domingo, 12 de noviembre de 2023

¿Ha visto usted mis tetas? No, pero me gustaría verlas

"Dibujo mis propias debilidades". Sempé. 


Era una camiseta de color fucsia oscuro o un rosa oscuro que alejaba al color rosa de cualquier asociación con algo cursi. Además, a mí nunca me había gustado el color rosa y aquella camiseta me encantaba. Tenía un dibujo en la espalda de una especie de pato amarillo como de caricatura y alguna leyenda, pero no la recuerdo. Sí recuerdo que esa camiseta me pareció lo más maravilloso que había tenido nunca. Lo mejor que tenía no era el color, ni el pato, ni la leyenda: lo mejor es que era grande. Necesitaba ropa grande porque aquel verano, el de los doce años, de repente me habían crecido las tetas. Muchísimo. Aquello ya no eran pechitos de niña sino algo completamente fuera de lugar, gigante, que me convertía en una simple portadora de pechos. Era horrible. Espantoso. Me dolían, me picaban los pezones, me pesaban. Pero nada de eso era lo peor: lo peor era ver cómo mis amigos de toda la vida ya no podían apartar la mirada de esas cosas que me habían crecido de un verano para otro. 


La camiseta llegó para salvarme la vida y joderme la postura para siempre. Era grande, me quedaba holgada, así que si echaba los hombros hacia delante y el pecho para atrás, las descomunales protuberancias se disimulaban y estaba a salvo de las miradas penetrantes. Esto solucionó un problema y creó otro: mi madre se pasaba el día diciéndome «ponte derecha», «ponte derecha», «que te estires». Al final del verano comprendí que por mucho que llorara, por mucho que lo soñara, aquellas cosas no iban a desaparecer nunca y que tenía que aprender a vivir con ellas para siempre. Las odiaba. Aprendí a vivir con los hombros encorvados y un poquito de chepa. Aprendí que no podía comprarme ropa de tirante fino porque los sujetadores que yo necesitaba llevaban siempre unos tirantes de dos dedos de ancho; aprendí que cualquier ropa interior que se anunciara en televisión, marquesinas o revistas no era para mí, no había para mi talla. Aprendí que tenía que resignarme a bañadores o bikinis pensados para señoras de 60 años y que pesaran 30 kilos más que yo. «Ay, es que claro, con tanto pecho pareces muy grandota pero luego eres finita. No tenemos nada que te vaya bien».


Odiaba mis tetas.Tenía un complejo impresionante que pude más o menos sobrellevar gracias a que mi adolescencia transcurrió en la época en que las hombreras lo petaban y cuanto más grandes mejor. Hombreras y jerséis y camisas grandes. Le robaba la ropa a mi padre. «Vas siempre como si llevaras un saco». Surfeé el colegio; surfeé la vergüenza de los veranos con 14,15, 16, 17, 18, 19 y los bañadores de señora; surfeé no encontrar ropa. Operarse del pecho era algo que no hacía nadie, ni siquiera sabía cómo se hacía: tenía una ligera noción de que era algo que costaba mucho dinero e implicaba un cirujano estético. ¿Cómo se lo planteaba a mi madre? No hubiera sabido ni cómo decírselo. Después de las experiencias traumáticas yendo a comprar sujetadores con ella, estaba claro que entre mis tetas y mi madre tenía que mantener la mayor distancia posible. 

Los veinte fueron algo mejor. Supongo que me acostumbré o me resigné. Esto era lo que había y chimpún. Tuve novios, le di uso a mis tetas, las disfruté, me dejaron los novios, llegaron otros, y así hasta que me casé. Bueno, pues entonces, en algún momento esos cántaros gigantes iban a tener alguna utilidad. Me quedé embarazada y, cuando creía que aquello no podía ser más grande, descubrí que estaba equivocada. Aquello era inmanejable. Tengo marcado el día en que al mirarme al espejo me vi monstruosa y me puse a llorar. Llegó El Ingeniero y me encontró desconsolada. «No te preocupes. Cuando nazca el bebé, lo miramos y te operas». 

