miércoles, 7 de agosto de 2019

Lecturas encadenadas. Julio

Tengo la sensación de que julio ha sido un mal mes de lecturas, el peor en lo que va de año. He leído bastante pero nada que me haya emocionado mucho y, lo que es peor, cosas que me apetecían muchísimo, no me han gustado nada: la decepción de las expectativas. 

Los vagabundos de la cosecha de John Steinbeck, comprado en la Feria del Libro de Madrid fue la primera lectura del mes. Recoge los artículos que Steinbeck escribió en 1936 sobre los emigrantes del Medio Oeste americano que llegaban a California a trabajar como temporeros. Familias enteras que en su día habían tenido granjas, tierras y una situación estable dejaban atrás sus hogares por las sequías y las tormentas de polvo de 1934. Abandonaban sus casas, sus pueblos, sus estados y en un coche con todas sus pertenencias partían hacia California para poder sobrevivir. Al llegar allí, exhaustos y tras, quizás, haber tenido que enterrar a alguno de los miembros de la familia en el trayecto, encontraban explotación, miseria, penurias, desarraigo y hambre. Steinbeck visita los poblados donde malviven, observa cómo, poco a poco, van perdiendo la esperanza, las fuerzas y con ello la dignidad. Hay un artículo en el que clasifica a las familias en función de cómo se preocupan de la limpieza y orden de su chabola, su ropa y sus cosas que duele y que resulta, a la vez, un magnífico ejemplo de como la pobreza es algo contra lo que se lucha siempre, hasta que ya no te quedan fuerzas, hasta que todo te da igual. 

Steinbeck visita los poblados organizados, conoce a Tom Collins un hombre que se convirtió en una especie de defensor de todos ellos, analiza los problemas sindicales, la historia de la mano de obra inmigrante en California y en un último artículo propone soluciones que pasan porque el estado intervenga. El tono de los artículos es periodístico tratando, por tanto, de ser objetivo. Es evidente sin embargo que Steinbeck se vio muy afectado por todo lo que vio, escuchó y conoció y que de estos artículos y esas experiencias salió Las uvas de la ira. 

Otra vez la idea de que la miseria, la lucha por la supervivencia está a la vuelta de la esquina y no tan lejos como creemos. En un abrir y cerrar de ojos podemos pasar de no tener nada de lo que preocuparnos a no tener nada. 
«Por tanto, consideramos la destrucción de la dignidad una de las consecuencias más lamentables de la vida del emigrante, pues limita su responsabilidad  y lo convierte en un triste paria que la emprenderá contra el Gobierno como mejor se le ocurra». 
Los textos de Steinbeck vienen acompañados de las fotografías que Dorothea Lange hizo de esas caravanas y se cuenta la historia de esta fotografía que todos conocemos. 

Este es uno de los pocos libros de este mes que recomiendo para todo el mundo y más si te gusta Steinbeck y has leído Las uvas de la ira. 

Las vacaciones parecían un momento perfecto para enfrentarme a la relectura de Cumbres borrascosas de Emily Bronte en la edición de tapa dura de Alba Editorial con traducción de Carmen Martín Gaite. Había leído esta novela en mi adolescencia y en mi cabeza todo era en blanco y negro como las imágenes de la mítica versión de 1939. La tenía asociada a amores trágicos y complicados en medio de una campiña inglesa agreste y batida por los vientos. En mi cabeza había drama, amor trágico, campo y viento. 

