«Ya entonces comprendí que los sonidos de la naturaleza podían contener un enorme y valioso cúmulo de información que se mantiene a la espera de que alguien lo descifre. No obstante, a aquellas alturas de mi vida, todavía no había tenido la oportunidad de comprobare el mundo natural estaba abarrotado de conversaciones gloriosas. ¿Cómo iba a saberlo? Muchas personas ni siquiera diferencian las acciones de escuchar y oir. Una cosa es oír de manera pasiva y otra muy distinta es ser capaz de escuchar con una actitud activa y una conexión plena» Estoy leyendo el libro de Bernie Krause, La gran orquesta animal. Lo compré después de escuchar un episodio del podcast Invisibilia en el que hablaba sobre su (apasionante) vida y cómo había aprendido a escuchar la naturaleza.
Le doy vueltas a lo que cuenta mientras damos un paseo y, una vez más, nos perdemos. Escucho nuestras pisadas, sonidos que creo que vienen de insectos que no veo y que por supuesto no me puedo imaginar. Descifro el sonido de unas chicharras cuando aprieta el sol. El vuelo de las moscas, entontecidas por la tormenta que se acerca, suena alrededor de mis oídos. Intento escuchar el paisaje, qué escucho además del resonar cada vez más lejano, según nos adentramos en el bosque, de los coches por la carretera. El musgo de las tapias no suena, mas bien aísla. Mientras intento registrar más y más sonidos, recuerdo un día esta primavera en que mientras trabaja en casa, recibí un mensaje de un amigo bombero: “Hay dos dotaciones en tu calle”. Al leer sus palabras, mis oídos se conectaron y escuché las sirenas. Me asomé a mi terraza y saludé a un amable bombero que con una escala subía a los últimos pisos de mi casa a buscar posibles losas desprendidas. Pasado el momento espectáculo me pregunté ¿cómo no lo he oído?
Más pisadas. El viento en los árboles. Un repiqueteo constante que parece lluvia pero que no nos moja. Mi respiración. Más repiqueteo. Más rápido. Empezamos a mojarnos. Las pisadas corriendo. El barro suena cuando lo golpean mis zapatillas. Mis pies en los escalones de madera que suben a la ermita. El sonido del pasador de la verja de la ermita. Un trueno. Arrecia la lluvia contra la pizarra de la techumbre. Ya no hay insectos ni sonido de carretera, solo la lluvia.
Ya en casa y mientras se van las luces con el atardecer, escribo esto horas después: el zumbido de la nevera, multitud de pájaros cantan fuera, no conozco ninguno. Un par de niños pasando en bici, las pisadas del excursionista despistado qué pasa ante nuestra puerta y que resuenan en el silencio del pueblo casi desierto. Una cucharilla golpeando una jarra de cristal en la que me están preparando un mojito. El sonido de las teclas de mi Mac, así suena un post. Escuchad.
4 comentarios:
Me encantan estos escritos que has llamado Experimentos. Tu diario de estos días magníficos que estas viviendo. Qué importante es parar, contemplar, escuchar lo que nos rodea... Sigue disfrutando y no dejes de escribirlo.
Mis hijos no usan el verbo oír jamás. Ni mis hijos ni casi nadie. No puedo soportar que ahora todo se escuche y nada se oiga, cuando en realidad pasa más al revés, en general casi nadie escucha. Y después de este alivio de mis neuras te diré que muy chulo el post.
El silencio no existe. Suena la vida sin voces. Y los sonidos de la rutina visten de tranquilidad a la tarde.
Bss
Leo tu post tomando un café en una placita desde la que se ve el mar, pero no se oye. Sin embargo sí se escuchan las campanas de una iglesia cercana dando la hora.
Gracias por haberme hecho ESCUCHAR
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