Nació María. Nació Clara. Y no me operé. Una conocida mía, vital, divertida, fantástica, había decidido operarse con tan mala suerte que en quirófano sufrió una parada cardíaca y murió 3 días después. ¿Cómo iba a operarme de algo que parecía frívolo y tonto solo para resolver un complejo, una inseguridad, cuando podía morir y dejar a mis hijas huérfanas? Eso sí que sería frívolo.. Me resigné otra vez. La ropa había mejorado un poco y, bueno, me hice mayor y me importaba menos. Nunca dejó de importarme pero ya no era algo traumático. Era molesto, incómodo, desagradable, feo… pero podía vivir con ello. Hasta que el año pasado pensé que ya no tenía que pedir permiso a nadie, no necesitaba justificarme y, sobre todo, tenía el dinero y el ánimo para hacerlo. 


Pregunté a mi ginecólogo, que me dijo: «Es buenísima idea. A tu edad, cuando te llegue la menopausia, crecerán aún más y se caerán más». Esos dos «más» me parecieron aterradores y físicamente imposibles, pero me convencieron aún «más» para seguir adelante. Me recomendó una cirujana y fui a verla. Le pedí a mi hermana que me acompañara. En cada paso del proceso estaba preparada para que algo me impidiera seguir adelante: «tus tetas no se pueden operar», «van a quedar mal»… cualquier cosa. Cuando la cirujana me preguntó cuándo había empezado a pensar en operarme, le contesté: «la mañana del día en que con 12 años me levanté y me di cuenta de que tenía unas tetas enormes». «Ah, eso es dismorfía primigenia», creo que dijo. «Se llama así cuando desde el primer momento no estás a gusto con tus pechos». Me contó todo el proceso y, después, me pidió que me desnudara. «Vaya, es que disimulas mucho, vestida no parece tanto». «38 años disimulando, soy casi como Mortadelo y sus disfraces. Si me empeño mucho te puedo hacer creer que tengo una 85B».


 «Opero lunes, miércoles y viernes, elige el día que quieras».

 

Elegí día y hace poco más de un año, exactamente un año y quince días, me quité tetas. 750 gramos fuera de mi cuerpo. Salí del hospital con dos drenajes, un vendaje, muchos puntos que no me veía y una sonrisa en la cara. Ha pasado un año y quince días y ya no tengo drenajes ni vendaje y las cicatrices han ido desapareciendo. Sigo sonriendo casi todo el tiempo. Me acuerdo muchísimo de la niña de la camiseta fucsia y de sus hombros caídos. Pienso en que tenía que haberlo hecho antes para luego darme cuenta de que antes no hubiera podido ser: fue cuando tocaba. También le doy vueltas a las veces que he dicho que la cirugía estética no me gusta y que nunca me pincharé bótox o me rellenaré los pómulos o los labios. No tengo planes de hacer ninguna de esas cosas porque no tengo problemas con mi cara. ¿Podría tener menos arrugas? Sí. ¿Me importa? No. A mí me importaban mis tetas. Sabía que estaría mejor con ellas más pequeñas. Lo supe desde aquel verano en que no me quité la camiseta fucsia. «Las que se ponen a veces se arrepienten. Las que se quitan no se arrepienten nunca», me dijo la doctora que me hizo las mamografías previas. No lo sé, no me importa nada lo que otras mujeres hagan o dejen de hacer. Yo sabía que no iba a arrepentirme. He tardado un año y quince días en escribir esto. No tenía por qué escribirlo, lo sé. Podía ser una de esas cosas que (me) pasan de las que no escribo nunca pero hoy, al releer mis cuadernos y encontrarme con esa cita de Sempé, he pensando: hoy es el día. 


Estoy en Cicely con mis amigos pasando unos días. «¿Qué haces? Escribir la newsletter. ¿De qué vas a escribir? De mis tetas. Por favor, por favor, escribe: “¿Ha visto usted mis tetas?" Aquí estoy con las mismas personas que estaban conmigo cuando cumplí 13 años y me cayó un complejo encima. Ahora me ven erguida, con camisetas estrechas y, si quiero, sin sujetador.

«Estás feliz».

