domingo, 21 de abril de 2024

Podcasts encadenados: del futuro, la meditación y la depresión



Hace dos meses que no recomiendo podcasts, así que es posible que hoy me alargue un poco. Tómatelo con calma, lee con tranquilidad y recuerda: nada de hacer listas. Si algo de lo que recomiendo te llama, ve a por ello hoy, esta tarde, mañana de camino al trabajo. Y si no te gusta, pues lo dejas y saltas a otro. No se escuchan podcasts por obligación, solo para disfrutar o aprender. 

Y si no escuchas podcasts, no importa, puedes leer esto como miras las recetas de instagram que nunca harás.


Al lío. 

Confieso que veo «Inteligencia Artificial» por todas partes; cualquier tema está ahora impregnado de lo que esta nueva tecnología va a poder mejorarlo o empeorarlo. Creía que no habría nada más cansino que la sostenibilidad pero, una vez más, me equivoqué. A pesar de que es un tema que me aburre y me aterra a partes iguales, he dedicado varias horas a escuchar podcasts sobre Inteligencia Artificial para intentar entender algo. Recupero primero lo que ya comenté el año pasado sobre Love Bot, una producción estupenda de Radiotopia que analizaba las relaciones emocionales que diferentes personas habían establecido con avatares, aplicaciones de compañía o de terapia. Me enfrenté a ella con todos mis prejuicios activados y salí con todos ellos desmontados. Si te interesa la IA y no sabes por dónde empezar te recomiendo sin duda Black Box, un podcast del diario inglés The Guardian que, a lo largo de seis episodios, aborda esta nueva tecnología desde distintos puntos de vista. En el primero, Geoffrey Hinton, considerado uno de los padres de la inteligencia artificial, explica cómo empezó a trabajar en esta tecnología, el camino que ha recorrido y el punto en el que estamos ahora. En los siguientes, se investiga por ejemplo quién está detrás de ClothOff, la app capaz de eliminar la ropa de las fotografías para conseguir desnudos de las personas retratadas en esas fotografías. Este episodio empieza en Almendralejo porque fue allí donde, por primera vez, se conoció un caso de chavales que estaban usándola con fotos de sus compañeras. Aquí, Michael Safi, periodista y host del podcast investiga siguiendo pistas en redes sociales hasta dar con un par de hermanos rusos que son los creadores de la app. Hay otro episodio dedicado al uso de la IA para detectar casos de cáncer de mama años antes de que sean visibles en una mamografía, otro sobre los sesgos que la tecnología presenta y uno último, muy aterrador, en el que el científico Eliezer Yudkowsky sostiene que lo que deberíamos hacer es parar la IA antes de que sea demasiado tarde y acabe con nosotros. Pone un ejemplo para explicarlo, que no se me había ocurrido, pero que me pareció clarificador: en la película Fantasía, un Mickey Mouse aprendiz de mago hechiza una escoba para que haga sus tareas y él pueda descansar, le ordena que friegue el suelo y la escoba ejecuta la tarea sin parar hasta que todo está completamente inundado. A la IA no solo tenemos que decirle qué tiene que hacer sino también qué es lo que no puede hacer. Imagina que tienes en casa un robot que limpia y le ordenas que la vivienda siempre esté impoluta. Si lo piensas, la mejor manera de mantener la limpieza es no usar tu casa y para eso tu robot podría decidir no dejarte entrar un buen día cuando vuelvas del trabajo o directamente eliminarte, porque siempre que llegas ensucias. Para compensar esta imagen tan aterradora hay también testimonios de otras voces con visiones más optimistas pero, por lo que sea, suenan menos convincentes. 


Black Box es un buen podcast para lanzarse a saber algo de Inteligencia Artificial. Cuenta con el peso editorial e investigativo de The Guardian y el buen hacer como host de Michael Safi (que ha sido host también de Today in Focus, el daily del periódico), resulta cercano y creíble y natural en sus explicaciones y, además (y este es otro mérito añadido) cada episodio tiene un formato diferente dentro de lo que es la no ficción. Unos son más entrevistas, otros más narrativos y, por ejemplo, el de ClothOff es casi un thriller siguiendo las pistas para saber quién está detrás. 


Untold: The Retreat es el primer podcast de investigación del Financial Times. Empecé a escucharlo porque el tema me interesaba desde la total suspicacia: los retiros de meditación Vipassana. Hace muchos años, ocho para ser exactos, en una cena con desconocidos tras dar mi primera charla en público, conocí la existencia de estos retiros que consisten en estar ocho días encerrado meditando sin hablar con nadie. La persona que me lo descubrió, muy entregada a estas cosas, me contó que acabó desquiciada, hablando con una araña y veía millones de insectos cayendo de la toalla con la que se secaba el pelo. Me pareció una experiencia muy innecesaria pero, por alguna extraña razón, se me quedó grabada y por eso, cuando leí sobre este podcast, dije: ahí voy. 

