jueves, 30 de agosto de 2018

Ser educado no compensa

Ser educado, a veces, no compensa. Nos han metido en la cabeza y así se lo contamos a nuestros hijos que jamás hay que ponerse al nivel de los maleducados, que  estamos por encima de ellos, que ante todo educación, que somos mejores si actuamos así. Paparruchas. Ojalá fuera así. La realidad es que muchas veces, ser educado, morderse la lengua, agarrarse a la silla en la sala de reuniones para no soltar un exabrupto y contestar a un maleducado faltón, no compensa. De hecho, es una estupidez y es contraproducente. Acaba tu reunión y sales de allí encabronado, desilusionado y decepcionado contigo mismo. Ni un solo segundo te sientes mejor que ellos. 

¿Así funciona el mundo, los maleducados faltones pueden hacer lo que les de la gana? Pues sí, y la culpa es nuestra, es tuya porque no has defendido tu territorio, el espacio de trabajo, las normas de convivencia y trato. Ser maleducado no consiste en no conocer las normas de urbanidad, convivencia y trato. El maleducado las conoce y se las pasa por el forro, como su propio nombre indica, las mal usa. No es lo mismo no tener educación que ser un maleducado. 

Los maleducados faltones avasallan  y lo hacen porque les dejamos. Les permitimos interrumpir a otro cuando está hablando, levantar el tono, despreciar el trabajo de los demás, murmurar por lo bajo comentarios despreciativos y faltones cuando los demás hablan... y se lo permitimos porque somos educados, porque no queremos hacer lo mismo que ellos, no queremos ser como ellos, porque nosotros sí sabemos que todo eso está mal. Ellos también lo saben pero les da igual, nadie nunca se les ha enfrentado y creen que las normas no son para ellos, que están por encima. Avasallan, invaden, envenenan, encabronan. Y les dejamos porque somos buenos, porque somos mejores. 

Pues no, somos gilipollas. Es una estupidez callarse, es una rendición, es dejarles emponzoñar el ambiente, el trato, la convivencia. Es como si Indiana Jones, en la famosa escena del mercado, cuando el malo hace su exhibición de chulería para demostrar que tiene el poder y está a punto de matarle, en vez de pegarle un tiro y ponerle en su sitio, se quedara callado esperando a que el otro lo matara o le dijera: «creo que esto hay que hablarlo con calma.»

A los maleducados no se les para con buenas maneras, ni callándonos. A los maleducados faltones se les para, debemos pararles con firmeza: ¡PERDONA PERO ESTOY HABLANDO YO Y TE AGRADECERÍA QUE TE CALLARAS E INTENTARAS COMPORTARTE COMO UNA PERSONA RESPETUOSA! Mira a ver si eres capaz y sino es así, sal ahora mismo para irte a entrenar y vuelve cuando seas capaz. 

Y luego, ya si eso, murmuras entre dientes: idiotadeloscojones.    

Con suerte, agachará las orejas y abrirá los ojos como platos, sorprendido. Los maleducados no están acostumbrados a que juguemos sucio. Es posible que balbucee algo. No nos engañemos, no va a ver la luz y se va a volver educado, eso no pasa nunca, y además, no es tu tarea enseñarle educación, pero no volverá a interrumpirte y tú no saldrás de la reunión sintiéndote imbécil y descubriendo que te han salido más canas porque por algún lado tiene que salir la frustración. 

Idiotadeloscojones. 


lunes, 27 de agosto de 2018

Al teléfono con el adolescentismo

Hay dos tipos de personas con las que la comunicación por teléfono móvil es una tortura: mi madre y mis hijas. Del uso que mi madre hace del móvil: incomprensible, errático, desesperante ya hablaré otro día. Hoy me voy a centrar en los tipos de comunicación por móvil con el mundo adolescente. 

Primer supuesto. 

No tienen móvil entre semana así que para hablar con ellas llamo al teléfono fijo. Somos unos antiguos y tenemos teléfono fijo pero no tan antiguos como para tener un solo aparato anclado a la pared. Tenemos tres teléfonos inalámbricos que ¡sorpresón! jamás están en sus bases cuando los buscas. Si yo no los encuentro la incapacidad de mis adolescentes,a pesar de haber sido ellas las que los han movido de sitio, para ubicarlos cuando suenan es espectacular. 

