miércoles, 25 de marzo de 2020

Estos dias. Sobre irse o no irse y sobre ser viejo

Escribe Tallón que ahora ya nadie puede decir "Me voy" y eso me recuerda a cuando yo era adolescente y estaba, como ahora, en Los Molinos. En aquella época mi máxima aspiración era estar todo el tiempo que pudiera con mis amigos, todas las horas, todos los minutos, posibles. En mi casa se llevaba una disciplina estricta porque mi madre era un poco la Srta. Rottenmayer, un poco Julie Trinos en Sonrisas y Lágrimas y otro poco un instructor de colegio interno especializado en casos rebeldes (Yo era una santa pero mi madre no lo veía así). Esta curiosa multipersonalidad de mi madre significaba para nosotros que a las 9:30 tocaba una campana para bajar a desayunar, que a las dos y media tenías que estar en casa sentado a la mesa para comer y que a las diez, ¡ay de ti! si no llegabas en punto a la cena. No puedo ni contar los días que llegaba a casa de mis amigos a las once de la mañana para encontrármelos profundamente dormidos. «Ana, pasa si quieres a ver si consigues que se despierte» me decían sus padres mirándome con cara de ¿Pero esta chica no tiene casa?  ¿Sabéis eso que dicen que si miras a alguien mientras duerme, se despierta? Es mentira. 

Mi drama era que yo llegaba la primera, cuando no había nadie y me tenía que ir la primera, cuando estaban todos. Como siempre he sido mucho de agonizar con anticipación, una hora antes de la hora empezaba con mi cantinela «Yo me voy», y no me iba. Y lo repetía cada cinco minutos sin moverme del sitio «yo me voy», «yo me voy», «yo me voy» y no me iba. En el fondo esperaba una revuelta popular, un estallido de solidaridad entre mis amigos para que todos se levantaran y dijeran «No, no te vas, vamos a hablar con tu madre para que cambie las reglas» Por supuesto eso no pasó jamás y lo que ocurrió fue que mis amigos lo tomaron como frase comodín, decian "yo me voy" cuando no tenían ninguna intención de quedarse a dormir, a comer o a pasar horas en donde fuera que estuviéramos. 

«Ahora sí que me tengo que ir» era la frase con la que me despedía definitivamente. 

Ahora, como cuando era adolescente, no me quiero ir a ninguna parte. Quiero quedarme aquí, a salvo, en mi casa, en mi cuarto, con mis cosas, mis libros, mi estantería. El sábado hice una limpieza tan a fondo que creo que encontré recuerdos y lágrimas (ya he dicho que en pandemia me voy a permitir ser todo lo cursi que me dé la gana) desde que en ese mismo cuarto sobreviví a mis primeros desengaños amorosos. 

Quiero estar en casa porque lo que hay fuera me da miedo.
 
Ojalá me pasara como a Joanne Cameron, una entrañable señora escocesa, que tiene una mutación genética que le impide sentir emociones negativas. ¡Ojo! No es que no sepa que hay cosas tristes, no es que no le afecte la muerte de sus seres queridos o las desgracias, no es un terminator o una psicópata. Lo que le ocurre a Joanne es que todas esas emociones negativas no la consumen, su cerebro las encaja, las acomoda y sigue adelante. “I know the word ‘pain,’ and I know people are in pain, because you can see it.I see stress, and I’ve seen pain, what it does, but I’m talking about an abstract thing.” 

La envidio tanto. 

Veo con mi madre En el estanque dorado. Iba a decir  «con Henry Fonda y Katherine Hepburn haciendo de pareja de ancianos» pero no "hacen de nada", son una pareja de ancianos renqueantes, cuyos cuerpos empiezan a fallar mientras sus cerebros siguen brillantes, alegres, chisporroteantes (alerta cursilería) e ingeniosos. La primera vez que vi esta película me encantó, de la segunda no tengo recuerdo pero ésta ha sido maravilloso. Es una película que te reconcilia con todo y, sobre todo, te enfrenta al hecho de hacerte viejo. No mayor que es un eufemismo que nos hemos montado para creernos jóvenes con cincuenta palos. Esta película va de viejos siendo viejísimos y siendo tan o, mejor dicho, siendo más, mucho más interesantes que los jóvenes. Está en Filmin, alquiladla porque cada minuto que paséis viéndola será un minuto en el que estaréis en otra vida. 
«Pasé un rato con él en la rectoría. El hombre anda mediante [...] Hay que ver, con lo que ha sido este hombre. Mentira parece. Dice que esa es la vida y que uno cuando sirve para todo no piensa en el día que no servirá para nada, y que cuando llega el día en que no sirve para nada no tarda en acostumbrarse a estar mano sobre mano.» (Diario de un cazador, Miguel Delibes)
Tengo un tic en el párpado del ojo izquierdo.