Son solo 4 episodios que comienzan cuando la host, Madison Marriage, recibe un email de un tal Steve, que le cuenta que sus gemelas de 26 años están saliendo ahora de una serie de terribles problemas mentales que les han llegado por meterse en un grupo de meditación. (Por qué Steve escribe para investigar sobre este tema al Financial Times a mí me interesa lo suficiente como para que le hubieran dedicado un episodio, pero eso no lo cuentan). A Madison, a pesar de no ser especialista en el tema, le pica la curiosidad, se pone a investigar y entrevista a Steve y a su mujer que son una pareja inglesa, muy normal, que vive en su adosado inglés muy normal y que tienen dos hijas gemelas. En este primer episodio cuenta la historia de la gemela mayor, Emily, cuando se mete en los retiros Vipassana y acaba completamente desquiciada, psicótica y desconectada de la vida. Cuando se está recuperando es la otra hermana la que cae con peores consecuencias. El segundo episodio, que tiene un arranque muy potente, es el mejor de la serie y cuenta paso a paso cómo son las jornadas de meditación de 10 horas. En este episodio se narran otros casos alrededor del mundo de gente que lo pasa fatal con la meditación y de la otra gemela cuando entra en el grupo ése y termina totalmente fuera de sí, tanto que la familia la vigila 24 horas al día para que no se suicide. Es un guión impresionante, muy bien tratado y muy bien llevado.

No quiero reventar el resto de la serie pero merece muchísimo la pena. Yo no sabía nada de ese mundo y he descubierto que algunos de mis prejuicios hacia él están algo justificados. Si estás pensando que será el típico podcast en el que alguien estafa a otros por dinero, te equivocas. The Retreat no va de eso aunque sí se echa de menos una explicación más pormenorizada de cómo funcionan los centros donde se hacen estos retiros, quién los gestiona, si son franquicias, si hay algún responsable. 

Muy recomendable. 


En español voy a recomendarte Hechos reales, con Álvaro de Cózar y el equipo de True Story. El equipo de True Story está detrás de podcasts como XRey (que me gustó regular), Misterio en la Moraleja (que me entretuvo bastante aunque el final me dejó un poco meh), Los papeles (que me pareció correcto) y El país de los demonios (que me flipó). Hasta ahora habían hecho series cerradas y, ahora, con Hechos reales apuestan por algo más parecido a Radio Ambulante, un contenedor con episodios cada quince días con historias autoconclusivas. Te lo recomiendo para probar, por ahora solo hay disponibles dos episodios. El jueves estuve en una «listening party» con ellos (lo mismo un día me animo y hacemos algo así) y, aparte de charlar de mil cosas, les dije: ¿por qué os empeñáis en narrar en presente? Es algo que a mí me saca de quicio y de la historia pero hay gente a la que le gusta. No comparto ese criterio, creo que, en la mayoría de los casos y más cuando la historia que cuentas no te ha pasado a ti, la narración en pasado funciona mejor. Seguro que Hechos reales aparece por aquí más veces, cuando algún episodio me enamore. O lo odie. 


En español también te recomiendo  La depresión momposina, un podcast colombiano que me ha gustado bastante. Es original, rompedor y corre riesgos que, a pesar de que no siempre salen bien, resultan agradables de escuchar porque suponen un esfuerzo narrativo muy interesante. El protagonista es Pedro Espinosa, que cuenta su historia junto con su primo Sebastián Duque. Una noche de juerga y música Pedro sufre un brote psicótico que lo lleva a estar hospitalizado una semana y a ser diagnosticado de bipolaridad. Su cabeza se llena de voces que le aseguran que va a morir pronto, en cuanto coja un vuelo. A partir de aquí, y durante seis episodios, nos adentramos en la enfermedad de Pedro y en cómo se enfrenta él a ella, o no, y como lo ven los que le acompañan. Se intenta responder a las preguntas que cualquier enfermo se hace: ¿Por qué yo? ¿De dónde viene esto? Como digo, es un podcast que corre muchos riesgos y algunos no acaban de funcionar del todo, pero merece la pena escucharlo por lo diferente que es. 

Breves: 

  • Grandes infelices, el podcast de Blackie Books, me da bastantes alegrías especialmente cuando hablan de autores que me gustan mucho. Últimamente he disfrutado  muchísimo el episodio dedicado a David Foster Wallace: si has leído La broma infinita NO TE LO PIERDAS. También me encantó el dedicado a Lucia Berlin. 

  • Esto es un poco friki pero me ha gustado taaaannnnto… De vez en cuando tengo temporadas de insomnio bastante duras y en la última que he sufrido me dediqué a Past Present Future, que es un podcast dedicado a las ideas y el pensamiento. Lo sé, suena aburridísimo pero no lo es para nada. El host, David Runciman, tiene la voz que quieres escuchar cuando te despiertas a las tres y media de la mañana y te enfrentas a la insignificancia de la vida. Además de la voz, parece un tipo listísimo y consigue que los temas que trata (Historia de las ideas, la Filosofía o la Cultura) no sean para nada aburridos, sean entretenidos y te atrapen. Te lo recomiendo muchísimo. Yo empecé escuchando los diez episodios que sacó en navidades dedicados a los (según su criterio) 10 mejores ensayos de la historia. Empieza con Montaigne y termina con el escritor americano Ta-Nehisi Coates; y entre medias te encuentras a Joan Didion, Umberto Eco, David Foster Wallace, Thoreau... Es muy posible que siga escuchando este podcast porque con Runciman se aprende bastante y me gusta su sentido del humor.  