El teléfono suena y suena y suena. Cuando estoy terminando de murmurar toda la ristra de insultos, juramentos y blasfemias que conozco, alguien descuelga. Respiro aliviada. Ilusa de mí. 

«María, siempre cojo yo el teléfono y ya estoy harta»«Mentirosa, siempre lo cojo yo porque tú sabes que es mamá y pasas de  hablar con ella»«Halaaa, qué falsa, tía»

Acabo colgando y pensando que por lo menos sé que están en casa que era el propósito de mi llamada. 

Segundo supuesto

Tienen móvil. Se supone que un teléfono móvil sirve para contactar a la otra persona en cualquier momento y más si esa otra persona es un adolescente con el móvil en la mano todo el tiempo que permanece consciente y fuera de la ducha. 

Llamo a cualquiera de mis dos hijas para hablar con ellas algo sobre lo que no me da la gana escribir un whasap. 

Suena el tono de llamada. Suena. Suena. Suena. Suena. Salto el mensaje de que el móvil al que llamo no está disponible. Una vez más recito toda la ristra de insultos, blasfemias y juramentos que me sé. Tiro mi móvil en cualquier sitio y me alejo de la escena refunfuñando, cuando, pasado un rato largo, recojo el móvil tengo un mensaje.

«Jeje, siento no haberlo cogido. Justo estaba leyendo. Llama cuando quieras»

Son muy cabronas pero además me conocen y saben que esa excusa me ablandará. Además, quiero creerme esa excusa. Me relajo. Vuelvo a llamar. Suena el tono de llamada. Suena. Suena. Suena. Suena. Salto el mensaje de que el móvil al que llamo no está disponible.

«A tomar por culo con el móvil. En cuanto vuelvan se lo quito» pienso mientras busco el teléfono de mi abogado para ver cómo puedo desheredarlas. Entra otro mensaje. 

«Ups. Justo ahora no tenía el móvil»

Vaya, resulta que he ido a llamarla en el único rato en todo el mes de agosto que ha debido soltar el móvil. Ya es casualidad. Vuelvo a llamar. Ya no sé para qué quería hablar con ellas, ya sólo quiero echarles la bronca y bramar con furia en sus pequeñas orejitas. Suena. Suena. Suena. Me cuelgan. 

«Jejeje. María ha cogido mi teléfono y sin querer te ha colgado» 

Desisto por completo de hablar con ellas con la inútil esperanza de que les entre el remordimiento o, por lo menos, un mínimo de curiosidad por saber qué quería con mis llamadas y me llamen ellas. Ni remordimiento ni curiosidad. 

Tercer supuesto. 

Llamo y ¡oh sorpresa! lo cogen al segundo tono. 

—¡Hombre, qué bien que os pillo!
—Ah, hola. 
—Por favor, qué entusiasmo. Lo mismo me emociono. 
—¿Eso es sarcasmo?
—¿Qué tal todo?
—Bien.
—¿Qué habéis hecho?
—Nada. 
—¿Hace bueno?
—Sí, bueno, normal. 
—¿Cómo qué normal? ¿Qué significa eso?
—Sí, bueno. 
—Y¿qué vais a hacer hoy?
—No sé. 
—¿Qué queréis hacer?
—No sé. Da igual. 
—¿Da igual? ¿Picar piedra? ¿Planchar? 
—Ay mamá. Que sí, que vale. Que estamos bien. 
—Hasta luego.

El mismo nivel de diálogo que una pareja sueca en una peli de divorcios. Del monosílabo y la no comunicación hacemos un arte. 

Cuarto supuesto.

Me mandan un audio de wasap. Lo borro y contesto: «No escucho audios de wasap, si queréis algo llamadme» 

No suelen llamar así que deduzco que o bien era una memez o se han enfadado. 

Quinto y último supuesto. 

Suena mi móvil. Es alguna de las dos. Sonrío. Descuelgo.

