Mostrando las entradas para la consulta revistas ordenadas por fecha. Ordenar por relevancia Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas para la consulta revistas ordenadas por fecha. Ordenar por relevancia Mostrar todas las entradas

domingo, 12 de noviembre de 2023

¿Ha visto usted mis tetas? No, pero me gustaría verlas

"Dibujo mis propias debilidades". Sempé. 


Era una camiseta de color fucsia oscuro o un rosa oscuro que alejaba al color rosa de cualquier asociación con algo cursi. Además, a mí nunca me había gustado el color rosa y aquella camiseta me encantaba. Tenía un dibujo en la espalda de una especie de pato amarillo como de caricatura y alguna leyenda, pero no la recuerdo. Sí recuerdo que esa camiseta me pareció lo más maravilloso que había tenido nunca. Lo mejor que tenía no era el color, ni el pato, ni la leyenda: lo mejor es que era grande. Necesitaba ropa grande porque aquel verano, el de los doce años, de repente me habían crecido las tetas. Muchísimo. Aquello ya no eran pechitos de niña sino algo completamente fuera de lugar, gigante, que me convertía en una simple portadora de pechos. Era horrible. Espantoso. Me dolían, me picaban los pezones, me pesaban. Pero nada de eso era lo peor: lo peor era ver cómo mis amigos de toda la vida ya no podían apartar la mirada de esas cosas que me habían crecido de un verano para otro. 


La camiseta llegó para salvarme la vida y joderme la postura para siempre. Era grande, me quedaba holgada, así que si echaba los hombros hacia delante y el pecho para atrás, las descomunales protuberancias se disimulaban y estaba a salvo de las miradas penetrantes. Esto solucionó un problema y creó otro: mi madre se pasaba el día diciéndome «ponte derecha», «ponte derecha», «que te estires». Al final del verano comprendí que por mucho que llorara, por mucho que lo soñara, aquellas cosas no iban a desaparecer nunca y que tenía que aprender a vivir con ellas para siempre. Las odiaba. Aprendí a vivir con los hombros encorvados y un poquito de chepa. Aprendí que no podía comprarme ropa de tirante fino porque los sujetadores que yo necesitaba llevaban siempre unos tirantes de dos dedos de ancho; aprendí que cualquier ropa interior que se anunciara en televisión, marquesinas o revistas no era para mí, no había para mi talla. Aprendí que tenía que resignarme a bañadores o bikinis pensados para señoras de 60 años y que pesaran 30 kilos más que yo. «Ay, es que claro, con tanto pecho pareces muy grandota pero luego eres finita. No tenemos nada que te vaya bien».


Odiaba mis tetas.Tenía un complejo impresionante que pude más o menos sobrellevar gracias a que mi adolescencia transcurrió en la época en que las hombreras lo petaban y cuanto más grandes mejor. Hombreras y jerséis y camisas grandes. Le robaba la ropa a mi padre. «Vas siempre como si llevaras un saco». Surfeé el colegio; surfeé la vergüenza de los veranos con 14,15, 16, 17, 18, 19 y los bañadores de señora; surfeé no encontrar ropa. Operarse del pecho era algo que no hacía nadie, ni siquiera sabía cómo se hacía: tenía una ligera noción de que era algo que costaba mucho dinero e implicaba un cirujano estético. ¿Cómo se lo planteaba a mi madre? No hubiera sabido ni cómo decírselo. Después de las experiencias traumáticas yendo a comprar sujetadores con ella, estaba claro que entre mis tetas y mi madre tenía que mantener la mayor distancia posible. 

Los veinte fueron algo mejor. Supongo que me acostumbré o me resigné. Esto era lo que había y chimpún. Tuve novios, le di uso a mis tetas, las disfruté, me dejaron los novios, llegaron otros, y así hasta que me casé. Bueno, pues entonces, en algún momento esos cántaros gigantes iban a tener alguna utilidad. Me quedé embarazada y, cuando creía que aquello no podía ser más grande, descubrí que estaba equivocada. Aquello era inmanejable. Tengo marcado el día en que al mirarme al espejo me vi monstruosa y me puse a llorar. Llegó El Ingeniero y me encontró desconsolada. «No te preocupes. Cuando nazca el bebé, lo miramos y te operas». 

Nació María. Nació Clara. Y no me operé. Una conocida mía, vital, divertida, fantástica, había decidido operarse con tan mala suerte que en quirófano sufrió una parada cardíaca y murió 3 días después. ¿Cómo iba a operarme de algo que parecía frívolo y tonto solo para resolver un complejo, una inseguridad, cuando podía morir y dejar a mis hijas huérfanas? Eso sí que sería frívolo.. Me resigné otra vez. La ropa había mejorado un poco y, bueno, me hice mayor y me importaba menos. Nunca dejó de importarme pero ya no era algo traumático. Era molesto, incómodo, desagradable, feo… pero podía vivir con ello. Hasta que el año pasado pensé que ya no tenía que pedir permiso a nadie, no necesitaba justificarme y, sobre todo, tenía el dinero y el ánimo para hacerlo. 


Pregunté a mi ginecólogo, que me dijo: «Es buenísima idea. A tu edad, cuando te llegue la menopausia, crecerán aún más y se caerán más». Esos dos «más» me parecieron aterradores y físicamente imposibles, pero me convencieron aún «más» para seguir adelante. Me recomendó una cirujana y fui a verla. Le pedí a mi hermana que me acompañara. En cada paso del proceso estaba preparada para que algo me impidiera seguir adelante: «tus tetas no se pueden operar», «van a quedar mal»… cualquier cosa. Cuando la cirujana me preguntó cuándo había empezado a pensar en operarme, le contesté: «la mañana del día en que con 12 años me levanté y me di cuenta de que tenía unas tetas enormes». «Ah, eso es dismorfía primigenia», creo que dijo. «Se llama así cuando desde el primer momento no estás a gusto con tus pechos». Me contó todo el proceso y, después, me pidió que me desnudara. «Vaya, es que disimulas mucho, vestida no parece tanto». «38 años disimulando, soy casi como Mortadelo y sus disfraces. Si me empeño mucho te puedo hacer creer que tengo una 85B».


 «Opero lunes, miércoles y viernes, elige el día que quieras».

 

Elegí día y hace poco más de un año, exactamente un año y quince días, me quité tetas. 750 gramos fuera de mi cuerpo. Salí del hospital con dos drenajes, un vendaje, muchos puntos que no me veía y una sonrisa en la cara. Ha pasado un año y quince días y ya no tengo drenajes ni vendaje y las cicatrices han ido desapareciendo. Sigo sonriendo casi todo el tiempo. Me acuerdo muchísimo de la niña de la camiseta fucsia y de sus hombros caídos. Pienso en que tenía que haberlo hecho antes para luego darme cuenta de que antes no hubiera podido ser: fue cuando tocaba. También le doy vueltas a las veces que he dicho que la cirugía estética no me gusta y que nunca me pincharé bótox o me rellenaré los pómulos o los labios. No tengo planes de hacer ninguna de esas cosas porque no tengo problemas con mi cara. ¿Podría tener menos arrugas? Sí. ¿Me importa? No. A mí me importaban mis tetas. Sabía que estaría mejor con ellas más pequeñas. Lo supe desde aquel verano en que no me quité la camiseta fucsia. «Las que se ponen a veces se arrepienten. Las que se quitan no se arrepienten nunca», me dijo la doctora que me hizo las mamografías previas. No lo sé, no me importa nada lo que otras mujeres hagan o dejen de hacer. Yo sabía que no iba a arrepentirme. He tardado un año y quince días en escribir esto. No tenía por qué escribirlo, lo sé. Podía ser una de esas cosas que (me) pasan de las que no escribo nunca pero hoy, al releer mis cuadernos y encontrarme con esa cita de Sempé, he pensando: hoy es el día. 


