martes, 15 de noviembre de 2016

Olvidar lo que escribimos


"Hay cosas que uno no desea publicar, pero que no hace desaparecer. Algo tan candoroso como sentir pena lo impide"

Así comienza el artículo. Levanto la vista del ordenador, dejo de leer y pienso que yo publico casi todo lo que escribo. ¿Casi? ¿Tengo algo escrito que no haya publicado en el blog? No. Tengo alguna cosa sin terminar, algún pensamiento solo abocetado, mil millones de ideas pensadas y un par de ellas completamente decididas en mi cabeza pero que no consigo enfocar de manera que me convenzan o, a lo mejor, me da pereza intentarlo. 

A lo mejor se refiere a cosas escritas ANTES. ¿Qué tiempo es antes? Para Tallón debe ser antes de ser famoso, antes de ser "escritor". Para mí, antes es antes de Cosas que (me) pasan. ¿Tengo algo escrito antes de saber que me gustaba escribir? Sí, tengo un cuaderno mugriento, con tapas negras ya arrancadas, lleno de letra menuda y borrosa que empecé a escribir en noviembre de 1997. Páginas y páginas de letras apretujadas, subiéndose unas encima de las otras, corriendo por llegar a la página por quedarse ahí antes de que se me escaparan de la cabeza. Escritura de la pena y de la borrachera. Entre las páginas hay tickets de metro y recortes y cartas lamentables. Hay un poema a máquina que dice algo de "tus pechos enharinados" y que yo no escribí, sólo recibí perpleja. Ese cuaderno se cerró en junio de 1999 y no volví a escribir absolutamente nada hasta que empecé Cosas que (me) pasan. 
"Escribir es fácil. Escribir bien es muy difícil. Destruir lo que un día escribiste, aunque sea malo, es dificilísimo."
Sigo leyendo y dejo de pensar en escritos y pienso en amantes, en antiguos amores. "Enamorarse es fácil, enamorarse bien es muy difícil. Destruir (aquello) de lo que un día te enamoraste, aunque sea malo, es dificilísimo" leo en mi cabeza. 

¿Recuerdas el nombre de todos los hombres que has besado? Alguien me preguntó el otro día. Contesté que sí... pero es que no. ¿Cuándo los he olvidado? o ¿Cuándo he empezado a olvidarlos? Porque sé quiénes eran y dónde estábamos pero sus nombres han desaparecido de mi cabeza. 
 "Cómo pude escribir esto", se pregunta, y se le escapa una risa floja. Si alguien lo leyese, alguien a quien tuviese en consideración por su criterio, se moriría de vergüenza. "Era poco matarme", se dice."
Mi mente abandona mis cuadernos y piensa en cartas, en mails escritos hace tiempo a destinatarios que han desaparecido de mi vida. Cartas y mails que guardo en un rincón de mi bandeja de entrada cogiendo polvo y sin mirarlos. A veces, por descuido, los veo ahí. No releo porque no me hace falta. Soy Funes el memorioso y sé qué escribí, porqué y cuándo. Sé también cuanto me avergonzaría leerlo ahora. Quizás vergüenza no sea la palabra. Cuando pienso en releer esas cosas sé que lo que voy a tener ganas de hacer es coger una máquina del tiempo, viajar al pasado y darle collejas a mi yo de ese tiempo. 
"A veces la obra escondida ni siquiera es mala. Atesora méritos, vaticina un futuro, compone un puzzle. Pero, oh: el escritor igualmente la repudia. No se identifica con ella. Pasado el tiempo, cree que no muestra al autor que es ahora. No consentiría su publicación ni que dios, o alguien por el estilo, se lo pidiese. Naturalmente, eso no significa nada. Basta que el autor muera, y que el manuscrito caiga en manos desaprensivas que ignoren sus deseos, y el libro inexistente saldrá a la luz."
Pienso en la muerte y en hacer testamento. No tengo dinero, no tengo propiedades, no tengo joyas. Lo único valioso que poseo son mis cuadernos y se los dejaré a mis hijas para que los lean y se avergüencen cuando yo ya no esté, para que sepan quién fui además de su madre y qué pensé que jamás les dije. Pero los mails y las cartas no se los dejaré. Eso morirá conmigo o se perderá en el agujero negro de la red cuando ya no haya quien entre en mis cuentas. 