—Hola princesa, ¿Qué tal?
—Bien, bien. ¿Qué tal tú?
—Pues nada aquí echándoos de menos. 
—Yo también te echo de menos

(Empiezo a sospechar)

—Verás mamá, es que no sé si te acuerdas que mi amiga Zutanita, la que vive en la casa esa que nunca te acuerdas que está detrás del hotel, pues esa amiga que es superamiga mía y además le gusta mucho todo lo que me gusta a mí, va a hacer una fiesta el jueves por la tarde y, entonces, verás, hemos pensado que estaría muy bien que el miércoles vinieran catorce amigos a nuestra casa porque a ti, total, te da igual y todos mis amigos dicen que eres supermaja, a preparar la fiesta porque Zutanita no sabe que vamos a ir disfrazada de Mamma Mía. Entonces, además, necesito que en internet (te mando pantallazos) compres.. blablablablablabla. 

Habla y habla y habla. No sé quién es Zutanita y el resto me da igual... la dejo hablar hasta que se le seca la lengua. 

—... y entonces les he dicho que fenomenal, que en casa además tenemos de todo para hacer pancartas, las haremos en la cocina no te preocupes con que manchemos. ¿Vale?
—Bueno, ya hablaremos cuando llegue a casa.
—Pero ¡si te he llamado a contártelo! 
—Ya, pero esto es algo para hablar en persona. 
—No sé para que tienes móvil, mamá. Luego hay que hablarlo todo en persona. 



jueves, 23 de agosto de 2018

No soy yo, es el madrugón.

Dormir. Dormir. Dormir. Estar durmiendo. Descansar. No puedo pensar en otra cosa.Levantarme a las seis de la mañana me quita las ganas de vivir, me arruina el ánimo y hace que mi estado de ánimo bascule entre el odio intenso hacia toda la humanidad y el llanto descontrolado y ansioso. Levantarme a las seis de la mañana ralentiza el tiempo, las horas pasan despacio y el momento de dormir no llega nunca porque me levanto a las seis pero no me acuesto a las nueve. Madrugar de manera insana convierte todas las canciones de mi lista Drive en nostálgicas historias de gente abandonada con la que empatizo hasta las lágrimas. Lloro con las canciones, con los podcasts y hasta con las cuñas de radio "Para resolver un marrón, conecta con Manolón". Ni las hormonas de la regla me hunden tantísimo. Miro a la gente que trabaja conmigo, a los demás conductores, a la recepcionista de la clínica de rehabilitación, a mi fisioterapeuta, al gasolinero intentando adivinar por sus caras, por su ánimo si han dormido más que yo, si son gente con suerte que madruga lo justo o desgraciados como yo que viven sus días lamentando dormir poco.  Madrugar me convierte en una máquina de autodestrucción: no duermo, tomo manzanas a media mañana, como ensalada, hago treinta y cinco minutos de bici estática, emprendo una tarea de bricolaje, lo intento con las sentadillas. Otros lo llaman vida saludable pero yo sé que estoy tratando de acabar con mi vida, para no sufrir más, para poder dormir. «Si madrugas aprovechas el día». A las seis de la tarde, aparcada en la puerta de mi fisio y llorando de autocompasión no entiendo porque a estas ganas de matar lo llaman aprovechar el día.  Yo era alguien de provecho, alguien divertido, animoso, de colores y estos madrugones me convierten en una babosa reptante. Sueño despierta con una cama, con una siesta, con derrumbarme en brazos de alguien escurriéndome de sueño. Madrugar me provoca una tristeza tan intensa que a las nueve de la mañana creo que no podré con el día. Por culpa de estos madrugones cancelo planes, anulo reservas, invento excusas para no quedar, para no hacer, me desconecto en las conversaciones y encuentro toda la comida insípida. Madrugar  eleva a niveles estratosféricos mi autocompasión, me rebozo en ella. Me paso el día compadeciéndome, añorando la paz en el mundo, la justicia social, mis doce años, mis zapatillas camping amarillas y su olor a letrina de legionarios al final del verano. Madrugar me ha hecho arreglar mi bici y salir a pasear. Madrugar me da agujetas y me provoca nostalgia de la infancia de mis hijas, miro fotos de hace siete años y pienso que entonces ellas eran más monas, más ricas, más simpáticas, iban mejor vestidas, yo era mejor madre, yo dormía. Lloro de nostalgia y agotamiento y las llamo: 

—Chicas ¿qué tal por allí?
—Fenomenal, lo estamos pasando de coña. ¿Qué te pasa?
—Que os echo mucho de menos porque sois monísimas.
—Mamá, ¿has vuelto a levantarte a las seis? Te hemos dicho mil veces que madrugar te sienta fatal. 

