lunes, 27 de noviembre de 2017

Algunos días somos felices

Paso por delante cargada con las bolsas del fin de semana y una punzada de nostalgia profunda y certera me atraviesa. No es la primera vez que lo veo, he pasado mil veces por delante pero hoy, hoy es domingo,  es la hora a la que solíamos venir aquí para terminar el fin de semana. Me paro y miro los colores dar vueltas iluminando la noche en este trocito de calle. La taza que gira, el coche de policía, el jeep, la moto, el león y, por supuesto, los caballitos. Casi espero vernos, a nosotros, esperando a que las niñas acaben los tres viajes que les dejábamos cada tarde de domingo. 

¡Qué jóvenes éramos y qué mayores nos sentíamos! Éramos jóvenes comparados con los padres de ahora, teníamos treinta y pocos y dos niñas y una casa con una hipoteca que pagaremos hasta que nos jubilemos.  Recuerdo el día que en el pasillo de nuestra nueva casa, a punto de terminar la reforma, me dijiste «Ana, ven, mira». Mirabas el pasillo embelesado y yo pensé que estabas loco, «¿Qué miras?» «Mira lo focos, ¿ha quedado bien, eh? Y es nuestra casa» Éramos jóvenes y nos sentíamos muy adultos, muy mayores, con la vida hecha. Cada domingo por la tarde, en invierno, cuando no habíamos ido a pasar el fin de semana fuera, salíamos al tiovivo. Ese paseo, atravesando las calles de chalets al lado de casa, era la manera de dar por finalizada la tarde, de hacerles ver a las niñas que cuando volviéramos tocaba baño, cena, cuento y a dormir. 

Al principio, cuando eran muy pequeñas subíamos con ellas, uno con cada una. Nos mareábamos y nos reíamos. Después, podían subir solas y tú y yo nos sentábamos y las saludábamos a cada vuelta, las seguíamos con la vista. Una vuelta y otra vuelta y otra vuelta y una más, y en todas les sonreíamos y ellas a nosotros. Hasta que no nos curtimos en mil y un tiovivos y ferias no aprendimos a valorar la ausencia de música en el nuestro. Ni chunda chunda, ni grandes éxitos, solo el sonido de los engranajes girando y girando. Y sus sonrisas. 

¿Éramos felices? Unos días sí y otros días no. En algún momento, no recuerdo cuando, no nos dimos cuenta, dejamos de ir al tiovivo, las niñas empezaron a ducharse solas y nos hicimos mayores de verdad. Descubrimos que la vida no era como la habíamos pensado mirando en aquel pasillo. 

Hoy me hubiera gustado viajar en el tiempo y decirnos a nosotros mismos, sentados saludando a nuestras hijas vuelta tras vuelta, que vamos a estar bien  aunque no será como creemos. Me hubiera gustado susurrarnos que dentro de diez años seguiremos teniendo dos hijas y compartiendo un pasillo. Y que unos días somos felices y otros no. 


viernes, 24 de noviembre de 2017

No se me ocurre nada o, quizás, sí

Duy Huynh
No se me ocurre nada mientras miro este simulacro de otoño en el que las hojas solo amarillean y no acaban nunca de caer para alfombrar el suelo. El olmo en la mediana de la carretera, casi llegando a Toledo, ni siquiera ha empezado a amarillear. Quizás está esperando a que no mire, a sorprenderme. Llevamos diecisiete años mirándonos. 

No se me ocurre nada mientras pienso en qué quizás este año no vea nieve ni pueda llevar guantes ni vea vaho salir de mi boca por las mañanas. Quizás vaya siendo hora de vender el rasca hielos que llevo en el maletero. 

No se me ocurre nada mientras pienso que, a lo mejor, no es que no vaya a haber otoño. Quizás las estaciones se han cansado de sus meses y están corriendo turno. Quizás el otoño haya decidido que le gustan más las navidades y, a partir de ahora, se asiente entre diciembre y abril, luego vendría el invierno que ha decidido que quiere más horas de sol y a partir de agosto el verano. Sin primavera. Las otras estaciones la han asesinado por cursi y pesada. 

No se me ocurre nada mientras voy a la tintorería de mi barrio. Todos los años cuando me toca llevar alguna prenda me da miedo que la hayan cerrado. Quizás pase de moda aunque creo que ha sobrevivido con mucha dignidad a la avalancha de franquicias de hace unos años. Quizás la gente deje de comprar ropa que hay que llevar a la tintorería igual que dejaron de comprar sombreros y libros y pajaritas y almácigas. Es una tintorería que huele a eso, a tintorería. Un olor característico que te garantiza que tu ropa volverá limpia. Esta tintorería es como un balneario para la ropa. Llevo allí mi trenca para que se haga un tratamiento, se relaje y luego me espere tranquilamente colgada de la percha. 

No se me ocurre nada mientras charlo con la dueña de la tintorería. Su ¿marido? está al fondo, entre la gran máquina que da vueltas y la plancha gigante que maneja como si no pesara. Quizás no pesa. No está el calvo atractivo que plancha por las mañanas. Quizás, pienso mientras estoy pagando, sea una tapadera. ¿Qué habrá al fondo del local? ¿Más prendas relajándose y empezando a sentir el pánico del abandono? 

No se me ocurre nada mientras dormito en el asiento del copiloto de un taxi entre Gijón y el aeropuerto. Intento calcular si haciendo dos viajes diarios entre esos dos puntos podría ganarme la vida. Quizás, a 55 € el trayecto, se gana dinero suficiente. 

No se me ocurre nada mientras hablo delante de un auditorio sobre ayudas al cine y siento que todos me odian un poco. Yo tengo frío y lo que me gustaría decirles es que hago lo que puedo, pero no se lo digo o se lo digo mal.  No se me ocurre nada mientras me aterro pensando que quizás no me odien y se acerquen ahora a hablarme. Ahora, cuando es posible que mi aliento apeste porque estoy comiendo cabrales en la espicha que nos han dado. 

No se me ocurre nada mientras descubro que mis hijas son unas brujas y han descubierto una nueva manera de utilizar el amor maternal como arma arrojadiza. No reclaman para ellas mismas la posesión absoluta del amor por mí, son más retorcidas. No dicen  "Mamá, yo te quiero más", dicen "mamá, ella te quiere menos". No se me ocurre nada mientras intento valorar el nivel de maldad e ingenio que hay en esa acusación. 

No se me ocurre nada mientras pienso que no se me ocurre nada. Quizás es porque estoy demasiado. Los estados absolutos no son buenos para la creatividad. Cuando estoy demasiado cansada, demasiado contenta, demasiado triste, demasiado ocupada, demasiado entusiasmada, demasiado sobrexcitada, demasiado agotada, demasiado no se me viene nada a la cabeza. 

No se me ocurre nada mientras pienso que, a quizás, el mejor momento para la creatividad es la nada. Cuando no estás nada, o estás un poco de todo. O quizás no. 


viernes, 17 de noviembre de 2017

Ni MILF ni WHIP, yo soy MFHMM

MILF, mother I´d like to fuck.
WHIP Women who are hot, intelligent, and in their prime.

Con casi cuarenta y cinco años he llegado a la sabiduría suprema. Es cierto que hubo un tiempo, los catorce años, en los que pensaba que ya lo sabía todo pero no, lo sé todo ahora. O por lo menos sé lo más importante, quién soy. Y lo que soy no viene definido por lo que otros piensen de mí, ni siquiera por lo que yo les haga sentir a otros. Estas definiciones absolutamente idiotas me sacan de quicio porque están enunciadas desde la posición de "eh, tú, mujer... ¿qué eres tú para la sociedad?" y me parecen una majadería, un insulto y sobre todo una falta de respeto.

Si vamos a vivir con acrónimos que por lo menos sean acrónimos que nos representen.

 MAC. Mujeres Asqueadas de Categorías.

MVMAH. Madres con Vida Más Allá de sus Hijos.

MCDGR. Mujeres con Casa Decorada según sus Gustos y no por lo que dicen las Revistas.

MSB. Mujeres que lleva siempre el mismo bolso.

MLRECRECNHW. Mujeres que llaman a la ropa de estar en casa, ropa de estar en casa y no Homewear.

MSUC. Mujeres que solo usan una crema.

MAS. Mujeres que se sienten Atractivas porque Sí.

MPRA. Mujeres que pasan de revistas absurdas.

MAFE. Mujeres Asombrosas Fabulosas y Estupendas

MID. Mujeres Inteligentemente Divertidas.

MIF. Mujeres Inspiradas y Felices.

MQL. Mujeres que Leen.

MASPB. Mujeres Alucinantes y sin apego a su bolso

MEI. Mujeres Espectacularmente Inteligentes

MCG. Mujeres que Comen lo que les Gusta.

MSTP. Mujeres sin tiempo que perder.

