martes, 3 de octubre de 2017

Lecturas encadenadas. Septiembre


Heidi reading. 1922. Jessie Wilcox Smith
Septiembre ha sido un mes de nomadismo extremo. De un lado para otro, con mi mochila de solterista por la vida, durmiendo dos noches en una casa, tres en otro, la siguiente en otra, cuatro en un hotel y vuelta a empezar. Mi ritmo de lecturas se ha resentido un poco de este vivir con la casa a cuestas pero no ha ido mal. 

He dedicado casi todo el mes a leer los Cuentos Completos de Grace Paley. Llegué a esta autora, para mí completamente desconocida hasta hace un año, a través de un artículo en el New Yorker en el que hablaban de su vida, su literatura y su activismo político. Me siento muy identificada con ella en el hecho de que nunca escribiera una gran novela, un libro "largo", siempre escribió relatos cortos con un gran componente autobiográfico o basándose en historias de gente que conocía: sus amigos, sus vecinos, su familia. En este tomo se recogen todos sus relatos que se publicaron en tres antologías distintas: Batallas de amor, Enormes cambios en el último momento y Más tarde el mismo día. He dicho que a ella llegué por el New Yorker, y al libro gracias a los Infames, otra vez, que me sugirieron comprar este libro en la Feria del Libro de Madrid. (Inciso: cuento la historia de los libros que leo porque es importante, porque para mí los libros no son solo el texto, también son todo lo que les rodea. Y además, si lo escribo podré volver a ello si, algún día, se me olvida. Fin del inciso) 

¿Me ha gustado Paley? Pues regular tirando a poco. Los relatos de la primera de las recopilaciones me gustaron mucho. Empecé a leer con entusiasmo encontrando en ellos regustos a Henry Roth, a Philip Roth, a Vivian Gormick e incluso a Auster. Nueva York, judíos, pisos pobres, vecinos, amigos, madres y padres, mujeres y hombres, maridos y mujeres y amantes, soldados, comerciantes... Todo me sonaba pero todo tenía un toque diferente, interesante, curioso, como ver la misma historia contada desde otro ángulo que hace que todo lo que ves parezca distinto, nuevo. Después, según fui avanzando en los relatos empecé a aburrirme y, al final, confieso que leí en diagonal en un tren volviendo de San Sebastian decida a terminarlo como fuera antes de llegar a Madrid porque necesitaba empezar a leer otra cosa. Creo que si la antología hubiera sido menos antológica hubiera sido mejor para mí y mi apreciación de Paley. 

Paley es ácida y puede ser un poco sórdida y, a la vez, destilar ternura. Leyéndola era como ver una película sobre Nueva York en los años 60, en blanco y negro.  Y escribe muy bien. 

Del relato Deseos, este párrafo ha pasado a mi cuaderno. 

«A lo largo de aquellos veintisiete años mi exmarido había tenido la costumbre de hacer comentarios hirientes que, como el desatrancador del fontanero, se abrieran paso oído abajo, bajando por la garganta y llegaran hasta mi corazón. Y entonces desaparecía y me dejaba con aquella sensación de opresión que casi me ahogaba. Lo que quiero decir es que me senté en las escaleras de la biblioteca y él se fue».

Del cuento Un corto trayecto éste. 

«Tengo que pincharla un poco para conseguir que reaccione. Pero no suele funcionar. Parezco un albañil hablándole al cemento fresco. ¿Es posible que haya gente como ella en este mundo? No respondas. El tiempo pasará, a pesar de su poca agudeza».

Y bueno, éste de Melodía lúgubre que es, lamentablemente, nuestro día a día. 

«Son de mentalidad muy estrecha, jamás se les ocurre una idea. Pero les gusta tener razón. Nunca escuchan las ideas de los demás». 

