miércoles, 17 de mayo de 2017

Unas cuantas cosas sobre el rollo de ser padres


«La paternidad en sí misma no proporciona una sabiduría que merezca la pena impartir»  (El día de la independencia, de Richard Ford)

Ser padre no te hace mejor persona. Hay tantos ejemplos en la historia de la Humanidad que da vergüenza tener que decir esto.

Ser padre no te hace más humano. Te hace un humano con hijos. No eres más. Ni menos. 

Ser padre no significa que siempre sepas que es lo mejor para tus hijos. De hecho, puedes llegar a matarlos por creer erróneamente que determinado tipo de cosas son lo mejor. 

Ser padre no te convierte en profesional de la sanidad. Hay gente, muchísima de hecho, que sabe mejor que tú cómo cuidar de la salud de tu hijo. 

Ser padre no te convierte en especialista en educación. Hay otro montón de gente que sabe, mejor tú, cómo enseñar a tus hijos. 

Ser padre no debería volverte ciego. Deberías ser capaz de ver lo malo que tienen tus hijos, y sí, lo tienen. 

Ser padre no te hace especial. ¿Te sientes especial? Estupendo, eso es maravilloso pero eres tan especial como el que no tiene hijos. 

Que seas padre no obliga al resto de la sociedad a rendirte pleitesía porque estás perpetuando la especie o el sistema de pensiones. Tú no tuviste hijos para eso, no te tires el rollo benefactor de la sociedad. 

A pesar de lo que mucha gente cree, ser padre tampoco te hace más tonto. 

Lo que sí te hace ser padre es sentir más amor del que jamás habías pensado y más miedo del que crees que podrás aguantar. 

Todo lo demás son paparruchas.


viernes, 12 de mayo de 2017

Antes del algoritmo

A lo mejor soy yo. A lo mejor, por fin, mi madre estaba equivocada en algo, y resulta que no soy tan preocupona como ella decía, pero no consigo que el malvado algoritmo de las redes sociales perturbe mi vida. 

«El algoritmo elige lo que ves», «el algoritmo te muestra lo que cree que te va a gustar», «el algoritmo  te oculta cosas y reduce tus posibilidades de conocer otras cosas», «el algoritmo te lleva a vivir en una burbuja».

Ajá. 

A lo mejor, el problema no es que me preocupo poco sino que no consigo recordar esa época idílica en la que parece que todos los agoreros del futuro vivían antes de internet y sus malvadísimos algoritmos. 

Cuando tenía nueve años empecé a leer el periódico. Leía, en voz alta a mi abuelo, las esquelas del Abc para ver si conocía a alguien. Más tarde, descubrí la sección de sucesos, un mundo de truculencias sin fin con asesinos, ladrones, robos y asesinatos. Poco a poco fui ampliando mi lectura del periódico y yo, sinceramente, creía que lo que allí me contaban era la verdad. Leía el Abc porque era lo que había en mi casa, lo que me daban a leer. Mi abuelo, mi familia, mi colegio, mis amigos, eran mi algoritmo. Mi entorno elegía lo que yo veía, leía, escuchaba, elegía lo que me gustaba. Y me gustaba lo que mi algoritmo me daba. Y eso, más o menos, nos pasaba a todos. 

Cuando crecí y fui a la universidad, y empecé a trabajar y conocí gente nueva, dejé de leer el Abc y sobre todo dejé de creer que en los periódicos estaba la verdad, ¿por qué dejé de creerlo? Porque leía todos los periódicos, escuchaba varias radios y conocí a gente muy diferente, con vidas distintas de las mía. Y mi mundo se amplió. No soy ninguna heroína revolucionaria ni rebelde y no pasé de un extremo a otro de la noche a la mañana, porque mi algoritmo de aquel entonces era poderoso (me río yo de Google), fue una búsqueda inconsciente, hecha a partir de cosas que leía, nexos que iba encontrando y curiosidad. Mi entorno seguía sugiriéndome las mismas cosas pero yo empecé a rechazarlas o a mirarlas de otra manera.  Más tarde llegó internet y descubrí que tenía a mi alcance todos los periódicos del mundo, libros que ni sabía que existían, radios de otros países y gente que vive a miles de kilómetros. Y mi mundo se amplió tanto que no lo abarco.  Por supuesto en ese mundo inabarcable hay mil chorradas, tonterías, cosas que no me gustan y que no sé como han llegado hasta mi puerta. Las aparto a patadas, salto por encima y voy a buscar las que me interesan, descubrir otras. 

¿A dónde quiero llegar con todo esto? A que, antes del algoritmo, no vivíamos en un jardín del Edén  en el que todas las cosas interesantes del mundo estaban colgadas de árboles del paraíso para que nosotros las recogiéramos paseando tranquilamente. No éramos alegres pastorcillos virginales y abiertos a todo, ni mucho menos. Antes del malvado algoritmo de la red, todo los que nos llegaba, todo lo que teníamos a nuestro alcance venía determinado por nuestra familia, nuestros amigos y nuestro entorno. A veces las aceptábamos con agrado, otras nos las comíamos sin rechistar y otras, algunos, las rechazábamos para buscar otras. 

No soy tan ingenua como para creer que internet es un campo de libertades y oportunidades sin trampas, vallas y minas antipersona pero no creo, aunque puedo estar equivocada, que sea mucho peor que el mundo en el que vivíamos hace 20 años. Hace veinte años esas cosas que según muchos nos "escoge" el algoritmo sencillamente no sabíamos ni que existían o nos venían "escogidas" de otra manera. 

Internet tiene un millón de cosas malas y me parece estupendo que haya gente que no quiera tocarlo ni con un palo y abomine de las redes sociales. No entiendo mucho que se abomine de algo que no se ha probado pero oye, yo no como riñoncitos, ni manitas de cerdo, ni callos, porque me dan asco sin haberlos probado jamás. Cada uno se limita como quiere. 

En mi opinión, no te limita un algoritmo, te limitas tú solo. Hay gente en internet que sigue en el Abc y tiene cero interés en conocer en nada nuevo, quieren eso para siempre. Y hay gente que sale y explora, desecha lo que no le mola y sigue buscando. 