En unos pantalones que no me ponía desde hacía meses me he encontrado cuarenta euros. 

PS: sigo sin encontrar el momento de cortarme las uñas. 

lunes, 23 de marzo de 2020

Estos días


«Una madre, como la salud, no se sabe lo que vale hasta que se pierde. Uno se mete en la rutina de cada día y no ve más allá de sus narices. Eso pasa. Y uno es tan paulo que sin perder la escopeta que no puede vivir sin la escopeta, pero sin perder la madre no sabe que la madre representa para él tanto como la escopeta, y que no puede vivir sin ella. Ahora veo a la madre dónde antes no la veía: en el montón de ropa sucia, en el bando de gorriones que revolotea en la terraza, en el Talgo que pasa cada tarde o en el Sagrado Corazón iluminado». (Diario de un cazador, Miguel Delibes)

Ayer por la noche terminé esta novela Apagué la luz, me hice pequeña en mi cama y me puse de fondo un podcast, City of refuge. Es una nueva rutina, una rutina de confinamiento, una rutina para conjurar el sueño y mantener la ansiedad al otro lado de la manta. La historia de un pueblo francés que mantuvo a salvo a cinco mil judíos durante la II Guerra Mundial susurrada en mi almohada es como si alguien me contara un cuento y acabo durmiéndome. Y teniendo que escuchar el episodio otra vez al día siguiente y al día siguiente y al siguiente pero no importa. 

 Me escribe y me llama gente preocupada por mí, porque cuento, escribo y digo que tengo picos de ansiedad descontrolados. Tienen miedo por mí y yo lo tengo por ellos. Si algo aprendí durante los días iguales es a reconocer y domar un ataque de ansiedad. Sé que son como montañas rusas, suben y suben y suben y suben hasta alturas que parecen no tener fin y de las que crees que te despeñarás porque no podrás aguantar el miedo por lo que te espera al final... y luego descienden y te encuentras, de repente, no en el Dragon Khan sino en el estanque de los patos y entonces piensas «¿Cómo podía tener tanto miedo esta mañana o ayer o esta noche?» y así vuelta tras vuelta. Sé además que de ansiedad no se llora, que uno quiere llorar pero lo que consigue son arcadas en vacío y gritos sin sonido, sé que te duelen las piernas de la tensión y que la ansiedad da mucho frío. Sé también que está en tu cabeza y sé que se pasa de angustia. Y sé que se acaba. 

«No escribáis diario de la cuarentena» leo por ahí o «A ver si ahora vais a ser todos diaristas» y por un momento pienso ¿Cómo voy a escribir de esto? y luego vuelvo siempre al principio, al 28 de enero de 2008 cuando pensé que esto se iba a llamar Cosas que (me) pasan y que no le interesaría a nadie pero que quizás fuera buena idea.  ¿Qué (me) pasa? Lo impensable, lo increíble, lo inimaginable, lo que nos ha convertido en personajes de serie de televisión que siempre acaba bien pero sin ser personajes, sin maquillaje y sin final feliz. Pero con final. Esto es algo que también pienso cada noche: queda un día menos. A lo mejor a alguien le parece un pensamiento idiota pero no lo es y sé que funciona porque ya lo hizo hace cinco años cuando en realidad no creía que aquello fuera a tener fin. Esto sí va a tenerlo aunque como todas las desgracias de la vida, ojalá durara menos, ojalá se pasará antes, ojalá nos dijeran cuándo acabará. Poner un horizonte temporal al sufrimiento lo hace menos, lo domestica, lo encajona. 

El castaño del jardín ha empezado a florecer. Nunca había tenido la oportunidad de verlo florecer día a día, ahora la voy a tener. Me he propuesto hacerle una foto cada día sin más propósito que mantener una rutina igual que leo el New Yorker en el desayuno, hago la cama como si fuera a venir Clint Eastwood a pasar revista y a preguntarme si soy de Oklahoma, hago mis ejercicios renegando igual que cuando salir a la calle me parecía una tortura y llamo a mis hijas «después de los aplausos» para que me miren con cara de «Mamá, eres pesadísima».

Llueve muchísimo. A mí me parece bien que llueva, es como si el tiempo nos dijera «no hay nada que ver aquí fuera, quédate en casa». Sé que a mucha gente le entristece pero a mí no. Pienso que  en el sufrimiento y el dolor te vuelves de alguna manera egoísta, te agarras a las cosas que te hacen sentir mejor, en mi caso la lluvia y los atardeceres tempranos. Pienso en el cambio de hora pero me paro antes de ir más allá, por ahí se va a la ansiedad.