Nada resultó ser cómo mi imaginación había planeado. La novela de Emily Bronte es un prodigio de escritura, de construcción de narradores y puntos de vista pero un tostón impresionante. Exceptuando a los dos narradores externos, Nelly y Mr. Lockwood, todos los demás son inaguantables: lánguidos, misteriosos y estúpidos.  El único amor o pasión o apasionamiento que puedes creerte es el del final, entre Hareton y Catherine los demás son como Crepúsculo. ¿Heatcliff y Catherine? Inexplicable. Podría llegar a creerme que Heatcliff resulte atractivo y una especie de reto o de posesión para Catherine pero ¿ella? Pocas heroínas más idiotas en la historia de la literatura. Mientras iba leyendo pensaba que no entendía ese odio de Heatcliff hacia toda la humanidad, esa fijación con hacer daño pero, ahora repasando mis notas, encuentro explicación en ese odio; quizás ser consciente de la estupidez que cometió enamorándose de la inaguantable Catherine le provocó tal vergüenza que la convirtió en odio para poder vivir con ella. Se puede vivir encabronado pero no avergonzado. 

La estructura de la novela es complejísima, la variedad de puntos de vista en la narración es impresionante y el ambiente opresivo, frío, desapacible se te mete en el cuerpo pero cuanto más leía más crecía mi encabronamiento hacia todos los personajes y más ganas tenía de terminarlo. 
«No lo puedo explicar, pero seguro que tú, como cualquiera, intuyes que hay o debería haber una existencia de los seres queridos que va más allá de la tuya. ¿De qué serviría que yo haya sido creada si estuviera contenida nada más que en esto que ves? Mis mayores desdichas en este mundo han sido las de Heatcliff y cada una e ellas la he visto venir desde el primer momento y la he padecido: és en mi principal razón de existir. Si perecieran todas las demás cosas pero quedara él; podría seguir viviendo. Si, en cambio, todo lo demás permaneciera y él fuera aniquilado, el mundo se me volvería totalmente extraño y no me parecería formar parte de él. Mi amor por Linton es como el follaje de un bosque,  y estoy completamente segura de que cambiara con el tiempo, de la misma manera que el invierno transforma los árboles. Pero mi amor por Heatcliff se parece al cimiento eterno y subterráneo de las rocas: una fuente de alegría bien poco apreciable, pero no se puede pasar sin ella». 
A lo mejor me he hecho mayor o más cínica o son otros tiempos pero no puedo con estas exaltaciones amorosas. Y me repatean en personajes que luego se cogen un catarro y se pasan tres semanas en la cama languideciendo.  

Me equivoqué de clásico en mis vacaciones.

En la Feria del Libro también compré Animales Célebres de Michel Pastoreau, traducción de Laura Salas Rodríguez siguiendo la recomendación de Guillermo Altares. El año pasado leí Los colores de nuestros recuerdos que me gustó muchísimo y que espero que todos (los que leéis estos posts) ya hayáis leído. 

Como su título nos adelanta, en este libro, el medievalista francés repasa la historia de varios animales famosos de nuestra historia, animales tanto reales como imaginarios empezando por la serpiente de Adán y Eva y terminando con la oveja Dolly pasando por el caballo de Troya, los elefantes de Anibal o el monstruo del Lago Ness. Para mi gusto las mejores historias son las que transcurren en la época medieval y moderna de la historia de Europa porque se nota que Pastoreau está más cómodo con ellas y disfruta más narrándolas. La cerda de Falaise juzgada por el asesinato de un bebé, el rinoceronte de Durero que Durero jamás vio, la jirafa de Carlos X  son de las que más me han gustado aunque también disfruté con la historia del Teddy Bear o de Milú. ¡Y sale Obelix!

En los episodios que transcurren durante la Edad Media hace un par de reflexiones muy interesantes sobre la función de la historia. 
«No podemos, no debemos –sobre todos si somos historiadores– proyectar nuestros conocimientos, nuestros conceptos, nuestras sensibilidades de hoy, tal cual, al pasado. No son las mismas que ayer y sin duda no serán las mismas que mañana. Nuestros saberes actuales no constituyen verdades absolutas y definitivas, sino solo etapas en la historia móvil de los saberes. Si no es capaz de aceptarlo, el investigador pecará de cientifiismo reductor y de un positivismo incompatible con la investigación histórica»
Y esta muy aplicable al revisionismo que sufrimos ahora mismo: 
«El pasado, sobre todo el pasado lejano, no puede ser comprendido (y menos aún juzgado) a la luz de los acontecimientos, de las sensibilidades y de los valores presentes. En el ámbito de la historia intelectual y cultural, lo científicamente correcto no es solo odioso desde el punto de vista ideológico, sino también metodológicamente hablando, fuente de múltiples confusiones, errores o absurdos».

