jueves, 21 de febrero de 2019

Tengo flow

Ángela es veinte años más joven que yo y, sin embargo, tiene una presencia tan maternal que solo con verla ya me duele menos. Todos los días me recibe preguntándome qué tal estoy mientras levanta las cejas con ese gesto que en las madres siempre quiere decir: «me da igual lo que me digas, no me lo voy a creer». Mientras fuerza mi hombro hasta que lloro, a veces hablamos y otras veces escuchamos. Las clínicas de fisioterapia sin hilo musical y sin puertas son un sitio fabuloso para escuchar la vida. 

Además de Ángela, está Carmen. Habla con todos sus pacientes como si fueran sus amigos, les regaña por no descansar, por no tomarse la vida con más calma. Tiene solo treinta y un años pero habla como si ya lo hubiera aprendido todo, como si su única función en la vida, a partir de ahora, fuera repartir esa sabiduría por el mundo mientras masajea hombros, cuellos, gemelos o pies. Yo también tuve treinta y un años pero nunca he sido buena aconsejando. Tumbada en la camilla, esperando a que me llegue el turno, escucho la sesión de terapia que tiene con Isabel, una señora a la que no he visto nunca pero de la que tengo una imagen mental creada a partir de sus palabras. Isabel llora, se le saltan las lágrimas mientras cuenta como es rehén de su marido enfermo. Llora, se lamenta, se queja «estoy enterrada en vida, no quiere que le deje solo ni medio minuto y yo necesito aire» y al minuto siguiente lo disculpa «es un hombre maravilloso, yo sé que se esfuerza y que lo que pasa es que me quiere mucho,que me necesita» A él lo imagino sentado con una manta en las rodillas, cerca de una ventana exigiendo el periódico, las medicinas, el mando de la televisión y quejándose por comer sin sal. Ella me da pena porque se toma la sesión de rehabilitación como el paseo del preso por el patio de la cárcel, es el mejor momento de su día. 

Los hombres, en general, hablan poco, yacen boca abajo en las camillas, con los brazos colgando a los lados como los vaqueros borrachos en los westerns. Esperan callados, sin leer, sin escuchar música hasta que Ángela o Carmen les tratan y mientras están en sus manos apenas murmuran algunas palabras. La única excepción es Ángel, un señor bajito, recio, contundente y siempre sonriente. Tiene las rodillas machacadas y el otro día le confesaba a Carmen «no sé cuándo me he hecho mayor, hace nada yo trepaba a los árboles, subía a las ramas más altas y, de repente, me he convertido en alguien al que le duelen las rodillas y las manos todo el tiempo. Yo era un chaval y ahora soy un viejo y ha sido muy rápido». Le escucho mientras hago ejercicios con unas pesas de medio kilo, mientras me miro al espejo de cuerpo entero colocado, supongo, con la intención de hacer parecer la sala más grande. Me veo reflejada y me pregunto en qué momento me he convertido en alguien con una pinta que haría que sus hijas se avergonzaran y su madre levantara las cejas pensando «¿en qué me equivoqué contigo?» Los miércoles en una de las camillas a la entrada hay una cría rubia, de la edad de mis hijas. Mira su móvil mientras Ángela manipula su tobillo que ha pasado de ser un botijo de un bonito color morado a tener un aspecto más o menos normal. Hace unas tres semanas empezamos a hablar, tiene esa dulzura en la mirada y en la manera de hablar que tienen los adolescentes que no son tus hijos y que cruzas los dedos para que las tuyas tengan cuando están con desconocidos. Se ha destrozado el pie jugando al baloncesto y su madre está muy preocupada pero que ella no cree que fuera para tanto. Hablamos de baloncesto, de fútbol, de su colegio que está tres calles más arriba y de mi trabajo, «¡oh, tienes el mejor trabajo del mundo!» Ahora, todos los miércoles, cuando me ve llegar con mi    pinta de haberme escapado de un correccional de peli de los ochenta, me mira como si se alegrara de verme: «¡Hola! ¿Cómo estás? ¿Qué tal todo?» Es tan dulce que mientras me quito el abrigo imagino que en su casa es una niña satánica, contestona y dificil para que se me pasen las ganas de llevármela a casa y proponer a sus  padres un intercambio. 

–¿Sabes lo que me ha dicho hoy cuando te ha visto y has ido a cambiarte? Me ha dicho «me encanta esa señora, tiene mucho flow».–  me dijo ayer Ángela. 

Al llegar a casa, se lo conté entusiasmada a mis hijas.

–Chicas, me ha dicho una niña de vuestra edad que tengo mucho flow. 
–Mamá, eso es muy arroba 2014. 

He decidido raptar a la niña dulce. Nadie sospechara de una señora con mucho flow. 

martes, 19 de febrero de 2019

Este va a ser un mal post

Este va a ser un mal post. Va a ser malo porque lo escribo para desatascar mis tuberías mentales por las que últimamente no salen nada más que frases sin sentido, ideas enrevesadas que no sé desenredar y pensamientos con poso negro. Mi cabeza se parece a mi cafetera, esta mañana el café que ha salido de ella era denso, muy negro y además se ha atascado a la mitad. Esta tarde, cuando llegue a casa,la fregaré a conciencia, rascaré todos sus conductos y veremos si mañana tengo más suerte. Lo mismo hago con este post, que no va a ser bueno, ni pasable, ni siquiera interesante. Lo escribo para limpiarme con la esperanza de que eso, como una cama con sábanas limpias, llame a la inspiración. Necesito borrar las ideas que  tienen obturada mi inspiración y que no van a destilarse en nada medianamente decente. Lo sé porque ya lo he intentado. Son malas ideas pero no quieren irse, están ahí haciendo bola. Este va a ser un mal post porque no quiero escribir sobre mis hijas, que están insoportables, porque el tobogán emocional de quererlas y odiarlas, sí odiarlas, me tiene aburrida y exasperada. Es como vivir con un yonki y tener que plegarte a sus estados de ánimo para que, a pesar de todo, siga confiando en ti aunque sepas que se está aprovechando. No quiero escribir sobre la alocada pero posible teoría que mi cabeza ha elucubrado sobre los articulistas gallegos. ¿Y si todos son el mismo?  ¿Alguien se ha dado cuenta de que todos escriben igual? Fantaseo con la idea de hackear los ordenadores de los periódicos en los que escriben y cambiar los nombres que encabezan las columnas. Me juego una mano a que nadie se daría cuenta. No sé si esto es así porque todos son gallegos y eso de alguna manera deja poso o, quizás, más alocado aún, todos los artículos son creaciones de un mismo algoritmo. No lo sé y no quiero escribir sobre ello. 

Este es un mal post porque lo escribo con miedo. Salto al vacío de escribir porque llevo una semana sin escribir nada y entre escribir algo malo y dejar de escribir por completo, me da más miedo dejarlo del todo. Entre las llamas y el vacío, elijo el vacío. 

Este es mal post pero como un solo Anónimo se atreva a decir «te lo podías haber ahorrado», le arranco la cabeza. Una cosa es que no se me ocurra nada y otra cosa es que tenga ganas de aguantar a idiotas. Y no escribir me vuelve agresiva. Advertidos estáis.  


martes, 12 de febrero de 2019

12 de febrero. Cuarenta y seis años.


