lunes, 6 de mayo de 2019

Mayordomos en extinción

 La vida en la sabana es durísima, unas especies crecen y se reproducen salvajemente y otras, soportando condiciones de vida terribles, tienden a la extinción.   Leo en un artículo que tenemos en el mundo, ahora mismo, sobrepoblación de ultrarricos y andamos escasísimos de mayordomos. 

Este terrible desequilibrio vital para la raza humana, el cambio climático y la viabilidad del desarrollo del planeta me empuja, por supuesto, a devorar el artículo que es una cumbre de despropósitos. 

Para empezar con el drama, no hay manera de saber cuántos mayordomos hay en el planeta. El periodista afirma que "En Suiza hay entre 1000 y 1200 mayordomos" pero que en el resto del planeta “creemos que hay algo más de un millón, aunque esto es realmente difícil de verificar. También porque hay muchos que, sospechamos, no cuentan con la formación necesaria”. No sé si habla de mayordomos o de una rara especie de ave tropical. Eso sí en Suiza como siempre lo tienen todo controlado. Y me encanta la sospecha de que hay gente por ahí, con frac y cara de circunstancias fingiendo ser Jeeves. 

La cuestión es que tenemos 42 millones de ricos y solo un millón de mayordomos, por lo que se me ocurre organizar unos Juegos del Hambre o un Battle Royal de ricos para conseguir mayordomo. Esta solución nos conviene a todos, acabaríamos con la superpoblación de ricos y podríamos saber quién anda fingiendo ser mayordomo porque les cortaríamos la cabeza al descubrir que no saben usar la pala de pescado o lustrar una botas de montar de un chino rico. 

¿Y cómo se cotiza nuestra raza autóctona de mayordomo? Pues, según un especialista en mayordomos, fenomenal porque  "El español es leal, afectuoso y tiene ese reconocimiento”. Por si esto fuera poco, los mayordomos españoles “vienen con una instrucción previa en centros extranjeros, muy al estilo de Downton Abbey. Nosotros la pulimos y la adaptamos a las necesidades reales de hoy”. Estoy perpleja. En primer lugar no sabía ni que teníamos raza autóctona de mayordomos, en segundo lugar me llena de orgullo patrio que estén tan bien considerados aunque lo de leal y afectuoso me suena como lo que se dice del mastín del pirineo y tercero ¿Qué hay que pulir de alguien que viene de Downton Abbey? ¿Estamos tontos? No hay nada mejor que Dowton Abbey. Espero que adaptarlos a las necesidades reales no sea hacerlos escuchar trap , sacarse selfies en instagram y cocinar recetas veganas. Eso ni es un mayordomo ni es nada, por muy leal que sea. Eso es un influencer de medio pelo. 

Los mayordomos no tienen paro. ¿Por qué? Porque los ultrarricos demandan muchos esclavos. “Se suele exigir una disponibilidad total, los siete días de la semana durante los 365 días del año. A partir de ahí ya se negocian días y fechas libres con el cliente, pero de entrada se requiere una disponibilidad total”. Por lo visto no hay suficientes mayordomos leales y afectuosos dispuestos a no tener vida para cuidar a unos inútiles integrales por muy bien que les paguen. (El sueldo está en unos 85.000 € anuales, aunque a mí ese dinero por convertirte en esclavo de alguien no me parece tanto, la verdad). Eso sí hay que valorar primero que tienes "oportunidad de conocer mundo, ya que es raro que una familia de ultrarricos se quede siempre en el mismo lugar" (supongo que por miedo a los depredadores de ultrarricos). Y, en segundo lugar, que esa pasta es "neta libre de impuestos y sin ningún gasto, ya que el mayordomo duerme en la casa del cliente y viaja con él. Es un trabajo que permite ahorrar”. Viajas y ahorras para cuando te mueras en la plantación de algodón, en la casa del ultrarrico. 

Entre la raza de mayordomos, los ejemplares más cotizados son los que todavía están fuertes para aguantar el ritmo de los ultrarricos "los que tienen entre 35 y 45 años, con una edad que ya da muestra de algo de experiencia, pero todavía jóvenes para poder recorrer el mundo". Esto me fascina porque lo lees y piensas que el mayordomo va a tener que recorrer el mundo en diligencia y cargando con la vajilla de porcelana del ultrarrico. Ahora que lo pienso, lo mismo es así porque yo de este mundo no sé nada. Lo mismo el ultrarrico va en jet privado y el mayordomo viaja en Ryanair en tarifa de perrete en la bodega.  

"Si tú le dices a un recién graduado en Turismo o Protocolo que si quiere ser mayordomo, lo primero que dirá es que no, porque es una profesión con connotaciones de servilismo. Es una profesión muy desprestigiada de puertas hacia fuera". Cómo son los graduados en protocolo, ¿desde cuando trabajar todos los días sin descanso ha sido servil? Si es que la gente ve fantasmas dónde no los hay. 

“Tener un mayordomo no es un lujo o un capricho. Es una necesidad que tienen los ultrarricos, que no pueden perder el tiempo en ver si su habitación está reservada, en saber qué ropa llevar a un evento o en asegurarse de que el avión no sale con retraso" 

Pensándolo bien, necesitamos que se extingan los mayordomos para ver si así los ultrarricos se tropiezan con sus propios cordones, se mueren de hambre por no saber abrir la nevera o se escaldan en la ducha por no saber graduar la temperatura del agua y nos libramos de esta plaga. 

La evolución de las especies era esto. 


jueves, 2 de mayo de 2019

Lecturas encadenadas. Abril

John Cuneo
Abril ha volado. Volví de Valencia de mi charla TEDx, me mudé con mis brujas y aquí estoy empezando Mayo de solterismo. Un parpadeo y se me escapó abril. En cuanto a las lecturas he descubierto que tengo un patrón. Empiezo el mes con algún libro nuevo y cuando compruebo que para el día quince o así sigo con él, siempre pienso «este mes solo me va a dar tiempo a leer un par de libros, estoy ocupadísima» y de repente se acaba el mes y tengo cinco para lecturas para encadenar. 

Al lío. 

Empecé el mes con un ensayo. Estoy tratando de intercalar ensayo y ficción, no por nada especial ni a rajatabla pero para compensar una lectura con otra. Lo primero que leí este mes fue Amsterdam: historia de la ciudad más liberal del mundo de Russell Shorto con traducción de María Victoria Rodil.  Este libro lo apunté en mi lista de recomendaciones porque escuché a Guillermo Altares hablar de él en la radio. (Las recomendaciones de Altares siempre son buenas, aprovecho para recomendaros una película a la que llegué por él y que está en Amazon y se llama Un pequeño favor) . El libro me lo trajeron los Reyes el año pasado, 2018, y ahí estaba esperando si turno. 

Russell Shorto es americano pero vivió en Amsterdam durante siete años con su mujer y sus hijos y escribió este libro mientras se estaba divorciando. Shorto nos cuenta la historia de Amsterdam desde que se formó como un pequeño núcleo urbano habitado por individuos que decidieron vivir en un lugar inhabitable. Para ello tuvieron que colaborar para construir los diques, desecar los campos, drenar los suelos, concentrar el agua y canalizarla. Fue una unión de esfuerzos individuales para lograr un bien colectivo. Para Shorto este origen de colaboración de individuos  es el que define el espíritu de la ciudad: individualismo en busca de un bien común. Además el hecho de que, al contrario que en el resto de Europa, esas tierras desecadas fueran de los que las trabajaban y no de la iglesia o la nobleza,  es también algo que diferencia la ciudad. 

Shorto recorre toda la historia de la ciudad desde ese momento, pasando por su época como estado dependiente de la Corona de España, las guerras de religión, el comienzo de la dominación comercial de la ruta de las Indias Orientales, la creación de la bolsa de valores con la venta de acciones de la Compañía de las Indias Orientales. En esa primera venta, siete amas de casa de la ciudad se hicieron accionistas. También la corrupción inmobiliaria con cargos municipales haciendo trapicheos surgió allí en el siglos XVII. Leyendo a Shorto he descubierto a Maria van Ooosterwijk una pintora de la época de Rembrandt que ni me sonaba y he leído aspectos de la vida de Rembrandt que tienen que ver con la ciudad, como la de la sirvienta que entró en su casa a trabajar cuando su mujer acababa de dar a luz a su primera hija, o las transacciones comerciales que llevó a cabo para comprar su casa. También he conocido a Aleta Jacobs, la primera mujer de los Países Bajos que recibió un título universitario, una de las primeras médicas del mundo y una pionera de la anticoncepción. 

Shorto cuenta todas estas cosas de manera detallada y amena con un punto de humor. Rastrea archivos y habla con especialistas y, a la vez, nos cuenta la historia de Friede Menco, una mujer judía superviviente de Auschwitz y vecina de Anna Frank, a la que visita cada mañana después de recorrer la ciudad en bici y dejar a su hijo en la guardería. Con el testimonio de Menco reconstruye los últimos años de la ciudad y  le dice esta frase con la que cierra el libro: 
«Tú sabes lo que siempre te digo desde que fue lo de Auschwitz. La vida es absurda. No tiene sentido. Pero tiene belleza y portento y debemos disfrutar de eso».
Y me quedo también con esta frase de Ayaan Hirsi Ali, ex-política holandesa que tuvo que huir del país por las amenazas del islam radical. 
«El mundo occidental se salvó porque logró separar la fe de la razón  y la única manera de hacerle frente al extremismo en el Islam es renovar el mensaje de la Ilustración, recordarlos a los estadounidenses y a los europeos que la sociedad moderna no fue algo que cayó de los cielos. Hay una larga historia de luchas que dieron nacimiento a esta sociedad tan compleja. Y la religión, incluido el cristianismo, la mayoría de las veces obstaculizó el proceso».
Amsterdam: historia de la ciudad más liberal del mundo es un entretenídisimo ensayo que se lee con agrado e interés y que puede, incluso, servir de guía de viajes para visitar la ciudad.  Lo recomiendo mucho. 