MHEHMM. Mujeres Harta de Etiquetas y Hasta el Moño de Memeces

MQHTRR.  Mujeres que hacen tururú.

MFHMM. Mujeres Fabulosas Hasta el Moño de Memeces.



miércoles, 15 de noviembre de 2017

Me gustaría

Me gustaría que la tristeza oliera, como las lentejas quemadas o el rastro de una vela apagada. Me gustaría ser capaz de olerlo y poder airear la casa, abrir las ventanas y librarme de esa sensación, que no me pillara por sorpresa. Me gustaría que las persianas de todas las ventanas estuvieran siempre levantadas y que nadie viviera bajo la luz de la lámpara de techo. Me gustaría que todo el mundo supiera que la vida con lámparas de ambiente es siempre más bonita. Y más acogedora. Me gustaría que las voces de las emisoras locales que escucho cuando viajo fueran, en realidad, de locutores de los años 50 que viven encerrados en una especie de cápsula temporal. Me gustaría que no me dieran miedo los planes a largo plazo y que los podcasts que escucho tuvieran episodios todos los días. O que la semana laboral acabara el miércoles. Me gustaría tener unos zapatos rojos y tres pares de zapatos de tacón que me encantaran. Me gustaría librarme de este miedo a morir que me ha entrado últimamente y que en el Ahorra Más vendieran tortas de aceite de Inés Rosales. Me gustaría, en el trabajo, discutir con gente que sabe y no solo con gente que trata de escaquearse. Me gustaría saber escribir ficción. Me gustaría que mi jefe me dijera "qué buena idea" en vez de "no es mala idea". Me gustaría no tener que encabronarme con él para que entienda la diferencia. Me gustaría no equivocarme con las preposiciones cuando escribo en inglés. Y que la luz que aparece en mi cabeza marcando la opción correcta cuando corrijo el texto se encendiera cuando lo escribo por primera vez. Me gustaría ir al cine una vez por semana. Y que no me diera pereza ir al ginecólogo. Me gustaría que mi móvil no me avisara continuamente de que me quedo sin espacio, sin batería, sin cobertura. Me gustaría que me dejara en paz. Me gustaría que todas las casas tuvieran suelo de madera y que el hule no se hubiera inventado. Ni los cubiertos de pescado. Me gustaría comer todos los días con la vajilla de porcelana que tengo guardada en un armario. Y saber quitar las manchas de los manteles. Me gustaría que los detergentes que dejan la ropa blanca de verdad dejaran la ropa blanca. Me gustaría ir a trabajar con mi guerrera de la II Guerra Mundial y poder decirle al tío que nada a mi lado en la piscina que mete mal el brazo derecho. Me gustaría consolar a la señora mayor que siempre llora mientras se viste en el vestuario para volver a casa. Me gustaría recuperar un forro polar azul que Clara ha perdido aunque ella dice que lo que pasa es que no sabe dónde lo ha dejado. Me gustaría ser Katherine Hepburn y comer con Juan Tallón. Me gustaría saber hacer repostería y que las naranjas se pelaran con cremallera. 


viernes, 10 de noviembre de 2017

Borrar la vida

Eraserhead, Lisa Congdon
El otro día encontré por internet una fotografía de un montón de gomas de borrar. Mi primer pensamiento fue: ya no usamos gomas de borrar porque ya no escribimos a mano. Sé que muchos, todavía, escribimos a mano y sé que algunos lo hacemos, a veces, a lápiz pero ¿cuánto borramos? 

Borrar deja un rastro. No lo ves, puedes no poder descifrarlo, solo intuir que es lo que hubo allí pero sabes que algo existió, que allí hubo algo. Las gomas de borrar, aunque fueran nuevas, aunque fuera la favorita, aquella que definíamos con un solo adjetivo que la identificaba como la escogida "la buena", decíamos. Incluso esa, al borrar, dejaba un rastro. Las líneas de la cuadrícula se volvían más tenues, el blanco se volvía eso tan cursi que luego se llamó blanco roto y que en realidad solo quiere decir "blanco más sucio" y los rastros de lo escrito mezclado con las virutas de la goma rodaban por la página. A veces, si no tenías cuidado, esos restos de goma y escritura quedaban pegados a la página y escribías sobre ellos, dando entonces a tu escrito relieve... Era bonito, era casi como ver el proceso de construcción de tu redacción.  O el de destrozo de tu dibujo, en mi caso. 


Hace unos años leí un ensayo sobre las diferencias que existen entre escribir en un teclado, en una pantalla y en un cuaderno, en papel. Aparte de las obvias, la que más me llamó la atención porque jamás había pensado en ella fue la de que cuando en una pantalla corriges, borras, le das al delete, lo que sea que hubieras escrito antes: una mala idea, una frase mal formulada, un error gramatical, una palabra mal escrita, desaparecía, dejaba de existir. Se perdía, para bien y para mal. No puedes volver a reformularlo, a retomar esa idea, a recogerla, releerla, ni siquiera puedes aprender de lo que hiciste mal porque ha desaparecido. En un cuaderno, en un papel, tachas pero sigue estando ahí. Debajo de las rayas, de la X, del NO gigante escrito con un rotulador de otro color, la idea, la mala idea permanece para recordarte qué hiciste mal o esperando el momento en que se vuelva una buena idea.  

No se puede hacer desaparecer lo que has hecho mal en la vida, o lo que no te apetece recordar. Permanece para siempre y eso está bien. Lo que sea que has hecho, dicho, pensado, amado, rechazado o sentido es lo que te hace quien eres. Está bien no poder eliminar lo que no nos gusta de nuestro pasado pero quizás, pensando en gomas, esta semana, estaría bien poder borrarlo. Que no despareciera, que dejara un rastro, las líneas de tu vida en aquellos momentos más tenues, cierto relieve en aquel recuerdo, pero sin ver aquel error, aquella estupidez, aquella majadería. Estaría bien saber que fuiste gilipollas pero sólo por su rastro, como las migajas de la goma Milán sobre el cuaderno.

miércoles, 8 de noviembre de 2017

Luchando contra el adolescentismo

En mi lucha contra el adolescentismo que está llegando a mi vida, estoy desarrollando una serie de mecanismos de defensa para conseguir llegar a la siguiente etapa de la vida, la adultez de mis hijas, sin haber muerto de una subida de tensión, un ataque al corazón y, a ser posible, con todo el pelo que tengo ahora mismo. He dicho mecanismos de defensa porque por ahora es a  lo que llego. Confieso que estoy desbordada por el adolescentismo de mis hijas y por ahora, todo lo que puedo hacer es defenderme para que no acaben conmigo. Confío en que llegue una etapa más ofensiva en la que las que tengan que defenderse sean ellas pero por ahora me conformo con replegarme a mis cuarteles para no volverme loca. 

El primer mecanismo que he aprendido es no acercarme a su armario. Ni mirarlo, aunque esté casi siempre con las puertas abiertas. Ni acercarme, ni tocarlo, ni asomarme. ¿Qué tienen ahí dentro? Pues para mí, como si hubiera un pasaje a Narnia.

El segundo mecanismo es asumir imperturbable que lo que no son capaces de encontrar, no existe. No, no es que no busquen bien. No, no es que no sepan mirar. No, no es que busquen como hombres esperando que lo que sea que están intentando encontrar salga a su encuentro. No. Si no encuentran algo, lástima, ese algo ha desaparecido. ¿Quizás está camino de Narnia a través del armario? Quizás pero, como ya he dicho, yo a Narnia, no voy. 

—Mamá, ¿dónde están mis pantalones blancos?
—Están en el cesto de la plancha. 
—No hace falta plancharlos.
—Me alegro. Eso que te ahorras.
—Pues no están. 
—Pues eso que te ahorras también. 

Es importante recordar que cuando, por casualidad, encuentro lo que sea que ellas han dado por perdido, no cogerlo y decir "¿Veis como si estaba?". Ese algo, lo que sea, es invisible para mí. (Advierto que esto cuesta) 

El tercer mecanismo es reajustar expectativas combinándolo con una sabia y necesaria regresión a los primeros momentos de la maternidad, cuando descubrí que nada es cómo te han contado. Cada vez que vuelvo a casa, en vez de imaginar una entrada triunfal en la que mis hijas, según oigan el delicioso tintineo de mis llaves en la puerta, aparecerán por el pasillo dispuestas a saludarme y contarme su día, tengo que bajar esas expectativas a la realidad: el eco de mis pasos por el salón a oscuras mientras grito: ¡Hola! ¿Hay alguien en casa? Un poco después, según avanzo por el pasillo y veo luz salir de su cuarto, me tranquilizo porque sé que no estoy sola y, entonces, tengo que controlar el miedo desenfrenado pensando que quizás me las voy a encontrar desmayadas, muertas, despedazadas por lo que sea que ha salido de su armario. 

