Mi abuelo José Luis llamaba cada día a sus seis hijos. Sentado en su mesa de despacho marcaba con sus dedos artríticos los números de todas sus casas y preguntaba qué tal el día. Cuanto tuve edad para contestar el teléfono hablaba con él y le contaba alguna cosa antes de pasárselo a mi madre. Una vez, con catorce años, contesté al teléfono estando en la cama. «¿Qué haces en casa? ¿Por qué no estás en el colegio?» «Abuelo, estoy enferma, creo que tengo un flemón enorme y me duele mucho la boca» Resultó que lo que tenía era mononucleosis, estuve tres semanas sin ir al colegio, perdí un montón de clases (desde entonces la probabilidad, la combinatoria y las permutaciones y yo no nos entendemos, pero esa es otra historia) y aquella conversación me ha acompañado siempre. Sé donde estaba yo, tumbada en la cama de mi hermana, en la litera de abajo y sé donde estaba mi abuelo: sentado en su despacho.
Antes de eso, cuando yo era más pequeña, un día al llegar del colegio en el teléfono rojo que había colgando de la pared en la cocina, había algo extraño pegado a la rosca. Era un candado para no poder marcar. Nosotros, mis hermanos y yo, por supuesto intentamos marcar. ¿Qué era aquel prodigio? A mí me intrigaba (y aún me intriga) pensar en la persona que inventó ese candado. El motivo de ese prodigio en nuestra cocina es que María Jesús, la chica que nos cuidaba, había hecho un uso abusivo y completamente desproporcionado de la linea telefónica hablando con su nuevo novio en Robledo de Chavela. Puede que los esfuerzos ahorradores de mis padres destrozaran una historia de amor aunque no sé muy bien qué tipo de conversación tendría María Jesús con su novio desde la cocina de nuestra casa rodeada de cuatro churumbeles a cual más plasta.
Más adelante, mi hermana y yo, tuvimos teléfono en nuestro dormitorio: blanco y feo estaba clavado a la pared entelada de flores naranjas y blancas. No era un teléfono "para nosotras", era un teléfono colgado ahí para que es escuchara en el resto de los dormitorios y pasada la emoción inicial me fastidiaba muchísimo tener que cogerlo cada vez que sonaba porque «para eso está al lado de tu mesa». Muchas conversaciones desde ese teléfono, muchísimas, pero la que más recuerdo fue una en la que llamé a mi madre para pedirle permiso para ir al bar O´Nabo de Lugo a tomar cañas. Me dijo que sí y le contesté "Mamá, soy feliz". Tenía dieciséis años. Acabo de recordar otra en la que llamaba a mi amiga Sofía, cuyo padre había sufrido un infarto, para preguntarle qué tal estaba. Me daba tanto miedo hablar con ella que recuerdo pensar mientras sonaba el tono de llamada «que no lo cojan, que no lo cojan». No lo cogieron y aún me siento culpable de aquella cobardía.
Cuando tenía veinticuatro al teléfono fijo de Los Molinos llamó Fede «Ana, he salido del Bernabeu y al llamar a casa me han dicho lo de tu padre, no sé qué decir, voy para allá». Me llamó desde una cabina y yo recuerdo el sitio exacto de mi casa en el que estaba al oír su voz. Desde ese mismo teléfono llamé al Ingeniero en 1999 y acabamos teniendo dos hijas.
«Necesito un ayudante y me ha dicho tu tío que eres muy espabilada. Te espero el lunes a las nueve» Esa es la última llamada memorable que recuerdo desde aquel teléfono pegado a las flores naranjas de la pared. Una llamada de Jefe Supremo que me llevó al trabajo que tengo ahora.
Esta semana hemos decidido quitar el teléfono fijo de nuestra casa, no lo usamos y las niñas ya son mayores. «Solo llaman nuestras madres y los de las compañías telefónicas» parecían dos razones de peso para darlo de baja. Pero he descubierto que me da pena, una pena absurda y ridícula carente de cualquier sentido. Más que pena es nostalgia, eso es. Nostalgia de las llamadas de mi infancia, de mi abuelo, de las llamadas de ligues (contadas con los dedos de una sola mano) que esperaba con muchos nervios. Nostalgia de los años que, tras una ruptura terrible, cada vez que sonaba el teléfono decía "Si es para mí, no estoy". Nostalgia de ese teléfono fijo que puedes ignorar, que puedes no coger. Nostalgia de saber que si no querías cogerlo estabas a salvo, bastaba con decir en caso de que alguien te lo reprochara: no estaba en casa.
Nos quedamos sin teléfono fijo y me da rabia saber que no podré importunar a mis hijas cogiendo llamadas que son para ellas y decirles con media sonrisa en la cara:«te ha llamado alguien».
Nos quedamos sin teléfono fijo y me da pena pensar que ese número, el nuestro, será para otros.
Nostalgia de un 91, quién me lo iba a decir.