Es un libro curioso, ameno que mejora según vas avanzando y Pastoreau se encuentra más en su salsa. 

El camino que va a la ciudad y otros relatos de Natalia Ginzburg con traducción de Andrés Barba Muñiz fue mi siguiente lectura. Con Ginzburg me pasa como con Steinbeck, lo leo todo. Se recogen en este breve volumen cuatro relatos, el primero de ellos, que le da título, es como explica la autora en el prólogo, su primer intento de escribir una novela aunque luego se quedó en relato largo. Es evidente, sin embargo, que ese primer relato y el último "Mi marido" le sirvieron de inspiración para la que sí sería su primera novela larga: Nuestros ayeres. 

La protagonista de la historia, Delia, es una joven de diecisiete años alocada, ignorante y perezosa que se destroza la vida por malas decisiones. El mérito de Ginzburg está en haber logrado crear en este breve relato doce personajes (ella misma se sorprende de ello) con peso, personalidad y volumen. Dalia, su hermano, Azalea a la que acabará pareciéndose, su prima Santa, Giulio y el desgraciado Nini son los más importantes y todos ellos ocupan espacio, tienen una vida, un sentido. Dalia es odiosa y el lector la desprecia desde el principio pero queda atrapado en la espiral de estupidez y pereza esperando que algo la salve, que algo la espabile, la haga salir de ahí. 

El segundo relato, Una ausencia, parece el reverso del primero, con un protagonista masculino perezoso, estúpido y rico que reflexiona sobre su vida mientras su mujer está fuera. El tercero, Una casa en la playa, es extrañísimo por lo que cuenta y porque Ginzburg lo cuenta desde el punto de vista de un hombre que es algo que no hace nunca. 

El cuarto relato, Mi marido, está estrechamente relacionado con la segunda parte de Nuestros ayeres y vuelve a un personaje principal muy similar al del primer relato pero desde otro punto de vista. Aquí el centro no está en la joven desgraciada que toma malas decisiones sino en la  joven esposa del doctor que ve cómo éste se enamora y deja embarazada a esa joven. Ginzburg tuvo dos buenos matrimonios pero siempre escribe sobre relaciones terribles, trágicas.

Este librito de Ginzburg es solo para muy fanáticos como yo, no lo recomiendo para empezar con ella. 

Y me quedo con esta reflexión del prólogo que ya puse en otro post: 
«Y entonces pensé que en eso consistía no escribir por casualidad. Escribir por casualidad es dejarse llevar por el simple juego de la observación y de la invención, por todo aquello que ocurre al margen de nosotros, escogiendo al azar entre seres, lugares y cosas que nos resultan indiferentes. No escribir por casualidad es hablar solamente de aquello de lo que amamos. La memoria es una forma de amor, pero jamás es casual. Hunde sus raíces en nuestra propia vida, y por eso sus elecciones jamás son casuales, sino siempre imperiosas y apasionadas». 

Las partículas elementales de Michael Houllebecq con traducción de Encarna Gómez Castejón,  llevaba esperando en mi estantería desde marzo cuando lo compré en la Cuesta Moyano. De Houllebecq ya había leído El mapa y el territorio que me encantó y Plataforma que me gustó pero menos. Éste se queda entre los dos. 

Houllebecq nos cuenta la historia de dos hermanos que lo son por tener la misma madre y por su empeño personal porque no tienen nada en común, ni recuerdos, ni vivencias, ni siquiera recuerdos de su  madre que abandona a ambos cuando son prácticamente bebés. Es una historia de dos hombres en la que las mujeres son lo más importante. Todas las mujeres que los quieren, que los cuidan, tienen destinos trágicos: la madre hippie ausente, las dos abuelas convertidas en madres y que para ambos hermanos constituyen el único amor verdadero y confiable que conocen en sus vidas, las novias a las que son capaces de amar con entrega y sinceridad. 