—¡Ah! Hola, mamá. 

Así me gusta, la efusividad supurando por todos sus poros. No me extraña que nadie de Narnia quiera devorarlas, seguro que no saben a nada.  

Mi cuarto mecanismo de defensa es que he desarrollado el superpoder de no ver qué llevan puesto. Para mí, mis hijas siempre llevan el traje nuevo del emperador. Hasta hace poco, era como el famoso listillo del cuento que le gritaba al rey "¡va desnudo!", pero he descubierto que es mucho mejor la opción contraria. 

—¿Qué tal voy?
—Perfecta. 
—No te gusta.
—Perfecta. Estupenda. 
—Pues no me voy a cambiar. 
—Me parece muy bien. 
—Valeee, me cambio.
—Como quieras.


La última herramienta defensiva es adoptar el silencio como manta protectora. Nada de pensar en el silencio como algo incómodo. Nada de obsesionarse con que el silencio es un problema de comunicación. Hay que olvidar todas esas cosas que has leído sobre la importancia de la conversación, de charlar con tus hijos, de compartir temas. Todo eso es importante pero si para conseguirlo tienes que sacar el sacacorchos del cajón de la cocina y embutírselo en la garganta, quizás no sea tan buena idea. Si las respuestas a todas tus preguntas son: sí, no, no sé, me da igual, no me acuerdo, es muchísimo mejor usar el sacacorchos para abrirte una botellita de vino y sentarte a esperar que les apetezca hablar contigo. 

Hay que disfrutar el silencio para leer, dormir o, simplemente, para concentrarte en no abrir el armario y ordenar Narnia al grito de ¡no vuelvo a compraros ropa hasta que no sepáis tener esto ordenado!


viernes, 3 de noviembre de 2017

Lecturas encadenadas. Octubre

Octubre ha sido muy poco octubre y muy junio y eso no me sienta bien pero, por fin, se ha terminado, ha llegado el cambio de hora y cuando cae la noche temprana me lleno de energía. Quizás, con un poco de suerte, pueda ponerme abrigo un día de estos y leer en el sofá tapada con un manta, pero en lo que llega ese día, vamos con el repaso a lo que leí en el octubre que fue junio, casi mayo.

Empecé con Planeta Exilio, de Úrsula K. Le Guin. Ya comenté en el post de lecturas de febrero, descubrí a Úrsula en el New Yorker y estoy decidida a conocer su literatura. Este librito breve, fue un regalo de un amigo este verano pero todavía no le había llegado el turno. Me ha recordado bastante a algunos de los relatos de Crónicas Marcianas de Bradbury aunque también tiene un toque al Señor de los Anillos. Es una historia de amor y de luchas, de supervivencia. El regusto "marciano" viene de la intensa sensación de extrañeza que consigue transmitir a pesar de que todo lo que cuenta es cotidiano. Son hombres viviendo con costumbres reconocibles pero el lector percibe algo raro, extraño, ajeno que le incomoda y le hace ser consciente de la fragilidad de lo rutinario y conocido. Todo además, parece visto bajo una luz especial, personal. Una luz extrañamente confortable, tanto que provoca inquietud. Es además, una historia muy romántica. 

«Tenía la sensación de que este pequeño alivio, esta ligereza de espíritu, era debido a la presencia de ella. Él había sido responsable de todo durante mucho tiempo. Ella, la extraña, la extrajera, de sangre y mentalidad ajenas, no compartía su poder o su conciencia o su conocimiento o su exilio. Ella no compartía nada con él, sino lo que había conocido y se había a él total e inmediatamente por encima del abismo de sus grandes diferencias: como si fuera tal diferencia, la disparidad entre ellos, lo que les había hecho conocerse y, al vivirlas, los había liberado».

El libro más bonito del mes ha sido El poli y el himno y El regalo de reyes de O. Henry  con ilustraciones de Mikel Casal, de Yacaré Libros.   Si alguien se pregunta qué tengo con los de Yacaré Libros, os diré que son amigos pero es que además los libros que editan son alucinantes, un placer absoluto.

Este volumen lleva dos cuentos y una breve nota del editor, Juan Gorostidi, en la que nos presenta a O.Henry, un personaje cuando menos curioso. Le ocurrieron mil aventuras, fue farmacéutico, peón y cajero de banco. En 1896 huyó  a Honduras  porque fue acusado de desfalco en Estados Unidos. Allí conoció a un ladrón de trenes, Al Jenning y, además, y por eso todos deberíamos conocerle, acuñó el término "república bananera".  O. Henry escribió más de 380 relatos inspirados en la vida cotidiana, los rateros, las familias, las parejas, la ciudad. Estos dos relatos transcurren en Nueva York, son cuentos sencillos y tranquilos pero cargados de sensaciones. En la primera línea estás enganchado a la historia de esos personajes cercanos, tan cotidianos que hacen que roces la compasión al acercarte a ellos. No quiero destriparos los cuentos pero os los recomiendo infinito. Las ilustraciones de Mikel Casal son fabulosas, consiguen transmitir el ambiente y el tono, muy diferentes entre ambos cuentos. Sé que es un libro que voy a regalar muchísimo.

El siguiente libro del mes lo compré en la Feria del Libro Viejo anteriormente conocida como Feria de Otoño y en la que siempre llovía. Llegué a él porque lo recomendaron en La Cultureta y se llama Usos amorosos de la posguerra española, de Carmen Martín Gaite.  Hacía veinte años que no leía a Martín Gaite y se me había olvidado la espectacular escritora que fue. Este libro deja claro desde el título de qué va, es un ensayo sobre lo complicadísimo, frustrante y limitador que era ser mujer joven en los años 40 y 50 en España. Debo decir que esperaba un poco más de sexo y con sexo me refiero a conocer cómo se enfrentaban las mujeres de hace setenta años a la realidad del sexo. Despojadas del noviazgo y alcanzada la supuesta tierra prometida del matrimonio ¿Cómo vivían la realidad de la cama? Pero de eso no hay nada en el libro. Martín Gaite escribe maravillosamente bien, consultó un millón de fuentes para componer este ensayo y, además, tiene un sentido del humor ingenioso y fino que hace que la realidad de lo que cuenta parezca menos trágica, pero lo era.

Leyéndolo me he dado cuenta de que a pesar de todo lo que tenemos que mejorar ahora mismo, estos días, con respecto a la situación de la mujer en nuestra sociedad, estamos a años luz de lo que soportaron nuestras madres o nuestras abuelas. Las mujeres hace setenta años eran tratadas de una manera ridícula y muy restrictiva. Consideradas poco menos que tontas útiles y utilizadas siempre a mayor gloria de los supuesto valores masculinos que siempre eran, por supuesto, absolutos y completos. Podemos creer que nada ha cambiado pero leyendo a Martín Gaite te das cuenta de que sí hemos avanzado.

Me encanta la dedicatoria, es tierna, certera e intemporal.

«Para todas las mujeres españolas, entre cincuenta y sesenta años, que no entienden a sus hijos. Y para sus hijos, que no las entienden a ellas».

Y me alegra comprobar que, menos mal, que no nací en los años treinta.

«Analizar las cosas con crudeza o satíricamente no parecía muy aconsejable para la chica que quisiera sacar novio. Se les pedía ingenuidad, credulidad, fe ciega». 

La casa de la colina de Erskine Caldwell  dormía el sueño de los justos en mi estantería de libros pendientes desde que el año pasado me hice con él en la Feria del Libro de Otoño en un día en el que llovía y hacía frío y mis hijas protestaban porque "mamá, no tienes vida para todo lo que quieres leer". Dormía tranquilamente convencido de que le llegaría el turno y,  le llegó. Descubrí a Caldwell hace ya seis años y la impresión que me causó no se me ha olvidado. El camino del tabaco fue la primera novela suya que leí y recuerdo la sensación que me provocó su lectura, la aridez, la dureza, la historia, el carácter de los personajes. Recuerdo la historia pero recuerdo con más nitidez, el calor, la luz,  la aspereza en el tono. Desde entonces he leído un par de ellas más y todas me han dejado una profunda impresión. 

La casa de la colina es una historia de Caldwell, creo que la reconocería en cualquier sitio, por lo que cuenta y por cómo lo cuenta. No hay ni una concesión a la belleza ni a la bondad y no porque rehuya contarlo sino porque, muchas veces, en la vida no hay ni belleza ni bondad. Otra vez encontramos familias ricas venidas a menos en el sur de Estados Unidos que se aferran a una vida que ya sólo existe en sus cabezas y sus recuerdos. Sus casas, su estilo de vida, sus convicciones se desmoronan pero ellos se niegan a aceptarlo. La evidencia de la desaparición de su mundo les abruma y se vuelven crueles, vengativos, o quizás siempre lo fueron y es, la desesperación la que acentúa esa maldad. Esta novela es, además, muy cinematográfica, me sorprende que no se haya hecho una película de ella, de hecho podría hacerse ahora mismo y tendría vigencia. 