Grace me llevó casi todo el mes pero, en medio, en tres raras noches que dormí en la misma cama, aproveché para leer cuatro cómics que me prestaron. En una mañana de vagancia extrema leí los tres tomos de la Guía del Mal Padre de Guy Delisle. Delisle hace lo que yo intenté hacer con mi libro pero mucho mejor porque además sabe dibujar. Recrea anécdotas con sus dos hijos, un niño y una niña y como esas anécdotas construyen su relación con ellos y, también, reconstruyen sus relaciones con los demás, incluida su pareja. Las explicaciones que tienes que dar y a las que nunca habías dedicado ni medio segundo, las charlas que te escuchas pronunciar sin creértelas ni por un instante, los olvidos, las mentiras. Me reí mucho y sobre todo me encantó la total carencia de mística, lo cuenta como es.  

Adicto al amor. Confesiones de un follador en serie, de Koren Shadmi, es el cuarto cómic que leí en esos días de pereza y vagancia. El autor se inspira en su vida, sin especificar cuánto, para contarnos como tras una ruptura amorosa especialmente dura se apunta a una web de citas y acaba convirtiéndose en un adicto al sexo, a las citas, a quedar sin compromiso. La parte más interesante del cómic es la que dedica a contar a cómo es conocer gente por la red, las expectativas, la realidad, los aciertos y los errores. Lo menos interesante es la parte en la que desarrolla adicción al sexo por el simple hecho de que le parece increíble que le sea tan fácil encontrar mujeres. Lo que no se da cuenta o no refleja es que es muchísimo más fácil encontrar hombres, siempre lo ha sido. Pensándolo ahora creo que es la historia de un hombre que nunca se vio con muchas posibilidades de ligar y que cuando lo consigue, se cree fabuloso. El error está en creer que consigue algo, que es él el que triunfa acostándose con todas esas mujeres, en ningún momento se para a pensar que es muy probable que todas ellas lo consideren a él igual, un tío fácil y estúpido que les sirve para lo que les sirve. Es entretenido pero intrascendente.  

Terminé septiembre con otras de las estupendas novelas de la colección Rara Avis de Alba. Las novelas de esta colección molan mucho porque son historias antiguas, historias de otro época, con heroínas que llevan sombrero y van en coches de caballos o que viven en el Londres de los años 60 como en La piedra de moler o en un Londres tétrico a principios del siglo XX como en Harriet. Sin olvidar la historia de No, mamá, no. Y sí, los recuerdo todos aquí para que no se os olviden. De nada. 

La hija del veterinario de Barbara Comyns es, como su título ¡sorpresa! anuncia, la historia de una chica cuyo padre es veterinario. Hay pobreza, tristeza, sordidez y breves destellos de felicidad, de cosas bonitas que se ven, se vislumbran, se rozan con los dedos pero nunca se pueden agarrar. Tiene también una base autobiográfica porque la vida de la autora fue alucinante. Una historia trágica muy bien escrita, sin el tono de humor ácido que Comyns tenía en Y las cucharillas eran de Woolworths y que hacen que el lector desarrolle unas casi irrefrenables ganas de proteger a la protagonista. 

«Al principio me dio miedo dejar mi casa para vivir con una desconocida, pero enseguida me di cuenta de que ninguna parte estaría peor que en casa». 

Y con esto y cruzando los dedos muy fuerte para que el Nobel no se lo den a Murakami, hasta los encadenados de octubre. 


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domingo, 1 de octubre de 2017