Además, tengo buenas noticias, podéis no comprar el libro que os sugiere Amazon, podéis incluso ni mirarlo. 


miércoles, 10 de mayo de 2017

El anillo

Siempre se fija en las manos de las personas que conoce, que le presentan, que le llaman la atención. En un bar, en una reunión de trabajo, en cualquier sitio, mira sus manos, las uñas y los dedos buscando el anillo. Sabe que ya no tiene un significado real ni inequívoco, y que muchos de los que deberían llevarlo o podrían llevarlo no lo hacen, pero no puede evitar fijarse. Se ha dado cuenta de que ellas sí lo llevan, casi siempre. Intenta desentrañar algo de la personalidad del que lo lleva por el material, el grosor, la posición o por el hecho de que le esté grande, le apriete o no pueda dejar de tocarlo mientras charla o escucha, como un tic. ¿Es esa persona de los que eligió, de los que se dejó llevar o de los que no quiso discutir? ¿Lo lleva por qué quiere o porque la opción de no llevarlo le acarrearía problemas? ¿Llevará algo inscrito? ¿Su nombre? ¿Una fecha? ¿Una promesa? ¿Otro nombre? No sabe porque ha empezado a fijarse, pero es inevitable, lo hace hasta con los personajes de la televisión, las fotos de los periódicos, como si estuviera haciendo una clasificación. 

«¿Por qué lo llevas ahí?» le preguntó a su padre el día que se dio cuenta de que él lo llevaba al cuello, colgado de una cadena. «Porque no me acostumbraba a llevarlo en su sitio, se enganchaba, me lo quitaba, lo perdía y a tu madre se le ocurrió esta solución». Cuando murió, su madre lo sacó de la cadena y lo unió con el suyo en uno único, como Sauron, para llevarlos entrelazados, para seguir unidos. Aquello le pareció insoportablemente bonito. 

Nunca se acostumbró. Recuerda la extrañeza que le provocaba ver su propia mano sobre el volante con la alianza en uno de sus dedos, el sobresalto por el sonido metálico al coger o tocar algo. Era tan raro que, durante una temporada, se lo quitó y lo llevó en su cadena del cuello, como su padre, pero también era raro. Lo sentía, lo notaba y le parecía que estaba haciendo trampas. Volvió a colocarlo en su sitio y acabó acostumbrándose. No, acostumbrándose no es la palabra, era raro, era como si su mano fuera menos su mano y su dedo estuviera disfrazado. Siguió siendo raro siempre. Igual que ahora, casi cuatro años después de quitárselo, es extraño que se sorprenda, a veces, buscando con su pulgar tocar un anillo, que ya no lleva, para asegurarse que está en su sitio y sentir por unos segundos el vértigo de la pérdida.  

«No lo he perdido, es que ya no lo llevo» piensa mientras repite, ya de manera consciente, el gesto con sus dedos. 


lunes, 8 de mayo de 2017

Compras adolescentes

Agata Wierzbicka
¿Cuándo dejan de crecer los niños? Mis pre adolescentes, o proto adolescentes, o lo que sean que son esas mujeres que viven conmigo, han crecido tanto que nada de su ropa de verano del año pasado les sirve. O no les sirve como les gustaría. 

—Yo lo veo bien. 
—Mamáaaaaaa. 

Y me miran levantando las cejas, sacando la cadera y suspirando en plan «puff, madre mía lo que tengo que enseñar todavía a esta madre que me ha tocado en suerte». Por supuesto yo contrataco con la mejor versión de madre insoportable y finjo que el estado de su armario comparable en asilvestramiento a una selva amazonica es algo que me quita la vida. 

—Pero, ¿vosotros os creéis que os voy a comprar ropa teniendo como tenéis el armario?- contesto con las manos en jarras.  

Sinceramente, a mí me da igual el armario. Si no lo veo, no lo padezco pero encuentro un malsano placer en, de vez en cuando, recrear escenas de mi niñez en las que mi madre, ahora sé que fingiendo también, se ponía hecha una furia con mi desorden. Muy digna, vacío el armario sacando todo lo que no les vale o no les queda como les gusta. 

—Mamá, ¡no tenemos ropa! ¡está vacío! 
—Yo lo veo bien, como un armario de Ikea. 
—Los armarios de Ikea están ordenados porque están vacíos. ¡Necesitamos ir de compras!
—Ni de coña os llevo de compras. Tú te lo quieres comprar todo y tu hermana no se quiere comprar nada. Si vamos de compras tú me firmarás un papel que diga "Solo voy a comprar lo que necesito" y tu hermana uno que ponga "Prometo solemnemente que me pondré lo que me compre"
—No te vas a atrever a hacer eso.
—¿Qué no?
—Clara, no provoques a mamá, sabes que es capaz de eso y cosas peores. 

Y lo soy, pero lo que me sobrepasa es ir de compras con ellas. Odio ir de compras en general, es aburrido, cansado, frustrante, agotador y una manera muy estúpida de perder tiempo y dinero. Ir con ellas me deja al borde del llanto o anhelando beberme una botella de vino hasta caer redonda. 

Para empezar, es impresionante la regresión espacio temporal que sufren los adolescentes. Se cansan  enseguida, tan rápido como un niño pequeño pero ahora no llevas carro para que descansen. Sales con ellas de compras y en la segunda tienda descubres que las has perdido de vista, empiezas a dar vueltas mascullando todo tipo de blasfemias y reproches hacia tu yo de hace 15 años, y descubres que están sentadas en un  escalón entre faldas y monos. 

—¿Qué hacéis aquí?
—Estamos cansadas. 
—Pero si llevamos quince minutos. 
—Es que tú no has ido al colegio ocho horas, vuelto a casa, hecho deberes... 
—...
—Vale, vale, ya me callo, como te pones. No me mires así. 

Siguiendo con esa linea de regresión al infantilismo más incipiente, tras el cansancio llega el hambre. 