  • Dios, Patria, Yunque.  No me gusta mucho recomendar podcasts en los que he trabajado, pero es que de este estoy muy orgullosa. Narra la historia de la secta secreta ultracatólica y ultraconservadora El Yunque, creada en los años 50 en México y que llegó a España en los primeros dos mil con la intención de infiltrarse en la Iglesia Católica Española y todas las instituciones posibles. A lo mejor crees que exagero con lo de ultracatólica, pero que sepas que estos tipos se pasan tanto de frenada que en 2012 ¡los obispos españoles! encargaron un informe en el que calificaban a esta secta como herejía. En fin, si a los obispos les parecen un poquito pasados de rosca, ya te puedes imaginar... En seis episodios te contamos quiénes son, cómo llegaron y dónde están metidos.

  • Este episodio corto de Heavyweight, The Sharing Place (otro podcast que me acompaña en el insomnio y que estoy re escuchando desde el principio). Esta entrega trata de un centro que hay en Utah para acompañar a niños cuyos padres han muerto y donde tienen una sala especial para aquellos cuyos padres se han suicidado. Es precioso y a la vez pone los pelos de punta.  

  • Hace un año más o menos recomendé Bone Valley, un true crime ESPECTACULAR, increíblemente bien investigado por Gilbert King, con una historia alucinante. Es además, uno de esos podcasts (como In the dark, Temporada 2) que ha conseguido cambiar algo. No te cuento lo que es para no reventarte el podcast, pero vuelvo a recomendarlo porque es buenísimo. 

Te recuerdo que si quieres unirte al Club de Escucha Podcasts Encadenados, hoy, domingo 21 de abril, a las 19:30 tenemos  la tercera sesión para comentar cinco episodios en español y cinco episodios en inglés. Puedes suscribirte hoy y, como la primera semana es gratis, probar a ver si te gusta. Te gustará porque es muy divertido y salen siempre mil temas para comentar. 

Suficiente por hoy. Tienes todas las recomendaciones en esta lista. Prometo que la próxima entrega será en mayo para así no alargarme tanto. Si escuchas algo, por favor, ven a contármelo: me hará mucha ilusión.

domingo, 14 de abril de 2024

Celebra tus victorias pírricas

Hace muchos años había un anuncio en televisión, que no recuerdo qué publicitaba, cuyo lema era algo como «para gente asquerosamente imperfecta» o, a lo mejor, «para gente asquerosamente organizada». No recuerdo qué anunciaba pero sí que mi amiga Rosa siempre me ponía a mí ese título porque sostiene que yo soy alguien muy organizado, casi cuadriculado. No es así. No soy organizada ni perfeccionista ni detallista, pero si me decido a hacer algo siempre es para terminarlo, para no dejarlo a medias o abandonado. Por eso, por ejemplo, si me dispongo a ordenar un armario, empezaré y terminaré. Lo vaciaré por completo, lo limpiaré, clasificaré la ropa, tiraré lo que esté cochambroso, guardaré lo que tenga un pase y lo que sea para tirar irá directamente al contenedor. Tarea que empiezo, tarea que termino. Por supuesto que no empiezo muchas tareas: las escojo con esmero para no convertirme en una loca. 


Estoy suscrita a varias newsletters de recomendaciones variadas, sobre todo de podcasts,  pero también de mierdas que se pueden encontrar por internet y que, se supone, pueden ser interesantes. Últimamente, entre esas recomendaciones, hay muchas de aplicaciones para gestionar los libros que quieres leer, las películas que quieres ver, la lista de la compra, los sitios a los que quieres viajar, los artículos de internet que dejas para más adelante. Yo las llamo aplicaciones para gestionar otra vida, si la tuvieras. 


Esta semana, en una de esas newsletters, encontré un artículo cuyo título me llamó la atención: Treat your to-read pile like a river, not a bucket. Pinché en el enlace y, claro, lo tuve que dejar ahí, abierto, esperando encontrar durante la semana algún rato para leerlo. El viernes, por sorpresa, llegó ese momento. Estaba tratando de cerrar todas las pestañas que no necesitaba y al llegar a ésta volvió a llamarme la atención. El autor, Oliver Buckerman, del que no he investigado nada porque lo mismo es un flipado que ha dicho muchas tonterías, expone aquí una teoría que me ha gustado: Oliver cuenta cómo, en los inicios de internet, creíamos que la superabundancia de información en la red, las infinitas posibilidades de, pinchando de enlace en enlace, no dejar nunca de aprender, dejaría de  abrumarnos cuando la tecnología fuera mejor, cuando esa misma tecnología que nos servía todo en nuestra mesa en un caudal continuo e infinito se moderara de alguna manera y nos permitiera lo que se conoce como «separar el grano de la paja». 