Aplausos para el traductor

Los traductores son casi como las madres. Uno da por supuesto su trabajo, casi ni lo ve y en la mayoría de las ocasiones, no lo aprecia. Como las madres, uno se da cuenta de su trabajo cuando no está o cuando está mal hecho…y entonces se queja y protesta.
A los traductores, como a las madres, habría que darles las gracias cada momento que nos sentamos a leer, cada vez que nos compramos un libro de un autor extranjero, cada página que pasamos, cada línea que leemos y aplaudirles cuando llegamos al final de un libro, lo cerramos y sabemos que ese libro permanecerá siempre con nosotros.
Con mucha suerte, a lo largo de nuestra vida, algunos de nosotros seremos capaces de leer en otro idioma (unos mejor que otros) aparte de nuestra lengua materna. Algunos privilegiados, dotados o poseedores de una gran inteligencia y facilidad por los idiomas es posible que lleguen a dominar otra lengua más, pero…aún dominando dos o tres idiomas ¿Cuántos autores quedarían fuera de nuestro alcance si no fuera por el trabajo de los traductores? Miles.
La traducción literaria es un trabajo arduo, difícil, complicado y que requiere además de un conocimiento exhaustivo y profundo de la lengua a traducir, una sensibilidad especial. No se trata simplemente de cambiar unas palabras por otras, está el sentido de la frase, la composición, los posibles dobles sentidos, las expresiones intraducibles que hay que conseguir explicar y así, poco a poco, descifrar el texto y darle una forma nueva manteniendo el original. Como dice Miguel Sáenz «para traducir no basta conocer dos idiomas sino que hay que saber tender puentes entre ellos».
Un trabajo complicado, minucioso, solitario y muy poco valorado y apreciado en la mayoría de los casos.
Primo Levi, en un maravilloso capítulo titulado Traducir y ser traducido de su libro El oficio ajeno,  lo ensalza como un trabajo maravilloso.
«Además de ser una labora de paz y universalidad, traducir puede ser fuente de gratificaciones únicas: el traductor es el único que lee verdaderamente un texto, que lo lee en profundidad, hasta lo más recóndito, pesando y apreciando cada palabra y cada imagen, o descubriendo tal vez vacíos o falsedades. Cuando consigue encontrar, o incluso inventar, la solución de un problema se siente sicut deus, sin tener por ello que soportar la carga de responsabilidad que recae sobre los hombros del autor: en este sentido, las alegrías y las fatigas de la traducción guardan, con las de la escultura creativa, la misma relación que las de los abuelos guardan con los padres».
Para los propios traductores, a pesar de los sinsabores y la poca valoración, su trabajo es especial, tan especial que al hablar de él consiguen provocar envidia en aquellos de nosotros que les debemos la oportunidad maravillosa de haber conocido a autores lejanos.
Justo Navarro lo compara con ser espía, con ese toque romántico de las películas y novelas de espías.
«La vocación de traducir invita a la traducción sin fin, nunca felices con el estado en que uno encuentra su propia lengua, su propio mundo. Es un trabajo casi clandestino, por la resistencia editorial a poner el nombre del traductor en la cubierta de los libros, como si el traductor, en el fondo, fuera un agente secreto, un anónimo funcionario del espionaje entre naciones».
Para Miguel Sáenz es casi como un juego… adictivo y misterioso.
«¿Es la traducción realmente un karaoke? Quizá tenga más de pachinko, ese juego japonés de bolitas brillantes que, lo mismo que las palabras del traductor, se lanzan al espacio para que encuentren -o no- su acomodo. ¿Es traducir un juego de azar tan adictivo que puede permitirse el lujo de recompensar con chucherías a quien lo practica? En las salas de pachinko el ruido es indescriptible; en la habitación del traductor puede resultar atronador el silencio».
En el texto traducido  siempre hay tres actores. El traductor, que trabaja en la sombra como un espía, que tiende puentes o que juega en el silencio de su cuarto de trabajo mientras intenta cuadrar las piezas y hallar la solución, sabiendo que (casi) nadie verá su trabajo. El lector, que disfruta del texto traducido a su lengua  por  “alguien”, misterioso y desconocido, que lo ha acercado a su puerta. Encontramos el regalo “anónimo” y lo disfrutamos sin pensar, sin preocuparnos de quién nos ha dejado ese regalo. Y el escritor. ¿Qué opina el escritor? Me quedo con lo que dice Primo Levi:
«Ser traducido no es un trabajo ni de día laboral ni festivo; al contrario, no es ni siquiera un trabajo, es una semipasividad que se asemeja a la del paciente tendido en la camilla del cirujano o en el diván del psicoanalista, pero llena, sin embargo, de emociones violentas y contradictorias. El autor que se encuentra ante una página suya traducida en una lengua que conoce se siente, alternativamente o a un tiempo, halagado, traicionado, ennoblecido, radiografiado, castrado, cepillado, violado, adornado, asesinado. Es raro que sienta indiferencia hacia el traductor, conocido o desconocido, que ha hurgado en sus vísceras: de buen grado le mandaría, alternativamente o a un tiempo, su corazón debidamente empaquetado, un cheque, una corona de laurel o los padrinos».
Los lectores deberíamos enviarles siempre un cheque o una corona de laurel y aplaudirles hasta que nos dolieran las manos. Siempre.
Ayer, 30 de septiembre, fue el Día Mundial de la Traducción y por eso he recuperado este post que escribí hace años.

