jueves, 16 de mayo de 2019

Ser padre de adolescentes

La semana pasada tenía que escribir una lista de deseos para mis deberes de inglés. Escribí que me gustaría que mis hijas me creyeran cuando les digo que sé exactamente cómo se sienten. 

Recuerdo perfectamente a mi yo adolescente. No se me ha olvidado porque creo que de alguna manera sigue en mi, cada vez más pequeño, cada vez más arrinconado pero sigue teniendo su hueco en mi y en cómo soy. No me sorprende que mis hijas sean egoístas porque yo lo era.No me extrañaría que fantasearan con una vida en la que yo no estuviera porque recuerdo esas fantasías. (Yo fantaseaba con que ocurría algún tipo de desastre que aniquilaba a todos mis conocidos exceptuando a la familia del chico que me gustaba que no tenía más remedio que adoptarme lo que llevaría sin duda a una vida de amor feliz con ese chico. Así de gilipollas era). No me sorprende que no les importe nada más que ellas mismas porque a mí también me pasaba. En la adolescencia tomas conciencia de que eres alguien, una persona diferente de tus padres, de tus hermanos y de tus amigos y esa diferencia acojona y duele. Pocas cosas son peores que ese primer reconocimiento. Cuando te reconoces de adolescente no te gustas o te gustas poco o te gustas a ratos. No sabes gustarte y ni siquiera sabes cómo quieres ser: ¿diferente en todo? ¿parecido a tus amigos? ¿un equilibrio imposible entre ambas cosas? Ser adolescente es agotador mentalmente (físicamente se compensa con 14 horas de sueño y una languidez de la que ya hablé).  Pasarse el día haciendo equilibrismos emocionales desestabiliza a cualquiera y los padres somos las víctimas más cercanas. Nosotros tenemos la culpa de que estén así, de que se les haya acabado el chollo de la infancia inconsciente y segura y también somos el obstáculo (así lo creen) para hacer lo que de verdad quieren hacer, les impedimos disfrutar de "su vida". Somos al mismo tiempo culpables de todo lo que les ocurre o deja de ocurrir y receptores de todo ese egoísmo, inestabilidad, inseguridad y miedo. Porque ser adolescente da miedo, asusta que te cagas. De golpe y porrazo se te ha acabado el presente eterno en el que vives de niño, dejas de contar el tiempo en "ya", "ahora" y "hoy" y empiezas por un lado a darte cuenta de lo que ya pasó y no volverás a tener y, por otro, a hacer planes para "mañana", "el fin de semana", "las vacaciones" o "cuando sea mayor e independiente".  Un adolescente quiere ser mayor pero con red, por eso echa de menos su niñez aunque no lo quiera reconocer, aunque cuando tú le dices:«eras tan mona de pequeña, venías y te tumbabas sobre mí y me dabas besos» ponga los ojos en blanco y diga: «ay, mamá que pesada eres». No quiere volver a ser niño pero quiere que estés ahí para todo. El papel del progenitor de adolescente es muy muy muy desagradecido, sigues siendo responsable de todo, tienes que ocuparte de toda la logística e infraestructura pero a cambio no recibes nada, con suerte un reproche y con muchísima suerte un agradecimiento lacónico del que te cuelgas con la esperanza de que sea el inicio de la vuelta a la vida de esa niña cariñosa y risueña. 

Ser padre de adolescentes es pasarte el día descolocado, desubicado y corriendo mentalmente de un lado a otro de las emociones. Pasas mucho tiempo echando de menos lo monísimos que eran antes, lo fácil que era todo cuando para ellos eras lo más importante, la máxima autoridad, la fuente absoluta de felicidad y tranquilidad. Pasas horas anhelando encontrar el equilibrio con tus hijos tal y como son ahora, si lo conseguiste cuando apenas dormías, ¿como no lo vas a conseguir ahora que pasas las mañanas de sábado esperando a que se levanten? ¿Por qué te cuesta ahora que llevas años practicando para conocerlos? Otro buen rato lo dedicas a pensar que algo estás haciendo mal o peor, que algo hiciste mal cuando eran más pequeños para que ahora se hayan convertido en seres que no entiendes, que no te hablan, que a ratos crees que ni siquiera te quieren. Y la mayor parte del tiempo la pasas equivocándote. 

Y ser padre de adolescente es acordarte de como eras tú, recordar lo idiota que eras, las tonterías que hacías, lo mal que trataste a tus padres, las estupideces que decías, la increíble y absurda creencia que te hacía pensar que tú lo sabías todo y tus padres no tenían ni idea. 

Ser padre de adolescente es volver a ser adolescente desde el otro lado del espejo.   



lunes, 13 de mayo de 2019

Hartísima de paternalismo

¿Sabes el camino? Cuidado, radar. Yo es que estoy muy ocupado. Mira, te voy a explicar esto porque creo que no lo entiendes. Muy interesante pero yo creo que lo que yo estoy diciendo es mejor. No te lo tomes a mal pero yo. No, esa no es la mejor ruta, yo sí se. ¿Pero cómo vas a conducir tú mejor que yo? Cuidado. Frena. Viene uno. ¿No estás yendo muy deprisa? ¿Seguro que sabes hacer eso? Ese no es el tema de la conversación, lo que estamos hablando es lo que yo digo. Mira, bonita, estoy seguro de que estás ahí por lo que vales pero yo. Me sorprende que aguantes tanto tiempo conduciendo. ¿Has comprobado qué es correcto? ¿Llevas los papeles? ¿Estás segura? Te voy a explicar en una lista las cosas que yo... y tú no. Deja que si quieres ya lo hago yo, que no digo que no seas capaz pero yo lo hago mejor. Yo llevo trabajando toda la vida. Yo es que llego a casa reventado. Yo es que no tengo tiempo. Tú no sabes el trabajo que tengo yo. ¿Puedes encargarte tú? Yo es estoy ocupadísimo. ¡Ah! ¿La jefa eres tú? Ah ¿es usted la titular? Ah, el pelo blanco. Yo no tengo nada en contra pero creo que a las mujeres no les queda bien. ¿No te cogiste una reducción de jornada cuando nacieron tus hijas? A mí es que me encantaría estar en casa con mis hijas pero claro yo tengo que trabajar. ¿No lo quiere consultar con su marido? Yo tengo demasiadas cosas en la cabeza como para acordarme de los cumpleaños, gestiones, compromisos. A ver, no me estás entendiendo. ¿Puedes mandarme un correo recordándomelo? ¿Estás ocupada? Bueno, no importa, lo mío son dos minutos y es más importante que cualquier otra cosa ahora mismo. No entiendo porque te pones así, no te cuesta nada mandármelo otra vez. ¿Y tu novio que opina de que hagas eso? ¿Estás en esos días? Ya veo que hoy no es el momento. Si quieres, (como yo lo sé todo y tú no tienes ni idea), te hago una lista de... Qué más quisiera yo que tener todo el tiempo que tienes tú para leer. Ya sé que me vas a llamar machista pero yo...¡Ah! ¿Conoces este libro, a este autor, este vino, este restaurante, a este grupo, a esta persona? Mira, si no te gusta es porque no lo entiendes. Tranquila. 

Mira, bonita, princesa, guapa, cabrona, zorra, malfollada, insatisfecha, feminazi, pringada, vieja. ¿Cómo me has dicho que te llamas? Tranquilizate. 

Estoy hasta los cojones del paternalismo pasivo agresivo a mi alrededor. Hasta los cojones que no tengo del paternalismo que surge siempre de que la mayoría de los tíos (no son todos ni mucho menos) partan siempre de la idea de que ellos saben más, conocen más, están más ocupados y su vida en general vale más que la mía. Estoy hasta los cojones de que me miren siempre desde arriba como punto de partida. 

Hartísima de paternalismo. Coño, ya.     


jueves, 9 de mayo de 2019

Me gustaría...