Estoy en Cicely con mis amigos pasando unos días. «¿Qué haces? Escribir la newsletter. ¿De qué vas a escribir? De mis tetas. Por favor, por favor, escribe: “¿Ha visto usted mis tetas?" Aquí estoy con las mismas personas que estaban conmigo cuando cumplí 13 años y me cayó un complejo encima. Ahora me ven erguida, con camisetas estrechas y, si quiero, sin sujetador.

«Estás feliz».

Si quieres recibir las entradas en el correo, te puedes suscribir aquí. 

domingo, 6 de agosto de 2023

El verano de 2023

«En momentos así siento una alegría infinita. Dicen que cada día hay un instante en que el diablo no tiene permiso para entrar: si pudiéramos meternos por completo en ese instante, la vida sería puro éxtasis.»(Yannick Haenel:
Que no te quiten la corona.)

Estoy de vacaciones. Creo, confío, deseo. Oficialmente mi descanso empezó el viernes a las 5 de la tarde, pero ya sé que es posible que la semana que viene tenga que hacer alguna cosa de trabajo por un tema importante que me caerá encima como un tsunami en cuanto vuelva a trabajar oficialmente. Ayer, un poco antes de cerrar el ordenador, recibí un mensaje de un compañero: «No te preocupes que ahora enseguida llegamos los refuerzos». Le contesté: «Por favor, no digas “ahora, enseguida” como si septiembre estuviera al caer. Necesito creer que septiembre es un momento lejano del que me separan océanos de tiempo, como decía el Drácula de Bram Stoker». 

Y es así. Necesito sentir que agosto va a durar al menos tanto como ha durado julio y que en las semanas que tengo, oficialmente, de vacaciones, el tiempo se dilatará y me permitirá desconectar, relajarme y aburrirme. Por ahora lo único que me aburre soberanamente es mi tabla diaria de ejercicios. Es algo soporífero (tal cual: a mí me da sueño) pero me lo tomo como una valla, un obstáculo que tengo que saltar al principio del día para luego disponer de horas de vagancia, lectura, sueño, regocijo y pereza laxa. 

Cuando llega junio vuelvo siempre a tener 10 años. Y siempre deseo lo mismo: ser capaz de crear una rutina lánguida que me lleve a los veranos de mi infancia. Pongo todo mi empeño en ello sabiendo que es imposible, porque para empezar ya no dispongo de tres meses de vacaciones. Ahora con suerte consigo unas semanas en las que, a lo mejor, conseguiré esa sensación en algunos momentos puntuales. Es por tanto un empeño destinado al fracaso desde el principio... pero no sé enfrentarme al verano de otra manera. 

Hace unas semanas, en el suplemento de The New York Times del que ya hablé la semana pasada, preguntaban a los lectores por sus intenciones para este verano. En la selección de respuestas que publicaron encontré ésta:

2023 will be the summer of making more gazpacho than enemies. — Lauren Oster, New York City

Me encantó. Me pareció un plan de verano sin fisuras. Fresco, fácil y sabroso. Ahora que lo pienso, quizá en Nueva York no sea tan fácil hacer gazpacho, pero seguro que Lauren lo consigue. Pensé entonces en cuáles podrían ser mis intenciones para mis semanas de vacaciones, intenciones con el subtítulo: «esta es la idea pero si luego no se hace no pasa absolutamente nada”» Intenciones sin corsé, sin obligación. Visualicé esas intenciones como un estanque de peces de colores en el que quizá me apetezca pescar o quizá no y me dedique solo a mirarlos. 

Aquí va mi lista sin orden ni concierto. Algunas de estas intenciones ocurrirán, otras no, otras a lo mejor las intento y las abandono por desinterés o cansancio o aburrimiento.

El verano del 2023 va a ser el verano de pasar ratos sin hacer nada, ni escuchar podcasts, ni leer, ni hablar y, si lo consigo, sin pensar. Esta misma tarde he pasado un rato mirando cómo la sombra avanzaba por el fondo del valle. Ha sido un rato corto porque, aunque no hacer nada pueda parecer sencillo, algo al alcance de todos, es algo que tiene su miga. Como dice Jerry Seinfeld: “Doing nothing is not as easy as it looks. You have to be careful. Because the idea of doing anything could easily lead to doing something, that would cut into your nothing, and that would force me to have to drop everything”. 

El verano del 2023 va a ser el de volver a Crimen y castigo. Llevo varios veranos pensando en releer esta novela que me encantó en COU, hace 32 años. Ahora va a ser el momento y además voy a releerla en el mismo libro de aquella primera vez, una edición granate de Círculo de Lectores que recogía las grandes obras de la Literatura Universal. En esa colección descubrí Los miserables, Guerra y paz, Cien años de soledad y muchos otros. El verano de 2023 va a ser el verano de escuchar música nueva, música que no conozco, seleccionada por otros, dejándome llevar por si descubro algo que me guste, algo que me haga decir «voy a poner esta canción otra vez». Va ser el verano de leer el periódico en papel todos los días y el de no mirar el reloj para saber si es la hora de comer o de cenar: comeré cuando tenga hambre o gula. El verano de 2023 va a ser el de ver El cazador, de Michael Cimino, una película que me persigue desde hace años pero de la que intento escapar porque dura tres horas. El verano de 2023 va a ser el verano de ponerme muchos vestidos, todos los que pueda; ya está bien de dejarlos para cuando haga algo especial. El verano de 2023 va a ser el verano de ver románico catalán y volver a la Provenza. Va a ser el verano de volver a ponerme un vestido blanco que me compré en 2014 en una tienda de segunda mano en Toulouse, descubrirles esa ciudad a mis hijas, volver a Avignon, comprar jabón de flor de naranja, ir en bici al Pont du Gard y preparar el desayuno cada mañana para tomarlo en el jardín sola mientras ellas duermen. Va a ser el verano de no leer The New Yorker porque ha habido un problema con mi suscripción y no me llegan las revistas desde hace un mes. Va a ser el verano de preparar el regalo de cumpleaños de Clara, celebrarlo e intentar cambiarme los pendientes cada día y empezar a usar champú sólido. El verano de 2023 va a ser el de visitar una excavación de una fosa de represaliados del franquismo y el de no entrar en discusiones ridículas. El verano de 2023 va a ser el de comer salmorejo, melocotones con yogur griego, trenza de Almudévar, salchichón francés, tortilla provenzal y todo el queso francés que pueda comer sin morir en el intento. El verano de 2023 va a ser el verano de subir al puerto de la Glera, ir a un concierto de viola de gamba y, a lo mejor, bañarme en La Camarga. El verano de 2023 va a ser el de escribir aquí sin plan, sin intención, puede que recuperando textos antiguos o solo unas breves líneas inspiradas por algo que pase cada día. 

Puede parecer un plan ambicioso, un plan que va contra el principio fundamental que rige mis fines de semana y mi tiempo de ocio: no hacer nada... pero no es así. Quiero tener todas esas intenciones para desechar la mayor parte de ellas y no sentirme culpable, dejarlas pasar a mi lado sin preocuparme, sin pensar que estoy perdiendo el tiempo porque el verano de 2023 también quiero que sea el de dejarme llevar. 

“To do nothing is to have yourself still so that you can perceive what is actually there”. Jenny Odell

Eso es. Esa es mi intención: concentrarme en notar cómo mis vacaciones suceden en mí, cómo resbalan por mis días. Y si puedo beber muchísimo gazpacho, pues mejor. Los enemigos me dan igual. 