En los comienzos de internet éramos ingenuos y jugábamos con él como si fuera algo inocente y que pudiéramos controlar. Ahora, casi veinte años después (abrí mi cuenta de hotmail en 1996), nos hemos dado cuenta de que internet es un poco el oso rosa maligno de Toy Story y que nuestras posibilidades de controlar el poder o la influencia que tiene en nuestras vidas son casi nulas o, de existir, necesitan de un cambio tan radical en nuestras rutinas que muy pocos estaríamos dispuestos a hacerlo. Además, ya sabemos que la tecnología no sólo no ha frenado ese caudal de información sino que, cada día, lo aumenta cada vez más, abrumándonos de manera constante.  Ahora mismo todos tenemos listas interminables y cada vez más inabarcables de películas y series para ver, podcasts para escuchar, lugares que visitar, restaurantes que conocer (yo esto no), cursos para aprender, artículos para informarnos, libros para releer, trucos para limpiar, recetas para probar, consejos para relajarnos, notas para, en algún momento, escribir nuestra gran obra. Como he dicho antes, esperábamos que la tecnología nos permitiera separar la paja del grano pero ha llegado un punto en que ese no es el problema: las listas que todos hacemos, las notas que nos escribimos, los pantallazos que llenan nuestros teléfonos no son paja, nos interesan de verdad, son cosas a los que nos gustaría prestar atención si tuviéramos el tiempo para ello. Sabemos qué nos interesa y por qué sentimos curiosidad. 

«¿Quién de nosotros no se dice a sí mismo, se pasa la vida diciéndose: “Cuando tenga tiempo cambiaré esto y lo otro?” Nunca tendremos más tiempo. Tenemos todo el tiempo que hay». (Alan Bennett)

Ahora creemos que el problema es el tiempo. 


El tiempo que no tenemos.


Pero no es verdad. El verdadero problema es que es imposible cumplir esas listas. Imposible. En algún momento creímos o nos hicieron creer que, con una buena gestión de nuestro tiempo, lograríamos hacer todo lo que queremos, pero eso tampoco es verdad. No hay que pensar que, si dejaras de hacer lo que no te apetece (lo que constituye eso que llamamos obligaciones: el trabajo, las tareas de la casa, los compromisos sociales), tendrías tiempo. No es así: lo que ocurriría entonces es que ampliarías tus listas hasta hacerlas aún más inabarcables.


¿No hay solución entonces? ¿Estamos condenados a hacer listas que se volverán amarillas con el tiempo (en mi lista de libros pendientes hay algunos que apunté en 2005), que jamás nos acercaremos a cumplir? No, sí la hay. Claro que la hay: hay que asumir esta imposibilidad y aprender a decir no, no solo a las obligaciones y tareas, a lo que no quieres, hay que aprender a decir no a cosas que sí quieres leer, escuchar, ver, visitar o disfrutar. O, como dice el autor del artículo, dejar la teoría de la lista y pasarte a la teoría del río.  


El bueno de Oliver comenta que hay que dejar de hacer listas. Él habla de no tener cubos llenos de cosas por hacer y lanzarse a, sencillamente, disfrutar de lo que nos traiga el río de la vida. Esto es cursilísimo, lo sé, pero tiene bastante sentido. Con los podcasts hice algo así el verano pasado. Mi lista tenía más de doscientos episodios pendientes, me di cuenta de que era imposible y que no tenía sentido, así que la borré, la eliminé de cero y ahora solo me permito tener diez en cola. Si quiero añadir uno más, tengo que eliminar alguno que ya esté. 


Cuando era adolescente y ya me había leído todos los libros que eran, digamos, míos, más todas las novelitas rosas de mi abuela en papel de estraza con heroínas que eran enfermeras, costureras, maestras o doncellas que se enamoraban de hombres más altos, más guapos, más ricos y más cultos que deciden casarse con ellas por su increíble bondad y belleza, me enfrenté al desafío de encontrar nuevas lecturas. Me plantaba delante de la estantería del despacho de mi padre. Había dos opciones: ser metódica y empezar por las estanterías que estaban en las baldas de la derecha nada más entrar en la habitación o ser caótica y simplemente colocarme en el centro de la habitación y esperar a que determinado libro me llamara. No lo sé con certeza ahora mismo, pero creo que nunca tuve como objetivo leerlos todos: mi plan era tener algo siempre para leer. 


Llevo dándole vueltas desde el viernes a esta teoría del río. Repito que puede sonar cursi pero creo que relajarse, ser consciente de que jamás en la vida vamos a tener tiempo de hacer todo eso que llevamos apuntado en el móvil y dejar de intentarlo, nos liberaría de este eterno correr. Creo que voy a dejar de contestar «lo apunto» cada vez que alguien me recomiende algo. A partir de ahora diré: «estupendo, ya veremos si más adelante me acuerdo», sabiendo de sobra que lo que no se apunta se olvida, pero no importa. Quizá haya otras cosas que justo me pillen en el momento adecuado para atenderlas.

A lo mejor hay alguien que piensa que esto es rendirse, que es decantarse por la dejadez, por la desidia, pero yo lo veo como una victoria. Como dice Alan Bennett, que, como Oliver, era inglés y escribió sobre la gestión del tiempo hace 114 años

«No estoy de acuerdo con aquello de que en todo caso es mejor fracasar a lo grande que obtener una victoria pírrica. Soy fan de las victorias pírricas. Un fracaso glorioso no conduce a nada. Una victoria pírrica puede conducir a una victoria no tan pírrica».

Prefiero no tener listas interminables de cosas pendientes que me lleven a fracasar a lo grande porque lo intenté pero no llegué. Prefiero ni intentarlo, sentarme a la orilla del río y coger lo que llegue. 