jueves, 28 de septiembre de 2017

Adiós casa


Hoy dormiré por última vez en la que fue mi casa durante mis primeros veintiocho años de vida y en la que llevo durmiendo de manera intermitente (los meses impares) desde hace casi cuatro años. Mañana, me levantaré, recogeré las cuatro cosas que quedan en el que durante tantos años fue mi cuarto, me iré a trabajar y nunca más volveré. 

Es una sensación rara, es extraño que no me de ninguna pena, que no sienta tristeza, ni nostalgia anticipada, ni me invada el vértigo de la pérdida, que no tenga ansiedad por dejar atrás algo que ya nunca jamás podrá ser. Otros vendrán a vivir a esa casa y lo que yo fui en esa casa, lo que mis padres y mis hermanos fueron en ella, desaparecerá. 

El cuarto compartido con mis hermanos, la habitación que usábamos de "leonera" y que era solo para jugar, la antigua cocina con la mesa azul que había que desplegar para que cupiéramos los seis. Las cenas a seis charlando de todo. La barra de madera con banquetas altas en la que mi madre nos ponía el Nesquick y el café para tomarlo corriendo antes de ir al colegio. Las cenas en esa misma barra, cuando solo éramos tres hermanos, en las que mi madre tenía que contarnos las patatas fritas cortadas en cuadrados para que no nos pegáramos por ellas. La estantería con las medicinas a la que trepó mi hermana desde una de esas altas banquetas para acabar en La Paz con un lavado de estómago. Los cuentos de Rupelstinsky y «Porrita, componte" escuchados en cinta una y mil veces. La obra interminable por la que la barra desapareció, las banquetas perdieron altura y ganamos una mesa nueva que no había que desplegar. El día que me quedé encerrada en el baño y mi madre me pasó el periódico por debajo de la puerta para que no me aburriera. Los baños a tres y la brecha en la barbilla de Elena porque se empeñó en patinar con una esponja de guante por el fondo de la bañera. La vomitona, una noche de reyes, desde la litera de arriba y llenarle el pelo a Elena de jamón de york. Los Reyes Magos que me trajeron mi primera bici y que sólo encontré tras un saco de carbón. El calor terrible de mayo y junio cuando lo único que queríamos era irnos a Los Molinos. Guardar la plata. Enrollar las alfombras. Tapar los muebles con sábanas. La vuelta en septiembre sintiéndote casi como si volvieras a un sitio desconocido. Las tardes de sábado, en los días fríos de invierno en los que no íbamos a Los Molinos, tumbados en el suelo viendo Sesión de Tarde. Los cumpleaños de mi padre, el día de Navidad, en los que aprendimos a hacer canapés. El cabreo que me cogí el día que por mi dieciocho cumpleaños mi madre me regaló una maleta; monté una escena en el recibidor. Escuchar a mi padre en su despacho hacer los ejercicios para recuperar el habla después de su infarto cerebral.  El domingo que volvimos a casa después de que muriera, entrar sin él en su casa y sentir que todavía quedaba algo vivo de él, del él que había salido de esa casa el viernes. Los novios. Las resacas. Las fiestas de cumpleaños con mediasnoches de Nocilla. Las broncas con mis hermanos persiguiéndonos por el pasillo para encerrarnos en el baño. El día que Gonzalo, con tres años, se hizo pis por el susto que le dimos en el pasillo. El día antes de casarme, en el sofá, con una mascarilla de pepino en la cara. El día que dije que estaba embarazada. Los primeros días de mis hijas en  esa casa. La mañana en la que no pude levantarme de la cama pero me levanté. La noche en que vi "El increíble hombre menguante" con mis hijas en el sofá. 