Este ha sido el año de pensar que estoy a mitad de tener una vida, con mucha suerte, de noventa años. De pensar que ni de coña llego a esa edad. De desesperarme de dolor de hombro hasta que decidí operarme y después de eso desesperarme pero con esperanza. De los días iguales. Hace cuatro años, solo cuatro, este mismo día quería morirme casi todo el tiempo y este año lo he contado en un libro que no me ha traído nada más que cosas buenas y bastante estrés. Gracias Oihan, Luis, Juan, Xavi y Nuria.  De Los editores, psar, por fin, una librería y saber cuándo entras pero no cuándo saldrás. De conocer a Manuel Vilas, caerme fenomenal y que su libro estrella no me gustara nada. De ir al teatro con bastante éxito: El tratamiento, Los Mariachis, El precio. De pasear por Madrid y seguir pensando que, a pesar de todo, no me gusta. De imaginar vivir en casas con vista al Retiro y aún así pensar «sí, pero me gustaría más vivir en Los Molinos». De volver a firmar en la Feria del Libro.  De Valencia, gracias Anna. De Barcelona, gracias Paula. De reencontrarme con las responsables de que Cosas que (me) pasan exista.  De descubrir que, contra lo que siempre había creído, en un paisaje desértico puedo estar bien. De pensar que quizás en Fuerteventura podría escribir algo acordándome de Lucía Berlín. De descubrir Portugal. De ir a Londres en un viaje relámpago en el que casi conozco a Idris y encontrarme, en Barajas, con una lectora de sonrisa deslumbrante a las seis de la mañana. De Soria y de Palencia.  De desesperarme porque cada vez hay menos nubes, menos lluvia, menos gris. El tiempo cada vez es más instagram y menos de verdad. De ir a tanatorios y consolar a amigos que se volvían de corcho.  De decir adiós a Ramón. De ver, otra vez, más películas de las que puedo recordar y seguramente más de las que necesito ver.  De dejar de escuchar la radio en directo por completo y volverme adicta a los podcasts: In the dark, Serial, The great God of Depression, New Yorker Radio Hour, The Guardian, Nadie sabe nada, Todopoderosos, Música y significado. De desesperarme con la adolescencia. De, por primera vez en mi vida, echar de menos a mis hijas cuando no están conmigo. De perder el control sobre mi armario: lo que hay en él ha pasado a ser también de mis hijas. De empezar a pintarme las uñas. De escribir ficción alocada en inglés porque sé que no la lee nadie salvo mi profesora de inglés. De ir con María a su primera manifestación. De discutir con María por casi todo. De discutir con Clara por casi todo. De plantearme más de una, más de dos y más de tres veces si me había quedado sin temas para escribir. De darme cuenta más de una, más de dos y más de tres veces que si me relajo y no lo pienso siempre se me acaba ocurriendo algo. De discutir en el trabajo. De tener una sobrina nueva. De aficionarme al fútbol femenino tanto como para conocer el nombre de algunas jugadoras pero no lo suficiente como para no blasfemar los sábados por la mañana de camino a Pinto a las ocho de la mañana. De descubrir a Roberto Bolaño a pesar de no tener pinta de que me gustara y a Lorrie Moore.  De leer un comic, escribir sobre él, acabar conociendo a la autora y salir en la solapa de la tercera edición. gracias Ximena y Paula. De ver en directo a Vivian Gornick y querer ser como ella, llegar a los ochenta años y viajar por el mundo hablando de libros que escribiste hace 40 años. De guardar su libro dedicado. De aprender de vino. De echar de menos nadar. ¡Maldito hombro! De tener la sensación, todo el tiempo, de que no tengo tiempo para leer. De pensar que no quiero morirme, no ahora ni en los próximos meses ni años. No me quiero perder la vida. De pensar en volver a escribir cartas a mano, dudo entre si buscar voluntarios o víctimas. De tener ganas de saltar a discutir y luego pensarlo y decir: ¡bah, qué pereza¡ De pensar «ey, ya soy una señora mayor y no está tan mal». De cruzar los dedos para vivir otros cuarenta y cinco.




jueves, 7 de febrero de 2019

Que me dejes en paz con la comida

Quiero pensar que lo hacen con buena intención pero son un coñazo. No pasa un día sin que haya una columna sobre lo mal que comemos, lo mal que hacemos la compra, el azúcar que como drogadictos nos metemos en vena, lo poco que nos preocupamos sobre lo que comen nuestros hijos y el poquito esfuerzo que nos costaría si, de verdad, quisiéramos alimentarnos siguiendo los esquemas, dibujos e infografías que día sí y día no tratan de embucharnos como si fuéramos ocas en periódicos, televisiones, revistas y redes sociales. 

Me aburro. Me aburro muchísimo. 

Hay que comer bien, claro que sí. Es importantísimo llevar una dieta equilibrada y no atufarse chucherías y caprichos a cascoporro todos los días. A mí y a los de mi generación nos lo gritaban nuestras madres: ¡no se comen guarrerías y de merienda bocadillo de chorizo! El Bollycao, la Copa Danone de chocolate era un lujo que agradecíamos con albricias, emoción y saboreando el último bocado hasta que se perdía para siempre por nuestro esófago porque sabíamos que ese placer tardaría en repetirse. Ahora, echarte una cucharada de azúcar en el café es un pecado mortal, una falta de criterio, de  conocimiento, una muestra de ignorancia que hace que muchos divulgadores levanten la ceja en plan: ¡Por favor! ¡Ojalá se te caiga la cara de vergüenza por tomar azúcar! O por hacer el bizcocho con harina normal o por echar chorizo a las lentejas o por tomar pan de molde. 

Entiendo que hay que remover conciencias, explicar que es absurdo comprar un envase con ensalada preparada cuando puedes hacerla tú y por el mismo dinero. Entiendo que hay que explicar que cuando pone sin azúcares es un truquito de marketing y otras cuantas cosas importantes pero esta campaña de acoso y derribo, de culpabilización total y absoluta de la gente, de acusación más o menos velada de ser unos zopencos nutricionales ¿es necesaria? y más importante aún ¿es efectiva?  ¿Hacer que la gente se sienta culpable por cocinar macarrones con chorizo en vez de pasta integral salteada con puerros es una buena estrategia? Es más, no pasa nada por comer macarrones con chorizo. 

Son pesadísimos, unos plastas y además viven en otro planeta, en un planeta donde a todo el mundo le gusta la verdura y los garbanzos, en un planeta donde el gusto por comer, la golosonería, el darse un capricho está prohibido porque ¡Eh, tú, que te estás matando por comerte esa palmera de chocolate y estás acabando con tus hijos por dejarles desayunar galletas María! En un planeta donde hacer un bizcocho integral con harinas de grano entero y otros mil ingredientes difíciles de encontrar es "fácil" porque ellos lo han hecho y han colgado un vídeo. A ver, campeón, tú tienes tiempo hasta de grabarte haciendo un bizcocho, la mayoría de la gente cocina mientras tiende la lavadora, plancha, intenta solucionar alguna gestión por teléfono, atender a sus hijos o no llorar de agotamiento. 

Tienen buena intención y una misión loable y necesaria pero creo, sinceramente, que lo están enfocando mal, terriblemente mal.  Están dando tanto el coñazo, están acusando tanto a la gente de comprar a tontas y a locas, de no preocuparse por su salud, de involucrarse poco en la alimentación de sus hijos, de casi estar envenenando a sus churumbeles por darles un zumo de merienda que nos tienen hasta el moño. 

Cada vez que veo una nueva columna, post, artículo o lo que sea, me veo contestando como mis hijas hacen conmigo cuando les doy la brasa: «¡que sí, que ya lo sé, pero déjame en paz un rato!» 


domingo, 3 de febrero de 2019

Goyas 2019: despelleje.

Voy a hacer un despelleje porque sí, porque me apetece. Aviso a lectores nuevos, de piel fina, susceptibles, sensibles y con el mismo sentido del humor que una flor de Pascua: un despelleje es un despelleje. Me sé la teoría: que cada uno se ponga lo que quiera, no está bien criticar BLA BLA BLA pero en eso consiste un despelleje y si no te gusta, no lo leas.

Empecemos por lo bueno:

Nieves Álvarez llevaba un vestidazo, VESTIZADO, inspirado en la arquitectura o no se qué pero eso da igual, era precioso y además tenía bolsillos. Me juego una mano a que el vestido pesaba más que ella pero ese es otro tema. Como también es otro tema que es un vestido que no te puedes poner si tienes más de una 85B de tetas, pero el mundo es injusto y  la alta costura no está ni ha estado jamás a favor de tener tetas. ¿Por qué? No sé, de moda no sé nada aunque en este caso seguro que tiene que ver con el hecho de que si tienes más de una 85B te sales por los lados si no las llevas pegadas con Loctite. El de Elena Sánchez también me gusta pero queda subcampeón porque no tiene bolsillos.

Rosalía ha metido en una coctelera unas gotitas de Morticia Adams, un chorrito de batín de señor que vive en Downtown Abby, un pelín de uniforme de karateka, unas medias a lo Cindy Lauper y unos lazos para adornar como aceituna y ha dicho allá que me voy. La miro, la remiro y la vuelvo a mirar y pienso: malamente. (No he podido evitarlo)

Leticia Dolera lleva un clásico de todas las galas, el modelo "no tengo amigas ni espejos en casa".

Iba Habouk iba vestida de contenedor de helado de lemon pie de heladería buena. Llevaba el escote más popular en la gala, el famoso escote esfinge «Voy a estarme tan quieta como una esfinge toda la gala porque como me mueva enseño pezones o se me sale una teta por la axila». Aura Garrido llevaba también este escote y, además, en un vestido dos tallas más grandes lo que supone asumir un riesgo extra ¡valiente!

Macarena Gómez. «Tenía claro que quería llevar capucha» dijo ayer. Solo se me ocurren dos posibles razones: querer estropear a propósito un vestido bastante correcto o poder taparse los ojos cuando su marido se quedara sin riego sanguíneo en la parte inferior de su cuerpo y cayera al suelo entre estertores de dolor y sudores fríos. Eso o llamar la atención que le encanta, pillina.

