jueves, 14 de septiembre de 2017

El adolescente desaprendido


Tienes hijos, crecen, y hacen cosas que tú les vas enseñando. Van a aprendiendo a desarrollar ciertas habilidades, ciertas destrezas, adquieren lo que tú ilusamente crees que son espacios de independencia y de control y tú te confías. Crees que la crianza, la educación es siempre hacia delante y que tus hijos siempre aprenderán a hacer más cosas perfeccionando, con el tiempo, las que ya saben. 

Ja. Qué cabrona es la vida y que memo eres tú. Al llegar a la adolescencia, el proceso de aprendizaje que tú creías imparable se ralentiza hasta pararse. ¿Podría ser peor? Lo es. Ante tu atónita mirada y tu mandíbula desencajada descubres que tus adolescentes desaprenden. 

Cada semana, cada hora, cada minuto una nueva incapacidad se suma a la lista de "Cosas para las que un adolescente está mágica y súbitamente incapacitado". 

Cambiar el rollo de papel higiénico. El primer día piensas que ha sido despiste, el segundo que se les ha olvidado, el tercero decides que lo mejor es dejarles el rollo de repuesto en un cajón del baño para que así no tengan si quiera que retener el dato los diez segundos que se tarda en llegar a la cocina. El cuarto lo dejas encima de la taza. Y el quinto te das cuenta, por fin, de que son incapaces de cambiar el rollo. «Pero vamos a ver ¿es que habéis perdido los pulgares oponibles y no sois capaces de cambiar el rollo?» Te miran como si les hubieras pedido que ensamblaran un módulo espacial. Sospecho que asociado a esta incapacidad está la de colgar las toallas en su sitio, siendo su sitio cualquier otro que no sea el suelo. 

Comprender que para que algo esté ordenado hay que ordenarlo previamente y mantenerlo después. Los adolescentes vuelven a su más tierna infancia y vuelven a creer en Mary Poppins. Concretamente parecen pensar que tú eres Mary Poppins y que cuando se encuentran sus camisetas guardadas en los cajones tú lo has logrado chasqueando los dedos mientras ellos dormían. Cuando les das un baño de realidad, obligándoles a ordenar, de repente poner orden se convierte, para ellos, en una tarea más o menos a la altura de construir la Gran Pirámide sin haber conocido la rueda. Protestan tanto que temes encontrarte un piquete sindical en el pasillo. 

Encontrar algo a la primera. En mi caso, tengo dos hijas, que han desarrollado y perfeccionado la técnica del desencontrar hasta dibujar con ella una filigrana exquisita. Me he pasado su infancia diciéndoles "buscáis como un hombre", pero ahora mismo eso se queda muy muy corto. Vivo temiendo el día que no encuentren la nevera en la cocina, presiento que está cerca. 

Sentarse como una persona normal. Para empezar no se sientan doblando el cuerpo para posar el culo en el asiento. Se desploman. A veces, sólo se dejan caer pero lo normal es que se derrumben, desparramándose como pulpos por el sofá. Si es en una silla, o bien se hacen bola en el asiento como si el suelo fuera lava y los pies no pudieran tocarlo o, se escurren por la silla rozando con los nudillos de sus manos el suelo mientras apoyan la barbilla en la mesa. Otra cosa curiosa que desaprenden, con la edad, es que una silla es un asiento para una sola persona y un sofá es para varias. 

Calibrar cuánto van a comer. «¿Qué hay de comer? Tengo muchísima hambre, muchísima, me muero de hambre. ¿Cuánto falta? Ponme más, ese trozo, el más grande». Las miras orgullosa sintiéndote la madre naturaleza alimentando a sus polluelos y tras tres bocados dicen «puff, ya no puedo más». Tu orgullo de proveedora se esfuma y vuelves a sentirte cómo cuando tenían cuatro años y te crecía el pelo esperando a que terminaran de cenar. 

Pues ya sabes, de aquí no se levanta nadie hasta que te termines lo que hay en el plato. 
¿Cómo que ya sé? ¿Desde cuando es así? 

Y así pasamos los días, desaprendiendo. 


martes, 12 de septiembre de 2017

Los sobre preocupados y los obviadores

Según los evangelios apócrifos de la historia de mi vida, cuando yo tenía 8 años, por las tardes sufría unos terribles dolores de cabeza. Debían ser reales y terribles porque mi madre, poco dada a las contemplaciones y con otros tres hijos que atender, decidió llevarme al hospital porque algo me pasaba. En La Paz, me sometieron a todo tipo de pruebas y la conclusión médica fue que tenía dolores de cabeza por la ansiedad que me provocaba cada tarde al llegar a casa, pensar en lo que tenía que hacer al día siguiente en el colegio o dentro de una semana. Desde aquellas pruebas mi madre siempre ha dicho «eres muy preocupona». 

Casi cuarenta años después y a base de muchas leches en la vida y muchísimo insomnio absurdo, he conseguido pasar de muy preocupona a consciente de los problemas. Y estoy orgullosa de ello. Es incómodo, es un coñazo, quita mucho tiempo y probablemente me esté acortando la vida pero veo los problemas y me lanzó a buscarles solución. 

En el otro extremo de la vida están los obviadores. Esa gente me saca de mis casillas y me admira al mismo tiempo. Me pregunto qué gen, que combinación genética han desarrollado que les permite ver un problema y obviarlo. «Un problema, voy a no verlo y, por tanto, ya no existe» Me fascina. Por supuesto, soy consciente de que estos obviadores juegan siempre la baza de si me quedo parado durante el suficiente tiempo vendrá alguien a solucionarlo sin que yo tenga que hacer nada, sin que yo haya tenido, ni siquiera, que pensar en la existencia objetiva de eso que estoy haciendo como si no existiera. 

Yo no sé obviar los problemas, ignorarlos, cerrar los ojos y no verlos. Lo he intentado, lo intento. A veces consigo meterlos en un cajón un par de días, tres, creo que una semana es mi récord, pero la mayor parte de las veces paso de cero preocupación a cien intentos de resolución en minuto y medio. No es sano, no es inteligente ni resolutivo pero no sé hacerlo de otra manera. Me sumerjo en una espiral de ansiedad, anticipación y pensamientos laterales para encontrar una solución lo antes posible. Funciono así: problema, buscar solución, resolverlo, dejarlo atrás.  Intento cambiar el esquema y decir: problema, dejarlo reposar, quizás se solucione solo pero NO PUEDO.

Entre mi ansiedad ante los problemas y los obviadores, existe gente maravillosa que tiene el superpoder de clasificar los problemas. Personas pausadas y nada impulsivas que ante cualquier problema toman la actitud adecuada; lo valoran, lo sopesan, lo miden, lo dejan reposar y tras dormir unas cuantas horas piensan en alguna solución si la creen posible o tiran el problema a una papelera bien porque les parece una nimiedad o porque ya saben que no pueden solucionarlo y no van a malgastar más tiempo ni energía en pensarlo. 

Si volviera a nacer y me dieran opciones diría: «Hola, soy Moli y como superpoder vital quiero saber valorar los problemas en su justa medida. Y, si puede ser, de extra quiero bofetada ultrarápida para dar a los obviadores. Y ya, por pedir, lo quiero todo en el traje de Spiderman».

Y si no puede ser, en mi próxima vida me pido obviador. 

viernes, 8 de septiembre de 2017

En Rouen, Picasso y el hombre del pelo blanco


Paseamos por Rouen al caer la tarde. En realidad son las seis, temprano, hora de levantarse de la siesta en España en agosto, pero ya hemos conseguido meternos, a duras penas, en los horarios franceses y a las seis de la tarde empezamos a sentirnos crepusculares, recogidos y, sobre todo, comenzamos a preocuparnos por dónde iremos a cenar. Yo, concretamente, voy pensando que me apetece un pain au chocolat, no porque tenga hambre sino porque sí, porque estoy de vacaciones, estoy en Rouen y he descubierto una moneda de dos euros en el bolsillo de mis vaqueros. 

Mientras doy vuelta a la moneda entre mis dedos, pienso en la expo de Picasso de la que acabo de salir.  Siempre me pasa lo mismo con él y en esta ocasión con más razón. Además de los cuadros, dibujos y esculturas que realizó en un castillo cercano, en Boisgeloup, y que es la excusa para que el museo haya montado la muestra, había muchísimas fotografías e incluso películas del pintor y su familia en su vida cotidiana. Una vez más, me asombra su contemporaneidad. Nunca parece antiguo, pasado de moda, mayor; siempre tiene el mismo gesto de seguridad, de autoridad, rozando casi la soberbia. Siempre tiene esa mirada de sé exactamente qué va a ocurrir en el futuro y cómo de grande voy a llegar a ser y, en este momento, aquí, estoy solamente de paso.  Todos parecen antiguos, viejos, mientras que él parece haber viajado en el tiempo para pasearse por aquella época y divertirse. 