Me gustaría ser como Cenicienta y en las cenas de trabajo poder salir corriendo a las once y media para estar en la cama a las doce con mis tacones y mi falda convertidos en mi pijama. Me gustaría, alguna vez y para variar, acordarme de bajar la basura cuando digo «cuando baje a la calle, me llevo la basura» y no acordarme cuando estoy doblando la esquina de mi calle. Me gustaría que mi móvil me importara tanto como para tener los iconos ordenados. Me gustaría que, cuando muestro entusiasmo por algo o alguien, los demás no me miraran como si estuviera loca o no supieran que estoy diciendo. Y que me hicieran caso, claro. Me gustaría saber qué cortocircuito neuronal lleva a casi todos los hombres de mi curro a intentar encalomarme sus marrones laborales acompañados de la frase «Yo es que tengo muchísimo trabajo». No sé si me encabrona más que crean que yo no tengo nada que hacer o que, de verdad, crean que lo van a conseguir. Aunque puede que lo más me hostilice sea el hecho de que sé que la mayoría de ellos no hacen ni el huevo. Me gustaría que mi profesora de inglés no tuviera que recordarme nunca más que detrás de make va infinitivo y que la gente no se tomara las frases de cierre de un correo electrónico de manera literal o tendré que dejar de poner «Un abrazo». Me gustaría poder enviar un correo al gobierno de Estados Unidos y explicarles de manera didáctica y sencilla que ningún malvado del planeta va a ser tan estúpido como para responder que sí a la ristra de preguntas tontas que te hacen para sacarte el ESTA. Me gustaría decirles, de manera pausada y calmada, que todo ese trámite es una memez que no sirve para nada. Me gustaría acordarme de porqué en la adolescencia cuando tu madre te pide un beso, tú prefieres donarle un riñón antes que dar una muestra pública de cariño. Me gustaría que mi hija estuviera leyendo Mujercitas y no After. Y me gustaría no preferir eso en honor a mi yo adolescente que, a su edad, leyó la saga entera de Flores en el ático arrobada de emoción. Me gustaría tener una obra de arte en mi casa, un cuadro colorista y luminoso con una historia complicada detrás. Me gustaría tener pasta, tiempo y valor para solicitar una estancia en algún retiro de escritores en Estados Unidos y empezar allí, obligada por la presión de hacerlo bien, a escribir algo nuevo. Me gustaría que todo mi entorno escuchara el podcast Cold para poder comentarlo con alguien y dejar de ir en mi coche pensando «no me lo puedo creer» según avanzo en la historia. De hecho, me gustaría no pensar que me estoy obsesionado con ella. Me gustaría también que uno de mis podcasts de cabecera, el más antiguo de todos los que sigo, no se hubiera convertido en una tertulia de mal gusto, plagada de gente encantada de conocerse que pontifica sobre todo investidos por la autoridad divina que les da ser ellos mismos. Me gustaría que el último programa no me hubiera dado tanta vergüenza ajena como para pulsar «dejar de suscribirse». Me gustaría que no me diera tanta pereza ir al ginecólogo, hablar por teléfono y archivar correos electrónicos. Me gustaría saber cuántas manzanas más tengo que traer al curro para picar a mediodía para que empiecen a gustarme y dejen de parecerme un castigo. Me gustaría que comer roquefort fuera sano y redujera el colesterol. Y ya puestos que eliminara las arrugas y diera luminosidad a la piel. Me gustaría conocer a Guillaume Canet. Y ser capaz de decirle que es el típico tío que hace que me trague una peli horrible solo por el placer de contemplarle. Ahora que lo pienso me gustaría que Guillaume Canet fuera la obra de arte de mi casa. Aunque la historia complicada detrás me convirtiera en Kathy Bates.  


lunes, 6 de mayo de 2019

Mayordomos en extinción

 La vida en la sabana es durísima, unas especies crecen y se reproducen salvajemente y otras, soportando condiciones de vida terribles, tienden a la extinción.   Leo en un artículo que tenemos en el mundo, ahora mismo, sobrepoblación de ultrarricos y andamos escasísimos de mayordomos. 

Este terrible desequilibrio vital para la raza humana, el cambio climático y la viabilidad del desarrollo del planeta me empuja, por supuesto, a devorar el artículo que es una cumbre de despropósitos. 

Para empezar con el drama, no hay manera de saber cuántos mayordomos hay en el planeta. El periodista afirma que "En Suiza hay entre 1000 y 1200 mayordomos" pero que en el resto del planeta “creemos que hay algo más de un millón, aunque esto es realmente difícil de verificar. También porque hay muchos que, sospechamos, no cuentan con la formación necesaria”. No sé si habla de mayordomos o de una rara especie de ave tropical. Eso sí en Suiza como siempre lo tienen todo controlado. Y me encanta la sospecha de que hay gente por ahí, con frac y cara de circunstancias fingiendo ser Jeeves. 

La cuestión es que tenemos 42 millones de ricos y solo un millón de mayordomos, por lo que se me ocurre organizar unos Juegos del Hambre o un Battle Royal de ricos para conseguir mayordomo. Esta solución nos conviene a todos, acabaríamos con la superpoblación de ricos y podríamos saber quién anda fingiendo ser mayordomo porque les cortaríamos la cabeza al descubrir que no saben usar la pala de pescado o lustrar una botas de montar de un chino rico. 

¿Y cómo se cotiza nuestra raza autóctona de mayordomo? Pues, según un especialista en mayordomos, fenomenal porque  "El español es leal, afectuoso y tiene ese reconocimiento”. Por si esto fuera poco, los mayordomos españoles “vienen con una instrucción previa en centros extranjeros, muy al estilo de Downton Abbey. Nosotros la pulimos y la adaptamos a las necesidades reales de hoy”. Estoy perpleja. En primer lugar no sabía ni que teníamos raza autóctona de mayordomos, en segundo lugar me llena de orgullo patrio que estén tan bien considerados aunque lo de leal y afectuoso me suena como lo que se dice del mastín del pirineo y tercero ¿Qué hay que pulir de alguien que viene de Downton Abbey? ¿Estamos tontos? No hay nada mejor que Dowton Abbey. Espero que adaptarlos a las necesidades reales no sea hacerlos escuchar trap , sacarse selfies en instagram y cocinar recetas veganas. Eso ni es un mayordomo ni es nada, por muy leal que sea. Eso es un influencer de medio pelo. 

Los mayordomos no tienen paro. ¿Por qué? Porque los ultrarricos demandan muchos esclavos. “Se suele exigir una disponibilidad total, los siete días de la semana durante los 365 días del año. A partir de ahí ya se negocian días y fechas libres con el cliente, pero de entrada se requiere una disponibilidad total”. Por lo visto no hay suficientes mayordomos leales y afectuosos dispuestos a no tener vida para cuidar a unos inútiles integrales por muy bien que les paguen. (El sueldo está en unos 85.000 € anuales, aunque a mí ese dinero por convertirte en esclavo de alguien no me parece tanto, la verdad). Eso sí hay que valorar primero que tienes "oportunidad de conocer mundo, ya que es raro que una familia de ultrarricos se quede siempre en el mismo lugar" (supongo que por miedo a los depredadores de ultrarricos). Y, en segundo lugar, que esa pasta es "neta libre de impuestos y sin ningún gasto, ya que el mayordomo duerme en la casa del cliente y viaja con él. Es un trabajo que permite ahorrar”. Viajas y ahorras para cuando te mueras en la plantación de algodón, en la casa del ultrarrico. 

Entre la raza de mayordomos, los ejemplares más cotizados son los que todavía están fuertes para aguantar el ritmo de los ultrarricos "los que tienen entre 35 y 45 años, con una edad que ya da muestra de algo de experiencia, pero todavía jóvenes para poder recorrer el mundo". Esto me fascina porque lo lees y piensas que el mayordomo va a tener que recorrer el mundo en diligencia y cargando con la vajilla de porcelana del ultrarrico. Ahora que lo pienso, lo mismo es así porque yo de este mundo no sé nada. Lo mismo el ultrarrico va en jet privado y el mayordomo viaja en Ryanair en tarifa de perrete en la bodega.  