Si quieres recibir estas entradas en el correo te puedes suscribir aquí

miércoles, 22 de febrero de 2023

Breve. Gatos menopausia y cinismo

«Hola — dijo susurrando, y nos miramos mientras ella apagaba las luces. Siempre hay ese miedo a la decepción, a que no salga bien, pero desde el primer momento supimos que eso no debería preocuparnos».

Budd Schulberg: ¿Por qué corre Sammy?

Leo, muy por encima, sobre la Ley de Bienestar Animal y llego al término «gatos comunitarios» que, por lo visto, define a lo que toda la vida se ha llamado gato callejero. Por si alguien no lo sabe: a mí los gatos no me gustan, me dan miedo. Pero si me gustaran, si fuera un amante de los felinos, estaría muy encabronada con esta terminología. Gato callejero es una denominación con clase, con estilo, que resulta interesante: ¿Cómo no va a resultar interesante si recuerda a los Aristogatos, si suena a ser independiente, a hacer lo que te da la gana? Gato comunitario suena a urbanización cerrada con piscina, a portal, suena hasta a pagar recibos. Si yo entendiera algo de gatos, que no es el caso, si pudiera meterme en su mente, estaría indignada. Pasar de ser gato callejero a ser gato comunitario es perder categoría.

Sigo recuperándome de una especie de trancazo, catarro, gripe y mareo con migraña y náuseas que arrastro desde antes de mi cumpleaños. Está todo el mundo igual pero, como ya sabía, que todo el mundo se encuentre mal no consuela nada. Lo que hacemos cuando alguien te dice «yo estoy igual» es pensar «seguro que no, yo estoy peor». Es increíble la capacidad humana para querer ser siempre el campeón del sufrimiento: yo lo paso peor, yo trabajo más, mi empleo es más insufrible, mi jefe es más cabrón. Es increíble esa capacidad y dice mucho de nuestro ombliguismo: lo mío siempre es más. En cualquier caso parece que estoy mejor, no plenamente recuperada pero lo suficiente como para no creerme en posesión del dolor supremo. ¡Ah! Otra cosa que he descubierto esta semana es que todos los síntomas que he sufrido son compatibles con la menopausia, que todavía no tengo pero debe de estar al caer. Y, por cierto, apuntad esto: La menopausia es la nueva zanahoria comercial que las marcas, el capitalismo o las empresas están agitando delante de las mujeres. Con la excusa de «es que no se habla de ella, las mujeres no la conocen» están haciendo lo de siempre. Empieza por «venimos a hablaros de esto porque hasta ahora habéis vivido en el desconocimiento más absoluto del tema y así no podéis seguir, pobres almas en desgracia», premisa con la que disiento porque ahora resulta que todo lo que no esté en redes o en las revistas o comentado por algún gurú «no existe», cuando a lo mejor se habla de otra manera menos obvia. Segundo paso: «¿Dónde vas, Caperucita, tan pancha por el bosque? ¿No sabes que viene el lobo y te devora desgarrándote las entrañas? ¿Cómo eres tan inconsciente?», que consiste en contarte todo lo horrible que te va pasar (aunque es todo muy natural, te dicen 25 veces). Aquí me entra la risa porque, mágicamente, todo lo horrible que te lleva pasando 30 años teniendo la regla pasa a un decimocuarto plano, como si al llegar a la menopausia vinieras de un mundo de luz y de color a meterte en una cueva de dolor y sufrimiento digna de un paisaje de La Princesa Prometida. Así que, bueno, la menopausia tendrá sus cosas (no lo dudo) pero no creo que se acerquen ni de lejos a 35 años de agonía, dolor, tobogán emocional, situaciones embarazosas de todo tipo o viajes de amor arruinados, por hablar solo de cosas frívolas. El tercer paso es «saca una libreta, que te voy a decir todo lo que deberías estar haciendo y no estás haciendo y vas mal». De aquí hay que pasar directamente, porque resulta que para llegar bien a la menopausia tendrías que haber empezado a hacer «cosas» con 17 años. Es como el que te dice que para tener un plan de pensiones cuando te jubiles tienes que empezar a ahorrar con 25: ciencia ficción y una memez imposible de cumplir. El último punto es el del capitalismo molón: «Compra esto, haz esto con el gurú Mengano, come la comida tal y toma cuál remedio homeopático y blablabla”. ¿Cómo sé todo esto? Porque, ahora mismo, mire donde mire, lea lo que lea o escuche lo que escuche me encuentro con este asunto. (Por supuesto que hay cosas interesantes sobre el tema, pero son las menos).

Reviso mis notas para este breve y me encuentro con lo siguiente: «Tu personalidad es como el salmón o las aceitunas, de primeras no gusta. ¿Me estás diciendo que soy demasiado especial?». No sé de dónde la apunté y tampoco sé si me gusta. No podemos comparar las aceitunas y el salmón. ¿Cómo no te van a gustar las aceitunas? Si no te gustan las aceitunas solo puedes ser o una persona poco de fiar o mi amigo Fede al que quiero hasta el infinito y más allá y, como ese puesto ya está cogido, si no te gustan las aceitunas….

«Felicidades, ya has llegado a la edad estupenda en la que puedes ser la mujer cínica que llevas dentro».




Creo que esta ha sido mi felicitación favorita de parte de un desconocido. No podría retratarme mejor.

Estoy escuchando El monstruo del monóculo y otras bestias, de Nuria Pérez. En un momento dado citan a Budd Schulberg, y mi ego de mujer cínica aletea feliz porque hace ya catorce años que lo descubrí. Vuelvo a mis notas, al blog y ahí están las citas apuntadas. Asiento al leerlas y aprovecho para que abran y cierren el breve de esta semana.

“Supongo que es una lástima que las personas no puedan ser un poco más consecuentes. Aunque si lo fueran, quizá dejarían de ser personas. Tal vez se convertirían en personajes de tragedias épicas o de películas de Hollywood. [...]. Lo único que al parecer hace la gente es lo posible por ir tirando y pasárselo bien; y si para ello deben conservar lo que poseen, es probable que acaben convirtiéndose en unos fascistas; y si para ello deben tratar de conseguir lo que necesitan y no poseen, es muy probable que acaben aprendiéndose de memoria La Internacional” .

Budd Schuberg: ¿Por qué corre Sammy?


Ser consecuente es duro. Casi tanto como ser cínica desde los doce.


Si queréis que os lleguen al correo todas las entradas, os podéis suscribir aquí. 

domingo, 5 de febrero de 2023

Lecturas encadenadas. Enero


El otro día celebré los quince años de Cosas que (me) pasan y hoy he pensado que también merecería celebración que han pasado diecisiete años desde que, una noche de enero de 2006, tras acostar a mis dos hijas que por entonces eran bebés, me senté en la misma mesa en la que estoy tecleando ahora y empecé a escribir sobre los libros que leía. El retorno del profesor de baile, de Henning Mankell, fue aquel libro. ¿Qué recuerdo de él? Nada, absolutamente nada; pero si leo lo que apunté aquella noche recuperaré la memoria gracias a los detalles y las impresiones que escribí aquel día. Aquella rutina de doblar esquinas mientras leía y, al terminar el libro, sentarme a dejar para la posteridad mis impresiones sobre la lectura y las citas que me habían llamado la atención la sigo manteniendo. Hay cosas que han cambiado: ya no tardo semanas en buscar el cuaderno perfecto porque me vale cualquiera siempre que se abra del todo y tenga un papel en el que pueda escribir con pluma. Tampoco mantengo, por falta de tiempo, la costumbre de volver a esos cuadernos a buscar inspiración en todas esas citas. ¿Para qué escribo los cuadernos si no vuelvo a ellos? Porque no pierdo la esperanza de volver a ellos, de recorrer todas esas notas y encontrarme no solo con las citas, los autores y los libros sino también encontrarme conmigo, con mi yo de 33 años, de 38, de 42 o 46. Cuando consiga hacerlo creo que va a ser una experiencia curiosa. Y a lo mejor lo cuento aquí.