—Cómprame algo de comer.
—No. 
—Me estoy mareando.
—No me lo creo.
—Te lo juro, me estoy mareando, necesito comer. 
—Ahí hay una frutería, te compro plátanos o unas manzanas.
—Eso no me quita el mareo. 
—Ajá. Cuando te caigas redonda del desmayo, te doy un plátano y vemos si es ese tipo de mareo o no. 
—Cuando te pones sarcástica no te aguanto.
—¿Ves? Ya estás menos mareada. 

¿Por qué no compro merienda? Porque no me da la gana. A las compras hemos venido a sufrir, y vamos a sufrir para terminar cuanto antes con la tortura. 

Ya metidas en faena, he descubierto que lo mejor que puedo hacer es camuflarme, mimetizarme con el entorno e interferir lo mínimo en las compras de mis hijas. Si sugiero que algo puede quedarles bien, huyen despavoridas en dirección contraria o hacen gala de una ironía malvada que no sé de dónde han sacado. 

—¿Eso? Pero eso para ti, ¿no? Para una señora mayor como tú. 

Si me asomo ligeramente al probador en el que se han escondido como princesas de cuento huyendo del dragón descubro que mi presencia no es bien recibida y, por tanto, mi opinión es alegremente despreciada, ignorada. 

—¡Mamá! Déjanos, que nosotras sabemos. 

Si en mi retirada salgo del probador alegremente sin tener cuidado de no abrir la puerta más de 20 cm o dejando la cortina ligeramente entreabierta descubro que mis hijas tienen un sentido del pudor completamente ridículo.

—Mamá, ¡qué nos van a ver!
—¿Quién?
—La gente.
—¿Qué gente? Aquí no hay nadie, estáis en el último probador y todavía se están expandiendo mis pulmones del esfuerzo que he tenido que hacer para caber por la rendija de la puerta que me habéis dejado. 

Mis dos especímenes de adolescente, además, tienen diferentes rutinas para las compras. Una es del tipo explorador exhaustivo, hay que recorrer todos los pasillos, mirar todos los percheros, acariciar todos los tejidos y, si la dejo, husmear todos los perfumes. Es, además, incansable a la hora de probarse y se comporta en el probador como si yo fuera su doncella de corte.

—Otra talla. Más grande. Más pequeña. De otro color. ¿Te acuerdas el perchero que había según entras a la derecha, justo al lado de los vestidos para ti, de señora vieja? Pues ahí había unas camisetas que ponía Girls, esas no, las que estaban al lado...y blablablabla. 

La otra es más del tipo lechuza ojeadora. Pone un pié en el umbral de la tienda, otea y sentencia: no hay nada que me guste. Si tentándola con comprarle algo de comer echa un vistazo dentro de la tienda y consigo que mire algo, su actitud suele ser la de drama queen ofendida con unos toques de falso maltrato maternal. 

—¿Has visto algo que te guste?
—Sí, unas camisetas pero no me las vas a comprar. 
—¿Por qué? 
—Porque no, porque no te van a gustar.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque lo sé, no te van a gustar. 
—¿A ti te gustan? 
—Sí
—¿Te las vas a poner?
—Sí, pero a ti no te van a gustar.
—Pero ¿por qué dices eso?
—Porque nunca te gusta nada de lo que me gusta a mí.
—Por favor, deja el drama. ¿Cuánto cuestan?
—Seis euros.
—Te compro diez.
—Dime que no has traído el papel para firmar o me muero de vergüenza. 

Lo llevaba pero me dieron pena y no lo saqué.


jueves, 4 de mayo de 2017

Lecturas encadenadas. Abril

En abril han caído cuatro libros: tres novelas y un cómic. Tres hombres y una mujer. Sólo uno escrito originalmente en castellano. Al lío.

Entrevistas breves con hombres repulsivos de David Foster Wallace era el siguiente libro para mi taller literario del mes. Es una colección de relatos que me costó dos semanas terminar, primero por falta de tiempo y, segundo, porque a DFW hay que leerlo despacio o te lo pierdes. Los mejores relatos son, sin duda, las entrevistas a hombres repulsivos. Una genialidad de DFW en que la presenta a hombres despreciables, mentirosos, manipuladores, narcisistas y, alguna veces malvados. Lo más increíble ha sido que mientras leía a esos hombres me encontraba muchas veces empatizando con ellos o, incluso, admitiendo sus ideas y argumentaciones como acertadas.

David Foster Wallace lo piensa todo de todas las formas posibles, desde todos los ángulos y todos los puntos de vista. Lo argumenta de una manera y luego le da vuelta, retuerce los pensamientos para que no se le escape nada intentando captar toda la amplitud y todas las derivaciones de cada idea, de cada reflexión. Expone un argumento con toda una batería de poderosas razones y en el párrafo siguiente lo desmonta con igual contundencia. Deslumbra esa increíble capacidad de pensamiento y esa lucidez. 

Tiene muchísimos extractos muy brillantes pero me quedo con su reflexión, presente en varios de los relatos, sobre el papel de víctima, en cómo transformamos el dolor y el sufrimiento en una cualidad que nos eleva por encima de los demás. Ser una víctima, considerarnos así, sufrir, nos hace más, más sabios, más experimentados, lo sentimos así. Es un pensamiento horrible en frío pero consolador en el momento del sufrimiento, sufres por algo, para algo. 
«Estoy diciendo que tenemos una perspectiva tan visceral y condescendiente sobre los derechos y la justicia perfecta y proteger a la gente que no nos paramos a considerar que nadie es solamente una víctima y que nada es solamente negativo y solamente injusto: casi nada es así».
Fuera de las entrevistas breves, me ha gustado muchísimo el relato "En lo alto para siempre", es como estar en un cuadro de piscinas de Hockney. Un delirio de detalles que te trasladan a esa piscina que, para mí, simboliza el momento en el que te haces mayor, en el que eres consciente de que ya no eres un niño. El chico sube al trampolín como se trepa por los años creyendo que lo que se desea, que la finalidad de la vida, es ser adulto, uno quiere llegar a ese sitio inalcanzable que es "ser mayor" representado por el trampolín y el salto a la vida que es la piscina. Una vez arriba, todo se ve diferente, desaparece la magia y uno querría volver abajo, al momento anterior a empezar a trepar por la vida, por la escalera, uno quiere volver al sitio seguro que es la infancia, pero es consciente de que es imposible, no hay vuelta atrás.
«Has decidido que el miedo lo causa básicamente el hecho de pensar»

David Golder de Irene Némirovsky.  Este libro me lo trajeron los Reyes y llevaba años en mi lista porque, desde que cayó en mis manos Suite francesa, leo todo de esta autora. Unas cosas me gustan más y otras menos pero Némirovsky consigue trasladarme a ese ambiente de los años 20, justo antes de que todo se desmoronara, con mucho realismo y mucha crudeza. No hay idealización ni fantasía, probablemente porque era su tiempo, su época, su vida y lo que hace es retratarlo tal cual lo vivía, sentía y sufría.