"Si tú le dices a un recién graduado en Turismo o Protocolo que si quiere ser mayordomo, lo primero que dirá es que no, porque es una profesión con connotaciones de servilismo. Es una profesión muy desprestigiada de puertas hacia fuera". Cómo son los graduados en protocolo, ¿desde cuando trabajar todos los días sin descanso ha sido servil? Si es que la gente ve fantasmas dónde no los hay. 

“Tener un mayordomo no es un lujo o un capricho. Es una necesidad que tienen los ultrarricos, que no pueden perder el tiempo en ver si su habitación está reservada, en saber qué ropa llevar a un evento o en asegurarse de que el avión no sale con retraso" 

Pensándolo bien, necesitamos que se extingan los mayordomos para ver si así los ultrarricos se tropiezan con sus propios cordones, se mueren de hambre por no saber abrir la nevera o se escaldan en la ducha por no saber graduar la temperatura del agua y nos libramos de esta plaga. 

La evolución de las especies era esto. 


jueves, 2 de mayo de 2019

Lecturas encadenadas. Abril

John Cuneo
Abril ha volado. Volví de Valencia de mi charla TEDx, me mudé con mis brujas y aquí estoy empezando Mayo de solterismo. Un parpadeo y se me escapó abril. En cuanto a las lecturas he descubierto que tengo un patrón. Empiezo el mes con algún libro nuevo y cuando compruebo que para el día quince o así sigo con él, siempre pienso «este mes solo me va a dar tiempo a leer un par de libros, estoy ocupadísima» y de repente se acaba el mes y tengo cinco para lecturas para encadenar. 

Al lío. 

Empecé el mes con un ensayo. Estoy tratando de intercalar ensayo y ficción, no por nada especial ni a rajatabla pero para compensar una lectura con otra. Lo primero que leí este mes fue Amsterdam: historia de la ciudad más liberal del mundo de Russell Shorto con traducción de María Victoria Rodil.  Este libro lo apunté en mi lista de recomendaciones porque escuché a Guillermo Altares hablar de él en la radio. (Las recomendaciones de Altares siempre son buenas, aprovecho para recomendaros una película a la que llegué por él y que está en Amazon y se llama Un pequeño favor) . El libro me lo trajeron los Reyes el año pasado, 2018, y ahí estaba esperando si turno. 

Russell Shorto es americano pero vivió en Amsterdam durante siete años con su mujer y sus hijos y escribió este libro mientras se estaba divorciando. Shorto nos cuenta la historia de Amsterdam desde que se formó como un pequeño núcleo urbano habitado por individuos que decidieron vivir en un lugar inhabitable. Para ello tuvieron que colaborar para construir los diques, desecar los campos, drenar los suelos, concentrar el agua y canalizarla. Fue una unión de esfuerzos individuales para lograr un bien colectivo. Para Shorto este origen de colaboración de individuos  es el que define el espíritu de la ciudad: individualismo en busca de un bien común. Además el hecho de que, al contrario que en el resto de Europa, esas tierras desecadas fueran de los que las trabajaban y no de la iglesia o la nobleza,  es también algo que diferencia la ciudad. 

Shorto recorre toda la historia de la ciudad desde ese momento, pasando por su época como estado dependiente de la Corona de España, las guerras de religión, el comienzo de la dominación comercial de la ruta de las Indias Orientales, la creación de la bolsa de valores con la venta de acciones de la Compañía de las Indias Orientales. En esa primera venta, siete amas de casa de la ciudad se hicieron accionistas. También la corrupción inmobiliaria con cargos municipales haciendo trapicheos surgió allí en el siglos XVII. Leyendo a Shorto he descubierto a Maria van Ooosterwijk una pintora de la época de Rembrandt que ni me sonaba y he leído aspectos de la vida de Rembrandt que tienen que ver con la ciudad, como la de la sirvienta que entró en su casa a trabajar cuando su mujer acababa de dar a luz a su primera hija, o las transacciones comerciales que llevó a cabo para comprar su casa. También he conocido a Aleta Jacobs, la primera mujer de los Países Bajos que recibió un título universitario, una de las primeras médicas del mundo y una pionera de la anticoncepción. 

Shorto cuenta todas estas cosas de manera detallada y amena con un punto de humor. Rastrea archivos y habla con especialistas y, a la vez, nos cuenta la historia de Friede Menco, una mujer judía superviviente de Auschwitz y vecina de Anna Frank, a la que visita cada mañana después de recorrer la ciudad en bici y dejar a su hijo en la guardería. Con el testimonio de Menco reconstruye los últimos años de la ciudad y  le dice esta frase con la que cierra el libro: 
«Tú sabes lo que siempre te digo desde que fue lo de Auschwitz. La vida es absurda. No tiene sentido. Pero tiene belleza y portento y debemos disfrutar de eso».
Y me quedo también con esta frase de Ayaan Hirsi Ali, ex-política holandesa que tuvo que huir del país por las amenazas del islam radical. 
«El mundo occidental se salvó porque logró separar la fe de la razón  y la única manera de hacerle frente al extremismo en el Islam es renovar el mensaje de la Ilustración, recordarlos a los estadounidenses y a los europeos que la sociedad moderna no fue algo que cayó de los cielos. Hay una larga historia de luchas que dieron nacimiento a esta sociedad tan compleja. Y la religión, incluido el cristianismo, la mayoría de las veces obstaculizó el proceso».
Amsterdam: historia de la ciudad más liberal del mundo es un entretenídisimo ensayo que se lee con agrado e interés y que puede, incluso, servir de guía de viajes para visitar la ciudad.  Lo recomiendo mucho. 

El azul es un color cálido de Julie Maroh, es un tebeo que Juan me regaló por mi cumple por recomendación de mi consejero de cómics. Se lo dí a leer a María antes de leerlo yo y cuando la vi, cogerlo, mirarlo y dedicar la siguiente hora a leerlo sin distraerse con nada más pensé que ya daba igual lo que me pareciera a mí, había merecido la pena. Sé que la película La vida de Adele está basada en esta historia, pero no la he visto. ¿Qué cuenta este tebeo? Una historia de amor entre dos adolescentes, dos chicas. Una está todavía en el instituto y la otra es universitaria y, se supone, más experimentada. La adolescente se plantea todas las dudas del mundo, las sufre, no comprende qué le ocurre, se niega a aceptarlo y cuando por fin lo hace se lanza a ello de cabeza. Todos hemos pasado por ese torbellino emocional del amor verdadero, el amor lo puede todo y no poder despegarte de la otra persona ni medio segundo.  Para mí la primera parte de la historia, las dudas, la inquietud, la inseguridad está muchísimo más conseguida que la segunda en la que al concretarse la historia ocurren una serie de cosas que me sacan totalmente de la historia.  El dibujo es precioso con una elección de colores que resulta perfecta para el tono de la narración. 

Hay lecturas que te mantienen en tensión, son como estar sentada en un taburete con los pies colgando y los brazos apoyados en la barra con el libro entre los codos. Hay otros libros que son una tumbona al sol en la que adormilarte con el libro apoyado en el pecho o cayendo al suelo. Hay otros que son casi como leer de pie, incómodo, deseando terminar, dejarlos y hay otros, que son como una gran sillón mullido en el que dejarte caer y arrebujarte entre sus cojines hasta dejar tu silueta marcada en ellos. De este último tipo es Los años ligeros. Crónicas de los Cazalet de Elizabeth Jane Howard y traducción de Celia Montolío. 

Los Cazalet son una familia inglesa de clase alta, pero sin ser nobles, que viven a finales de los años 30 sus años ligeros como estaba haciendo toda Europa. Viven en Londres y pasan los veranos, todos juntos, en una casona del campo. Esta primera entrega de sus crónicas cuenta la historia de dos veranos, el de 1937 y el de 1938 cuando es evidente que lo que está ocurriendo en el continente con las anexiones e invasiones de los alemanes llevarán a Europa a otra guerra. La ceguera voluntaria de los Cazalet se combina con sus temores, los preparativos para una nueva guerra discurren a la vez que las excursiones a la playa, los romances, las rupturas, los problemas para confeccionar menús y la adolescencia de los nietos. 