Es una novela de vidas francesas y Houllebecq juega a provocar, a escandalizar y en mi caso, no lo consigue porque lo que hacen sus personajes nunca me provoca rechazo sino tristeza, ternura nostálgica. Me los creo tanto que pienso «qué lástima me das, qué vida más triste llevas y  lo peor es que no sabes salir de ahí». En este caso imaginaba a los dos hermanos intentando encontrar algo que los emocione, que los rompa en dos y les permita librarse del peso, de la incapacidad para relacionarse que arrastran y que cada vez les pesa más. No lo consiguen, solo llegan a resquebrajar la caja de cristal en la que se han encerrado a través de sus obsesiones: Bruno el sexo y Michael el pensamiento. 

Es un libro triste y doloroso porque te enfrenta a verdades dolorosas que Houllebecq te escupe sin contemplaciones a la cara: 
«Para el occidental contemporáneo, incluso cuando se encuentra bien, la idea de la muerte constituye una especie de ruido de fondo que invade el cerebro cuando se desdibujan los proyectos y los deseos. Con la edad, la presencia del ruido aumenta:  puede compararse a un zumbido sordo, a veces acompañado de un chirrido. En otras épocas el ruido de fondo lo constituía la espera del reino del Señor: hoy lo constituye la espera de la muerte. Así son las cosas» 

Y esto que me ha llegado al alma:  
«–Durante muchos años, mi hijo me ha estado pidiendo amor: yo estaba deprimido, descontento con mi vida, y lo rechacé pensando que un día me encontraría mejor. No sabía que esos años iba a ser tan cortos. Entre los siete y los doce años el niño es un ser maravilloso, amable, razonable y abierto. Vive lleno de alegría y tiene un juicio perfecto. Está lleno de amor, y se conforma con el amor que quieran darle.  Y después todo se echa a perder. Irremediablemente, todo se echa a perder». 

O esto sobre depresiones: 
«La tradicional lucidez de las depresivos destaca a menudo como un desinterés radical por los preocupaciones humanas, se manifiesta ante todo como una falta de implicación en los asuntos que realmente le son poco interesantes. De hecho, es posible imaginar a un depresivo enamorado, pero un depresivo patriota resulta inconcebible». 

A Houllebecq hay que leerle. 

La última lectura del mes ha sido el mayor fiasco. Le tenía muchísimas ganas y ha sido un completo desastre, una lectura de esas que te encabrona según vas leyendo. Lo he terminado por cabezonería. ¿Cual era? Telefónica de Ilse Barea con traducción de Pilar Mantilla Martínez. 

En su día leí la trilogía de Arturo Barea, La forja de un rebelde, y recordaba su narración de la época de la Guerra Civil en Madrid. Barea trabajaba en el edificio de Telefónica y fue allí donde se conocieron mientras ella era censora de los corresponsales extranjeros. Me apetecía este libro para leer su versión pero ha sido un chasco absoluto. Donde Barea, sin ficcionar nada, conseguía recrear el ambiente en la ciudad, el miedo, la esperanza, la incredulidad ante la enormidad de la situación y la indiferencia de Europa, Ilse Barea nos presenta un folletín, una sucesión de personajes que parecen propios de una mala telenovela. Telefónica es una novela perfecta para tomarla como referencia para un guión de serie de mediodía: el galán (Arturo Barea), la fea pero inteligente (Ilse) y que conste que esa definición se la da ella misma unas diez veces en todo el texto, la mujer cruel y despiadada que hace infeliz al galán (la mujer de Barea) y la superficial y frívola Paquita (amante de Barea). Ahí si le veo futuro, como guión de serie.  