La edición que he leído es de 1960, y leyendo el perfil biográfico que redacto el editor tuve una sensación muy rara porque en aquel año, Caldwell estaba vivo, no era alguien del pasado, era actual. Caldwell, además, es todo un personaje. Estuvo casado cuatro veces, una de ellas con Margaret Bourke White que, a lo mejor no sabéis quién es, pero es una mujer que fue la primera en casi todo. Fue fotógrafa y una de sus imágenes fue la primera portada de la revista LIFE en  1936. En 1930 fue la primera persona autorizada a fotografiar la industria de la Unión Soviética y en 1941, cuando Alemania invadió la URSS fue la única periodista en territorio soviético, allí estaba con Caldwell con el que que se había casado en 1939.



El último libro del mes ha sido un cómic: Crónicas de Jerusalén de Guy Delisle.   El dibujante canadiense pasó un año en Jerusalén porque su mujer, que trabaja para Médicos sin fronteras, fue destinada allí. Delisle realiza una especie de diario de esos doce meses en los que mezcla sus problemas familiares y de logística con sus hijos, el coche, los vecinos, la guardería, la niñera y demás con sus paseos por la ciudad y sus alrededores y sus encuentros con distintos personajes. Delisle intenta, a través de sus dibujos, entender lo que ve, lo que vive y cómo se ha llegado a esa situación. ¿Qué es Jerusalén? ¿Por qué el muro que divide Israel? ¿Qué diferencia y qué une a palestinos e israelíes? ¿Cómo viven? ¿Cristianos, judíos, musulmanes, cómo conviven? Delisle tiene un estilo muy reconocible, sencillo, muy lineal pero muy evocador. Además, tiene un sentido del humor muy negro que hace que me identifique mucho con él. Creo que me gustó más el de Pyongang pero quizás fue porque Corea me era  desconocida y, sin embargo, sobre Jerusalén he leído mucho más. En cualquier caso, os recomiendo mucho a Delisle.

Mi última recomendación del mes no es un libro, es el documental sobre Joan Didion que se acaba de estrenar en Netflix.

Y con esto,  un fin de semana por delante para leer y haraganear y un bizcocho, hasta los encadenados de noviembre. 


miércoles, 1 de noviembre de 2017

Veinte años después


«El dolor por la pérdida nos resulta un lugar desconocido hasta que llegamos a él» (Joan Didion)

Hoy hace veinte años que murió mi padre. Es mucho tiempo y no ha pasado rápido. Si hace veinte años hubiera intentado imaginar cómo iba a sentirme a lo largo de estos años, probablemente hubiera creído que un día como hoy, tanto tiempo después, no sentiría nada, el tiempo todo lo cura, dicen. O quizás, hubiera imaginado sentir una pena nostálgica, casi analgésica, tranquilizadora, una pena bonita como de película. No es así para nada. Estos días atrás, he descubierto que, veinte años después, sigo aprendiendo cosas sobre su pérdida y que hoy, lo que siento es rabia. 

Mi padre tenía cincuenta y tres años cuando murió y estaba en lo mejor de la vida. Yo no lo sabía cuando murió ni lo he sabido durante estos veinte años, lo sé ahora que tengo cuarenta y cuatro. Cuando murió, de repente, sin avisar, sin que ninguno, ni tan siquiera él, pudiéramos esperarlo, me invadió la incredulidad, «no puede ser» me susurraba a mí misma. Después, mientras la tristeza inmensa lo nublaba todo y el desorden se convertía en el nuevo orden me parecía que aunque obviamente había muerto antes de tiempo, ya había vivido. Era pronto, pero no demasiado pronto. Con mis veintipocos años, creía que él ya había vivido suficiente. ¡Qué listillos somos cuando no hemos hecho nada más que empezar a vivir! 

Durante todos estos años le he echado de menos hacia detrás y hacia delante. He recordado, guardado, mimado y tratado de conservar, en parte escribiendo, todos sus momentos conmigo, juntos. También le he echado de menos con ese luto hacia delante que es infinito por lo que ya nunca podrá ser, por alejarme de él cada día más. He sentido nostalgia por el  pasado y tristeza por la pérdida de lo que fue y el anhelo de lo que no podrá ser. Pero hoy, veinte años después, lo que me invade es rabia. No por mí sino por él, rabia sorda y amarga por la vida que se ha perdido. Este año, el próximo veinticinco de diciembre cumpliría setenta y cuatro años y la muerte le quitó los años mejores. Creo, además, que él había alcanzado la sabiduría suprema por la que disfrutas de la vida, con cuarenta y nueve años, y sólo estaba empezando a saborearlo. Estaba feliz, contento, disfrutando de la sensación de haber reconocido la vida, de ser intensamente consciente de vivir y, cuando mejor estaba, en el momento álgido de la fiesta vital, murió.  La paradoja es que él tuviera que morir y  perdérselo para que yo lo haya aprendido a tiempo y lo esté disfrutando ahora. 

Cuando muere alguien nos hundimos en nuestro dolor, en nuestra pena, en nuestra pérdida, en el hueco que sentimos, el vacío que nos ahoga y en nuestras lágrimas. Y es normal, quizás tengan que pasar veinte años para que seamos capaces de valorar la pérdida del otro, del que murió, lo que dejó por vivir. 

¡Qué cabrona es la vida y qué rabia me da que se la esté perdiendo! 


lunes, 30 de octubre de 2017

La caja de los tesoros

Hay cajas por todas partes, cajas con ropa de bebé, cajas con trastos, una bolsa con pilas usadas, un albornoz azul que no es de nadie pero que, por alguna razón que escapa a mi comprensión, no se puede tirar, un moisés de bebé, una lavadora, un horno, más cajas.  Intento encontrar algo al alcance de mis capacidades organizativas cuando veo una caja con libros. 

—Voy a organizar esta caja de libros. A ver qué tiramos y qué nos quedamos.
—Estupendo. 

Los hijos del héroe es lo primero que me encuentro. Un libro que ni me suena, que juraría no haber visto en mi vida. Una ilustración muy de "A dónde vas Alfonso XIII" ilumina la portada. En la primera página nos informan de que son cuentos para niños con "ilustraciones en color y en negro" y descubro que la edición es de 1935. ¿De quién sería este libro? ¿De mi abuela? 

«Noche era aquella de tristeza en casa de Doña Paquita. Sus dos hijos, Carlos y José, partían al amanecer para lugares lejanos. Gran salto iban a dar: desde Tudela, en Navarra, a las colonias del Perú, en América» 

Me muero de la risa con este comienzo de cuento infantil de hace casi cien años. Según paso las páginas y veo las ilustraciones, me doy cuenta de que no tengo ni idea de cómo eran los niños de hace cien años, quizás esto les resultara emocionante. Y truculento, en las ilustraciones siguientes que nos cuentan la historia de Carlos y José, aparecen muertos a mansalva y hasta un general rebanándole el cráneo a un "insurgento". ¿Cuántos niños de ahora mismo saben lo que es un insurgento? 

Descubro que Los hijos del héroe es un libro de relatos. El siguiente se llama Un corazón como hay pocos con el que me echo unas risas tremendas. La protagonista es una huérfana rica que vive "rodeada de sus criados" y que se llama María del Carmen. Imagino a Harry Potter y a su amiga Mari Carmen en Griffindor y es obvio que los nombres pasan de moda. Descubro que Mari Carmen es condesita y tiene tierras así que su primo la engatusa, la engaña y Mari Carmen al enterarse cae "tronchada como un lirio" y muere. No me lo invento, la última frase del cuento es «María del Carmen había muerto». El siguiente cuento se llama El consejo del mendigo y no entiendo muy bien de qué va, sale un ex banquero y luego una chica que lleva un velo que se parece muy sospechosamente a un pañuelo palestino y que dice que va a Calatayud «con diez mil duros en valores». En la última ilustración se postra ante ella un tal Bautista que resulta ser su hermano. 

Decididamente este libro tengo que guardarlo y leerlo con calma, intuyo que me va a dar grandes alegrías. Sigo rebuscando y encuentro una edición, de 1933, de La vuelta al mundo en ochenta días, de Julio Verne, y una de El viaje de Gulliver al país de los gigantes de 1942 con una rana gigante y muy asquerosa en la portada acosando al pobre Gulliver que lleva pelucón blanco. No tengo ni idea de quién serían estos libros. 

Historia moderna y contemporánea. Parece muy antiguo pero en la portada, en una combinación un poco kitsch aparecen galeones medievales y un avión a propulsión. Busco el año, la edición y lo que me encuentro es, en la última página, la firma de mi padre niño: Jesús Ribera. Ya tenía la letra que yo reconozco. Éste a guardar, por supuesto. 