O quizás no. Quizás algún día, un día de estos, cualquiera, hoy, mañana o dentro de una semana decida eliminarlo todo.   
"Escritor, destrúyelo todo. No mires atrás. ¿Te da pena? Destrúyela también a ella."
¿Es pena lo que me hace no destruirlo todo? No, no es pena. Destruirlo físicamente no serviría de nada si lo hago antes de tiempo. Tengo que esperar y asistir al proceso, al viaje, en el que esos escritos se vuelvan inofensivos, ver como poco a poco deja de importarme lo que dicen y lo que fueron... hasta llegar a un punto en el que darle a eliminar no signifique absolutamente nada.



viernes, 11 de noviembre de 2016

Los jóvenes amantes

I kissed you on the lips once more
And we said goodbye just adoring the nighttime
Yeah, that´s the right time
To feel the way that young lovers do

Los dos son menudos. Ella lleva el pelo largo, castaño claro, anudado sin mucho miramiento un peinado que ya no se lleva y la melena cayendo sin orden, a los lados de su cara. Es un peinado que se llevaba cuando yo era niña, me recuerda a mi uniforme, a mi colegio. Él es moreno, con el pelo muy rizado pero sin efecto Jackson Five. Será calvo con 35 pero aún no lo sabe y, ahora mismo, no le importa. Ahora mismo solo le importa controlar los nervios que se le salen por la boca, por los ojos y por los dedos mientras el metro traquetea y hablan. 

Han entrado delante de mí en el vagón y no puedo dejar de mirarlos. De hecho, no dejo de mirarlos en todo el trayecto y ellos, ni por un segundo, son conscientes de mi mirada. No creo que ni siquiera sepan dónde están o a dónde van. 

Intento adivinar su historia. Ella lleva una camiseta blanca y un jersey gris brillante con un gran lazo a la espalda que sólo intuyo una de las pocas veces que despega la espalda de la puerta del metro. Minifalda, medias negras y zapatillas de lona. En una mano sostiene un plumas y en la otra el móvil. Me fijo que entre la funda y el móvil ha guardado el bonometro. Una chica organizada. Es de piel clara, de dedos largos, uñas cortas y mirada dulce. Los ojos azules. Habla con nerviosismo. No calla. Le cuenta a él una historia ridícula y carente de todo interés sobre  una aplicación que le ha instalado a su madre para contar los pasos que hace en el día. Repite las cosas, las frases y, de pronto, como si se hubiera escuchado a si misma siendo otra persona, se queda callada. Sé lo que está pensando porque yo he sido ella, "¡qué tonterías estoy diciendo, va a pensar que soy boba!"

Pero él no está pensando eso. Para nada. La ha estado escuchando, embobado, dando pequeños pasos para acercarse. Percibe el silencio incómodo que está creciendo, ¡es incómodo hasta para mí! mira el móvil buscando algo que decir, casi veo su cerebro como en Inside Out diciendo "vamos, vamos, vamos... tenemos que decir algo" y contraataca.

–Me han llamado del centro porque mañana hay actividad y quieren que yo me encargue de cobrar la cuota a los que faltan. 

Noto el alivio de ella y su agradecimiento. Se agarra al tema de conversación y comienza a preguntarle: ¿y por qué tú? bueno es que eres muy directo. ¿A qué hora tienes que ir? ¿Te gusta?

Me pregunto si se conocerán del trabajo. No soy capaz de adivinar qué edad tienen. Hace un momento hubiera jurado que no habían salido del colegio pero él le está contando ahora dónde ha dejado el coche aparcado antes de coger el metro para ir a buscarla. 

No hacía falta que vinieras. Podíamos haber quedado en cualquier otro sitio.
–Lo he hecho encantado.

Son tan monos que resultan magnéticos. Él empieza a contarle historias de su familia. Tiene un acento curioso, que yo había interpretado como un suave deje de algún país de Sudamérica, pero no. 

–Mi primo viene de Israel este fin de semana y se queda un par de meses. 
–¿Se queda en tu casa?

¿Israel? ¿Judio? Es un chico guapo, guapo como de la franja de Gaza, quizás sí es judío. A pesar de ser chiquitito es elegante, descuidadamente estiloso, atractivo. Desnudo también debe serlo, mucho. Tiene un cuerpo tenso.  

Mi tío tiene aquí unas librerías

¿Un tío librero? La elucubración sobre ese tío misterioso que desde Israel manda a su hijo cada dos meses a trabajar a Madrid en sus tiendas de libros casi me abstrae de lo que está pasando ante mis ojos. Siguen sin darse cuenta de que les miro. 

Las manos de los dos han dejado de revolotear a su alrededor y están entre ellos. Él roza sus dedos largos mientras le dice:

Mi primo se llama Abraham...

Ella ya no levanta la vista de las manos de ambos. Sus dedos le devuelven la caricia. Primero un dedo se atreve a rozar los de él, tan levemente que, por un momento, temo que no haya sido suficiente y él no lo haya notado y se eche atrás. Pero no, sus nervios están alerta y han percibido esa tímida caricia. Ella se atreve entonces a enredar dos dedos en los de él y después la mano entera. Se aprietan y él da un paso para acercarse más. Ella sigue concentrada en las manos sin levantar la vista. 