Mientras me voy peleando conmigo misma intentando descifrar el enigma de Picasso, de repente, me saca de mi ensimismamiento un hombre que camina delante de mí. Lleva un traje azul oscuro con una levísima raya blanca, intuyo unos zapatos oscuros, por supuesto de cordones, y una bufanda granate alrededor del cuello, pero lo que me llama la atención es la llamarada blanca que corona su cabeza. El pelo más blanco que he visto jamás y descuidadamente peinado, un poco largo y con estilo. Me quedo mirando cómo camina y me doy cuenta de que también lleva un bastón de madera oscura en el que sólo se apoya ligeramente como si no quisiera concederse la necesidad de utilizarlo. No me puedo contener las ganas de acelerar el paso, adelantarle y girarme con la excusa de admirar los edificios para poder ver su cara. Me encuentro de golpe con unos ojos azules fríos y claros que parecen decir "tú no eres de aquí".  Llegamos a la vez al cruce de la calle y, mientras esperamos a que el semáforo se ponga verde para cruzar, me doy cuenta de que es alto y que debió serlo mucho más. Debe tener muchos años, más de ochenta y es posible que más de noventa y los hombros se le notan vencidos hacia delante a pesar del traje impecable. Veo también que lleva un periódico en la mano y elucubro toda una teoría. Vive solo pero es maniático y ordenado, debió ser militar y mantiene una rutina estricta que incluye salir todas las tardes a comprar el periódico al kiosko del centro de la ciudad. Es una manera de obligarse a salir de casa y seguir conectado a la vida real, aunque la vida real ya no tenga nada que ver con él. Su pelo blanco llama la atención entre el resto de los transeúntes mientras se aleja por la calle. Es guapo, guapísimo. 

–¿Has visto a ese señor?
–¿Qué señor?
–Ese del pelo blanco que se va por ahí. 

Llegamos a la plaza del mercado viejo de Rouen y nos chocamos de golpe con la espantosaiglesia en honor a Santa Juana de Arco que destroza toda la perspectiva y da ganas de matar arquitectos. Antes de empezar a buscarlos para lincharlos entramos en la iglesia por si acaso encierra un secreto arquitectónico que rebaje nuestra hostilidad. No lo hay pero lo que encontramos es al hombre del pelo blanco sacando de su bolsillo diez euros que deposita en la caja de limosnas. 

–Mírale, ahí está.
–¿Quién?
–El señor del pelo blanco. Fíjate. - le susurro a Juan. 

Pasa a nuestro lado sin mirarnos, digno, elegante, guapísimo. 

–Joder, sí que es guapo y debió ser enorme. Es casi más alto que yo a pesar de ir un poco encorvado. 
–Te lo dije. 

Cuando consigo mi pain au chocolat todavía voy pensando que el hombre del pelo blanco es como Picasso. Nunca fueron jóvenes ni nunca llegaron a viejos. Son como el David de Miguel Ángel o el Discóbolo de Mirón. Y no puedo explicarlo mejor.  


miércoles, 6 de septiembre de 2017

Lecturas encadenadas. Agosto

I´m not here de Quentin Monge
6 de septiembre y agosto ya me parece otra vida. Agosto fue un mes eterno en el que hice tantas cosas que ya casi no las recuerdo o, mejor dicho, las recuerdo como si las hubiera vivido otra persona. Lo mismo me pasa con los libros que devoré durante esos treinta y un días, me parecen increíblemente lejanos.

Todavía en Lanzarote de vacaciones y como no creo en el concepto lectura de verano empecé a leer Continente Salvaje. Europa después de la Segunda Guerra Mundial de Keit Lowe. Este ensayo estaba en mi lista de lecturas desde hace años y tenía muchas ganas de ponerme con él. Como las expectativas las carga el diablo, el ensayo de Lowe fue una decepción. Es un libro aburridisimo porque Lowe se repite muchísimo. Además, y esto puede que sea un problema exclusivamente mío, casi todo lo que cuenta Lowe ya lo había leído mejor escrito en Tierras de Sangre de Timothy Snyder y Europa en ruinas de Hans Magnus Enzensberger.  En Continente Salvaje lo que más me ha interesado es la historia de Grecia tras la guerra y el conflicto civil que tuvieron después, la historia de Rumanía y las luchas partisanas en los países bálticos para tratar de evitar el dominio soviético.

La reflexión que me llevo de este libro es, una vez más, que somos unos ingenuos, unos estúpidos cuando nos creemos a salvo de una destrucción total de nuestras vidas tal y como las conocemos. Desconocemos la historia y nos montamos películas de buenos contra malos que pierden porque son derrotados, cuando la realidad es que lo que ocurrió tras la II Guerra Mundial fue terrible y todo aquello lo hicieron gente como nosotros, gente normal. Matanzas, expulsiones, separaciones, crueldades extremas cometidas en tiempos de paz, terminada la guerra. Nos creemos mejores, más civilizados y no lo somos. Vivimos en una burbuja y somos incapaces de imaginar que toda la seguridad que damos por supuesta es frágil como una poma de jabón. Lowe lo explica muy bien en la introducción:

«Imaginemos un mundo sin instrucciones. Es un mundo en el que las fronteras entre países parecen haberse disuelto, dejando un único paisaje infinito por donde la gente viaje buscando comunidades que ya no existen. Ya no hay gobiernos, ni a nivel nacional ni tan siquiera local. No hay escuelas, ni universidades, ni bibliotecas, ni archivos, ni acceso a ningún tipo de información. No hay cines ni teatros, ni desde luego televisión. (...) No hay trenes, ni vehículos a motor, ni teléfonos ni telegramas,  ni oficina de correos,  ni comunicación de ningún tipo excepto la que se transmite a través del boca a boca. La ley y el orden prácticamente no existen, porque no hay fuerzas policiales, ni justicia. En algunas zonas ya no parece haber un claro sentido de lo que está bien y lo que está mal (...) Mujeres de las clases y edades se prostituyen a cambio de comida y protección. No hay vergüenza ni moralidad. Sólo supervivencia».

Y eran gente como nosotros. Como nosotros.

La piedra de moler de Margaret Drabble es una adquisición de la Feria del Libro.  Publicada en 1965 está ambientada en esa misma época, los años sesenta, en Londres. Cuenta la historia de Rosamund,  una joven estudiante de humanidades, embarcada en una tesis sobre los sonetos isabelinos, que se queda embarazada sin planearlo y cómo transcurre su vida a partir de entonces. Lo mejor de esta novela y más en esta época de exaltación absurda de la maternidad y de extremismos sobre la sabiduría que, supuestamente, proporciona tener hijos, es que no hay en ella ni el más mínimo atisbo de mística maternal. La protagonista se enfrenta a su maternidad sin dramatismos ni exaltaciones, organiza su vida enfrentándose a los pequeños detalles en los que ni siquiera piensas cuando tienes hijos y que son, al final, los que marcan de verdad la diferencia. Rosamund representa, para mi, la normalidad absoluta de la maternidad, es un libro que coloca el hecho de tener hijos en su lugar. Iba a decir que lo baja del altar en el que nuestra sociedad lo ha colocado pero no es eso, el libro es de 1965 y por eso resulta aún más chocante. Increíblemente hemos ido para atrás, veníamos de una realidad maternal tangible y cotidiana y lo que hemos hecho ha sido aupar la maternidad a un altar a medio camino entre la secta y el mundo de los unicornios.

Hay una honestidad brutal y sin artificios en toda la novela al hablar sobre la maternidad.

«Allí estábamos todas revueltas, y me sorprendió no sentir nada en común con ninguna de aquellas mujeres; me sorprendió que me resultara tan desagradable su visión y sentirme allí una extraña, una forastera, y, sin embargo, era una de ellas, yo también era así, por primera vez en mi vida estaba atrapada en un límite humano, e iba a tener que aprender a vivir dentro de él».

Muy recomendable, además, para conocer Londres en los sesenta, antes de que fuera tomado por los millonarios rusos.