Al lío de los libros de este mes.

Ensalada loca, de Nora Ephron, lo compré en Amapolas Librería. Me gustó tantísimo Se acabó el pastel y me gusta tanto el humor ácido e inteligente de Nora que estaba deseando leer más. Este volumen recoge artículos publicados en distintas revistas y periódicos. Algunos han envejecido mal, sin que esto sea un demérito para esos textos: no se escribieron pensando en que duraran, en que fueran relevantes pasados seis meses. Muchas de las noticias que Nora analiza y a las que otorga muchísima importancia pasadas por el filtro del tiempo carecen de la más mínima trascendencia, algunas resultan incomprensibles desde el futuro. A pesar de todo esto, Nora es Nora y siempre encuentro algo con lo que reirme, admirarme, asombrarme o asentir con fuerza.

Hay también muchas ideas con las que disiento y una de ellas es el tema de los pechos. Cuando leía esas páginas iba diciendo: «No, Nora, no tienes razón». A pesar de escuchar las quejas de sus amigas con mucho pecho «explicando que sus vidas habían sido muchísimo más tristes que la mía. Les tiraba la cinta del sostén en clase, no podían dormir boca abajo» y muchas cosas más, Nora defiende que tener poco pecho es algo más traumático que tener mucho. Nora, NO TIENES RAZÓN. Tener mucho pecho es terrible, no encuentras bikini, no encuentras sujetador y cuando lo encuentras es cuatro o cinco veces más caro que el que las mujeres de poco pecho pueden comprar en cualquier tienda. Además, el pecho más grande pesa más y se cae más. ¿Trauma por poco pecho? Sí. ¿Más que por tener mucho? Ni de coña. Y de esta burra no me bajo, venga Nora o quien sea.

Leyendo el ensayo Sobre lo de no haber sido nunca la reina del baile, en el que habla de la belleza de las mujeres, no paré de asentir todo el tiempo. «Una de las pocas ventajas de no ser guapa es que una embellece con los años: sin ir más lejos, yo misma no paro de mejorar de aspecto». Correctísimo, Nora. Nadie te ve y no te importa, pero tú te ves estupenda. «No existe en Norteamérica una chica fea que no cambiase sus problemas por los de ser guapa; no creo que haya una chica guapa que honradamente prefiera no serlo». Esto es así, los problemas de las guapas son imaginarios y es imposible empatizar con ellos. Y no pasa nada.

Nora dedica bastantes páginas al movimiento feminista, al que apoya con fervor crítico, como yo creo que hay que apoyarlo. «Me temo que el problema consiste en que como escritora estoy comprometida con la verdad y como feminista estoy comprometida con el movimiento; y dado que libremente me comprometí con él, considero una de las ironías constantes de este movimiento que no haya forma de decir la verdad sobre él sin que en cierto modo parezca que se le ataca».

Leed a Nora, pero empezad por Se acabó el pastel.

Los reyes me trajeron El adversario, de Emmanuel Carrère. «¿Todavía no lo habías leído?», me dijo alguien. Pues no, no lo había leído, ¿qué prisa había? La historia de Jean Claude Rommand es tan increíble que hay que contarla muy mal para que no atrape al lector. Lo sucedido es extraordinario porque es llevar el engaño y la mentira a una cumbre que para los que mentimos de una manera vulgar y chapucera resulta casi una obra de arte. La mentira es excelsa y el personaje incomprensible. Cuando se descubre que tras su fachada está hueco, ¿lo que se descubre es la verdad u otra capa de maldad? Veo una línea clara entre A sangre fría, El adversario y La ciudad de los vivos (éste último ya estáis tardando en leerlo y doy por hecho que cualquiera que pasa por aquí leyó A sangre fría hace tiempo). Tres historias de crímenes narradas por autores competentes que pretenden contarlas sin tocarlas, desde una atalaya de objetividad imposible de mantener. Todos sabemos que Capote terminó enamorado de Perry y deseando que le ajusticiaran para poder terminar su novela y, en mi opinión y por otras lecturas que he hecho de él, Carrère no se enamora de Rommand porque está demasiado enamorado de sí mismo. Es una autor, y ya lo he dicho más veces, que siempre entra en sus novelas a codazos, como el que en una discoteca empieza a bailar en los límites de la pista de baile pero poco a poco va empujando y presionando hasta llegar al centro porque necesita ser el foco de atención: así es Carrère.

Por si acaso queda alguien, como yo, que llega «tarde» a El adversario, me gustaría decir que es una novela que hay que leer, con una historia que no voy a destripar, que te deja boquiabierto y que al terminar solo deja una pregunta: ¿cómo fue posible?

In.
, de Will McPhail ha sido mi lectura favorita del mes. McPhail es dibujante habitual de The New Yorker, revista en la que se publican la mayoría de sus tiras, que me encantan. Todas son divertidas, punzantes, ingeniosas y me dan ganas de recortarlas y pegarlas en mi pared de viñetas. In. es su primera novela gráfica y cuenta la historia de Nick, un joven veinteañero, dibujante como McPhail, que es consciente de estar siempre encerrado en sí mismo. Decide intentar conectar con otros, con quien sea: el barman de un garito que frecuenta, su vecina mayor lesbiana que discute con su pareja a gritos mientras baja las escaleras, su madre, el fontanero, su hermana y Wren, una chica que conoce en un bar. Me ha gustado todo: la historia, el tono, la colocación de las viñetas en la página dejando espacio, aire para transmitir la idea del vacío interior y también de la nada exterior que, de alguna manera, ahoga a Nick. Esas escasas viñetas tienen muchos silencios, no hay texto pero no hace falta: por la expresión de los personajes y tu experiencia vital sabes qué está pasando, qué están pensando y sintiendo. Los personajes son entrañables, la madre es una giganta y Wren una heroína bien construida, sin superpoderes ni grandilocuencia, quieres ser su amiga. McPhail además llena la historia de su humor y hay algunas viñetas geniales: la descripción del «pelo de follar» me hizo reírme a carcajadas porque ¿quién no ha pensado eso alguna vez? El trazo lineal y sencillo cambia por completo cuando Nick consigue “conectar” con otro personaje, tener una conversación llena de significado que va mucho más allá de la superficie. Las viñetas entonces se expanden, ocupan la página y, en ese punto, donde antes solo había personajes, se llena con escenografía: grandes edificios, montañas, cielos, glaciares, espacios. En esas conversaciones profundas todo es inmenso e inabarcable, todo está por descubrir, y en esa inmensidad de las relaciones personales intensas nosotros nos volvemos diminutos, así está Nick en esas viñetas.

Me ha gustado muchísimo. Corred a comprarlo o a sacarlo de la biblioteca. Esta viñeta, con un chiste sobre podcasts, sí que está ya en una de las paredes de mi despacho.

Y con esto y un bizcocho, hasta los encadenados de febrero.

viernes, 10 de junio de 2022

Un imperio en una tostada

 

«No construyas tu desayuno en torno a las tostadas» leo en el resumen del podcast de mi amiga Cristina. No, no, no. ¿Tú también, Cristina? 