Borra tus listas. 



El próximo domingo, tenemos la tercera sesión del Club de Podcasts encadenados. Te cuento cómo funciona: aquí están los  deberes de escucha. Este mes vamos a escuchar 10 episodios, 5 en español y 5 en inglés, puedes escuchar los que quieras. También hay una ficha para guiar la escucha y que sea más fácil saber qué apuntar, en qué fijarse, cómo escuchar. Después, el domingo 21 a las 19:30 nos reuniremos por Zoom para comentar y compartir opiniones. Es así de sencillo y, te lo puedo asegurar, muy divertido. 

La próxima sesión es el 21 de abril. Si te suscribes hoy, tienes una semana gratis así que podrás asistir y ver si te merece la pena o no.  

domingo, 7 de abril de 2024

Lecturas encadenadas. Marzo


Bueno, bueno, bueno, qué ganas tenía de escribir esta entrega de Lecturas Encadenadas. Marzo fue un mes de lecturas fantabuloso. Leí mucho y muy bien. De cinco libros, cuatro fueron un completo éxito, una ristra de lecturas para recomendar sin parar y para todos los gustos. Hacía mucho tiempo que no tenía un mes tan estupléndido de lecturas. No sé como ha sucedido porque de los cinco libros, tres ni siquiera estaban en mis estanterías cuando empezó el mes. ¿Qué probabilidades había de que tres lecturas estupendas llegaran a mi vida a la vez y me encantaran? Muy pocas. 

Al lío. 

En febrero Tallón vino a Madrid a una presentación. «Vente». «Voy». «No puedo ir». «Pues vaya». Presentaba un libro de Sergi Pàmies y cuando le pregunté cómo había ido y si tenía que leer a Pàmies me dijo: «Por supuesto, busca por ahí de segunda mano sus primeros libros». Confío en Juan porque me ha descubierto grandes lecturas e incluso cuando no acierta me da tremendas alegrías, como cuando me recomendó el peor libro que he leído nunca y cuya lectura me permitió escribir un despelleje memorable. (Está muy mal autocitarse, pero como la falsa modestia no sirve para nada, aquí enlazo esa cumbre de mi prosa destructiva). 


Según terminamos de hablar, busqué y en Wallapop encontré Infección. Lo leí del tirón en el avión a Roma y lo disfruté tanto tanto... Me ha gustado muchísimo, me ha encantado. Creo que desde que leí Manual para mujeres de la limpieza, de Lucia Berlín, y Los cuentos escogidos de Shirley Jackson, no me habían gustado tanto unos cuentos. Los relatos de Pàmies son brillantes, agudos, divertidos, ingeniosos y están muy bien escritos. Sé que la expresión «muy bien escritos» puede parecer simplona, pero es que esto es algo que, ahora mismo, muy pocas veces se puede escribir así de rotundo sin mentir. Pàmies maneja el lenguaje como le da la gana y lo utiliza para llevarte a lugares que, antes de leer su cuento, nunca en tu vida habías imaginado. Parte de una situación normal, cotidiana, prosaica, algo incluso simplón y puede que hasta ridículo en su nimiedad, para de ahí, poco a poco, ir construyendo una ficción tan extrema y extraña que al salir del cuento dices: «Vaya viaje…», pero te descubres con una sonrisa en la cara y queriendo contárselo a alguien. Me ha recordado un poco a David Foster Wallace por ese uso de la cotidianeidad, de elementos conocidos como las calles, las personas, las situaciones, de una manera completamente nueva y diferente. Es como si al entrar en una habitación todo lo que hay en ella fuera conocido pero todo estuviera utilizado de una manera que jamás habías imaginado: sillas como tenedores, platos como alfombras, lámparas como sofás. ¿Extraño? Extrañísimo. ¿Interesante? Mucho. Si además todo presenta una armonía, en este caso de lenguaje, y una belleza inesperada... ¿Qué más le puedes pedir a un cuento? Ya te lo digo yo: nada. 


El otro día lo comentaba con una amiga: estoy harta de novelas de autoficción ancladas en una realidad a la que le falta ponerle el nombre y apellido del autor y de su novio, novia, ex marido, jefe o amante para saber que te están contando su vida. Me encanta la literatura basada en la vida de los escritores, adoro a Roth, a Richard Ford, a Auster, a Natalia Ginzburg, a Jean Paul Dubois y a muchos otros que usan su vida para construir literatura, pero no puedo más con gente que cree que su vida es literatura. Por eso me ha gustado Pàmies, porque ahí no hay nada de vida, todo es ficción llevada al extremo y, además de todo lo comentado, con un sentido del humor maravilloso. No puedo más tampoco con intensidades y el continuo «drama de vivir». No pido carcajadas y chiste fácil, pero quiero ironía e ingenio y sentido del humor, quiero que lo que leo me lleve a un sitio que no conozco, que no imagino, no a mi armario de los tuppers. No me había dado cuenta de que echaba tanto de menos el sentido del humor hasta que leí Infección y pensé: qué gusto. 


Contaba en los encadenados de febrero que en uno de los libros había una faja en la que Sergio del Molino comentaba algo como «desde la primera página sabía que era una obra maestra». Eso es lo que me pasó a mi con Infección; tras el primer relato, que se llama El alma de la lubina, pensé: «Joder, qué bueno es esto». 