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domingo, 5 de noviembre de 2023

Lecturas encadenadas. Octubre

 

El mes de octubre comenzó con un fin de semana de cumpleaños en una casa en los Montes de Toledo. Fue un fin de semana luminoso, de inesperados pantalones cortos en octubre, de vino, risas, pies en la piscina y muchísima comida. Fue un fin de semana en el que en algunos ratos parecíamos Los amigos de Peter, en otra una partida de colonos británicos en la sabana africana con nuestras mesas de picnic y nuestras copas de cava y, en otros, una discoteca de los noventa con coreografías imposibles y bocatas de calamares para matar el hambre que la diversión da. 


A la terraza de esa casa, inmensa y con vistas a los tejados del pueblo y al campo, asociaré para siempre la lectura de La luz difícil, de Tomás González. Me levantaba pronto y subía a la terraza a leer mientras disfrutaba de mi desayuno. Más pronto de lo que a mí me hubiera gustado los demás habitantes de la casa iban apareciendo, con lo que la lectura se hacía imposible; pero el hecho de estar desayunando con un libro entre las manos provocó miradas de curiosidad y preguntas. «¿Qué lees?» «¿De qué va?» «¿Qué tal está?» No me gusta nunca contar de qué va un libro porque me parece siempre una responsabilidad inmensa. En esas dos o tres frases te juegas el que la otra persona decida leerlo o, por lo menos, apuntárselo en el chat de whatsapp que tiene consigo mismo o que diga: «bah, a mí ese tema no me interesa». Si pienso en cualquiera de mis libros favoritos e intento responder a la pregunta «¿de qué va?» la respuesta que podría dar es tan pobre que creo que ni yo misma me animaría a leerlos. «Va de dos amigos que eran muy amigos y se enfadaron por una cuestión y se reencuentran cuando ya son ancianos». «Pues trata de un pueblo de California donde viven una serie de personajes desarrapados cada uno con sus peculiaridades, y en realidad no pasa nada». «Va de dos matrimonios neoyorkinos y cómo crecen según se van haciendo mayores con sus glorias y sus mierdas». «Va del último habitante de un pueblo pequeño del Pirineo aragonés». Yo nunca pregunto de qué va un libro, ni siquiera leo la contraportada. Llego a ellos por recomendaciones o preguntando a la persona a la que veo leyéndolo «¿por qué estás leyendo ese libro?» 


Dicho esto, La luz difícil llegó a mis manos porque me lo enviaron desde la editorial Sexto Piso. Contra lo que alguien pudiera creer a mí no me mandan muchos libros, casi ninguno de hecho, porque siempre advierto a las editoriales que si no me gusta lo diré. Entiendo que es un riesgo que no quieran correr y, además, yo prefiero comprarme lo que me apetece sin tener compromisos lectores. No sabía nada de Tomás González ni de su libro y lo primero que descubrí es que es una reedición: se publicó por primera vez en 2011. 


Me gustó muchísimo. Es un libro tristísimo, casi al nivel del que «va del último habitante de un pueblo pequeño del Pirineo aragonés». Los dos temas principales son el amor y la muerte pero, sobre todo, el amor: a una pareja, a los amigos, a los hijos; pero, sobre todo, al hecho de estar vivo. Tiene una intimidad casi táctil. ¿Qué quiero decir con esto? Pues que cuando lo estás leyendo estás en la casa en la que transcurren unas horas agónicas que marcan la vida del protagonista, David. Hueles la comida que preparan, el jabón que usan para lavarse las manos, los cojines y las mantas del sofá donde se reúnen a charlar, los olores de una casa que los que viven en ella no detectan. Sientes el tacto de los muebles que han acumulado capas de vida familiar y ves cambiar la luz que entra por las ventanas que dan a un pequeño cementerio en Manhattan. La acción transcurre en dos lugares alejados entre sí: el presente del protagonista, David, que es un anciano viviendo en Colombia en una casa en el campo y en donde también sientes el verde de la vegetación, el eco de su vida solitaria, los sonidos de la lluvia tropical... y Nueva York, a donde nos lleva con lo que está escribiendo para recordar o, mejor dicho, para no olvidar. La luz difícil se lee con todos los sentidos alerta, esperando un momento que sabe que va a llegar pero que no sabes cuándo será. Sientes la misma anticipación agónica de los personajes. Quieres que pase cuanto antes para dejar de sufrir la espera y al mismo tiempo quieres que la espera no termine nunca. 