Esta novela se parece muchísimo a El baile. Me gusta Némirovsky porque no finge que el ser humano es bueno, ni que tiene siempre un trasfondo de bondad y que son las circunstancias y el entorno el que lo hace malvado. Sus personajes malos lo son hasta el fondo de su alma, gente rastrera y despreciable, que el lector odia pero que, como ocurre muchas veces en la vida, se salen con la suya.

Retrata una época  casi impensable o quizá no tanto, quizás exista ahora mismo también, quizás nunca haya dejado de existir, en la que la sociedad vive solo para el dinero, el dinero lo es todo: tenerlo y ostentarlo. Da igual como se haya ganado, el trabajo que haya requerido, los esfuerzos realizados, lo que importa es tenerlo, poseerlo y gastarlo. En este caso el padre, David, un viejo judío acaudalado representa la ética y la épica del trabajo, con sus miserias y traiciones pero con cierto fondo honorable. Su mujer y su hija son despreciables, avaras, egoístas, miserables, irresponsables, malvadas, manipuladoras. No hay ni una concesión hacia ellas, ni un atisbo de algo que no provoque rechazo en el lector, un rechazo profundo y visceral.

Es una novela terrible y muy cruel que contrasta en su fondo con el espacio en el que transcurre gran parte de ella, el feliz Biarritz de los años 20 con todo su lujo, frivolidad y superficialidad.


Detrás del hielo de Marcos Ordóñez. A Marcos Ordónez le tengo un cariño especial, y como son los cariños verdaderos, es desinteresado, sincero y, a prueba de desilusiones. Tras leer esta novela sigo queriendo a Marcos Ordóñez a pesar de que esta novela me ha parecido un pestiño, algo obvia y sobre todo un inncesario batiburrillo de muchas cosas. En defensa de Ordóñez y por el cariño que le tengo, he de decir que es una novela de 2006, reeditado once años después y que durante esos años ha escrito cosas muchísimo mejores. ¿Era necesario reeditarla? Creo que no, pero yo que sé, no soy editora.

¿Qué cuenta Detrás del hielo? Cuenta la historia del despertar a la vida de Klara con K, junto con Oscar y Jan. ¿Algo nuevo? No, pero el problema no es ese. Lo bueno de la literatura, de las novelas es que pueden contarte lo mismo un millón de veces y que todas sean distintas. El problema es cuando la manera que eligen para contártelo se parece a todas las que has leído antes, no aporta nada y sobre todo, sobre todo, flota en la nada. Ordóñez coloca esta historia en un país imaginario, Moira, con un gobierno de izquierdas, comprometido y correcto que se ve arrasado por un populismo de derechas que conquista el poder. ¿En qué tiempo ocurre todo? No lo sé, no sé si es 1948 o 1970 y, ese es el mayor problema de la novela que flota en la nada, le falta anclaje, le falta realidad, le falta cimiento. Leyendo me sentía como si Ordóñez quisiera contarme un conflicto real, unas vidas reales en un país mágico. ¿Por qué ha tomado esta decisión narrativa? ¿Por qué no situarlo en un entorno y una época que él conociera? ¿Por pereza documental? ¿Por tener máxima libertad narrativa al poder inventártelo todo? Quizás, no lo sé. El problema es que esa falta de realidad en el "decorado" resta credibilidad al resto de la historia,  a los personajes, a los conflictos. No sé si me explico, pero en vez de ver cine, estás viendo una tv movie.

En defensa de Ordóñez diré que es una novela que se lee sin más, sin problemas, sin aburrirte (casi) pero sin dejarte huella, como una tv movie.
«Oskar sonreía como si me viera por primera vez. Esa es la sonrisa que prefiero en un hombre. La sonrisa de la curiosidad alegre, de la eterna primera vez». 
El cómic del mes ha sido Yo, Réne Tardi. Prisionero de guerra en Stalag IIB de Tardi. Trata, obviamente sobre la II Guerra Mundial, sobre los campos de prisioneros de guerra en Alemania. El padre de Tardi, a petición de éste, rellenó, al final de su vida, unos cuantos cuadernos con su historia  y sus recuerdos de la guerra y sus cinco años en un campo de prisioneros en Pomerania, al norte de Prusia. El propio Tardi se introduce como personaje en el cómic y aparece en las viñetas interpelando a su padre, haciéndole preguntas y lamentándose por no haberle preguntado en vida determinados detalles que han quedado sin aclarar. Más que contar la historia de su padre lo que hace es ilustrar la historia de esos cuadernos. Leyéndolo tenía, a veces, la sensación de estar viendo La gran evasión por la cotideaneidad que el padre de Tardi da a los detalles: el hambre que pasaban, el frío, la manera de dormir, de cagar (me fascina como este tema tan escatológico tiene una importancia crucial en condiciones de supervivencia extrema), lo que fumaban, cómo se entretenían, en qué pensaban. Es cómo si centrarse en los pequeños detalles les alejara de la consciencia de lo terrible de su situación o, quizás, es que esos pequeños detalles a los que no damos importancia en el día a día se revelan como lo verdaderamente importante de la vida cuando estamos privados de todo lo demás: qué comer, cuando y como cagar, cómo abrigarnos, conseguir dormir.  Es un comic interesante pero sólo si te gusta la II Guerra Mundial.  