Najwa Nimri "vestida de Gucci" dice el titular. Supongo que falta la parte de "vestida de Gucci con lo que le sobraba por la tienda". O eso o ella dijo: dame todo lo que tengas que brille, tintinee y pese. Y claro el de Gucci dijo esta es la mía. Cuanto más miro la chaqueta menos la entiendo.

Belen Cuesta de «adivina dónde se encuentran mi escote esfinge y la raja de mi falda» y Lola Dueñas con un modelo parecido pero en modo ¡dadme todos los flecos, que no quede ni uno, los quiero todos!

Silvia Abascal está a dos alfombras rojas más de llegar volando y gritar:  ¡Hago chas y me desintegro! y esfumarse no sin antes pelear fuerte por el premio Piruleta. No se puede ser más etérea.

El disfraz de Mondrian de garrafón lo va a pegar fuertísimo en los chinos en el próximo carnaval y será culpa de Bryce Efe.

Penélope mal. El color es feo, falda y top casi nunca son buena idea, cinturoncito innecesario. Es un poco de madrina de boda de pueblo con ínfulas. Eso sí: pendientazos y un moño compatible con la vida. 

¿Os acordáis de cuando Paz Vega iba discreta? Yo tampoco. Y ahora, por lo visto, ha renunciado a sentarse.

Vestidazo de Juana Acosta: elegante, bonito y bien combinado. Por  su cara a ella parece no gustarle. O es eso o que tener los ojos a punto de hacer contacto con los lóbulos de las orejas te pone de mal humor.

Miguel Ángel lleva un modelo parecido al de Leticia Dolera pero en versión tío, se llama: «mis amigos son unos cabrones y me han dicho que no tenía cojones para ponerme esta funda de butaca Luis XVI del Museo de Cera".

Marta Nieto y su modelo homenaje a Mecano: «en tu fiesta me colé y no sé muy bien qué hago aquí».  James  lo lleva en versión masculina: "en tu fiesta me colé pero sé tocar el piano, no me eches"

Hay varios ejemplos del famoso modelo «considero que el negro es soso así que voy a apañarlo con algo». Tenemos a Manuela Vellés que además ha pedido que la peinara y maquillara su peor enemigo y dar el pego como madrina de boda con ínfulas que odia a la futura mujer de su amadísimo y perfecto hijo. Y tenemos a  María Pedraza y Cristina Brondo que van de indecisión: «ay que se me vea algo, ay que no se me vea».

María León de «voy a demostrar que el negro puede sentarte como el culo y no ser nada favorecedor»

Ni una gala sin su trapo color carne.

Belen Rueda de blanco elegante pero echando de menos los bolsillos de Nieves Álvarez y un poquito a su peluquero. Ese moño de malvada creo que la envejece pero no me hagáis mucho caso que yo estoy pensando en dejarme el pelo blanco.  María Adanez de blanco muy requetebién y con pinta de haberse peinado ella misma y estar más a gusto que un arbusto. Muy a favor del vestido camisón de Marisa Paredes, la comodidad es fundamental y dice mi madre que a mí lo que me gustan son los sacos. Y me gustan pero creo que Susi Sánchez lo ha llevado un poco lejos y que la combinación saco + sotana no le favorece nada.

Cristina Castaño de blanco ordinario. No hay más preguntas, señoría.

¡Anda, mira, un Ave Fenix! 

¡Poooobres almas en desgracia! Hacia mucho que no veíamos un disfraz de bruja del mar tan logrado.

Lucia Jimenez mezclando el escote esfinge con el estampado de cuadros y respirando flojito.

Rossy de Palma de Rondel Oro meets Fino La Ina.

Di No al pelo lamido de vaca. Nadie es lo suficientemente guapa como para que le favorezca.

Eva Llorach muy despropositada: el vestido es feo, el peinado es criminal y el maquillaje se parece al que me haría yo si me dejaran sola y borracha con el set de maquillaje de la señorita Pepis.

Con respecto a ellos aunque MA (mejoran adecuadamente) presentan varios problemas que podríamos resumir en estos:

- A llevar traje se aprende. A la mayoría se les nota mucho que esta es la única vez al año que llevan traje y ¿qué pasa? Que el traje les lleva a ellos. NP: necesitan practicar.
-No tienen ni la más remota idea de cual es su talla. Les pasa como a nosotras con los sujetadores, que necesitamos años de estar incómodas para acabar encontrando la talla. Ellos lo llevan o ridículamente canijo o innecesariamente grande o son las dos cosas a la vez.
-Quieren ser originales. Me los imagino a todos «ay, yo no quiero ser como mi padre, quiero ser moderno, quiero ser distinto, quiero ser artista» y entonces se apuntan a cosas que cualquier tío que sepa llevar traje sabe que son mala idea: bordado en la chaqueta con zapatitos a juego,  el ya clásico ejemplo de "dadme brocados más grandes", el "voy  correr riesgos y obviar la camisa" o las pantuflitas con dorados. 
-¿Qué ha hecho Emilio Aragón por nosotros? Hacer creer a los tíos que algo que era gracioso en 1985  lo sigue siendo en 2019. Zapatillas con traje: NO.

A mí Velencoso no me gusta mucho pero sabe llevar traje. ¿En qué se nota? En que mete las manos en los bolsillos con seguridad.  Los hombres que nunca llevan traje van siempre con las manos en los bolsillos de los vaqueros pero ¡alehop! les pones traje y parece que se les olvida cómo se usan los bolsillos y optan por la pose guardaespaldas.

Coque, Coque, Coque ¿qué hacemos contigo? ¿qué es eso que te cuelga? ¿qué es eso que te brilla? y sobre todo ¿por qué no tienes ni una cana?

Terminemos por todo lo alto que esto está quedando muy largo:

Paco, Paco, Paco.

Paco León de ¡Obi, Oba, cada día me gustas más!


jueves, 31 de enero de 2019

Lecturas encadenadas. Enero

Enero ha sido un mes muy muy largo y muy doloroso. Tiempo y dolor son dos circunstancias que favorecen la lectura y por eso no tengo tiempo ni espacio para cháchara introductoria. 

Al lío. 

Empecé el año con Sur y oeste de Joan Didion, comprado en Los editores. Advierto de que es un libro solo para fans de la escritora americana, no es un libro para primerizos en Didion.  En la primera parte, Sur, se recogen las notas, los apuntes que Didion tomó durante un viaje por el sur de Estados Unidos en el verano de 1970. No había ocurrido nada especial, no tenía entrevistas concertadas ni planes para documentarse sobre ningún tema, sencillamente sintió que quería conocer el sur y se marchó a conocerlo. Jamás escribió nada basado en estas notas. 

Viaja en coche con su marido, John Dunne, de ciudad en ciudad, sintiéndose casi una extraterrestre. Nada de lo que ve le gusta o lo entiende, o mejor dicho, lo entiende mejor de lo que le gustaría y le provoca rechazo. El racismo, la segregación racial, las mujeres recluidas en sus casas, las diferencias sociales, el calor, la naturaleza agresiva y poderosa. Es consciente de su completa extrañeza y lo que más le cuesta entender es la naturalidad con la que los sureños aceptan y exhiben su "manera de ser" que a ella le resulta tan desagradable y ofensiva. En el epílogo, escrito en diciembre de 2016 por Nathaniel Rich (que no sé quién es) se expone una interesante reflexión, comenta que esa manera de ser, de pensar era algo a superar con el tiempo y al final ha sido algo a reivindicar que ha terminado con la elección de Trump como presidente.
«En Nueva Orleans, la naturaleza salvaje se percibe como algo muy cercano, no como la naturaleza redentora de la imaginación del oeste, sino como algo rancio y viejo y malévolo, la idea de la naturaleza salvaje no como una huida de la civilización y de sus descontentos, sino como una amenaza mortal a una comunicad precaria y colonia el sentido más profundo: el resultado es vivaz y avaricioso e intensamente egocéntrico, un tono bastante común en las ciudades coloniales, y que constituye la razón principal de que esas ciudades me resulten estimulantes».

En la segunda parte, Oeste, se recogen las notas que tomó en 1976 cuando cubrió el juicio a Patty Hearst y son más apuntes brevísimos sobre su vida, su infancia en California.