Madrugar me embota, me paraliza, me quita fuerzas, anula mi curiosidad, levantarme a las seis de la mañana hace que me repita y por eso éste es el cuarto o quinto post que escribo sobre el tema. No me lo tengáis en cuenta que lloro.  



domingo, 19 de agosto de 2018

Los trece, la estación sin parada.

–El domingo cumples trece años. Este año no estás dando nada la brasa con tu cumple.
–Ya, ya lo sé. 
–Los trece son un número raro ¿verdad? 
–Sí, catorce molarían más pero claro hay que pasar por los trece antes, pero los trece no me apetecen. 

Los trece son ni fu ni fá. Si además llegas a ellos en segunda posición, detrás de tu hermana, ni siquiera tienen la novedad ni para ti ni para nosotros de intentar descubrir cómo serán. Ya tienes claro que los trece son como la antigua estación de cercanías de Pitis, en Madrid, una estación sin parada. 

Los trece son segundo de la ESO que es otro curso insulso, sin gracia. No tiene la emoción de lo nuevo, del estreno, ni el aura de ser ya "de los mayores". Los trece están a medio camino entre ir al Burger a merendar y sentarte en el parque,  en el respaldo de un banco a ver pasar las horas mientras cuchicheas sobre chicos y ligues. 

Los trece son subirte al tren de "ser mayor" pero con acompañante. Son sentarte a pensar qué más adelante hay vida por vivir, que quieres hacer algo con todos esos años que te esperan aunque no tengas claro qué quieres. Los trece son, todavía, seguros. Cualquier decisión es revocable, ante cualquier miedo puedes refugiarte en casa, en mis brazos, en los de tu padre. Los trece son aburridos pero estables, seguros.  Los trece son casa. 

Vamos a vivir tus trece años sin sorpresas e intentaremos que sean divertidos. Vamos a viajar, a reírnos, a discutir por nuestros diferentes conceptos de la palabra "ordenado", vamos a charlar sobre mis elecciones de menú para la cena. Vas a seguir sacándome de quicio con tu irritante manía de hablar muy deprisa poniendo voz de absurda protagonista de sitcom americana cuando quieres pedir permiso para hacer algo que sabes qué no me va a gustar. Y, sobre todo, sé que vas a seguir taladrándonos con la absoluta necesidad que tienes de tener una habitación para ti sola. 

Hoy cumples trece años y estás impaciente por cumplir catorce, quince, «los dieciséis sí que molan».  No tengas prisa, vamos a disfrutar los trece pero, por favor, mientras tanto, cierra la puerta del baño, no te cuesta nada. 

Feliz cumpleaños, pequeña bruja. 

jueves, 16 de agosto de 2018

Me gustaría...

Me gustaría saber qué se siente siendo «personal autorizado» cuando cruzas una de esas puertas por las que solo puede pasar «personal autorizado». Me gustaría saber quién era el hombre grabado en los pendientes de una de las señoras viejísimas que alquilaban casetas en la playa de Nazaré. Me gustaría saber porqué, en la era de internet, en la época de «escudriña hasta el último rincón del cajón de los cubiertos del apartamento que vas a alquilar», Portugal está lleno de mujeres viejísimas sentadas a la puerta de sus casas con carteles de "se alquilan habitaciones". Me gustaría saber si alguien para y les pregunta y si, cuando les llevan a sus casas, les hacen bacalao para cenar y les dan toallas bordadas.  Me gustaría llegar a ser una mujer viejísima pareciendo una mujer viejísima, que se me vieran todos los años que espero vivir. Me gustaría que a Cher se le vieran los años que ha vivido y que en Mamma Mía 2 no pareciera un paso de Semana Santa. Me gustaría tener días suficientes en el verano para poder ponerme toda la ropa de verano que tengo o, si lo de los días es imposible, superar el impulso que me empuja a ponerme, todos los días, la misma camiseta roñosa y los mismos pantalones cortos  cuando llego de trabajar. Me gustaría que mis perros, cuando me tumbo a leer,  además de darme lametones me dijeran «deja de preocuparte». Me gustaría no seguir siendo aquella niña de ocho años que se quejaba tanto de dolor de cabeza, todas las tardes, que hasta mi madre me llevó al médico por si me pasaba algo. No me pasaba nada, solo me preocupaba el colegio al día siguiente. Me gustaría no acojonarme cuando me despierto con ansiedad y trato de convencerme de que me estoy agobiando con antelación. Me gustaría que mi tintero con tinta verde hiedra no se hubiera abierto en mi estuche o que, por lo menos, se hubiera derramado entero y el estuche fuera ahora completamente verde hiedra. 