Termino este post de lecturas encadenadas con algo que me da mucha vergüenza. Es un libro que no he leído aún pero que he escrito en parte: Vástagos de la editorial Next Door.  Para todo hay una primera vez y, en este libro, que recoge diez relatos sobre la maternidad está mi primer relato de ficción (que es sobre la paternidad), se titula «El jardinero desubicado» y empieza así: 
«¿Has empezado a sospechar que en tu casa se habla un idioma que no entiendes, un lenguaje cifrado al que no tienes acceso?
¿Encuentras prendas en el cesto de la ropa sucia que te hacen ruborizarte al poner la lavadora? ¿Te avergüenzas por ruborizarte?
¿Te has comprado un pijama en los últimos seis meses?
No estás solo. No eres el único. Somos muchos. Conéctate a nuestra web y participa en nuestras reuniones on-line semanales, un espacio para exponer tus dudas y preguntas y sentirte comprendido».
Por si os apetece echarle un vistazo a mi relato y a todos los demás escritos por otras nueve mujeres e ilustrados por Mónica Lalanda.

Y con esto,  un bizcocho y una tonelada de astenia primaveral hasta los encadenados de mayo.



martes, 2 de mayo de 2017

Despelleje Gala MET: la parada de los despropósitos

Si lleva plumas y peluca es la MALA. 
Se ha celebrado la gala anual del MET que es básicamente una fiesta de disfraces con un tema aleatorio decidido por alguien MUY MALVADO  y que a los invitados les vale para justificar cualquier mamarrachada.

La gala del MET en diecinueve sencillos despropósitos:

1. Cuando se te va la mano subiéndote los leotardos pero aún así se te siguen cayendo.

2. Si brilla como un pavo, posa como un pavo y tiene plumas. Es un pavo.

3. Si posa como un pollo, es de color pollo y tiene plumas. Es Piolín.

4. Cuando te agarra una crisis de imagen brutal y lo único que te apetece ponerte de tu armario es un plumas y unos zapatos sin sacarlos del envase de poliespán. 
6. Mi abuela tiene un sofá como tu vestido. Y mi tía unas cortinas. 

7. Me he puesto a recortar y he descubierto que la papiroflexia es mi pasión.

8. Todos somos revolucionarios pero solo yo soy necesaria que para eso soy francesa. El Ché.


10. Tus propias rastas como complemento. Me faltan piedras para empezar a lapidarle. ¿lleva un collar con los dientes del Ratón Pérez? 


12. ¡Pobres almas en desgracia! Siempre quise ser Úrsula, la bruja del mar. 

13. A mí me dijeron que iba a llover. A cántaros

14. Si parecen cadáveres y van vestidas de cadáveres, están muertas.

15. Cuando llegue a diez, harás lo que yo quiera. Mírame fijamente. 

16. The Ring o cuando soy la diseñadora y se me han quitado todas las ganas de diseñar algo y voy del cine de las sábanas blancas.  

17. Naomi Campbell con un señor que parece un extra de "El príncipe de Zamunda". 

18. Arsa. La flamenca de whasap. 

19. Deconstrucción de cortinas de piso a la venta en idealista. 


viernes, 28 de abril de 2017

Detéctame esto, Securitas Direct

Querido Jefe Supremo de Securitas Direct, 

Le escribo esta carta desde la honda preocupación que siento por su negocio porque sospecho que, usted, es ajeno a lo que está ocurriendo. Me cuesta imaginar como es posible que no sea consciente del desaguisado que se está cociendo en su propia casa y sólo alguna desgracia, del tipo auditivo como la que aquejaba a Beethoven o del tipo solitario como la de Robinson Crusoe, en cuyo caso tendré que meter este mensaje en una botella, podrían explicar el hecho de que usted permita su actual campaña publicitaria. 

Mire, no sé como decirle esto pero se lo voy a decir: Sus cuñas de radio constituyen, sin duda alguna, una de las más, si no la más espantosa, equivocada, innecesaria y sobre todo contraproducente campaña de marketing que he sufrido nunca. Se estará preguntando usted, ahora mismo, si soy soy experta en la materia. Para nada, no sé nada de marketing ni de publicidad pero Sr. Jefe Supremo, yo soy su público objetivo y odio con toda la fuerza de mi ser a su empresa.

Soy perfectamente consciente de que sus alarmas están pensadas para gente que, como yo, vive en una casa con cosas dentro a las que tiene cierto cariño aunque no valgan un pimiento y me inquieta pensar que las atroces cuñas de radio con la que está bombardeándome, a mí y a los que son como yo, que son miles, no sólo no consiguen convencerme  de comprar sus alarmas sino que me provocan un rechazo brutal, una hostilidad sin límites y deseos irrefrenables y muy firmes de correr a comprar la competencia. Hay días, incluso, que tengo ganas de coger todas mis cosas, amontonarlas y prenderles fuego con gasolina mientras grito «Toma esta, Securitas Direct, TOMA, TOMA, ya no necesito tus malditas alarmas»

Se estará usted preguntando ¿tan horribles son? No, no son tan horribles, son lo peor que se ha hecho nunca en forma, fondo y sobre todo cantidad. ¿Sabe usted la cantidad de dinero que está tirando en cuñas de radio solo para que la gente les odie? ¿Por qué esa manía de ofender a sus potenciales clientes creyendo que no tienen memoria a corto plazo y necesitan que ustedes les acojonen cada 20 minutos con sus cuñas? 

Primero fueron a por los que eran unos despreocupados de la vida con la cuña en la que la madre llama por teléfono a regalarles una alarma. Bien jugado pensé, seguro que hay gente pensando «con tal de que mi suegra no se meta en mi vida, compro yo solo la alarma». 

Después fueron a por los que tienen un negocio con la terrorífica cuña sobre robos en tiendas que acaban en destrozos, cierre temporal de negocio, pérdida de stock y los protagonistas viviendo debajo de un puente por las deudas. Si tus habichuelas dependen de tu negocio, entiendo que te aterraras y compraras la alarma. 

