viernes, 22 de mayo de 2020

Especializada en mí

Un anónimo me reprochó el otro día que estoy especializada en mí misma y que aburro. Nunca es mal momento para recordar que no engaño a nadie con este blog, que lo dejo claro desde el título: Cosas que (me) pasan. No se llama Política internacional, Conflictos armados del siglo XVII en Nueva Gales, Entendamos la economía o Punto y confección, te enseño mis patrones. No creo que haya mucho lugar a dudas ni que genere falsas expectativas de encontrar aquí algún tipo de sabiduría. Para nada. 

Y sí, estoy especializada en mí misma que es algo de lo que, al contrario de lo que parece sugerir el amable anónimo, estoy bastante orgullosa. Especializarse en uno mismo no es fácil. No hay más que ver la cantidad de gente que se ha especializado estos meses en creerse mejor gestor de pandemias que Fernando Simón y probablemente dejó de llevar velcro en las zapatillas con veinticinco años. El Anónimo quizás sea especialista en tejido de redes con hilo de grafito y me parece fabuloso y digno de admiración pero, sinceramente, me intereso más yo. 

A lo que iba, este es un blog personal especializado en mí misma y ahora, en medio de una pandemia, el confinamiento y el miedo, me estoy centrando aún más en lo que a mí me sienta bien. Prefiero fijarme en la gilipollez de mis canas que prestar atención a la gente que sale a protestar a las calles envuelta en una bandera como si esa capa le protegiera, a él o a los suyos, de la enfermedad. Prefiero salir a por flores que intentar entender porque hay gente, todo el día,  dando lecciones sobre cómo gestionar una crisis sin precedentes en la historia. Gente que no ha sido capaz en su vida de recordar un cumpleaños, tener ordenado el escritorio de su portátil o recordar el nombre de la profesora de su hijo. Como puedo elegir, elijo centrarme en disfrutar el podcast que estoy escuchando que en batallar contra todo el que se opone al teletrabajo porque "hay que estar al pie del cañón", escondiendo su incompetencia laboral detrás de un presentismo ridículo, en el que no da un palo al agua pero se le ve. Entre escuchar a todos aquellos que acusan a la ciencia de no dar respuestas rápidas sin tener en cuenta que gracias a la ciencia han llegado a la edad adulta sin morir de peste, viruela, sarampión, paperas o polio y reírme con mis hijas viendo The office, me quedo con Dunder Mifflin. Elijo centrarme en las pequeñas rutinas con las que estoy construyendo mis días antes que pensar qué va a ocurrir en otoño, en agosto o la semana que viene. Elijo opinar sobre podcasts y libros que despotricar contra la gentuza que está intentado sacar provecho político de la tragedia. Quiero pensar en que es una pena que haya empezado a pintarme los labios cuando es obligatoria la mascarilla y no en  los idiotas que van sin mascarilla porque "el gobierno a mí no me obliga y defiendo mi libertad". 

Es una época muy jodida, estoy preocupada por mi familia, mis amigos, mi trabajo, mis hijas, el futuro y mi factor de coagulación en sangre pero no quiero centrarme solo en eso, no quiero escribir de lo que me da ganas de llorar. No quiero tratar de analizar la política, ni las gestiones, ni las tragedias. No soy especialista en batallas navales de la flota holandesa y no salgo de Los Molinos. Elijo escribir de lo pequeño, de lo que me está salvando del pozo. Y pienso seguir haciéndolo. Para todo lo demás: batallas navales en el mar de los Sargazos. 



martes, 19 de mayo de 2020

Hippie trasnochada

Por fin ha salido el sol y Los Molinos parece un decorado de película alemana de colores sobresaturados. Todo tiene demasiado color: el cielo es demasiado azul, las hierba demasiado verde y las flores son un escándalo de colores (el interruptor del cursilismo sigue en ON). Mi pelo también está de bastantes colorinchis porque sigo, a pesar de la oposición de mis hijas y mis amigos, con mi plan de dejarme el pelo blanco. 

–Vas a parecer más vieja.
– No, voy a parecer la edad que tengo. Lo que voy a dejar de parecer es la imagen que nos han hecho creer que tienen las mujeres de casi cincuenta años. Todas sin una cana. 

Por ahora y dado las pintas que llevo habitualmente, cuando vuelvo cada tarde del paseo, con un ramo de flores diferente, parezco una hippie trasnochada. Mejor hippie trasnochada que loca de los gatos.

Lo de las flores se me ha ido mucho de las manos. Mejor dicho me ha caído en la cabeza completamente por sorpresa. Yo nunca había sido de flores, exceptuando mi anual romance con las lilas,  y siempre había pensando que no tenía sentido estético para colocarlas en un jarrón. Y ahora, de repente, me he convertido en alguien que sale a pasear con tijeras de podar y que incluso cuando sale con el firme propósito de no coger flores vuelve a casa con los brazos llenos. «Mamá, ¿otra vez?» me dicen mis hijas, como si hubiera recaído en las drogas o en algún vicio peligroso. 