Me gustaría no haberme dado cuenta, anoche mientras me lavaba los dientes, de que ya nunca en la vida podré ser "staff writer" en el New Yorker. Me gustaría que ese pensamiento no me hubiera llevado a hacer una lista de todas las cosas que hice en su día y ya no puedo volver a hacer:  dar vueltas en bici alrededor de la pérgola de la casa de mis abuelos. Ir vestida igual que mis hermanos. Vestir a mis hijas iguales. Amamantar. Parir. Follar por primera vez. Sentirme al volante indefensa y en peligro y, a la vez, independiente y poderosa. Volver a probar el hígado. Llamar a alguien abuelo, abuela, papá. 

Me gustaría haber escrito algo divertido y frívolo. Algo tonto y sin mucho sentido. Algo atolondrado. Algo para reírse y pensar «es verano, todo es de colores y la vida mola muchísimo» pero no se me ocurre nada.   


lunes, 13 de agosto de 2018

Portugal, el vecino desconocido

Uno cree que conoce a su vecino porque se cruza con él algunos días, amodorrado, a primera hora de la mañana cuando sale de casa para ir a trabajar. Intercambia tres palabras en el ascensor o en el portal y se instala en uno la sensación de conocer. Una sensación absolutamente falsa porque si te paras a pensarlo al sentarte en el coche o al coger el metro eres incapaz de recordar cómo se llama, en qué piso vive o qué ropa llevaba puesta. 

Uno cree que tiene algo en común con su vecino porque en las cuerdas del tendal, al otro lado del patio, ve ropa interior, sábanas, toallas, ropa interior y, de vez en cuando, como en sus cuerdas, un mantel y servilletas. Si tiene mantel y servilletas en algo se parece a ti, piensas, no es uno de esos salvajes que come sobre la mesa o, peor, directamente en la encimera o con bandejita. 

Uno cree que sabe cómo es la casa del vecino porque sabe cómo son sus ventanas, qué ve desde su salón o cómo entra el sol en su cocina por las mañanas, con timidez en invierno y de manera implacable en verano. Uno cree que sabe si su vecino, a la hora de la siesta, se tapa con manta o duerme en camiseta porque comparten medianera y escucha su televisión al otro lado de la pared. 

Uno piensa que sabe en qué trabaja su vecino, lo que come, o lo que lee porque cogen la misma línea del metro, compran en el mismo supermercado y es la misma biblioteca la que tienen cerca. 

Uno cree que su vecino es un triste porque una vez, sin tener el vecino ninguna culpa, se puso a llorar con él y esa pena se quedó pegada a ese vecino.

Y cuando uno está lleno de certezas y cree que conoce a su vecino, que nada va a sorprenderle y que ese vecino es más o menos como él, con sus cosas pero parecido... un buen día, va a Portugal y no sale de su asombro. 

Descubres que no conoces a tu vecino. Que todo lo que habías pensado o creído o, mejor dicho, todo lo que ni siquiera habías pensado o creído sobre él es erróneo o simplemente imaginario. Caes en la cuenta de que habías confundido la cercanía, la vecindad con el conocimiento. Entras en casa de tu vecino y nada es cómo habías (no) imaginado. Tiene horarios distintos,  los muebles al revés, el sol no ilumina exactamente igual que en tu casa, tiene un lenguaje parecido al tuyo pero con su propio ritmo y hasta su relación con la temperatura ambiente es muy diferente a la tuya. Los colores que tú hubieras jurado que iban a ser exactamente iguales que en tu casa parecen distintos. Y los olores, nada huele igual. No es mejor ni peor, lo que te sorprende es que sea tan distinto, tan diferente, tan él y no tan tú.

Te sorprende tu vecino y te sorprendes al pensar que por alguna razón idiota creías que conocías Portugal y no tenías ni la más remota idea.  