No quiero contar nada más sobre lo que ocurre porque creo que es un libro al que hay que entrar como se entra a casa de unos amigos queridos: abrir la puerta y encontrarte con ellos. Me ha gustado muchísimo pero cuando he vuelto a él a ver cuantas esquinas había doblado, he descubierto que ninguna y me ha parecido bien. No es un libro con frases relumbrantes que resuman en tres líneas una verdad vital. Su mayor logro, el mayor acierto de González es que leyendo La luz difícil se tiene la sensación de estar conociendo una vida que se está viviendo, paladeando, encajando y disfrutando y sufriendo a partes iguales, pero con la consciencia de lo increíble que es estar vivo. 


Salid ahora mismo a comprarlo o sacarlo de la biblioteca. 


Ahora viene la parte difícil. ¿Cómo le dices a alguien que te cae fenomenal, que te parece adorable y brillante, que su nueva novela te ha parecido espantosa? ¿No se lo dices? ¿Mientes? Llevo un mes pensándolo pero es que yo no sirvo para mentir (en esto) y además creo que mi opinión va a ser una gotita de agua en un mar de halagos, cumplidos y loas de gente que ha encontrado la novela maravillosa. Quién sabe, a lo mejor soy yo la equivocada. Lo mejor es hacerlo por carta. 


«Querido Manuel, 


Sabes que te aprecio. Nos conocemos por amigos comunes y todas las veces que hemos coincidido ha sido un placer charlar contigo, intercambiar algunas risas y una vez te libré de presentar un libro horrible. Podría decirte, como hacen los cursis y los cobardes, que esto me duele más a mí que a ti, pero no es verdad. Sinceramente creo que a ti tampoco te va a doler porque estás teniendo un éxito impresionante del que me alegro sobremanera y no creo que mi opinión sincera vaya a perturbarlo. Espero, además, que agradezcas mi sinceridad o que, por lo menos, la próxima vez que nos veamos no me escupas. 


Mirafiori no me ha gustado nada. Nada de nada. Me he enfadado muchísimo mientras la leía porque quería que me gustara, quería poner en Instagram que me había chiflado y recomendarla para que la gente corriera a comprarla, pero no ha habido manera. No me he creído nada, ni a él, ni a ella. Miento: el capítulo en el que él, loco de celos, entra en una espiral de espionaje en redes digna de Jason Bourne sí me lo creí. ¿Por qué? Porque todos hemos estado ahí, todos hemos hecho eso. Tú eres más joven, pero yo incluso hice algo así en un mundo pre redes sociales. Ese agujero negro de obsesión es uno de los lugares más terribles al que nos lleva el final de una relación y uno de los más vergonzosos. Que lo hayas dejado escrito en Mirafiori sabiendo que todo el mundo, o mucha gente, va a pensar que es algo en cierta manera autobiográfico es un mérito que te reconozco. ¿El resto? Para mí es terrible. No quiero ahondar en lo que menos me ha gustado (la escena en la catedral de Santiago, en fin) porque creo sinceramente que eres un tío con muchísimo talento.  A lo mejor alguien me acusa de tener favoritismos, de no recrearme en esta crítica como me recreé en otras. Y tendrán razón, no me recreo porque te aprecio y porque esto es mi newsletter y despellejo lo que quiero. Enhorabuena por tu éxito, me alegro muchísimo.  Siempre asociaré tu libro al aeropuerto de Barajas, sé que no es una asociación preciosa pero tiene su encanto.»