Agotadas estas dos vías sus secuaces, Sr. Jefe Supremo ,idearon más maldades, acudiendo a los instintos más básicos del ser humano. Para la envidia idearon la cuña de «Marisa, vamos a cambiar la alarma porque todos los de la calle tienen securitas direct y no vamos a ser nosotros los únicos que no» «Dale Paco, que se note que somos como los demás». Ahí, apelando a la envidia vecinal de adosado que, como todo el mundo sabe, saca a relucir lo peor de cada casa.

Para el miedo a perder el trabajo idearon la cuña del acojone. «¿Y Merche?» «Se ha cogido unos días porque le entraron a robar en casa y tiene mucho miedo y está regular». Inmediatamente, el oyente no piensa en Merche, ¿a quién le importa Merche?, piensa en qué significa "cogerse unos días". ¿Merche se ha cogido vacaciones del susto? ¿se ha ido de baja? ¿eso no tendrá consecuencias en su trabajo? ¿qué le pasaría al oyente si hace eso? Mejor se pone la alarma, a ver si va a entrar un ladrón a robarle su mesa de ping pong y su llavero de Batman y se queda sin trabajo del susto. 

No contentos con esto, acudieron a un tercer instinto básico y fundamental de la humanidad: las ganas de coger vacaciones. «Me vuelvo a casa, Mari Carmen, me ha llamado mi madre y me han robado». «Pero si tienes todo pagado» El oyente, que acaba de pagar su apartamento en Torrevieja, entra en pánico. Además de la talegada por el cuchitril resulta que va a tener que volverse a casa a toda prisa porque le han robado la lima de uñas y el pimentero de recuerdo de Praga. 

¿Ya? No. Las mentes diabólicas siguieron ampliando el espectro de público objetivo. Primero fueron los que no querían que su suegra se metiera, luego los que tenían negocio, luego los que se habían comprado chalet, luego los que tenían un curro, luego los que ahorraban unas perrillas para irse de vacaciones. ¿Qué quedaba después? Los que tienen familias felices. 

«Los ladrones saben que vas a salir a cenar en Nochebuena con tu familia, a celebrar las fiestas y aprovecharan esos momentos en los que no hay nadie para entrar a robar» 

Vamos a ver, ¿se puede ser más ruin? ¿Sabe usted las peleas familiares por organizar las cenas que ha ocasionado esta cuña? «Manolo, dile a tus hermanos que este año cenamos en casa» «Tarde, ya ha dicho mi cuñada Elvira que en su casa»

¿Y después de arruinar las familias felices? ¿qué quedaba? La gente que no va de vacaciones, que no tiene dinero, que solo sale con el mantel y la tortilla los sábados por la noche al merendero. 

«Con la llegada del buen tiempo hacemos planes al aire libre y los ladrones aprovechan para robar» 

No se vaya todavía, aún hay más. ¿Qué era lo que quedaba? ¿Qué reducto de población se resistía a su asedio? ¿Quienes eran los últimos irreductibles? La gente sin trabajo, sin vacaciones, sin familia, sin amigos, los ermitaños. 

«Los robos más peligrosos son los que se producen cuando estamos en casa, compra nuestras alarmas con detección anticipada de ladrones»

Estimado Sr. Jefe Supremo, tenga cuidado. Usted está a dos cuñas de radio de vender alarmas para los propios ladrones. Una sofisticada tecnología que detecte los pensamientos delictivos del ladrón mientras recién levantado se mira al espejo, se rasca el culo y piensa en robar en casa de Mercedes, «Paco, Paco, deja de pensar en eso que es delito y te mando a la policía», y acabar así con su propio negocio. 

Y yo, yo estoy a dos cuñas de radio de comprarme un pañuelo y un antifaz y hacerme bandolera, sólo por fastidiar.  

Atentamente, 

miércoles, 26 de abril de 2017

A veces, voy a fiestas


A veces, voy a sus fiestas. 

A veces, a esas fiestas quiero ir y no quiero ir. Me entusiasmo y al mismo tiempo busco excusas. A veces, para ir a esas fiestas me cambio de ropa veinte veces, aunque sé que da igual, que lo que había decidido ponerme al principio es lo que acabaré llevando. A veces, casi siempre, llego tarde a esas fiestas aunque no me lo proponga. Casi siempre, también, justo antes de entrar me pongo muy nerviosa y pienso que haré el ridículo y que no pinto nada. Sé que no es verdad pero lo pienso. También, justo antes de llamar a la puerta, me digo a mí misma «un solo vino y después no dejaré que ningún camarero me rellene la copa». Siempre sé que no será verdad.

A veces, en esas fiestas, cuando ese único vino ya ha alcanzado un número que prefiero olvidar, hablo con gente que no conocía hasta ese mismo momento y me sorprendo porque parecen encontrar lo que cuento bastante interesante, divertido incluso. Nunca sé si es cierto, me lo imagino, o sólo están disimulando; pero sé que cuando lo recuerde, al día siguiente, optaré por creer que sólo fingían. 

A veces, en esas fiestas, me aparto un poco para verme. Miro las flores, los vestidos que cuelgan de las paredes, a los camareros guapísimos que me sonríen al acercarse con la botella de vino, y a mis amigos que charlan y se ríen. «He hecho bien en venir». 

—Me voy ya.
—No te puedes ir tan pronto. Te relleno la copa. 
—Tengo que irme. 
—Un rato más, venga. 

Ni es pronto, ni será solo un rato. ¿Cuánto tiempo es un rato? ¿Hay una medida de tiempo más indefinida que el rato? En mi caso el rato dura siempre hasta que es demasiado tarde, pero eso no lo sé nunca hasta que estoy en mi cama. 

A veces, voy a fiestas y, en las fotos, sonrío para dentro para que no se me escapen. 

jueves, 20 de abril de 2017

Cincuenta huevos duros

Bajo al comedor como si fuera Paul Newman en El Indomable o Robert Redford en Brubacker. No llevo uniforme azul y estoy a un millón de años luz de su atractivo pero mi actitud es la misma: podéis darme bazofia de rancho pero siempre me quedará mi dignidad. Dignity, always dignity, como dice Gene Kelly en Cantando bajo la lluvia. 