Sigo rebuscando y, de repente, tengo otra vez 10 años y todas mis lecturas están ahí. Casi me puedo ver con el pelo cortado como un tazón, sin dientes y leyendo sin parar aquellos libros. La princesita, en la preciosa edición verde loro de la colección juvenil Cadete de la editorial Mateu de Barcelona. En la portada aparece la protagonista oriental (y no la rubia de la película) que llegaba al colegio de ricas y a la que desterraban a la buhardilla cuando su padre dejaba de enviar dinero. Las páginas están beige, reconozco el olor, la tipografía. Es curioso como hace treinta y cinco años esos libros me parecían ya antiguos porque lo eran, son de los años cuarenta, y ahora siguen igual, no han envejecido más, permanecen  congelados en el tiempo. De la misma colección aparece una cumbre de cursilismo que también me encantó de pequeña: Bajo las lilas. Tengo una niebla de recuerdos en torno a esas páginas. Descubro, además, en la primera página el registro de mi madre M.G.R.G nº 2. Fue su segundo libro. Me encantaba el registro de mi madre, recuerdo cuando lo descubrí y le supliqué que me dejara ayudarla a organizar su biblioteca, a ordenar los libros, a anotarlo todo. Sigo sacando más títulos de la colección Cadete Los Primitos y Los muchachos de Jo de Louis May Alcott, por algún sitio aparecerá Hombrecitos. Todos a guardar.

Shirley, azafata del aire. No me puedo creer que este libro este aquí. Me quedo paralizada. Este es el único libro que jamás devolví a una biblioteca. Recuerdo con claridad el día que, con diez u once años, entré en la biblioteca de mi colegio y le confesé a la monja encargada que no encontraba el libro y no podía devolverlo. Me moría de la vergüenza y de la pena porque me castigaron a no sacar libros en un mes ¡un mes! Salí de allí llorando amargamente por la injusticia. Jamás olvidé ese libro pero ni en mis sueños más locos pensé que volvería a encontrarme con él. Decido que tengo que volver a leerlo y me río con su portada como de novela Pulp. Shirley se contonea con su uniforme y sobre sus zapatos de tacón alejándose del jet. Ay, mi yo de diez años, que inocente era. 

El Corcel Negro. No me lo puedo creer, no sé las veces que leí este libro. La portada con el abuelo abrazando al niño, el caballo negro. Me gustó tanto que cuando hice un intento de escribir un diario, lo llamé así "El corcel negro". Mi hermana lo encontró, lo leyó porque eso es lo que hacen las hermanas pequeñas y luego vino con toda su mala leche a reírse de mí. «Así que el corcel negro». Arranqué todas las hojas y las tiré; del diario no del libro. Encuentro una edición de Heidi de Bruguera. Me río a carcajadas al encontrarme a una Heidi rubia, con pecas que corre a los brazos del abuelo que lleva una elegante chaqueta cruzada de color rojo intenso. ¡cuanto daño han hecho los dibujos japoneses!  

Cuando la gente dice Julio Verne, en mi cabeza salta un resorte que contesta El rayo verde. Y aquí está, en mi manos ahora mismo, Famosas novelas de Bruguera. En la portada está la Heidi rubia y el abuelo y Pedro y un oso pero ahí, entre el resto de las famosas novelas sé que está "El rayo verde". Busco la página y ahí está, tal cual, la ilustración que me persigue desde hace treinta años en la que el protagonista patilludo besa a la chica en el momento justo en que el rayo verde ilumina el horizonte. Todavía, hoy, con cuarenta y cuatro años cuando veo una puesta de sol busco el rayo verde. 


Canguro para todo y El hada acaramelada de Gloria Fuertes, Los niños más encantadores del mundo y La abuelita en el manzano. En las primeras páginas mi letra, mi nombre, Ana Ribera. Puff, creo que me voy a ahogar en nostalgia, esto es lo más cerca que voy a estar nunca de reencontrarme con mi yo de hace treinta años, el yo que me hizo la lectora que soy.  


—¿Cuántos han salido para tirar?
—Ninguno. 


viernes, 27 de octubre de 2017

Haraganead, haraganead, malditos

¿Cómo te sientes si pasas todo un día sin hacer nada? 
a) Bien
b) Mal

Desconfío de todo aquel que elige la respuesta b. ¿Cómo puedes sentirte mal después de no hacer nada en todo el día? ¿Que tara tienes? Sospecho que a los que eligen la opción incorrecta nadie nunca les ha enseñado a no hacer nada bien.  

Haraganear es un arte y, como tal, requiere dedicación, empeño y fuerza de voluntad. La maestría no se adquiere de la noche a la mañana ni se perfecciona en un instante. Es necesario dedicarle tiempo, encontrar el hueco y el espacio e insistir hasta que se le coge el truco. Solo entonces, te vuelves adicto, te enganchas, lo conviertes en un arte.  

No hacer nada es revolucionario. Nos pasamos la vida corriendo, sujetos a un horario, al despertador. Nos persigue la hora de comer, la hora de cenar, la de ir a trabajar y la de salir corriendo a hacer gestiones. Además, tenemos tareas pendientes, una montaña enorme que no acaba nunca y que va desde limpiar la casa a llevar la aspiradora a arreglar, recoger la ropa de invierno, planchar, poner la lavadora, ir a comprar bombillas, llamar a tu  madre, escribir a tu amiga que vive fuera, pedir cita para el DNI, para la peluquería, para el oculista, llamar al banco, mirar tus gastos mensuales, emparejar calcetines, ordenar tuppers, lavar a mano la ropa de lavar a mano que languidece al fondo del cesto de la ropa sucia esperando que llegue su momento, ir a un museo, dar un paseo, ir a conocer un nuevo restaurante, quedar con alguien, cortarte las uñas... un millón de cosas que hay que hacer. Para no hacer nada hay que desarrollar el superpoder de dejarlas todas en "mañana". No es fácil, la inercia del "tengo que" o "podría hacer" es  es un tsunami muy violento que hay que aprender a surfear. 

No hacer nada significa ir a contracorriente, despegarse del "aprovecha tu tiempo libre" y del "saca  provecho del fin de semana". No, no y no. El verbo aprovechar implica exprimir el tiempo, apurarlo, llenarlo de cosas, de actividades que te reporten un beneficio, un algo, lo que sea. No hacer nada, haraganear, es justo lo contrario. Consiste en aprender a dejar pasar el tiempo languideciendo. Haraganear implica disfrutar viendo como los minutos y las horas se escurren entre tus dedos, resbalando por las sombras de la luz en tu cama, en tu pared, en el suelo. Abrir los ojos y pensar «podría levantarme» y no hacerlo, darte la vuelta y seguir tumbada, sin dormir, sin leer, simplemente no haciendo nada. No hacer nada significa empezar a desayunar a la hora que sea, sin mirar el reloj, sin pensar que es casi la hora de comer, te apetece desayunar y desayunas, ya te preocuparás o no de lo que ocurra en las horas que están por llegar. Al principio de no hacer nada, la perspectiva de las horas por llenar puede agobiar un poco pero hay que tomárselo con calma y dejarse ir. Poco a poco, tu cuerpo se adapta, tu cerebro se pone cómodo y ves como el tiempo se estira y el haraganeo se expande ocupando todos esos minutos con una maravillosa sensación de bienestar. La expansión del placer del haraganeo es algo maravilloso, crece hasta ocupar el tiempo y el espacio llenándolo todo de un olor, de un sonido, de un tacto dulce, pacífico y gustoso. 

Haraganear es ir, un poco, contra nuestra propia naturaleza. Los niños, por ejemplo, llevan mal no hacer nada, dicen me aburro y exigen hacer cosas, entretenerse, estar activos. Hay que enseñarles a disfrutar del haraganeo consciente para no privarles de ese placer. Hay mucha gente a la que no le ensañaron nunca, les privaron de ese conocimiento y viven su vida en una continua carrera de obligaciones, tareas y ocio auto impuesto muy parecido a vivir permanentemente en un crucero organizado.  

Haraganear es maravilloso y, como todas las cosas buenas de la vida, hay que manejarlo con cuidado. Es importante no abusar de ello porque entonces su placer se anula y se convierte en un vicio. Haraganear es un placer íntimo, para realizar en una compañía de confianza y siempre con moderación. 

¡Ah! Casi lo olvido y esto es fundamental:  no se haraganea en pijama. Cuando uno no va a hacer nada en plan profesional, lo hace con ropa cómoda, de estar en casa pero nunca en pijama. ¿Por qué? Por lo mismo que no se corre sin sujetador. No hay más que explicar.  