La perfecta definición de estar en casa:
«En el Oeste estoy en casa. Las colonias de la sierras de la costa quedan "bien" para mí, la peculiar llanura del valle Central me reconforta la vista. Los topónimos me suenan a sitios de verdad. Sé pronunciar los nombres de los ríos y reconozco los árboles y las serpientes más comunes. Aquí estoy cómoda de una forma que no lo estoy en otros sitios». 
Mi primer desencuentro del año con las listas de «libros del año» ha sido El orden del día de Eric Vuillard. Había leído y oído maravillas de este breve librito sobre la II Guerra Mundial. Quizá había elevado mis expectativas demasiado pero me ha parecido sencillamente correcto. Es verdad que mi adicción a este tema quizás haya hecho que nada de lo que cuenta me haya resultado especialmente impactante o novedoso pero es que, además, me ha resultado en su redacción deslavazado y frío. Toca muchos temas: los empresarios alemanes apoyando al nazismo, la anexión austriaca, el papel de los políticos austriacos en esa anexión, el miedo de los habitantes de Austria,  pero va saltando sobre ellos como si fueran piezas de un puzzle que sabes que encajan pero que ni te molestas en unir y sencillamente tiras encima de una mesa.
«Nunca se cae dos veces en el mismo abismo. Pero siempre se cae de la misma manera, con una mezcla de ridículo y pavor. Y no quisiera tanto no volver a caer, que se agarra, grita. A taconazos nos quiebran los dedos, a picotazos nos rompen los dientes, nos roen los ojos. El abismo está jalonado de altas moradas. Y la Historia está ahí, diosa, sensata, estatua erguida en medio de cualquier Plaza Mayor, y se le rinde tributo, una vez al año, con ramos secos de peonzas, y a modo de propina, todos los días con pan para las aves».
No me gusta leer libros de gente que me cae bien porque siempre quiero que sus libros me encanten pero no quiero correr el riesgo de que no me gusten y tener que decirlo. Por eso Una lección olvidada de Guillermo Altares llevaba esperando en mi estantería desde noviembre. Quería leerlo, tenía ganas, pero lo dejaba para más adelante para aplazar el posible chasco.

Una lección olvidada es Enric González tomando cañas con Bill Bryson, Mary Beard, Tony Judt y el propio Altares. La visión periodística de Enric Gonzalez, la curiosidad por los detalles de los lugares que visita de Bill Byrson, el amor y el conocimiento por Roma de Mary Beard y el amor incondicional por Europa de Tony Judt se unen aquí a la maravillosa manera de contar las cosas que tiene Altares y que hacen que todas las historietas interesen, sorprendan, diviertan y hagan pensar.

A Altares le apasiona la historia y se le nota muchísimo pero lo mejor es que sabe contarla muy bien. El libro cuenta con veinte capítulos en los que viajamos por Europa, en el espacio y en el tiempo, desde las cuevas prehistóricas y el arte paleolítico hasta la guerra de Kosovo o los atentados de Paris en 2015. Ningún capítulo se desarrolla como esperas, las verdades históricas y los datos se intercalan con las opiniones, las reflexiones y las anécdotas personales.

Es un libro ameno, emocionante, divertido que al terminar te deja con ganas, sobre todo, de viajar por Europa del este y de salir a comprar todos los libros que aparecen citados (aunque yo he leído bastantes), todas las pelis de las que habla y todos los documentales que recomienda.

Podía haberlo leído Una lección olvidada nada más comprarlo porque me ha gustado muchísimo, me lo he pasado fenomenal leyéndolo y al terminarlo tenía esa sensación que solo dejan los buenos libros: «Joder, Guillermo, sigue contándome cosas».

He doblado muchas esquinas pero me quedo con esta reflexión final muy Altares y muy Judt.
«Si podemos extraer una sola lección de la historia de Europa es que deberíamos aprender a vivir con el pasado para que nos ayude a comprender el presente, pero sin contaminarlo con sus fantasmas y sin pensar que nos pertenece [...] El pasado de este continente se podría dibujar como una inmensa tela de araña que une decenas de miles de pequeños hilos para crear una estructura con sentido. Y tenemos que construir sobre ese pasado, no desde ese pasado».

Chavales, leed a Altares.

Helena o el mar de verano de Julián Ayesta es una novela muy breve, de apenas noventa páginas, publicada en 1952 y que estaba en mi lista de Libros pendientes y que me trajeron los Reyes. Se cuentan ella recuerdos de la infancia y la adolescencia del protagonista. Un día de playa con todas las tradiciones y rutinas familiares que cuando eres niño no valoras porque las das por hecho, porque siempre han sido así durante tu breve vida y, por tanto, crees que siempre estarán y que empiezas a valorar cada día cuando eres más consciente de su fragilidad. Otro recuerdo suena ahora, leído en 2019, muy ajeno: la culpa adolescente frente al pecado, los pensamientos impuros, la falta de comprensión de Dios o de la fe pero en 1952 esto tenía mucho sentido y realidad. El último recuerdo es el primer amor, Helena, los escarceos, los besos, el amor sexual, ese amor que crees que nadie más ha sentido nunca y que es imposible que se acabe.

Ayesta escribe muy bien y aunque su estilo pueda sonar de alguna manera "cursi" a nuestros oídos actuales, es un libro tierno, dulce y que a mí me ha recordado de alguna manera a la sensación que tenía cuando leía a Elena Fortún y sus historias de Celia.

«Corriendo, entre viento, pasamos por zonas de sol amarillo, por sitios de sol más blanco, por calles de sombra azul y fresca, por sombra grisácea y caliente, por un olor a algas de mar, por olor a pinos, por olor a grasa de automovilismos, por la calle de la señora de los perros con bata de lunares, por debajo del mirador del dependiente que canta ópera por las mañanas con el balcón abierto mientras se hace el nudo de la corbata, por los sitios de invierno que ahora, en verano, son tan diferentes».

El olvido que seremos de Hector Abad Faciolince ha sido el descubrimiento del mes y la prueba de que se me pueden regalar libros que no conozco y que me encanten. Me lo regaló una de mis tías por Navidad y me ha gustado muchísimo. Es uno de esos libros que desde la primera página sabes que va a ser casa. Otro más de recuerdos de infancia y homenaje a los padres, no sé si es que ahora se escriben más libros de este tipo o que los leo más. De todos modos creo que para apreciar este libro y exprimirlo no puedes tener quince ni veinte años, necesitas la perspectiva de ser hijo y la de ser padre (aunque esta última no es imprescindible).

Hector Abad cuenta la historia de su padre, su niñez, sus años con él mientras todo fue perfecto y cuando dejó de serlo. Lo construye y reconstruye con amor incondicional, humor, cariño y también intentando tomar cierta distancia crítica para no convertir a su padre en alguien irreal y perfecto. Era su padre y lo adoraba pero no era perfecto.
«Cuando me doy cuenta de lo limitado que es mi talento para escribir (casi nunca consigo que las palabras suenen tan nítidas como están las ideas en el pensamiento; lo que hago me parece un balbuceo pobre y torpe al lado de lo que que hubieran podido decir mis hermanas), recuerdo la confianza que mi papá tenía en mí. Entonces levanto los hombros y sigo adelante. Si a él le gustaban hasta unos renglones de garabatos, qué importa si lo que escribo no acaba de satisfacerme a mí. Creo que el único motivo por el que he sido capaz de seguir escribiendo todos estos años, y de entregar mis escritos a la imprenta, es porque sé que mi papá habría gozado más que nadie al leer estas páginas mías que no alcanzó a leer. Que no leerá nunca. Es uno de las paradojas más tristes de mi vida: casi todo lo que he escrito lo he escrito para alguien que no puede leerme,  y este mismo libro no es otra cosa que la carta a una sombra».

Abad cuenta como cuando era pequeño y escribía cartas a su padre firmaba como Hector Abad III y le decía «soy Hector Abad III porque tú vales por dos». Es un libro tiernísimo.

Leed a Abad, malditos.

La última lectura del mes ha sido la nueva recopilación de historias de Lucia Berlín: Una noche en el paraíso.  Se recogen aquí otros cuantos relatos de Lucia Berlin (pronunciado Lusia) que no sé si en algún momento fueron pensados para publicar o se han rebuscado ahora dado el éxito de Manual para mujeres de la limpieza. Los relatos están bien pero ni de lejos son tan excepcionales como los del Manual salvando algunas excepciones. Para mí los mejores son los que vuelven, una vez más a recrear de manera más o menos autobiográfica su vida en México con sus hijos y Budy Berlin, su marido drogadicto, esos relatos están llenos de ella, de su espíritu, de su manera de vivir, de su libertad y su expresividad.
«Mi madre escribía historias verdaderas, no necesariamente autobiográficas, pero por poco. Las historias y los recuerdos de nuestra familia se han ido modelando, adornando y puliendo con el paso del tiempo, hasta el punto de que no siempre sé con certeza qué ocurrió en realidad. Lucía decía que eso no importaba: es la historia la que cuenta».