De camino a San Vicente de La Barquera paré en Valladolid a comer y allí compré Pyongyang de Guy Delisle . Lo leí del tirón, una mañana, mientras esperaba que mis adolescentes despertaran de su sueño eterno y me encantó. Delisle viaja a Pyongyang a trabajar como director de escenas en un proyecto de animación y, a pesar de vivir en una burbuja para extranjeros, se las apaña para hacer un retrato de la sociedad, el ambiente y la vida de los coreanos. Todo es tan surrealista que no dudas de su verosimilitud: el culto extremo al líder, la obediencia extrema, la escasez de bienes de primera necesidad frente a la existencia de proyectos megalómanos sin ningún sentido, el terror de los coreanos, la sumisión absoluta. Delisle lo cuenta con humor y sin miedo porque, obviamente, sabe que podrá salir de allí. Leed este comic.

¿Dónde vamos a bailar esta noche?, de Javier Aznar.  Este libro llegó a mis manos enviado por el autor y con una preciosa dedicatoria. Javier, conocido en la red como El guardián entre el centeno, escribe columnas desde hace años en ELLE y otras publicaciones.  Este libro recopila parte de sus columnas y otros pequeños relatos, anécdotas e historietas. Javier escribe como si fuera un caballero inglés de esa edad indefinida que tienen siempre los caballeros ingleses y que se mantiene estable durante toda su vida, pero es increíblemente joven. De hecho, me sorprendió comprender que está muy por debajo de mi famoso límite Mrs. Robinson.

Aznar es un cruce entre Carrie Bradshaw de Sexo en Nueva York, Logan de Las chicas Gilmore, un personaje de Downtown Abbey, Paul de Love y Aziz de Master of None.  Escribe con nostalgia de señor mayor sobre cosas que pasaron hace diez años porque hace veinte era un niño.  Sus relatos son como una canción de Rafa Pons: amoríos, amigos, borracheras, gente curiosa, nostalgia, meteduras de pata. Es tierno, es divertido y compartimos muchos referentes culturales pero leyéndole no puedo evitar sentir cierta ternurita y ganas de decirle «Te espero en el futuro», no en plan «Te lo dije» sino en plan «Quiero ver qué harás cuando la nostalgia tenga 30 años de altura».

«Las mejores fiestas acaban en la cocina» es el título de uno de sus relatos, pero yo sé que las mejores fiestas son en la cocina, directamente.

No quiero dejar de señalar la preciosísima edición que Círculo de Tiza ha hecho de este libro con una de las mejores portadas que he visto en años y que está diseñada por  Rodrigo Sánchez. Lo pasé muy bien leyéndolo y, además, descubrí una cita de Pedro G. Cuartango que  me inspiró un post.

«Me gusta retornar a los sitios que forman parte de mi historia. Pero ello siempre me produce frustración porque nunca están como yo me los imaginaba en mi memoria. Todo fluye, todo cambia menos nosotros, que somos arrastrados por el paso de un tiempo que nos destruye. Esa conciencia de la fugacidad hace más precioso cada instante porque en él se condensa toda la eternidad». 


Lo mejor que he leído este mes, lo que os recomiendo que compréis a golpe de clic según terminéis este post es un comic, un tebeo. El malvado zorro feroz,de Benjamin Renner.  A este libro llegué de una manera muy rara. En unas jornadas de trabajo, me llevaron al cine a ver una película sorpresa y lo que proyectaron a una audiencia de cuarenta adultos cautivos fue la película que se estrenará este año y que está basada en este comic. Nos quedamos todos enamorados del malvado zorro feroz y de los demás personajes. El tebeo recoge solo una de las historias que aparecen en la película, la mejor de ellas y es una delicia absoluta. El zorro protagonista es la quinta esencia del perdedor, una especie de Coyote pero con menos recursos y mucho más tierno. En su afán por conseguir ser verdaderamente feroz se embarca en una historia que le sale rana y con la que no dejas de sonreír en ninguno momento. Renner es gracioso, tierno, inteligente, ingenioso y sus dibujos reflejan todo eso con un par de trazos de una manera increíble. El abatimiento del zorro, la ferocidad del Lobo, las gallinas autoritarias, el perro guardián pasota, la ternura e inocencia de los polluelos. No paro de recomendarlo y me ha encantado escuchar las risas de toda mi familia cuando lo han ido leyendo uno por uno. 

Leed el comic y así tendréis aún más ganas de ir a ver la película cuando la estrenen. 

Sobre la escritura, de Virginia Woolf  fue un regalo. Es un libro de Alba Editorial en que Federico Sabatini recoge de las miles de cartas que Virginia escribió en su vida, los fragmentos que de alguna manera se relacionan con la escritura, tanto con el acto en sí, como con sus implicaciones mentales y sentimentales.  Virginia escribe con criterio, con dudas, harta, satisfecha, acepta encargos, los rechaza, otorga halagos o reparte críticas, es lo que tienen las cartas que nunca se pensaron para publicarse y, por eso, suelen ser una manera fabulosa e indiscreta de asomarse a la vida de alguien. He doblado muchísimas esquinas y, supongo, se acerca el momento en el que debería empezar a leer a Virginia. 

«El único consejo que alguien puede dar a otro sobre la lectura es no hacer caso de los consejos, seguir los propios instintos, usar la propia razón, llegar a las propias conclusiones. Si estamos de acuerdo en esto, me puedo tomar la libertad de proponer algunas ideas y sugerencias, ya que éstas no van a reprimir la independencia, que es la cualidad más importante que debe poseer un lector. Después de todo, ¿qué leyes pueden mandar sobre los libros?»

«Lo que quiero decir es que la vida hay que transformarla, afrontarla, repudiarla y luego volver a aceptarla en sus nuevos términos y con pasión. Y más allá, y más allá, hasta que llegas a los cuarenta años, cuando el único problema es aferrarse a ella cada vez con más fuerza, tan deprisa que parece escaparse , y tan infinitamente deseable es». 

Como no solo de buenas lecturas vive el hombre, el mes terminó con un libro espantoso. El puñal, de Jorge Fernández Díaz. No tengo ni idea de cómo llegó este libro a mi estantería pero allí estaba y me engañó. Mire los lomos de todos los libros que tengo pendientes y ese dijo ¡Yo, yo, es mi turno! Como andaba entretenida haciendo maletas para mi viaje a Normandia, le hice caso. Nunca leo las fajas de los libros porque me parecen una tomadura de pelo pero he descubierto que no leerlas puede ser un riesgo, cuando llegué a la página noventa y cerré el libro indignada... mis ojos descubrieron en la faja un elogioso texto de Arturo Pérez Reverte. ¿Cómo había podido ignorarlo? Si el libro ya me estaba pareciendo una basura, la recomendación de Reverte no hizo más que afianzar mi opinión y para cuando llegué, por fin, al final y descubrí un elogioso texto de Jorge Fernández Diaz, sobre Reverte, llamándolo maestro, amigo, y relatando una imagen, completamente innecesaria, del académico leyendo en una bañera, mi ira llegó al infinito. 

¿Qué tenemos en esta novela? Pues tenemos a un "Milhombres" que resulta ser el típico tío duro que está hecho un mazas, sabe de armas, acojona a todo aquel que necesita ser acojonado, protege al que merece ser protegido, no siente nada por nadie porque blablablablabla y al que el autor intenta dotar de un mínimo de conocimiento intelectual porque lee mucha historia y ve documentales en History Channel. Trabaja para una especie de agencia secreta y alternativa en Argentina y  se ve involucrado en una operación que ni se entiende ni importa un pimiento, nada ni nadie es lo que parece y él actúa de guardaespaldas de ¡tachán! una abogada española que resulta ser una mujer fatal.  Él es un tipo duro, ella es superfatal y superlista pero, por supuesto, acaban enrollados aunque, como son modernos y duros, primero follan como bestias sin implicaciones sentimentales. El típico rollo de "esto es solo cama". El lector, o sea yo, se fuma un cigarrito mientras espera que todo vaya por donde tiene que ir. Sorpresón, se enganchan sentimentalmente, ella se pira, "espérame", la operación estalla por los aires, él se pasa ochenta páginas haciendo de James Bond y cuando, por fin, se reencuentran ella "ha engordado" y ya no es tan fatal y claro "la magia se ha esfumado". 

Para que os fiéis de Pérez Reverte. 