Haraganead, malditos. No os hurtéis ese placer y sed gente de confianza que elige, siempre, la opción a. 


miércoles, 25 de octubre de 2017

Caer bien no es lo mismo que querer

Dan Gluibizz
—Mamá, a mi amigo Pedro su madre no le cae bien.
—¿Cómo lo sabes?
—Hoy hemos estado hablando de eso. 
—Ajá. 
—¿Te parece bien que no le caiga bien su madre?
—Bueno, no lo sé, sus razones tendrá. A lo mejor le cae bien a ratos, o a lo mejor no es que le caiga mal, sino que simplemente le cae mejor su padre y, por comparación, él tiene la sensación de que su madre no le cae bien.
—No lo había pensado así. 

Ella no lo había pensado así y yo, la verdad, es que no lo había pensado nada, pero me quedé dándole vueltas. ¿Te puede no caer bien tu padre, tu madre, tus hijos? Ya veo las caras horrorizadas de muchos, pensando "por supuesto que tus padres te caen bien y, también, tus hijos porque los quieres más que a nada y blablablabla". 

—Mama, a mí tú me caes bien. 
—Me alegro.
—¿Yo te caigo bien?
—Si, casi todo el tiempo sí.
—Pero ¿caer bien no es lo mismo que querer eh?
—Lo sé.

Exacto. Caer bien no es lo mismo que querer. Es completamente distinto o, quizás, sólo complementario. Por supuesto está horriblemente mal visto decir que tus hijos o uno de ellos o tus padres o uno de ellos no te caen especialmente bien, pero es así. Todos, o casi todos,de adultos sabemos cuál de nuestros progenitores nos llevamos mejor, con cual tenemos una relación más fluida, más cercana, una relación en la que es más fácil acoplarse por el motivo que sea: cercanía, sentido del humor, intereses comunes, odios compartidos, afinidades de carácter, pueden ser un millón de cosas. Nos caemos bien, nos caemos mejor. 

Pocos, sin embargo, estamos dispuestos a aceptar que quizás, a lo mejor, que es posible que no les caigamos bien a nuestros hijos. Mejor dicho, como le dije a María, que seamos el progenitor con el que nuestros hijos congenian menos. ¿Por qué? Pues porque nos hemos confundido y creemos que el amor y caer bien es lo mismo y no lo es. Bueno, por eso y porque a nadie le gusta no caer bien (que no es lo mismo que caer mal).

¿Por qué nos pasa esto? Pues dándole vueltas en la cabeza creo que es porque tenemos grabado a fuego en nuestro interior que el amor de padres a hijos y viceversa es incondicional, es una especie de fuerza suprema que lo puedo todo y en la que todo, salvo en momentos excepcionales siempre provocados por una causa externa maligna sin la cual el mundo sería de color de rosa, es armonía, buen rollo y empatía. Y yo creo que no es así. 

El amor entre padres e hijos cae. Es de arriba hacia abajo, sale solo, no brota en el momento del parto como un manantial (de esto ya hemos hablado) pero cada día que pasas con tus hijos acumulas un poco más. Es un amor que te hace sobreponerte a todo lo malo (que lo hay) de tener hijos. Es un amor que no hay que cuidar, no va a secarse (sé que esto es cursilísimo pero me sirve para la idea), ni se va a ir, ni va a desaparecer. (Vale, hay casos en los que ni surge, ni crece y sí desaparece pero son pocas veces). 

El amor de hijos a padres funciona de abajo arriba. Este sí surge, es un chorro a propulsión que brota de pronto y que a nosotros, los padres, muchas veces nos sorprende por su fuerza y nos golpea en toda la cara. El bebé que se calla cuando tú lo coges, tus hijos abrazándote sin venir a cuento, tu hijo enfermo que se siente mejor nada más verte. No es nada que hagas tú, es el amor que ellos sienten y que es como un surtidor a presión descontrolado. Ese surtidor sí pierde presión, según crecen nuestros hijos empiezan a poder controlar su caudal, aprenden a manejarlo y, a veces, creemos que se ha secado. Se enfadan con nosotros, nos odian, nos castigan con su silencio, piensan que somos los peores padres del mundo. Sí, nuestros hijos harán eso porque nosotros lo hicimos, lo hacemos, lo hemos hecho. En los amores en vertical nos cuesta admitir que el destinatario de nuestro amor no nos caiga bien, nos caiga regular, aunque sea por épocas, nos parece que rebaja la calidad de nuestro amor, que no es cariño del bueno, sea lo que sea eso. 

Luego hay otro tipo de amores, los horizontales, de igual a igual: a tu pareja, a tus amigos, a tus hermanos. Esos amores hay que empujarlos para que se muevan, evolucionen y no cojan polvo y olvides que están ahí. En estos amores no tenemos ningún problema en aceptar que un objeto de nuestro afecto nos cae menos bien que otro. Todo el mundo, absolutamente todo el mundo dice: me llevo mejor con mi hermano X que con mi hermano Y, o con mi amigo Paquito que con mi amiga Marta. No tenemos problema con eso. ¿Por qué? No lo sé pero es así. Admitimos que en los amores trabajados haya categorías pero en los amores incontrolables nos cuesta creerlo. 

Caer bien es distinto de querer. A lo largo de nuestra vida nos cruzamos con muchísima gente, con algunos sientes una afinidad instantánea o no tan instantánea que hace que esa persona te resulte más simpática, más llevadera, más cercana y, eso, pasa también con nuestros padres y con nuestros hijos... aunque nos cueste pensarlo, creerlo, aceptarlo y mucho más verbalizarlo. 

miércoles, 18 de octubre de 2017

Hablemos de cuñas

Llueve, me meto en el coche, enciendo la radio: «Si te preocupa retener de más». ¿Retener? ¿De más? ¿El qué? ¿Impuestos? Noooo, resulta que hablan de estreñimiento. Las 8:30 y ya tengo mi eufemismo favorito del día, «retener de más» en vez de «no hacer caca». Adoro a los chicos de las cuñas, vuelvo a recordarlos en su cuchitril, lleno de humo y ceniceros y vasos llenos de restos de café, anís y carajillos, y sé lo bien que se lo han tenido que pasar elucubrando una cuña para vender algo contra el estreñimiento. 

—Chicos, un bebercio para ir a cagar.
—¿Funciona?
—Pelaez, no nos pagan por saber si las cosas funcionan sino para anunciarlas y que las gente las compre. 
—Vale, vale. Esto es fácil "Para cagar bien, nada como Bio3"
—No podemos decir cagar.
—¿Y caca?
—Muy gracioso, tampoco.
—Poner un pino. Plantar un árbol. Sacar el tren del túnel.
—Chicos, sutileza.
—Retener. 
—Pero es que retener parece que lo haces porque quieres y cuando no cagas es porque no puedes.
—Pelaez, no nos pagan por ser puristas del lenguaje. Adjudicado, retener. Buen trabajo, chicos. 

«Cari, que se me había olvidado decírtelo. Que mis padres al final llegan dos días antes y se quedan quince días más» dice una joven. «No me puede parecer mejor» contesta un joven alegremente. No puedo con la intriga de saber qué anunciarán, por un momento creo que será una cuña de las clínicas esas que tratan la eyaculación precoz, las de "si tu vida sexual está bien, todo lo demás no importa", aunque no veo yo a la joven pareja chuscando alegremente como, sin duda, les gustaría si tienen a los suegros por casa en pantuflas, pero nunca se sabe. Mi sorpresa es mayúscula, sin embargo, cuando compruebo que no van por ahí los tiros, «Si tu caldera Junkers está bien, todo está bien» ¿En serio? Esto me suena a cuña de segunda mano. 

—Chavales, los alemanes quieren que anunciemos calderas.
—Pufff, ¿se puede decir calentar o tampoco?
—Pelaez, no seas rencoroso. Los alemanes pagan muy poco, no os matéis. Reciclad algo. 
—Calderas, calentar, sexo.. ¿reciclamos lo de la eyaculación precoz que hace mucho que no pagan?
—Hecho.  

«Hombre, entre agricultores tenemos que ayudarnos» he escuchado esta cuña mil veces, pero cada vez que sale la voz que finge ser un agricultor solidario me entra ternurita. Anuncian algo que se llama «Cultiva y gana punto com». Me fascina este anuncio porque da una nueva perspectiva al mundo de la agricultura, ya no veo gente labrando, currando en el campo, veo a dos amigotes en un bar, con un carajillo, rascando cartones a ver si les toca una cosecha de mijo o de coles de bruselas pero sin querer decírselo al otro, como si estuvieran jugando al mus. No sé si conseguirán vender algo de cultivayganapuntocom pero la cuña me fascina.

«Si te gusta el calorcito tropical
y se acerca un frente de frío polar
y a ti hay algo que te mueve
y tu novia no se atreve
Viajes El corte inglés te va a ayudar»

Pero, pero, pero ¿qué es esto? No sé si El Corte Inglés te va a ayudar pero sé que la cuña la ha hecho el tío que en la adolescencia, en los campamentos, te firmaba en el cuaderno poniendo "no vayas por el sol que un bombón como tú se derrite".  