En estos relatos hay menos desgarro, menos cinismo, menos humor y menos visión crítica pero aún así, sigue siendo Lucia (pronunciado Lucia) Berlín. Leedla.
«Hay cosas de las que la gente nunca habla. No me refiero a las cosas difíciles, como el amor, sino a las más bochornosas, como por ejemplo que los funerales a veces son divertidos o que es emocionante ver arder un edificio. El funeral de Michael fue maravilloso».
Leed a Altares, a Hector Abad, a Ayesta y a Lucia Berlín. 

Y con estas recomendaciones y un bizcocho doy por celebrados los trece años que llevo escribiendo mis cuadernos de lecturas. 







lunes, 28 de enero de 2019

Las quiero a pesar de ellas

Vengo del futuro para decir que la adolescencia no es como nos la habían contado. Vamos, lo mismo que pasa con el resto de la experiencia de reproducirse. Vengo del futuro  a confesar, en voz alta, que quiero más a mis hijas ahora que cuando eran pequeñas.

Ahora las quiero contra ellas, contra su falta de ganas de  darme besos, abrazos, de estar conmigo, de contarme cosas. Las quiero contra sus monosílabos y  sus "ay mamá que pereza", sus "mamá, no nos de el coñazo" y sus "pero mamá que más te da". Las quiero contra sus silencios y sus vacíos. Las quiero contra su pereza y su indiferencia. Las quiero contra sus olvidos que siempre son a su favor y nunca al mío. Las quiero contra sus exigencias y sus protestas. Las quiero a contracorriente, nadando cauce arriba.  

Las quiero a pesar de ellas. Las quiero a pesar de que no quieran que las quiera. Las quiero a pesar de que no quieren que se lo demuestre y a pesar de que ya no quieran ir cogidas de mi mano por la calle. Las quiero a pesar de que les cueste un mundo pasear conmigo y a pesar de que no tengan ganas de leer. Las quiero a pesar de que discutamos por las películas y series que vamos a ver y  a pesar de que sean incapaces de meter su taza del desayuno en el lavaplatos hasta que les grito. Las quiero a pesar del desorden que también es siempre a su favor y nunca al mío. Las quiero aunque me comparen con otros padres y casi siempre salga perdiendo. 

Las quiero más y mejor que cuando era fácil, cuando era imposible no quererlas porque para ellas yo era lo más, la solución a sus problemas, el Sr. Lobo, el médico, la enfermera, la cocinera, la contadora de historias, Willy Wonka y el hada madrina, la lectora de libros gordos mientras cenaban. Era más fácil cuando mis brazos, mis besos y mis palabras eran todo lo que necesitaban. Era más fácil cuando yo era todo su mundo, era más fácil cuando ellas parecían perfectas y adorables pero ahora las quiero mejor. Las quiero más y mejor a pesar de que haya cosas que no me gustan. A pesar de que a veces me caigan mal, a pesar de que a veces no las soporte. A pesar de que, a veces, me duelan. 

Ahora las quiero mejor a pesar de ellas. Y esto es algo que no me esperaba. 

Vengo del futuro a contároslo por si acaso creéis que no podéis sentir más amor que en el parto, viendo a vuestros hijos dar sus primeros pasos o diciendo "papá, paso de ti». Ese amor está muy bien pero está chupado, son las verdes colinas de Sonrisas y Lágrimas del amor. Vengo del futuro a contaros que lo bueno, la cumbre del amor por tus hijos está al final de las pendientes del Everest y que no te esperas lo que encuentras allí. 


miércoles, 23 de enero de 2019

El altar de las pajas

Estoy leyendo un libro muy bueno, uno de esos que te atrapan tanto que te molesta la vida porque no quieres hacer otra cosa que devorarlo. Ando leyendo por los rincones, en cualquier rato, en todo momento, me duermo con él en las manos y cuando me despierto sobresaltada sigo leyendo aunque sean las cuatro de la mañana. Es un libro intenso, dulce, reconfortante, divertido, entrañable, conmovedor, duro... y de repente ahí están: las pajas. 

«Perdón, no sabía que estabas ocupado» Eso me dijo una tarde calurosa mi papá. Él siempre tocaba la puerta antes de entrar en mi cuarto, pero esa tarde no tocó, venía muy feliz con el libro en la mano, estaba impaciente por entregármelo, y abrió. Yo tenía una hamaca colgada en el cuarto, y ahí estaba echado, en pleno ajetreo, mirando una revista para ayudarle con los ojo a la mano y a la imaginación. Me miró un instante, sonrió, y dio la vuelta. Antes de cerrar otra vez la puerta, me alcanzó a decir: «Perdón, no sabía que estabas ocupado». (El olvido que seremos, Héctor Abad Faciolince)

Y, de repente, tengo una epifanía, una revelación, un descubrimiento. ¿Qué les pasa a los hombres con sus pajas adolescentes? Los hombres tienen cariño a tres cosas de su adolescencia: el pelo, sus camisetas mugrientas y las pajas. Añoran su pelo en el caso de haberlo perdido, hacen altares intocables en sus armarios a sus camisetas, y a las pajas les dedican siempre párrafos en sus autobiografías y si no escriben autobiografías las colocan en manos (tenía que decirlo) de sus personajes o te las describen con una profusión de detalles que te quedas atónita. 

«Era una especie de volcán espermático cuyas fumarolas permanentes evidenciaban un peligro de erupción repentina. Agitado, inquieto, siempre escondía una mano en el bolsillo. Cuando le pregunté el porqué de aquella costumbre, me contesto: «Mantengo el animal atado» (Una vida francesa, Jean Paul Dubois)

Por supuesto, estoy muy a favor de las pajas, de las adolescentes y de las de cualquier edad pero me da ternura ese apego que le tienen los hombres a las de su más tierna juventud. Tenían granos, complejos y pajas. Algunos tenían novias pero pregúntale a un tío por su primer polvo y te dirá: «en un coche» o «con fulanita» o «en un festival de música en Santiago de Compostela». De ninguna de las maneras hilará el relato romántico y evocador con el que te puede hablar de sus pajas durante horas, las novias son agua pasada, las pajas, ¡ay, las pajas! Las añoran con  cariño y detalle: sus escondites secretos, los rituales de preparación, las revistas y la limpieza para no dejar rastro. Lo cuentan tan pormenorizadamente que a veces dan miedo, parecen psicópatas que hubieran cometido un terrible crimen y que al lograr salir de él sin ser pillados se sintieran absurdamente orgullosos. «¿De verdad te crees que tus padres no sabían que te matabas a pajas?» «Qué va, era superdiscreto» Qué ternura me dan. 

«Vives en un tormento de frustración y continua excitación sexual, batiendo el record norteamericano de masturbación durante todos los meses de 1961 y 1962 como onanista no por elección sino por circunstancias». (Diario de invierno, Paul Auster)

Recuerdan cómo descubrieron las pajas y cómo, durante una temporada, se creyeron los únicos del mundo en haber encontrado esa fuente de placer inagotable (en la adolescencia, luego no sé si por un uso indiscriminado en esos años  o por un tema fisiológico resulta no ser agotable).«Te juro que pensé que era el único, el primero que había descubierto que eso se podía hacer. Era imposible que los demás lo supieran». Lo dicho, ternurita.

Las mujeres no hablamos de pajas. A ver, sí hablamos pero en literatura no tropiezas con ellas cuando menos te lo esperas, al doblar una esquina de una página cualquiera. «Merendábamos y yo me escabullía al baño a darme una ducha porque había descubierto que allí...», eso no pasa. ¿Por qué? ¿Nos da vergüenza? No creo. ¿Está mal visto? Pues mira, ya tenemos una edad y nos da igual pero supongo que antes, de eso no podía hablar, no era de señoritas o te convertía en una pervertida pero aún así, me pongo a pensarlo y no encuentro nada medianamente evocador en mis pajas. De hecho no puedo recordar nada interesante o que me retrotraiga a una adolescencia fabulosa y atractiva, llena de un renacer al onanismo que llenaba mis días. Desde luego jamás pensé que aquello fuera algo que había descubierto yo, era obvio que debía llevar descubierto siglos, milenios aunque no se hablara en el desayuno ni saliera en los periódicos ni en los libros de los Cinco. 

«Las pajas de la adolescencia son las mejores» me dijo un hombre el otro día al consultarte sobre este tema. Y claro, he pensado que no estoy para nada de acuerdo. Son mejores ahora. Ahora no hay prisa, tu espacio es tuyo, nadie va a venir a decirte que te vas a quedar ciego o que irás al infierno o que eso no es de señoritas y, sobre todo, te conoces mucho mejor. Hablo por mí, claro. Empiezo a sospechar que los hombres jamás superan su amor por su yo de dieciséis años granujiento y con las manos pegajosas. Lo tienen en un altar. Yo, si embargo, a Dios pongo por testigo que ni de coña querría yo tener otra vez dieciséis años y que probablemente por este motivo, si algún día escribo mi autobiografía  jamás haré un  altar literario a mis pajas de adolescencia.


lunes, 21 de enero de 2019

Once años escribiendo, el invierno del blog

Ya casi nadie escribe blogs y casi nadie los lee. No sé en qué momento ochocientas, mil palabras, se volvieron un texto demasiado extenso para prestarle atención y no me importa.

