jueves, 24 de mayo de 2018

La depresión te borra: Los días iguales en televisión



«La esperanza de curarte es una visión que cuando estás en la depresión no tienes porque la depresión te borra. Eres incapaz de acordarte de cómo eras antes y eres incapaz de pensar que esto que te está pasando, que estás sufriendo vaya a a tener un fin»





Hablar de lo que escribes es siempre complicado, hacerlo en televisión lo es aún más pero creo que lo hice medianamente bien.



lunes, 21 de mayo de 2018

Cómo sobrevivir a la vergüenza adolescente

Vas por la vida tan contenta y, un buen día, al cruzarte con una de tus hijas por la calle, por tu calle, justo delante de tu portal recibes un golpe de nueva realidad maternal entre las cejas que te deja conmocionada. 

«¿Ha ignorado mi saludo? ¿Ha girado la cara para no verme? ¿Ha hecho como que no me conocía?» 

No puedes creerlo y te auto engañas porque, al fin y al cabo, ya tienes una trayectoria como padre y sabes que el auto engaño es una de las herramientas más útiles en  la crianza. «No me habrá visto, es tan despistada» El auto engaño expande su efecto tranquilizante sobre ti, haces un triple carpado sobre cualquier preocupación y subes a casa. Al cabo de un rato, tu hija entra por la puerta. 

—Hola cariño, ¿Qué tal el cole?
—Mamá, por favor, no vuelvas a saludarme si nos encontramos por la calle. 

La maravillosa campana de autoengaño se resquebraja y cae hecha añicos a tus pies. 

—¿Qué? ¿Qué tontería es esa?
—Es que me avergüenzas. 
—¿Qué yo te qué? ¿Por saludarte? 
—Sí. 
—Cariño, una cosita. ¿No crees que es mucho más ridículo que nos crucemos por la calle y nos ignoremos teniendo en cuenta que todo el mundo en este barrio y en esta calle sabe que eres mi hija?
—No, y sí ya lo saben no hace falta que se lo recordemos. 

Tu hija sale de la cocina y mientras barres los trocitos de autoengaño piensas que ya has llegado a la etapa en la que tus hijos se avergüenzan de ti. Se avergüenzan de tener padres. Tú recuerdas perfectamente esa etapa de tu adolescencia. Todo lo que decían tus padres te daba vergüenza, ¿por qué? No lo sabes, no lo recuerdas, quizás no lo supiste  entonces. Seguro que no lo sabías. No era una decisión consciente, sencillamente de la noche a la mañana te daban vergüenza. Era una sensación, un sentimiento. «Mamá, por favor, qué vergüenza». Eso es. Eso les pasa tus hijas. 

Repasas tu imagen, tu porte, tus palabras. Jo. Tú no eres tu madre, no las avergüenzas delante de las dependientas ni las regañas en público. Tú molas ¿por qué se avergüenzan? Sabes que no hay un motivo, una causa justificada pero algo tienes que hacer. Destruido el escudo protector del auto engaño, la inseguridad y la inquietud recorren tu personalidad  maternal. Y si ¿se avergüenzan de ti porque te comparan con otros padres que les molan más? A ver, que tú ya has pasado la etapa esa de "los demás lo hacen mejor que yo", sabes de sobra que cada uno lo hace como puede y que incluso el que parece merecer el Premio Nobel de la Paternidad tiene sus ratos de ¿En qué estaría yo pensando cuando decidí tener hijos? y se desespera cuando sus hijos dejan todo tirado por el suelo. Sabes que tú lo haces igual que otros padres pero quizás, el truco para que tus hijas superen esa absurda vergüenza con respecto a ti, sea molarles muy fuerte a sus amigos. Sí, lo sabes, es rastrero, infantil y muy de instituto americano pero parece más accesible que conseguir que tus hijas vuelvan a saludarte por la calle por decisión propia. 

Por supuesto que no se trata de cambiarte el peinado, vestirte de adolescente ni empezar a cantar las canciones del momento pero te esfuerzas en ser la perfecta madre para los amigos de tus hijas. Esto es: eres el mayordomo de Downton Abbey, invisible cuando no se le necesita pero siempre alerta para suplir de bebidas, pizza o un buen desayuno cuando hace falta. También, como el mayordomo, eres una esfinge y eres capaz de permanecer callada y sin hacer ningún gesto malinterpretable cuando escuchas conversaciones en las que querrías entrar a saco para dejar las cosas claras, para decirle a tus hijas: «no, no, no digas eso» o, por el contrario, para aplaudirlas como una hooligan enloquecida llevándolas a hombros y gritando: «esa es mi niña, la más lista». Permaneces en la sombra, al otro lado de la puerta, atenta pero sin intervenir hasta que llega el momento de salir, saludar, agradecer a los visitantes su visita y despedirles en  rogando que vuelvan cuanto antes a vuestra humilde morada. 

—¿Lo he hecho bien, chicas?
—Muy bien. Nosotros no nos hemos creído nada pero ellos dicen que molas mucho porque no eres nada pesada. La próxima vez, igual. 