En Los años ligeros aparecen un montón de personajes: abuelos, hijos, nietos, personal de servicio, amantes, parejas, familiares lejanos. Todos con su peso y su protagonismo. Vives en la casa, hueles el césped, ves los sandwichs de pepino y el salmón frío con mayonesa, tocas su ropa, hueles la playa y lo que es más importante entiendes las relaciones entre ellos porque tú has estado ahí. El lector no ha tenido cocinera ni chófer pero seguro que tiene hermanos y las relaciones entre los hermanos siempre se parecen, cuando somos niños y cuando evolucionan cuando nos hacemos mayores. 

Elizabeth Jane Howard, la autora, escribe con esa ligereza que parece sencilla pero que conlleva un andamiaje estructural muy complejo y un perfecto control de la narración para que todo avance pero sin resultar lineal. Va saltando de escena en escena, de personaje en personaje, construyendo un bloque, un barco que avanza por la historia sin que nada se desmorone ni se descontrole. 

Los años ligeros es un NOVELÓN, un calificativo que muchos usan de manera despectiva pero que, para mí, significa una lectura en la que acomodarte, hacer tu hueco, taparte y regodearte sin que te importe nada más. Es uno de esos libros que hacen que a lo largo del día, mientras estás cumpliendo tus obligaciones, pienses «ojalá estuviera en casa leyendo» 

Corred a leer este primer tomo. 
«Era una de esas personas afortunadas que, sorprendentemente, disfrutan haciendo lo correcto» 
Fin de poema de Juan Tallón, me esperaba en mi estantería desde el mes de febrero. No es mucho tiempo, lo sé, pero suficiente para que le llegara el turno. No es una novela o quizás sí, depende, a lo mejor, puede, ¿por qué no? Es un libro sobre las últimas horas de cuatro poetas: Cesare Pavese, Alejandra Pizarnik, Anne Sexton y Gabriel Ferrater. De los tres primeros había oído hablar, de Pavese incluso había leído sobre sus últimas horas en las obras de Natalia Ginzburg pero de Ferrater no sabía nada. Además de poetas comparten desesperación, soledad, miedo, depresión y angustia. Tres de ellos además comparte alcoholismo. Capítulo a capítulo recorremos sus últimas horas, los últimos encuentros, las decisiones, las personas que quizás vieron, las últimas palabras que dijeron, lo último que, a lo mejor, pensaron. 

De todos los libros que he leído de Tallón con este me ha pasado una cosa curiosísima y es que al principio, al comenzar a leer el primer capítulo sobre Pavese le oía en mi cabeza, con su voz fina y su acento gallego. Fue algo bastante perturbador que se fue acallando poco a poco. Es, además, un libro en el que no aparece él, (o parece no aparecer porque nunca se sabe), cuenta la vida de otros a los que no conoció pero que existieron y aunque no caben sus propias historias si da cabida a algo que hace siempre muy bien. Tallón siembra siempre sus textos de pequeñas historias que pertenecen a otros  dando siempre la impresión de que la vida es una tela de araña que no se acaba nunca y solo nosotros decidimos hasta donde queremos llegar explorándola. 

Como siempre con Juan he doblado muchísimas esquinas. Me quedo con esta de Cesare Pavese y sus mañanas porque me identifico mucho: 
«A Cesare le gusta el silencio de las mañanas, incluso los sonidos que rodean el silencio, como el de las canciones o el café al inundar la taza, o el de la taza al posarse en la mesa, o el de la cuerda al correr el tendedero, o el de la garganta al abrir paso al café o el de la pinza de la ropa al caer a la calle».
Y esto en un capítulo de Pizarnik que define bien la desesperación, el rendirse. 
«Ella no precisa más años: Avanza hacia el fin. Tiene vistas ya a la ruina. Ese estado mezcla de ausencia y desesperación total la empuja a tomar la tiza y escribir su último verso sobre la pizarra: No quiero ir nada más que hasta el fondo». 

El día 26 se celebraba en Madrid La noche de los libros y me fui a celebrarlo a la Librería Los Editores asistiendo a una charla de Pablo Remón, Fran Reyes y Francesco Carril sobre teatro. Remón es el autor de dos obras que vi el año pasado y que me encantaron: El tratamiento y Los Mariachis. La tertulia fue estupenda y además allí me encontré con Belén Bermejo que me recomendó Rialto, 11 de Belen Rubiano. 

«Yo tenía una librería en Sevilla» es la primera frase de Rubiano. Obviamente es un homenaje a Dinesen y su granja en África y obviamente acabó como ella, sin su librería. Rubiano nos cuenta la historia de cómo se hizo librera, consiguió tener su propia librería y la perdió. Es un libro lleno de ilusión y también de amargura con una presencia aplastante de malas experiencias: jetas, pesados, aprovechados, locos, ladrones parecen ser el día a día de su librería apenas compensado por unos cuantos clientes interesantes, generosos y con los que acaba haciendo amistad. Es un libro "riquiño" como dirían los gallegos o "cute" como dicen los ingleses, un libro mono que se lee con un poso de tristeza porque la librería va a cerrar, sabes que no será negocio, que no aguantará la competencia, que cada vez se venderá menos y que Belén no hubiera escrito este libro si la librería hubiera sido un éxito. Habría escrito otro. 
«Qué sonido tan triste hace una librería cuando se muere» 
Y con esto y empezando la segunda entrega de Las Crónicas de los Cazalet hasta los encadenados de mayo. 




lunes, 29 de abril de 2019

Disfrutad la calle, os espero en casa

Sempé. 1957 
Ayer salí a la calle para ir a votar. Fue una incursión en plan comando: salir, votar, comprar leche, volver a casa, alivio. No me gusta salir de casa, me cuesta un mundo salir a la calle. Me esfuerzo para encontrar un motivo por el que dejar mi casa, mi sofá, mi cocina, mi cama, mis libros, mi mesa y las vistas desde mi ventana. Cuando salgo (casi) siempre es por obligación y no hablo solo de ir a trabajar, a la compra, a la tintorería o a llevar y traer a las niñas de sus movidas; quedar me da pereza, ningún plan me parece mejor que mi casa. Sé que esto le pasa a mucha gente y creo que es algo que va con la edad como las canas, dormir menos o aprender a ajustar el resto de comida al tamaño del taper. En esto, como en tantas otras cosas, no soy especial. 

Las que me parecen especiales son todas las personas a las que parece que su casa se les cae encima, aquellas que te dicen «yo tengo que salir a la calle todos los días, sino salgo me parece que he desperdiciado el día». Para mí es como si hablaran dialecto mandarín del centro de China. ¿Perder el día? ¿Desperdiciarlo estando en tu casa?  Tengo amigos así y los observo con fascinación e inquietud. Salen de casa a las doce de la mañana y a las diez de la noche siguen en la calle, yendo y viniendo de un plan a otro. «Vente, no seas seta». Y yo los adoro y sé que si hiciera el esfuerzo seguro que lo pasaría bien pero sinceramente, prefiero no hacerlo. 


Ayer, en mi barrio, había multitudes por la calle: gente yendo a votar, abarrotando las terrazas, en el parque, paseando. Los miraba como a alienígenas, ¿por qué no están en casa con sus vaqueros más viejos vagueando? ¿Qué ven en la calle que yo no veo? ¿Qué atractivo encuentran que a mí me es negado? Esta sensación se multiplica por un millón un sábado a las cinco de la tarde. ¿Qué hace que alguien prefiera estar en la calle a esa hora en vez de estar mecido en su sofá disfrutando el silencio, la peli terrible de mediodía o roncando?  