El azul es un color cálido de Julie Maroh, es un tebeo que Juan me regaló por mi cumple por recomendación de mi consejero de cómics. Se lo dí a leer a María antes de leerlo yo y cuando la vi, cogerlo, mirarlo y dedicar la siguiente hora a leerlo sin distraerse con nada más pensé que ya daba igual lo que me pareciera a mí, había merecido la pena. Sé que la película La vida de Adele está basada en esta historia, pero no la he visto. ¿Qué cuenta este tebeo? Una historia de amor entre dos adolescentes, dos chicas. Una está todavía en el instituto y la otra es universitaria y, se supone, más experimentada. La adolescente se plantea todas las dudas del mundo, las sufre, no comprende qué le ocurre, se niega a aceptarlo y cuando por fin lo hace se lanza a ello de cabeza. Todos hemos pasado por ese torbellino emocional del amor verdadero, el amor lo puede todo y no poder despegarte de la otra persona ni medio segundo.  Para mí la primera parte de la historia, las dudas, la inquietud, la inseguridad está muchísimo más conseguida que la segunda en la que al concretarse la historia ocurren una serie de cosas que me sacan totalmente de la historia.  El dibujo es precioso con una elección de colores que resulta perfecta para el tono de la narración. 

Hay lecturas que te mantienen en tensión, son como estar sentada en un taburete con los pies colgando y los brazos apoyados en la barra con el libro entre los codos. Hay otros libros que son una tumbona al sol en la que adormilarte con el libro apoyado en el pecho o cayendo al suelo. Hay otros que son casi como leer de pie, incómodo, deseando terminar, dejarlos y hay otros, que son como una gran sillón mullido en el que dejarte caer y arrebujarte entre sus cojines hasta dejar tu silueta marcada en ellos. De este último tipo es Los años ligeros. Crónicas de los Cazalet de Elizabeth Jane Howard y traducción de Celia Montolío. 

Los Cazalet son una familia inglesa de clase alta, pero sin ser nobles, que viven a finales de los años 30 sus años ligeros como estaba haciendo toda Europa. Viven en Londres y pasan los veranos, todos juntos, en una casona del campo. Esta primera entrega de sus crónicas cuenta la historia de dos veranos, el de 1937 y el de 1938 cuando es evidente que lo que está ocurriendo en el continente con las anexiones e invasiones de los alemanes llevarán a Europa a otra guerra. La ceguera voluntaria de los Cazalet se combina con sus temores, los preparativos para una nueva guerra discurren a la vez que las excursiones a la playa, los romances, las rupturas, los problemas para confeccionar menús y la adolescencia de los nietos. 

En Los años ligeros aparecen un montón de personajes: abuelos, hijos, nietos, personal de servicio, amantes, parejas, familiares lejanos. Todos con su peso y su protagonismo. Vives en la casa, hueles el césped, ves los sandwichs de pepino y el salmón frío con mayonesa, tocas su ropa, hueles la playa y lo que es más importante entiendes las relaciones entre ellos porque tú has estado ahí. El lector no ha tenido cocinera ni chófer pero seguro que tiene hermanos y las relaciones entre los hermanos siempre se parecen, cuando somos niños y cuando evolucionan cuando nos hacemos mayores. 

Elizabeth Jane Howard, la autora, escribe con esa ligereza que parece sencilla pero que conlleva un andamiaje estructural muy complejo y un perfecto control de la narración para que todo avance pero sin resultar lineal. Va saltando de escena en escena, de personaje en personaje, construyendo un bloque, un barco que avanza por la historia sin que nada se desmorone ni se descontrole. 

Los años ligeros es un NOVELÓN, un calificativo que muchos usan de manera despectiva pero que, para mí, significa una lectura en la que acomodarte, hacer tu hueco, taparte y regodearte sin que te importe nada más. Es uno de esos libros que hacen que a lo largo del día, mientras estás cumpliendo tus obligaciones, pienses «ojalá estuviera en casa leyendo» 

Corred a leer este primer tomo. 
«Era una de esas personas afortunadas que, sorprendentemente, disfrutan haciendo lo correcto» 
Fin de poema de Juan Tallón, me esperaba en mi estantería desde el mes de febrero. No es mucho tiempo, lo sé, pero suficiente para que le llegara el turno. No es una novela o quizás sí, depende, a lo mejor, puede, ¿por qué no? Es un libro sobre las últimas horas de cuatro poetas: Cesare Pavese, Alejandra Pizarnik, Anne Sexton y Gabriel Ferrater. De los tres primeros había oído hablar, de Pavese incluso había leído sobre sus últimas horas en las obras de Natalia Ginzburg pero de Ferrater no sabía nada. Además de poetas comparten desesperación, soledad, miedo, depresión y angustia. Tres de ellos además comparte alcoholismo. Capítulo a capítulo recorremos sus últimas horas, los últimos encuentros, las decisiones, las personas que quizás vieron, las últimas palabras que dijeron, lo último que, a lo mejor, pensaron. 

De todos los libros que he leído de Tallón con este me ha pasado una cosa curiosísima y es que al principio, al comenzar a leer el primer capítulo sobre Pavese le oía en mi cabeza, con su voz fina y su acento gallego. Fue algo bastante perturbador que se fue acallando poco a poco. Es, además, un libro en el que no aparece él, (o parece no aparecer porque nunca se sabe), cuenta la vida de otros a los que no conoció pero que existieron y aunque no caben sus propias historias si da cabida a algo que hace siempre muy bien. Tallón siembra siempre sus textos de pequeñas historias que pertenecen a otros  dando siempre la impresión de que la vida es una tela de araña que no se acaba nunca y solo nosotros decidimos hasta donde queremos llegar explorándola. 

Como siempre con Juan he doblado muchísimas esquinas. Me quedo con esta de Cesare Pavese y sus mañanas porque me identifico mucho: 
«A Cesare le gusta el silencio de las mañanas, incluso los sonidos que rodean el silencio, como el de las canciones o el café al inundar la taza, o el de la taza al posarse en la mesa, o el de la cuerda al correr el tendedero, o el de la garganta al abrir paso al café o el de la pinza de la ropa al caer a la calle».
Y esto en un capítulo de Pizarnik que define bien la desesperación, el rendirse. 
«Ella no precisa más años: Avanza hacia el fin. Tiene vistas ya a la ruina. Ese estado mezcla de ausencia y desesperación total la empuja a tomar la tiza y escribir su último verso sobre la pizarra: No quiero ir nada más que hasta el fondo». 

El día 26 se celebraba en Madrid La noche de los libros y me fui a celebrarlo a la Librería Los Editores asistiendo a una charla de Pablo Remón, Fran Reyes y Francesco Carril sobre teatro. Remón es el autor de dos obras que vi el año pasado y que me encantaron: El tratamiento y Los Mariachis. La tertulia fue estupenda y además allí me encontré con Belén Bermejo que me recomendó Rialto, 11 de Belen Rubiano. 

«Yo tenía una librería en Sevilla» es la primera frase de Rubiano. Obviamente es un homenaje a Dinesen y su granja en África y obviamente acabó como ella, sin su librería. Rubiano nos cuenta la historia de cómo se hizo librera, consiguió tener su propia librería y la perdió. Es un libro lleno de ilusión y también de amargura con una presencia aplastante de malas experiencias: jetas, pesados, aprovechados, locos, ladrones parecen ser el día a día de su librería apenas compensado por unos cuantos clientes interesantes, generosos y con los que acaba haciendo amistad. Es un libro "riquiño" como dirían los gallegos o "cute" como dicen los ingleses, un libro mono que se lee con un poso de tristeza porque la librería va a cerrar, sabes que no será negocio, que no aguantará la competencia, que cada vez se venderá menos y que Belén no hubiera escrito este libro si la librería hubiera sido un éxito. Habría escrito otro. 
«Qué sonido tan triste hace una librería cuando se muere» 
Y con esto y empezando la segunda entrega de Las Crónicas de los Cazalet hasta los encadenados de mayo. 




lunes, 29 de abril de 2019

Disfrutad la calle, os espero en casa

Sempé. 1957 
Ayer salí a la calle para ir a votar. Fue una incursión en plan comando: salir, votar, comprar leche, volver a casa, alivio. No me gusta salir de casa, me cuesta un mundo salir a la calle. Me esfuerzo para encontrar un motivo por el que dejar mi casa, mi sofá, mi cocina, mi cama, mis libros, mi mesa y las vistas desde mi ventana. Cuando salgo (casi) siempre es por obligación y no hablo solo de ir a trabajar, a la compra, a la tintorería o a llevar y traer a las niñas de sus movidas; quedar me da pereza, ningún plan me parece mejor que mi casa. Sé que esto le pasa a mucha gente y creo que es algo que va con la edad como las canas, dormir menos o aprender a ajustar el resto de comida al tamaño del taper. En esto, como en tantas otras cosas, no soy especial. 