Y con este desahogo y recomendando que corráis a comprar El malvado zorro feroz hasta los encadenados de septiembre. 



lunes, 4 de septiembre de 2017

Una guerra de jóvenes


19 años. 17 años. 20 años. 22 años. 24 años. Camino entre las tumbas del cementerio británico con el corazón encogido. Recorro con la vista todas las lápidas que quedan a mi alcance intentando encontrar alguna ocupada por alguien mayor que yo. No encuentro ni una. De las ciento de ellas que reviso sólo hay una con un soldado que tuviera más de cuarenta años. Era capitán y tenía 41. Camino más deprisa, no tenía previsto más que echar un vistazo pero me quedo enganchada a las edades y recorro las hileras de lápidas buscando. Encuentro tres con 38 años. Todos los demás eran increíblemente jóvenes, muchos podían ser hijos míos. Escribo y pienso "eran" pero en realidad son increíblemente jóvenes. Yo era joven, ahora no lo soy. Cuando mueres con 19 años eres joven para siempre. 

Parada entre aquellas tumbas, bajo el sol normando me doy cuenta de que tras muchos años estudiando la II Guerra Mundial, tras miles de páginas leídas sobre el tema y horas interminables de documentales visionados,  no lo había pensando bien. Mejor dicho, no lo había sentido bien, ni siquiera lo había pensado. Ves las fotos del desembarco, los vídeos, lees las cartas de esos soldados horas antes de embarcar, horas antes de morir y piensas en ellos como señores, hombres qué sabían qué hacían, que tenían una vida que lamentablemente les había llevado a participar en una guerra. Viendo sus tumbas me di cuenta de que no fue así, no eran hombres con vidas vividas, eran hombres que tenían toda la vida por estrenar. Hombres cuyas vidas empezaba con una guerra y que terminó en esas playas, en muchos casos, nada más poner un pie en ellas. 18 años, 21, 23,  27.   

No he conseguido quitarme esa sensación en todo el viaje. He visto sus uniformes, los equipos con los que cargaban, los cigarrillos que fumaban, su jabón de afeitar, las raciones del rancho, el manual para entablar conversación en francés, los condones, las botas, los paracaídas, las fotografías sonriendo a cámara abrazados como compañeros,  las armas, los cascos, los amuletos, las chapas de identificación, las condecoraciones. He leído sus cartas, la mayoría de ellas a sus madres, a sus padres, a sus hermanos porque eran tan jóvenes que ni siquiera tenían novia. Se me saltaban las lágrimas frente a las vitrinas de los museos y leyendo sus historias, las de los que murieron y las de los que sobrevivieron. 

Una carta de un soldado aterrorizado escrita a lápiz en un papel con restos de humedad no te deja crearte una guerra de película y unas fechas en una lápida no te dejan imaginarte una guerra que te convenga, una guerra cómoda. Para eso sirven los museos y los objetos, por eso hay que ir a los lugares, porque la realidad te golpea en la cara y te obliga a salir del lugar confortable en el que los libros y las películas te han acomodado. 


jueves, 24 de agosto de 2017

Y vuelvo a tener doce años

Empujamos la puerta y entramos. Todo está igual que hace treinta años. El local ha conseguido resistir al tsunami de decoración de interiores que lo ha vuelto todo blanco y apto para una casa en La Provenza y gracias a ese aguante frente a la moda, ha dejado de ser un local como todos, y se ha convertido en algo auténtico. No pone coffe shop, ni gastrobar, ni cool coffe, el rótulo dice Gran Cafetería, porque hace treinta años las cafeterías molaban. Sillas de madera con brazos y tapicería de cuero oscuro, voluminosas mesas bajas.  Pesados e inamovibles taburetes redondos fijados al suelo, delimitando el espacio de cada solitario en la barra,  y grandes carteles con tipografías que estuvieron de moda en los 70 en las que se lee EMPUJAD y TIRAD. El imperativo, esa reliquia. 

Cruzamos la misma puerta, justo en la esquina, dejando atrás el calor inhumano de agosto. Nada más entrar vuelvo a tener doce años y camino rápidamente por el pasillo entre la barra y las mesas pegadas a la cristalera que da a la calle Sagasta. Los camareros, con camisa y chaleco, me miran curiosos desde la barra, ellos saben que al final hay un comedor, yo no lo sé, porque ahora mismo soy una niña y busco el fondo del local dónde me han dicho que hay un teléfono porque tengo que hacer una llamada. Tengo que hacer una cosa de mayores, una cosa que sólo ocurre en las películas y que hace que me tiemblen las piernas y que me sienta absurdamente mayor, como si hubiera crecido veinte centímetros. 

Llego a la esquina del local y miro al fondo, pero el teléfono ya no está. La cabina no ha resistido a la modernidad tecnológica. Nos sentamos y pedimos el desayuno: café con leche y tostada con mantequilla y mermelada.  Todo es "como antes", taza de loza blanca pesada y rotunda y la tostada es de verdad una rebanada gorda de dos dedos de grosor perfectamente pasada por la plancha. Huele a cafetería, huele como mis meriendas con mi abuela en la Cafetería Colón con siete años que me parecían el colmo de la sofisticación. 

Unto la tostada y miro a la plaza, a la fuente en el que se incrustó nuestro coche cuando una furgoneta se saltó el semáforo de Sagasta. Nos embistió por la derecha y nos metió en la fuente. Recuerdo vagamente el golpe, el choque de mi cabeza contra la ventanilla trasera izquierda y el «Papá, ¿qué ha pasado?» 

¿Estáis bien?
Sí pero tú tienes sangre en las manos. 
No es nada. 

Miro por el ventanal y me veo treinta años antes, saliendo del coche, cruzando la calle con mis hermanos de la mano mientras la gente nos miraba. «¿Estás bien, bonita?»  

Sí, pero tengo que llamar por teléfono. 

Doy un sorbo al café y miro hacia la puerta por la que he entrado hace cinco minutos y me veo, me veo caminando con mis hermanos de la mano y preguntando muy seria por el teléfono. «Señor, ¿donde está el teléfono? Mi padre me ha dicho que tengo que llamar a mi madre a decirle que todos estamos  bien».

La cabina estaba al fondo, metí las monedas y llamé a casa. «Mamá, hemos tenido un accidente pero me ha dicho papá que te llame a decirte que estamos todos bien. No, él no puede ponerse porque está fuera, en el coche, con la policía». 

Me muero de nostalgia acordándome de aquello. Y, una vez más, como todas las veces que he pasado por delante de esta cafetería, sin entrar, durante estos treinta años, me asombra que mi madre no muriera de un infarto o asesinara a mi padre por haberme mandado a darle ese susto de muerte.  

¿En qué estás pensando?
¿Quieres que te cuente una historia que me pasó en esta cafetería hace treinta años?


martes, 22 de agosto de 2017

Cosas que he perdido, pierdo o puedo perder

Las ganas. La orientación. Un guante. La capacidad de saltar sin miedo a que me crujan las rodillas. La paciencia. El gusto por el whisky. La líbido. La salud. La paciencia, la paciencia, la paciencia. La ilusión por la Navidad. Las ganas de charlar contigo. La emoción de la novedad. La talla 36. El ánimo. El interés. La cabeza. Los papeles. La vista. Peso. La capacidad para asombrarme. El entusiasmo. Un calcetín. Otro calcetín de otro par. Las tapas de los tupers. La capacidad para dormir ocho horas seguidas. La alegría. El contacto. Una dirección. El DNI y la tarjeta de embarque justo antes de pasar el control. Y otra vez al embarcar. El miedo. La fe en el periodismo. El complejo de grandes tetas.  La idea idiota de que todo el mundo es bueno. La confianza. La arrogancia o parte de ella, no toda. Amistades. La empatía. El criterio. El sueño. La vergüenza. El apetito. La calma. La memoria. La vida. 

No es lo mismo perder algo que olvidar dónde se ha dejado. Se pierde un guante, un calcetín. Se olvida un paraguas. El olvido tiene solución, se recorre hacia atrás el camino trazado y se puede encontrar el punto exacto en el que los caminos se separaron. La pérdida es, en principio, irresoluble, solo una casualidad o un milagro la resuelven y por eso emociona, algunas veces, encontrar aquello que hemos perdido, aunque sea un calcetín o el DNI justo antes de coger un avión. Otras veces la pérdida es un triunfo, algo que ganas. 