Escucho a David y Cathy. Son irlandeses y viven en Inglaterra, tienen un podcast que se llama The Cinemile en el que hablan de pelis mientras van y vienen del cine. Me encantan sus comentarios porque son como los que hago yo al salir del cine. Les mando un mail porque anuncian que aunque ahora no vayan al cine seguirán comentando las pelis que ven en el sofá. Les escribo para darles las gracias porque me acompañan, porque suenan tintineantes y cristalinos (Esto es supercursi pero si en una pandemia no puedo ser cursi ¿cuándo coño voy a serlo?). Me contestan «Sending you all our love. We will keep the podcast up because it’s something we can still do that we love. Emails like yours make it all worth while. Keep in touch, Loads of love». Lloro un poco.   

A las seis, como si viviéramos en Dowtown Abbey, es la hora del té. Mi taza es blanca con una oca con un lazo azul. La compré en Sarlat en el verano de 2014 y mientras me bebo mi tila pienso en escribir este post como los escribía cuando empecé, pensando que nadie me leerá y sin releerlo. 

PS: es curioso como a pesar de estar todo el día en casa, no encuentro el momento de cortarme las uñas. 

jueves, 19 de marzo de 2020

El día que Charlton Heston me hizo reír

–Marco Antonio, dime una cosa, ¿cuánto me quieres? 
–El amor verdadero no puede expresarse con palabras.

Y me sorprendo a mí misma con una carcajada sonora, sincera y que me sale de ese estómago en el que creía que solo vivía mi ansiedad. Me río tanto que mi madre me pregunta «¿Qué te pasa?»

Lo que me pasa es Charlton Heston tumbado en plan sexual, algo complicadísimo de imaginar y aún más complicado de ver, sobre una actriz que en algún momento, unos meses en 1972, fue famosa que hace de Cleopatra.  Me pasa Charlton Heston con una especie de túnica transparente hasta los pies, con todos los botones desabrochados enseñando su pecho peludo. Me pasa Charlton Heston llevando encima de esa túnica de hippie trasnochado de Ibiza un collar de perlas largo digno de la Condesa Madre de Downtown Abbey.

Por supuesto Charlton y la actriz conocida en su casa a la hora de comer se besan fatal fatalísimo, con esos besos que se daban en 1972 en los que se frotaban los labios unos contra otros como queriendo descubrir que era lo último que habían comido. Un horror de lujuria y deseo. 

A Charlton lo sacan de ese embeleso de túnicas, perlas y malos besos un mensajero que le trae noticias de Roma porque  Charlton, que casi lo olvido, está haciendo de Marco Antonio. El mensajero entre cositas políticas de Cesar y Pompeyo y ejércitos, le dice así como de pasada, que su mujer, Fulvia, ha muerto. «Aquello que desdeñamos cuando se nos va, volvemos a desearlo. Es buena ahora que se ha ido.» dice muy serio agarrado a un aplique de la pared del palacio. Ya te vale, Charlton. 

«Pero, hija, ¿qué te pasa?»

Me pasa que de repente Charlton se pone en plan diva divinísima de Ibiza y le entra un remordimiento brutal por haber estado frotándose con Cleopatra mientras su mujer estaba en la otra punta del mundo y ¡tachán!, como si fuera una vedette, se arranca la túnica, rompe las perlas y se queda en pelotas con un taparrabos con flecos color carne. 

Y se pasea por la estancia de cartón de piedra del palacio de Cleopatra. Y se gira ¡y descubro que además de taparrabos es tanga y le veo los cachetes del culo a Charlton Heston! 

Y me río, me río hasta que se me saltan las lágrimas. Me río a carcajadas de lo ridículo que es todo y de lo en serio que se lo debieron tomar hace cuarenta y ocho años al rodar esta película. 

A partir de aquí, minuto ocho,  la película ya solo va cuesta abajo hasta el minuto 120. Charlton vuelve a Roma se casa con Carmen Sevilla que hace de Octavia, hermana de Cesar. A Cleopatra le llevan la noticia y se lo toma regulinchi así que al mensajero le hace un interrogatorio tronchante: 

–Octavia ¿es alta?
–No, nooo, para nada...es bajísima. 
–Bien, bien. ¿De qué color tiene el pelo?
–¿Rubio? 
–¿Seguro que rubio?
–Ah no no, negro feísimo.
–¿Es lista?
–Qué va, qué va, para nada.... es tantísima. 
–Bien, bien. ¿Tiene majestad en el porte?
–PARA NADA. Tiene tan poca frente que el pelo le sale de las cejas. 

