
Mi familia materna es como las grandes familias que salen en las películas: numerosa, ruidosa, excesiva en sus afectos y en sus odios, muy pesados y encantadores. A día de hoy sumamos 34 de 3 generaciones distintas. El mayor tiene 65 y el pequeño 3 meses. Es una familia de las buenas, pasamos del insulto al abrazo en cuestión de minutos. A mi muchas veces me ponen de los nervios y ellos opinan que soy una borde y una desagradable pero que tengo mi gracia. Todo con cariño. No hay tiempo para aburrirse.
Los responsables de este buen rollo familiar son mis abuelos.
Mis abuelos vivían en lo que los pijos de las revistas de decoración llaman ahora, “una casa de doble circulación”, que en lenguaje corriente quiere decir una casa grande de cojones. Era un piso enorme en el centro de Madrid, cerca del Retiro. A mi me encantaba ir allí, porque era tan grande que podías jugar al escondite y quedarte dormido antes de que te encontraran. Había un montón de dormitorios, salones que no se usaban y habitaciones con nombres que ya no se utilizan ( porque ya no caben en las casas de ahora): vestíbulo, cuarto de la plancha, despensa, y cuarto de los armarios, que era un cuarto misterioso que mi abuela cerraba con llave y que estaba lleno de lo que a nosotros nos parecían tesoros tesorísimos.
Yo tenía una relación especial con mi abuelo. Dicen las crónicas que cuando nací, era tan guapa que mi abuelo no dejó que me llevaran al nido por si me cambiaban por otra niña. ( Sospecho que dado mi aspecto actual a lo mejor me cambiaron). Siempre fui su nieta favorita y a mi me encantaba estar con él porque el favoritismo reconforta aunque tengas 7 años.
Mi abuelo era una persona de rutinas. En verano, en Los Molinos, se levantaba y yo le ayudaba a vestirse, salía a la pérgola y se leía el ABC mientras se fumaba un cigarro tras otro. Fumaba REX, es una pena que ya no hay tantas marcas de tabaco, todo el mundo fuma lo mismo, debe ser la globalización. A la 1 en punto había que ir a la bodega a buscar una cerveza congelada yo no quería ir porque la bodega era un sitio oscuro con unas arañas como puños que misteriosamente siempre estaban cerca del interruptor de la luz. Se comía a las 2 y media y luego siesta. A las 6 y media la merienda, café con leche y suizos y luego partida de cartas. Molaba porque sabías perfectamente como ibas a tener organizado el día.
Cuando ya era más mayor, con 16 años, los viernes salía del colegio y me iba a comer con mis abuelos. A veces había suerte con la comida y otras había pato a la naranja..un asco. Nos sentábamos a comer en el comedor y luego la siesta. Por la tarde ayudaba a mi abuelo en su despacho mientras mi abuela hacía sus cosas en su gabinete. ¿No es genial tener un gabinete con tus cosas?.
Mi abuelo era muy religioso, pobre si me viera ahora. Yo le acompañaba a misa, a los oficios, rezábamos el rosario. Él era feliz en esos momentos y a mi me parecía parte de su rutina. Incluso ahora que soy una completa descreída lo haría con él solo por verle disfrutar de ese momento.
Mi abuelo murio un 4 de diciembre y mi abuela le sobrevivió 24 días. ¿No es alucinante?. Se murió de pena. ¿Cuánto hay que querer a alguien para morirte de pena?.
La parte alegre es que aquí quedamos 34 energúmenos para prolongar la estirpe y a ser posible mejorarla, aunque no sé yo si a mis abuelos les molaría esto que yo hago.