¡Qué sorpresa! Otro día más en que no queda pan, no hay tenedores, el único cuchillo que queda en el cajón  tiene el mismo filo que un balón de fútbol y más mugre que ese mismo balón y tampoco queda agua. Cojo mi bandeja y el mantelito de papel y la empujo con desgana por el autoservicio hacia el patíbulo. ¿Qué sorpresas me encontraré? 

—No hay tenedores. 
—Es que venís todos a comer a la vez y los gastáis. 
—¿Perdona? ¿Y cual es tu plan? ¿Que los usemos por turnos? ¿O que vengamos a comer a las seis de la tarde?
—Es que venís, coméis y os ponéis a hablar. 
—Entiendo, el plan un único tenedor para unirlos a todos en silencio ¿no?

Me mira sin entenderme, claro.

—No hay agua.
—La tenemos aquí escondida, ahora te doy. 
—¿Escondida? ¿Por qué?
—Porque la gastáis. 
—Vaya, en qué estaríamos pensando, lo que deberíamos hacer es tragarnos el engrudo del día a palo, ¿no?

Me mira sin reírse, claro. 

—No hay pan. 
—¿Hoy quieres pan?
—Sí, ¿no te viene bien?
—Nunca comes pan.
—A lo mejor es porque nunca hay. 
—¿Y hoy por qué quieres?
—Porque me apetece y además es algo que puedo comer sin tenedor. Ja. 

Me mira sin más. 

—¿Y el ticket? 

Todos los días igual, todos los puñeteros días desde hace cuatro años lo mismo, la tortura del ticket. Te pide, te exige el ticket como si fuera un salvoconducto, como si regentara un restaurante de lujo o la única cantina abierta en una de esas carreteras infinitas que cruzan Estados Unidos. Y todos los días miro debajo del móvil, meto las manos en los bolsillos del vaquero, en los de delante, en los de detrás, en la chaqueta, porque sé que lo he cogido pero no sé dónde lo he puesto.  

—Joder, lo tenía aquí. 
—El ticket.
—No lo encuentro. Mañana te lo bajo. 

Su cara se descompone en una mueca, en un gesto de maldad que yo identifico con el de los guardias de fronteras en las películas, en ese personaje que cuando el protagonista está a punto de cruzar al otro lado, de llegar a su destino, de alcanzar la recompensa frena su avance con algún requisito idiota. 

—Es que sin ticket....
—Pero vamos a ver,¿Quién te crees que eres? ¿Willy Wonka y esto tu fábrica de chocolate? No hay pan, no hay tenedores, no hay agua, cuentas las servilletas de papel y sé que me vas a servir el primer plato en plato de postre para que parezca que me das más ración, y que vas a ponerme 3 trozos de tomate contados en la ensalada y que torcerás el gesto cuando te pida, otro día más, pollo a la plancha. Conoces mi cara, mi nombre, dónde me siento, mi horario y, sobre todo, ¿de verdad te crees que si pudiera comer en otro sitio vendría aquí todos los días a aguantar esta tortura? 

Me mira mientras piensa. 

—Vale, pero te apunto en la lista. 

Ojalá fuera Paul Newman y, por lo menos, me dieran huevos duros.

Dignity, always dignity. 



*Basado ligeramente en hechos reales.


martes, 18 de abril de 2017

El éxito y el desayuno

Grant Snider 
Entro en la cocina, abro la nevera, saco la leche, la mantequilla, la mermelada, un kiwi y el zumo de naranja; coloco todo encima de la mesa y enciendo la radio. Mientras vacío el lavaplatos, que dejé puesto ayer por la noche, escucho las noticias. Los platos, las sartenes, (encuentro un malsano placer en meterlas en el lavaplatos sabiendo que mi madre lo odia), los cubiertos. Coloco los vasos. Odio esos vasos gigantes de Nocilla, son demasiado grandes para todo menos para tomar gintonics; ocupan espacio en el armario, en el lavaplatos, hacen que la jarra se vacíe demasiado deprisa. Caliento el café, y mientras me como el kiwi presto atención a la radio. 

«¿Cómo será el planeta dentro de quince años? Hay cuestiones como el calentamiento climático, la escasez de agua, o las migraciones debidas a los cambios de clima que ahora empezamos a atisbar como realidades, y serán el escenario en el que desempeñen su vida y su trabajo la generación que ahora va entrar en el mundo laboral».

¿A qué viene esto? pienso mientras termino de escarbar en el kiwi y corto el pan para las tostadas. Saco el café del microndas y continúo escuchando «Se dice que estamos ante la generación más preparada de la historia, pues bien algunos de esos jóvenes profesionales ya han comenzado a creas asociaciones y plataformas para dar visibilidad a sus planteamientos y diseñan propuestas para el futuros de sus respectivos sectores laborales. Es el caso de los Young Waters Profesionals...»

¿Los qué? pienso tras el primer trago de zumo. Y ¿Por qué ya no se dice enseñar o mostrar sino dar visibilidad? 

«... que es una asociación que reúne a jóvenes talentosos de profesiones relacionadas con la gestión del agua, un sector que será clave en los próximos años. Esta iniciativa nace para servir de plataforma de contacto e intercambio de intereses y conocimientos entre estos jóvenes y no solo para potenciar sus carreras profesionales sino también para promover una visión del futuro del sector que parte del debate colectivo y así la unión de los conocimientos y la reflexión será compartida».

Se me cae la tostada al suelo en solidaridad con el locutor que llega al final de esta bobada sin aliento y totalmente descolocado porque, no sé si los "Young Water Profesinals" son jóvenes talentosos pero lo que no saben es escribir. ¡Qué despropósito de cuña, qué espanto de texto, qué de cursilerías y bobadas! 

En el coche me (a)salta otra cuña. Una voz femenina con un acento extraño, no sé si finge ser francesa, inglesa, alemana, o mexicana enumera los interminables beneficios de un master en algo que no consigo entender por el acento que gasta. Repite incansablemente la palabra éxito, exitoso, profesionales de futuro. Una voz en off termina la cuña sugiriendo que te pases por su web que se llama "tuexitonosequé". Apago la radio. Entro en la piscina pensando en qué pereza me daría a mí hacer un master de esos, qué pereza y qué aburrimiento. Estudiar algo para ser el mejor es una idea terrorífica. 