Ayer, desde mi sofá, mientras veía la tarde caer y a la gente pasear arriba y abajo, pensé que seguro que la tara es mía y que con mi querencia al hogar me estoy perdiendo cosas. Los que tomáis las calles y las disfrutáis, para mí sois unos héroes. Me admira esa fuerza de voluntad, me asombra esa fortaleza, ese empuje para pasarse el día en la calle, yendo y viniendo y disfrutándolo. Tiene que haber algo ahí fuera que merezca la pena, el esfuerzo, seguro que sí pero para mí, no hay nada como estar en casa.  No hay nada como la sensación de estar a salvo, sin duplicidades, sin tener que ser nada más que yo, sin fingimientos, sin ropa limpia, sin planes, sin prisas. Descalza. 

Disfrutad la calle, os espero en casa. 


jueves, 25 de abril de 2019

Ignórame, supéralo

No vengas. No vuelvas. Olvida el camino, borra la ruta, elimina el historial. Toma otra dirección, haz un cambio de sentido. No me leas. No me mires. No me veas, no me escuches. Castígame con el látigo de tu indiferencia, sé descortés y (más) maleducado. Ignórame. Pasa de mí, de mis cuitas, de mis problemas, de mis preocupaciones. No pierdas tu tiempo calificándolas de tonterías, aprovecha para hacer algo útil como cortarte las uñas o mirar al infinito disfrutando de tu inmensa sabiduría. Hazme el vacío, prívame de tu compañía, de tu conocimiento, de tu saber estar, de tu profundo conocimiento de la psique humana, sobre todo de la mía. Mantenme en la oscuridad, en la ignorancia. Haz de mí una paria, una inculta. No me enseñes, no me corrijas, ríndete a la evidencia de que soy idiota, de que te caigo mal.  Ignórame. Aléjate de mis fallos que tanto te crispan, libérate de mis incongruencias que tanto te incomodan. Surfea mi egocentrismo que tanto te indigna y salta por encima de mi yo constante y de las cosas que (me) pasan. Ignórame y libérate.  

Si alguna vez aparezco en tu twitter, bloquéame. 
Si alguna vez me lees en un periódico, arranca la página, cierra el navegador. Escribe una indignada carta al director.  
Si me escuchas en la radio, apágala. 

Pero mientras tanto empecemos por liberarte del vicio de venir aquí, a mi casa, a leerme, a crisparte. Supéralo. Sal al mundo. Disfruta. Superarás el mono.  

Dame por perdida, hazme el vacío y, sobre todo, déjame en paz. 

Podré superarlo, querido anónimo. 

Posdata: Sé que tendrás impulsos incontrolables de comentar aquí. Querrás escribir algo mordaz y supuestamente ingenioso como «ñiñiñi» pero voy a ayudarte y capar los comentarios. Todo por tu síndrome de abstinencia y porque el blog es mío y hago en él lo que quiero.     



martes, 23 de abril de 2019

Un escaparate en Asturias

Huele a lilas en el coche de vuelta. A lila. Solo robé una de la casa del médico de la colonia Solvay, la única que alcanzaba sin subirme a la valla. Ya tengo una edad para saltar vallas en pueblos que no conozco, en Los Molinos la hubiera saltado armada con unas tijeras de podar pero en esa colonia tan belga, tan ordenada, tan inesperada no me pareció adecuado. Asturias huele a verde y a eucalipto aunque no llueva y suena a viento aunque no sople. En la playa, tumbada en una manta de cuadros rojos, con vaqueros y camiseta me siento increíblemente cercana a los Cazalet, la familia protagonista de la novela que estoy leyendo. A veces hay que leer novelas en las que lo que pasa es la vida sin preguntarse por vivir, novelas en las que las preocupaciones son lo que van a comer, el vestido que van a llevar y ser increíblemente educados. Nada como una buena novela inglesa para relajarte en una playa. Y nada como una multitudinaria familia vasca para arruinarte ese placer colocándose a tres metros de ti cuando hay toda una playa para disfrutar. No sé si son vagos o mi campo magnético les atrae. Los miro enfurecida intentando que a través de mi gesto displicente y mi bufido comprendan que no son bien recibidos pero, por supuesto, me ignoran. Dejo el libro y los observo. Son como los Cazalet. Los abuelos van de la mano y eso me enternece, me los imagino entrañables y cariñosos. Ella protesta porque tiene frío y él responde a todos sus nietos, que son legión,  con un «pues claro que sí, cariño». Tienen cuatro hijos, todos cortados por el mismo patrón y ya talluditos, ninguno va a volver a cumplir cuarenta y cinco. Las nueras son más dispares y todos están reunidos alrededor de una cantidad de bolsas increíble: comida, agua, ropa para cambiarse. Ni un libro. Los nietos salen corriendo a jugar al fútbol, los abuelos están plantados en la arena sin saber qué hacer, alguien se ha dejado sus sillas en el coche y aunque todos los hijos se ofrecen para ir a buscarlas la madre dice «no, hijos no, tengo frío para sentarme». Al final el grupo se dispersa, las nueras se van a caminar por la orilla, los abuelos por el paseo de madera a recorrer la ría y los hijos se quedan alrededor de las bolsas mirando a lo lejos el partido de fútbol de los nietos. «Mamá no está bien. No se entera de nada o hace que no se entera. Desde lo de Pablo apenas me dirige la palabra, no me habla». ¿Quién es Pablo? A veces, me gustaría que las conversaciones de los demás vinieran audiodescritas, como en las películas. O mejor, con notas al pie, *Pablo es un hermano díscolo que decidió hacer carrera como actor porno y su madre no se lo ha perdonado. 

Recorro lugares en los que estuve hace casi seis años, con otra vida y otras personas. No siento nostalgia ni tristeza. Me alegro de volver y de saber que todo salió bien. En Lastres encuentro el mejor escaparate del mundo, con vistas al mar a través de una ventana invadida de hiedra, se asoma una antigua tienda de antigüedades, la misma tienda lo es. Aparcados en su puerta hay un barco azul y un todoterreno, con una toalla colgando del retrovisor izquierdo. En el escaparate hay un mal paisaje que podría ser el Capitan en Yosemite pero que probablemente sea un picacho asturiano que no soy capaz de reconocer. Hay un busto femenino de mármol de esos que se usan como modelo en las clases de pintura parece tímida, desubicada, harta de sus compañeros de ventana. Las obras escogidas de Oscar Wilde se apoyan en una lata antigua de pimentón puro de Juan Antonio Sánchez Laorden de Santomera, Murcia que hacen pareja con la mítica lata de ColaCao. Oscar Wilde, pimentón y Colacao. Ojalá ser dadaista para escribir un poema con esto.  Hay un retrato en blanco y negro de una dama de perfil que también necesitaría una nota a pie de página o, al menos, un subtítulo. Más libros y un ejemplar de Armamento Portatil Español 1704-1830 de Bernardo Barceló Rubí.  En las rodillas de una armadura se apoya un papel en el que se puede leer "para avisos llamar aquí". Fantaseo con la idea de que el teléfono sea de la armadura y puedas llamar a ese teléfono si necesitas un caballero andante o un fantasma para asustar a alguien. Justo por encima del yelmo un cartel de Securitas Direct. Sonrío. La esquina derecha parece un bodegón sobre la futilidad de la vida: un cuadro de flores, más libros, una lámpara vieja, una salsera. .  No resisto la tentación y pego mi cara a la cristalera: dentro hay una cueva de tesoros increíbles. Ojalá la armadura me abriera la puerta y pudiera pasarme la tarde escudriñando la vida de todos esos objetos. Sería un local fantástico para una librería. 

Hace muchos años conocí a Julián, cuando ni él era Julián ni yo era Ana, cuando éramos nicks anónimos.  Él estaba mal, yo estaba regular, los dos nos quejábamos amargamente del tiempo en la meseta, del sol, del calor, de la ausencia de lluvias, de nubes, del secarral, del amarillo que todo lo invade y que te seca la vida. He ido a Asturias a conocerle en persona   , a alojarme en su hotel, a comer la mejor fabada del mundo y a comprobar, una vez más, que internet no me ha traído nada más que cosas buenas y que Julián sigue siendo gruñón pero es un gruñón feliz. 

martes, 16 de abril de 2019

¿Cómo alguien como tú va a tener una depresión?