«Cada vez que intenta escribir, dibuja. Se sienta, toma la estilográfica, piensa en la primera palabra para empezar un cuento, pero, cuando toca la hoja en blanco, la mano se le escapa». 

Aún así no me confié, porque con los relatos nunca sabes si han puesto el bueno al principio para engancharte y desde ahí todo va ir a peor. En Infección todos son buenos aunque, por supuesto, si tuviera que hacer un ranking tendría clara mis preferencias.  Podría seguir escribiendo sobre Infección pero no quiero extenderme más. Solo dejo aquí otra muestra de la maestría de Pàmies, en este caso con esta descripción que hace en el relato Fosforescencia de esos primeros besos que te das con alguien, cuando solo tocarte te provoca un millón de escalofríos. 

«Cuando dos lenguas se abrazan como si hiciese mucho tiempo que no se hubieran visto ¿cómo se dice?, se pregunta. Cuando las bocas, los cuerpos, son vestíbulos de hotel con millares de personas que corren, que reclaman, que se saludan, que pierden la maleta, que dejan mensajes en recepción, que celebran el nacimiento de un hijo, la victoria de un equipo, el regreso de un amigo, la llegada del primer hombre a la luna, ¿cómo se dice?»

Corred a Wallapop o la biblioteca y leed Infección


Mi amiga María Jesús me regaló Tengo algunas preguntas para usted, de Rebecca Makkai y la acompañé a la Fundación Telefónica cuando presentó junto con la autora esta novela que tiene todo para ser entretenida: un crimen, un podcast y un internado, pero que lo consigue solo a medias. La protagonista es una podcaster de éxito que veinte años después vuelve al colegio donde estuvo interna para dar un curso de creación de podcasts y se encuentra con que una de sus alumnas ha decidido que el tema de su proyecto será investigar la muerte de su compañera de cuarto, Thalia. 

¿Es la novela de tu vida? No, es regulera y se le ven todas las costuras. Es, como diría mi hija Clara, una novela «sin más». La primera parte con Bobby recordando cómo era su adolescencia, sus traumas y demás tiene un pase, aunque da mil quinientos rodeos para contar cualquier cosa. La segunda, centrada en un relato pormenorizado de un juicio, es un continuo ir y venir hasta llegar al TÍPICO giro de guión final de cualquier thriller: ¿Quién es el asesino? Si Makkai hubiera sido menos ambiciosa en su propósito de contar mil intensidades sin interés y se hubiera centrado en la trama «cluedo» sería una novela vacacional perfecta. 

«Nos abrazamos como viejos amigos, porque lo éramos. No hace falta haber sido amigo de alguien para ser viejos amigos después». 

Cuando le dije a Tallón que Infección me había gustado tantísimo me dijo. «Ja, ya tengo regalo por tu cumpleaños». (Breve inciso de contexto de estos regalos: Cuando Juan y yo empezamos a ser amigos no nos regalábamos nada porque no éramos amigos que se regalan cosas. Cuando llegamos a esa etapa, a ser amigos de los que se preguntan «¿dónde me recomiendas ir de viaje de novios?» o se piden favores como «necesito que cuando me veas en este acto se note muchísimo que somos muy amigos» empezamos a regalarnos libros. Al principio, intentábamos -yo más que él- regalarnos, si no el mismo día del cumple, por lo menos en febrero, porque los dos cumplimos en la misma semana. Según nuestra amistad fue estrechándose más, ese plazo fue dilatándose y, por ejemplo, el año pasado le envié su regalo en octubre. Por supuesto la gracia de ese retraso es poder, de vez en cuando, soltarnos pullas del tipo «¿y mi regalo?»). Este año, con mi entusiasmo por Pàmies se lo dejé facilísimo y un buen día abrí el buzón y ahí estaba: Debería caérsete la cara de vergüenza, el primer libro de Pàmies.  


Este volumen es también de relatos y, aunque también es fabuloso, le falta un pelín de la brillantez y madurez de Infección. Aún así, como digo, está lleno de hallazgos e ingenio. El relato que da nombre al libro es impresionante. No voy a contar más. No voy a repetir lo que ya he dicho antes de Pàmies, pero si quieres leer cuentos que te sorprendan y se queden contigo, es tu autor. Pero empieza por Infección


Dejo aquí esta perfecta definición del pre-divorcio: 

«Conclusión: llegados a este punto de mutua indiferencia era inútil soportarse eternamente»

También por mi cumpleaños, mi amigo Pablo me regaló El color de las cosas, de Martin Panchaud. Otro gran éxito lector, me gustó muchísimo y es, con mucha diferencia, el tebeo más original en su planteamiento formal que he leído nunca. Cada personaje está formado por dos círculos concéntricos de diferentes colores y todo se ve desde arriba, con una perspectiva extraña a la que crees que no vas a poder hacerte pero a la que te acostumbras y acomodas. A mi me dió la sensación de ir descubriendo poco a poco las claves para interpretar los dibujos y me sentí un poco como cuando aprendí a descifrar los jeroglíficos del periódico con mi abuela. Solo las partes más específicas cuentan con una perspectiva frontal, llamémosla normal. 