—Chicos, tenemos que inventarnos algo nuevo con los de Securitas.
—¿Otra vez? Pero ¿queda alguien sin contratarles?
—Unos cuantos irreductibles. 
—Pelaez, no es momento para citas de Asterix. ¡Qué se os ocurre?
—Pues es que el acojone ya lo tenemos explotadísimo, como no vendamos la moto del hijo pródigo.
—Explícate Pelaez. 
—Montamos una cuña con uno al que ya han robado y en vez de recriminarle que no tuviera la alarma somos muy profesionales. Vendemos profesionalidad y amor. 
—Te lo compro. 

«Anoche entraron a robar en mi casa mientras dormíamos, menos mal que no nos despertamos. No se preocupe, esta tarde tiene allí a nuestro experto» 

Mi cuña favorita ahora es la de los CFD. ¿Qué son? Ni idea, no lo sabe nadie, pero eso da igual, los anuncian en la radio. 

-Chicos, hay que vender CFD.
—¿Qué es eso?
-Pelaez, da igual lo que sea. Hay que venderlo pero con cuidado porque no es para todo el mundo.
—Pero, ¿para quién es?
—Mmmmm, pues no lo sé, ¿para listos?
—Ya, claro, pero no podemos decir "anunciamos una cosa solo apta para listos" porque todo el mundo se cree listo. 
—Pues es importante advertirlo, sin que se note claro. 
—Podemos hacer el truco de poner alguien hablando  muy deprisa. 
—Well done Pelaez.  

«LOs CFD son un producto dificil de entender. La CNMV considera que no es adecuado para inversores minoristas debido a su complejidad y riesgo. Se trata de un producto apalancado, cuyas pérdidas pueden exceder el depósito».

—Pelaez, que no se te olvide decir que tampoco es para pobres. 

Quiero ir en el cuarto de los carajillos. Adoro las cuñas. 


lunes, 16 de octubre de 2017

Revivir y reescribir

Estoy escribiendo un libro. Llevo un año con ello. Primero lo intenté directamente en la pantalla y no funcionó, tras un primer acelerón, me estanqué. Probé después con cuadernos rayados, de tapas rojas y verdes. Funcionó. Cuando cogía la pluma y el cuaderno, los renglones salían solos, uno detrás de otro, páginas y páginas, un cuaderno y otro cuaderno. Había días en los que me dolía la mano porque pensaba más deprisa de lo que podía escribir y me daba miedo que se me olvidara. Terminé y empecé a pasarlo a la pantalla. Es curiosa la sensación de releerte y sorprenderte, ¿de verdad esto lo he escrito yo? Pero sí, lo había escrito yo. Llegué al final y puse fin. 

De esto hace casi seis meses. Desde entonces me repaso, me releo y me corrijo y recorrijo. 

Repasarse, releerse y recorregirse es doloroso, es casi masoquismo.  Cuanto más repasas lo que has escrito, lo que escribiste, más cosas quieres cambiar, más tentaciones tienes de eliminar, suprimir, cortar, borrar. Llega un momento en el que tienes que prohibirte a ti mismo cortar nada más. Hacerte mejor sí, hacerte irreconocible no. 

El sábado llegó ese día para mí. Me di cuenta de que releerte y recorregirte una y otra vez es parecido a repasar tu vida. Recorres con la memoria tu vida, las cosas que has hecho, las que no hiciste, las que te atreviste y las que dejaste pasar porque te acojonaste. Las que te obligaron a hacer. Lo que elegiste y lo que dejaste que te escogiera. Lo que lograste alcanzar y lo que se te escapó. Lo que creíste y lo que decidiste dejar de creer. Las mentiras que has contado, las verdades absolutas que rechazaste porque no te convenía. Las oportunidades que agarraste, las veces que cerraste las ojos y te lanzaste y las que te tapaste los oídos y los ojos y decidiste esconderte, las tonterías que has hecho y las hombreras y los calentadores. Lo repasas todo y, muchas de esas cosas, te gustaría poder borrarlas, o al menos, hacerlas de otra manera. O si eso no fuera posible (que no lo es), disfrazarlas con un traje tan complicado que solo tú sepas como desmontarlo para que se vea la verdad desnuda. 

En tu vida no puedes hacer eso, es la que es, la que te estás montando. Cuanto más te alejas de tu vida, cuantos más años pasan, hay cosas que te sorprende recordar ¿de verdad hice aquello? ¿En serio me enamoré de ese tipo? ¿En qué estaba pensando para cardarme el pelo? Te cuesta reconocerte pero sabes que eras tú. Trágame tierra pero ahí está, es tu pasado.  Te juras a ti mismo que la próxima vez, con lo que has aprendido, lo harás mejor. 

Cuando te relees también te cuesta reconocerte como origen de esas palabras, pero puedes cambiarlo todo, eliminar, borrar, pulsar delete hasta  que no se vea la flecha pero, entonces ¿cuánto queda de lo que de verdad te salió de dentro? 

Quiero escribir mejor, pero no más bonito, sin disfrazarme. 

Ya no corrijo más o no me reconoceré. Y la próxima vez, lo haré mejor. 


jueves, 12 de octubre de 2017

Los malditos detalles

Estaba vaciando cajas sin pensar, entregada a la tarea, como cuando corría,  pensando que es algo que hay que hacer y que cuanto antes lo haga, antes se terminará la tortura y antes podré volver a mi rutina diaria, a mis cosas, a lo que me gusta hacer. Volver a ese tiempo que solo existe cuando estás haciendo algo que no quieres hacer, e imaginas la vida que tendrías si esa actividad que odias, que no quieres hacer, está consumiendo tu tiempo. Eso debe ser el deber. Vacío cajas, una detrás de otra, surfeando olas de encabronamiento «no me puedo creer que no haya tirado esto» con olas de ilusión «madre mía, lo que tiene aquí guardado». 

«Música despacho» otra caja más con el rótulo despacho. A juzgar por la cantidad de cajas que tienen escrito «despacho», no sé si los de las mudanzas escriben despacho por defecto en todas las cajas o mi madre les mintió y les dijo que su casa era la sede de una multinacional. «¿Música despacho? ¿Qué será esto?»

Rajo la cinta embaladora, abro la caja, Rachamaninov, Schubert, Wagner, clásicos infantiles, Kenny Rogers, El libro de la selva, fotos pirineos 2006, reunión familiar Granada 2008, Boda de Elena y Miguel. «Deberíamos tirar todo esto», pienso mientras sigo sacando más y más cds de la caja. Mozart, Beethoven, Chopin, Mahler... unas cajas se me escurren entre la multitud de genios de la música clásica y casi se me caen al suelo. 

«DIBUJOS DWGS. LOS MOLINOS-MADRID. 12/10/1997» con su letra. La letra de mi padre, la reconocería entre un millón. 

«Esto para tirar», ni siquiera tenemos sitio donde leer estos disquetes. Son más pequeños, más duros o más blandos o yo qué sé. 

12/10/1997

Hace justo veinte años, me siento como un personaje de Auster, como Auster. Veinte años atrás mi padre escribió este post it en un disquete en el que había guardado unos dibujos que por alguna razón eran importantes para él. Unos dibujos que probablemente nunca volvió a ver porque diecinueve días después de escribir ese post it, murió. Escribió ese post it porque no sabía que iba a morir y yo lo encuentro, justo veinte años después, para que no se me olvide que yo tampoco sé cuando voy a morir. 

Los detalles, los malditos detalles. Un post it, veinte años después. 


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miércoles, 11 de octubre de 2017

Mi sudadera, mi bandera

Nací en Madrid pero no soy de aquí porque no me siento de aquí. Todo el mundo sabe que odio esta ciudad con todas mis fuerzas. Trabajo en Toledo desde hace diecisiete años y, a Dios pongo por testigo,  he blasfemado contra esta región cada uno de los días de esos diecisiete años, pero ahora paso días y noches en Alcázar de San Juan porque la vida es así, y cuando dices "Ni de coña", te espera en el futuro con un "Si, ya, claro".  Uno de mis abuelos era de Madrid, otro canario de madre cubana, padre catalán y abuelo francés. Otra abuela era de Villafranca de la Sagra y otra de Salamanca. Mi primo emigró a Argentina y tengo otra prima rusa. Quiero ser francesa, que me llamen Annette e ir al curro en bici con una cesta llena de pan y paté. No creo que en España se coma mejor que en el resto del mundo aunque podría alimentarme de jamón y tortilla de patata. Odio el sol y adoro la lluvia y creo que los españoles, todos, somos maleducados, gritones, pícaros y malpensandos... aunque intentemos quitarnos.  

