No es un parque para pasear. No es el Retiro, El Retiro
empuja a pasear, a conocerlo, sientes la necesidad de caminar, de mirar, hay
que ver porque detrás de cada árbol, de
cada arbusto puede haber algo que no hayas visto hasta entonces.
Éste no, este es un parque para sentarse, un parque para
estar.
No es un parque especialmente bonito ni especialmente grande
pero nos gusta. No tiene puerta pero
casi. A un lado una tapia cubierta de
vegetación y al otro una casa. No es un
edificio de pisos, es una casa, de ladrillo visto como eran todas las de esa
zona hace muchos años. Cuando empezamos a ir a ese parque, estaba casi en ruinas, no completamente
derruida ni destrozada pero parecía abandonada.
Un día, por sorpresa, aparecieron
unos andamios y tras unos meses de obras fantasmas en los que nunca vi ningún
obrero, la casa reapareció con su fachada de ladrillo limpio, sus ventanas
nuevas y un telefonillo en la puerta. Desde el parque veo cortinas en las
ventanas pero nunca he visto a nadie en ellas, ni a nadie entrar o salir. Siempre me pregunto quién tendrá la
suerte de vivir ahí.
Es un parque alargado, desde la semipuerta por la que
nosotros entramos, se atraviesa una zona
más estrecha con prunos de ramas
bajas a los lados que casi hacen túnel.
Después, lo primero que hay son los
columpios, solo dos y siempre están ocupados y con niños haciendo cola. He
pasado allí horas “dándoles” hasta que
se cansaban o me agotaba yo. Ahora, con lo mayores que son, les sigue gustando
ir a columpiarse pero ya no necesitan que yo les de.
Pegada a los columpios, está la zona de los niños pequeños, con todo
lo que tienen las zonas de niños pequeños: su vallita de colorines que te llega
por la rodilla, el sistema para que no se escapen los niños (que es el mismo
que se usa para animales en algunas zonas), su balancín, su tobogán de metro y
medio de altura, su par de animales sobre muelles y muchísima arena. Durante
mucho tiempo no fuimos más allá en el parque, aquello era suficiente. Horas de
estar apostada al lado del tobogán y dos mil quinientos intentos para conseguir
que aprendieran a subir solas las escaleras.
Esa es la zona en la que pasábamos las horas cuando para ir al parque
necesitaba casi una maleta con ruedas, cuando parecía inconcebible no llevar
una pala para cada una, cubos para repartir y mil moldes. Es la zona de la
época en la que el momento de recogida
implicaba rebuscar entre montones de arena la pala rosa que sabía que si se
perdía significaría un drama al día siguiente.
Un poco más arriba está la “jaula”, con canastas de
baloncesto y llena de niños con balones, pelotas, patines y patinetes. A continuación hay otra zona infantil, pero
no tan infantil…sigue teniendo la vallita de colorines pero el tobogán está
alto y tiene un “puente” de cuerdas a lo Indiana y una plataforma para trepar.
Es un tobogán para mayores, para niños que quieren infartar a sus padres
poniéndose cabeza abajo en el puente y decir cosas como “mira mamá…sin manos” o
“mamá…se me ven las braguitas”.
Bordeando estas zonas hay árboles, un caminito y una serie
de bancos. Creo que me he sentado en todos ellos en estos 7 años. Al principio
los elegía por la cercanía a la zona dónde fueran a jugar…ahora me da igual, el
que esté vacio y a la sombra o al sol según la estación del año.
Siempre llevo un libro. Hay días en los que leo abstraída de
todo, hay días que no leo nada y hay otros
en los que dejo la lectura a la mitad
para mirar el parque.
Sentada en el banco, si levanto la vista, lo que veo justo encima de la jaula del baloncesto y los
columpios es un edificio blanco de pisos. En uno de los pisos pusieron aire acondicionado hace mil años
(muchos más de los que llevo yendo al parque) y colocaron la máquina en el
alfeizar de la ventana. Me fascina que recortaran la persiana perfilando el
contorno perfecto del mamotreto marrón
para que encajara. Mirando en esa
dirección lo que veo es una ciudad, pero si miro a mi espalda…parece que estoy
en un pueblo.
Por uno de sus lados, el parque está bordeado por casas
unifamiliares, casas que llevan allí muchos años, casas antiguas. Desde los bancos se ven tres. En el extremo
más alejado del hay una blanca, encalada como si estuviéramos en un pueblo
marinero y con una cúpula coronando el torreón. Tiene una terraza acristalada y
poca vegetación en el jardín. Las ventanas son azules. A continuación hay una que está más
descuidada, con la fachada sucia, las rejas herrumbrosas y el jardín un poco salvaje.
La última es la que más me gusta. Es de ladrillo, ha
mantenido exactamente la estructura que tenían todas las casas en esa zona
cuando se construyeron y tiene lilos en el jardín. Tiene un torreón cuadrado
con grandes ventanas y el tamaño justo para imaginar ahí un despacho con las
paredes llenas de librerías. También ha estado en estado “latente” durante
mucho tiempo pero ahora algún suertudo se ha hecho con ella y está llena de
andamios mientras la remodelan…espero que mantengan el encanto aunque me den
muchísima envidia.
A la espalda de los bancos hay una zona de arbustos, una
zona superespesa de arbustos perennes y alguna zona con flores. Tiene árboles
grandes que dan sombra y de los que en esta época del año caen “cositas” que se
quedan entre las páginas de mi libro y me dan mogollón de alergia.
A veces no leo. A veces sencillamente miro. Veo a las madres
que están todavía en la etapa de dar en los columpios, en la etapa de sentarse
en la vallita de colorines, que buscan cacharritos en la arena y recogen niños
del tobogán. A esos padres no los conozco, son nuevos en el parque. Probablemente
cuando yo estaba ahí, en esa etapa…ellos andaban a otras cosas y probablemente
no se imaginaban en un parque. Cuando
lleguen a sentarse en un banco con el libro, yo ya no iré al parque.
Lo pienso
y es muy raro.
Hay otros padres que sin embargo sí conozco, llevo años
viéndoles. Está el padre que tiene un poco de voz de pito con dos hijos
increíblemente parecidos y que le persiguen por todo el parque para que juegue
con ellos. Está la madre de cinco niños (todos niños) que anda como loca detrás
de los tres pequeños. Ella no lo sabe, pero tenemos una amiga en común.
Hay una pareja. El siempre lleva una camiseta negra y ahora
se está dejando el pelo largo y barba. Ella es castaña, con cara de buena
persona y tener sentido del humor y casi siempre lleva coleta. Jamás hemos
hablado pero hemos compartido todas las etapas: tardes en los
columpios y tardes en la vallita vigilando que no comieran mucha tierra. Tardes
de llegar con el periódico y no abrirlo. Ahora llegan, como yo, a deshora. Sin cochecitos, ni palas, ni nada.
Como mucho una pelota. Tienen dos niños
que juegan al futbol en la jaula.
Nosotros leemos o miramos.
Es el parque.