición. No. Sí. Bueno, pero uno rápido. 

¿Qué es lo más importante de los Emmys? Lo más importante es que todas y todos deberíamos poder envejecer con la clase con la que lo está haciendo Robin.  Está espectacular y fabulosa y todo, absolutamente todo bien. El vestido no me vuelve loca pero me da igual. Robin es fabulosa. 

Soy muy fan de Milo desde su más tierna adolescencia. Cuando veía las chicas Gilmore con treinta años y dos hijas, tenía sudores fríos y de los otros viéndole en pantalla haciendo de adolescente. Ahora que tengo 44 y sigo teniendo dos hijas con las que estoy volviendo a ver Las chicas Gilmore ya no tengo sudores. Mientras ellas dicen «pero mamá, ¿cómo te puede gustar? es horroroso» yo elucubro escenas tórridas con él.  Estaba en los Emmys por una nueva serie This is us que no he visto pero que obviamente voy a empezar a ver. Estoy muy a favor de que Milo aparezca en todas partes porque, además, es un hombre que sabe llevar traje y lleva reloj. 

No os acostumbréis, vamos con los despropósitos. 

Me encantaría conocer quién está detrás de la espantosa moda del escote modelo autopista de seis carriles. Es un escote que jamás favorece, jamás es cómodo de llevar, jamás es sexy y da igual las tetas que tengas, jamás es buena idea. Ves a alguien con ese escote y nunca piensas «¡qué bonito escote!» o «qué canalillo más sexy. ¿será capaz de atrapar una aceituna?» o «¡como me gustaría verla sin el vestido!» ni siquiera piensas «¡qué buena piel!» Lo único que piensas es «¿cómo se sujeta eso? ¿con velcro? ¿dolerá al quitarlo? y ¿sí se le cae la sopa o el champagne le resbalará hasta el ombligo?»  Nunca es buena idea. El escote seis carriles arruina cualquier vestido, por muy elegante que sea. 

Priyanka se ha hecho un completo: dame plumas, dame apliques metálicos y dame acolchados que no se llevan desde los videoclips de los 80 y seguro que doy el golpe. La parte buena es que cuando caiga rodando no se hará daño. 


Dos reinonas. Susan está espléndida y a Jessica le ha crecido la frente. 


Elizabeth Moss sigue empeñada en afearse. No hay manera de que entienda que vestirse del mismo color que su piel es una malísima idea. Malísima. Y no es manía con ella, a esta chica también le sienta como un tiro o peor. 

My girl se ha hecho mayor y estoy en shock. 

Si no puedo envejecer como Robin, quiero hacerlo como Eddie Falco.  

Estos son los chicos de Stranger Things. No sé ni por dónde empezar a despellejar todas las cosas stranger que hay en esta foto. Eso sí, ella bate el record mundial de "mi metabolismo es así y me está devorando". Se lo ha arrebatado por muy poco a esta chica de Modern Family y su modelo "show me las costillas". 

¿Mangas farol? ¿En serio Sara Paulson? ¿EN SERIO? Replantéate tu vida. Ya. 

Tres cosas voy a decir sobre Hilaria Baldwin. Primero, qué putada llamarte Hilaria. Segundo, acabo de descubrir que nació en Mallorca y tercero, qué vestidazo lleva. Y qué bien lo lleva. 

Tessa Thompson va vestida de "Simon dice". Y el que no coja esta referencia, no ha tenido infancia. 


Milo está que cruje, hasta la perdono el pelito ese largo por detrás que es totalmente innecesario. 

Liev es también un hombre que sabe llevar traje y reloj. Y asustar niños. 

Me encanta Julia Louis-Dreyfuss. Estoy viendo Seinfeld entera de nuevo y su papel de Elaine es espectacular, se te olvidan las pintas que lleva, pero ayer en la gala estaba impresionante de guapa con un vestido precioso, elegante, correcto, sencillo, adecuado. Una rara avis. Julie Owen de negro también está estupenda. Y, oh sorpresa, conseguimos un tercer ejemplo de elegancia con Mandy Moore. 

Keri Russell, de pollo desplumado.  Debra Messing de bruja del mar y dos relojes. ¿De qué está hecho ese vestido? 

Nicole y Kid.  Ella y Él van de luna de miel. Él lleva alzas y Ella escote seis carriles, pero oye si se quieren y se ven divinos, ¿quién soy yo para decir que me parecen horribles y me dan mucha grima? 

Esto no lo había visto nunca fuera de una clase de segundo de infantil, un vestido de espumillón de colores. Muy mona Zoe Kravitz, un diez en pretecnología y manualidades. 

