Los traductores son casi como las madres. Uno da por supuesto su trabajo, casi ni lo ve y en la mayoría de las ocasiones, no lo aprecia. Como las madres, uno se da cuenta de su trabajo cuando no está o cuando está mal hecho…y entonces se queja y protesta.
A los traductores, como a las madres, habría que darles las gracias cada momento que nos sentamos a leer, cada vez que nos compramos un libro de un autor extranjero, cada página que pasamos, cada línea que leemos y aplaudirles cuando llegamos al final de un libro, lo cerramos y sabemos que ese libro permanecerá siempre con nosotros.
Con mucha suerte, a lo largo de nuestra vida, algunos de nosotros seremos capaces de leer en otro idioma (unos mejor que otros) aparte de nuestra lengua materna. Algunos privilegiados, dotados o poseedores de una gran inteligencia y facilidad por los idiomas es posible que lleguen a dominar otra lengua más, pero…aún dominando dos o tres idiomas ¿Cuántos autores quedarían fuera de nuestro alcance si no fuera por el trabajo de los traductores? Miles.
La traducción literaria es un trabajo arduo, difícil, complicado y que requiere además de un conocimiento exhaustivo y profundo de la lengua a traducir, una sensibilidad especial. No se trata simplemente de cambiar unas palabras por otras, está el sentido de la frase, la composición, los posibles dobles sentidos, las expresiones intraducibles que hay que conseguir explicar y así, poco a poco, descifrar el texto y darle una forma nueva manteniendo el original. Como dice Miguel Sáenz «para traducir no basta conocer dos idiomas sino que hay que saber tender puentes entre ellos».
Un trabajo complicado, minucioso, solitario y muy poco valorado y apreciado en la mayoría de los casos.
Primo Levi, en un maravilloso capítulo titulado Traducir y ser traducido de su libro El oficio ajeno, lo ensalza como un trabajo maravilloso.
«Además de ser una labora de paz y universalidad, traducir puede ser fuente de gratificaciones únicas: el traductor es el único que lee verdaderamente un texto, que lo lee en profundidad, hasta lo más recóndito, pesando y apreciando cada palabra y cada imagen, o descubriendo tal vez vacíos o falsedades. Cuando consigue encontrar, o incluso inventar, la solución de un problema se siente sicut deus, sin tener por ello que soportar la carga de responsabilidad que recae sobre los hombros del autor: en este sentido, las alegrías y las fatigas de la traducción guardan, con las de la escultura creativa, la misma relación que las de los abuelos guardan con los padres».
Para los propios traductores, a pesar de los sinsabores y la poca valoración, su trabajo es especial, tan especial que al hablar de él consiguen provocar envidia en aquellos de nosotros que les debemos la oportunidad maravillosa de haber conocido a autores lejanos.
Justo Navarro lo compara con ser espía, con ese toque romántico de las películas y novelas de espías.
«La vocación de traducir invita a la traducción sin fin, nunca felices con el estado en que uno encuentra su propia lengua, su propio mundo. Es un trabajo casi clandestino, por la resistencia editorial a poner el nombre del traductor en la cubierta de los libros, como si el traductor, en el fondo, fuera un agente secreto, un anónimo funcionario del espionaje entre naciones».
Para Miguel Sáenz es casi como un juego… adictivo y misterioso.
«¿Es la traducción realmente un karaoke? Quizá tenga más de pachinko, ese juego japonés de bolitas brillantes que, lo mismo que las palabras del traductor, se lanzan al espacio para que encuentren -o no- su acomodo. ¿Es traducir un juego de azar tan adictivo que puede permitirse el lujo de recompensar con chucherías a quien lo practica? En las salas de pachinko el ruido es indescriptible; en la habitación del traductor puede resultar atronador el silencio».