Hoy he perdido la capacidad para escribir con sentido. 




sábado, 19 de agosto de 2017

Doce años

«Todos somos extraños para nosotros mismos, y si tenemos alguna sensación de quienes somos, es sólo porque vivimos dentro de la mirada de los demás» (Paul Auster)

Aún no sabes quién es Paul Auster aunque tu casa está llena de sus libros. No sabes quién es pero sus portadas y sus palabras son parte de tu paisaje diario. Tampoco sabes lo que es sentirte extraña de ti misma ni te has parado a pensar quién eres. Si te preguntara, me mirarías con cara de superioridad y contestarías: «Soy Clara, sé perfectamente quién soy» porque hoy cumples doce años y a esa edad todo se sabe "ferpectamente" (no te gusta Asterix pero tenía que ponerlo). Crees que lo sabes todo, piensas que sabes todo lo que necesitas saber sobre lo que te interesa. Incluso crees tener clarísimo qué es lo que no quieres saber, lo que no te interesa, lo que no importa, lo que da igual. Y eso está bien porque a tu edad, en este momento de tu vida, lo suyo es que tengas esa seguridad, que todo a tu alrededor sea seguro, estable, casi aburrido, predecible, tan inmutable que parezca eterno. Por eso te gustan las rutinas y te encanta repetir siempre las mismas cosas cuando volvemos a lugares que, a tus doce años, ya se han convertido en parte de esa extraña que todavía no sabes qué eres. Este verano hemos vuelto a comer pipas Facundo viendo la puesta del sol en San Vicente porque "ese es el paseo que siempre hacemos" y hemos comido helados Regma "porque es lo que siempre hacemos aquí" y estás en Gibraltar "porque es lo que hago siempre en agosto". Crees que repites todas esas cosas porque te gustan y, en cierta manera, es así, pero las repites porque te centran, porque te hacen y te harán, en el futuro, ser quién llegues a ser. 

Aún no lo sabes pero eres una extraña para ti misma y lo serás siempre. Eso no es malo, no quiere decir que no te conozcas, quiere decir que tú te sentirás una persona determinada, te verás, pensarás, soñarás, escucharás e, incluso, olerás de una manera y descubrirás que los demás perciben en ti mil personas distintas. Unas te resultarán desagradables y te indignarás, otras te sorprenderán y otras te halagarán porque no podrás creer que te vean así, pensarás incluso «qué equivocados están, no soy tan buena». 

No sabrás quién eres y serás mil personas en una. Serás mujer, hermana, amiga, compañera de trabajo, amante, madre, abuela, tía, novia, pareja estable, pareja inestable, jefa, currita y un montón de cosas más pero para mí, siempre, serás mi hija pequeña. Y así te veo cada día.

En mi mirada vives y siempre vivirás y te verás como mi hija pequeña; ahora que crees saberlo todo y, también, cuando creas no saber nada y sientas más miedo del que eres capaz de imaginar, espero que puedas aferrarte a quién siempre serás en mi mirada y en mi vida. 

Feliz cumpleaños, pequeña bruja. 

Espero también que leas a Auster. 


jueves, 17 de agosto de 2017

El continuo discontinuo espacio tiempo adolescente.

Estoy en condiciones de afirmar que los adolescentes viven en una dimensión en la que el espacio y el tiempo, sobre todo el tiempo, son diferentes de los del resto de la humanidad. El tiempo en la adolescencia es como un chicle que se encoge y se estira según unos criterios que me resultan completamente indescifrables. 

Para empezar, un adolescente nunca mantiene una velocidad de actuación constante. Su velocidad de crucero sufre un curioso proceso de infantilización, una vuelta a la más tierna infancia y he descubierto que un bebe de dos años se mueve unas doscientas veces más rápido que un adolescente. Recuerdo con nostalgia cuando creía que se tardaba mucho en salir de casa con dos bebés, ahora me noto crecer el pelo mientras espero a que mis dos hijas estén listas. 

He comprobado también que el movimiento más lento jamás registrado nunca que es el que sigue a la palabra "Voy". 

María, ¿puedes, por favor, venir un momento?
Voy.
Clara ¿puedes venir a ver como me desnudo y me pinto el cuerpo entero con esmalte de uñas negro profundo?
Voy.
Hijas mías, ¿podéis venir un momento que creo que me he cortado una mano con el cuchillo jamonero?
Ya vamos. 

Un coral se mueve más rápido que ellas. 

Podríamos pensar que no conocen otro tipo de velocidad, que en su dimensión todo es lento y pausado, casi inmóvil, pero no es así. Con los estímulos adecuados son capaces de moverse a velocidades increíblemente rápidas, dejando al Correcaminos convertido en una tortuga.  

¿Qué tipo de estímulo desata su ultravelocidad? 

Cualquier pertubación en la fuerza... del wifi. Apago el wifi y antes de que me haya dado tiempo a parpadear las tengo a mi lado informándome del problema técnico. Creo ver humo en sus talones. 

La elección entre dos elementos. «Chicas, tengo dos toallas. ¿Cual queréis?»

Según sale la s de mi boca, ambas han gritado algo. Su velocidad de respuesta es inmediata, francamente impresionante. Por supuesto su elección siempre es la misma y esto desata otro problema que no es objeto de este post pero que dejaremos enunciado como «El deseo de poseer un objeto vendrá determinado siempre por la absoluta necesidad de impedir que el otro hermano posea el objeto que quiere». 

Si la elección no es entre dos objetos sino entre dos opciones vitales que les ofrezco para cualquier tipo de actividad, su velocidad de respuesta es igualmente inmediata pero, en este caso, jamás coinciden, desatándose otro problema que tampoco trataré hoy pero que dejaré enunciado como «Como sois incapaces de poneros de acuerdo al final elijo yo y seré como Rusia en el comité de seguridad de la ONU porque mi voto vale más».  

Chicas, ¿queréis comer en casa o en un restaurante?
Yo en casa.
Yo en un restaurante.
Chicas ¿Queréis playa o montaña?
Playa.
Montaña.
¿Preferís que me corte las venas o que os de en adopción?
Si los padres adoptivos son buenos por mí no hay problema.
Si no vas a pedirnos que limpiemos la sangre no tengo problema con que te cortes las venas. 

Un paso más allá de la ultravelocidad que pueden desarrollar está la ultravelocidad que son capaces de imaginar y que se aplica a fenómenos de la vida diaria que cualquier adulto sabe que llevan un tiempo considerable. 

La velocidad más rápida que son capaces de imaginar es aquella a la que creen que se lava la ropa. El proceso es más o menos el siguiente: sacan la ropa del armario, la usan un número indeterminado de ocasiones que va desde ninguna a mil y sólo cuando ellas en esa dimensión paralela deciden que está sucia según un criterio que aún no he conseguido comprender pero que enunciaré como «La ropa está sucia cuando considero que guardarla en el armario no compensa o simplemente he olvidado que la tengo» la echan a lavar. Nada más depositarla en el cubo de la ropa sucia (en su dimensión paralela he conseguido hacerles entender que toda prenda de ropa que ande por el suelo acaba en la basura y desaparece para siempre) les brota una urgente e imperiosa necesidad de tener esa prenda de nuevo disponible.

Mamá, ¿están mis vaqueros cortos limpios?
No.
¿Y ahora?
No.
¿Ya? 
No.
¿Cuanto queda?
La lavadora tarda hora y media, luego se tiene que secar y si los quieres planchados... pues cuando a mí me apetezca. 
Pero eso son por lo menos cuatro horas. ¡Tiene que haber métodos más rápidos!
Ajá. Estoy deseando que los inventes. 
Pues necesito más pantalones.
Ni de coña. 

En cuanto a las diferencias espaciales y circunstanciales, en el universo de mis hijas, por lo que he podido observar, las condiciones atmosféricas o de cualquier otro tipo son inmutables. Esto quiere decir que si en Madrid hace calor en julio, en cualquier otro lugar del planeta al que nos desplacemos hará calor. Si con un pantalón no necesitan cinturón, tampoco lo necesitarán con ningún otro pantalón que se pongan jamás en la vida. Mis intentos por sacarlas de este error de percepción no son bien recibidos nunca. Digamos que son recibidos con indiferencia o, en algunos casos, con risas de superioridad. Yo, por supuesto, me vengo.

Chicas, vamos al norte, coged jerseys. 
Bah, pasando, que eres una exagerada. 

Mamá, ¿has traído jerseys de sobra?
Ajá.
¿Me dejas uno?
Puede. 
¿Cuánto me va a costar?
Más de lo que crees. Para empezar un "mamá, tenías razón". 

Chicas, compraos un cinturón. 
Los cinturones son de viejas. 
¿De viejas? Qué estupidez.
Tú siempre llevas cinturón.
Ni se te ocurra seguir por ahí. 

Mamá, ¿no tendrías un cinturón para dejarme?
Sí cariño pero no quiero que parezcas vieja. De nada. Estás ideal sujetándote los pantalones con una mano, queda muy juvenil. 