Me gusta pensar en Cosas que (me) pasan, en escribirlo, como en un ser vivo: unos inicios titubeantes, tímidos, casi a escondidas, seguidos de unos pasos llenos de incredulidad al contemplarse erguido, andando, capaz. Después la paulatina seguridad, el entusiasmo, la alegría de la juventud y la efervescencia que le llevaron a ganar confianza y control sobre sus movimientos, su expresividad, a creer que el mundo estaba en sus manos. Fueron los momentos de la fiesta, de Studio 54, de exaltación de la amistad, de descontrol, de juerga, de vida social y de diversión. Después llegó la resaca, la  las dudas y más tarde, la calma, la reflexión. Se acabó la fiesta, recogimos las botellas, el confeti, el espumillón y nos retiramos a casa, a descansar, a los cuarteles de invierno, a la madriguera. Ahora mismo quiero pensar que estamos, el blog y yo, en ese momento, en ese punto: la madurez. Quedamos pocos escribiendo y pocos leyendo, somos los jubilados del bar cutre, nos resistimos a abandonar el barco, a dejar de escribir. No es por tozudez ni por lealtad a ninguna antigua promesa, ni quiero ser la orquesta del Titanic, simplemente sigo escribiendo porque no puedo dejarlo, porque me gusta. Me gusta escribir sin urgencia, sin motivo, sin presión, simplemente porque puedo hacerlo como me de la gana, porque esto es mi casa y estoy a salvo. 

Fue primavera, fue verano, fue otoño y ahora, por fin, ha llegado mi el invierno de Cosas que (me) pasan, mi estación favorita: silenciosa, tranquila, solitaria y quiero creer que más sabia. Estoy encantada. 

Gracias a todos.

Actualización: tras pasarme días pensando en este post, desesperarme porque no se me ocurría nada, encontrar la idea, escribirlo y publicarlo, he ido a comprobar de manera rutinaria la efeméride y he comprobado que me he adelantado exactamente una semana al aniversario. Es el invierno del blog y el comienzo de mi senilidad. Me troncho.




lunes, 14 de enero de 2019

Di No al open concept.

La gente anda encabronada con Marie Kondo y a mí lo que me tiene encendida es el open concept que es Marie Kondo en formato arquitectura de interiores. Odio el open concept. Me saca de mis casillas esa moda absurda, copiada por catetismo de otros países, que consiste en integrar la cocina en el salón y creer que eso es lo más de lo más. «Es open concept, es más moderno, integras espacios» Que no me hables jerga cuqui, que no, que no, y que no. 


Hace treinta, veinte, diez años, ibas a una casa y tenía una cocina de dos fuegos y media nevera y te decían "es cocina americana" casi con vergüenza. Uno tenía cocina americana porque vivía en un cuchitril, porque no había otra manera de encajar en ese mínimo espacio un hueco para cocinar. Tenías cocina americana porque no podías tener una cocina decente. Ahora, la cocina americana se ha convertido en open concept. Alehop, le cambiamos el nombre, lo hacen los gemelos y todos como borregos a copiarlo sin pensar, porque queda bonito en instagram, porque te lo dice la cuqui decoradora, el hypster interiorista. 

«Es que así cuando viene gente, están conmigo mientras cocino» ES QUE ME TRONCHO. Esta estupidez la dicen las parejas del programa de los gemelos y la repiten los que lo copian aquí. Vamos a ver. ¿Cuántas noches tienes gente a cenar en tu casa? Seamos optimistas, vamos a pensar que eres alguien que cada fin de semana te pones el mandil e invitas a tus amigos a comer. Todas las semanas. Incluso siendo el anfitrión del año, el Jaime Oliver de tu bloque, el ganador de Masterchef, te quedan cinco días en los que estás solo con tu familia en casa. ¿Vas a construirte una cocina basándote en tus ganas de epatar a tus amigos con tus cocinillas? Este argumento, además, acaba con una de las cosas más maravillosas que tienen las reuniones de amigos en casa: los corrillos en la cocina. Las mejores conversaciones de las cenas, los cotilleos más jugosos, las risas más sinceras se dan siempre siempre en las cocinas. Guardo en mi memoria una fiesta genial hace en casa de un amigo que se iba a vivir a Singapur para siempre (ya ha vuelto pero esa es otra historia), mis amigos y yo nos hicimos fuertes en la cocina y estuvimos riéndonos hasta el amanecer. El resto de la fiesta entraba y salía mirándonos con asombro y envidia, como si fuéramos una sociedad secreta a la que no tuvieran acceso. Esto, con el open concept de los cojones, es imposible.  Además, con el open concept ni siquiera puedes decir «vaya birria de vino que ha traído Pepe» porque tienes a Pepe acodado a la barrita ridícula que te has cascado en mitad del salón. 

«Yo quiero open concept para ver a los niños mientras cocino» Vamos a ver, vamos a ver, vamos a ver. Cuando los niños son pequeños hay que tenerlos a la vista todo el tiempo, correcto, pero pero pero en cuanto son un poco mayores y cuando digo un poco mayores me refiero a cuando  siete u ocho años... te aseguro que no quieres tenerlos a la vista todo el tiempo. Imaginemos que tienes una cocina de gente con criterio, una cocina normal (ojalá medianamente amplia y con mesa fija para comer) y estás preparando la cena, Pablito, tu querido hijo, entra a preguntar, perdón, entra a auditar si lo que estás preparando le parece bien. Imaginemos que le parece bien y le dices: «Pablito, vete a lavar las manos, a ponerte el pijama y vienes a poner la mesa». Pablito husmea, se da la vuelta y sale de la cocina y tú en tu ignorancia puedes imaginar que está haciendo lo que le has pedido y la armonía familiar no sufre. Si tienes una cocina openconcept pasan dos cosas, Pablito está tirado en el sofá viendo la tele, mirando el móvil, jugando a la playstation, leyendo o pegándose con su hermano. Husmea desde ahí lo que estás cocinando y te dice «¿De cena hay brócoli? No me gusta». Tú le contestas que se vaya a lavar las manos, poner el pijama y ayudarte con la mesa....y ¡tachán! gracias al open concept puedes observar en vivo y en directo como tu hijo pasa olímpicamente de ti. Te enciendes y le dices «¿no me has oído?» y él contesta «Ya voy» pero no se mueve. El brócoli no se te corta porque no es posible pero prueba a hacer mayonesa o merengue con es nivel de tensión familiar.  

El efecto ver a tus hijos tampoco funciona a la inversa. Tú crees que tus adorables bebés que corretean van a seguir siempre así pero antes de que te des cuenta, hacen chas y tienen doce años y se levantan a las doce de la mañana, cuatro horas después de que tú hayas amanecido, desayunado, leído la prensa y organizado el día. ¿De verdad te apetece ver como en pijama se preparan el desayuno dejando toda la encimera llena de migas? ¿Quieres verlo? ¿Quieres ver desde tu sofá, en vivo y en directo como dejan el envase de la leche con una última gota en la nevera, cómo cortan el pan con el cuchillo que no es, como recogen su mantelito (si es que lo han puesto) sin preocuparse de las migas que caen a tu suelo open concept, como pasan de meter la taza en el lavaplatos porque siguen creyendo en los duendes del lavavajillas? ¿En serio quieres eso? ¿Eres masoquista? 

El open concept de las narices es además una esclavitud. Volvamos al Jaime Oliver del bloque, das tu comida familiar el sábado a mediodía y cuando tus invitados se piran tienes toda tu casa hecha un desastre. No puedes llevarlo todo a la cocina, cerrar la puerta y decir: me voy a echar la siesta un rato y luego lo recojo porque los platos, los vasos, las fuentes, los restos de comida te miran desde tu encimera cuqui y te dicen: «estamos aquíiiiiii, nos ves desde el sofaaaaa» Una cosa es saber que el caos te espera al final del pasillo y otra cosa es ver al caos descojonándose de ti. 

El openconcept, además, huele y hace ruido. «Hay campanas extractoras muy potentes» Sí, sí, claro. Si en una casa con cocina independiente, con la campana superguay encendida y con la puerta cerrada el olor a tomate frito, a bizcocho casero, a coliflor gratinada se huele desde la entrada, ¿me estás contando que con el open concept no huele a nada? Y al revés. Volvamos a Pablito que ya tiene dieciséis años volviendo de su partido de futbol y tirándose en el sofá porque le da pereza ducharse mientras tú preparas la tortilla de patata de la cena disfrutando del olor a sobaquina y pies de tu niño. 