Las que me parecen especiales son todas las personas a las que parece que su casa se les cae encima, aquellas que te dicen «yo tengo que salir a la calle todos los días, sino salgo me parece que he desperdiciado el día». Para mí es como si hablaran dialecto mandarín del centro de China. ¿Perder el día? ¿Desperdiciarlo estando en tu casa?  Tengo amigos así y los observo con fascinación e inquietud. Salen de casa a las doce de la mañana y a las diez de la noche siguen en la calle, yendo y viniendo de un plan a otro. «Vente, no seas seta». Y yo los adoro y sé que si hiciera el esfuerzo seguro que lo pasaría bien pero sinceramente, prefiero no hacerlo. 


Ayer, en mi barrio, había multitudes por la calle: gente yendo a votar, abarrotando las terrazas, en el parque, paseando. Los miraba como a alienígenas, ¿por qué no están en casa con sus vaqueros más viejos vagueando? ¿Qué ven en la calle que yo no veo? ¿Qué atractivo encuentran que a mí me es negado? Esta sensación se multiplica por un millón un sábado a las cinco de la tarde. ¿Qué hace que alguien prefiera estar en la calle a esa hora en vez de estar mecido en su sofá disfrutando el silencio, la peli terrible de mediodía o roncando?  

Ayer, desde mi sofá, mientras veía la tarde caer y a la gente pasear arriba y abajo, pensé que seguro que la tara es mía y que con mi querencia al hogar me estoy perdiendo cosas. Los que tomáis las calles y las disfrutáis, para mí sois unos héroes. Me admira esa fuerza de voluntad, me asombra esa fortaleza, ese empuje para pasarse el día en la calle, yendo y viniendo y disfrutándolo. Tiene que haber algo ahí fuera que merezca la pena, el esfuerzo, seguro que sí pero para mí, no hay nada como estar en casa.  No hay nada como la sensación de estar a salvo, sin duplicidades, sin tener que ser nada más que yo, sin fingimientos, sin ropa limpia, sin planes, sin prisas. Descalza. 

Disfrutad la calle, os espero en casa. 


jueves, 25 de abril de 2019

Ignórame, supéralo

No vengas. No vuelvas. Olvida el camino, borra la ruta, elimina el historial. Toma otra dirección, haz un cambio de sentido. No me leas. No me mires. No me veas, no me escuches. Castígame con el látigo de tu indiferencia, sé descortés y (más) maleducado. Ignórame. Pasa de mí, de mis cuitas, de mis problemas, de mis preocupaciones. No pierdas tu tiempo calificándolas de tonterías, aprovecha para hacer algo útil como cortarte las uñas o mirar al infinito disfrutando de tu inmensa sabiduría. Hazme el vacío, prívame de tu compañía, de tu conocimiento, de tu saber estar, de tu profundo conocimiento de la psique humana, sobre todo de la mía. Mantenme en la oscuridad, en la ignorancia. Haz de mí una paria, una inculta. No me enseñes, no me corrijas, ríndete a la evidencia de que soy idiota, de que te caigo mal.  Ignórame. Aléjate de mis fallos que tanto te crispan, libérate de mis incongruencias que tanto te incomodan. Surfea mi egocentrismo que tanto te indigna y salta por encima de mi yo constante y de las cosas que (me) pasan. Ignórame y libérate.  

Si alguna vez aparezco en tu twitter, bloquéame. 
Si alguna vez me lees en un periódico, arranca la página, cierra el navegador. Escribe una indignada carta al director.  
Si me escuchas en la radio, apágala. 

Pero mientras tanto empecemos por liberarte del vicio de venir aquí, a mi casa, a leerme, a crisparte. Supéralo. Sal al mundo. Disfruta. Superarás el mono.  

Dame por perdida, hazme el vacío y, sobre todo, déjame en paz. 

Podré superarlo, querido anónimo. 

Posdata: Sé que tendrás impulsos incontrolables de comentar aquí. Querrás escribir algo mordaz y supuestamente ingenioso como «ñiñiñi» pero voy a ayudarte y capar los comentarios. Todo por tu síndrome de abstinencia y porque el blog es mío y hago en él lo que quiero.     



martes, 23 de abril de 2019

Un escaparate en Asturias

Huele a lilas en el coche de vuelta. A lila. Solo robé una de la casa del médico de la colonia Solvay, la única que alcanzaba sin subirme a la valla. Ya tengo una edad para saltar vallas en pueblos que no conozco, en Los Molinos la hubiera saltado armada con unas tijeras de podar pero en esa colonia tan belga, tan ordenada, tan inesperada no me pareció adecuado. Asturias huele a verde y a eucalipto aunque no llueva y suena a viento aunque no sople. En la playa, tumbada en una manta de cuadros rojos, con vaqueros y camiseta me siento increíblemente cercana a los Cazalet, la familia protagonista de la novela que estoy leyendo. A veces hay que leer novelas en las que lo que pasa es la vida sin preguntarse por vivir, novelas en las que las preocupaciones son lo que van a comer, el vestido que van a llevar y ser increíblemente educados. Nada como una buena novela inglesa para relajarte en una playa. Y nada como una multitudinaria familia vasca para arruinarte ese placer colocándose a tres metros de ti cuando hay toda una playa para disfrutar. No sé si son vagos o mi campo magnético les atrae. Los miro enfurecida intentando que a través de mi gesto displicente y mi bufido comprendan que no son bien recibidos pero, por supuesto, me ignoran. Dejo el libro y los observo. Son como los Cazalet. Los abuelos van de la mano y eso me enternece, me los imagino entrañables y cariñosos. Ella protesta porque tiene frío y él responde a todos sus nietos, que son legión,  con un «pues claro que sí, cariño». Tienen cuatro hijos, todos cortados por el mismo patrón y ya talluditos, ninguno va a volver a cumplir cuarenta y cinco. Las nueras son más dispares y todos están reunidos alrededor de una cantidad de bolsas increíble: comida, agua, ropa para cambiarse. Ni un libro. Los nietos salen corriendo a jugar al fútbol, los abuelos están plantados en la arena sin saber qué hacer, alguien se ha dejado sus sillas en el coche y aunque todos los hijos se ofrecen para ir a buscarlas la madre dice «no, hijos no, tengo frío para sentarme». Al final el grupo se dispersa, las nueras se van a caminar por la orilla, los abuelos por el paseo de madera a recorrer la ría y los hijos se quedan alrededor de las bolsas mirando a lo lejos el partido de fútbol de los nietos. «Mamá no está bien. No se entera de nada o hace que no se entera. Desde lo de Pablo apenas me dirige la palabra, no me habla». ¿Quién es Pablo? A veces, me gustaría que las conversaciones de los demás vinieran audiodescritas, como en las películas. O mejor, con notas al pie, *Pablo es un hermano díscolo que decidió hacer carrera como actor porno y su madre no se lo ha perdonado. 

Recorro lugares en los que estuve hace casi seis años, con otra vida y otras personas. No siento nostalgia ni tristeza. Me alegro de volver y de saber que todo salió bien. En Lastres encuentro el mejor escaparate del mundo, con vistas al mar a través de una ventana invadida de hiedra, se asoma una antigua tienda de antigüedades, la misma tienda lo es. Aparcados en su puerta hay un barco azul y un todoterreno, con una toalla colgando del retrovisor izquierdo. En el escaparate hay un mal paisaje que podría ser el Capitan en Yosemite pero que probablemente sea un picacho asturiano que no soy capaz de reconocer. Hay un busto femenino de mármol de esos que se usan como modelo en las clases de pintura parece tímida, desubicada, harta de sus compañeros de ventana. Las obras escogidas de Oscar Wilde se apoyan en una lata antigua de pimentón puro de Juan Antonio Sánchez Laorden de Santomera, Murcia que hacen pareja con la mítica lata de ColaCao. Oscar Wilde, pimentón y Colacao. Ojalá ser dadaista para escribir un poema con esto.  Hay un retrato en blanco y negro de una dama de perfil que también necesitaría una nota a pie de página o, al menos, un subtítulo. Más libros y un ejemplar de Armamento Portatil Español 1704-1830 de Bernardo Barceló Rubí.  En las rodillas de una armadura se apoya un papel en el que se puede leer "para avisos llamar aquí". Fantaseo con la idea de que el teléfono sea de la armadura y puedas llamar a ese teléfono si necesitas un caballero andante o un fantasma para asustar a alguien. Justo por encima del yelmo un cartel de Securitas Direct. Sonrío. La esquina derecha parece un bodegón sobre la futilidad de la vida: un cuadro de flores, más libros, una lámpara vieja, una salsera. .  No resisto la tentación y pego mi cara a la cristalera: dentro hay una cueva de tesoros increíbles. Ojalá la armadura me abriera la puerta y pudiera pasarme la tarde escudriñando la vida de todos esos objetos. Sería un local fantástico para una librería. 

Hace muchos años conocí a Julián, cuando ni él era Julián ni yo era Ana, cuando éramos nicks anónimos.  Él estaba mal, yo estaba regular, los dos nos quejábamos amargamente del tiempo en la meseta, del sol, del calor, de la ausencia de lluvias, de nubes, del secarral, del amarillo que todo lo invade y que te seca la vida. He ido a Asturias a conocerle en persona   , a alojarme en su hotel, a comer la mejor fabada del mundo y a comprobar, una vez más, que internet no me ha traído nada más que cosas buenas y que Julián sigue siendo gruñón pero es un gruñón feliz. 

martes, 16 de abril de 2019

¿Cómo alguien como tú va a tener una depresión?

