jueves, 18 de octubre de 2018

El timo de las experiencias interesantes

Mi maravillosa profesora de inglés me cuenta que se va a la India a hacer yoga. Es una loca del yoga y se lo toma muy en serio. Por ejemplo, me ha contado que necesita por lo menos tres horas para poder hacerlo bien. Además para practicarlo y concentrarse no puede tener ni la tripa llena ni mucha hambre porque por lo visto estar saciado o hambriento son estados incompatibles con el yoga. (Otra razón más por la que tengo mis dudas sobre el posible encaje que el yoga y yo podríamos tener como pareja). La cuestión es que se va a la India a hacer yoga y viajar por el país. Me comenta que está pensando en irse a dormir al desierto aunque hará frío y puede que  no sea la mejor época pero que, a lo mejor, es una «experiencia interesante».

¿Y esa cara?–me pregunta al ver mi expresión al otro lado del Skype. 

Ahora todo son experiencias. Experiencias gastronómicas, sensoriales, intelectuales, artísticas. Antes comíamos, sentíamos, leíamos, viajábamos, escuchábamos conciertos o veíamos una peli, sufríamos. Ahora experimentamos, hasta a las enfermedades las llamamos experiencias. «¿Fue tu depresión una experiencia que mereció la pena?» La experiencia como eufemismo supremo, como velo embellecedor de cualquier realidad de la vida.  

Voy a crear una plataforma en contra de las "experiencias". Me opongo con firmeza y determinación al uso, abuso y mal uso de la palabra “experiencia”. Yo no experimento nada, a mí las cosas me pasan, me suceden, me arrasan, me tocan de refilón, me sobrepasan, me destrozan, me cabrean, me sumen en una alegría inmensa o me causan pena infinita pero no las “experimento”. De lo que hago, como, pienso, leo, en suma de lo que escojo vivir o de lo que me cae porque sí (llámalo destino, azar o Dios con su varita mágica) aprendo o no aprendo, me arrepiento o lo disfruto, lo aborrezco o lo deseo o me deja indiferente pero no lo experimento. 

La experiencia, en singular, es un grado se decía antes. Decíamos de alguien que tenía mucha experiencia cuando había vivido mucho, cuando a base de repetir siempre lo mismo, de trabajar toda una vida en una misma tarea o estudiando un tema había adquirido una sabiduría, una maestría, un saber hacer. Ahora no. Ahora ese tipo de experiencia se desprecia porque lo que se lleva es el cambio, ser "rompedor", saltarse los esquemas, mirar/hacer/ver las cosas de manera diferente, lo que mola es la exaltación de las experiencia como fenómeno singular y único. Tener una experiencia y saltar a la siguiente. De experiencia en experiencia y tiro porque me toca.  

¿Tienes experiencia de más de veinte años dando clase? Mal. 

¿Son sus clases experiencias intelectuales interesantes? Fenomenal. 

Un paso más allá de las experiencias están las  “experiencias interesantes” que me parecen una cumbre de falsedad y engaño. Tengo la teoría, bastante comprobada,   de que cuando alguien dice de algo que ha sido una experiencia muy interesante ya sea un libro, ir a dormir en el desierto, dar una charla en un evento, hacer un viaje o asistir a una reunión, en realidad, quiere decir «antes que repetir esto me arranco las uñas a bocados pero como no quiero decir que me equivoqué te digo que es interesante» ¿Por qué creo esto? Porque la palabra interesante es tan neutra que resbala, es tan inútil que cuando de verdad algo suscita interés, curiosidad o ganas de más siempre le ponemos un calificativo “muy interesante”, “Super interesante”, “interesantísimo”.  

«Ha sido/ será una experiencia interesante” es siempre sinónimo de ojalá no tuviera que hacerlo, ojalá no lo hubiera hecho. ¿Por qué lo creo? porque se puede aplicar a cualquier tipo de tortura «en el colegio me pegaban pero fue una experiencia interesante», «el restaurante fue carísimo y un timo pero fue una experiencia interesante», «como película es un tostón pero fue una experiencia interesante sentarme durante 3 horas a ver un plano dijo de los pies del director». 