Aparte de la innovación formal, la historia está muy bien. Simón es un chaval de 14 años al que su madre, que se dedica a hacer tartas, le manda a entregar un pedido al vecindario. A partir de ahí, y por una serie de circunstancias fortuitas, se desencadenan una serie de acontecimientos que cambian la vida de Simon y también su manera de ser, de enfrentarse al mundo, de apreciar la realidad. Es un tebeo redondo en forma y fondo que te recomiendo muchísimo, sobre todo si ya eres lector de tebeos. Si es un formato que te resulta ajeno quizá no sea el mejor principio. Si vas a empezar con los tebeos, empieza por Maus, una obra maestra. 

La última lectura del mes también fue un regalo de cumpleaños: La casa de caramelo, de Jennifer Egan. De esta autora americana ya leí, hace unos años, su novela más famosa: El tiempo es un canalla, que me gustó mucho. Me lancé a leer La casa de caramelo, como hago siempre, sin leer la contraportada, sin buscar reseñas ni referencias, a cuerpo gentil, a ver qué me encontraba. Y lo que me encontré fue otra ficción original y diferente que me llevó, durante mis vacaciones en Cicely, desde los años sesenta hasta el 2035 a través de las vidas entrelazadas de sus personajes. No es una novela coral ni una saga familiar aunque sí lo es, no es ciencia ficción ni nos cuenta una distopía aunque sí lo es, y en ella se mezclan la primera persona, la tercera y hasta un capítulo narrado a través de unas instrucciones. Leyendo esta novela no paraba de pensar: ojalá ser tan lista y tan brillante como Jennifer Egan. No es envidia ni ambición, ni siquiera interés en intentarlo, es admiración. 

«Si un análisis acaba con un misterio, es que no era tal; sólo nuestra ignorancia hacía que pareciera misterioso. Igual que el relato de un crimen después de saber quién es el culpable. ¿Alguien relee una novela policiaca? El cosmos, en cambio, ha sido un misterio para el ser humano desde mucho antes de que supiéramos nada de astronomía o del espacio, y ahora que lo sabemos lo es aún más»

Es curioso que mi descubrimiento de los relatos de Pàmies, el tebeo de Panchaud y esta novela de Egan se hayan encadenado en mis lecturas. Los tres autores parten, como ya te he dicho antes, de la realidad más prosaica para, a partir de ella, crecer y crecer y crecer en fondo y forma para llevarme a lugares que desconocía y a los que he llegado gracias a su imaginación. Esa es la magia de la literatura. 

Ha quedado largo pero era necesario.

Lo he pasado tan bien, lo he disfrutado tanto, que me enfrento a los encadenados de abril sabiendo que la decepción me espera a la vuelta de la esquina. Hasta los encadenados de abril. 





domingo, 31 de marzo de 2024

My own private Cicely

Son las diez y media de la mañana y solo escucho pájaros y el sonido del teclado. Hay un silencio casi total. Cuando vives en una gran ciudad con coches, tráfico, gente, multitudes y prisas se te olvida lo que es el silencio absoluto. Aquí lo recupero. No hay coches porque el pueblo solo tiene una calle sin salida y para llegar hasta aquí hay que subir por una carretera infernal que asusta a los foráneos: no hay tráfico y no hay gente. Censadas hay 10 personas y puede que, cuando llegamos, los foráneos seamos 50 en los días grandes de verano. Esta semana tampoco hay caminantes que pasen por delante de nuestra ventana y miren con curiosidad para verme en pijama sentada en el sofá con el portátil en las piernas, escribiendo. Cuando viajo siempre intento ver el interior de las casas que me gustan, que me llaman la atención, para sentir muchísima envidia por las personas que las habitan. Cuando estoy aquí soy una de esas personas envidiadas. Creo, a lo mejor no, porque en realidad hay poca gente a la que le guste vivir en un sitio tan apartado, con una carretera que muere aquí y sin un solo local comercial de ninguna clase. Hay silencio, montañas y 
pocos cambios, aunque más de los que me gustaría.