La mujer que me cuenta que su hermana tampoco puede tener una depresión. Los tres jovencitos, tan jóvenes que casi parecen protagonizar Los Goonies ,que se acercan a preguntarme cómo me curé, la chica que me cuenta la historia de su familia, de su madre, y de cómo ella no puede ayudarla más, no sabe qué hacer. La madre que me dice que ella tampoco podía querer a sus hijos pero que nunca se atrevió a decirlo. El hombre que llora mientras me cuenta  que él se separó de su mujer porque no podía más, porque era él o hundirse con la depresión de ella. Llora lágrimas calmas que le empañan las gafas y que se seca con un pañuelo de tela porque es uno de esos hombres que aún lleva pañuelo.  Lloro con él y trato de consolarlo mientras le dedico Los días iguales que él ha comprado para ella.  La chica que me dice que mañana mismo irá al médico porque no puede más mientras su novio detrás de ella me mira con alivio. 

Lo mejor de las charlas, lo mejor de hablar de mi depresión son las personas que vienen a contarme sus historias. Ojalá pudiera hacer más por todas ellas.  

Mi charla en el Tedx Ciudad Vella de Valencia. 


jueves, 11 de abril de 2019

Mi madre y mis ideas

Mi madre casi nunca me hace caso y cuando lo hace casi siempre convierte mi consejo y recomendación en algo que se le ocurrió a ella primero pero que no verbalizó para hacerme creer que la idea era mía. Sé que es retorcido pero así nos relacionamos. A principios de curso, en septiembre, le recomendé que se montara una rutina para ir todos los días a caminar al Retiro. Le enseñé la ruta, le instalé ivoox en el móvil, le enseñé a descargarse podcast y la animé. No funcionó porque «Hija, tengo muchísimas cosas que hacer». Contra el «muchísimas cosas que hacer» no se puede luchar, ni mucho menos discutir. Mi madre está ya en ese extraño momento en la vida en que tras pasarse la vida corriendo y atendiendo mil obligaciones se extiende ante ella un mundo de días solo para ellas y tiene lo que yo he denominado ansiedad. de calendario. El remedio para este problema es expandir cualquier mínima tarea u obligación hasta sus límites temporales más extremos y así tener cita para ir al médico el martes a las diez de la mañana impide cualquier plan durante el martes y casi casi durante el resto de la semana. 

-Mamá, ¿pueden ir las niñas a comer el miércoles?
-Pues a ver, porque tengo análisis el martes y una comida el jueves. 

Es una respuesta tan disparatada que no hay contestación a la altura.  

Mi segunda recomendación fue que se apuntara al gimnasio y como con ella nunca se sabe se apuntó. 

—Hija, hoy en el gimnasio no sabes qué me ha pasado. Estaba ahí en mi maquina con mis pesitas de dos kilos y se ha puesto enfrente un machaca, uno de esos que levantan mil kilos. Le estaba mirando y le he dicho «Si yo hago eso me da algo» y ¿sabes que me ha contestado? 
—Dime. 
—«Señora, usted si que tiene mérito, con lo mal que debió pasarlo en la posguerra»
—Jajajajaja ¿en serio? ¿Y qué les has dicho?
—Pues la verdad, que yo en la posguerra lo pasé muy bien porque no había nacido. 
—Jajajajaja. 

«Lo suyo sí que tiene mérito con lo mal que debió de pasarlo en la posguerra» ¿Cómo se le ocurrió decir eso? Seguro que lo dijo con buena intención, en plan voy a reafirmar a esta anciana en su propósito de mantenerse activa pero, EN SERIO, ¿la posguerra? El muchacho tiene un problema de expansión temporal de los eventos de la historia, cree que cualquier persona mayor vivió hace tanto tiempo que seguro que vivió la posguerra. Creo que está en el top 3 de «cosas paternalistas que se pueden decir en un gimnasio» muy por encima de «eso es mucho peso para ti» y «si quieres te enseño porque no lo estás haciendo bien». 

-Luego el muchacho me ha dicho «Señora, tiene usted que beber más agua» y yo le he contestado «Lo sé, ya me lo dice mi monitor de escalada»
-Jajajaja, pobre hombre. 

Sabía que animarla a ir al gimnasio iba a ser buena idea pero no tanto. «Hija, a ver cómo lo cuentas que te conozco». Yo creo que lo he contado bien pero seguro que a ella no se lo parece, ya la estoy oyendo «si yo tuviera tiempo para escribir tonterías, como haces tú, lo hubiera contado mejor». 


lunes, 8 de abril de 2019

Vistas desde el sofá

Sempé
«Aún así, no se me ocurre mejor forma de pasar un finde que perdiendo el tiempo, o sea, viviendo». Xacobe Pato Rey. 

El viernes me tumbé a ver un documental porque mi plan era no hacer nada, dejar pasar el tiempo sin aprovecharlo, permitir que se escurriera por el sofá sin culpa ni, como dice Xacobe, pensamientos del tipo "tendría que". Empecé con Icarus, un documental recomendado por Juan, sobre un tipo al que le gusta montar en bici y se siente decepcionado cuando su héroe, Lance Armstrong, confiesa que se dopó toda su carrera. Esta decepción le lleva a la idea de participar en la carrera ciclista amateur más dura del mundo dopado y sin dopar. ¿Qué hay mejor para apreciar el sofá que ver a gente agonizando sobre una bici? Nada. El tipo se pone a entrenar, corre la dichosa carrerita y acaba baldado pero en una buena posición. Sigue entonces con su plan y busca a alguien que le ayude a llevar un programa de dopaje profesional. Esa actitud se la admiro, si vas a doparte hay que hacerlo bien, que no sea todo una juerga de drogas descontroladas. Contacta de una manera muy loca con un ruso muy ruso y muy loco que resulta ser, a la vez, el jefe del programa ruso de dopaje de deportistas y el representante ruso en la organización mundial contra el dopaje en el deporte. Los rusos jamás dejan de sorprendernos. El documental se transforma entonces de un reto absurdo de un tipo americano en una peli de espías con la KGB, el FBI, la CIA, el COI y hasta Putin metidos en el ajo. Todo es loquísimo y termina con el doctor ruso entrando en el programa de protección de testigos y Putin mirando a cámara y diciendo «los rusos no nos hemos drogado nunca y no me acuerdo ni de como se llamaba el traidor ese». Por supuesto los rusos se doparon hasta la coronilla desde 1968 para participar en todos los JJOO y me juego una mano a que Putin tiene un muñeco de vudú del doctor ruso en su mesilla de noche. 

Del sofá salté a la butaca de un cine de un pueblo cabeza de comarca para ver Dolor y Gloria de Almodovar.  Lo que más me gustó de la película fue que en la sala éramos ocho, ver a Asier Etxeandia bailando, vestido con una camisa de seda morada metida por dentro de unos pantalones azul eléctrico de tiro alto y la presencia de libros en muchas escenas. Banderas/Almodovar lee a Vuillard, a Auster, a Denis Johnson, ojea la obra de Antonio López. Sentada en la sala echo de menos tener un botón de pausa y zoom para identificar todos los libros que salen en la película y que tengo la seguridad de que no están ahí por casualidad, no son atrezzo, significan algo. En Mujeres al borde de un ataque de nervios que veo al día siguiente desde el sofá no aparece ni un solo libro. Ni siquiera cuando Carmen Maura y María Barranco disimulan ante la llegada de la policía cogen un libro, intentan hacer creer a los agentes que están entretenidas ¡jugando al Stratego! Otra diferencia entre las dos películas aparte de los treinta años que han pasado por el pelo de Banderas es la casa. En Dolor y gloria la casa es un refugio, una cueva, un lugar seguro, el sitio al que el protagonista siempre quiere volver y del que no quiere salir. El ático de Mujeres tiene la misma personalidad que un piso piloto, es un lugar para entrar y salir, impersonal y que se valora por lo que podrá ser y no por lo que fue o es. Cuando me pongo a ver La ley del deseo descubro otra cosa más, que Madrid está en todas partes, que como en Mujeres, la ciudad es la historia. Las calles, los bares, las terrazas, los túneles, las vistas, todo  forma parte de la narración. En Dolor y Gloria se nota que a Almodovar le da pereza Madrid y en eso, me identifico con él. La calle que más sale en la película es una de San Lorenzo del Escorial: pinos, montaña, brisa. Nada que ver con el cielo de Madrid que siempre te aplasta, como el de La Mancha. 