Cuando tenía siete u ocho años, cuando visitaba a mis abuelos, a veces había suerte y salía hacer recados con mi abuela. Si aún tenía más suerte, mi abuela me llevaba a merendar a una cafetería. Por aquel entonces ir a una cafetería me parecía el colmo del exotismo, (puede que ahora también lo sea porque cafetería es una palabra que ha desparecido, como metralleta o esquijama, y ya no se usa. Todo son bares, gastrobares y esa cursilada de cafés). Una cafetería era un sitio mágico, todo era bonito, todo brillaba, todo el mundo vestía elegante (quizá esto fuera porque yo esos días no llevaba uniforme y asociaba mi ropa de calle con la de los demás) y, sobre todo, en ellas olía a cielo. No recuerdo que bebía, seguro que no era café, pero recuerdo las tostadas. Unas tostadas en las que quería echarme a dormir, quería abrazarlas, olerlas hasta gastar su aroma y, sobre todo, hacer que duraran eternamente. Calientes, por supuesto. Para mí, esas tostadas de cafetería eran comida de temporada. No podían comerse todo el año, ni en cualquier sitio y ni de broma en casa. En esto tengo mil quinientos veinticinco años pero hubo un tiempo en que el pan de molde era un lujo. Las tostadas de cafetería eran grandes y eran gordas. Eran doradas con una escala perfecta de amarillos desde el más pálido en el centro de la rebanada, donde se habia puesto la mantequilla antes de apretarla contra la plancha, pasando por los sucesivos tonos dorados hasta llegar a los bordes donde pasaba a un suave tono tostado. Eran jugosas, casi cremosas en el centro y tiernamente crujientes en los lados. Y el olor, un olor intenso, cálido y evocador. Mucho ambientador con bergamota, y mucho olor a playa y a jazmín y a dama de noche y a atardecer en la playa de MIkonos (que a ver quién ha estado ahí para saber que eso huele a Mikonos y no a Javea) y más ambientador con aroma de tostadas de cafetería. Mi pasado de la mano de mi abuela está construído en torno a esas tostadas que me comía con cuidado, con cuchillo y tenedor, deseando que no se acabaran nunca o que mi abuela me dejara pedir otra. 

En mi casa, las tostadas eran rebanadas de pan de barra y eran chiquitas. Cortadas de la barra en perpendicular, mi madre nos las cortaba y las ponía al fuego en un tostador para que se hicieran, dándole la vuelta para que se doraran por los dos lados. No sé en que momento entró el tostador eléctrico en nuestras vidas. Puede que fuera al mismo tiempo que empezamos a cortar el pan en vez de en rebadas en pequeñas, en grandes porciones, como si nos comiéramos las dos mitades de un bocadillo. 

No sé cuando fue pero ahora, en mis desayunos, corto el pan así. Mientras el té se hace y me como un kiwi vigilo el tostador que es un electrodoméstico que necesita cariño, que le hagas caso o se vuelve tan rencoroso como  la impresora. Un día lo tienes en el tres y la tostada sale perfecta, dorada en el centro y marrón en los bordes, con la temperatura perfecta, no demasiado caliente para que la puedas sujetar mientras untas la mantequilla pero lo suficientemente caliente para que la mantequilla se vaya derritiendo y fundiéndose con la miga. Al día siguiente, sin embargo, el tostador, te devuelve el pan tan blanco como lo metiste, frío y triste. ¿Por qué? ¿A qué viene este desamor a las 7 y media de la mañana, en mi momento más vulnerable? Tengo que volver a meter las tostadas (sí, dos) y quedarme mirando muy fijamente porque muchas veces, en ese inesperado resentimiento que tiene esa mañana, me devuelve la tostada chamuscada. Algunos días hasta humea de indignación. 

La tostada se unta caliente y se come caliente. En las series inglesas sufro muchísimo cuando la doncella entra con las tostadas colacadas en una bandejita especial, como si fueran revistas, y las deja sobre la mesa. Los desayunantes siguen hablando y hablando y yo sufro y grito: ¡se están quedando frías, ya se estaban enfriando desde la cocina y si no las untáis ya arrunaréis el manjar! La tostada se come caliente y por eso no se habla en el desayuno porque si hablas, si te distraes, se enfría y las tostadas frías pierden sus poderes mágicos. Las tostadas frías son como cenicienta al llegar la medianoche, dejan de ser princesas y se convierte en pan duro. 

Una buena tostada te consuela del infierno de madrugar, del infierno de enfrentarte a un nuevo día, a la terrible realidad de haber salido de tu maravillosa cama. Una buena tostada con mantequilla y mermelada te da amor, cariño. Una buena tostada es el elemento perfecto sobre el que construir no solo tu desayuno, sobre las tostadas puedes construir tu día, tu vida, tus recuerdos, tu relación de pareja (no te acuestes nunca con alguien que no desayuna tostadas), tu familia y tu futuro. Yo sueno con un futuro en el que tostadas recien hechas me estén esperando en una cocina iluminada por el sol, con un buen te humeante, mi New Yorker, y ninguna prisa por terminar la mejor comida del día, el desayuno. 

No me traicionéis como Cristina (te quiero igual, titi) y construid imperios en torno a vuestras tostadas. Os perdono si son integrales y con aguacate, pero no más. 

viernes, 9 de abril de 2021

En Instagram se vende todo


Hace muchísimo años, veinticinco para ser exactos, mi amigo Juan y yo acuñamos la frase "empleados ociosos precios desorbitados" como definición de las tiendas más lujosas de la Rue Rivoli en París. Un escalón por debajo de esa cumbre de lujo y precios imposibles estaban las tiendas que designamos como "el precio no existe" para las tiendas con escaparates sin mención a los dineros que costaba lo que exhibían y uno más abajo encontramos las llamadas "cuanto más diminuto el tipo de letra, más alto es el precio" para los que ponen el precio pero es casi imposible de ver. En estas, podías comprarte algo si dejabas de comer ese mes. 

Últimamente, navegando por ese escaparate en que se ha convertido Instagram me he acordado de esta cumbre de inventiva conceptual que alcanzamos cuando éramos jóvenes. Instagram se creó para ser una red en la que fotógrafos de todo el mundo mostraran sus fotos, de ahí pasó a ser una especie de álbum de fotos compartido en el que podías ver como eran los hijos de tu compañero de trabajo, la pinta que en vacaciones tenía tu jefe o cómo a pesar de intentarlo tu primo no tenía talento fotográfico. Servía también para buscar fotos curiosas, ibas por la calle veías un Buzz Light Year asomando en una ventana y le hacías una foto, era algo gracioso. Era para ver cosas bonitas y para dar envidia que es para lo que toda la vida se han hecho las fotos. Todo esto casi ha desaparecido, creo que quedan solo (quedamos) unos cuantos irreductibles que usamos IG para eso y no vendemos nada. Dios me libre, no se dice vender, eso es chabacano, mercantilista y muy muy ordinario. En Instagram los que venden dicen que «crean contenido» y «comparten experiencias». Vamos, como el empleado de la Rue Rivoli que no se consideraba dependiente sino asesor de imagen. 

Instagram se ha convertido en un escaparate. Todo el mundo vende algo pero sin que lo parezca. Y los que lo parecen, los que son marcas o tienen «un pequeño negocio artesanal en el que nos dejamos la piel (no como vosotros que trabajáis por cuenta ajena sin dar ni palo)» no ponen los precios. «Mirad que vela más ideal, artesanal, estupléndida y fantabulosa».... pero del precio ni mu. Como ya aprendí hace veinticinco años, mientras me comía un helado paseando por Paris, si no te dicen lo que cuesta, es caro. Y sí, es caro, me da igual que me cuentes todos los costes que tienes, ya me sé la teoría, es caro porque nada de lo que se vende en Instagram es necesario. NADA.  Todo lo que se vende en IG es lujo y es superfluo. 