Ilse ficciona toda su historia y  donde en Barea encontrabas calidez, textura y emoción:

«En la mañana, la parte más extraordinaria de mi experiencia fue su naturalidad. No tenía el sentimiento de haber conocido por primera vez a u na mujer, sino de haberla conocido de siempre. De siempre  no en el curso de mi vida, sino en el sentido absoluto, antes y fuera de esta vida mía. Era una sensación semejante a la que sentimos algunas veces cuando paseamos las calles de una vieja ciudad: llegamos a una placita silenciosa y de golpe sabemos: sabemos que hemos vivido allí, que lo hemos conocido siempre, que lo único que ha pasado es que ha vuelto a nuestra vida real y nos sentimos tan familiarizados con las baldosas llenas de musgo como ellas lo están con nosotros. Sabía lo que ella iba a hacer y cómo sería su cara, igual que conocemos algo que es parte de nuestra propia vida, algo que hemos viso sin necesidad de mirarlo». 


Encuentras aquí cartón piedra, estereotipos, disfraces de poliester y vergüenza ajena.

«-Siempre he querido desempeñar un papel. Eso ahora se está desmoronando. Soy una extraña para todos vosotros, sobre todo para Georg. Simplemente ya no soy su mujer. Lo he sabido hoy y ayer cada que he sido consciente de que podía morir. Nuestro matrimonio ya no existe, o sea que debía de ser frágil. Se lo voy a tener que decir le tengo demasiado cariño como para engañarlo. Pero Stephen, si antes de eso muero aquí, no le digas nada, solo le haría daño inutilmente, y ya he hecho bastante. [...] ¿Te refieres a si quiero arrojarme de lleno a historias amorosas? En absolito. Me tomo a mí y a los otros demasiado en serio para eso. Por otro lado, todo lo demás es más importante en este momento. Me gustaría formar parte de alguien, pero amar es algo raro y valioso. Si quiero hacer algo de verdad y con sinceridad, lo haré, pero no me lo propongo.».
Me ha costado terminarlo pero lo he hecho por cabezonería. Esta novela no se publicó nunca y quizás hubiera sido mejor idea seguir sin publicarla. 

Haciendo este repaso me he dado cuenta de que este mes de lecturas, no ha sido tan malo como pensaba pero tampoco ha sido tan bueno como debería de haber sido. Leed a Steinbeck, Ginzburg, Pastoreau y Houllebecq y pasad de Emily e Ilse.

Y con esto y planeando leer únicamente dos libros este mes, hasta los encadenados de agosto.


lunes, 5 de agosto de 2019

Trabajar en agosto


Volver a trabajar el cinco de agosto es sentirme la más lista de la clase y, al mismo tiempo, la niña que siempre teme que, esta vez, sus padres se olviden de recogerla. Trabajar en agosto, ir sola por la carretera, llegar al edificio, darme cuenta de que me sobran dedos de las manos para contar los coches que hay en el parking, saludar a un solo guarda de seguridad, ver la recepción desierta, escuchar el eco de mis pasos por la escalera y llegar a mi sala y ver solo dos cogotes concentrados en sus teclados, me hace sentirme como el alumno que vuelve al internado demasiado pronto, antes de tiempo. 

Trabajar en agosto cuando no tienes el buzón saturado de correos, cuando el teléfono no suena, cuando no hay reuniones porque no hay con quien reunirse es ser, a la vez, astronauta y exploradora. El edificio casi vacío parece otro planeta, un lugar completamente diferente al que por, durante el año, me muevo en plan comando: corriendo por los pasillos intentando llegar a la esquina antes de cruzarme con nadie porque yo no sirvo para el «Hola, ¿qué tal?» «Bien ¿y tú?»  Ahora sabiendo que los pasillos, la máquina de café y la cafetería son seguros, casi me apetece pasearme y quizás, recorrer algún rincón al que hace tiempo que no me acerco. 