La ley del deseo la recordaba a trozos, «Riégueme señor barrendero, riégueme» pero descubro que nunca la había visto entera y que es un peliculón hasta que a falta de veinte minutos ocurre algo que me saca completamente del embrujo y me hace ser consciente de que es sólo una película y ellos son actores. Quizás la vida real sea la locura de los protagonistas de The Dawn Fall, un documental de escalada que encadena mi tarde a la obsesión vital de un chaval que ha hecho del trepar su razón para vivir. Contemplo su hazaña, subir el muro del amanecer del Capitán en Yosemite con total incredulidad y una aún mayor incapacidad para entenderlo. ¿Por qué? ¿Por qué jugarse la vida así? ¿Por qué someterse a ese sufrimiento atroz? Vuelvo a pensar en el tipo de la bici de la tarde anterior, no consigo comprender a la gente a la que le gusta sufrir haciendo deporte y creo, además, que es un vicio moderno. Hace quinientos años nadie trepaba una montaña por placer, porque el esfuerzo mereciera la pena, se hacía por necesidad, porque ese era el camino, porque no había otra opción. A lo mejor nos falta dolor, solo tenemos gloria y por eso nos inventamos los deportes de agonía. Yo, desde luego, soy de otra época como Julieta Serrano en Mujeres, de hace quinientos años, porque solo monto en bici para pasear y me bajo si el pedaleo se vuelve incompatible con el placer de mirar alrededor. Soy de la ley del mínimo esfuerzo y la máxima compensación como Garbo, el espía español al que el historiador inglés se empeña en llamar Pujol, con J de Jorobado durante todo el documental que ocupa mi sofá del domingo. Garbo se hizo doble agente no teniendo ni un solo secreto que contar, inventándose todo lo que enviaba a los alemanes haciéndoles creer no solo que él era espía sino que tenía una red de colaboradores tan informados como él. Se inventó los secretos, se inventó a los veintidós espías y creo para ellos vidas y aventuras. Mínimo esfuerzo, máxima compensación, eso es lo que significa ser un buen mentiroso, uno de categoría premium. Garbo fue un mentiroso que tuvo su  momento Robin Hood antes de fingirse muerto, abandonar a su familia española y pirarse a Venezuela a montarse otra. Hay mentirosos premium que nunca rozan el robinhoodismo como John Meehan el protagonista de la serie que veo con mis brujas el domingo por la noche y que nos ha tenido gritando a la tele indignadas y manteniendo interesantes conversaciones sobre legalismos matrimoniales: 

Mamá, ¿vosotros firmasteis un acuerdo prematrimonial?
No, no teníamos nada. 
Pues yo pienso firmar uno cuando me case. 
Me parece estupendo. 

¿Quién dice que la tele no enseña?  

 *El tipo del reto en bici sin dopar y dopado, cuando participó en la carrera hasta las trancas de hormonas y drogas quedó en peor posición que sin drogas. No sé si hay alguna enseñanza en esto. 


miércoles, 3 de abril de 2019

Lecturas encadenadas. Marzo

Marzo ha sido un mes de lecturas espectacular y di una charla TEDx pero eso todavía no toca contarlo.

Al lío.

Agudas. Mujeres que hicieron de la opinión un arte, de Michelle Dean. Traducido por Laura Vidal. Este libro me lo envío la editorial Turner por sorpresa y según me llegó me puse con él. Me apeteció, sin más. Es  un ensayo que recoge la historia de varias mujeres  que opinaron sin miedo, siendo muchas veces muy agresivas y sufriendo consecuencias tanto por lo que dijeron o como lo dijeron como por lo que callaron. Es interesante, ameno y crítico. No es una oda a las mujeres, no es una exaltación de lo femenino como una cumbre de perfección a salvo de equivocaciones ni es una letanía por la invisibilidad sufrida en el mundo de la opinión. Dean ni esconde ni justifica los errores: Parker y su final "sin talento", Didion y sus vaivenes sobre el feminismo, Arendt y su tibieza con la segregación o el racismo o el hecho de que muchas tuvieran relaciones con hombres que las manipularon y que se aprovecharon de ellas. En el amor da igual lo listo que seas, todos hacemos el idiota igual.

Dean sigue más o menos el mismo esquema en todos los perfiles, desde Dorothy Parker a Rebeca Mead: qué les hizo famosas, como llegaron a hacerse escritoras, los errores que cometieron, las consecuencias de los mismos, las trifulcas y polémicas en las que se vieron envueltas, sus virtudes como escritoras y también sus defectos, su posición en o frente al feminismo y las relaciones tanto de amistad como de animadversión que desarrollaron entre ellas.

Todas ellas empezaron "fuera", en los márgenes de la opinión escrita y de ahí su acidez, de ahí su empeño en ser afiladas:
«Su estilo polémico en ocasiones provocó que se pasara por alto a estas mujeres, que no se las considerara serias. La ironía, el sarcasmo, la sátira son a menudo las armas de quienes están en los márgenes, el subproducto de un escepticismo natural respecto a las opiniones ortodoxas que es consecuencia de no haber podido participar en su formulación. En mi opinión, deberíamos prestar más atención a cualquier intento de intervención cuanto tiene ese matiz. Siempre hay valor intelectual en no ser como el resto de las personas sentadas a una mesa, en este caso en no ser un hombre, pero también en no ser blanco, de clase alta, y no haber estudiado en la universidad adecuada».
Me ha llamado la atención que casi todas se dedicaran en algún momento de su vida a hacer crítica de cine y muchas se forjaran ahí en la polémica y el enfrentamiento. Ninguna tenía ningún problema en criticar con saña a otros y entre ellas. Eran implacables con las películas y también con los libros. Ahora ya nadie hace eso. Algunas perdieron sus trabajos por esas críticas. Ahora ya nadie hace eso o no se les permite. O quizás es que todos queremos estar sentados a la mesa, ya no estamos en los márgenes, y por eso nos guardamos la crítica, el sarcasmo y la sátira para el "humor" y no para la crítica ni cinematográfica ni literaria. (Hablo de medios "oficiales")

Todas también tuvieron problemas para posicionarse con el feminismo.  Y como no hemos inventado nada, muchas fueron acusadas, en sus épocas,  de malas feministas.

Me quedo con esta conclusión de Dean al final del libro:
«Las expectativas que tienen las mujeres, las unas respecto a las otras, la manera en que nos medimos las unas con las otras, nos ilusionamos y también nos decepcionamos, en eso consiste, al parecer, ser una mujer que piensa y sala sobre el acto de pensar, en público».
«Acabo de leer sobre un tío que escribe cómics y parece interesante. Se llama Nick Drnaso» «Vale, del que hablan en el artículo no lo tengo pero este fin de semana te llevo otro de él» Y así es cómo, gracias a mi proveedor habitual de cómics, Beverly de Nick Drnaso llegó a mis manos. No se parece a nada que haya leído o visto antes. El dibujo es frío, cuadrado, rotundo. Los personajes llenan las viñetas, parecen esculturas a las que les cuesta un mundo moverse. Todo parece suceder a cámara lenta, como en cuadros fotográficos superpuestos. Minimalismo para que el espectador sienta agobio, para que todo el tiempo esté esperando que algo siniestro ocurra aunque la viñeta sea de una pareja conduciendo o un hombre yendo en metro. El agobio es tanto que pasas a la siguiente viñeta esperando encontrar alivio pero no lo hay, no hay escapatoria en el mundo de Nick Drnaso. Beverly está compuesto de varias historietas que están interconectadas pero de manera muy muy sutil, hay que estar muy atento para ver ese hilo.

Si hubiese leído este cómic sin conocer al autor no sé que hubiera pensado pero tras leer su perfil en New Yorker, sus dibujos dan la sensación de plasmar su mundo, lo que contaba en la entrevista. Leerle me causó tristeza y también lo hizo Beverly. Es asomarte a algo que no quieres ver aunque sabes que existe: la crueldad, la incomunicación, la desconfianza entre personajes que no son ni excepcionales ni especiales. Es la cara oscura de la vida normal.


Fugitiva y reina de Violaine Huisman. A principios de mes recibí un correo de una amable desconocida que me contaba que era lectora de este blog y que me quería enviar un libro que recientemente había traducido. Me confesaba que le daba miedo por si no me gustaba pero que le hacía ilusión y además creía que me podía gustar. La desconocida se llama Irene Aragón González, el libro era éste y resultó que no tenía por qué haber tenido miedo porque me encantó a pesar de su horrorosa portada (lo siento, editorial Hoja de Lata) y la aterradora frase que viene en la faja: «Premio al libro más hermoso de la primavera».

Si os fiáis de mí, corred a comprarla y leerla sin leer el siguiente párrafo para que todo sea sorpresa.

Es una historia autobiográfica sobre la propia madre de la autora pero, por fin, alguien habla de su madre sin que suene a cuento de Disney, ni ser admirativa hasta el ridículo, ni elogiosa hasta la vergüenza ajena, ni cuenta una historia de superación. Al éxito de esta historia contribuye su estructura en tres partes. En la primera, para mí la más brillante, Violaine  desde sus ojos de niña habla de su madre, una madre a la que intuye diferente, amenazante a ratos, cariñosa en otros pero que las necesita a ella y a su hermana tanto como ellas  la necesitan a ella. La quieren, la temen, la protegen, la observan, la escuchan, la intuyen y la cuidan. En la segunda parte, de manera cronológica, la historia de la madre se despliega ante nuestros ojos en un tono frío casi de informe policial. Una sucesión de hechos, datos, qué le ocurrió, dónde y con quién hasta hacerla quien es. No hay justificación, ni explicación, no hay compasión ni pena.  El tono de Violaine parece decir «esto es lo que ocurrió antes de que yo naciera, antes de que yo pudiera saberlo, antes de que pudiera entenderlo y no importó cuando era niña porque la quería y la temía porque era mi madre».  La parte final es la explicación del porqué de este libro.

Violaine es francesa y escribe como todos los franceses: sin pudor y a las bravas. Tiene un estilo preciso, bonito pero sin florituras, concreto y directo. Evocador sin disgresiones. Ves la casa, las habitaciones, hueles el tabaco y escuchas los pasos pero no pierdes de vista la historia.

Me ha gustado muchísimo porque como he dicho antes no es una exaltación a la madre ni un «mi madre no era como las otras madres pero el mundo la hizo así y yo ahora la entiendo y blablablabla».
«Madre y puta, sumisa y lasciva, consentidora y arisca, ubre y matriz, dependiente y dominada. Las madres tenían todo que perder y mamá lo había perdido todo, poco a poco, empezando por sí misma».
Una madre avasalladora a la que querían con ferocidad porque sabían que ella las necesitaba.