Otro problema del escote seis carriles es que hay que estar siempre con pose de cántaro yendo a la fuente. Los cántaros son tendencia por lo que veo. 

Uy, se les ha colado un maniquí del Museo de Cera. Pago por la foto en la que entran dos operarios y se la llevan. 

Vanessa Bayer que va vestida de "mira fijamente y verás la figura en tridimensional". Otro completo: manga abollonada, plateaditos, plumitas y cantarito. Otra camuflada. 

Iñigo Montoya será el próximo Santa Claus. 

Muy fan del actor secundario Bob. Esta chica va estupenda. 

A todos nos cae bien Jessica Beil, a todos os gusta esta chica pero pero pero nos ha querido colar un escote seis carriles y superposiciones de pañuelos y no. Ni siquiera Heidi aka Pibón de la muerte aguanta ese escote.

Como Jane no quiero envejecer, me conformo con llegar a esa edad. El vestido no me gusta aunque quiero creer que es un homenaje al vestido rosa que lleva en Descalzos por el Parque cuando comen knichi y beben ozu. 

Con mucho pecho di NO al escote seis carriles. Y requeteNO.

-Tengo trauma porque mi madre me vestía de marinerito.
-Podía ser peor. Podía haberte vestido como a los niños de Stranger Things.

Ni una fiesta sin la pobre chica sin amigas. O peor, con amigas cabronas que le han dicho «¿Amarillo, encaje y que te haga el pecho caído? Gran idea, estás estupenda. Y además, ven que te vamos a hacer un peinado original»

Y para cerrar, Milo again. Porque sí, porque es mi nuevo o, mejor dicho, mi recuperado placer culpable. 



jueves, 14 de septiembre de 2017

El adolescente desaprendido


Tienes hijos, crecen, y hacen cosas que tú les vas enseñando. Van a aprendiendo a desarrollar ciertas habilidades, ciertas destrezas, adquieren lo que tú ilusamente crees que son espacios de independencia y de control y tú te confías. Crees que la crianza, la educación es siempre hacia delante y que tus hijos siempre aprenderán a hacer más cosas perfeccionando, con el tiempo, las que ya saben. 

Ja. Qué cabrona es la vida y que memo eres tú. Al llegar a la adolescencia, el proceso de aprendizaje que tú creías imparable se ralentiza hasta pararse. ¿Podría ser peor? Lo es. Ante tu atónita mirada y tu mandíbula desencajada descubres que tus adolescentes desaprenden. 

Cada semana, cada hora, cada minuto una nueva incapacidad se suma a la lista de "Cosas para las que un adolescente está mágica y súbitamente incapacitado". 

Cambiar el rollo de papel higiénico. El primer día piensas que ha sido despiste, el segundo que se les ha olvidado, el tercero decides que lo mejor es dejarles el rollo de repuesto en un cajón del baño para que así no tengan si quiera que retener el dato los diez segundos que se tarda en llegar a la cocina. El cuarto lo dejas encima de la taza. Y el quinto te das cuenta, por fin, de que son incapaces de cambiar el rollo. «Pero vamos a ver ¿es que habéis perdido los pulgares oponibles y no sois capaces de cambiar el rollo?» Te miran como si les hubieras pedido que ensamblaran un módulo espacial. Sospecho que asociado a esta incapacidad está la de colgar las toallas en su sitio, siendo su sitio cualquier otro que no sea el suelo. 

Comprender que para que algo esté ordenado hay que ordenarlo previamente y mantenerlo después. Los adolescentes vuelven a su más tierna infancia y vuelven a creer en Mary Poppins. Concretamente parecen pensar que tú eres Mary Poppins y que cuando se encuentran sus camisetas guardadas en los cajones tú lo has logrado chasqueando los dedos mientras ellos dormían. Cuando les das un baño de realidad, obligándoles a ordenar, de repente poner orden se convierte, para ellos, en una tarea más o menos a la altura de construir la Gran Pirámide sin haber conocido la rueda. Protestan tanto que temes encontrarte un piquete sindical en el pasillo. 

Encontrar algo a la primera. En mi caso, tengo dos hijas, que han desarrollado y perfeccionado la técnica del desencontrar hasta dibujar con ella una filigrana exquisita. Me he pasado su infancia diciéndoles "buscáis como un hombre", pero ahora mismo eso se queda muy muy corto. Vivo temiendo el día que no encuentren la nevera en la cocina, presiento que está cerca. 