Con El violín de Lev, una aventura italiana, de Helena Atlee, terminé octubre. De esta historiadora inglesa leí hace unos años El país donde florece el limonero, un libro de viajes e historia por Italia para comprender el cultivo de cítricos, sus orígenes y su importancia histórica, social, económica y artística. En El violín de Lev Atlee nos lleva de nuevo al país transalpino pero esta vez vamos siguiendo la pista de un viejo violín. ¿Será un violín de los conocidos como «viejos italianos», fabricado en Cremona por Amati, Stradivari o Guarini del Gesú? Por supuesto yo no sabía absolutamente nada de violines, creo que ni siquiera soy capaz de distinguir un violín de un viola, y no había pensado que pudieras enamorarte del sonido de un violín, que no sonaran todos más o menos iguales (Ya he hablado alguna vez de mi completa ausencia de oído musical). Del libro de Atlee sales conociendo muchísimo de la historia de los violines, te lleva a los talleres, a los bosques en los que se talan los pinos con los que se fabrican, a conocer a los luthiers que los crean, los reparan y los miman; a los comerciantes que, en su día, los hicieron famosos fuera de Italia; a los expertos y hasta a los dendrocronólogos que los datan. Es una historia apasionante en la que al final te da igual si el violín de Lev es uno de esos viejos italianos o no, es la excusa para sumergirte con Atlee en un mundo desconocido lleno de pequeños detalles. ¿Lo recomiendo? Por supuesto que sí, es una delicia de viaje. Eso sí, creo que me gustó más el limonero.  


Han llegado las noches tempranas, a ver si consigo aprovecharlas para encerrarme en casa, no ver a nadie y leer muchísimo.  A ver si hay suerte. 


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domingo, 29 de octubre de 2023

Banda sonora de una semana cualquiera de otoño

 
Autumn leaves are falling like the rain
And it falls on me, once again
Sylvie

El jueves descubrí esta canción en la newsletter de la cabaña de Eva Morell. La añadí automáticamente a mi lista de canciones que me gustan y que nunca encuentro el momento de volver a escuchar pero hoy, sábado, mientras in extremis escribo esto, me he acordado de ella y aquí ando, con mis súper auriculares, absorta en la canción y tratando de que la concentración no me abandone hasta llegar al final. 

Esta semana ha sido como otra cualquiera. El sábado pasado escuché un podcast sobre las razones por las que el tiempo pasa más rápido cuando te vas haciendo mayor y la periodista que lo contaba decía que ella tenía en la pared de su cuarto un calendario gigante formado por 90 líneas de 52 cuadrados cada una. Cada domingo tachaba uno de esos cuadrados: era una manera de ver su vida pasar, de ser consciente de que otra semana que nunca volvería a vivir acababa de terminar. Hablaba también de que para que el tiempo pase más despacio hay que ser consciente de lo que te pasa, hacer cosas distintas. 


Get away from me,

Just get away from me

This isn't gonna be easy

Counting Crows


Esta canción que suena ahora me duele como cuando me dolía el amor… esa angustia emocional en la que creías que te ibas a ahogar. No sé si esta semana he hecho cosas distintas, pero pensar en todo lo que (me) ha pasado me da la sensación de que ha sido provechosa o, al menos, aprovechada. 


Trying to make it real compared to what

President's got his war

Compared To What 


El jueves comprobé que el vino me emborracha más que cualquier otra cosa. Me encanta y me emborracha. Entre tres nos bebimos dos botellas, arreglamos el mundo y luego, como en los buenos tiempos, nos quedamos en el coche hablando hasta que se hizo indecentemente tarde, tan tarde que al acostarme solo pude pensar «menos mal que mañana teletrabajo». He ido en bici a trabajar cuatro días y ya me atrevo a ir hasta la puerta del curro subiendo por la Gran Vía. Me han regalado un casco para que me juegue un poquito menos la vida. Me encanta ir en bici atravesando El Retiro. Lo único malo es que no puedo escuchar podcasts. No entiendo a la gente que no ve lo peligrosísimo que es ir en bici por Madrid aislado acústicamente de todo lo que ocurre a tu alrededor. Otro efecto colateral de mi nueva faceta ciclista es que los bolsos han desparecido de mi vida: voy a todas partes con una mochila con la que, sin llegar al nivel de mochila del fin del mundo de Amaya Ascunce, podría sobrevivir una temporada: cuadernos, estuche, cartera, neceser, bolsa de táper, gafas, llaves, casco. Me falta una muda y casi parece que me he escapado de casa por amor. 


Me sigues gustando

Te sigo soñando

Es esta la forma 

que tengo, cariño,

de demostrarlo. 