El perro bizco de Etienne Davodeau fue el segundo tebeo del mes. Una historieta intrascendente sin mucho misterio pero que transcurre en las salas del Louvre protagonizada por uno de sus vigilantes y una comisión secreta que decide lo que pasa y no pasa en el museo. Curioso.

Hace años leí en esta columna de Juan Tallón sobre La noche de la pistola de David Carr (traducido por María Luisa Rodríguez Tapia) y lo apunté en mi lista de libros pendientes. Mis brujas me lo pusieron este año al final de mi caminito de chuches el día de mi cumpleaños.

Carr se sienta a  escribir sobre su vida. Un ejercicio doloroso y casi masoquista. Hasta los treinta años su vida fue una vorágine de alcoholismo, adicción, drogas y violencia que destrozó la vida de muchas personas tanto durante los tiempos más duros como cuando decidió rehabilitarse. Carr empezó a beber, a esnifar coca, después a fumar crack y acabó inyectándose directamente la cocaína en un camino de degradación que no terminó hasta que una noche, desesperado por conseguir más droga, metió a sus hijas gemelas de meses en el coche y las dejó aparcadas en la calle mientras él entraba en casa de su camello a drogarse. Al salir y darse cuenta de que milagrosamente seguían vivas decidió rehabilitarse.

Cuando Carr decide escribir sobre su vida se da cuenta de sus recuerdos son vagos, inconexos y que necesita hablar con quienes estuvieron allí con él. Y lo que descubre no solo es que ha olvidado momentos, anécdotas o horrores sino que incluso sus recuerdos más nítidos, todo lo que él está convencido de que pasó, tiene otra versión completamente diferente contada por otra persona.
«Todos recordamos las partes del pasado que nos permiten afrontar el futuro. Los arquetipos de la mentira –piadosa, dolorosa, práctica– se dan a conocer cuando se apela a la memoria. La memoria, normalmente, responde con patrañas».

El 12 de febrero de 2005, el día que yo cumplía cuarenta y dos años y estaba inmersa en mis días iguales, David Carr se desplomó en su mesa del New York Times y murió de un infarto. Me quedo con esto que escribió sobre la muerte de su madre:
«Verla morir fue como ver una carroza gigantesca que se adentraba despacio y con elegancia en el agua».

La noche de la pistola es una crónica necesaria de lo que significa ser un adicto que creo que hay que conocer para entender y horrorizarse entendiendo.

Un buen día de marzo, Aroa Moreno era librera por un día en Tipos Infames. Una excusa buenísima para verla a ella, visitar a los Infames y ver a un par de ilustres lectores de este blog: Nan y Portorosa. Aquella tarde compré  Claus y Lucas de Agota Kristof (traducción de Ana Herrera y Roser Berdagué). Me fié de Aroa y nunca podré agradecerle bastante el descubrirme esta maravillosa novela. Salid a comprarla ahora mismo y leedla.

Agota Kristof era húngara y vivió la II Guerra Mundial. Posteriormente abandonó su país y emigró a Suiza donde en los 80 publicó las tres novelas que tienen como protagonistas a los gemelos Claus y Lucas: El gran cuaderno, La prueba y La tercera mentira que Libros del Asteroide acaba de publicar en un solo volumen. No puedo contar nada del argumento sin reventar la sorpresa que creo que debe ser total para que si alguno se anima a leerla la descubra como yo: quedándose sin palabras.

Pocas veces, muy pocas veces, he leído una crónica de la crueldad y de la maldad más terrible. Crueldad y maldad a la que te enfrentas con rechazo en un primer momento pero con la que te descubres poco después empatizando. Es una crueldad que entiendes y ese entendimiento la hace a tus ojos menos crueldad lo que te hace preguntarte si tú no te estarás convirtiendo también en alguien cruel.

Agota tiene un estilo cortante, seco, con frases cortas que encajan como piezas de puzzles para contar unas vidas llenas de miedo, secretos, frío y sospecha.
«Estoy convencido, Lucas, de que todo ser humano ha nacido para escribir un libro mediocre, da igual, pero el que no escriba nada es un ser malogrado, que ha pasado por la tierra sin dejar ninguna huella». 

Claus y Lucas tiene muchas papeletas para convertirse en el mejor libro que he leído este año. Ya estáis tardando en leerlo.

Y cruzando los dedos para que este mes sea igual de bueno en lecturas y un bizcocho, hasta los encadenados de abril.





lunes, 1 de abril de 2019

Paseando Valencia

Voy a Valencia con Juan de acompañante, de asistente personal. Como dice mi hermano cuando le llamo a felicitarle: «todos te damos apoyo moral pero Juan te acompaña en representación de todos». Valencia es una ciudad que todo aquel que ha puesto alguna vez el pie en una playa de Levante cree que conoce. Es un pensamiento ridículo, una falsa sensación de conocimiento que yo también tengo y de la que soy consciente cuando esta vez, la cuarta en la ciudad, de verdad la paseo. Muchísimos extranjeros: americanos jóvenes y musicales que en cuanto asoma un rayo de sol de perfil reflejado en uno de los tejados imposibles de Calatrava sacan los tirantes, los pantalones cortos y la chanclas aunque el viento frío, húmedo y cortante se te meta hasta los huesos. Cosas de ser de Minesota, supongo. Hordas de italianos montando en bici con pantalones pesqueros y rusos gigantes a los que solo veo sentados en terrazas, no he visto ninguno en movimiento pero supongo que de alguna manera se trasladarán de bar en bar. Me da miedo preguntar, casi me da miedo imaginar. Hilaturas Amparín. ¿Puede haber más ternura, más nostalgia del siglo pasado en un solo nombre? Me preguntó si la señora que vende lazos, encajes, hilos y mil cosas más con nombres preciosos y casi perdidos será una Amparín, si será un nombre que se heredará desde que el puesto se montó en la plaza redonda de la ciudad hace cien años. «Lo siento hija pero te llamas Amparín» «Pero si no me gusta coser, yo quiero ser artista» «Artista, princesa o dentista pero heredas Hilaturas Amparín».Un joven con barba (¿acaso los hay sin barba?) nos mira desde el escaparate de su ¿chiringuito? ¿cocina? ¿tienda? Sabe que tiene una apuesta ganadora. Ha tenido la idea genial, una tan buena que nos sorprende que no se nos haya ocurrido a nosotros: ponerles palo a los gofres y untarlos de cosas aún más dulces y ricas para convertir el siempre placer culpable de comerse un gofre en un pecado tan gigante que te condene directamente al infierno de los agoreros del azúcar. Husmeando como perros de caza el olor a gofre recién hecho (¿acaso hay un olor mejor? No, ni siquiera los bebés huelen tan bien) llegamos a su puerta. «¿Eso que hay encima del gofre es nocilla? Sí, podemos ponerle lo que queráis» Nos alejamos de ese paraíso tirando el uno del otro, «no huelas, no les mires a los ojos, sigue la luz, sigue la luz». En la plaza de la catedral hay tunos y como Dios los crea y ellos se juntan, justo al lado un guiri con complejo de cronner venido a menos, a mucho menos, masacra Wonderful World mientras el acordeonista que se gana la vida asustando a las parejas en las mesas «¿os toco algo?» y consiguiendo dinero sin tocar... se ve obligado a intentar tocar una melodía para acompañar al masacrador de clásicos. Veo, toco y doy vueltas a un vestido de rayas de colores del que me enamoro. Lo vuelvo a dejar en la percha. «Pruébatelo, date un capricho». «No, con estos vestidos hago lo mismo que con los hombres que me parecen atractivos sin conocerlos. Intento no conocerlos para mantener la ilusión de que seríamos perfectos el uno con el otro. Si me lo pruebo y no me queda bien, será una desilusión, igual que cuando conoces a un tío que te parecía atractivo y descubres que es imbécil o que no encajas con él. Prefiero mantener la ilusión». Valenbisi me parece un nombre casi a la altura de Hiladuras Amparín. Parece ideado por un niño de seis años que acaba de perder los dos paletos y, además, devuelve a la bicicleta al lugar del que nunca debió salir, el paseo feliz en llano. Ir en bici bisi, por el parque del río sin río. En España tenemos pocos ríos y nos empeñamos, además, en esconderlos. Parece avergonzarnos que sean raquíticos y enclenques y por eso los revestimos de puntillas y blondas. «¿Tu río es guapo?» «No, pero es simpático y muy culto y tiene Madrid Río o la ciudad de las artes y las ciencias». La Lonja de Valencia me recuerda al Palacio de Aviñón y le hago a Juan una foto parecidísima a la que le hice allí, en La Provenza, hace cuatro años. «Mira que foto te he hecho para que te la pongas de perfil por si alguna vez te apetece ligar» «Sí, es verdad, salgo estupendo, pero dudo mucho que ese momento llegue». «Mejor para mí, así podrás seguir siendo mi asistente personal»

He ido a Valencia a dar una charla TEDx pero esa es otra historia que debe ser contada en otra ocasión. 