Sí, otra vez. Cada día pongo flores. Lleno jarrones. Reciclo botes de espárragos y de paté. Rescato jarrones de porcelana que me pido heredar. Me miro las canas en el espejo, quiero que crezcan rápido, quiero verme ya como soy en realidad. Leo a Perec y pienso en la familia que vivió antes en esta casa, hace cuarenta años, y de la que aún ahora guardamos alguna cosa. Sorteo a mi madre que no entiende que el teletrabajo es incompatible con subirme a una escalera para medir el patio y encargar un toldo. Escribo, en inglés, un ensayo sobre las cosas que me cabrean y termino muy rapidamente porque es un tema que me apasiona. Discuto con mis hijas nuestro top 3 de viajes, de películas y de platos de comida española. Veo con ellas The office y con mi madre Halt and catch and fire. Cambio mi rutina de mañana porque como odio tantísimo el deporte que he decidido unirlo a la segunda cosa que más odio que es levantarme por la mañana. Lloro al despertarme y al hacer deporte pero cuando termino y me siento a desayunar, a las ocho y media, tengo por delante todo un día de paz mental y cosas agradables. Discuto con mi madre porque dice que soy un guardia jurado y que no la dejo salir. Me cabreo en una reunión del trabajo.Planto el huerto. Corto la hierba. Me ato un pañuelo a la cabeza. Decido que nada va a perturbarme.

Pues va a ser que sí, que soy una hippie trasnochada de peli alemana de sobremesa.  


PS: en el paseo de ayer, en el furor de recoger todo tipo de flores, perdí mis gafas de sol. He recuperado las antiguas, las de guardia civil cabreado.


martes, 12 de mayo de 2020

Los días únicos

Klaus Rinke
Es curioso como está pasando el tiempo o como se me está pasando a mí. Hace apenas dos semanas era marzo y ahora ya estamos rozando el mes de junio. Los días pasan a un ritmo que no sé describir pero que no se parece a nada que haya vivido antes. No se me hacen largos, ni cortos,  ni me parece que pasen muy deprisa ni muy despacio. La sensación que tengo es que he alcanzado el ritmo adecuado. Es algo parecido a cuando sales a pasear y al principio vas deprisa, después te cansas, mides tus fuerzas, ralentizas el paso y piensas "eh, voy a paso de tortuga" y, de repente, sin saber muy bien cómo vas al paso perfecto, el que te hace disfrutar del paseo, de lo que ves, de lo que escuchas, de tus pensamientos. El paso que te hace pensar "a este ritmo podría caminar kilómetros". Así siento yo los días ahora, con la sensación de que éste, por muy extraño que sea, es el ritmo adecuado para pasar la vida. 

Todos los días se parecen mucho: llevo sesenta días durmiendo en la misma cama, mi ropa es casi un uniforme, no me preocupo de a quien voy a ver o dónde voy a ir, el criterio es la temperatura y que esté limpio. Sigo la misma rutina casi todos los días con un horario mucho más estricto que antes. Me gusta no tener compromisos sociales ni recados por hacer. Los recados que antes parecían importantes han pasado a dejar de tener sentido o la más mínima importancia. 

Todos los días se parecen pero todos son diferentes porque ya no se trata de hacer planes ni de ver a gente, ni de ir a sitios, ni de viajar, ni de celebrar. La diferencia está en el detalle mínimo que, al contrario que pasa con los recados, han pasado a tener importancia, han pasado a ser visibles. Está el día que nevó, el primer día de ir sin calcetines, el de volver al forro polar, el día de bajar a la farmacia, el sábado de cavar el huerto y el de reservarme tres horas para leer, el domingo de limpieza y el de guardar los jerseys de lana y sacar las sandalias. EL miércoles de The Good Fight y el viernes de cine clásico con mis hijas. El miércoles de clase de inglés y el jueves de clase de Excel. Los lunes de video reunión y los viernes de no trabajar por la tarde. Los martes viene el cartero, los jueves y los domingos el panadero y en cualquier momento un repartidor que trae una Cartcher, plantones para el huerto o una desbrozadora. El miércoles que recogí a mis hijas y el que comenzó mi confinamiento y empezó este ritmo. El día que llueve y el que se parece mucho a un día de verano. El día que duermo bien y el que no pego ojo. 

No hago mucho pero hago todo lo que quiero. 

No me aburro ni echo nada de menos. 

El tiempo pasa al ritmo que crecen mis canas. 

Los días pasan justo como tienen que pasar, sin nada excepcional pero todos diferentes, llenos de detalles. Son los días únicos, nunca iguales. 


PS: se me ha roto la tecla E del ordenador. Cada e de este texto me ha costado un roce delicado sobre ella. A lo mejor, la próxima ocasión, todo va sin e.