«Una experiencia interesante» es siempre una mierda pinchada en un palo, algo que si es posible es mejor evitar. Cuando alguien hace algo que le gusta mucho, cuando alguien disfruta de lo que hace, come, lee, escucha, ve o lo que sea, jamás dice que fue interesante. Decimos «no sé como explicártelo, me dejó alucinado, fue increíble» o «te lo recomiendo muchísimo, te va a encantar» o la cumbre del entusiasmo «ojalá hubieras estado allí».

Ya os contaré si mi adorable profesora durmió en el desierto o no. Stay tuned. 

lunes, 15 de octubre de 2018

El hijo que se escaquea


Siempre, siempre, siempre, en todas las familias hay un hijo que se escaquea. Si pensamos en nuestros hermanos, en nuestros primos, en familias que conocemos podemos fácilmente señalar cual de toda la ristra de hermanos, de hijos, es "el que se escaquea". Pensadlo, seguro que ya lo tenéis.

El hijo escaqueador lo es de nacimiento. Nacen con ese talento, con ese don y lo perfeccionan a lo largo de los años. Cuando son pequeños no saben que tienen ese superpodere y lo utilizan sin darse cuenta, sin pretenderlo. A la voz de «Niños a recoger», los hijos se ponen a ello, el progenitor entretenido como anda en recoger con ellos y en pretender enseñarles lo estupendo y maravilloso que es el orden, no se da cuenta de que hay uno que sí ha recogido pero poco, lo justo. Ha cogido dos playmobil y los ha guardado en la caja pero ha empleado en esa tarea sus buenos cinco o seis minutos mientras el resto de la familia deshacía un castillo de Lego, guardaba los billetes del Monopoly por colores, ordenaba los lápices de colores y preparaba la ropa para el día siguiente.

Esta época de inocente uso de su superpoder pasa rápido y pronto, muy pronto, el hijo que se escaquea toma conciencia y se profesionaliza. «Hay que poner la mesa» suele ir seguido de una necesidad imperiosa, poderosa e inevitable de visitar el baño. Una necesidad que termina justo en el momento en que se anuncia que la comida está en la mesa. La orden «por favor, quitad la ropa tendida» va seguida de una súbita conciencia de la necesidad de hacer ciertos deberes que habían sido olvidados hasta ese momento. Deberes que se terminan cuando la ropa está destendida y el momento del ocio comienza.

El primero que percibe al hijo que se escaquea es el hermano o hermanos. «Fulanito no hace nada» dicen a muy temprana edad. «Sí que hace, pero otras cosas» dice el progenitor ingenuo que se niega a creer que él también tenga un hijo se escaquea. Los progenitores se entregan entonces a ese falso discurso de «está muy feo comparar» que en realidad quiere decir: a) no me he dado cuenta o b) no quiero aceptar que mis dos hijos(tres, cinco o los que sean) no sean todos perfectos o c) ¿será posible que esté tan ciego como mis padres?

No hay que confundir al hijo que se escaquea con alguien muy vago o con alguien poco implicado en la vida familiar. Para nada. El hijo que se escaquea puede ser una cumbre de diligencia, organización y rapidez organizativa cuando algo le interesa y/o implica a su persona. Por ejemplo, el hijo que se escaquea puede montar la mejor fiesta sorpresa del mundo para uno de sus hermanos o es capaz de elaborar una manualidad increíble que le lleve muchas horas para regalar a su abuela. El hijo que se escaquea no es un inútil, simplemente usa sus talentos para lo que le interesa y, normalmente, el rutinario funcionamiento de la vivienda familiar, la limpieza, el orden, las tareas del hogar o encargarse de visitar a un familiar enfermo no están en su escala de intereses ni siquiera entre los puestos cien mil y cien mil uno.