¡Vamos! ¡Mírale ya! Dale ese beso que te estás aguantando.

El tren llega a mi estación, tengo que dejar de mirarles, tengo que bajarme. Llego tarde a una cita. Mientras salgo del metro voy pensando que ojalá, mi cita,  sea como la de esos chicos. 




miércoles, 9 de noviembre de 2016

El tablero de mis ideas

"Pensar es pensar cosas distintas, para empezar. La gente que dice “Yo pienso lo mismo que a los dieciséis años” no ha pensado nunca nada. Es imposible que estés leyendo libros, viendo películas, conociendo gente, viajando, y todo para pensar exactamente igual que antes de salir de casa el primer día. Pensar es cambiar." (Fernando Savater)

Desde que, la semana pasada, leí la conversación entre Jonás Trueba y Fernando Savater en Letras libres  no me he quitado estas palabras de la cabeza. (Dejad de leer mis reflexiones y leed esa conversación)

¿Pienso lo mismo que cuando tenía dieciséis años? ¿y lo mismo que cuando tenía venticinco? ¿o treinta y cinco? Mi cambio de ideas, de pensamiento ¿ha sido a mejor? ¿Por qué supongo que pienso ahora mejor que hace, pongamos 8 años? Mejor ¿significa más claramente? ¿Con más criterio? O, sencillamente, ¿es todo esto un pensamiento de autojustificación porque, de manera inconsciente, siempre pensamos que al avanzar en la vida, en la edad, en lo que sea... mejoramos? 

Después me puse a pensar en si esto que a mí me parece tan obvio, el hecho de que no puedes tener las mismas ideas con dieciséis o veinte que con cuarenta es así para todo el mundo. Pensé en gente que conozco desde mi adolescencia y que mantiene exactamente las mismas ideas, las mismas creencias, e idénticas estructurales mentales que cuando íbamos al colegio. Gente que se enfrenta al mundo de la misma manera desde hace 30 años. 

Pensé, después, recurriendo a mi absurda necesidad de ponerle imágenes a todo, que de niños nuestra cabeza es un corcho vacío. Lo que vamos colgando ahí viene dado por lo que nos dicen nuestros padres, lo que nos enseñan en el colegio, lo que nos dicen nuestros amigos. Vamos clavando post-it con pensamientos que realmente no son nuestros, no los hemos generado nosotros. No vienen dados y tal cual nos los entregan los clavamos en nuestra cabeza. Poco a poco nuestro corcho se llena de ideas con las que encaramos la vida. 

Esa gente de la que hablo le coge cariño a esos post-it. Los coloca, los ordena y ahí los deja para siempre. Llega un momento en que tampoco clava nuevos post-it porque ya tiene el corcho lleno, le gusta lo que tiene y no se plantea que quizás podría cambiarlos. Ni siquiera los reordena. Rechaza cualquier otra idea, cualquier otro post-it de otro color. Ya tiene sus ideas y está cómoda con ellas ¿para qué más? 

Otros, creo, llega un momento en que arrancan todo lo que habían clavado. Hacen tabla rasa y cambian por completo de ideas. Detestan todas aquellas que tuvieron de niños, de adolescentes y empiezan de cero. Post it nuevos y relucientes con los que construyen un pensamiento, un sistema nuevo con el que enfrentarse al mundo. 

Creo, sin embargo, que la mayoría de la gente que yo conozco lo que ha hecho con su corcho mental es abarrotarlo de cosas. O eso hago yo si pienso en el mío. Yo no he arrancado las ideas que me vinieron impuestas cuando era niña por la familia que tengo, la época, mi colegio, mis amistades, mis inseguridades, lo que creía que tenía que pensar, lo que pensaba que era correcto. Lo veo todo ahí, muy muy pegado al corcho, tanto que se funde con el propio material. Muchas de esas ideas están ya desdibujadas, casi ilegibles y prácticamente olvidadas, sepultadas por capas y capas de ideas nuevas. Muchas veces me sorprendo recordando, por ejemplo, ¿de verdad yo creía en Dios? Apenas las recuerdo pero sé que están ahí, y sobre esos post-it mugrientos y viejos, que me han acompañado siempre, he ido clavando ideas nuevas, pensamientos, asociaciones. Ahí he pegado lo que sé, lo que he aprendido, lo que he leído, ideas de gente nueva que llegó a mi vida y que se quedó o se marchó, pensamientos adquiridos por mí misma, destilaciones variadas de razonamientos en arabesco lateral que me costaron sangre, sudor y lágrimas. Y, a veces, alcohol. 

Sé que en algún momento, si no muero joven, cogeré mi corcho y lo enmarcaré. Le pondré un cristal y me dedicaré a contemplarlo y como mucho quitarle el polvo que se le vaya acumulando. Creeré tener la razón absoluta sobre todo y cualquier idea nueva me parecerá una agresión que intentará romper ese cristal y mis ideas. 