El openconcept hace ruido porque los electrodomésticos hacen ruido, incluso los silenciosos. Usa una thermomix, una batidora, una picadora y escucha los gritos de tus hijos o tu pareja porque «con ese ruido no oigo la tele».

En fin, que no seáis cursis ni caigáis en modas ridículas. El openconcept es la pijez del momento, la moda de la temporada, la cocina americana con ínfulas, la estupidez de la década. Pelead por una cocina independiente, cómoda, confortable y con mesa. El open concept es una declaración de intenciones, claramente tu intención es no cocinar. 

Y recordad, las mejores cosas pasan en las cocinas. 


martes, 8 de enero de 2019

El bar cutre y el bar cuqui

En los bares cuquis no hay barra. Están pensados para gente con mucha vida interior y ocupadísima que necesita una mesa, tres sillas y un enchufe y por eso la barra es mínima. Entras en un bar cuqui pides un café,  te sientas,  y cuando miras a tu alrededor piensas ¿pero este bar no estaba en Valladolid? Y no, no está en Valladolid pero las mesas blancas, las sillas de colorinches despellejados, las lámparas industriales más falsas que la sonrisa de los camareros, los polos negros que llevan puestos los empleados y la espumilla en forma de espiga coronando tu café son exactamente iguales a las mesas blancas, las sillas de colorinches despellejadas, las lámparas industriales falsas, los polos negros y los bollos industriales marcados como Home made del bar de Valladolid en el que desayunaste hace quince días. Hasta jurarías que los camareros son los mismos. 

En los bares cutres las mesas son para los cobardes. En l barra está la vida. Un bar cutre se parece a otro bar cutre en que es oscuro, el suelo es de gres horroroso, las tazas de café te recuerdan a los días en los que ibas con tu padre a desayunar a un bar y te sentías especial, en los periódicos arrugados encima de la barra y en que tiene el mismo escaparate de tapas que todos los bares cutres del mundo. (Espero que el fabricante de escaparates de tapas se esté reciclando y haya empezado a fabricar vitrinitas cuquis para cupcakes y muffins porque lo de las tapas de chorizo al vino y ensaladilla rusa se está extinguiendo). 

En un bar cuqui el camarero te va a preguntar qué quieres y cómo lo quieres y te dará tantas opciones que acabarás contestándole: ME DA IGUAL, acaba con esta tortura, lo que tú quieras pero dame un café. En un bar cutre, esperarán a ver qué pides y si repites varios días seguidos durante semanas, al final el camarero sabrá lo que quieres. Eso no quiere decir que le caigas bien, ni bien ni mal, pero hace bien su trabajo. En el bar cuqui el camarero también hace bien su trabajo que consiste en no recordar nada más allá de las infinitas opciones que el establecimiento ofrece. Y decirte que se llama Bruno. 

El bar cuqui está pensando para que todo el que pase por la calle vea todo lo que hay dentro, incluido tú, tu libro, tu ordenador, tu acompañante y lo que estás tomando. En un bar cutre siguen la máxima de Narnia, la aventura está al otro lado de la puerta. 

Sé que sueno un poco Marías, un poco vieja refunfuñona (cosa que, por otra parte, he sido toda la vida) pero me preocupa el avance de los bares cuquis porque son todos iguales, porque aparecen y desaparecen, porque no permanecen, porque soy incapaz de recordar sus nombres «el bar ese blanquito que han abierto» «el de las sillas de colorines enfrente de la biblioteca», porque no puedo fijar recuerdos en ellos ni imaginar historias que no se parezcan mucho a un capítulo de cualquier serie americana. Los bares cutres a veces dan miedo, a veces son tan cutres que desearías llevar los zapatos plastificados, a veces me revienta no poder mover los taburetes de lo que pesan pero los distingo unos de otros. No soy una gran frecuentadora de bares, ni cuquis ni cutres, pero puedo contar historias de La Fuentona, el bar en el que mi padre desayunaba todos los días y su camarero Fidel, o de la cafetería Santander dónde hace poco tuve un desayuno genial o de La Parisien, el bar cutre pegado a mi casa por el que paso todos los días desde hace trece años y en el que jamás he entrado. Es un bar cutre, oscuro, con camareros de camisa blanca y mesas de formica con manteles de papel y vasos de caña para las comidas, un bar oscuro en el que la tele siempre está encendida con fútbol o toros, es la destilación perfecta del bar cutre y siempre siempre está lleno. En la esquina, justo a su lado, en el antiguo local de un banco, han abierto un bar cuqui y sufro pensando que algún día La Parisien enfermará del virus cuqui y me quedaré sin conocer su encanto. 

Lo mismo mañana desayuno en La Parisien.  


lunes, 31 de diciembre de 2018

Lecturas encadenadas. Diciembre

Termino el año como Beth, con una salud frágil que me tiene debilitada y sin posibilidad de mucha actividad. La parte mala es que es un asco, la buena que he tenido mucho tiempo para leer y la peor que me va a costar la vida escribir este último post del año pero el deber es el deber y el blog no se escribe solo.

Al lío.

«No me des las gracias todavía, ya me las darás por descubrirte a la escritora de tu vida. Lee a Lorrie Moore» Cuando te mandan este mensaje acompañando un libro, es evidente que tienes que leer ese libro para poder decirle al listillo de turno: «pues no ha sido para tanto». El problema es que Birds of America de Lorrie Moore sí fue para tanto. (Lo he leído en inglés)

No conocía a Moore de nada y no la busqué ni investigué sobre ella antes de ponerme a leer sus relatos. No lo hago nunca, no me gusta saber nada de los autores antes de leerlos. Me da igual quién sean, qué hacen, no me importa un pimiento su vida, solo quiero conocerlos por lo que escriben. Me sumergí en Moore sin tener ni idea y me encontré con unos relatos sorprendentes, inesperados, unos relatos que pasados casi un mes desde su lectura sigo recordando de principio a fin. Algunos de ellos me recordaron a los de Lucia Berlin aunque los de Berlin eran más excéntricos, más al límite mientras que los de Moore son más cotidianos, más del día a día, más el relato que podrías protagonizar tú con tu vida. Moore no cuenta lo que pasa, que suele ser nada, sino lo que piensan, sienten y recorre la piel de los personajes. Todos los relatos tratan sobre la extrañeza que supone vivir, la perplejidad que experimentamos cada día al ser conscientes de como nos sentimos ante lo que nos ocurre en el día a día, ya sea una relación amorosa, un viaje, una reunión familiar, una enfermera, la muerte de una mascota, un fracaso laboral. Moore nos cuenta que sentimos cuando nos paramos a pensar lo increíble y frágil que es el equilibrio en el que vivimos.

En Birds of America se recogen once relatos y todos son excepcionales. El penúltimo, “People Like That Are the Only People Here: Canonical Babbling in Peed Onk" es un relato espectacular sobre la enfermedad de un bebé y la manera en que los padres se enfrentan a esa enfermedad. No hay melodrama, ni sensiblería, ni tragedia. No va de dar pena, ni de buscar la lágrima fácil, va de como seguir en pie cuando todo se tambalea, cuando te quedas sin suelo.  
    «Lo que hace la gente por allí es salir adelante. Hay una especie de valentía en sus vidas que en absoluto es valentía. Es algo automático, inquebrantable, una mezcla de hombre y máquina, una obligación incuestionable y absorbente que se encuentra con la enfermedad, movimiento a movimiento, en un ajedrez gigante en que cada vez que uno mueve, el otro también lo hace: un asalto sin fin de algo que se parece a boxear con un adversario imaginario, aunque entre el amor y la muerte, ¿qué es lo imaginario? «Todo el mundo nos admira por nuestra valentía —dice un hombre—, no tienen idea de lo que están diciendo.»       «Podría salir de aquí —piensa la Madre—. Podría coger un autobús e irme, y nunca volver. Cambiarme de nombre. Como el asunto de la protección de testigos.»       —La valentía requiere opciones —añade el hombre».       Eso sería mejor para el Bebé.       —Hay opciones —dice una mujer con una cinta de ante en el pelo—. Podrías tirar la toalla. Podrías irte a pique.       —No, no puedes. Nadie lo hace. Nunca lo he visto —dice el hombre—. Bueno, nadie se va a pique del todo»



El comic del mes ha sido Los puentes de Moscú de Alfonso Zapico, prestado por mi hermano Gonzalo. Zapico reúne a Fermín Muguruza y Eduardo Madina para hablar de la "situación", para tratar de tender puentes entre las dos orillas de una historia en la que los de un lado mataban a los del otro.  Este encuentro, en el que él aparece también como protagonista, ocurre en la segunda parte del libro y hasta ese momento, Zapico nos va contando la historia de Madina y Muguruza. Me gusta mucho la idea, la manera aparecer como un personaje más que va construyendo la narración, la cotidianeidad de los encuentros y el dibujo de Zapico me encanta, pero se me queda cortísimo en el enfoque. Me parece que le falta profundidad, que se queda muy muy en la superficie de un problema muy grave y muy complejo en el que he tenido la sensación de que Muguruza tiene un protagonismo mucho más importante que Madina, quedando el relato (pretendidamente equidistante) un poco cojo. Terminé de leerlo y me quedé con un regusto un poco raro, me sentí un poco desencantada. 