Otra vez llorando de la risa. 

Mientras Cleopatra está jugando al Quien es quién con el mensajero Charlton ya se ha cansado de Octavia porque ésta además está en plan "lo nuestro es platónico" y se vuelve a Egipto a frotarse labios que es lo que a él le va. En medio hay cosas de política romana del tipo quítate tú que me ponga yo y una batalla naval que casi parece protagonizada por los clics (playmobil para los millenials). 

Marco Antonio y Cleopatra se supone que es la historia de como la reina egipcia convirtió a un gran general romano en un pelele pero en mi cabeza será para siempre la peli en la que una actriz desconocida hizo que Charlton Heston fuera en taparrabos con flecos. 

Será siempre la peli que me hizo reír cuando más lo necesitaba. 

*Acabo de leer que la peli la dirigió el propio Heston y que la batalla naval de los playmobil estaba hecha con imágenes sobrantes de la peli Ben-Hur. 


domingo, 15 de marzo de 2020

Internet amansa mi miedo

El viernes pasado saludé a mis hijas desde la calle mientras ellas se asomaban a la ventana desde un sexto piso. Había ido a recogerlas para que se vinieran conmigo el fin de semana pero no pudo ser, por un posible contagio laboral de El Ingeniero decidimos que era mejor que se quedaran en cuarentena los tres juntos.  

Es la decisión correcta. 
Ellos van a estar perfectamente. 
Yo voy a estar perfectamente. 

Lloré cuando no me veían. Y por la noche me desperté con un precioso ataque de ansiedad que se parecía muchísimo a los ataques de ansiedad que tuve cuando estuve enferma de depresión. 

La incertidumbre, y esto no lo sabía cuando escribí el último post, puede prolongarse en el tiempo y aprendes a convivir con ella o, como la famosa curva, puede escalar rápidamente y dar el salto a angustia, para luego relajarse, volver a subir a un pico de pánico y volver a bajar. Eso me pasó a mí la noche del viernes al sábado y parte de la mañana. Después, fue bajando y calmándose y la incertidumbre ya ha desaparecido porque lo más acojonante de toda esta situación es cómo en un par de días, algo que hace una semana nos hubiera parecido ciencia ficción, se está convirtiendo en rutina. Y la rutina da calma, da seguridad. Y te acostumbras al miedo. 

Y en esta rutina y en este miedo nos está salvando la vida "el malvado internet y la larga mano negra de las redes sociales". Hay muchas tonterías, muchas mentiras, mucha gente mal metiendo, claro que sí, como la hay en tu curro, en el bar de la esquina, en los periódicos y en tu gimnasio pero también hay millones de cosas buenas. Para empezar estamos aislados pero dándole a un botoncito podemos ver las caras de los que no están con nosotros, ver que están bien, que se acaban de levantar y, en mi caso, que están hasta el moño de que las llame. «No hay nada nuevo, mamá. Estamos encerradas en casa, ¿qué quieres que pase? ¿Una gotera?»

«El malvado internet» nos proporciona películas, series, podcasts y nos da una ventana para preguntar las dudas que tengamos porque «el malvado internet» está lleno de gente real, gente tan acojonada como nosotros pero que a lo mejor igual que yo sé algo de podcasts, ellos saben de otras cosas interesantes, importantes o simplemente entretenidas. «El malvado internet» nos permite saber qué está pasando y qué va a pasar, nos permite comprobar que en todos los países hay idiotas e irresponsables, que en todos los países los gobiernos están actuando como buenamente pueden y que en todas partes hay gente que como he leído hoy en twitter, no son capaces de mantener un poto vivo una semana pero creen que serían capaces de gestionar una crisis de esta magnitud. 

«El malvado internet» nos permite reírnos por chat con nuestros amigos, pasarnos chistes malísimos y convocar a todo un país a aplaudir a los sanitarios en el eco de las calles vacías. ¿Sirven para algo esos aplausos? No son útiles pero como todas las cosas emocionantes de esta vida, como todas las cosas que de verdad importan, te hacen sentir que no estás solo. 

«El malvado internet» nos está permitiendo ver a nuestros primos, nuestros tíos, nuestras hijas y tener ganas de achucharnos todos, de prometernos a nosotros mismos que cuanto esto pase, que cuando esta rutina excepcional acabe, nos tocaremos, nos besaremos y nos abrazaremos. 

«Mamá ¿otra vez?
Sí, otra vez. Os quiero muchísimo» 

Con el malvado internet este miedo atroz agarrado a las tripas da un poco menos de miedo.