Luz Casal & De Pedro


«Qué maravilla, qué trabajo más fino te han hecho», me dijo la enfermera que me revisó la cicatriz de la operación de la semana pasada. Debe de ser preciosa, una obra maestra, pero yo no la veo porque está en medio de la espalda y lo único que sé es que cuando me giro por las noches me tiran los puntos. He pasado ocho horas en un estudio de sonido montando episodios de podcasts con un hombre muy guapo, muy encantador y muy joven que se distrae con el vuelo de una mosca y al que llegó un momento en que le dije: «venga, chaval, que cuando terminemos te doy un gomet verde». Le pregunté a mis amigos del vino si era posible que un hombre mucho más joven (no es el técnico de sonido, no nos hagamos líos) que yo estuviera flirteando conmigo o eran imaginaciones mías. Me aseguraron que era muy posible. No sé muy bien qué hacer con esa información, la he dejado en un cajón. 


See this ancient riverbed

See where all my folly's led

Down by the water, and down by the old main drag

The Decemberists


He triunfado totalmente regalándole a un amigo un libro que  tiene en la cubierta la fotografía de dos famosos escritores en la playa, desnudos con las colas al aire. «El día que yo pueda poner una foto mía con la chorra a la vista en una portada será que el mundo ha vuelto a ser un lugar sensato, libre e inspirador». Le debía un regalo por su cumpleaños y él me lo estaba reprochando a pesar de que dice que no le gustan los cumpleaños, que le dan igual. Paseando por Bruselas encontré este libro que para mí tiene un significado muy especial y fue una de esas carambolas existenciales que justifican por qué le debía el regalo desde febrero. 


I only wanted to be some kind of friend, hey

Baby, I could never steal you from another

It's such a shame our friendship had to end

Purple rain, purple rain

Prince


Me he comprado un traje de chaqueta de cuadros azules y grises con el que espero que, cuando lo lleve, me digan «pareces un payaso». También me compré tres cuadernos finos de Muji para usar en el trabajo y tratar de aligerar la mochila. He comprado pan de centeno por primera vez en mi vida y flores para un amigo que ahora anda hecho un lío intentando encontrar un jarrón adecuado. He hecho ejercicio cinco mañanas antes de desayunar y sigo odiando las zancadas. Me he sorprendido a mí misma limpiando los rodapiés de mi casa y me he enfadado muchísimo, así que me he levantado y he dejado de hacerlo inmediatamente. ¿A quién le importan los rodapiés? 


Sometimes I feel like throwing my hands up in the air

I know I can count on you

Sometimes I feel like saying: “Lord, I just don't care”

Florence + The Machine


He hablado con gente que estaba en Chile, México, Italia y Argentina y el lunes me embarqué al llegar a trabajar en el increíble trabajo de preparar lasaña de calabaza, avellanas, pasas y bechamel de gorgonzola. Cuando llevaba una hora y media en la cocina pensé: «¿qué cojones estoy haciendo?» Pero, al contrario que los rodapiés, esto no podía dejarlo a la mitad y acabé tan agotada que no cené. «Está buena pero sabe dulce», me dijeron las brujas con las que vivo después de todo mi esfuerzo. He terminado la tercera temporada de Doctor en Alaska, que sigue siendo un lugar feliz, un sitio en el que quiero quedarme a vivir. He abierto una cuenta corriente remunerada y me he sentido casi tan adulta como la primera vez que fui al cajero a sacar dinero. He llevado a la tintorería una alfombra que, en teoría, tenía que haber llevado mi hija en junio. Algo que no ha sucedido porque «me da vergüenza ir por la calle con una alfombra». Estuve un rato esperando a que apareciera un italiano llamado Andrea que, cuando apareció, resultó ser una chica encantadora casi tan friki de los podcasts como yo y que al día siguiente me mandó un mail con uno de las cosas más bonitas que me han dicho nunca: «qué suerte tiene la gente que trabaja contigo». Creo que esto es lo que más ilusión me ha hecho de toda la semana, mucho más que salir en la lista de 500 mujeres más influyentes de España entre Ana Rosa Quintana y Nuria Roca. 