A cielo abierto de Joao Gilberto Noll. La frase «Te regalo este libro porque me lo he comprado y al llegar a casa me he dado cuenta de que ya lo tenía» quizás no es la mejor para regalar un libro pero ¡ey! yo nunca digo que no a un libro aunque sea tan rarísimo como éste. 

Cesar Aira dice de Noll que es el mejor escritor vivo. Yo no sé si es el mejor pero sí sé que es de los más extraños. Su manera de escribir, de contar, es tan extraña que me ha provocado el efecto Delillo, es uno de esos autores que me producen la sensación de no ser lo suficientemente inteligente para leerlos, para entenderlos. Me ocurrió lo mismo con Lawrence Durrell y El Cuarteto de Alejandría cuando tenía diecinueve años. Veinte años después lo releí y se abrió ante mí y me deslumbró por completo, lo ví cristalino. Lo malo de Noll es que no sé si dentro de veinte años estaré para releerlo. 

En A cielo abierto, un narrador del que desconocemos su nombre sale de casa con su hermano pequeño para ir a buscar a su padre, un general, al campo de batalla. Necesitan dinero para pagar al médico que debe curar al hermano que está gravemente enfermo. Hasta la llegada al frente atravesando campos inhóspitos y hostiles, la historia me recordó a Jesús Carrasco y su Intemperie. Al llegar al frente el muchacho es alistado a la fuerza y de ahí acaba desertado convirtiéndose en un fugitivo que huye y del que el lector no tiene muy claro si lo que le pasa es real o un sueño. A partir de aquí todo se vuelve muy onírico, muy irreal, la narración se vuelve extraña, como una alucinación o un delirio febril. En esta segunda parte recordé las cartas entre Anais Nin y Henry Miller por la presencia constante del sexo tanto practicado como pensado y deseado. La última parte, como prisionero en un barco, me recordó a El corazón de las tinieblas y Motín a bordo. En resumen, un libro extrañísimo del que salí casi con resaca. 

Justo antes de empezar mi convalecencia empecé los Diarios de Iñaki Uriarte que llevaban años en mi lista de pendientes. Iñaki Uriarte es un tipo curioso. Nació en Nueva York, es de San Sebastián y vive en Bilbao. No ha trabajado nunca en su vida y adora Benidorm. Adora los gatos o, mejor dicho, adora a su gato y lee a Montesquieu con devoción, dedicación y prodigiosa memoria. Sus diarios, los publicados, recogen sus anotaciones desde 1999 hasta 2008 y recogen anécdotas, pensamientos, citas de lecturas, recuerdos de infancia, de adolescencia, nostalgia por un pasado que no ya no existe y alegría por el pasado que continua siendo presente.  Uriarte reflexiona sobre todo y mucho sobre escribir, sobre él como escritor o como no escritor. Lo que hace parece fácil, tan fácil que piensas «Yo podría hacer esto» pero no es verdad, ahí está la dificultad: en elegir lo que escribes y en la manera de destilarlo. Me identifico muchísimo con esto:

«Huyo de desarrollar las ideas. Como si tuviera miedo, impaciencia, pereza, incapacidad para la lentitud. Sólo es falta de talento. No sé quién ha dicho que escribir es hablar sin ser interrumpido. Pero yo me interrumpo de continuo a mí mismo». 

Y con esto que me encantó:

« El desbarajuste en que leo es inmenso. Basta que me empeñe en leer o estudiar algo que me interesa para que surja de inmediato otra cosa que también me interese y me desvíe. Así soy incapaz de acumular un capitalito cultural en algo en especial. 

Si mi cabeza fuera una ciudad, no tendría ningún edificio que llegara más arriba del primer o segundo piso. Estaría llena de portales, de escalinatas de acceso, montones de ladrillos y cemento seco, cascotes. Ni un amago de calle urbanizada, alguna tienda de campaña para pasar el rato, sin un solo jardín decente, una planta por aquí o por allá, bastantes geranios, que resisten porque casi no necesitan riego. Sería como una ciudad bombardeada, pero eso sí, considerablemente extensa, lo que aumentaría la impresión de catástrofe».

Iñaki Uriarte se gusta, le gusta la vida que lleva, la vida que ha podido llevar y es consciente de su suerte. Es un vividor, un jeta, un venerable caballero, un gran conversador y tiene un sentido del humor muy peculiar. Egocéntrico pero peculiar. 

«Sospecho que el rasgo más inconfundible de mi personalidad es que no me gusta Cary Grant. No he encontrado a nadie en mi vida a quien le ocurra algo semejante. Es lo primero que le diría a un psicoanalista: «Doctor, no me gusta Cary Grant». 

Me recuerda a mi amigo Juan que de tanto observarse en soledad se cree único en sus características más tontas: «Ana, yo es que tengo una necesidad fisiológico de echarme la siesta. Después de comer mi cuerpo me exige que me eche la siesta». «Tú lo que eres es idiota, eso nos pasa a todos pero tenemos que trabajar y le decimos a nuestro cuerpo: ya nos echaremos la siesta el finde». Le voy a decir a Juan que escriba un diario. 

El taxidermista, el duque y el elefante del museo es el nuevo libro ilustrado de Ximena Maier. Si vives en Madrid es posible que hayas ido veinte veces al Museo de Ciencias Naturales, si te gustan los animales es posible que hayas ido cien veces y si tienes hijos es posible que hayas ido mil veces. Este libro de Ximena Maier cuenta la historia de ese elefante que hay en la entrada y que has visto tantas veces que ya ni ves, un elefante que parece parte del edificio tanto como las puertas, las estanterías de la librería o el suelo. Ese elefante africano no es en realidad un elefante aunque sí tiene algo de africano y fue cazado por un Duque de Alba en 1913. No quiero contar mucho más del elefante porque la historia tiene tantísimo encanto que es muchísimo mejor que la descubráis en los dibujos de Ximena que son como siempre un dechado de color, detalle, ingenio y humor. Como pasaba con El Cuaderno del Prado (¿Os he dicho que salgo en la contraportada de la tercera edición con parte del texto que escribí aquí cuando lo leí?) al terminarlo quieres ir al Museo a ver el elefante de verdad, a verlo como si no lo hubieras visto nunca. Un planazo: el libro y el Museo en el que, además ahora, hay una exposición con los dibujos del libro. Regalad El Elefante y quedaréis como reyes. 

Mi última lectura del año, la lectura número cincuenta y dos ha sido el libro que sale en todas las listas de mejores libros del año: Ordesa de Manuel Vilas. Compré este libro tras encontrarme con el propio Vilas en Los editores y charlar con él un buen rato sobre libros, vidas, depresiones, divorcios y medicaciones. No quería comprarlo y lo compré y no quería leerlo y lo he leído y quería que me encantara y no me ha encantado. O, mejor dicho, no me ha parecido el mejor libro del año ni de lejos. Reconozco las cosas que cuenta Vilas, el vértigo de la muerte de los padres cuando te quedas solo frente a la línea que dice que el próximo serás tú, el vértigo del divorcio cuando te enfrentas a la certeza de que evidentemente algo has hecho mal y tienes que empezar a reinventar el futuro que habías planeado tener veinte años antes. Reconozco Barbastro, los Pirineos, la relación con los hijos adolescentes y la depresión claro, pero casi nada de todo esto me ha conectado con el libro. ¿Es un mal libro? No. ¿Es el mejor libro del año? Para nada. Si alguien quiere leer algo sobre el luto por un padre, os recomiendo Te me moriste de José Luis Peixoto que también leí este año y que es un grito desgarrador de amor al padre desaparecido que conmueve hasta los huesos.

Cincuenta y dos libros como cincuenta y dos soles. Iba a hacer una lista de los diez mejores pero me han dicho «No des la turra» y he pensado que el mundo ya está lleno de listas. No hacen falta más. 

Y con esto, el brazo en cabestrillo, la mantita sobre las rodillas y doce lacasitos ¡feliz año nuevo! y hasta los encadenados de enero.