He estado en Portugal y he sido ese vecino idiota que creía conocer a la persona al otro lado del descansillo. He estado en Portugal y he sonreído. He estado en Portugal y me ha gustado todo, hasta el ciervo surfero de Playa do Norte, porque sí, porque todos tenemos errores en casa. 


miércoles, 1 de agosto de 2018

Lecturas encadenadas. Julio


Cliffhanger. Karin Jurick
«Querida Verónica:

Si
no
pensamos
en
el
principio
nunca
habrá
final.

                                       A».


Tengo que recoger a dos niñas que llegan en tren, ir a rehabilitación para tratar de no quedarme
manca, preparar una lasaña (sin gluten) para comer y sacar tiempo para darme un baño en la piscina así que vamos al lío de los encadenados sin detenernos en reflexiones sesudas.

Empecé julio con un novelón.  Posesión de A.S Byatt , llegó a mis manos vía Iberlibro tras tres recomendaciones de gente de la que me fió muchísimo: mi amiga Di, la librera Silvia Broome y Elena Rius.

Posesión es todo un novelón. Novelón es un concepto que, para mí, significa muchas páginas, una gran historia y algo de amor. Si además transcurre en Inglaterra, toman té y hay niebla y lluvia la combinación es perfecta. Si, además, todos son educadísimos, muy cultos, intercambian conversaciones inteligentes y hay personajes que recuerdan a la mejor tradición inglesa como el malvado americano trepa, la pobrecilla secretaria a la que nadie hace caso, el conde empobrecido pero muy malhumorado y ancianas con gatos, no se puede pedir más.

En Posesión, Byatt, escribe dos historias. Una casi detectivesca, con buenos y malos, que buscan la verdad pasada y desconocida sobre un par de escritores decimonónicos y, otra , sobre esos dos escritores. Las dos historias corren paralelas, intercalándose una con otra. Por un lado encuentras las intrigas universitarias, el ansia de ser el primero en saber, en conocer, en poseer la verdad para ser la máxima autoridad, los recelos investigadores, la prisa por publicar y por otro lado encuentras el ritmo pausado y calmo de las relaciones que se establecían por carta, cuando entre una pregunta y su respuesta podían pasar días. La historia de amor por carta que se descubre muchos años después y la trepidante necesidad de conocer esa relación, se intercalan. Además, es una novela sobre escribir, sobre buscar la inspiración, encontrarla y desesperarte, una vez hallada, intentando plasmarla tal y como suena en tu cabeza. Y habla también del amor a los libros, a tenerlos, leerlos y descubrirlos.  Es una novela estupenda que, advierto, intercala larguísimos poemas épicos que los dos escritores decimonónicos escriben y que se pueden saltar sin perderse nada de la trama.

«De vez en cuando hay lecturas que ponen de punta los pelos del cuello, la pelleja inexistente, y los hacen temblar, cuando cada palabra arde y reluce dura y dura, infinita y exacta, como piedras de fuego, como puntos de estrellas en la oscuridad: lecturas en las que el conocimiento de que vamos a conocer lo escrito de otra manera, o mejor, o satisfactoriamente, se adelanta a toda capacidad de decir qué conocemos ni cómo. En esas lecturas, la sensación de que el texto ha aparecido para ser enteramente nuevo, única antes de ser visto, va seguida, casi de inmediato, por la sensación de que estuvo ahí siembre, de que nosotros los lectores sabíamos que estaba ahí, y que siempre hemos sabido que era como era, aunque reconozcamos por primera vez, tomemos plena conciencia de, nuestro conocimiento».

Instrumental. Memorias de música, medicina y locura, de James Rhodes  no me ha gustado. Sé que es una opinión poco popular pero no me ha gustado. James Rhodes me cae bien, me parece admirable que haya sobrevivido a cinco años de abusos sexuales por parte de un profesor, a una adolescencia terrible y a una juventud de autodestrucción y depresión. Aplaudo con entusiasmo su capacidad para transformar toda la ira, la furia y la rabia en ganas de vivir, en entusiasmo, en optimismo, en una actitud de "voy a disfrutar de la vida" en vez de convertirse en un amargado, cosa a la que por otro lado tendría todo el derecho del mundo. Con todo, el libro es flojísimo. Lo mejor, para mí, es lo que cuenta al principio de cada capítulo sobre una pieza musical y que es lo mismo que cuenta en sus varias listas de Spotify que os recomiendo encarecidamente si, como yo, no sabéis nada de música clásica.

