viernes, 24 de abril de 2020

Estos días. Cosas tontas que no entiendo

No entiendo los juegos de cama con una sola funda de almohada muy larga en la que se supone que has de acomodar dos almohadones. No las entiendo, ¿a quién se le ocurrió? No conozco ninguna pareja lo suficientemente bien avenida como para compartir una funda de almohada. ¿Una cama? sí, ¿un pijama? también. Una funda de almohada no hay amor verdadero en el mundo que tener que despertarte cada vez que tu pareja quiere darle la vuelta a la almohada o abrazarse a ella. ¿Por qué tengo una funda de almohada así? No lo sé. En esta casa hay armarios con más misterios que Narnia y más capacidad que un petrolero y cuando cambié las sábanas saqué el primero juego que encontré. Cada noche pienso que odio esa funda de almohada y que al día siguiente la cortaré y haré dos almohadones. Por lo visto, por las noches, me creo Batman. 

No entiendo tampoco que ha pasado con los tenedores pequeños de mi infancia. ¿Por qué ya no hay tenedores de postre en ninguna casa? Incluso en esta casa con cajones inmensos llenos de cosas que dejaron de tener utilidad hace treinta años, los tenedores de postre escasean. En IKEA, ese lugar que nos enseña cómo debemos vivir, no venden tenedores pequeños. Alguien podrá decir ¿para qué quieres un tenedor pequeño? Y yo puedo contestar ¡para comer fresas! ¡para pinchar anchoas! ¡para comer mejillones! Por supuesto tampoco entiendo porqué las cucharitas limpias se acaban tan deprisa. 

No entiendo tampoco el patrón de sueño de mis perros. Si fuera de verdad Batman o si supiera manejar un excel, hacer coordenadas y llevar un registro metódico, monitorizaría los sitios del jardín donde se duermen para intentar saber si responden a algún estímulo, a alguna variable del tipo "aquí da el sol", "me gusta este trozo de pradera" o "me parece que tengo calor en la tripa voy a apoyarla en el frío suelo" o es más bien algo como "qué pereza dar un paso más". Ojalá Turbón hablara y pudiera contarme porque cuando más llueve se tumba debajo del abeto en vez de meterse en la caseta o en otros mil sitios más resguardados. 

No entiendo porqué mi madre tiene menos confianza en mis habilidades que en cualquiera de sus montañeros de Alaska. Entiendo que yo no sé manejar una motosierra ni construir una cabaña ni curtir pieles de marta pero hay alguna cosa creo que sé hacer. Ella no comparte mi opinión.

–No funciona la desbrozadora.
–Mira a ver si han saltado los enchufes. Están en el cuadro y mira donde pone "enchufes". 
–¿Me lo vas a deletrear?

–Ya lo he mirado. Está todo bien en el cuadro. 
–¿Seguro? Voy a mirar. 
–¿El qué?
–Si han saltados los enchufes.
–Pero si vengo de ahí, acabo de mirarlo y ya te he dicho que está bien. 
–Por si acaso. 

Y así paso los días, sin cumplir mis propósitos nocturnos, preocupada por la desaparición de los tenedores de postre y los hábitos de siesta de mis perros y asombrándome de haber llegado a los cuarenta y siete años siendo, por lo visto, una completa inútil.  


PS: he adoptado un look muy años sesenta y llevo un pañuelo en la cabeza para intentar dominar el pelochismo de la cuarentena y las canas.