Reto conseguido. 


miércoles, 16 de mayo de 2018

A veces los extraños son casa


«Hace diez meses perdí un hijo» 

El aire de la librería se congeló y todo empezó a girar a nuestro alrededor. De pronto, una agradable conversación sobre libros, entre tres completas desconocidas, se había abierto como un agujero negro y nos había engullido. Los lomos de colores de los libros giraban a mi alrededor, me sentí engullida por un tornado que estrechándose me empujaba a abrazar a la desconocida de dulces ojos azules que había dicho «Hace diez meses perdí un hijo».

No dijo murió o se mató, dijo «perdí un hijo» mientras acariciaba la portada de mi libro. Luego, levantó la mirada, nos sonrío y consiguió parar el torbellino y que el aire recuperara su temperatura. La librera y yo volvimos a respirar. Ella corrió a la estantería, cogió un libro y se lo enseñó: «no te va a ayudar, nada te va a ayudar pero...» Yo seguía mirando como acariciaba la portada de Los Días iguales que tenía entre las manos. «Creo que hoy no, pero volveré otro día y me llevaré estos dos libros, el tuyo y el que me has recomendado» 

Quise abrazarla. Lo pensé. Lo sentí. No lo hice, solo le rocé el brazo. «Lo siento»

«No sé porqué os lo he dicho. Es la primera vez que lo digo en alto. Yo misma estoy sorprendida» 

A veces, los desconocidos se convierten en un lugar seguro porque son  folios en blanco que no te juzgan, ni esperan nada de ti. Con los desconocidos no tienes que fingir. En ellos puedes  escribir algo desde cero, expresar con ellos algo sin historia, sin pasado. «Hace diez meses perdí un hijo» No sintió la necesidad de decir que su hijo estaba muerto porque eso ya ocurrió, ya pasó, su hijo ya no está... no va de él, de su muerte. Va de ella, lo perdió y continúa perdido, lo está para siempre, perdido para ella. 

Quiero pensar que decirlo en voz alta la ayudó, fue soltar un poco de peso, dejar escapar la presión, abrir la válvula. Quiero pensar que algo en aquella librería, en nuestra conversación sobre leer y escribir le pareció acogedor, le pareció adecuado, le pareció un lugar seguro pero ojalá la hubiera abrazado. 


lunes, 14 de mayo de 2018

Y volví a mi colegio

La matière de rêves. Nino Migliori
El sábado volví a mi colegio. Han pasado veinte años desde la última vez que entré en su capilla. Está exactamente igual. «Mamá, es enorme» me dijo María. Y sí, es enorme. La última vez que estuve allí me senté en el primer banco y cuando me atreví a mirar hacia atrás, recuerdo sentir miedo por la cantidad de gente que había apiñada en los bancos, de pie en los pasillos, al fondo en varias filas. Me abrumó pensar que toda aquella gente fuera a venir a saludarme. Era el funeral de mi padre. 

Les enseñé a mis hijas la galería, la portería, el comedor en el que sí había cambiado algo, las sillas y el pasillo en el que hacíamos fila para coger las bandejas y pasar por el autoservicio. Les conté que me encantaban las croquetas y que odiaba el ragú y el pollo con aspecto de sufrir alguna enfermedad hepática flotando en una gelatina repugnante. Les conté que en mi colegio las lentejas se comían con tenedor y que en casa no comemos melocotón en almíbar porque ya lo comí todo allí. 

Les hablé de la sala rosa. «¿Era rosa?» El suelo era de falso mármol rosa y de ahí tomaba su nombre. En las sillas de aquella sala comprendí que jamás superaría un test psicotécnico con buena nota porque cuando llegaba a los ejercicios de «Gire usted la figura para saber con cual de las propuestas encaja» perdía rápidamente el interés y empezaba a contestar al tun tun. Sigo ocurriéndome cuando me enfrento a esos tests, al llegar a esas preguntas me desconecto por completo y me limito a poner cruces sin ningún tipo de criterio. Supongo que por ahí hay gente preguntándose cómo es posible que conduzca o sepa atarme los cordones.  (Había escrito condones, quizás esos tests sí nos dicen cosas) 

Cruzamos el pasillo del comedor. Les conté el día en el que durante una reunión de padres, creo que era la copa de Navidad,  en ese comedor, una amiga mía vino y me dijo «he visto un padre guapísimo, tienes que conocerlo». Con dieciséis años que haya un padre guapísimo te parece algo tan irreal que, por supuesto, la seguí para echar una ojeada a ese padre guapísimo que sin duda alguna se había colado en aquella reunión. Era mi padre. Fue un shock descubrir que era guapísimo. 

Después me sometí a la gran prueba de amor maternal y ridículo vital que es enseñar a tus hijas adolescentes tu foto en la orla de COU. Dieciocho años, tupé, hombreras, pañuelito al cuello, cara de pan. Un espectáculo. Por supuesto y cómo quería que de este viaje al pasado extrajeran una enseñanza vital, les enseñé las fotos de mis hermanos que también están en aquel pasillo. «Tened cuidado con las fotos que os hacéis que luego quedan para siempre» (A mis hermanos les pareció regular ese astuta maniobra para compartir el ridículo)

Al bajar la cuesta para volver al coche pensé que me da igual mi colegio, que es uno de esos lugares de mi infancia que me son totalmente indiferentes. No sentí nostalgia volviendo allí, ni emoción, ni curiosidad. Es curioso como lugares en los que has pasado muchísimo tiempo caen en el barranco de la indiferencia y otros en los que quizás solo has estado una temporada corta permanecen siempre llenos de significado.