Llego al trabajo oliendo a cloro, enciendo el ordenador. «Por menos de 3.000 € no escribimos un post», el cloro ha debido anularme el criterio y pincho pensando que la noticia irá de alguien que se trabaja, se documenta y escribe grandes historias. Me doy de bruces con la realidad; los que cobran esa barbaridad, son dos, ella y él, por hacerse fotos por el mundo y colgarlas en instagram. Las marcas les pagan ese dineral por hacer eso, son guapos, flacos y lo que hacen me deja completamente indiferente. Miento, me provoca rechazo absoluto.

Repaso la prensa, leo, comparto. Y me encuentro otro artículo sobre el desmantelamiento de la educación, la literatura universal va a desaparecer de segundo curso de bachillerato y releo la frase de Wert «Los alumnos no deben estudiar lo que quieren, sino lo que propicie su empleabilidad»

Empleabilidad, éxito, exitosos, profesionales talentosos, futuro profesional, profesión de futuro, imagen, vender. ¿Qué es el éxito? ¿Cuándo ha empezado a ser importante tener éxito? ¿Por qué el éxito es, ahora, algo que haces, algo que vendes? ¿Por qué te define lo importante que sea tu trabajo? 

La nada gana terreno cada día y, como en La historia interminable, se nos está olvidando lo que merece la pena. Saber, conocer, estudiar algo que te gusta, tener un trabajo decente que te de para vivir y que no te agreda. El éxito no es ser el mejor, el éxito es que te guste lo que eres cuando nadie te ve, cuando estás desayunando solo.  Bueno, eso y acordarte de dejar puesta la lavadora.   

miércoles, 12 de abril de 2017

Sé que es guapo

Todos los jueves el mismo camino, la misma ruta. Paso por delante de nuestra casa y continúo hacia arriba dejándola a la derecha. Tengo que acordarme de colocarme en el carril de la izquierda, la inercia es poderosa en mí y voy como una autómata, si no lo pienso acabo despistándome. 

Enfilo la calle, paso la gasolinera, la rotonda de la piedra, la Citroen y giro a la izquierda justo delante del hospital. Enfilo la calle y, desde el cambio de hora, el sol que hasta entonces entraba por mi ventanilla me da directamente en los ojos mientras baja al otro lado del Retiro. Bordeo el hospital y el mismo recuerdo recurrente vuelve a salir de su rincón en mi memoria. Ana, hay una misa. Mi madre era atea y yo también pero sus compañeros se han empeñado en hacer una misa de recuerdo. No hace falta que vengas. No digas chorradas, allí estaré. 

Es la única vez que he entrado en ese hospital, estrictamente entré en la capilla. Han pasado once años y medio pero, como todos los jueves, recorro el recuerdo entero. Calculo el tiempo transcurrido, once años, otra vida. Giro a la derecha en la esquina de Rodilla. Alguien va hacer reformas o va a mudarse porque hay cinta colocada entre los raquíticos árboles de la calle. Miro el reloj del salpicadero: 18:48. Le resto dos. 18:46. Vuelvo a pensar, otra vez, en poner el reloj en hora pero me produce un extraño placer pensar que vivo dos minutos por delante del locutor de radio por las mañanas y por eso no lo cambio. Al girar a la derecha el sol ha dejado de caerme encima, tapado por los edificios, pero entra fulminante por la siguiente bocacalle iluminando de pleno esta fachada del hospital, casi parece un foco de los que marcan el camino de entrada a los estrenos de cine con alfombras rojas y flashes. 

Como un actor de cine, como el protagonista de una peli ambientada en Manhattan. Le intuyo a lo lejos. Sé que es guapo antes de verle. El sol le da de frente en los ojos y sé que tendrá que entrecerrarlos, guiñarlos si mira al frente. Está parado delante del paso de cebra al que estoy a punto de llegar. La cara iluminada y el cuerpo en sombra. Freno para comprobar que mi intuición es cierta. Y lo es. Es guapo. Atractivo. Alto. Vestido de gris con chaquetilla y pantalón, el uniforme de un instalador. Algo naranja relampaguea con el sol. Quizás el logo de la empresa en la que trabaja. Freno del todo. Me mira con sorpresa. Tiene los ojos azules, arrugas en la cara y el pelo entrecano. 

Cruza mirándome. Creo que lleva un cigarro en la mano. Suelto el freno y continúo. Dejo atrás la manzana del hospital. 18:50, me sobran doce minutos. Aparco. Sabía que era guapo antes de verle.


lunes, 10 de abril de 2017

Todos los por si acaso del mundo

Por si acaso voy a coger el jersey. Por si acaso puedo aprovechar este resto de pisto. Por si al final voy el martes a esa cena. Por si tengo que ir elegante a la reunión del jueves. Por si me llaman la semana que viene. Por si me piden algo esta tarde. Por si se rompe. Por si tengo que celebrar algo. Por si vuelven los vaqueros nevados.  Por si se pierde.  Por si creen que me paso de lista. Por si lo necesito cuando llegue allí. Por si me apetece la semana que viene. Por si hace calor. Por si tengo que ir elegante. Por si creen que soy tonta. Por si vamos a bucear. Por si se enfada con lo que digo. Por si me enfado con lo que me conteste.  Por si me ignoran. Por si me aburro. Por si vamos a un restaurante elegante. Por si me hace gorda. Por si piensan que no tengo ni idea. Por si me piden que lea algo. Por si quieren jugármela. Por si me piden que diga unas palabras. Por si acaso adelgazo. Por si me malinterpretan. Por si engordo. Por si me marca los michelines. Por si me sienta mal. Por si quieren engañarme. Por si me duelen los pies. Por si acaso vuelve a quererme. Por si se arrepiente. Por si me arrepiento. Por si no encuentro a nadie. Por si me quedo solo. Por si, por si, por si... 

Todos los por si acaso del mundo se resumen en por si acaso me equivoco. Y el único por si acaso que debería importarnos es por si acaso se me acaba el tiempo.