martes, 21 de abril de 2020

Estos días. Los días malos


Tough day. Pascal Campion
Abro las cortinas del salón y miro fuera. Intento no sentirme culpable. Desayuno siguiendo un ritual exactamente igual cada día. Intento no pensar en el silencio de la casa. Hago la cama, ventilo la habitación. Aguanto como puedo la oleada de nostalgia que amenaza con tumbarme mientras veo de refilón, casi sin querer, las fotografías de mis hijas, de mis hijas conmigo sonriendo, de mis hijas conmigo de viaje, de mis hijas conmigo, las tres felices. Me pongo a hacer ejercicio mientras lucho contra las ganas de mandar los abdominales, las sentadillas, las flexiones y la tabla a tomar por culo. Me ducho mientras trato de no darme cuenta de que se me está cayendo el pelo. Me visto intento no dar importancia al hecho de que me de igual la pinta que llevo, lo rotos que están los pantalones o los agujeros de las camisetas que me pongo. Me siento a teletrabajar, pasan las horas y me esfuerzo para mantener la concentración, para ir sacando todo lo que tengo que hacer.  Ignoro el frío que tengo, la tiritona. Antes de comer salgo a hacer una foto al castaño. Intento que la sorpresa por haber visto día a día como ha brotado sea mayor que la culpabilidad que siento por estar aquí. Como obligándome porque no tengo hambre, porque la mayoría de los días las judias verdes, los garbanzos, los macarrones, los calabacines, el pollo, la merluza...todo me sabe igual. Vuelvo a sentarme a trabajar mientras escucho de fondo a los Mountain Men de Alaska y Montana. Intento no pensar en mis ganas de vivir aparte de todo, de espaldas a lo que sea que ocurre y de aprender a manejar una moto sierra, a construir una cabaña o a curtir pieles, cualquier cosa que me haga sentir útil. Termino de trabajar. Voy al contenedor y los perros lloran como locos porque los dejo solos tres minutos. Ignoro que voy contraída, en tensión, con los hombros a la altura de las orejas. Meriendo galletas con cucharadas de leche condensada por encima y un par de cucharadas de leche condensada sin galletas debajo. No me cuesta nada ignorar la voz interior que me dice no se qué del azúcar y las grasas.  Plantamos unos semilleros y arreglamos varias macetas. Intento relajar la tensión que tengo acumulada en las mandíbulas, la fuerza con la que las aprieto mientras pienso que me haría muchísima ilusión que las semillas caducadas en 2009 que estoy plantando brotaran. No lo consigo. Hablo con mis hijas e intento sonar alegre, confiada, tranquila, divertida. Ceno. Me tumbo a ver una serie y cuando creo que estoy abstraída de todo me doy cuenta de que tengo un tic en las piernas, que no puedo parar de moverlas. Me lavo los dientes sin mirarme al espejo. Me pongo el pijama mientras intento convencerme de que ya queda menos. Me acuesto y me pongo a leer,  me mezo como cuando, de pequeña, tenía mucho miedo y como cuando, en la depresión, me moría de ansiedad. Apago la luz. Me fuerzo a parar de mecerme. Intento dormir. No lo consigo. Estiro el brazo, cojo el móvil le doy al play. En mi oreja suena Get sleepy, un podcast en el que una voz me susurra que va a hacerme dormir mientras me cuenta la historia de un castillo y sus jardines, o me lleva de paseo por una cueva en Grecia o me guía por los cerezos floridos en la primavera de Tokio. Intento surfear la ansiedad con esos susurros en mi almohada. Dormito. 

Ayer o antes de ayer o a lo mejor fue el sábado o el viernes por la tarde escribí que no paraba de llover y que yo no había llorado. Escribí que no me preocupaba la lluvia pero sí el no llorar porque sabía que todo el miedo, la angustia, la ansiedad, la tristeza, la preocupación, el agobio estaban tejiendo, en mi interior, una bola cada vez más grande, cada vez más pesada que no podría seguir esquivando y que la mejor manera de deshacer esa bola, de desenmarañarla era llorar pero no me salía.


Cuando me levanto, por fin, lloro. Y me permito tener miedo, ansiedad y angustia. Y escribir sobre ello.

PS: He empezado un tubo nuevo de pasta de dientes. No me gusta su sabor. 


lunes, 13 de abril de 2020

Estos días. De salir ahí fuera


Paisaje. Egon Schiele
«Ocurrió en Tallín. Entré en una tienda. Quería comprar una cremallera. 

—¿Tiene cremalleras?
—No.
—¿Y hay algún sitio por aquí donde las vendan?
El dependiente:
—Sí, en Helsinki...»

(Oficio. Dovlatov)


—Hay que sacar la basura— anuncia mi madre. En mi cabeza suena la voz en off de los Montañeros en Alaska. «En anteriores episodios vimos como la madre de Ana, a pesar de las advertencias de ésta de no tocar nada, tocó los contenedores con ambas manos corriendo un peligro innecesario que al final solo se quedó en un susto. Ana no sabe cómo evitar que esto vuelva a ocurrir»— concluye la voz en off de mi cabeza. 

—¿Cuándo quieres ir?- pregunto con miedo. 
—Ve tu sola— «Ana, respira aliviada y se prepara para salir a los contenedores»— anuncia la voz en off. 

Antes de esto, antes de que la vida se acabara decíamos «voy a sacar la basura» en tono de triunfo moral, para que los demás se dieran cuenta de lo que estábamos haciendo. Para que valoraran en su justa media nuestro sacrificio,  mientras todos estaban ahí sentados, sin hacer nada, de tertulia, viendo la tele o lo que fuera, nosotros nos preocupábamos de sacar la basura, hacíamos ese esfuerzo. ¡Héroes!