Trabajar en agosto es creerte el rey del castillo, del edificio, de la fotocopiadora y de la máquina de café. Es sentirte okupa de un piso piloto, con todo el espacio a tu disposición sabiendo que nadie vendrá a molestarte mientras te lavas los dientes en el baño o rellenas tu botella en la fuente. 

Trabajar en agosto es vivir antes de tiempo, imaginarte que has viajado al futuro, pensar que has llegado el primero, mirar hacia atrás y sentir que puedes disfrutar de la calma y el espacio antes de que llegue la turbamulta. Te fuiste antes y ahora estás ahí antes que ellos, eres el primero, el mejor, el más listo. El rey del mundo.  

Trabajar en agosto también es sentirte, un poco,  el niño al que no invitan al cumpleaños, el pringado al que no dejan entrar en la discoteca, aquel al que siempre le toca el regalo más cutre del Amigo Invisible. Te consuelas pensando que tú ya has estado de vacaciones, que en agosto está todo más tranquilo, que hay menos trabajo o que el que tengas podrás hacerlo a tu ritmo, como a ti te gusta, sin prisas y bien hecho, pero en el fondo escuchas una vocecita que te dice «a lo mejor te equivocaste pidiendo las vacaciones, el año que viene hay que organizarse para no volver tan pronto»

Trabajar en agosto es pensar la primera media hora «¿Qué coño hago aquí?» y el resto del día sorprenderte sintiendo «Oye, pues no se está tan mal, lo mismo lo malo del trabajo es la gente». 

Trabajar en agosto es pasarte dos horas siendo Marie Kondo ordenando el correo atrasado de todo el año y rompiendo papeles que ni recuerdas que tenías y otras dos haciendo planes para, a partir de este momento, ser metódica, organizada y cumplir un planning. Y empezar el planning por colocar sobre la mesa todo lo que piensas leer y analizar durante este mes que ahora, mágicamente, se ha convertido en un mes lleno de posibilidades, un mes que te permitirá ponerte al día con todas los asuntos que realmente te interesan de tu trabajo pero para los que nunca tienes tiempo.  

Trabajar en agosto es poder permitirte sentirte  a ratos un poquito superior y a ratos una pobre huerfanita digna de muchísima compasión. 

Así estoy hoy, que no sé si soy el próximo Steve Jobs o la protagonista de La princesita ( novela que si no habéis leído es que no habéis tenido infancia)de Frances Hodgson Burnett. A ver en que me he convertido a final de mes. 