La mujer que me cuenta que su hermana tampoco puede tener una depresión. Los tres jovencitos, tan jóvenes que casi parecen protagonizar Los Goonies ,que se acercan a preguntarme cómo me curé, la chica que me cuenta la historia de su familia, de su madre, y de cómo ella no puede ayudarla más, no sabe qué hacer. La madre que me dice que ella tampoco podía querer a sus hijos pero que nunca se atrevió a decirlo. El hombre que llora mientras me cuenta  que él se separó de su mujer porque no podía más, porque era él o hundirse con la depresión de ella. Llora lágrimas calmas que le empañan las gafas y que se seca con un pañuelo de tela porque es uno de esos hombres que aún lleva pañuelo.  Lloro con él y trato de consolarlo mientras le dedico Los días iguales que él ha comprado para ella.  La chica que me dice que mañana mismo irá al médico porque no puede más mientras su novio detrás de ella me mira con alivio. 

Lo mejor de las charlas, lo mejor de hablar de mi depresión son las personas que vienen a contarme sus historias. Ojalá pudiera hacer más por todas ellas.  

Mi charla en el Tedx Ciudad Vella de Valencia. 


jueves, 11 de abril de 2019

Mi madre y mis ideas

Mi madre casi nunca me hace caso y cuando lo hace casi siempre convierte mi consejo y recomendación en algo que se le ocurrió a ella primero pero que no verbalizó para hacerme creer que la idea era mía. Sé que es retorcido pero así nos relacionamos. A principios de curso, en septiembre, le recomendé que se montara una rutina para ir todos los días a caminar al Retiro. Le enseñé la ruta, le instalé ivoox en el móvil, le enseñé a descargarse podcast y la animé. No funcionó porque «Hija, tengo muchísimas cosas que hacer». Contra el «muchísimas cosas que hacer» no se puede luchar, ni mucho menos discutir. Mi madre está ya en ese extraño momento en la vida en que tras pasarse la vida corriendo y atendiendo mil obligaciones se extiende ante ella un mundo de días solo para ellas y tiene lo que yo he denominado ansiedad. de calendario. El remedio para este problema es expandir cualquier mínima tarea u obligación hasta sus límites temporales más extremos y así tener cita para ir al médico el martes a las diez de la mañana impide cualquier plan durante el martes y casi casi durante el resto de la semana. 

-Mamá, ¿pueden ir las niñas a comer el miércoles?
-Pues a ver, porque tengo análisis el martes y una comida el jueves. 

Es una respuesta tan disparatada que no hay contestación a la altura.  

Mi segunda recomendación fue que se apuntara al gimnasio y como con ella nunca se sabe se apuntó. 

—Hija, hoy en el gimnasio no sabes qué me ha pasado. Estaba ahí en mi maquina con mis pesitas de dos kilos y se ha puesto enfrente un machaca, uno de esos que levantan mil kilos. Le estaba mirando y le he dicho «Si yo hago eso me da algo» y ¿sabes que me ha contestado? 
—Dime. 
—«Señora, usted si que tiene mérito, con lo mal que debió pasarlo en la posguerra»
—Jajajajaja ¿en serio? ¿Y qué les has dicho?
—Pues la verdad, que yo en la posguerra lo pasé muy bien porque no había nacido. 
—Jajajajaja. 

«Lo suyo sí que tiene mérito con lo mal que debió de pasarlo en la posguerra» ¿Cómo se le ocurrió decir eso? Seguro que lo dijo con buena intención, en plan voy a reafirmar a esta anciana en su propósito de mantenerse activa pero, EN SERIO, ¿la posguerra? El muchacho tiene un problema de expansión temporal de los eventos de la historia, cree que cualquier persona mayor vivió hace tanto tiempo que seguro que vivió la posguerra. Creo que está en el top 3 de «cosas paternalistas que se pueden decir en un gimnasio» muy por encima de «eso es mucho peso para ti» y «si quieres te enseño porque no lo estás haciendo bien». 

-Luego el muchacho me ha dicho «Señora, tiene usted que beber más agua» y yo le he contestado «Lo sé, ya me lo dice mi monitor de escalada»
-Jajajaja, pobre hombre. 

Sabía que animarla a ir al gimnasio iba a ser buena idea pero no tanto. «Hija, a ver cómo lo cuentas que te conozco». Yo creo que lo he contado bien pero seguro que a ella no se lo parece, ya la estoy oyendo «si yo tuviera tiempo para escribir tonterías, como haces tú, lo hubiera contado mejor». 


lunes, 8 de abril de 2019

Vistas desde el sofá

Sempé
«Aún así, no se me ocurre mejor forma de pasar un finde que perdiendo el tiempo, o sea, viviendo». Xacobe Pato Rey. 

El viernes me tumbé a ver un documental porque mi plan era no hacer nada, dejar pasar el tiempo sin aprovecharlo, permitir que se escurriera por el sofá sin culpa ni, como dice Xacobe, pensamientos del tipo "tendría que". Empecé con Icarus, un documental recomendado por Juan, sobre un tipo al que le gusta montar en bici y se siente decepcionado cuando su héroe, Lance Armstrong, confiesa que se dopó toda su carrera. Esta decepción le lleva a la idea de participar en la carrera ciclista amateur más dura del mundo dopado y sin dopar. ¿Qué hay mejor para apreciar el sofá que ver a gente agonizando sobre una bici? Nada. El tipo se pone a entrenar, corre la dichosa carrerita y acaba baldado pero en una buena posición. Sigue entonces con su plan y busca a alguien que le ayude a llevar un programa de dopaje profesional. Esa actitud se la admiro, si vas a doparte hay que hacerlo bien, que no sea todo una juerga de drogas descontroladas. Contacta de una manera muy loca con un ruso muy ruso y muy loco que resulta ser, a la vez, el jefe del programa ruso de dopaje de deportistas y el representante ruso en la organización mundial contra el dopaje en el deporte. Los rusos jamás dejan de sorprendernos. El documental se transforma entonces de un reto absurdo de un tipo americano en una peli de espías con la KGB, el FBI, la CIA, el COI y hasta Putin metidos en el ajo. Todo es loquísimo y termina con el doctor ruso entrando en el programa de protección de testigos y Putin mirando a cámara y diciendo «los rusos no nos hemos drogado nunca y no me acuerdo ni de como se llamaba el traidor ese». Por supuesto los rusos se doparon hasta la coronilla desde 1968 para participar en todos los JJOO y me juego una mano a que Putin tiene un muñeco de vudú del doctor ruso en su mesilla de noche. 

Del sofá salté a la butaca de un cine de un pueblo cabeza de comarca para ver Dolor y Gloria de Almodovar.  Lo que más me gustó de la película fue que en la sala éramos ocho, ver a Asier Etxeandia bailando, vestido con una camisa de seda morada metida por dentro de unos pantalones azul eléctrico de tiro alto y la presencia de libros en muchas escenas. Banderas/Almodovar lee a Vuillard, a Auster, a Denis Johnson, ojea la obra de Antonio López. Sentada en la sala echo de menos tener un botón de pausa y zoom para identificar todos los libros que salen en la película y que tengo la seguridad de que no están ahí por casualidad, no son atrezzo, significan algo. En Mujeres al borde de un ataque de nervios que veo al día siguiente desde el sofá no aparece ni un solo libro. Ni siquiera cuando Carmen Maura y María Barranco disimulan ante la llegada de la policía cogen un libro, intentan hacer creer a los agentes que están entretenidas ¡jugando al Stratego! Otra diferencia entre las dos películas aparte de los treinta años que han pasado por el pelo de Banderas es la casa. En Dolor y gloria la casa es un refugio, una cueva, un lugar seguro, el sitio al que el protagonista siempre quiere volver y del que no quiere salir. El ático de Mujeres tiene la misma personalidad que un piso piloto, es un lugar para entrar y salir, impersonal y que se valora por lo que podrá ser y no por lo que fue o es. Cuando me pongo a ver La ley del deseo descubro otra cosa más, que Madrid está en todas partes, que como en Mujeres, la ciudad es la historia. Las calles, los bares, las terrazas, los túneles, las vistas, todo  forma parte de la narración. En Dolor y Gloria se nota que a Almodovar le da pereza Madrid y en eso, me identifico con él. La calle que más sale en la película es una de San Lorenzo del Escorial: pinos, montaña, brisa. Nada que ver con el cielo de Madrid que siempre te aplasta, como el de La Mancha. 