«La vida hay que hacerla bonita y darse caprichos».  Correctísimo. No seré yo, la mujer de los miles de libros y cientos de cuadernos, la que lleva cinco plumas, la que diga que no a eso pero ¿por qué esconder qué vendes? ¿Por qué disfrazarlo todo de "somos colegas» cuando lo que quieres es mi dinero? A mí, sinceramente, me ofende. Un poco, me ofende un poco tampoco me voy a poner digna pero encuentro bastante insultante esa manía de no contar jamás lo que cuestan las cosas. Haz una foto de tu bolso ideal y en el texto en vez de meter un párrafo sobre lo artesanal que es todo, sobre como el sol de la provenza en las margaritas del jardín o la risa de tus hijos al desayunar magdalenas te inspiraron para el estampado, pon el precio. Disponible en la web por 50 €. Y ya veré yo si el recuerdo de tus niños gorgojeando me impulsa a ir a tu web o no. 

Instagram no es la Rue Rivolí pero tampoco es Cobo Calleja. Es una red de ricos para gente que tiene el tiempo y la energía de perder horas mirando fotos, como si estuviera hojeando revistas de decoración y de moda. Es así. Y como es así, no se ponen los precios porque hablar de dinero es ordinario. Ja. 

Hablemos de dinero. Hablemos de las mujeres, porque la mayoría son mujeres, que venden en IG. Máximo respeto, es un trabajo como otro cualquiera y muy digno y se gana mucha pasta. Pero vamos a dejar las cosas claras, tú no eres mi amiga ni yo soy tu colega. Tú no me quieres por mi amistad ni yo quiero de ti compasión. Me quieres por dinero, a mí y a tus tropecientas mil seguidoras. Si vendes algo en IG, estás por mi pasta. Y ya está. No pasa nada. Amancio Ortega me quiere por mi dinero y el chino de la esquina  y los de Papelería Rey me adoran infinito porque me gasto los dineros en sus tiendas. 

Lo que más me ofende de IG es ese tufillo a colegueo de pega, ese tufillo a todas podemos molar mucho... que lleva implícito «si compras mis cuadernos, mi bolsos, mi, mi, mi tu vida será mejor, tú serás mejor» pero no hablemos de dinero, eso es ordinario. Y eso sin hablar de las que anuncian productos de marcas pero intentan colarlo como si no les estuvieran pagando ¿por qué? Porque en IG, que es puro mercantilismo, hablar de dinero está mal visto, es inncesario. Solo se habla para anunciar códigos de descuento, también en plan colegueo: ey, tengo un código PITIN03. Y cuando luego pruebas el código (me he documentado para escribir esto) para ver como de colega eres de la instagramer te descuentan 3 céntimos de tu pedido. ¿Cómo te quedas? Vamos a reconocer que para ser colegas es una basura de descuento, tirando a engaña bobos. 

Vuelvo a repetir que a mí me parece estupendo que la gente venda lo que quiera pero hablemos clarito. No me disfraces tu negocio y tu afán por venderme con ese toque aspiracional mezclado con un falso colegueo. Lo que vendes es superfluo, innecesario, de lujo y caro. A lo mejor decido comprarlo o a lo mejor no, pero vamos a ser claros. 

Sinceramente me fio más del anuncio de luces led en el que pone "12 €" que de tu bolso ideal fotografiado con una luz tan clara que en tu Baracaldo natal no se ha visto desde que el meteorito que acabó con los dinosaurios iluminó el planeta y un montón de palabras en las que me vendes humo disfrazado de bonitez. 

Si vendéis algo en Instagram, no seáis dependientes ociosos de la Rue Rivoli, sed la tienda de barrio con los precios en carteles grandes, eso sí que es autenticidad. 


PD: vuelvo a recomendar el podcast Under the influence with Jo Piazza con muchísima información muy interesante sobre IG. 

viernes, 26 de marzo de 2021

Podcasts encadenados: Todos estamos bajo la influencia




«Cuando mis hijos eran pequeños, cuando mi marido estaba ya durmiendo y yo conseguía meterme en la cama necesitaba hacer algo que me sacara de mi vida, que me distrajera e Instagram me lo daba. Era además, algo que podía mirar con una sola mano mientras con la otra sujetaba un bebé. No quiero pensar, ni saber las horas que he pasado mirando instagra, mirando fotos perfectas, de madres perfectas, con casas limpias, ordenadas, con niños sonrientes y felices y bizcochos y pasteles perfectamente horneados y colocados. Si levanto la vista de mi teléfono veo mi dormitorio todo blanco, con adornos, muebles y cosas que he comprado directamente en instagram.»

Una introducción más o menos como esta es la que hace la periodista Jo Piazza al empezar el primer episodio de su podcast Under the influence, el podcast que me ha tenido enganchada esta última semana  y que recomiendo encarecidamente. 

Empecemos por el principio. Jo Piazza es periodista, tiene una carrera de más de veinte años escribiendo en revistas y tabloides, sobre todo sobre celebrities, sociedad, etc. Su artículo más famoso, y por el que todavía recibe comentarios, es Why I bought myself an engament ring que escribió en 2014, cuando con treinta y cuatro años y soltera se compró un anillo que parecía de compromiso y explicó su idea sobre la soltería y no estar casada. El artículo no es nada del otro mundo pero da la pista sobre como ha enfrentado Jo Piazza su primera incursión en el podcast: en primera persona. 

En 2021 (2020, que fue cuando empezó con la idea del podcast), Jo tiene ahora cuarenta años, pareja estable, dos niños muy pequeños y muy pocos encargos de artículos. Las revistas, los medios escritos ya no son lo que eran en 2014 y es complicado ganarse la vida escribiendo mientras cuidas a dos bebés. Jo pasa mucho tiempo en Instagram y se pregunta como lo hacen esas madres perfectas, quienes son, cuánto dinero ganan y como han llegado a estar ahí. ¿Podría ser ella una madre influencer? ¿Podría contarlo en un podcast? 

Under the influence es el camino que emprende Jo Piazza para saber que hay que hacer para ser una madre influencer, alguien de ganar en USA entre 70.000 y 400.000 $ al año y en ese camino investiga la historia de las madres influencers. ¿Quiénes son? ¿Cómo empezaron? ¿Cómo trabajan? ¿Son sus vidas como aparecen en las redes? ¿Cuánto hay de "auténtico" y cuanto es marca? 

Reconozco que yo empecé a escucharlo pensando en encontrar algo que sustentara mis prejuicios hacia todo tipo de influencers, no solo las madres (que por otro lado a mí, ahora mismo, me afectan cero porque esa etapa la dejé atrás hace tiempo) sino cualquiera. Esperaba encontrar un desenmascaramiento de todo lo que hay de engaño, de actuación, de mercantilismo en esas cuentas y lo he encontrado pero sumado a muchas otras reflexiones que no me había planteado y que son interesantísimas. Las primeras madres blogueras, por ejemplo, eran todas de la comunidad mormona, una sociedad centrada en la familia y que por mandato religioso deben divulgar la vida en familia, la crianza de los hijos y el cuidado del hogar. Cuando llegó internet, sus propios pastores les invitaban a usar internet para dar a conocer esa parte de su cultura. ¿Cómo te quedas? También me he enterado que en Australia, hay una zona específica con una comunidad muy potente de madres influencers, ahora ya en Instagram más que en blogs, que ganan una pasta gansa mediante sus marcas personales, que son sus familias. 