sábado, 20 de julio de 2019

Un post de suplemento de verano

Malika Favre.
Me despierto por el ruido del camión que vacía los contenedores, por el movimiento de las cortinas de rayas de colores empujadas por el viento y con la luz que entra porque duermo con las persianas subidas hasta arriba. Mis hijas duermen. Escucho, siento y veo y me quedo en la cama. Una vez conocí a un hombre que tenía que dormir completamente a oscuras, encerrado. En los hoteles que compartíamos cerraba las cortinas con una precisión casi enfermiza y al apagar la luz y darme las buenas noches se ponía tapones. No ver, no sentir, no oír. Encerrarse. Esconderse. Tenía que haberme dado cuenta de que eso era algo propio de un hombre pequeño antes de enamorarme de él aunque claro, para cuando detecté esas manías ya era un poco tarde para desenamorarse. Heathcliff no es un hombre pequeño o, mejor dicho, no estaba hecho para serlo pero una mujer pequeña, minúscula y absurda lo convierte en una piltrafa, en un miserable. También hay mujeres pequeñas pero me preocupan menos porque no corro peligro de enamorarme de ellas. Sufro leyendo Cumbres borrascosas porque no entiendo nada, porque no comparto esa necesidad de sufrir como confirmación de un éxtasis amoroso o sentimental. Sufrir está sobrevalorado. Emily Brönte exponía el sufrimiento como un éxtasis de amor y, ahora, en 2019, los deportistas motivados lo usan como arma de superioridad moral. Me desprecio a mí misma cada día que hago mi tabla de ejercicios. ¡Qué asco me doy! ¿Me siento mejor? Sí, pero eso no quita que mientras hago las series de abdominales y sentadillas esté pensando en crear una aplicación deportiva para gente como yo. Una aplicación que te diga: «No nos apetece una mierda, el deporte es asqueroso y la satisfacción moral que da es ínfima comparada con el sufrimiento pero lo vamos a hacer por cojones» y que al terminar en vez de decirte:«¡Enhorabuena!» te dijera «Hala, ya hemos terminado, a la mierda el deporte por hoy». Además, el deporte está mal pensando. «Si persistes al final verás los resultados» te dicen. Pues vaya mierda, lo que molaría es que vieras los resultados el primer día, eso sí sería motivador y no la zanahoria esa de «sufre que al final compensa» Mientras pienso todo esto mis hijas duermen. Y siguen durmiendo mientras desayuno en la terraza leyendo sobre la moda de la abstinencia alcohólica entre los grandes chefs canadienses. Me encuentro con la palabra busser que no sé que significa, la busco online y acabo recurriendo a mi adorable profesora de inglés que me contesta enseguida: «It's the person who clears and sets the tables etc. It's lower in hierarchy than being a waiter». Es la mejor y, además, hace poco descubrí su  pasado como chef profesional. Mis hijas duermen. En la playa, haga lo que haga, acabo siempre detrás de una pareja de franceses que ya conozco de otros años. Son de ese tipo de parejas que llevan tanto tiempo juntos que ya parecen hermanos. El mismo tipo, el mismo tono de piel, el mismo ritmo vital. Ella se tumba, él se sienta mirando al mar. Leen, hablan, se bañan. Son altos y rubios y mayores, quizás sean belgas. Indefectiblemente también, caigo siempre en el radio de acción de dos niños rusos que tienen malísima puntería cuando juegan a tirarse arena pero son grandísimos actores cuando me miran sonriendo en plan: «pío, pío que yo no he sido» después de haberme alcanzando con sus lanzamientos. Mis hijas duermen. 

Leo, escucho podcasts, desayuno tostadas y bebo tinto de verano. Tomo helados, paseo en chanclas, y miro los recuerdos que Google me manda al móvil, fotos de hace tres años cuando mis hijas nadaban, hacían castillos en la arena y no estaban en hibernación. Ellas duermen con la puerta abierta, desmadejadas, como si necesitaran descansar de una batalla, de una larga marcha. Las miro aprovechando que no pueden decirme «Ay, mamá, qué pesada» y pienso que no sé si se están preparando para crecer diez centímetros este verano o acumulando sueño para cuando sean universitarias.

Creo que no se me ocurre nada para escribir, que todo lo que me viene a la mente es un post de verano, lleno de tópicos y lugares comunes sobre lo que se hace durante las vacaciones. Un post como una columna de un suplemento de verano con portada azul y amarilla y entonces leo a Natalia Ginzburg:

«Y entonces pensé que en eso consistía no escribir por casualidad. Escribir por casualidad es dejarse llevar por el simple juego de la observación y de la invención, por todo aquello que ocurre al margen de nosotros, escogiendo al azar entre seres, lugares y cosas que nos resultan indiferentes. No escribir por casualidad es hablar solamente de aquello de lo que amamos. La memoria es una forma de amor, pero jamás es casual. Hunde sus raíces en nuestra propia vida, y por eso sus elecciones jamás son casuales, sino siempre imperiosas y apasionadas». 

Yo no escribo por casualidad mientras mis hijas duermen.  

miércoles, 10 de julio de 2019

Eternamente jóvenes

—Lo que me da miedo ahora, es morirme joven y perderme vuestra vida.
—Mamá, no te preocupes, eso ya no va a pasar. Ya no eres joven. 