Mientras tanto mi corcho pesa cada vez más y cada día es más caótico y complejo, pero igual que soy consciente de que voy cambiando de ideas soy consciente de que lo que soy y pienso ahora tiene sus raíces en lo que pensé y fui hace 30, 20 u 8 años. 

Y creo que es importante no olvidarlo, aunque a veces me avergüence.  

lunes, 7 de noviembre de 2016

Alegría para bailar

Es curioso como realizar todos los días desde hace 16 años menos 20 días el mismo camino me provoca el mismo estado de ánimo. La calma me invade cuando quito la tertulia política, engancho la música o el podcast y me dejo llevar por el coche. Miro las cigüeñas posadas en las farolas de la la M31 y todos los días pienso, debería pararme y hacer una foto. Y nunca me paro.  Tras la calma y según me voy acercando a Mordor el estado de ánimo que me invade es, por llamarlo de alguna manera, el laboral, el obligatorio. Me gusta mi trabajo (ahora) pero es trabajo. Llega la monotonía que se va haciendo más y más densa mientras sumo kilómetros. Todo esto no lo pienso, voy sumida en ese estado de ánimo como si me metiera en una nube gris. 

Conduzco dentro de esa nube gris ensimismada en mis cosas. Probablemente no hay nadie en el mundo que encaje mejor en la definición de "conducir con el piloto automático". Muchos días, la mayoría, cuando por fin aparco en el polígono, a la entrada de mi trabajo me sorprendo como si despertara de un sueño. ¿Ya he llegado? ¿Cómo he venido? ¿Ya estoy aquí? ¿Cuándo ha empezado a llover? A veces me asusto.  

El otro día me desperté de mi ensoñación justo en la última rotonda. Llegué bruscamente a la consciencia al tener que frenar por la lentitud del coche blanco que llevaba delante y que no sé de dónde había salido. El frenazo hizo que lo que fuera en lo que iba pensando se esfumara y la realidad entrara con fuerza en mi cabeza. Me puse a pensar en los mails que tenía que enviar, en los datos a revisar, en ir a nadar, en escribir, en llamadas. En la pereza que me daba todo.

El coche blanco siguió yendo lentísimo, tanto que pensé fugazmente que debía ser alguien nuevo en el polígono, quizás alguien contratado en su trabajo de manera temporal y que no sabía que puede ir un poquito más deprisa en este tramo final de la recta. 

No me lo podía creer, el coche blanco me quitó el sitio donde siempre aparco. No tiene mucha importancia, hay hueco de sobra en medio de los descampados pero me  molesta aparcar 4 metros más allá. Es una manía como otra cualquiera. Aún así, lo olvidé según maniobraba, apagaba la música y guardaba el móvil en el bolso junto con las gafas de sol. Mi cabeza ya estaba otra vez en modo trabajo, invadida por el estado de ánimo profesional, plomizo y monótono.

Al bajarme y cerrar la puerta del coche atisbé un flashazo azul eléctrico en el coche blanco que me acababa de robar el sitio. 

Pero ¿Quién se atreve a llevar unos pantalones de ese color? 

¡Pero sí eres tú!
Hola
Joder, ¡qué alegría verte! ¡estás estás fenomenal!
Sí, sí... estoy muy bien.
Pero joder, ¿cuándo te has incorporado?
No, no me he incorporado. He venido a traer los papeles de la baja...
 ...pero qué buen aspecto, en serio. 
Sí, está todo yendo muy bien.
Es que el día que te vi hace meses antes de saber qué estabas enfermo, que tenías cáncer, ¿te acuerdas que estuvimos hablando?
Sí, te dije que estabas flaquísima y, por cierto, sigues estándolo.
Eso da igual, el caso es que me contaste que estabas haciendote pruebas de celiaquía....
Sí...me acuerdo y me dijiste "tienes un aspecto horrible"
Ya, bueno, ya me conoces pero el caso es que joder, qué alegrón me ha dado verte. 
Gracias, yo también me alegro.

Le dejé atrás en control de accesos saludando a otros compañeros. Me sentí ligera. Fuera de la nube gris de monotonía. Deseé vivir en una peli musical de los años 40, llevar una falda de vuelo o pantalones de pinzas y zapatos de claqué y bailar alegremente todo el camino sorteando los charcos, entrar en el vestíbulo cantando y subir los peldaños de tres en tres de pura alegría por haberme encontrado con él y que estuviera tan bien.

Cuando llegué a la pradera me preguntaron ¿Qué te pasa? ¿Por qué estás tan contenta? 

Pues porque parecía que iba a ser un día como todos  y no lo fue. Un encuentro casual lo convirtió en un día para bailar.