Ahora no hay nadie a quien decírselo pero cuando lo anuncio me siento un poco Admusen. «Salgo a los contenedores» porque, en realidad, ir a tirar la basura se ha convertido en una expedición. No voy lejos, no hace frío, no necesito crampones, ni comida para el viaje ni un mapa ni una brújula y creo que volveré sana y salva pero el mundo que me espera ahí, al otro lado de la tapia, es desconocido, casi casi nuevo. Para la expedición me pongo zapatillas, las que llevo poniéndome un mes: de montaña e impermeables. Y me pongo el jersey de salir a acariciar perros y volver a entrar en casa cubierta de pelos blancos. Agarro el contenedor lleno hasta los topes y salgo. 

Abro la puerta. El ruido del cerrojo resuena en toda la calle. 

Han crecido champiñones en la puerta de casa. A la derecha veo el cartel de "Cuartel de la guardia civil" en el que hace muchísimos años, escribí por detrás mi primera declaración de amor. A la izquierda está la caseta en la que durante años hubo una pintada en la que ponía «Se te ven las bragas», una genialidad.  Alguien la tapó con un graffiti supuestamente reivindicativo y rompedor que ni reivindica ni rompe nada y que se olvida en cuanto parpadeas. «Se te ven las bragas», sin embargo, permanece en nuestros recuerdos. 

Setenta pasos a los contenedores de envases y orgánico. 

Ochenta y seis hasta los contenedores de papel y carton.

Una bolsa de envases. 
Una de carton. 
Tres de orgánico.

Mission acomplished. Ahora puedo disfrutar de la expedición. No sé las veces que he hecho este camino pero ahora es diferente, más que el paisaje ha cambiado el audio. En el silencio absoluto que rodea nuestra casa es atronador el canto de los pájaros. Yo no tengo oído y a duras penas distingo una urraca de una paloma pero, de pie al lado de los contenedores, distingo por lo menos cinco cantos diferentes, de pájaros que no veo pero que están ahí.  No escucho nada más. No hay coches, ni voces, ni cortacésped, ni música. Aguzo el oído porque me parece escuchar un rumor y descubro que es el agua que corre por el alcantarillado de nuestra calle bajando hacia el río. 

Ha llovido tanto estos días que en esta expedición a mi paisaje sino fuera porque llevo una jersey lleno de pelos y arrasto un contenedor podría imaginarme como una dama inglesa de Bedfordshire. La hierba me llega a los muslos, todo está plagado de flores amarillas y en tres días las lilas en la parcela del ceutí han empezado a brotar. Pienso que si sigo aquí cuando florezcan cortaré unas pocas como hago todos los años....pero ese si condicional sobra. Estaré aquí y cortaré las lilas y las pondré en casa para que algo, en este mes de abril, sea igual a todos mis meses de abril. 

Vuelvo a casa y sigo sin escuchar nada más que los pájaros. Hasta escucho un gallo. Arrastro el contenedor y casi pido perdón por el ruido de sus ruedas en el asfalto, perdón por perturbar la calma de los pájaros, de la lluvia que lleva veinticuatro horas cayendo mansa, de las nubes que suben y bajan por la ladera de la montaña como si La Peñota se tapara y destapara con una sábana (alerta cursilismo), de los vecinos que no están en las casas vacías que nos rodean. 

Antes de entrar en casa paso por delante de mi coche que lleva un mes parado y que con tanta lluvia nunca ha estado más limpio. Soy otra persona diferente a la que lo aparcó aquí hace un mes. Me paro en la puerta, he llegado a casa, se acabó la aventura. Escucho el agua que corre por el alcantarillado, los pájaros, el gallo, un ladrido en la lejanía, la lluvia...y al fondo, un rumor que se va acercando. Miro el reloj, es el tren que llega de Cercedilla a la estación de Los Molinos. Lo imagino vacío pero me tranquiliza que siga pasando. 

Entro y cierro la puerta. 

«He vuelto» anuncio. La voz en off respira aliviada.  


PS: al abrir una puerta de casa que lleva cerrada todo el invierno he encontrado un tres de oros encajado en las bisagras. 


lunes, 6 de abril de 2020

Estos días. De perder y encontrar

Pascal Campion
《Tal vez es solo que sentimos la ausencia de futuro, porque el presente se ha vuelto demasiado abrumador y por tanto se nos ha hecho imposible imaginar un futuro. Y sin futuro, el tiempo se percibe nada más como una acumulación.》Desierto sonoro. Valeria Luiselli.

Hemos perdido el futuro o mejor dicho, la posibilidad de planear el futuro, lo que vamos a hacer dentro de una semana, un mes o, quizás, en verano. Ese verano que yo ya tenía planeado pero del que me he deshecho sin problemas. Ahora el futuro es lo que haré después de terminar de teletrabajar o después de comer o antes de cenar. Es un futuro en pequeño, manejable, de bolsillo. 