La ley del deseo la recordaba a trozos, «Riégueme señor barrendero, riégueme» pero descubro que nunca la había visto entera y que es un peliculón hasta que a falta de veinte minutos ocurre algo que me saca completamente del embrujo y me hace ser consciente de que es sólo una película y ellos son actores. Quizás la vida real sea la locura de los protagonistas de The Dawn Fall, un documental de escalada que encadena mi tarde a la obsesión vital de un chaval que ha hecho del trepar su razón para vivir. Contemplo su hazaña, subir el muro del amanecer del Capitán en Yosemite con total incredulidad y una aún mayor incapacidad para entenderlo. ¿Por qué? ¿Por qué jugarse la vida así? ¿Por qué someterse a ese sufrimiento atroz? Vuelvo a pensar en el tipo de la bici de la tarde anterior, no consigo comprender a la gente a la que le gusta sufrir haciendo deporte y creo, además, que es un vicio moderno. Hace quinientos años nadie trepaba una montaña por placer, porque el esfuerzo mereciera la pena, se hacía por necesidad, porque ese era el camino, porque no había otra opción. A lo mejor nos falta dolor, solo tenemos gloria y por eso nos inventamos los deportes de agonía. Yo, desde luego, soy de otra época como Julieta Serrano en Mujeres, de hace quinientos años, porque solo monto en bici para pasear y me bajo si el pedaleo se vuelve incompatible con el placer de mirar alrededor. Soy de la ley del mínimo esfuerzo y la máxima compensación como Garbo, el espía español al que el historiador inglés se empeña en llamar Pujol, con J de Jorobado durante todo el documental que ocupa mi sofá del domingo. Garbo se hizo doble agente no teniendo ni un solo secreto que contar, inventándose todo lo que enviaba a los alemanes haciéndoles creer no solo que él era espía sino que tenía una red de colaboradores tan informados como él. Se inventó los secretos, se inventó a los veintidós espías y creo para ellos vidas y aventuras. Mínimo esfuerzo, máxima compensación, eso es lo que significa ser un buen mentiroso, uno de categoría premium. Garbo fue un mentiroso que tuvo su  momento Robin Hood antes de fingirse muerto, abandonar a su familia española y pirarse a Venezuela a montarse otra. Hay mentirosos premium que nunca rozan el robinhoodismo como John Meehan el protagonista de la serie que veo con mis brujas el domingo por la noche y que nos ha tenido gritando a la tele indignadas y manteniendo interesantes conversaciones sobre legalismos matrimoniales: 

Mamá, ¿vosotros firmasteis un acuerdo prematrimonial?
No, no teníamos nada. 
Pues yo pienso firmar uno cuando me case. 
Me parece estupendo. 

¿Quién dice que la tele no enseña?  

 *El tipo del reto en bici sin dopar y dopado, cuando participó en la carrera hasta las trancas de hormonas y drogas quedó en peor posición que sin drogas. No sé si hay alguna enseñanza en esto. 


miércoles, 3 de abril de 2019

Lecturas encadenadas. Marzo

Marzo ha sido un mes de lecturas espectacular y di una charla TEDx pero eso todavía no toca contarlo.

Al lío.

Agudas. Mujeres que hicieron de la opinión un arte, de Michelle Dean. Traducido por Laura Vidal. Este libro me lo envío la editorial Turner por sorpresa y según me llegó me puse con él. Me apeteció, sin más. Es  un ensayo que recoge la historia de varias mujeres  que opinaron sin miedo, siendo muchas veces muy agresivas y sufriendo consecuencias tanto por lo que dijeron o como lo dijeron como por lo que callaron. Es interesante, ameno y crítico. No es una oda a las mujeres, no es una exaltación de lo femenino como una cumbre de perfección a salvo de equivocaciones ni es una letanía por la invisibilidad sufrida en el mundo de la opinión. Dean ni esconde ni justifica los errores: Parker y su final "sin talento", Didion y sus vaivenes sobre el feminismo, Arendt y su tibieza con la segregación o el racismo o el hecho de que muchas tuvieran relaciones con hombres que las manipularon y que se aprovecharon de ellas. En el amor da igual lo listo que seas, todos hacemos el idiota igual.

Dean sigue más o menos el mismo esquema en todos los perfiles, desde Dorothy Parker a Rebeca Mead: qué les hizo famosas, como llegaron a hacerse escritoras, los errores que cometieron, las consecuencias de los mismos, las trifulcas y polémicas en las que se vieron envueltas, sus virtudes como escritoras y también sus defectos, su posición en o frente al feminismo y las relaciones tanto de amistad como de animadversión que desarrollaron entre ellas.

Todas ellas empezaron "fuera", en los márgenes de la opinión escrita y de ahí su acidez, de ahí su empeño en ser afiladas:
«Su estilo polémico en ocasiones provocó que se pasara por alto a estas mujeres, que no se las considerara serias. La ironía, el sarcasmo, la sátira son a menudo las armas de quienes están en los márgenes, el subproducto de un escepticismo natural respecto a las opiniones ortodoxas que es consecuencia de no haber podido participar en su formulación. En mi opinión, deberíamos prestar más atención a cualquier intento de intervención cuanto tiene ese matiz. Siempre hay valor intelectual en no ser como el resto de las personas sentadas a una mesa, en este caso en no ser un hombre, pero también en no ser blanco, de clase alta, y no haber estudiado en la universidad adecuada».
Me ha llamado la atención que casi todas se dedicaran en algún momento de su vida a hacer crítica de cine y muchas se forjaran ahí en la polémica y el enfrentamiento. Ninguna tenía ningún problema en criticar con saña a otros y entre ellas. Eran implacables con las películas y también con los libros. Ahora ya nadie hace eso. Algunas perdieron sus trabajos por esas críticas. Ahora ya nadie hace eso o no se les permite. O quizás es que todos queremos estar sentados a la mesa, ya no estamos en los márgenes, y por eso nos guardamos la crítica, el sarcasmo y la sátira para el "humor" y no para la crítica ni cinematográfica ni literaria. (Hablo de medios "oficiales")

Todas también tuvieron problemas para posicionarse con el feminismo.  Y como no hemos inventado nada, muchas fueron acusadas, en sus épocas,  de malas feministas.

Me quedo con esta conclusión de Dean al final del libro:
«Las expectativas que tienen las mujeres, las unas respecto a las otras, la manera en que nos medimos las unas con las otras, nos ilusionamos y también nos decepcionamos, en eso consiste, al parecer, ser una mujer que piensa y sala sobre el acto de pensar, en público».
«Acabo de leer sobre un tío que escribe cómics y parece interesante. Se llama Nick Drnaso» «Vale, del que hablan en el artículo no lo tengo pero este fin de semana te llevo otro de él» Y así es cómo, gracias a mi proveedor habitual de cómics, Beverly de Nick Drnaso llegó a mis manos. No se parece a nada que haya leído o visto antes. El dibujo es frío, cuadrado, rotundo. Los personajes llenan las viñetas, parecen esculturas a las que les cuesta un mundo moverse. Todo parece suceder a cámara lenta, como en cuadros fotográficos superpuestos. Minimalismo para que el espectador sienta agobio, para que todo el tiempo esté esperando que algo siniestro ocurra aunque la viñeta sea de una pareja conduciendo o un hombre yendo en metro. El agobio es tanto que pasas a la siguiente viñeta esperando encontrar alivio pero no lo hay, no hay escapatoria en el mundo de Nick Drnaso. Beverly está compuesto de varias historietas que están interconectadas pero de manera muy muy sutil, hay que estar muy atento para ver ese hilo.