Sentarse como una persona normal. Para empezar no se sientan doblando el cuerpo para posar el culo en el asiento. Se desploman. A veces, sólo se dejan caer pero lo normal es que se derrumben, desparramándose como pulpos por el sofá. Si es en una silla, o bien se hacen bola en el asiento como si el suelo fuera lava y los pies no pudieran tocarlo o, se escurren por la silla rozando con los nudillos de sus manos el suelo mientras apoyan la barbilla en la mesa. Otra cosa curiosa que desaprenden, con la edad, es que una silla es un asiento para una sola persona y un sofá es para varias. 

Calibrar cuánto van a comer. «¿Qué hay de comer? Tengo muchísima hambre, muchísima, me muero de hambre. ¿Cuánto falta? Ponme más, ese trozo, el más grande». Las miras orgullosa sintiéndote la madre naturaleza alimentando a sus polluelos y tras tres bocados dicen «puff, ya no puedo más». Tu orgullo de proveedora se esfuma y vuelves a sentirte cómo cuando tenían cuatro años y te crecía el pelo esperando a que terminaran de cenar. 

Pues ya sabes, de aquí no se levanta nadie hasta que te termines lo que hay en el plato. 
¿Cómo que ya sé? ¿Desde cuando es así? 

Y así pasamos los días, desaprendiendo. 


martes, 12 de septiembre de 2017

Los sobre preocupados y los obviadores

Según los evangelios apócrifos de la historia de mi vida, cuando yo tenía 8 años, por las tardes sufría unos terribles dolores de cabeza. Debían ser reales y terribles porque mi madre, poco dada a las contemplaciones y con otros tres hijos que atender, decidió llevarme al hospital porque algo me pasaba. En La Paz, me sometieron a todo tipo de pruebas y la conclusión médica fue que tenía dolores de cabeza por la ansiedad que me provocaba cada tarde al llegar a casa, pensar en lo que tenía que hacer al día siguiente en el colegio o dentro de una semana. Desde aquellas pruebas mi madre siempre ha dicho «eres muy preocupona». 

Casi cuarenta años después y a base de muchas leches en la vida y muchísimo insomnio absurdo, he conseguido pasar de muy preocupona a consciente de los problemas. Y estoy orgullosa de ello. Es incómodo, es un coñazo, quita mucho tiempo y probablemente me esté acortando la vida pero veo los problemas y me lanzó a buscarles solución. 

En el otro extremo de la vida están los obviadores. Esa gente me saca de mis casillas y me admira al mismo tiempo. Me pregunto qué gen, que combinación genética han desarrollado que les permite ver un problema y obviarlo. «Un problema, voy a no verlo y, por tanto, ya no existe» Me fascina. Por supuesto, soy consciente de que estos obviadores juegan siempre la baza de si me quedo parado durante el suficiente tiempo vendrá alguien a solucionarlo sin que yo tenga que hacer nada, sin que yo haya tenido, ni siquiera, que pensar en la existencia objetiva de eso que estoy haciendo como si no existiera. 

Yo no sé obviar los problemas, ignorarlos, cerrar los ojos y no verlos. Lo he intentado, lo intento. A veces consigo meterlos en un cajón un par de días, tres, creo que una semana es mi récord, pero la mayor parte de las veces paso de cero preocupación a cien intentos de resolución en minuto y medio. No es sano, no es inteligente ni resolutivo pero no sé hacerlo de otra manera. Me sumerjo en una espiral de ansiedad, anticipación y pensamientos laterales para encontrar una solución lo antes posible. Funciono así: problema, buscar solución, resolverlo, dejarlo atrás.  Intento cambiar el esquema y decir: problema, dejarlo reposar, quizás se solucione solo pero NO PUEDO.

Entre mi ansiedad ante los problemas y los obviadores, existe gente maravillosa que tiene el superpoder de clasificar los problemas. Personas pausadas y nada impulsivas que ante cualquier problema toman la actitud adecuada; lo valoran, lo sopesan, lo miden, lo dejan reposar y tras dormir unas cuantas horas piensan en alguna solución si la creen posible o tiran el problema a una papelera bien porque les parece una nimiedad o porque ya saben que no pueden solucionarlo y no van a malgastar más tiempo ni energía en pensarlo. 

Si volviera a nacer y me dieran opciones diría: «Hola, soy Moli y como superpoder vital quiero saber valorar los problemas en su justa medida. Y, si puede ser, de extra quiero bofetada ultrarápida para dar a los obviadores. Y ya, por pedir, lo quiero todo en el traje de Spiderman».