Cuando era pequeña pensaba que del único lugar que se podía ser bien, que lo único lógico era ser de Madrid, de España. Mi universo era reducido y toda la gente que quería y que me quería estaba aquí. Todo lo que pasaba, pasaba aquí, ¿cómo vivía la gente de otros lugares cuando todo lo bueno estaba aquí? Después descubrí que eso era una majadería y que se podía nacer en cualquier sitio y ser de cualquier sitio, aprendí que lo mejor es ser de varios y de ninguno. O de todos.  

Dice Lili (si no la leéis ya estáis tardando) que «si tuviera que colgar una bandera, sería un paño de cocina». En mi ventana, yo colgaría una sudadera mugrienta que tengo desde los catorce años. Es azul o, mejor dicho, lo era, ahora es de un color que solo yo reconozco y que es el color de mi primer verano en Comillas. La sudadera me la compró mi madre crecedera aunque apuesto a que nunca pensó que fuera a durarme treinta años. Me la pongo en casa, para dormir cuando tengo miedo o estoy asustada. Las mangas me llegan a los codos y los restos del elástico de la cintura me quedan ombligueros, pero sería mi bandera porque es el único trapo que representa lo que fui, lo que he sido y lo que espero ser. Si me ves con esa sudadera puesta es que te quiero mucho. Y si la tengo que colgar en algún sitio que sea en la ventana de una casa, que se llamara Orbela y que todavía no tengo, en un sitio que todavía no conozco.


lunes, 9 de octubre de 2017

Blade Runner y el sesgo del cuarentón


Hay una edad en los hombres, en ellos, con o de tío, en la que empiezan a vivir presos de un pasado mítico y legendario en el que todo, absolutamente todo, era mejor. Esa edad llega entre los treinta y cinco y los cuarenta y cinco y ya no les abandona nunca, se convierte en su estado vital. Ven toda su vida a través de ese sesgo que yo he bautizado como el sesgo del cuarentón, que les hace considerar que todo, antes, era mejor. Probad a decirle a un hombre que ha alcanzado esa edad que cambie de tipo de calcetines, o que use camisas si siempre ha usado camisetas, o camisetas si siempre lleva prendas con cuello o que lea libros de un género que jamás ha leído o que se eche crema. O que coma chirimoyas. Los ojos se le pondrán en blanco, un sarpullido le brotará en todo el cuerpo y os mirará con cara de «PERO QUÉ DICES PIL TRA FI LLA», porque con el sesgo del cuarentón se alcanza, por lo visto, una sabiduría suprema que consiste en que las cosas, sean las que sean, ya son como tienen que ser, y lo que a ellos les gusta desde hace veinte o treinta años es el colmo de la perfección. Las cosas que les gustan a ellos SON las cosas como deben ser, la perfección. 

(Hay algunos hombres inmunes a este sesgo del cuarentón y casi todos son capaces de no aplicarlo en el caso de la tecnología en el que, por lo visto, lo nuevo siempre es mejor).  

Sigamos. ¿Por qué hablo hoy del sesgo del cuarentón, conocido anteriormente como alergia al cambio por parte de los hombres? Pues porque he asistido en los últimos días a una exhibición de ese sesgo por parte de muchos hombres tras ir a ver la nueva peli de Blade Runner. Todos los cuarentones de este país fueron a ver Blade Runner cuando no tenían ni media leche y su furor hormonal estaba descontrolado. Blade Runner fue como su primer polvo, la primera novia con la que tuvieron un orgasmo. No sabían bien como lo habían conseguido, no sabían manejarla a ella ni manejarse a sí mismos, no sabían de qué iba aquello, la mayoría no entendieron la peli, ni siquiera habían leído a Philip K.Dick, y por supuesto no entendieron nada pero eh, Blade Runner fue como su primera novia, la de perder la virginidad cuando ella sabe más que tú y te deja satisfecho, feliz y flipado. 

Pasados los años entendieron la mecánica de aquel primer polvo, comprendieron (más o menos) aquella película misteriosa e intensa, y la elevaron a un altar, al altar de las primeras experiencias adultas de verdad y allí la han mantenido, protegida por una urna de cristal y con una velita encendida para no olvidarla nunca. «Ay, Blade Runner, como tú ninguna, nadie me ha hecho sentir como tú». (Desbordado e idiota por no entender nada y ser tú demasiado sofisticada para mi mente de adolescente; pero eso no lo dicen).

Pasados treinta y cinco años, Blade Runner ha vuelto pero no es igual, lógicamente. Como yo no soy un hombre cuarentón, no tengo ese sesgo y cambio constantemente de todo, a mí la película me ha encantado, me ha parecido estupenda, la he disfrutado salvajemente y creo que hasta babee de gusto. No es mi primer Blade Runner y ni quería ni pretendía que lo fuera. Yo no tengo veinte años y Blade Runner 2049 no quiere ser el primer polvo de tía misteriosa que te deja con tantas dudas que no sabes si te has corrido bien o no, si eso es todo, si lo habrás hecho bien, si habrás cumplido con lo que se esperaba de ti. Blade Runner 2049 dice «Esta soy yo, mírame, admírame porque ya tenemos una edad, yo no tengo que ser misteriosa ni intensa, ni jugar al ratón y al gato contigo o sí, pero ya no contigo, si acaso seré la Sra. Robinson de otros Dustin Hoffman». 

Y los cuarentones sufren, están sufriendo porque sentados delante de la pantalla, son incapaces de resignarse al hecho de que ya no son el graduado, ya nunca podrán serlo. 

Id a ver Blade Runner 2049 como si fuerais a una primera cita después de haber tenido mil primeras citas. Id a verla pensando que a lo mejor os gusta, pero no vayáis, os sentéis y le digáis «es que no eres como primera novia» porque, queridos, eso no es justo y, además  queridos, tampoco vosotros sois los mismos. 


jueves, 5 de octubre de 2017

Mi madre haría llorar a Marie Kondo

—¿Qué hay en esa caja?
—Bolsos.
—¿Y en esa?
—Bolsos.
 —Vale, vamos a revisarlos y tiramos los que no uses.
 —¿Tirarlos? ¿Por qué?
 —Mamá, porque te mudas y es un momento buenísimo para tirar o dar o vender cosas que hace mucho que no utilizas.
—Los utilizo todos.
—Mamá, aquí hay por lo menos cincuenta bolsos y están guardados en una caja en un maletero al que hay que trepar con una escalera. Y, además, yo te conozco desde hace 44 años y algunos de estos bolsos no te he visto usarlos jamás.
 —Que tú no me hayas visto no quiere decir que no los use, que eres siempre muy listilla.
 —Correcto. A lo mejor tienes una doble vida en la que sales por la noche vestida de mujer fatal con bolsos vintage de hace cuarenta años. Y cuando vuelves a casa, los escondes como si fuera el traje de una superheroina. A lo mejor, es posible, eres wonderwoman... ¡Mamá, no usas estos bolsos desde hace treinta años!
—Pues no pienso tirarlos. Ahora voy a usarlos.
—Vale. Como desees. Eso sí, yo no me voy a comprar ni un solo bolso de aquí a que me muera. Pienso usar todos estos.
—Será si te dejo.
—Bueno, los que tengan superpoderes no me los dejes. Ponles un post it y así no los cojo. Yo soy una mortal cualquiera, quizás moriría. Sigamos, ¿qué hay en esa caja?
—Cosas.
—Bien. Veamos qué cosas, a lo mejor está la varita de Harry Potter. ¿Qué es esto tan horrible?
—No es horrible, es que tú no tienes gusto. Era un vestido precioso que se me rompió y me encantaba y me hice una falda y media blusa... por lo que parece.
 —A tirar.
—No.
 —¿Vas a ponerte media blusa? Sigamos. ¿Y este vestido negro?
—Es un vestido negro precioso que era de tu abuela. Yo se lo robaba para salir con tu padre cuando éramos novios.


Mi madre haría llorar a Marie Kondo, lo tengo clarísimo. Inmersa en un maremagnum de cajas, muebles, bolsas y un millón de trastos he pensando mucho en la buena de Marie Kondo y su técnica para ordenar y tirar cosas. «Sostén el objeto y piensa si es útil y te ha dado dicha». He descubierto que, a parte de ser una vendehumos, la japonesa pizpireta no tiene vida, ni recuerdos, ni por supuesto sabe coser o hacer manualidades. ¡Qué fácil es tirar cosas cuando no has tenido amigos, ni familia, ni habilidades manuales, ni memoria a largo plazo!

Mi madre se expande como el Universo, a una velocidad constante y con una fuerza imparable. Se ha mudado con cincuenta bolsos y sesenta pares de zapatos y yo me he rendido a su fuerza sobrehumana. Este invierno me veréis elegantísima con un vestido negro que era de mi abuela.

Me queda perfecto.