Sé que, a lo mejor, no soy la persona indicada para criticar este libro porque yo también he escrito un libro, de escasa valor literario,  contando una experiencia personal que probablemente a mucha gente le parezca peor que el de Rhodes pero, como lectora, mi opinión es que el libro es flojo. Valiente pero flojo. Aún así hay algunos pasajes que sí me han gustado, con reflexiones interesantes, como éste:

«Se trata de una adicción que resulta más destructiva y peligrosa que cualquier droga, que casi nunca se reconoce, de la que se habla aún menos. Algo insidioso, generalizado, que ha alcanzado niveles de epidemia. Es la principal causa de esa actitud de creerse con derecho a todo, de la pereza y la depresión en la que estamos inmersos. Es todo un arte, una identidad, un estilo que te brinda una infinita e inagotable capacidad de sufrimiento.

Es el Victimismo».

Además, Rhodes me ha descubierto la primera pieza de música clásica a la que me he hecho adicta.

El orden en que los libros aparecen en tus manos, en que encuentran su momento, a veces, juega en su contra y eso le ha pasado también a Rhodes. Nada más acabar sus memorias, me enfrasqué en El club de los mentirosos, de Mary Karr, un libro que me recomendó Lara Hermoso. Karr, como Rhodes, cuenta su vida, su historia, su infancia, la vida de sus padres. Cuenta, también, varias historias de abusos, una de ellas terrorífica, que implica a un adulto que la cuidaba cuando tenía ocho años. Sus padres, además, a los que ella adoraba eran alcohólicos y su madre sufría graves brotes de cosas "de los nervios" que escondían una historia que Mary Karr no descubrió hasta muchos años después.

Karr escribe tan bien que se te quitan las ganas de intentar escribir nada. «Mary maneja el lenguaje con la soltura de una poeta, precisamente porque lo es: suelta palabras que tradicionalmente no deberían aparecer y crea para ellas usos novedosísimos» dice Lena Dunham en el epílogo. Maneja el ritmo de la historia y también los tiempos, hace digresiones sin perderse, sin resultar superficial, ni repetitiva y sin dar lecciones morales. El tono me ha recordado muchísimo al de El bar de las grandes esperanzas, obviamente su autor le debe mucho a este libro. Leyendo estas memorias también he pensado que sobre una base real, Karr ficción porque es imposible que una niña de cinco, seis, siete años recuerde los hechos con esa capacidad de detalle. Los hechos, sin duda, son ciertos pero la manera de contarlos es ficción porque no podría ser de otra manera, porque así trabaja nuestra memoria, reescribiendo nuestros recuerdos.

Karr tiene otros dos volúmenes de memorias que aún no se han publicado en castellano y a los que seguiré la pista. Lo recomiendo muchísimo.


«He llegado a creer que el silencio puede engrandecer a una persona. Y el dolor, también. La emanación de un silencio pesado y triste puede investir a alguien de una dignidad absoluta».

Conjunto vacío de Verónica Gerber Bicacci fue una de las recomendaciones de los Tipos Infames en la Feria del Libro junto con Temporada de huracanes de Fernanda Melchor que ya recomendé el mes pasado. Me ha gustado mucho pero no es un libro para todo el mundo. Verónica cuenta su vida o la de alguien que se parece mucho a ella, en primera persona, a base de diagramas de Venn. Mi vida en diagramas de Venn la definiría bien. Es la historia de la protagonista (Yo) y la de la ausencia de su madre, y la de Alonso, y la de su hermano, y la de su abuela y de los diagramas de Venn que cada uno de sus personajes genera y que a veces interceptan, "conjunto intersección" y otras no. Empieza así: «Mi expediente amoroso es una colección de principios» y, pensándolo tras haber llegado al final, la novela es mejor al principio que al final, pero la apuesta arriesgada de Verónica merece muchísimo la pena. Es una novela de desamor que se monta y se desmonta como un puzzle, está escrita y dibujada, las cosas que pasan se representan para ordenarlas, para aclararlas, para darles sentido o tratar de dárselo. Es original. Agria y tierna y visualmente sorprendente.