Otra reflexión interesante es ¿por qué se menosprecia a las madres influencers, en su día blogueras y ahora en instagram? Porque es un trabajo de mujeres. En los primeros 2000 hubo una presión muy fuerte para convertir la maternidad en algo que ocupara todo tu día, no se trataba ya de cuidar a tus hijos sino de convertirlos en lo único en tu vida. Ser la mejor madre, la que más equilibrado cocinaba, la que jugaba más, la que contaba más cuentos, todo. Esa presión se tradujo para muchas en abandonar sus carreras profesionales y quedarse en casa... y a partir de ahí y por la soledad de estar en casa y la necesidad de buscar una comunidad con la que compartir inquietudes surgieron los blogs de madres. Pronto, las marcas se dieron cuenta de que eran un nicho de público muy susceptible a las recomendaciones y empezaron a ofrecerles regalarles productos para que los publicitaran (Esto lo viví yo en España). Y pronto esas madres, o algunas, dijeron: «Eh, un momento, yo no voy a hacerte publicidad gratis. Si quieres que pruebe tu bañera absurda y la recomiende, págame». De ahí surgió un negocio de mujeres y para mujeres que ha generado a muchísima gente millones y millones de euros pero se desprecia en cierta manera en la sociedad y en los medios. Jo Piazza hace un comentario que lo resumen: los hombres que hacen negocio en redes salen en las secciones de negocios de los medios, las mujeres que hacen lo mismo en la sección de estilo o bienestar. 

No quiero contar mucho más porque es mejor escucharlo. Jo Piazza es divertida, inteligente, ingeniosa, tiene mucha capacidad para reírse de sí misma y para reconocer sus errores, las cosas que ha hecho mal en el pasado, en otra época, cuando escribía cotilleos y columnas de sociedad metiéndose con celebrities y además hace una reflexión seria y concienzuda del mundo de las influencers y de cómo, en realidad, no sabemos que va  a pasar. Hay un episodio dedicado a los niños de esas madres, a las consecuencias que la sobre exposición puede tener en ellos que es terrorífico, aunque ese impacto es el mismo que el de los niños actores o, algo tan de moda ahora, los niños en espantosos concursos de talentos. 

La narración de Jo Piazza es muy personal, siguiendo su investigación y sus sentimientos pero cuenta con muchísimas voces que dan textura y riqueza a la historia. Esas voces van desde su mejor amiga, hasta su productora, pasando por muchas madres influencers, investigadores universitarios del mundo online, un coach de creativos, un psicólogo inglés maravilloso que explica que todos necestamos editar nuestra vida para librarnos de lo que no nos hace falta (como aspirar a loq ue se anuncia en instagram) e historiadores de la cultura ¿Sabíais que la primera madre influencer a la que se pagó por product placement fue Lucille Ball? 

En fin, que escuchéis Under the influence. Os sorprenderá y os interesará. 


Siguiendo con este tema, recomiendo este episodio de Sway en el  Kara Swisher  entrevista a Glennon Doyle, una mujer que yo no sabía quién era hasta escuchar la entrevista. Ella se define como escritora y activista y es una mega influencer aunque ella detesta la palabra en Estados Unidos. Es religiosa, madre de tres hijos y hace unos años se divorció de su marido al comenzar una relación amorosa con Abby Wambach, una futbolista retirada con la que se ha casado. Dejando a un lado los detalles de cotilleo sobre su vida, la conversación es interesantísima porque entra, como Piazza, en como la percepción de lo que hacen las mujeres es completamente distinta a logros exactamente iguales conseguidos por hombres. Además, Kara y Glennon, hablan de lo importante que es no permanecer en una relación porque sí y del momento de decirle a tus hijos que te divorcias. Es muy interesante como todas las que hace Kara Swisher de la que he me convertido en fan absoluta por su estilo de entrevistar completamente diferente al que estamos acostumbrados. Es inquisitiva, inteligente e incansable.  Y muy muy perspicaz. 

Para terminar y para que no protestéis, un podcast en español: La brega de WNYC y Futuro Studios con Alana Casonova-Burgess a la cabeza. Este es un podcast bilingue, de siete episodios, que puedes encontrar tanto en español como en inglés y trata sobre Puerto Rico. El primer episodio, La brega, intenta explicar qué significa ese término, a qué se refieren los puertoriqueños cuando lo usan y como está asociada a lidiar con los problemas de la vida diaria y marca muy bien el tono de lo que vas a encontrar después, en los otros seis. Es un podcast interesante, aparte de por el hecho de lanzar los episodios de manera doble, porque da una imagen de Puerto Rico desde dentro hacia fuera, son los propios puertoriqueños los que se explican, los que tratan de explicarse para ser entendidos en su idiosincrasia desde fuera. 

Como curiosidad os dejo el enlace a un episodio del podcast Vacunas del Extraordinario en el que salgo, por primera vez, haciendo un cameo e interpretando a un personaje fundamental en la historia de las vacunas. Toda la serie está muy bien, con Mar Abad y Ricardo Cubedo explicando todo, absolutamente todo, sobre las vacunas pero entiendo que queráis ir a ir reíros de mi interpretación. 

Esto es todo por ahora, si escucháis algo venid a contármelo. 

martes, 5 de mayo de 2020

Lecturas encadenadas. Abril

Abril ha pasado volando, no puedo decir otra cosa. La percepción del tiempo en estos días es algo a lo que debería dedicar más tiempo y quizá lo haga si encuentro el momento. Con la lectura me ha pasado lo mismo, no encuentro el momento o, mejor dicho, creí que en confinamiento tendría más tiempo y leería más y me he encontrado con que, al final, dedico el mismo tiempo a la lectura que cuando entraba y salía de casa a mi antojo. No he leído más ni tampoco mejor. 

Al lío. 

Oficio de Dovlàtov esperaba en mi estantería de los Reyes Magos y si hay un buen momento para leer sobre soviéticos es, sin duda, un confinamiento y una situación inimaginable que te haga capaz de entender cualquier situación que hasta hace poco no hubieras entendido. 

El título de este libro describe perfectamente de qué trata, Dovlátov va contando cuál es su oficio, cómo su oficio, el periodismo, la escritura, le llevaron de un lado a otro en su vida. Desde sus primeros relatos en el colegio, los trabajos en revistas absurdas enfrentándose permanentemente a la censura o la ridícula burocracia soviética, pasando por Tallin hasta que llegó a Nueva York. Su vida desde que era "un prometedor escritor desconocido" que es lo máximo que se puede ser porque todo es posible dentro de esa descripción hasta que empezó a publicar relatos en el New Yorker . Todo lo que cuenta Dovlàtov tiene un toque de irrealidad,  la realidad soviética era en los años 70 bastante absurda y surrealista y, en algunos momentos, hay que hacer un esfuerzo para recordar que aquello fue verdad, que era así. 

La segunda parte, cuando llega a Nueva York me ha encantado. En mi cabeza la ciudad que retrata Dovlátov era como la que aparece en  Los Tres Días del Condor: ese color en la ciudad, los olores, el ruido y el ambiente antes de que todas las ciudades se parecieran y estuvieran pensadas para hacerles fotos y no para vivirlas. En esta segunda parte, los personajes están muy bien construidos a partir de personas reales que emigraron y trabajaron con el autor. Llegan emigrados, huyendo de la situación en la Unión Soviética y en América todo les resulta incomprensible, extraño y, además, descubren que hay cosas que detestan de América.  