En el texto traducido siempre hay tres actores. El traductor, que trabaja en la sombra como un espía, que tiende puentes o que juega en el silencio de su cuarto de trabajo mientras intenta cuadrar las piezas y hallar la solución, sabiendo que (casi) nadie verá su trabajo. El lector, que disfruta del texto traducido a su lengua por “alguien”, misterioso y desconocido, que lo ha acercado a su puerta. Encontramos el regalo “anónimo” y lo disfrutamos sin pensar, sin preocuparnos de quién nos ha dejado ese regalo. Y el escritor. ¿Qué opina el escritor? Me quedo con lo que dice Primo Levi:
«Ser traducido no es un trabajo ni de día laboral ni festivo; al contrario, no es ni siquiera un trabajo, es una semipasividad que se asemeja a la del paciente tendido en la camilla del cirujano o en el diván del psicoanalista, pero llena, sin embargo, de emociones violentas y contradictorias. El autor que se encuentra ante una página suya traducida en una lengua que conoce se siente, alternativamente o a un tiempo, halagado, traicionado, ennoblecido, radiografiado, castrado, cepillado, violado, adornado, asesinado. Es raro que sienta indiferencia hacia el traductor, conocido o desconocido, que ha hurgado en sus vísceras: de buen grado le mandaría, alternativamente o a un tiempo, su corazón debidamente empaquetado, un cheque, una corona de laurel o los padrinos».
Los lectores deberíamos enviarles siempre un cheque o una corona de laurel y aplaudirles hasta que nos dolieran las manos. Siempre.
Ayer, 30 de septiembre, fue el Día Mundial de la Traducción y por eso he recuperado este post que escribí hace años.
8 comentarios:
No recordaba (o no había leído) este texto tuyo, pero te doy toda la razón. Hasta ahora solo pensaba en ellos cuando algo no me cuadraba... Mi más sincero agradecimiento a todo a todo aquél que nos hace posible la lectura de obras en otros idiomas.
Felicidades. Lo haces como nadie. Un gusto.
Feliz domingo, queridísima
El 90% de lo que leo, lo leo de escritores que escriben en castellano.
Quizá por eso, ya que leo poco traducido, me fijo en quien lo traduce.
En los post de reseñas de libros siempre que me gusta especialmente el traductor lo pongo:
Javier calvo (Knokemstiff), Mariano Antonín en El dia de la independencia y me pareció estupenda la de Joaquin Jordá de Camino de Sirga.
Besos de gafotas.
Hasta yo sentí nostalgia. Un abrazo.
Hola. No estoy muy de acuerdo con tu vivencia y visión de los traductores. A los que admiro profundamente también. Me gustaría enviarte mi opción. Saludos. Felicidades por tu escritura. Es como hablar con un amigo.
María
Gracias, Moli, por hacernos un huequecito en tu blog y celebrar con nosotros nuestro día.
¡Viva san Jerónimo!
Moli, soy traductora desde hace muchos años y tu publicación es de las pocas que tiene un tono positivo y no de crítica hacia los que ejercemos esta profesión.
La traducción literaria es la más conocida, pero como día de la traducción que fue, permíteme visibilizarla un poco más.
Diría que el 90 % de lo que consumimos a diario es traducción, aunque no seamos conscientes de ello:
noticias de diversos medios de comunicación, la publicidad, páginas web, notas de prensa que leemos, consentimientos informados de medicamentos, etiquetas de los envases de la mayoría de productos, instrucciones de cualquier cosa, desde electrodomésticos a grandes máquinas robotizadas, películas, series, videojuegos, páginas web, anuncios de internet, formularios de contacto, carteles, encuestas, diseños, artículos científicos... tantas y tantas cosas.
Gracias por realzar esa labor que, cuanto más invisible, mejor es.
Gracias por ensalzar un trabajo en el que llevo los últimos 17 años de mi vida. Es cierto que la labor del traductor pasa casi desapercibida en la mayoría de las ocasiones. Se la menciona la mayoría de las veces para criticarla. Los que tenemos una lengua minoritaria como primera lengua tenemos la necesidad y el deber de ser ejemplares en nuestro trabajo. Bien que nos cuesta. Pero es tan gratificante ver que el trabajo que realizas sirve a muchas personas, que todos los sinsabores y desvelos desaparecen con un clic de teclas.
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