miércoles, 27 de marzo de 2019

Notas desde el 22D

Pixtil textile design studio
Notas desde el 22D. Así se titula la entrada en mi cuaderno que escribo desde el avión. Uso un bolígrafo verde, de la radio televisión canaria porque al ir a sacar mi pluma de émbolo cargada de tinta verde he recordado que nunca hay que meter en la cabina de un avión una pluma de émbolo cargada de tinta verde porque por cositas de física y fluidos la tinta verde no lleva bien lo de volar, le entra pánico y busca escapar por el plumín, consiguiéndolo siempre con gran destreza. Soy Ana de los dedos verdes. La pasajera sentada en el 22E es inglesa y lee en su kindle. Me fascinan sus trenzas. La pasajera sentada en el F dormita. Hace un rato intentó pagar una Coca-Cola zero con una moneda de cien pesetas. No sé que me resulta más chocante: a)el hecho de que lo intentara, b)su sorpresa porque el jovencísimo auxiliar de vuelo identificara la moneda y le dijera «Disculpe, señora, esto son cien pesetas» o c) que todavía circulen monedas de cien pesetas. ¿Habrá un mercado de timadores de cien pesetas? «La banda de los veinte duros» me parece un nombre digno de un tebeo de Mortadelo y Filemón. Sus miembros son gente que lo hace por la excitación, por ese breve momento de triunfo al pensar en que ha conseguido colar moneda falsa, que ya no vale nada. Yo creo que lo haría si supiera que hay un Señor Iberia, una especie de primo del Tío Gilito y Mr. Burns, que cada noche cuenta su dinero mientras se ríe: «Jajaja, otra panda de estúpidos a los que les he colado una lata mini de Coca-Cola por 4 eurazos» y al encontrarse mi moneda de veinte duros tuviera un ictus. Por esa satisfacción sí que lo haría. 

Vuelvo de pasar treinta horas en Las Palmas. Contar los viajes en horas es de espías, de gente con cosas que hacer. Cosas aparte de reuniones, charlas, comidas y cenas viendo barcos casi todo el tiempo. Barcos enormes, gigantescos. No sé nada de barcos ni del mar. Justo antes de ponerme a escribir he leído un artículo en el New Yorker sobre un jovenzuelo holandés, de Delft, que con diecinueve años y mientras buceaba en Grecia tuvo una epifanía y decidió que iba a inventar algo para limpiar el océano de plástico. Con sus charletas, su supuesto carisma de joven genio y una buena campaña de relaciones públicas ha conseguido cientos de millones de dólares para construir un prototipo al que ha llamado Wilson, como el balón de rugby de Tom Hanks en Náufrago, y que por lo visto está funcionando regular, tirando a mal, intentando recoger el plástico que forma una especie de isla flotante en el Pacífico Norte. Los problemas vienen por varios motivos que científicos y oceanógrafos habían advertido al muchacho que podían ocurrir. ¿Por qué un chaval consigue cuatrocientos millones de dólares para un invento que limpia y, sin embargo, ese dinero no lo consigue alguien que quiera poner en marcha una gran campaña de concienciación de uso más inteligente del plástico? Por la misma razón por la que la gente se cabrea y patalea cuando le dicen que van a bajar su maleta a la bodega. Porque no queremos esperar, porque no queremos cambiar nuestros hábitos, que son los más importantes y para los que siempre tenemos justificación, y porque somos egoístas. 

La señora del 22C tiene un color de piel fascinante, no aparece como opción en ninguno de los emojis de whasap. 

Volviendo a los que consiguen dinero para cosas absurdas, me acuerdo del documental de Elizabeth Holmes y su fraude. Mismo patrón: diecinueve años, una ideal genial surgida de la nada de alguien sin formación ni estudios serios que la avalen, que consigue que los listos del mundo le den cientos de millones de dólares. ¿Por qué jóvenes con ideas supuestamente revolucionarias consiguen dinero mientras otros con trayectorias científicas detrás no consiguen un puto duro? Por lo mismo. Porque lo queremos todo ya, y por eso no confiamos en el valor de dedicar dos, cinco o diez años a estudiar y conocer una materia. ¿Tienes una idea genial que se te ocurrió ayer mientras comías tofu o madrugabas para hacer meditación? ¡Bien, eres nuestro triunfador! ¿Has estudiado varios años y solo madrugas cuando no tienes más remedio y además comes azúcar? Lo siento, llama a otra puerta, perdedor. ¿Te pones de pie en cuanto el tren de aterrizaje toca la pista? Bien hecho campeón, es evidente que tienes prisa porque tienes cosas que hacer, porque sabes, porque no tienes tiempo que perder. ¿Te quedas sentado esperando a que la gente salga? Bah, seguro que eres un perdedor o no sabes viajar en avión.  

«Sobre quejas elementales, quejas de orden superior y metaquejas»,se titula el capítulo que el señor del 21C  acaba de empezar a leer y le ha convertido en alguien con una historia interesante. Lastima que aterricemos y los listos con cosas que hacer se hayan puesto de pie para salir rápidamente a vivir esa vida trepidante que fingen tener.  


jueves, 21 de marzo de 2019

Un post lleno de peros

«Señorita, estoy seguro de que está usted ahí porque vale mucho. Seguro que si tiene ese puesto y le han dado esa responsabilidad es porque usted lo merece y no porque la hayan colocado ahí pero...» No doy crédito a las palabras que escucho, no me puedo creer que alguien sea tan imbécil, tan estúpido. No, no es estúpido simplemente le parece que decirme esas palabras es lo correcto y que yo, que estoy discutiendo con él por un tema laboral, le voy a dar la razón porque mi corazón se va a henchir de gratitud  porque él, un desconocido incompetente al otro lado del teléfono, reconoce mi valía. PERO no le funciona. 

«El dolor de los demás es siempre una carga fácil de llevar». No era así. Así suena a Paolo Coelho o a sesión de coaching en sábado por la mañana mientras haces estiramientos con desconocidos y por el rabillo del ojo ves que el tentempié de la mañana es muesli con manzana. No era así, era mejor, era en francés. En bretón para ser más exacto PERO no puedo recordar la frase. La escuché en una película basada en un libro que tengo en casa y que no he leído. Me devano los sesos y desenredo google intentando encontrarla PERO no lo consigo. Si pudiera tener un superpoder normalito, digamos un superpoder a ratitos, pediría poder chasquear los dedos y que en el lugar que estoy escribiendo apareciera el libro que busco y que está en la estantería de mi otra casa, o mi cuaderno de lecturas que está en una caja llena de cuadernos debajo de mi cama. Chasquear los dedos y que aparecieran. Ser una Mary Poppins de mis libros y mis cuadernos. 

Lloro en el cine. Vuelvo a ver a los amigos en su casa de la playa y, otra vez, igual que hace nueve años me identifico con ellos. Ahora son más viejos, como yo, sus hijos son mayores, como las mías, han tenido depresiones, como yo y siguen siendo amigos, como nosotros. Lloro en el cine PERO salgo contenta, sonriendo y con ganas de tomarme un vino. Al llegar a casa vuelvo a la primera peli y la entiendo más y vuelvo a llorar.  

Abro un libro. Leo la contraportada y descubro que el autor murió el mismo día que yo cumplía cuarenta y dos años. Se desplomó de un infarto mientras yo intentaba celebrar, en medio de mi depresión, que seguía viva. PERO sobreviví y ahora ensayo mi charla en pijama, en el coche, caminando por la calle, mientras doy vueltas en la piscina. 

Me enfado con M. Han pasado cuatro días PERO no sé cómo desenfadarme. No sé cómo no tener rencor. Me pregunto si seré siempre así o conseguiré aprender a ser alguien que no rumia los cabreos como un vaquero el tabaco, regodeándose en su sabor amargo y negro, aprovechando cualquier oportunidad para escupirlo. 

Y ¿cuándo se aprende a mandar un mensaje sin arrepentirte al segundo siguiente? ¿Cuándo ya no importa? 

No sé nada de poesía PERO me encanta este poema de Elizabeth Bishop.

Y no tenía nada que decir PERO he escrito un post. 


lunes, 18 de marzo de 2019

Yo quería ser arqueóloga

André Kertész
«¿Mamá, ¿tus amigos han conseguido lo que querían en sus vidas?». 

Una de mis amigas quería ser periodista, lo fue, lo dejó y ahora trabaja con flores. Se destroza las manos, tiene alergia, llega tarde a todas partes y no tiene un minuto de descanso pero está feliz. Otros, por una extraña razón que jamás entenderé, querían ser economistas y lo son. Por la misma extraña razón parece gustarles ser economistas. Otra quiso ser médico, lo fue y lo dejó. Emigró con su marido y tres hijos a Australia con cuarenta y cinco años. Están felices aunque echando de menos España. Otro no quería ser nada, solo quería salir y beber y juerga y ahora es perito tasador de seguros, tiene tres hijos pequeños que corretean entre sus piernas y le trepan por el cuerpo gritando "papi, papi", mientras nosotros le recordamos que él fue un pionero del poliamor. Tiene más canas y le duele la espalda pero sigue llevando las mismas camisas raídas en los cuellos porque son sus favoritas. Otra no sabía que quería ser y fue economista y no le gustó y se fue a Estados Unidos a cumplir el sueño de su vida, componer música para películas. Compone, dirige, baila y toca el saxofón. Ha vuelto y se está buscando la vida. Otro quería hacer algo en la montaña y se hizo ingeniero de montes y descubrió con cuarenta y dos años que lo que quería era ser bombero. Lo ha conseguido y ahora está de cursillo de ser bombero llenándonos el wasap de fotos de su entrenamiento. Nunca le he visto más contento. Otra amiga es enóloga, vive por y para el vino y sus tres hijos pequeños. ¿Qué quería ser cuando teníamos quince años? No recuerdo que la enología fuera una de sus aficiones y tampoco sé si quería tener hijos con la sucesión de novios "para toda la vida" con los que nos encariñábamos. Se casó con otro que llegó por sorpresa.  Otra amiga quería ser diplomática, artista, cantante de ópera y pianista y tener media docena de hijos. Ahora dirige un departamento de recursos humanos, se deja grabar en vídeos corporativos con trenzas y gafas falsas y solo ha podido tener una hija que es igual de fantasiosa que ella porque ella sigue queriendo ser diplomática, artista, cantante y pianista porque es la misma que era cuando nos sentábamos en una tapia a charlar sobre su primer novio. Juan quería jugar al baloncesto y tocar el bajo y es lo que hace, jugar al baloncesto y tocar el bajo en grupos de cuarentones con nostalgia de Nacha Pop. Yo quería ser arqueóloga, vivir en Los Molinos y no tener hijos. Trabajo en televisión, no he conseguido, (por ahora) vivir en Los Molinos y tengo dos hijas que me hacen preguntas locas. Quería no ser como mi madre y en los días buenos lo consigo.  