«Imagínense la escala de las emociones negativas. Yo diría que las cucarachas se situan en esa escala entre la delicuencia y los repugnantes fósforos de papel. Un por debajo del paro y algo por encima de la marihuana». 

Todo tiene un humor muy absurdo por el choque de mentalidades entre un país y otro, entre las expectativas de los emigrados y la realidad del país. Dovlatov no es para todo el mundo, tiene que gustarte el humor negro y ese tono ruso tan de miseria llevada con elegancia y humor. Me he reído con su humor, con sus reflexiones y con la descripción de las peripecias para fundar un periódico ruso en Nueva York. Todo lo que hacen y les ocurre es tan loco que no podía dejar de pensar en Seinfeld, un Seinfeld de rusos. 

«Siempre me ha parecido que la decadencia avanza a velocidad mucho más vertiginosa que el progreso. Y, por si fuera poco, el progreso tiene límites. La decadencia, por el contrario, es ilimitada».

Leed a Dovlàtov que está de mucha actualidad.  

«Siempre se ha dicho que la libertad de opinión es uno de los mayores logros de la democracia.¡Viva la libertad de opinión!.. Pero con un pequeño matiz: para los que opinen como yo»

Y, además, la edición de Fulgencio Pimentel es preciosa. Me encantan las portadas. 

Europa, parada y fonda ha sido el Delibes del mes. Encontré este libro curioseando por las estanterías de mi madre. Al abrirlo salió un recibo, a nombre de mi padre, de la Libreria Manzano, en la calle Espoz y Mina de Madrid por la compra de cuatro libros por 3.910 pesetas el 8 de marzo de 1982. Imaginarme a mi padre hace 38 años comprando esos libros fue un momento muy especial. 

Este volumen se publicó en 1981 y de todos los "Delibes" leídos este año es el que menos me ha gustado y creo que es  porque ha envejecido mal. A pesar de publicarse en los 80, recoge los viajes que Delibes hizo por Italia, Portugal, Suiza, Alemania y París entre 1957-1960. De estos viajes ha pasado una eternidad y todo ha cambiado en esos países, en nosotros y en la manera de vernos unos a otros. Muchas de las cosas que el autor vallisoletano anota en sus viajes sobre los italianos, los protugueses, los alemanes o los franceses dan ternurita y otras vergüenza ajena. Algunas son muy políticamente incorrectas ahora mismo y otras siguen siendo verdad, incluso más verdad que cuando él las anotó por primera vez. Él sale de España, de Valladolid y examina los lugares de sus viajes siempre comparándolos con su país, con lo que conoce, intentando encontrarle un sentido siempre n referencia a lo suyo, lo nuestro. ¿Son mejores que nosotros? ¿Son peores? Es una actitud que mucha gente sigue manteniendo cuando viaja, esa necesidad de encontrarle sentido  a lo que conoce comparándolo con lo suyo.

Italia le parece un país llenísimo: 

«Italia es una bolsa de kilo donde se han querido meter dos kilos de lentejas. Naturalmente ha reventado ... El fenómelo de la superpoblación que conocemos por las estadísticas entra por los ojos tan pronto se pone pie en el país».

Le llama tanto la atención que haya mucha gente que lo cuenta varias veces: 

«Italia está literalmente llena; es un país donde no quedan localidades. Lo asombroso es como tanta gente puede desenvolverse tan de prisa, simultaneamente y sin tropezarse». 

Le encanta Venecia sin gente, le entusiasma Turín y se enamora de Nápoles. Portugal le parece maravilloso, un país próspero, educado y organizado y su dictador, Salazar, un gobernante ejemplar. Suiza le parece un país feliz pero que no lo parece «El cronista solo puede decir que si los suizos son felices, su felicidad no es una felicidad exultante». En Alemania le escandaliza que se vendan en la calle,  cambio de unas monedas «adminículos anticoncepcionales» y en París le sale una vena un poquito machista y se sorprende porque los hombres franceses hagan la compra, paseen a los niños en cochecitos, cocinen y planchen.

Delibes suena en este libro un poquito cateto y podemos caer en la tentación de que pensar que nosotros somos así pero ¡ja!, muchos siguen viajando así: "como en España en ningún sitio" es una frase que oyes continuamente si te cruzas con españoles en el extranjero. 

Leyendo a Delibes he pesando que no sé cuando volveremos a viajar, que no sé si los nuevos tiempos nos harán tener menos ansias de mirar lejos y nos darán más ganas de mirar cerca, a lo que tenemos al lado y no apreciamos. 

Y en tiempos de gráficos, estadísticas y dibujitos me ha gustado esta reflexión: 

«Uno es ferviente admirador de los cuadros sinópticos, esos diagramas, que en un simple golpe de vista nos revelan la situación de la Bolsa, la producción de acero o el momento demográfico de un país determinado en los últimos cinco años. Mas estas observaciones tan asépticas y concretas siempre le dejan a uno con la duda de si no estarán sometidas a fines publicitarios; resultan demasiado cómodas como que uno se decida a extraer de ellas conclusiones definitivas» 

Los héroes felices de Vea Káiser me miró desde la estantería donde reposaba desde hace dos años. Lo cogí, lo miré y como vi que trataba sobre Grecia y estoy en un año en el que me interesa Grecia, decidí que le había llegado el turno. Los héroes felices es una novela de tumbona y helado, una novelita en la que pasan muchas cosas con muchos personajes que van y vienen. La historia de una familia griega y dos primos, ella y él, criados para casarse y cuyas familias  sufriran distintas vicisitudes a lo largo del ancho mundo. Hay, por supuesto, una mujer guapísima, intenísima y con mucha personalidad a la que yo hubiera abofeteado en el minuto dos y hombres buenísimos  que dan bastante pereza. ¿Recomiendo esta novela? El equivalente en televisión a esta novela sería una de esas tv movies de colores sobresaturados de los fines de semana. ¿Son buenas? No ¿Entretienen? Sí ¿Son fáciles de ver? Se pueden ver en encefalograma plano. ¿Te acordarás al terminarla? Ni de coña pero has pasado el rato.  

Por supuesto no he doblado ni una esquina. 

La última lectura del mes me asaltó desde la estantería mientras estaba en la bici estática. Sufro pedaleando y cuando no puedo más me dedico a intentar adivinar qué pone en los lomos de los libros que me rodean. (La bici está colocada en una especie de despacho con estanterías traídas del despacho de mi abuelo y con libros de varias generaciones). Un pequeño tomo rojo me miró fijamene y al bajarme comprobé que era una edición en papel biblia de varias de las obras de P. G. Woodhouse. Siempre es buen momento para historietas inglesas de señoritos diletantes y mayordomos caústicos, así que he leído ¡Muy bien, Jeeves! Esta recopilación de historias de Bertie Wooster y su mayordomo Jeeves se publicó en 1925. La alta sociedad inglesa, conflictos absurdos, malentendidos, almuerzos, sandwiches de pepinillo, tés a las cinco y vestirse para la cena llenan estas historietas. Leyéndolo pensaba que todas las normas de las sit-com que nos tragamos ahora están en P.G Woodhouse. Los personajes principales, los secundarios que el fiel seguidor reconoce, las anécdotas autoconclusivas y el leve arco argumental que puede percibir tanto el que ve/lee todos los relatos como el que solo ve o lee uno. 

Estoy pensando que todos mis libros de este mes tienen una correspondencia televisiva o cinematográfica: un Seinfeld con rusos, Vente a Alemania, Pepe, una tv movie con colores sobresaturados y una sit com en papel biblia. 

Y con esto y esperando que al final de mayo todo esté más claro, más tranquilo y sigamos todos bien, hasta los encadenados de mayo.