Ain't got no home, Ain't got no shoes,

Ain't got no money, Ain't got no class,

Ain't got no skirts, Ain't got no sweater,

Ain't got no perfume, Ain't got no love,

Ain't got no faith

Nina Simone


El miércoles Leontxo García me preguntó si estaba bien, si estaba feliz. Le sonreí y le dije: «Pues sí, Leontxo. Bastante». «Me alegro mucho», me contestó. 


Ha empezado el horario de invierno. Empieza mi mejor momento del año, las semanas que más me gustan. 


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domingo, 22 de octubre de 2023

El leopardo y la paciencia

Esta semana, el jueves, llovió muchísimo en Madrid y yo estaba muy contenta. Cada vez que levantaba la mirada del ordenador y veía, por la ventana, que llovía a cántaros, que jarreaba, se me escapaba una sonrisa. Tengo que controlarme porque cuando llueve, como me despiste, puedo pasarme horas mirando la lluvia. Igual que hay gente que toma el sol, yo miro la lluvia. 

Para mirar la lluvia, para escucharla, hay que pararse y hacerlo. 

Todos tenemos prisa. Solo unos pocos que han sabido o podido vivir sin estar atrapados en una espiral de prisa o que no viven en una gran ciudad donde el tiempo discurre de manera artificial viven a un ritmo no digo ya natural sino realista. La mayoría de nosotros nos pasamos el día corriendo, comprimiendo un millón de actividades, compromisos, trabajos, obligaciones en el menor tiempo posible. Hacemos o creemos hacer muchas cosas, creemos en esa cosa tan absurda que es «exprimir» el tiempo. Exprimir el tiempo, aprovecharlo. ¡Qué estupidez!

Como nos pasamos el día saltando de actividad en actividad aplicamos ese mismo criterio de hámster enrabietado a nuestros sentimientos, a la naturaleza, al tiempo en mayúsculas. Queremos que la enfermedad, el malestar, la irritación, el dolor, el duelo, la tristeza, todo se acabe rápido y podamos pasar a otra cosa. Nos frustramos cuando eso no ocurre, cuando todo se extiende más allá del parpadeo temporal en el que vivimos permanentemente. «E s que yo quería hacer». «Es que tenía pensado ir». ¡Qué ingenuos somos! Nosotros podemos correr como pollos sin cabeza cada día pero no podemos obligar a un virus a que tenga prisa, a que una planta florezca, a que una herida sane antes o que el duelo se termine dándole a un interruptor. Es jodido pasar dolor, sufrimiento, agobio, pero creo que no poder pasar a doble velocidad lo que nos duele, nos agobia o nos entristece es lo que nos mantiene a salvo de no acelerarnos tanto que acabemos despedidos de nuestras propias vidas por la fuerza centrífuga de nuestra propia aceleración. La enfermedad dura lo que tiene que durar y le da igual nuestra prisa. La herida del padrastro que te has mordido mientras asistías a otra reunión infinita tardará en curarse lo que considere, recordándote cada día que está ahí y que le da igual lo que tú quieras. Una ruptura amorosa, esa desazón que te asalta apagándote la respiración, lleva su ritmo y nuestros patéticos esfuerzos por pasarlo rápido no son más que eso, ridículos intentos de conseguir algo que está más allá de nuestra prisa. Queremos que todo sea automático, que sea algo de on/off, pero nada funciona así.

El verano pasado, viajando por las carreteras de Washington rodeada de bosques impenetrables y espacios inmensos y salvajes, pensé que a la naturaleza le damos exactamente igual, le somos superfluos, insignificantes, mínimos. «Pues con el cambio climático estamos acabando con el planeta». No, estamos acabando con el planeta tal y como lo conocemos, pero no como algo absoluto. El planeta y la naturaleza seguirán aquí cuando nosotros, con nuestra prisa y nuestra ridícula aspiración de controlar todo con un interruptor, una pastilla o un pensamiento orientado, hayamos desaparecido.