Otro día hablaré de otro problema que dejo enunciado como «cuando tus hijas se toman siempre  tu sentido del humor como una ofensa personal imperdonable para, poco después, adoptarlo, adaptarlo y empezar a manejarlo con maestría». Otro día.   


lunes, 14 de agosto de 2017

Entre Comillas y San Vicente

En el trozo de costa que hay entre Comillas y San Vicente de la Barquera escribí la mejor carta de amor de mi vida. La inspiraron un hombre y una casa. La casa sigue ahí, el hombre cayó por el Barranco de la Indiferencia. La carta era magistral: tierna, emocionante, sensual, bonita y completamente innecesaria, como deben ser todas las cartas de amor. Es tan perfecta que, si quisiera, podría reutilizarla con otro hombre. 

La primera vez que fui a Cantabria, todavía se llamaba Santander. Descubrí, entonces, que el verano no es una estación absoluta y que hay lugares, como este trozo de costa, en el que los calcetines se usan todo el año y las corbatas no son una prenda de vestir. Descubrí también que se me daba mejor hacer amigos que ligar. Ambas cosas, lo de los calcetines y mis capacidades para socializar permanecen inmutables. 

Entre Comillas y San Vicente di mi primer beso o, mejor dicho, mi primer intento de beso. Él era de Gijón y le llamaban "Costi" porque había nacido el día de la Constitución. No recuerdo su nombre ni apenas su cara, pero si el tímido beso que no me gustó. 

A Comillas y San Vicente volví después de veinte años a punto de ser madre por primera vez. No me gusta lo de "ser madre" suena a ser hada o princesa o astronauta o jardinera; mejor a punto de tener a mi primera hija. Volví al lugar de mi primer beso y a mirar las ventanas del campamento en el que descubrí que en julio se podía pasar frío. Volví otra vez para mis últimas vacaciones en familia. Fueron bonitas, amargamente dulces, como cuando rebañas un plato que sabes que jamás volverás a probar y del que ya no recuerdas lo que te costó prepararlo y cocinarlo; sólo lo disfrutas tratando de que no se te olvide jamás. Fueron unas buenas vacaciones. 

Cuatro años después he vuelto a esa franja de costa, con calcetines, con mis hijas y sin hombres. Leo una cita de un artículo de Pedro Cuartango: «Me gusta retornar a los sitios que forman parte de mi historia. Pero ello siempre me produce frustración porque nunca están como yo me los imaginaba en mi memoria. Todo fluye, todo cambia menos nosotros, que somos arrastrados por el paso de un tiempo que nos destruye. Esa conciencia de la fugacidad hace más precioso cada instante porque en él se condensa toda la eternidad». 

Mirando el mar descubro que yo no me siento así, no me siento frustrada cuando vuelvo aquí. Estoy en Oyambre y mientras masco la cita pienso que, para mí, volver a los sitios que son parte de mi historia es como poner una piedra sobre otra, cada vez que vuelvo a esos lugares hay más piedras y cambia el paisaje. No es peor ni mejor que en el pasado es, simplemente otra cosa, algo nuevo. 

Me pongo de pie y paseo por la orilla y pienso que también puede ser al revés, cada vez que vuelvo a este trozo de costa, el mar, el viento, y el paso del tiempo han erosionado mi vida pero no la destruyen,  arrastran una capa de mi vida, dejando la siguiente a la vista. Así hasta que no queden capas de mi vida o hasta que el montón de piedras ya no crezca más porque habré dejado de añadirle rocas.  

Me gusta volver a este trozo de costa, entre Comillas y San Vicente. 


miércoles, 2 de agosto de 2017

Lecturas encadenadas. Julio

Julio ha sido un mes larguísimo, eterno casi. He hecho millones de cosas, he trabajado, he viajado, he tenido vacaciones, he visto mil películas, he sido madre, he tenido solterismo y he leído siete libros y medio. 

Empecé con El vater de Onetti de Juan Tallón. Fui a la Casa del Libro, me puse frente a la estantería y me quedé mirando los dos títulos que de él tenían. ¿Qué me hizo decantarme por el título más feo? No lo sé, así funciona mi cabeza. 

El Vater de Onetti es una novela curiosa en la que, contra todo pronóstico, se habla del vater de Onetti. De uno de ellos.   Juan, el protagonista,  escribe un periódico gallego, ha publicado un libro y llega a Madrid para trabajar en un ministerio. Se instala en un piso y va contando su vida y cómo espiar a sus vecinos acaba cambiándole la vida. Para mí, la peripecia es lo de menos. Iba leyendo y pensando ¿Cuando es verdad? ¿Cuanto es ficción? ¿Qué hay de real? ¿Qué hay de mentira? Da igual porque en realidad, como dice el prologuista, lo importante no es cómo llegas sino cómo vas yendo. Lo importante es que me lo creo a él, al protagonista, con su humor negro, su ironía, el autodesprecio    y a los personajes más sinceros por ser los menos reales, como Horacio el camarero del bar.  

No es un libro lineal, la historia no avanza, no va hacia delante. Es un libro que va y viene, que se para, retrocede y se estanca y es en esas pozas para nadar cuando más lo he disfrutado. Es un libro para hacer largos en él, entreteniéndote en la temperatura del agua y en los otros nadadores, en las cosas que se te ocurren según vas leyendo/nadando. Un libro para hacer el muerto. Lo de menos es la peripecia, como lo es el tiempo que marcas al nadar. Me quedo también con el humor, la ironía y la capacidad para hilar distintas historietas, anécdotas, curiosidades, sobre todo de escritores y fútbol, a lo largo de la trama. Ah y me encanta el tono que tiene de «podría ser peor, podría llover». 

«No hay que despreciar los pequeños detalles, ni creer que cada cosa nimia que hacemos, cada idea, cada maniobra, cada reacción, cada gesto intrascendente pasan en vano. La onda invisible que levante quizá llena de gloria a alguien que solo pasaba por allí. En ocasiones, dejará cadáveres detrás de sus huellas».

Tan identificada con esto:

«Cuando releo lo que escribo me siento, en general, deprimido como alguien que se ha equivocado de camino. Si me parece bueno, porque creo que ya no podré escribir algo igual. Si me resulta malísimo, porque temo que sea el texto por el que se me juzgue».

Querida Ijeawele. Cómo educar en el feminismo de Chimamanda Ngozi Adichie es un librito que tenía ganas de leer desde que empecé a seguir a esta autora en sus artículos en prensa americana y en sus charlas e intervenciones en programas de tv. Lo compré en la Feria del Libro de Madrid para ver si aprendía algo y era adecuado para mis hijas. 

Chimamanda escribe una carta, podría ser un post, con quince sugerencias para educar a la hija de una amiga en el feminismo o, mejor dicho, para educarla como una persona plena. Lo leí en un rato y me hizo mucha ilusión comprobar que muchas de las cosas que ella cuenta las escribí yo hace un año en el post Para mis hijas: mis pensamientos feministas. Todo lo que dice Chimamanda es de sentido común y obvio pero es necesario decirlo y repetirlo hasta la extenuación porque muchas de esas cosas  están puestas en entredicho en la sociedad actual y, muchas de ellas, por las propias mujeres. 

«Tu premisa feminista debería ser: Yo importo. Importo igual. No "en caso de". No "siempre y cuando". Importo equitativamente. Punto».

«Sé una persona plena. La maternidad es un don maravilloso, pero no te definas únicamente por ella».

Desde luego, se lo daré a mis hijas para que lo lean. 

Los desorientados de Amin Maalouf. No sé quién me regaló este libro el año pasado pero haciendo orden en mis estanterías le llegó el turno. Me miró fijamente y supe que era su momento aunque confieso que lo cogí con poca fe.  

Los desorientados (un título genial), es otra historia de amigos que se reencuentran después de veinticinco años sin verse. La muerte de uno de ellos es el motivo que vuelve a unirles y la ocasión que el narrador, protagonista aprovecha para volver al país que abandonó y rememorar, recordar, reencontrarse con personas, sensaciones, sentimientos e incluso recuerdos perdidos. 

Maalouf es libanés y eso, como le pasa a Oz marca toda su literatura, lo que cuenta y cómo lo cuenta. En la literatura de Oriente Próximo todo deslumbra, la luz es abrasadora y el calor aplana los volúmenes y aplasta el paisaje pero en vez de difuminar las líneas divisorias entre unos y otros, en vez de fundirlos, esa luz remarca las diferencias, trazándolas con severidad y haciendo que esas diferencias sean la razón de ser de todo: los países, las ciudades, los barrios, las pandillas, las parejas, las costumbres, las guerras. 

Me ha encantado. Hay reflexiones maravillosas sobre ser algo aunque no queramos serlo y sobre los libros y escribir, y sobre los amigos y los recuerdos, y sobre irse. 