¿Y qué hacen los padres con el hijo que se escaquea? Pues manejarlo mal. Muy mal. Con el hijo que se escaquea tenemos el síndrome del hijo pródigo, de hecho estoy convencida de que el verdadero interés de la parábola del hijo pródigo no se nos contó nunca. Lo más jugoso de la historia estaría después de que el padre acogiera al hijo que se escaquea y el hermano responsable se mosqueara. Ojalá saber la bronca que se montó después de lo del camello y la aguja y toda esa cháchara. Me imagino al hermano responsable «Pues cojonudo, a partir de ahora que el camello escaqueador éste te ponga de comer y recoja tu ropa que yo me voy a tocar el ukelele y no hacer ni el huevo que resulta ser la mejor manera de ser santo».

Los padres acogemos cualquier mínimo gesto de cooperación por parte del hijo pródigo con alborozo y alegría. ¡Fuegos artificiales! ¡Albricias! ¡Almácigas! «Hay que ver lo que ha limpiado hoy Menganito» Los otros hijos se indignan con razón y dicen: «Joder, normalmente no hace nada nunca nada, pero hace un día cualquier mierda y parece que ha ganado el Premio Nobel» y tienen razón, tenemos razón, toda la razón del mundo pero es que el hijo que se escaquea es un rey del marketing, sabe vender su producto.

El hijo que se escaquea no es idiota y sabe que no puede exprimir su superpoder sin que se le vuelva en contra así que planea dejar de usarlo en el momento justo, en el momento de mayor lucimiento y, además, lo anuncia con grandes neones: «Mamá, he ordenado el armario, lo he limpiado por dentro y he colocado la ropa por colores» ¿Cómo no vas a hacerle la ola? El padre, la madre, los progenitores se vienen arriba y presa de una especie de síndrome del "yo sabía que mi hijo era bueno", creen que este momento, este hito, marca el comienzo de una nueva era, que su hijo el que se escaquea ha dejado esa etapa atrás, igual que se dejan los pañales, el chupete, los cromos de invizimans y la adolescencia y que se ha convertido en alguien colaborador.

Ja. El futuro se ríe en su cara y el hijo que se escaquea también. Sabe que ha ganado tiempo de calma, tiempo para perfeccionar su técnica y tiempo para mejorar su cara de «Me estás ofendiendo muchísimo y me está doliendo» la próxima vez que le pilles escaqueándose de la limpieza conjunta tras el paso de los pintores por casa y le acuses de «te has entretenido en el portal hablando con tus amigas para no subir a ayudar a limpiar».

Pensadlo. ¿Quién es vuestro hijo/hermano que se escaquea? Sino se os ocurre nadie a lo mejor sois vosotros. 