A todo esto sumaré, mañana, mi última noche en esa casa. Y no siento nada, o sí, siento que todo está bien, que es momento de decirle adiós. 

Adiós casa. 


lunes, 25 de septiembre de 2017

El ritual del apareamiento

–¿Cual es tu organismo marino favorito?
–El  hombre, estamos hechos de agua.
–Me gustaría ser tan inteligente como tú.
–Ya lo eres. 

(Inmersión, de Wim Wenders)

Observar el enamoramiento de dos personas es algo que da mucha vergüenza ajena. Uno quiere no verlo, no oírlo. Abstraerse. Enamorarse no es ridículo o sí, si lo es, pero el problema no es ese, lo que nos hace querer apartar la mirada  es que nos da pudor asistir a la exposición de algo tan intimo como la construcción, el intento de construcción mejor dicho, de una intimidad compartida. Lo que nos da vergüenza ajena no es el hecho en sí, sino el vernos súbitamente reflejados. Tras el primer pensamiento «madre mía, qué vergüenza», viene el reconocimiento interno de que quizás, o mejor dicho, seguro que también nosotros en algún momento de nuestra vida le hemos preguntado a alguien por su organismo marino favorito o algo peor.  


Creo que todos somos conscientes de lo íntimo que debe ser el momento de enamoramiento absoluto y completo, ese instante de intimidad total en el que crees que no podrías estar en ningún otro lugar del mundo ni con ninguna otra persona y ser más feliz de lo que eres, esos segundos de tu vida el que crees con certeza absoluta que al lado de esa persona podrás con todo en la vida y serás invencible. Esos momentos los guardamos celosamente para nosotros mismos y cuando, desgraciadamente, se pasan sus efectos, solo quedan dos opciones: atesorarlos para disfrutarlos como bonitos recuerdos o enterrarlos en lo más profundo del espacio mental para intentar olvidar. Sin embargo, pocos somos conscientes de lo ridículo del ritual de apareamiento previo.  El yo te miro, tú me miras, nosotros nos miramos, yo digo algo, tú contestas intentando que la respuesta sea la correcta, no excesivamente correcta pero lo suficiente como para necesitar una contra replica que a ti te permita lucirte y a mí devolvértela con ingenio. El ritual de quedar, hacer un plan, un plan que me guste a mí, que te guste a ti, que no sea demasiado aburrido, ni demasiado obvio, ni demasiado tópico pero tampoco una ginkana de pruebas a superar. El ritual de yo me arreglo pero que parezca que no, tú te arreglas pero que parezca que sí pero que te da igual. El ritual de estamos curtidos en esto y en nos es indiferente que pasa, que salga bien o salga mal, pero en el fondo no nos da igual para nada. El ritual de yo me luzco, tú te luces. El ritual de abrir las plumas y tratar de impresionar. El ritual de querer que el otro nos impresione.


Todo ese ritual de conquista, de atracción, visto desde fuera, es tan ridículo como el de los ñus, el  del lirón careto o el del colibrí de cola azulada, pero es inevitable. Inevitable es también que todos creamos que nosotros lo hacemos mejor, que somos menos ridículos y, que si la última vez fuimos tan ridículos como los demás, ésta vez será distinto. Apuesto una mano a que el lirón careto piensa lo mismo. 

Enamorarse es complicado, inusual, raro, peligroso, da vértigo, da miedo y, además, es incontrolable. De la noche a la mañana, sin planearlo te encuentras sumergido en un ritual de conquista. Mostrarnos vulnerables y, a la vez, sacar las plumas a pasear para intentar atraer la atención del otro intentando parecer fuerte, nos proporciona un marco incomparable para hacer el ridículo.  

Me temo que seguiré siendo ridícula pero me concentraré muy fuerte en no preguntarle jamás a un hombre que atiza el fuego en una chimenea cual es su organismo marino favorito. 

Todo tiene un límite y gracias a Wim Wenders sé dónde está el mío.