Y si no puede ser, en mi próxima vida me pido obviador. 

viernes, 8 de septiembre de 2017

En Rouen, Picasso y el hombre del pelo blanco


Paseamos por Rouen al caer la tarde. En realidad son las seis, temprano, hora de levantarse de la siesta en España en agosto, pero ya hemos conseguido meternos, a duras penas, en los horarios franceses y a las seis de la tarde empezamos a sentirnos crepusculares, recogidos y, sobre todo, comenzamos a preocuparnos por dónde iremos a cenar. Yo, concretamente, voy pensando que me apetece un pain au chocolat, no porque tenga hambre sino porque sí, porque estoy de vacaciones, estoy en Rouen y he descubierto una moneda de dos euros en el bolsillo de mis vaqueros. 

Mientras doy vuelta a la moneda entre mis dedos, pienso en la expo de Picasso de la que acabo de salir.  Siempre me pasa lo mismo con él y en esta ocasión con más razón. Además de los cuadros, dibujos y esculturas que realizó en un castillo cercano, en Boisgeloup, y que es la excusa para que el museo haya montado la muestra, había muchísimas fotografías e incluso películas del pintor y su familia en su vida cotidiana. Una vez más, me asombra su contemporaneidad. Nunca parece antiguo, pasado de moda, mayor; siempre tiene el mismo gesto de seguridad, de autoridad, rozando casi la soberbia. Siempre tiene esa mirada de sé exactamente qué va a ocurrir en el futuro y cómo de grande voy a llegar a ser y, en este momento, aquí, estoy solamente de paso.  Todos parecen antiguos, viejos, mientras que él parece haber viajado en el tiempo para pasearse por aquella época y divertirse. 

Mientras me voy peleando conmigo misma intentando descifrar el enigma de Picasso, de repente, me saca de mi ensimismamiento un hombre que camina delante de mí. Lleva un traje azul oscuro con una levísima raya blanca, intuyo unos zapatos oscuros, por supuesto de cordones, y una bufanda granate alrededor del cuello, pero lo que me llama la atención es la llamarada blanca que corona su cabeza. El pelo más blanco que he visto jamás y descuidadamente peinado, un poco largo y con estilo. Me quedo mirando cómo camina y me doy cuenta de que también lleva un bastón de madera oscura en el que sólo se apoya ligeramente como si no quisiera concederse la necesidad de utilizarlo. No me puedo contener las ganas de acelerar el paso, adelantarle y girarme con la excusa de admirar los edificios para poder ver su cara. Me encuentro de golpe con unos ojos azules fríos y claros que parecen decir "tú no eres de aquí".  Llegamos a la vez al cruce de la calle y, mientras esperamos a que el semáforo se ponga verde para cruzar, me doy cuenta de que es alto y que debió serlo mucho más. Debe tener muchos años, más de ochenta y es posible que más de noventa y los hombros se le notan vencidos hacia delante a pesar del traje impecable. Veo también que lleva un periódico en la mano y elucubro toda una teoría. Vive solo pero es maniático y ordenado, debió ser militar y mantiene una rutina estricta que incluye salir todas las tardes a comprar el periódico al kiosko del centro de la ciudad. Es una manera de obligarse a salir de casa y seguir conectado a la vida real, aunque la vida real ya no tenga nada que ver con él. Su pelo blanco llama la atención entre el resto de los transeúntes mientras se aleja por la calle. Es guapo, guapísimo. 

–¿Has visto a ese señor?
–¿Qué señor?
–Ese del pelo blanco que se va por ahí. 

Llegamos a la plaza del mercado viejo de Rouen y nos chocamos de golpe con la espantosaiglesia en honor a Santa Juana de Arco que destroza toda la perspectiva y da ganas de matar arquitectos. Antes de empezar a buscarlos para lincharlos entramos en la iglesia por si acaso encierra un secreto arquitectónico que rebaje nuestra hostilidad. No lo hay pero lo que encontramos es al hombre del pelo blanco sacando de su bolsillo diez euros que deposita en la caja de limosnas. 

–Mírale, ahí está.
–¿Quién?
–El señor del pelo blanco. Fíjate. - le susurro a Juan. 

Pasa a nuestro lado sin mirarnos, digno, elegante, guapísimo. 

–Joder, sí que es guapo y debió ser enorme. Es casi más alto que yo a pesar de ir un poco encorvado. 
–Te lo dije. 

Cuando consigo mi pain au chocolat todavía voy pensando que el hombre del pelo blanco es como Picasso. Nunca fueron jóvenes ni nunca llegaron a viejos. Son como el David de Miguel Ángel o el Discóbolo de Mirón. Y no puedo explicarlo mejor.