miércoles, 10 de octubre de 2018

Imágenes de una depresión


Estoy en un túnel que no acaba nunca y al que no sé cómo he llegado. Cuando  recobro la conciencia estoy justo en el medio, no recuerdo nada de lo que me ha llevado hasta aquí y no tengo ni idea de cómo podré alcanzar el lejano punto de luz que creo vislumbrar al fondo. Hay días en los que estoy convencida de que ese punto no existe, que son imaginaciones mías. Es un espejismo, un fuego fatuo que juega conmigo.
Estoy en una llanura inmensa en la que no hay nadie más que yo. El cielo se une con la tierra en un horizonte continuo que me rodea. Entre mí y ese horizonte  lejano no hay nada. No hay colinas, ni árboles, ni montañas, ni arbustos y sospecho que tampoco habrá ríos, ni lagos, ni mares, ni casas, ni ciudades, ni caminos ni carreteras. Ni siquiera hay nubes. Hace frío. Tengo muchísimo frío todo el tiempo. Pienso en Napoleón y en los ejércitos alemanes marchando hacia Stalingrado. El suelo es árido, pedregoso, incómodo. No puedo arrastrarme por él ni puedo echarme a descansar, a olvidarme, a esperar. Si me siento, si me tumbo, en cuanto rozo el suelo, insectos invisibles, espinas que eran imperceptibles cuando caminaba se me clavan en el cuerpo y tengo que levantarme y seguir caminando. Sin rumbo, sin destino, avanzar por avanzar. Silencio sepulcral.
Soy una pieza de porcelana fina. Azul y blanca con un dibujo de flores y casas y campos y alegres campesinos ingleses. O soy un jarrón chino con colores planos definidos por gruesas rayas negras. Estoy rota en mil pedazos que se mantienen unidos con un pegamento muy débil, que casi no pega de puro cansancio. Desde fuera nadie ve las juntas, finas como cabellos, que surcan toda mi superficie pero yo sé qué están ahí, que pueden despegarse en cualquier momento y, entonces, me convertiré en un montón de trocitos minúsculos sin forma, sin sentido, sin valor. Inútil.
Soy el parabrisas de un coche que desde lo que parecía solo un pequeño impacto se resquebraja en millones de partículas que se mantienen unidas pero que en algún momento decidirán que ya no les merece la pena seguir estándolo y se desplomarán de golpe. No será por un impacto ni por un choque ni por un golpe, será por algo tan imprevisto e inevitable como una ráfaga de viento que sople en un sentido inesperado.
Soy una figurita blanca, sin facciones, sin pelo, sin manos ni piernas. El esquema más básico de persona abrazada sobre mi misma en una celda de castigo sin puertas sin ventanas y sin techo. Todo es blanco.
Soy un ser un ser informe en posición fetal meciéndome como una loca de película en la cama.
Soy el único habitante de la Tierra después del Apocalipsis. No queda nada de mi vida anterior a lo que aferrarme.
Soy una damisela prerrafaelita con mi larga melena imaginaria desplegada a los lados de mi cabeza mientras floto en una laguna. Un manto de agua calma me cubre dejándome ver el mundo pero sin poder asirlo, ni olerlo, ni tocarlo ni participar en él. Tengo los ojos abiertos. El mundo me mira desde el otro lado de la lámina de agua y no sabe si estoy muerta o finjo estarlo.
Soy una presencia fantasmagórica caminando entre la gente sin que nadie me vea, como en una especie de universo paralelo tipo Matrix (odio esa película).
Soy una lámina fina, de papel cebolla, en la que cualquier hecho, sensación, palabra o sentimiento deja una huella. Una lámina tan fina que cualquier tensión puede rajarla.
Soy una hoja de otoño, caída del árbol de la vida y que desde el suelo mira esa rama en la que estaba anclada sabiendo que jamás podrá volver a ella. Una hoja que vuela con cualquier ráfaga de viento sin voluntad, sin posibilidad de controlar su vida. Una hoja que no tiene ni idea de cómo ha podido caerse. Mira la rama y piensa ¿qué hago aquí?
Soy un periódico que arde.
Soy un cuerpo sin piel. Una herida en carne viva.
Soy un espía, un policía de incógnito que camina cauto, vigilando, chequeando los posibles peligros, parándose antes de doblar cualquier esquina. Soy un secreta que siempre se sienta con una pared a la espalda para tener algo en lo que apoyarse. Llevo siempre gafas de sol para que nadie vea mi mirada cansada que no ve.
Soy un perro de caza con las orejas y el rabo de punta, alerta ante cualquier peligro para que no me pille desprevenida. Si intuyo un peligro, corro o me tiro al suelo y lloro, muerta de miedo, suplicando. Soy un perro al que los petardos aterrorizan.
Soy un coche que circula por la autopista a toda velocidad y sin saber muy bien cómo ha terminado en la pista de frenado para camiones descontrolados. Avanzo hasta la grava, a duras penas consigo atravesarla, pero llego a la arena y allí me quedo anclada, parada. Cualquier movimiento que haga hundirá mis ruedas más y más en esa arena fría. No puedo salir solo, necesitaré una grúa pero sigo intentándolo porque me da vergüenza llamar pidiendo ayuda. A mi lado, la vida sigue, los coches pasan a toda velocidad por la autopista pero tú te has quedado fuera. Algunos te gritan pero ¿por qué te has metido ahí? Acelera y sal.
Soy un preso en una celda blanca, yo soy blanca, las paredes, el techo, la puerta que no veo pero que sé que está ahí, el suelo en el que me acurruco, todo es blanco infinito. Vivo las veinticuatro horas del día bajo una luz blanca que borra cualquier contorno, cualquier silueta. Es una luz que hace desaparecer todos los colores, todas las sombras, en un inmenso charco blanco del que no se ve el final. La luz no me deja ver nada. Me ciega, me taladra la cabeza y, en ella, solo puedo andar tambaleándome con los ojos entrecerrados. Querría cerrar los ojos, no ver esa luz. Necesito apagarla o hacerla desaparecer. Quiero esconderme, alejarme de ella, que no me alumbre, que no me vea, quiero que me deje descansar. Pero no hay donde cobijarse. Me persigue y no puedo esconderme. Da igual que me quede parada en esa celda o que palpe las paredes intentando encontrar la puerta que sabes que sé que está ahí, al otro lado hay un pasillo igual de blanco y en el que también me espera la luz, que no se apaga.
Soy transparente para mí misma y opaca para los demás. Si me paro y miro mis manos, mis piernas, mi tripa, mis pechos, mis pies, la luz blanca me traspasa y me obliga a verme, a ser consciente cada minuto de mi angustia. Veo mi ansiedad correr por mis venas, mis arterias, mis poros. Veo a mis órganos rechinar del esfuerzo de hacerme seguir adelante.
Soy José Luis López Vázquez gritando en la cabina.
Soy Maxwell Smart caminando por un pasillo lleno de puertas que se van cerrando a mi paso. Un pasillo cada vez más pequeño, más angosto, más estrecho y con el techo más bajo. Pronto me doy cuenta de que ya no puedo caminar erguida, tengo que encogerme y luego agacharme hasta que por fin, de rodillas, llego al final. La celda 101 donde no hay nada, donde casi no quepo y de dónde sin embargo no quiero salir.
Soy el increíble hombre menguante. Cada vez me siento más pequeña, la vida me queda grande pero nadie se da cuenta. Cada día que pasa menguo más. Si el proceso no se para acabaré desapareciendo sin que nadie me eche de menos.
******
 Verme, construirme en imágenes no me ayudó ni me sirvió para nada pero de alguna manera me hacía visualizar lo que me estaba pasando. Si me imaginaba, me recogía, me daba forma más allá del agujero negro en el que sentía que me había convertido. Todo muy poético, muy absurdo y muy fácilmente rompible. Así era como me sentía.
Hoy es el Día Mundial de la Enfermedad Mental y he recordado este texto que escribí durante los días iguales.