¿Hemos conseguido lo que queríamos en nuestras vidas? No lo sé. ¿Qué queríamos? ¿Sabíamos lo que queríamos?   No lo sé y tampoco sé reconocer si lo que queríamos con doce, trece, catorce años era un deseo, un sueño loco, un plan maestro o simplemente pensábamos que la vida sería como tenía que ser, como la de nuestros padres. No creo que ninguno hayamos seguido nuestros sueños ni perseguido un ideal. Todos, en algún momento, apostamos por algo con mucha fuerza y lo conseguimos o no, pero también nos hemos encontrado con cosas que ni en nuestras fantasías más locas hubiéramos imaginado. 

Llevo días dándole vueltas a esto y lo que más me preocupa, sin embargo, no es que es lo que hemos hecho con nuestras vidas. Lo que más agradezco, y lo que más miedo me da,  es algo en lo que no pensamos cuando teníamos quince años, algo a lo que no dedicamos ni medio segundo cuando pasábamos la tarde entre botellines, bicis y balones; estamos todos vivos y seguimos juntos. Tenemos muchísima suerte y no sé si nos va a durar mucho más.  


jueves, 14 de marzo de 2019

La niña sin nombre

Rosa siempre deja la bolsa en el mismo sitio, le gusta  mirarse en el espejo. Le gusta muchísimo. Se seca cada centímetro de su piel tan minuciosamente que, a veces, me quedo mirándola solo para añadir otra parte de mi cuerpo a la lista de partes de mi cuerpo que jamás me he secado: el espacio entre los dedos de las manos, detrás de las orejas, los pliegues de las axilas, los meñiques de los pies. Ni siquiera sé cómo se llaman los meñiques de los pies, ¿dedos pequeños? Después de secarse, se unta crema como si ella fuera un pastel y se estuviera recubriendo de cobertura azucarada. Una vez más no deja ni un solo resquicio sin cubrir. Y durante todo el proceso de secado y untado se mira al espejo. Me admira esa templanza, esa seguridad en sí misma, esa cantidad de tiempo para perder en el vestuario de la piscina a las nueve de la mañana. Nunca llego a tiempo de comprobar si en el proceso de desvestirse es igual de meticulosa, si se gusta igual según se va descubriendo. María llega casi al mismo tiempo que yo, usa gorro rosa, y ha sido la única que me ha preguntado porqué había estado tanto tiempo sin aparecer por allí. «Pensamos que te habías cambiado de turno»  Herminia está disgustada porque sus nietos ya no pasan tanto tiempo con ella. Su hijo Javi, el padre de los niños, por fin se ha organizado tras el divorcio y cada vez pasa más ratos con ellos así que ella está a la vez liberada e incómoda. No sabe cómo sentirse. «Ahora me sobra tiempo en las tardes». Rosa le comenta que hay que ver que responsable es Javi, que da gusto tratar con él. Mientras me pongo los calcetines descubro que Javi tiene un taller mecánico y que goza de la confianza de la Guardia Civil que llevan allí sus coches a reparar porque es «muy buen chaval». El ex suegro de Javi es Guardia Civil y así fue como él entró en tratos con el cuerpo. «Se siguen llevando bien». El padre de Javi se ha jubilado pero está un poco celoso de su hijo porque cuando va a visitar el taller, su taller, «le mandan a hacer recados». Al marido de Rosa, que ya está en bragas, sujetador, y botas contemplándose en el espejo, no le gusta nada, nada le emociona ni le interesa. «En todos los años que llevo con él, nunca le he visto feliz con nada». Maribel llega tarde, corriendo, ha tenido que llevar a su marido al Eroski y había atasco a la entrada del polígono «estaba haciendo pereza y al ver el atasco casi no vengo». Hacer pereza, me encanta la expresión por lo que tiene de incongruente.  Angustias y Feli comentan la clase de pintura, a Angustias no le gusta el profesor nuevo «No sé, no me gusta el tono, el enfoque, no sé si aguantaré aunque como lo he pagado. Pero me gustaba más Nazaré». Antonia pelea con el gorro «me aprieta tanto que me va a romper las cuatro ideas que me quedan». Todas se ríen. Me pongo los zapatos, cojo el abrigo, cierro la taquilla, me echo un vistazo en el espejo mientras paso por detrás de Rosa. «Adiós, niña. Que tengas buen día».

Soy la niña sin nombre.  


martes, 12 de marzo de 2019

Ser ex pareja

Todos conocemos buenos padres, madres, hermanos, tíos, amigos, compañeros, parejas... muchos menos conocemos buenas exparejas. «Puf, Fulanito se separó y se lleva a matar con su ex», «Menganita y Zutanito se separaron y solo se hablan a través del abogado», miles y miles de ejemplos así. Te enfrentas a construir, elaborar y limar las mil aristas que tu nuevo yo tiene que pulir para encajar con las mil aristas del nuevo yo de tu ex partiendo del fracaso como punto de partida. El resto de tus relaciones vitales se establecen  sobre un cimiento raso, a estrenar, sin una historia común, ni reproches, ni recuerdos, ni decepciones. Cualquier cosa es posible, también lo malo pero no es su principal querencia o en principio no debería serlo.  En cualquier otra relación el origen es el éxito de esa relación. Con los ex la expectativa es que, si quieres, lo intentes pero lo más normal es que fracases. «Ya verás como acabas a leches» te dicen.

Construir una relación con tu expareja es algo completamente nuevo, es probablemente la relación más difícil de establecer. Es una obligación y una necesidad y no solo por los hijos que tienes en común. Es una obligación para ti misma, para ti mismo. Primero hay que ser capaz de asumir el fracaso de la relación anterior por la que apostaste. Después hay que aceptarlo: "fracasamos" y más tarde verbalizarlo: «Sí, nos hemos divorciado». «Sí, ya no vivimos juntos». «Sí, estoy divorciada». Y mientras asumes la misma realidad, las nuevas rutinas, la extrañeza que causa el dejar atrás detalles mínimos que antes ni percibías, te enfrentas a la tarea más difícil: construir una nueva relación con tu expareja que, como tú, está aceptando, asumiendo, verbalizando y extrañando. 

Dos medias naranjas, dos mitades que se creían perfectas se fueron con el tiempo convirtiendo en piezas que nos encajaban, que chocaban, que se arañaban y herían con las aristas, lados y defensas que les crecían. Tras cada choque la distancia aumentaba hasta que fue tanta que se convirtió en insalvable. Construir una relación tu ex, requiere volver a acercarte y pulir tus aristas para que la distancia entre ambos sea razonable, inteligente, cómoda. Lo quieras o no, tienes unos hijos en común que os obligan a orbitaros mutuamente para siempre. Por tus hijos pero no solo. No tienes que llevarte bien con tu expareja por tus hijos, hay que intentarlo por ti mismo, porque llevarte a leches toda la vida con alguien a quien quisiste supone decidir pasar el resto de tu vida con una mochila de mala hostia, desconfianza, miedo, ira y ansiedad. A veces no es posible, lo sé, me lo han dicho mil veces durante estos cinco años, pero creo que a pesar de ser complicado y de costar trabajo, es obligatorio intentarlo. Por lo menos intentarlo. 

La vida no es siempre bonita y no vivimos en una peli americana de buen rollo. No creo que puedas ser amigo tu ex, ni creo que sea necesario, no hay que quedar para hacer planes, ni contarte tu vida, no se trata de eso. Es algo nuevo: ya no eres pareja y no puedes ser amigos, ese es el reto. Esa relación puede ser lo que tú quieras, aquello con lo que estés cómodo y su premisa fundamental tiene que ser que no te ocupe espacio, que no te coma la vida, que te permita estar tranquilo, sin sobresaltos... que no quiere decir sin obligaciones. No es fácil, no se construye en cinco minutos, ni en tres semanas ni en cuatro meses, pero hay que hacerlo, hay que intentarlo con todas tus fuerzas. Y es fundamental no hacer arqueología, no escarbar los restos de lo que fue, de lo que pudo haber sido, no buscar pruebas ni indagar en los resquicios. Cualquier cosa que fue dejó de ser. Y lo que vaya a ser no puede, de ninguna de las maneras, montarse, construirse o equilibrarse sobre un andamiaje de reproches, culpas y acusaciones. Debe construirse sobre los restos de un fracaso, sobre lo que quedó de una relación perdida, destruida pero no olvidada. Es como un yacimiento arqueológico: sobre Grecia construir Roma.