Mi hija tiene la vida ( y casi todas sus ideas) perfectamente estructurada. Hasta los doce años eres niño, de trece a veinte eres adolescente, la juventud dura hasta los treinta y nueve y la adultez/madurez (no tiene claro como llamar a esta etapa) llega hasta los sesenta y nueve. A partir de ahí eres viejo y se llegas a los cien, héroe. 

Todos nos vemos más jóvenes que los otros padres del colegio, creemos que nos conservamos mejor que nuestros antiguos compañeros de clase y, al llegar a una reunión, jugamos a valorar si somos más o menos jóvenes que la mayoría. Luego, llegamos a casa, miramos a nuestros hijos y pensamos «qué mayores son, cómo han crecido» y nos arrasa la nostalgia por su infancia, por el recuerdo de nosotros como padres jóvenes, inexpertos, novatos. Lo que no hacemos, porque no queremos, porque nos da miedo, porque es lo que realmente nos enfrenta al paso del tiempo, es mirar a nuestros padres y pensar: qué mayores están, cómo han envejecido. 

Lo pensamos de pasada, de refilón, casi siempre cuando nos sacan de quicio porque una de sus manías se ha vuelto aún más omnipresente, o cuando repiten la misma batallita mil quinientas veces o cuando se olvidan de algo o se despistan. En esas ocasiones pensamos: «madre mía, mi madre qué despiste lleva» o «mi padre es pesadísimo». Es un pensamiento fugaz, repentino que dejamos pasar porque no queremos ahondar en él. Nos da vértigo. Tenemos nostalgia de nuestros hijos siendo pequeños y adorables y, a la vez, nos aferramos al recuerdo de nuestros padres siendo jóvenes y capaces. Queremos que nuestros padres sigan siendo un anclaje, alguien a quién recurrir, un faro, un apoyo. Que sean independientes, capaces de enfrentarse a la vida, a sus nimiedades e inconvenientes sin tener que contar con nosotros más que cuando a nosotros nos viene bien, nos encaja. Lo que nos envejece, lo que nos hace mayores no es que nuestros hijos tengan veinte años, es que nuestros padres tengan ochenta. No nos envejece tener hijos universitarios, nos hace mayores que nuestros padres no puedan conducir, no entiendan lo que les dice el médico o necesiten que les acompañemos a hacer cualquier gestión. 

Nuestro permanente elogio de una juventud convertida en una especie de paraíso nos ha hecho considerar la vejez como un territorio a evitar. Pensamos que la vejez es un jardín al que podemos evitar entrar si hacemos ejercicio, si completamos los sudokus, si nos mantenemos activos (odio esa expresión) si sabemos usar la tecnología... y no. La vejez no es una opción, es inevitable y tiene sus limitaciones.  Y no queremos aceptarla, ni la nuestra y por eso nos consideramos los padres más jóvenes de la clase, ni la de nuestros padres y por eso recurrimos a ellos. 

El lunes tuve un accidente de coche. Un encantador señor con unos impresionantes ojos azules y ochenta y dos años, me embistió por detrás en la entrada de una rotonda. A él no le pasó nada. A su nieta, que viajaba en el asiento de atrás, tampoco. Eran las ocho y diez de la mañana y la estaba llevando al colegio. Mi coche se lo llevó la grúa, yo tuve que rellenar los papeles, llamar al seguro y tranquilizar a su hijo por teléfono. «No, su padre está perfectamente. Su hija también. La única que tiene algo soy yo, no se preocupe». 

Estamos preparados para cuidar a nuestros hijos, para ser adultos responsables de nuestros descendientes. Lo que nos cuesta la vida es aceptar que tenemos que cuidar a nuestros padres, que nuestros padres ya no pueden hacer una serie de cosas, que ya no pueden ayudarnos. Estamos tan empeñados en querer seguir siendo jóvenes que no estamos preparados para que nuestros padres se hagan mayores, para dejar de ser hijos.


PS: acabo de darme cuenta de que hace dos semanas también escribí de este tema. Me estoy haciendo vieja y me repito.