Si hubiese leído este cómic sin conocer al autor no sé que hubiera pensado pero tras leer su perfil en New Yorker, sus dibujos dan la sensación de plasmar su mundo, lo que contaba en la entrevista. Leerle me causó tristeza y también lo hizo Beverly. Es asomarte a algo que no quieres ver aunque sabes que existe: la crueldad, la incomunicación, la desconfianza entre personajes que no son ni excepcionales ni especiales. Es la cara oscura de la vida normal.


Fugitiva y reina de Violaine Huisman. A principios de mes recibí un correo de una amable desconocida que me contaba que era lectora de este blog y que me quería enviar un libro que recientemente había traducido. Me confesaba que le daba miedo por si no me gustaba pero que le hacía ilusión y además creía que me podía gustar. La desconocida se llama Irene Aragón González, el libro era éste y resultó que no tenía por qué haber tenido miedo porque me encantó a pesar de su horrorosa portada (lo siento, editorial Hoja de Lata) y la aterradora frase que viene en la faja: «Premio al libro más hermoso de la primavera».

Si os fiáis de mí, corred a comprarla y leerla sin leer el siguiente párrafo para que todo sea sorpresa.

Es una historia autobiográfica sobre la propia madre de la autora pero, por fin, alguien habla de su madre sin que suene a cuento de Disney, ni ser admirativa hasta el ridículo, ni elogiosa hasta la vergüenza ajena, ni cuenta una historia de superación. Al éxito de esta historia contribuye su estructura en tres partes. En la primera, para mí la más brillante, Violaine  desde sus ojos de niña habla de su madre, una madre a la que intuye diferente, amenazante a ratos, cariñosa en otros pero que las necesita a ella y a su hermana tanto como ellas  la necesitan a ella. La quieren, la temen, la protegen, la observan, la escuchan, la intuyen y la cuidan. En la segunda parte, de manera cronológica, la historia de la madre se despliega ante nuestros ojos en un tono frío casi de informe policial. Una sucesión de hechos, datos, qué le ocurrió, dónde y con quién hasta hacerla quien es. No hay justificación, ni explicación, no hay compasión ni pena.  El tono de Violaine parece decir «esto es lo que ocurrió antes de que yo naciera, antes de que yo pudiera saberlo, antes de que pudiera entenderlo y no importó cuando era niña porque la quería y la temía porque era mi madre».  La parte final es la explicación del porqué de este libro.

Violaine es francesa y escribe como todos los franceses: sin pudor y a las bravas. Tiene un estilo preciso, bonito pero sin florituras, concreto y directo. Evocador sin disgresiones. Ves la casa, las habitaciones, hueles el tabaco y escuchas los pasos pero no pierdes de vista la historia.

Me ha gustado muchísimo porque como he dicho antes no es una exaltación a la madre ni un «mi madre no era como las otras madres pero el mundo la hizo así y yo ahora la entiendo y blablablabla».
«Madre y puta, sumisa y lasciva, consentidora y arisca, ubre y matriz, dependiente y dominada. Las madres tenían todo que perder y mamá lo había perdido todo, poco a poco, empezando por sí misma».
Una madre avasalladora a la que querían con ferocidad porque sabían que ella las necesitaba.

El perro bizco de Etienne Davodeau fue el segundo tebeo del mes. Una historieta intrascendente sin mucho misterio pero que transcurre en las salas del Louvre protagonizada por uno de sus vigilantes y una comisión secreta que decide lo que pasa y no pasa en el museo. Curioso.

Hace años leí en esta columna de Juan Tallón sobre La noche de la pistola de David Carr (traducido por María Luisa Rodríguez Tapia) y lo apunté en mi lista de libros pendientes. Mis brujas me lo pusieron este año al final de mi caminito de chuches el día de mi cumpleaños.

Carr se sienta a  escribir sobre su vida. Un ejercicio doloroso y casi masoquista. Hasta los treinta años su vida fue una vorágine de alcoholismo, adicción, drogas y violencia que destrozó la vida de muchas personas tanto durante los tiempos más duros como cuando decidió rehabilitarse. Carr empezó a beber, a esnifar coca, después a fumar crack y acabó inyectándose directamente la cocaína en un camino de degradación que no terminó hasta que una noche, desesperado por conseguir más droga, metió a sus hijas gemelas de meses en el coche y las dejó aparcadas en la calle mientras él entraba en casa de su camello a drogarse. Al salir y darse cuenta de que milagrosamente seguían vivas decidió rehabilitarse.

Cuando Carr decide escribir sobre su vida se da cuenta de sus recuerdos son vagos, inconexos y que necesita hablar con quienes estuvieron allí con él. Y lo que descubre no solo es que ha olvidado momentos, anécdotas o horrores sino que incluso sus recuerdos más nítidos, todo lo que él está convencido de que pasó, tiene otra versión completamente diferente contada por otra persona.
«Todos recordamos las partes del pasado que nos permiten afrontar el futuro. Los arquetipos de la mentira –piadosa, dolorosa, práctica– se dan a conocer cuando se apela a la memoria. La memoria, normalmente, responde con patrañas».

El 12 de febrero de 2005, el día que yo cumplía cuarenta y dos años y estaba inmersa en mis días iguales, David Carr se desplomó en su mesa del New York Times y murió de un infarto. Me quedo con esto que escribió sobre la muerte de su madre:
«Verla morir fue como ver una carroza gigantesca que se adentraba despacio y con elegancia en el agua».

La noche de la pistola es una crónica necesaria de lo que significa ser un adicto que creo que hay que conocer para entender y horrorizarse entendiendo.

Un buen día de marzo, Aroa Moreno era librera por un día en Tipos Infames. Una excusa buenísima para verla a ella, visitar a los Infames y ver a un par de ilustres lectores de este blog: Nan y Portorosa. Aquella tarde compré  Claus y Lucas de Agota Kristof (traducción de Ana Herrera y Roser Berdagué). Me fié de Aroa y nunca podré agradecerle bastante el descubrirme esta maravillosa novela. Salid a comprarla ahora mismo y leedla.

Agota Kristof era húngara y vivió la II Guerra Mundial. Posteriormente abandonó su país y emigró a Suiza donde en los 80 publicó las tres novelas que tienen como protagonistas a los gemelos Claus y Lucas: El gran cuaderno, La prueba y La tercera mentira que Libros del Asteroide acaba de publicar en un solo volumen. No puedo contar nada del argumento sin reventar la sorpresa que creo que debe ser total para que si alguno se anima a leerla la descubra como yo: quedándose sin palabras.

Pocas veces, muy pocas veces, he leído una crónica de la crueldad y de la maldad más terrible. Crueldad y maldad a la que te enfrentas con rechazo en un primer momento pero con la que te descubres poco después empatizando. Es una crueldad que entiendes y ese entendimiento la hace a tus ojos menos crueldad lo que te hace preguntarte si tú no te estarás convirtiendo también en alguien cruel.

Agota tiene un estilo cortante, seco, con frases cortas que encajan como piezas de puzzles para contar unas vidas llenas de miedo, secretos, frío y sospecha.
«Estoy convencido, Lucas, de que todo ser humano ha nacido para escribir un libro mediocre, da igual, pero el que no escriba nada es un ser malogrado, que ha pasado por la tierra sin dejar ninguna huella». 

Claus y Lucas tiene muchas papeletas para convertirse en el mejor libro que he leído este año. Ya estáis tardando en leerlo.

Y cruzando los dedos para que este mes sea igual de bueno en lecturas y un bizcocho, hasta los encadenados de abril.