El sábado pasado, por la tarde, estábamos haciendo el fin de semana bien y no teníamos nada que hacer más que vaguear. Me acordé de repente de un documental que me habían recomendado: El leopardo de las nieves. Lo busqué y lo puse. No sabía qué iba a ver; en realidad, si soy sincera, pensé que sería algo adecuado para dormitar hasta la hora de la merienda. Sin embargo me quedé atrapada, sin poder apartar la mirada desde el primer momento, desde la primera escena en la que dos muchachos tibetanos se sentaban fuera de una caseta destartalada a observar el paisaje montañoso y desolado que les rodeaba. No parecían aburridos ni hastiados, parecían contentos. No tenían nada que hacer más que esperar y observar. Esa primera escena me transmitió una calma y una tranquilidad en la que me sumergí, casi nadando, deseando que no terminara nunca. El leopardo de la nieves es la historia de Sylvain Tesson (escritor del que he recordado que leí Un verano con Homero el año pasado) y su viaje con el fotógrafo Vincent Munier para buscar al leopardo de las nieves en las montañas del Tíbet. En realidad el leopardo es lo de menos y también la nieve. El tema principal del documental es la paciencia, la espera, la observación. Mirar, sentir, ver, escuchar. 

Plano tras plano los vemos a los dos acomodados (es un decir) en la ladera de una montaña desolada, sin árboles, sin vegetación, entre rocas, rodeados de silencio y rachas de viento y, a veces, nieve, mirando. Susurran algunas frases. Sylvain escribe en una pequeña libreta, Vincent ajusta la cámara, se ponen los guantes, se arrebujan en sus abrigos, se cubren con las capuchas, susurran otra vez, pero sobre todo esperan. Ves la nieve caer en su pelo, en sus pestañas, en el pelo de sus capuchas. Escuchas el viento soplar a su alrededor y ellos esperan. Y tú con ellos. De ese ejercicio de paciencia infinito de los amigos surge la calma y la tranquilidad en la que te sumerges, en la que, como he dicho antes, nadas, haces el muerto como en el mar. Es un estado de calma absoluto, de estar a salvo del tiempo y el espacio. En ese ejercicio de paciencia sin fin todo se relativiza, todo se para. A veces, esa calma se rompe con el avistamiento de un búho, un buitre, un zorro o un oso... una breve ruptura del acecho que rompe la rutina que vuelve a retomarse después o al día siguiente. 

Vicent y Sylvain se mueven, buscan al leopardo, pero sobre todo esperan. El fotógrafo, más experimentado en el acecho, comenta que él ya no puede vivir en la ciudad, que hay demasiada prisa y que el leopardo llegará cuando tenga que llegar, cuando sea el momento. Ellos tienen que estar preparados pero nada más. Solo hay que esperar. Al final lo ven, claro, y yo me enfadé un poco porque sabía que eso significaba el final de ese tiempo suspendido en el que había estado viviendo esa hora y media. Encontrarlo significaba  volver a las prisas, a la impaciencia, a la vida real. 

En el día a día no pensamos nunca como Vincent. Vivimos creyendo que hay alguna manera de acelerar las cosas, de provocar que ocurran, de controlar todo. ¿Por qué hemos llegado a esta idea? Sin embargo no somos capaces de controlar algo que sí podríamos manejar: nuestra frustración. No sabemos hacerlo. Nos frustra estar tristes, sufrir, el dolor, que haga calor, que haga frío, que llueva, que un disgusto no se disuelva en medio minuto, que una ruptura nos duela seis meses, que una ofensa nos escueza dos semanas. Y multiplicamos esa frustración por mil cuando vemos que todo eso no hay manera de pasarlo de manera automática para llegar al «estar bien» en medio minuto.

Somos patéticos. Somos risibles, todos. Si hubiera alguien que nos viera desde fuera con esta prisa intrínseca agarrada a nuestro día a día le entraría la risa, como cuando ves a alguien corriendo porque llega tarde.

Parémonos. Asumamos que las cosas duran lo que tienen que durar. Pensemos: «Esto va a durar X, voy a hacerme a la idea». 

Parémonos. 

Parémonos. Miremos. Escuchemos. Veamos. 

Pensemos conscientemente «voy a tener paciencia y, mientras la estoy teniendo, voy a estar en esta espera, voy a mirar esta espera a ver que hay por aquí». 

A lo mejor ves un leopardo. 

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