«Irse del propio país entra dentro del orden de las cosas; a veces, lo imponen los acontecimientos; y si no, hay que inventarse un pretexto. Nací en un planeta, no en un país. Sí, claro, también nací en un país, en una ciudad, en una comunidad, en una familia, en una maternidad, en una cama... Pero lo único importante para mí y para todos los seres humanos es el hecho de haber venido al mundo ¡Al mundo! Hacer es venir al mundo, y no en tal o cual país, ni en tal o cual casa».

«Cuando escribimos un texto, las líneas van una detrás de otra, con idénticas intervalos, y quienes las tienen ante la vista no se dan cuenta de que hubo momentos en que la mano que las trazaba fue deprisa por la hija y, en otros, se quedó parada. En la página, e incluso en la página manuscrita, quedan abolidos los silencios; y los espacios pasados por la garlopa».

La hija del comunista de Aroa Moreno. Este libro lo compré en la presentación que se hizo en la Librería Cervantes en Madrid. Las circunstancias vitales con su dosis de carambolas cósmicas por las que conocí a Aroa hace ya algunos años son tan maravillosas que es imposible que sea objetiva con sus escritos. La novela nos cuenta la historia de Katia, la hija del comunista, que viviendo en Berlín oriental decide marcharse dejando atrás su vida para empezar una nueva. La revelación de que somos lo que somos independientemente de dónde vivamos es el tema que subyace tanto en su historia como en la de sus padres que, para mí, es la que tiene verdadero interés. Los españoles que huyeron de España tras la Guerra Civil y acabaron viviendo en Alemania Oriental y cómo sus hijos asistieron a la desaparición del país al que sus padres habían huido. Cuando vemos, leemos o escuchamos historias sobre la Europa del Este siempre nos quedamos con lo "malo", con lo horrible que debía ser, con lo que no tenían y se nos olvida que había gente convencida allí, gente que estaba a gusto, personas para las que aquello había sido la opción mejor. El ambiente que Aroa recrea me ha recordado a la película La vida de los otros y, sobre todo, a la primera novela de Ian McEwan, El inocente. 

Trazos en falso de Javier Tortosa me lo envío  una pequeña editorial de Murcia, Boris Ediciones. Albert Lea es un pueblo del medio oeste de Estados Unidos al que Tortosa nos lleva con sus relatos pero en el que todos hemos estado antes si hemos leído a Steinbeck, a Ford, a Carver o a Lucia Berlín. La gente que nos presenta Tortosa también nos recuerdan a otra gente que ya hemos conocido y los problemas que tienen, las cosas que piensan, lo desamparados que se sienten también nos suena porque son problemas universales. Tortosa tiene un estilo muy peculiar. Cortante es la palabra que mejor lo define. Al principio cuesta entrar en su ritmo de pasos cortos y puntas afiladas pero una vez que te haces la lectura es interesante y algunos de los relatos los he disfrutado muchísimo. La fórmula funciona al principio pero luego se vuelve repetitiva, es inevitable tener la sensación de que estás leyendo en círculos, y lo que al principio te ha enganchado y sorprendido, acaba resultando repetitivo y sonando un poco artificial. Dejas de creértelo. 


«Lo comprendió al minuto uno. Que incluso las cosas que no suceden acaban dejando huella. Y no es cuestión de distraer la mirada. Ni rellenar espacios vacíos. Hay que aprender a vivir con ello. Porque lo más duro de perder algo no es sentir su ausencia. Lo peor, lo más triste, es tener la sensación de que pudo haber sido». 

Harriet de Elizabet Jenkins ha sido la sorpresa del mes. Alba Editorial en su colección Rara Avis publica eso, cosas raras de autores muertos y, por lo que he visto este año, la mayoría son mujeres. Esta novela fue publicada en 1934 y fue un super éxito de ventas. Cuenta una historia real, basada en acontecimientos que ocurrieron en realidad en 1877. El argumento es tan increíble y cuenta con todos los elementos de una  mala tv movie de sobremesa pero Jenkins la cuenta de manera magistral, dotando a todos los personajes de una profundidad increíble. Es una historia de maldad, de avaricia, de abusos, de crueldad extrema pero lo terrorífico es que es una maldad llevada a cabo por gente normal, por personas que se construyen una realidad paralela, una moralidad a medida en la que sus terribles actos son perfectamente justos. Como dice Rachel Cook en el prólogo «Harriet es una novela en la que las personas se alejan de la verdad con la misma facilidad con la que corren una cortina para que el viento no entre por la ventana...» 

Y todos conocemos a alguien así: 

«Le gustaba llevarse bien con los demás, es decir, sentirse admirado, y a pesar de que tenía la crueldad de una víbora, era capaz de ofenderse por cualquier menudencia, como un niño al que nadie comprende».

La librería de Penelope Fitzgerald. Este libro me llegó por un regalo de trabajo, próximamente se estrenara la película que Isabel Coixet ha hecho sobre esta historia. Esta novela se define exactamente igual que la autora da de la protagonista:

«Era pequeña de aspecto, delgada y huesuda, un poco insignificante vista desde delante y completamente insignificante por detrás»

Lo mejor de esta novela es la ilustración de la portada y que se lee resbalando la vista por las páginas. 

Y con esto, un bizcocho y el medio libro que llevo ya de Un continente salvaje, Europa después de la II Guerra Mundial, hasta los encadenados de agosto.



miércoles, 19 de julio de 2017

¿Qué son los padres?

Única (6.509), Luchadora (5.078), Entregada (4.870), Fuerte (4.676) y Valiente (4.133).

Estas son las cinco palabras más repetidas, en una campaña que se ha puesto en marcha, para tratar de cambiar la definición de «madre» en el DRAE. No sé si definen a una madre o a un nuevo personaje de Disney.  

¿Qué es una madre? ¿Qué es un padre? Llevo un par de días de insomnio absurdo dándole vueltas a esto. ¿Por qué? Porque sí, por la movida de la gestación subrogada, por este artículo en el New Yorker que cuenta una historia Kramer contra Kramer pero entre dos mujeres en 2017 y porque mi cerebro es así de cabrón. 

Para mí, los padres son el lugar seguro al que volver cuando todo se va a la mierda.   

Los padres son aquella sensación a la que vuelves cuando no tienes a dónde ir. El rincón en el que te escondes cuando todo se desmorona. No es un espacio físico, ni mental, ni un soporte económico, ni una red  familiar. Los padres son el espacio mental al que intentas retirarte cuando te sientes desbordado emocionalmente, arrasado por la pena o increíblemente feliz. Cuando tienes miedo, terror, tristeza o sientes una increíble satisfacción por algo que has logrado, conseguido. Son el sitio en el que te refugias aunque ya no estén contigo, aunque hayan muerto, aunque sean tan mayores que sean ellos los que dependan de ti, porque solo recordar tu vida con ellos te calma y te ayuda. Los padres son el vértigo vital que te ahoga cuando pierdes ese eje, cuando sientes que ya no existe ese lugar seguro, cuando se pierde, y en su lugar solo hay un vacío.

¿Qué me hace a mí madre? Desde luego no son mis genes flotando en el interior de mis hijas, ni haberlas parido, ni haberles dado de mamar. No me hace madre cuidarlas, quererlas, aguantarlas, educarlas, preocuparme por sus cosas, alimentarlas, perseguirlas, odiarlas a ratos. Nada de eso me hace sentirme madre, ni nada de todo eso, que también mi madre hizo por mí, es lo que me hace sentir madre. No puedes definirte a ti mismo como padre o madre. Siempre tiene que definirte otro y no lo hace, no lo hará por lo que has hecho, por lo que haces, sino por cómo se siente contigo. 

Lo que te hace padre es que tus hijos sientan que conocerte, que haberte conocido, que tenerte, que haberte tenido, es un lugar seguro al que siempre podrán volver.  Y no, no todo el mundo lo tiene, aunque todos hayamos tenido "padres".  

Creo. 

Todo lo demás son cuentos de hadas. 

lunes, 17 de julio de 2017

So long, farewell,auf wiedersehen, adiós.