lunes, 8 de octubre de 2018

Ellas leen, ellos escriben

El viernes estuve en un club de lectura y, como siempre, las mujeres éramos mayoría: doce mujeres y un hombre. El libro para comentar era una obra breve de Mary Shelley, Un viaje de seis semanas. Mary Shelley es una  autora clásica, con una obra clave en la literatura universal, Frankestein o el moderno Prometeo, que muchos consideran el origen de la ciencia ficción como género, quiero decir que no es una autora desconocida, ni una autora que pueda ser despachada con el clásico "escribe cosas de chicas".  Hablamos de ella de su vida, de cómo era viajar en el siglo XIX, la editora explicó el motivo por el que decidió publicar este libro, la traductora comentó los problemas y los retos a los que se había enfrentado con estos apuntes de Mary Shelley, escritos cuando tenía dieciséis años y se había fugado, por primera vez, con Shelley en busca de la aventura. Al terminar nos fuimos a tomar una caña. Yo ni había leído el libro ni conocía a nadie en ese club, solo al hombre que me acompañaba, pero fue una experiencia fantástica, divertida y entretenidamente instructiva. 

El sábado por la mañana puse este tuit. 


Cuarenta y ocho horas después estoy aún más convencida de que algo no cuadra pero estoy alucinada con algunas de las respuestas que he recibido. Algunas son tan  idiotas que no merecen comentario. Algunas de ellas, como era de esperar, son  muy paternalistas, como si yo tuviera siete años y necesitara que viniera un tipo cualquiera a explicarme obviedades del tipo: «Leer no es igual a escribir». Otras me acusan de incitar al odio «Uffff con el neosexismo... me parece que esta d moda» y, por supuesto, me llaman «feminazi».