Perdiendo el futuro y viviendo en este presente intenso y manejable en el que nada de lo que importaba antes tiene el más mínimo interés, mi madre y yo andamos encontrando cosas, a veces juntas, a veces por separado. 

Por mi parte en unos vaqueros que hacia meses que no me ponía he encontrado cuarenta euros. Un hallazgo sorprendente pero no tan sorprendente como encontrar cinco euros con setenta y cinco céntimos, al cabo de una semana, en unos pantalones de pana que también hacía tiempo que no me ponía. Más allá del valor económico de esos eurillos, estos hallazgos han hecho que encuentre un cierto valor filosófico en mi armario en esta casa. En teoría este armario es un poco el cementerio de elefantes de mi ropa. El proceso es, o era, comprar algo, estrenarlo, ponérmelo en ocasiones especiales, ponérmelo todos los días, ponérmelo para venir a Los Molinos, dejarlo aquí hasta desintegrarse y morir. Completar el proceso no es para todas las prendas, a este armario solo llegan los grandes hits de mi ropa, los pantalones, las camisetas, los jerseys, los zapatos que han sido especiales, que se han portado bien y que son resistentes porque para venir a vivir a este armario hay que haber convivido conmigo por lo menos durante doce años. (aunque también acepto donaciones de prendas especiales de mi hermana). Ahora vivo solo con esa ropa, con esos incunables y me están dando muchas alegrías además del dinero. Me pongo camisetas de hace quince años o zapatos de hace veinte y pienso qué buena compra hice, en el fondo tengo algo de criterio con la ropa. Las cosas viejas dan alegrías, jodeté Mary Kondo. 

Mi madre, por su parte,  ha encontrado en la cesta de la leña una cajita negra muy misteriosa  que tiene dentro unos auriculares inalámbricos que han resultado no ser de nadie de la familia. ¿Cómo ha llegado eso a la cesta de la leña? ¿Qué personaje misterioso nos ha visitado y ha dejado caer esa cajita en medio de las ramas y los troncos? No lo sabemos pero ahora son de mi madre que gracias a ellos (con una pequeña ayuda por mi parte) ha descubierto el podcast Gabinete de curiosidades. Ha descubierto eso y que la cancelación de sonido, como su propio nombre indica, cancela el sonido y no escucha nada con ellos puestos. 

¿Qué más he descubierto? 

- Unos vasos de cocktail con perretes dibujados y unas copas de champán con estrellas talladas. Y un bote de caramelos caducados.

- Un bote de leche condensada condenado, cuando importaba lo que comíamos, a morir caducado y al que estoy dando unos últimos días llenos de gloria y admiración. 

- Las instrucciones de la bicicleta estática que nadie sabía dónde estaban y que, por supuesto, he vuelto a guardar donde estaban sin ni siquiera ojearlas porque sinceramente, me parece un atraso evolutivo que para pedalear en un bici que no se mueve haya que leer instrucciones. 

- Que los gatos de Los Molinos han perdido el miedo. No los veo pero sé que están ahí porque los perros andan como locos ladrando a los setos, las tapias y los matojos. También ladran al panadero y al cartero, esa rutina no la hemos perdido. 

-Que el secreto para tener la piel de las manos fina y sonrosada es lavarse las manos continuamente. Me miro las manos y me recuerda a la Semana Santa de 2010, cuando El Ingeniero, las princesas y yo fuimos a Laspaúles a recoger a los dos perros cuando apenas  eran unos cachorros. Los tenían dos señoras mayorcísimas, dos hermanas, una ciega y la otra completamente vencida por una chepa (no sé como se llama esto técnicamente) que vivían juntas en un caserón de piedra alucinante. Las dos eran divertidas, alegres y recuerdo sobre todo sus sonrisas y sus manos suaves y sonrosadas con una piel que decia "mira todo lo que he hecho con estas manos". 

Entre tantao frivolidad y tontería también nos hemos encontrado con realidades serias. Mi madre dice que por primera vez se siente mayor y yo he descubierto que soy el eslabón débil en la cadena familiar, la pieza que no aporta nada, esa con la que no puedes contar cundo todo falla. Mi madre y mis hijas son muchísimo más fuertes que yo, ellas tres son las que me mantienen a flote... yo solo intento no pesar demasiado encontrando cosas que ya estaban ahí y lavándome las manos cada veinte minutos, intentando no hundirlas a ellas. 


PS: he encontrado también un mechero fucsia en el agujero del forro del bolsillo de un abrigo que me compré hace dieciséis años. Yo no he fumado nunca. Sospecho que el que perdió los auriculares también se puso mi abrigo y se echó un cigarrito.