A pesar de mis enconados esfuerzos por no llegar tarde y a pesar de tenerlo todo a favor para conseguirlo, llegaba tarde. No mucho, cinco minutos, pero lo suficiente para ser la última en entrar en la sala de reuniones y, por tanto, ser intensamente visible y revisable por los que ya estarían allí a pesar de tener todo en contra. Sentía todo la batería de síntomas del síndrome del impostor: nervios, dudas, inquietudes e inseguridades. «Voy a hacer el ridículo, se van a dar cuenta de que no tengo ni idea». A los nuevos se les recibe siempre con inquietud, con suspicacia, se les mira con ojos inquisitivos y con cierta sospecha. Yo también lo hago. Nos acostumbramos a las personas y cambiarlas por otras nos produce cierto resquemor, nos rompe la rutina de las relaciones establecidas y nos obliga a ser conscientes de que las cosas cambian. Incluso nos hace pensar que nosotros también somos prescindibles, intercambiables, olvidables. Era consciente de todo eso cuando entré en la sala a conocer a todos esos desconocidos inconscientemente suspicaces y algo preocupados. «Hola, soy Ana». Él, se levantó inmediatamente desde su sitio, en el lado de la mesa más alejado a la puerta, se acercó a mí, me dio dos besos y me dijo «Bienvenida, Ana». 

No había tenido tiempo de imaginarme a mis compañeros. Había tratado con ellos únicamente por mail y el mail no da pie a imaginar voces, aspectos, alturas y, mucho menos, sensaciones. Me pareció mayor. No muy alto, pero más que yo por supuesto, con el pelo blanco, delgado y una gran sonrisa. Aquel día me sorprendió que al besarme apoyara sus manos en mis hombros. Aprendí después que él siempre saluda así porque realmente se alegra de verte, de estar contigo, de trabajar juntos. Cuando comenzó la reunión, me pareció seguro, no seguro de sí mismo sino un lugar seguro, alguien en quien confiar, alguien a quien consultar. Deseé caerle bien desde el primer minuto. Deseé aprender de él, con él. Nos hicimos amigos a lo largo de los meses. Nos hemos reído, intercambiado fotos y nos hemos abrazado al despedirnos todas y cada una de las veces, con sus manos en mis hombros. 

«Chavales, me jubilo» nos anunció en enero. Intentó ser solemne, serio, riguroso, pero se le salía la alegría por los ojos y por sus largos dedos que siempre agita al hablar. Durante estos seis meses el ambiente en nuestras reuniones ha estado envuelto en una nube formada en un 50% por su alegría y en otro 50% por nuestra sensación de orfandad. Nos sentimos huérfanos, no tristes porque nos alegramos muchísimo por él, pero nos sentimos un poco desamparados. O por lo menos, yo me siento así. 

El jueves, en su fiesta de despedida, fue la novia, el niño del cumpleaños, el campeón de Wimbledon, el ganador del Mundial, el premiado con el Nobel, el destinatario del Oscar,fue Amstrong pisando la Luna y Fleming descubriendo la penicilina, el niño que disfruta del último trozo del pastel y el que estrena la piscina el primer día de verano. Estaba feliz, exultante y satisfecho. Conmovido, también. Era la viva imagen de la satisfacción, era el ciclista que gana el Tour y piensa «Todo este esfuerzo ha merecido la pena». Sé que es ridículo pero me sentí orgullosa de él.  

Nos abrazó a todos. El último abrazo compartiendo trabajo. No lloró al llegar al restaurante y encontrarse a todo el mundo aplaudiendo, ni lloró durante las palabras que improvisó para todos los que nos juntamos a despedirle, pero se le humedecieron los ojos cada vez que, a cada uno de nosotros, nos dio ese último abrazo "laboral". 

Nos has dejado un poco huérfanos y, también, un poco envidiosos, contando los años que nos quedan a nosotros para llegar a jubilarnos. Ojalá sepamos hacerlo como tú.  

Farewell Jesús, te echaré de menos. 


miércoles, 12 de julio de 2017

Por un puñado de cosas


«Lo único que me importa es que el coche nuevo tenga un gran maletero» 

Tres bolsas de hacer la compra. Una negra, con fotografías de revistas de moda o de modelos, está arrugada y vieja pero todavía resiste. Sé dónde la conseguí, me la dieron en un evento de Yo Dona hace cuatro años, cuando saqué el libro. Otra es rosa con letras azules que dicen algo en francés. Viene de un supermercado alsaciano en Colmar. La última es más pequeña, es amarilla y horrenda y me la regalaron en una gasolinera a las afueras del aeropuerto de Basilea. Es fascinante como a mi memoria le cuesta recordar la tabla de multiplicar del siete y, sin embargo, almacena el lugar de origen de mis bolsas de la compra. 

Una bolsa de ese color marrón oscuro, casi negro, del que solo son las bolsas que nos recuerdan a nuestras abuelas. No sé de dónde la he sacado y no quiero saber qué hay dentro. Lo sé, pero me da miedo mirarlo. Ahí dentro está todo lo que llevaba en el coche anterior. Arramplé con todo: cintas, cds, papeles, cables, recuerdos y lo metí allí pensando «ahora no tengo tiempo, ya lo ordenaré más adelante». Han pasado dos años y medio y todavía «más adelante» no ha llegado. A veces pienso «voy a tirarlo, sin mirar, sin dolor, sin pensármelo. Amputación» pero luego me puede la idea de que quizás haya algo en esa bolsa que necesite ser guardado. Ya veremos cuando llegue «más adelante».

En otra bolsa hay unas zapatillas de montaña que he heredado. Soy la heredera oficial de zapatos que se les quedan pequeños a los demás. Si no me valen a mí, no le valen a nadie. ¿Por qué las llevo en el coche? Por si acaso, quizás acabe perdida en un camino o ligue con un autoestopista montañero o me encharque los pies en lluvia o, simplemente, acabe harta de tacones y decida ponérmelas. 

Ocho chalecos reflectantes, incluido uno que pone "Calle 13. Equipo de homicidios" y que es el que me pongo cuando pincho, me da aspecto de mujer dura. Sé que ocho chalecos es algo excesivo pero no tengo explicación para este fenómeno. Simplemente han llegado a mí. Un pack con los triángulos. Este pack me irrita muchísimo, le tengo una manía horrible. En su funda roja llevan un velcro pensando para fijarlo  y que no se mueva pero, he descubierto, que se pega sin criterio, cuando quiere, en el sitio más inoportuno, a poder ser cuanto más en medio mejor. Es un velcro recalcitrante, el más recalcitrante con el que he tropezado nunca y para poder despegarlo tengo que tirar con todas mis fuerzas utilizando los dos brazos mientras digo palabrotas y juro que voy a tirarlo. 

Una botella de agua vacía, un rollo de cinta americana,condones escapados de un neceser, una hucha metálica con forma de buzón de correos en la que ahorro monedas de dos euros, un cepillo de pelo, una cazadora vaquera y un forro polar rojo. Un dibujo a plumilla de lo que parece un templete italiano. Tinta negra sobre una hoja de bloc de dibujo arrancada de cuajo, aún conserva las barbas. Es un boceto que, hace mil años, me regaló mi tío Manolo. Me encantaba y me prometí enmarcarlo, Nunca lo hice. Hace un mes, apareció en el fondo de un armario. Pensé en colgarlo en mi habitación de Los Molinos, encima de mi cama y con esa intención lo metí en el coche. Al llegar a Los Molinos me dio pena sacarlo, pensé que podía dejarlo allí.  ¿Quién dice que no se pueden decorar los maleteros?


lunes, 10 de julio de 2017

Cosas que fueron no y ahora son sí.


Saul Steinberg
Cosas que fueron no y ahora son sí.  
La piña. Callarme a tiempo. Tender la ropa. Llevar camisetas de tirantes. Dejar un mensaje sin contestar. Reposar una respuesta. Dejar un libro a medias. Defender mi criterio. La ginebra. La ropa interior de encaje. Decirle a un hombre «no me gustas». Los podcasts. Rodrigo Cortés. Los ensayos. La II Guerra Mundial. El cine japonés. Marcharme la primera. No ducharme en dos días. Poner reclamaciones. Escribir en serio. Preocuparme por lo que le ocurre a gente que se hace la misteriosa. Cambiar un enchufe. Cortar el césped. Leer poesía. Los calvos. Dormir desnuda. Fingir en el trabajo. El vino blanco. Escribir corto. 

Cosas que fueron sí y ahora son no.
La cerveza. Los hombres pequeños. Los sujetadores reductores. Decir siempre la última palabra. Contestar todos los mensajes. Tomar vino en las comidas de trabajo. Irme la última de los sitios. Vestirme pensando «esto hoy no, lo dejo para un día especial». Cocinar. Escribir largo. Compadecerme. Fingir en las relaciones personales. Ese hombre. Salir con alguien por pena.  

Cosas que, por ahora,  siguen siendo no.
Las alcachofas. Los gatos. Llevar paraguas. El calor. Los hombres con perilla. La piña caliente.