Me dan igual todos esos comentarios, ¡alehop! doble pirueta lateral y a otra cosa mariposa, me interesa mucho más saber porqué pasa esto. ¿Por qué los hombres no van a los clubs de lectura o, en general, a las actividades culturales o si lo hacen su presencia es menor pero ¡oh sorpresa! en la mayoría de esos actos el presentador o moderador es un hombre? Los hombres leen, yo conozco a muchísimos que leen habitualmente y con los que hablo de libros. Todos ellos saben lo que es un club de lectura, al contrario que muchos de los que me comentaron el tuit con perlas del tipo «los hombres compramos libros no necesitamos intercambiarlos» o «sabemos leer solos, no nos gusta leer en alto». ¡Triple pirueta! Por supuesto me parece estupendo que no vayan a los clubs de lectura, yo no voy a cursos de cocina ni a torneos de ajedrez porque ni me gusta cocinar ni me gusta jugar al ajedrez pero a ellos les gusta leer y les gusta hablar de libros. ¿Hay una percepción errónea de lo que es un club de lectura? ¿Parece algo "de chicas"? ¿Por qué? Y voy más lejos, si opinar, comentar y hablar de libros es algo de chicas, mayoritariamente femenino, si las que más hablan de libros, las que más leen,  las que más compran libros, , son mujeres ¿por qué al abrir un suplemento cultural hay mayoría de hombres? Esta pregunta es retórica, no hace falta ni decirlo. Pensando en este tema este fin de semana he recordado cuando hace un par de años escuché a Belen Carreño contar en la radio como en los consejos de administración de las principales empresas de cosmética la presencia de mujeres era muy escasa. Se supone, las estadísticas lo demuestran, que la cosmética es algo que importa más, que consumen más, las mujeres pero los que parten la pana, los que deciden, los que mandan son hombres. ¿Deberían ser todo mujeres? No, tampoco estoy diciendo eso aunque éste es el argumento que agitan los hombres cuando nosotras decimos que hay pocas mujeres periodistas deportivas «los principales consumidores de deportes son hombres así que por mis huevos toreros, los que comenten los deportes tienen que ser hombres». ¿Por qué esto no se aplica al revés en cosmética o en el mundo del libro? 

«Los hombres tiene miedo de que las mujeres se rían de ellos» dice Margaret Atwood en un pasaje de su libro La maldición de Eva (la cita continúa «y las mujeres de que ellos las maten» pero este no es el tema ahora) y he pensado también que quizás a ellos ese miedo al ridículo les impide ir a clubs de lectura a opinar. Ajá. Pero es curioso que ese miedo a opinar por temor al ridículo nos les impida escribir una reseña, una opinión o una crítica en un medio pagado. ¿Por qué? Bueno porque ahí no hay terror escénico, no hay peligro de ridículo, de respuesta, ellos cuentan con el (supuesto) argumento de autoridad que les da el que a ellos los han elegido para que escriban, les pagan por ello ergo son mejores, saben más, ni se te ocurra chistarles. 

¿Hay hombres muy buenos haciendo crítica literaria, comentando libros? Sí, claro. Por supuesto. Unos me gustan y otros no. Unos son un coñazo y otros no. A veces estoy de acuerdo y a veces no. Y hay mujeres, algunas me gustan más y otras menos. Mi pregunta es ¿por qué no hay más mujeres escribiendo de libros si leemos más, si nos gusta más? «Las mujeres, en general, les gusta menos la confrontacion q los hombres. A los hombres no nos gusta, pero hay algo por encima de nuestra comodidad q nos hace expresarnos y a las mujeres la comodidad les puede.»

Es que me troncho. ¡Triple mortal planchado!  Me voy a leer y a escribir desde mi comodidad de mujer a la que no le gusta la confrontación.