Hace veinticinco años la carretera, al llegar al pueblo, se convertía en camino de tierra y por ese camino se llegaba a la iglesia. Unos años después se asfaltó el camino hasta la plaza y se arregló hasta la ermita. También pusieron farolas que casi no alumbran y un par de bancos para admirar las vistas. Hace veinticinco años al llegar al pueblo lo más normal era encontrarse al señor Ramón y la señora Teresa sentados en el poyete de Casa Carpintero, su casa, sentados al sol de poniente esperando a charlar con cualquiera que pasara por allí. Ramón y Teresa eran hermanos y ambos tenían los ojos más azules que yo he visto nunca. Tenían también la piel tersa del que ha vivido siempre en la montaña al sol, el viento, el frío y la nieve. Siempre sonreían y a él le recuerdo vestido, casi en cualquier ocasión, con un mono azul de trabajo que seguramente se sostenía de pie al lado de su cama cuando se desvestía cada noche. Ella siempre llevaba una falda, un jersey de punto de manga corta y un delantal. Nunca tenían frío. En los días de sol, al caer la tarde, todo el pueblo pasaba por su puerta para charlar un ratillo. Yo iba con las niñas a jugar a la plaza, a vigilarlas mientras montaban en bici y siempre acababan consiguiendo que Ramón las llevara al corral a ver a los conejos. A veces nos invitaban a beber vino rancio. A su cocina se subía por unas escaleras estrechas de madera que crujían amenazando ruina y toda la casa olía a viejo, a todas las generaciones que durante años habían llevado allí la misma vida. Este nunca fue un pueblo grande que encogió con la industrialización o la modernidad: siempre fue un pueblo pequeño que solo en la Edad Media fue capital del valle porque se encuentra en una atalaya que permitía vigilar la llegada de peligros. Toda la vida fue pequeño y nunca hubo de nada, aunque sí tuvo escuela. El edificio que la alberga sigue en pie: hace veinticinco años amenazaba ruina pero se pusieron de acuerdo y ahora es un local de la comunidad para usar cuando hace falta. Aquí ya no hay niños, pero sí quedan los que entonces fueron a aquella escuela y me cuentan que iban hasta allí cavando un camino en los dos metros de nieve que cada invierno caían en las calles, dos, del pueblo; me han contado cómo a los maestros que se contrataban para la escuela se les daba casa, una casa que ahora se alquila a turistas. Uno de esos niños también me ha contado cómo en verano, siguiendo a un par de niñas que eran las líderes de la pandilla, se metían en el prado de un señor con muy malas pulgas a robar manzanas y cómo su padre, cuando se enteró, le arreó tal paliza que su madre tuvo que asomarse a la ventana para decirle que lo dejara, que lo iba a matar. Todavía guarda rencor al nieto del Señor Malaspulgas. 


Un buen día el señor Ramón se murió. No es que nos pillara por sorpresa porque, a pesar de que sus ojos azules, su risa y su tono bromista lo hicieran parecer más joven, tenía casi 90 años. Al morir su hermano, la señora Teresa se mudó a otro pueblo, al lado de este pero ya más grande y con casas con ascensor que eran sin duda mejores para sus piernas cansadas e hinchadas a las que solo la presencia de su hermano habían permitido subir y bajar las escaleras a su cocina antigua y su balcón sobre la plaza. Casa Carpintero se quedó vacía, aunque en su poyete nos seguíamos congregando al caer la tarde en verano y en el invierno en cuanto el sol daba sobre sus paredes. Se fue descomponiendo poco a poco, casi sin darnos cuenta, hasta casi caerse. Ahora ya no existe: alguien la compró con la idea de reconstruirla como en una de esas historias de éxito que se pueden ver en vídeos de 35 segundos en Instagram o en programas de media hora en los que entre la idea inicial de «compremos una casa antigua y reformémosla» y el final final con ellos diciendo «hemos cumplido nuestro sueño» se les olvida mostrar los problemas, la subida del precio de los materiales, del euribor, lo que cuesta construir en un pueblo en el que no hay nada y al que para llegar hay que trepar por una montaña y el tiempo y la vida que pasa durante todos los años que se tarda en conseguirlo, si es que lo consigues. Ellos no lo consiguieron. 


En el pueblo también ha habido otros cambios, alguna que otra casa construida, una pareja de alemanes que empezó a venir hace un par de años, la casa del cura convertida también en establecimiento de turismo rural. Se han renovado algunas de las marcas de los caminos y a los contenedores de basura les han hecho una caseta de madera. Por lo demás todo sigue más o menos igual. Se van muriendo los padres de los niños que iban a la escuelita y también algunos de esos niños. Los hijos de esos niños tienen a su vez hijos a los que, claro, conozco desde que nacieron igual que ellos conocen a mis hijas. Todos han montado en bicicleta por este pueblo sin gente ni coches ni ruido y todos han perseguido o han sido perseguidos por perros que también son hijos de los perros que acompañaban a aquellos niños a la escuela entre paredes de nieves que ya no existen. Eso sí ha cambiado. Algunos años nieva tanto que durante un par de días puedes soñar con quedarte aquí aislado, pero pronto el sueño se disipa porque la quitanieves llega rápido a despejar la carretera y porque enseguida deja de hacer frío. Eso también ha cambiado. Hace veinticinco años siempre me traía jersey cuando venía aquí en agosto, ahora estamos pensando en comprar un ventilador para poder dormir por las noches sin tener que rezongar: «pero qué calor hace». 


Paseando bajo la lluvia por Cicely iba pensando: «esto hace veinticinco años no estaba», «aquí había un prado», «ese huerto siempre ha estado ahí»; me acuerdo de cuando arreglaron el lavadero en la plaza y cuando pusieron una fuente para que los días en que las tuberías se congelan puedas coger agua para beber y fregar. Al mismo tiempo tengo la sensación de que este pueblo, mi Cicely particular, está igual que siempre y de que todo ha cambiado. Si lo pienso es un poco lo que me pasa a mí: soy la misma persona que hace veinticinco años pero también por mí han pasado cambios. Los dos estamos envejeciendo, ojalá dentro de veinticinco años nos sigamos gustando. 


Sigue el silencio y los pájaros. Escucho pasos. En pijama salgo a saludar a uno de esos niños de la escuelita que recoge huevos enfrente de mi casa. «Toma, para que almuerces».