«Empezar muchas veces el mismo texto es, al menos, una insistencia por contar y entender la misma historia.

De otra forma uno fracasa una y otra vez empezando relatos distintos que siempre terminan igual.

De otra forma uno fracasa una y otra vez intentando desordenar el tiempo».


Y con esto y diez días más de vacaciones por delante en los que espero leer muchísimo, hasta los encadenados de agosto.


PS: acabo este post siete horas después de haberlo empezado, con las niñas recogidas, la rehabilitación hecha y una lasaña condecorada como una de las tres mejores que he preparado en mi vida. Me falta el baño.



lunes, 30 de julio de 2018

Fuerteventura. Volveré.

Escribo mentalmente el último post de este diario mientras preparo la maleta, sigo escribiendo mientras desayunamos, y continúo añadiendo cosas en lo que terminamos de recoger la casa y nos metemos en el coche. Para cuando llegamos al aeropuerto, facturamos, pasamos el control de seguridad y yo pruebo otros cuatro perfumes del duty free, el post está entero en mi cabeza listo para ser escrito. «En cuanto despeguemos, saco el ordenador y lo dejo preparado». En cuanto despegamos y me propongo seguir con el plan establecido el portátil está sin batería. El post, las líneas perfectas que yo había dibujado se esfuman al contemplar el icono de la batería en rojo, latiendo sin ganas, a punto de morir. 

Como soy una chica de recursos y un bolso como Mary Poppins, saco el cuaderno rojo que empecé con el año y mi pluma de tinta verde, dispuesta a terminar este cuaderno escribiendo a mano las notas que pululan por mi cabeza y que todavía esté a tiempo de cazar para escribir el post que he perdido o algo que se le parezca mucho. Antes de ponerme a cazar retazos de ese post mítico y perdido, descubro que la presión del vuelo, o algo así, hace que la tinta verde se comporte de manera extraña, descontrolada. Al final de cada renglón (uso siempre esta palabra desde que leí a Xosé Castro lamentarse del uso ubicuo de la palabra línea con lo bonito que es un renglón) la tinta estalla en una burbuja verde que deja un bonito rastro, como de pisadas, en las últimas páginas de este cuaderno. 

Se termina Fuerteventura y lo hemos exprimido al máximo. Ayer, nuestro último día en la isla, volvimos a la playa de las dunas en Corralejo. Esta vez sin viento. Agua turquesa, arena fina, olas divertidas y cuatro gatos. El día respondió por completo a esos anuncios gigantes que te encuentras en los aeropuertos de centro Europa animando a sus ateridos habitantes a venir a España y encontrar un paraíso. Esos anuncios que cuando tú los ves piensas: «madre mía, el photoshop que le han metido a la foto». Lo mejor, sin embargo, no es el agua, ni las olas, ni la arena ni que apenas haya gente. Para mí lo mejor de estas vacaciones es la compañía. Ir de viaje es una actividad de riesgo que la mayoría de la gente emprende a tontas y a locas, sin preparación, sin pensarlo y sin preocuparse. Y hay pocas cosas más terribles que un mal viaje. Juan y mis hijas son una grandísima compañía. Él me saca de mis casillas con sus mil y una manías, ellas me desesperan con su adolescentismo y yo, supongo, les parezco muy pesada a veces con mis órdenes y peticiones pero nos compenetramos con precisión.  Tumbados ayer en la arena, bueno Juan estaba sentado en su sillón hinchable marca TRONO que ha sido la comidilla en todas las playas a las que hemos ido, imaginaba hilos que nos conectan entre nosotros, a veces intersectan, a veces corren paralelos pero nunca cortocircuitan. Nos acoplamos de manera perfecta para hacer cosas juntas mientras mantenemos cada uno nuestra forma de ser y nuestra manera de pensar. 

Al bajar el sol, se acabó nuestro tiempo y mientras atravesábamos las dunas para volver al coche  me quedé atrás. Los vi alejarse a los tres, charlando sobre cualquier nimiedad. Pensé en si volveríamos el año que viene a pasar las vacaciones juntos. Eché un último vistazo a mi alrededor y seguí caminando. Había flores a mis pies, pequeñas flores azules entre hojas verdes creciendo en medio de las dunas. En Fuerteventura he aprendido que igual que todas las nubes no son iguales, las arideces tampoco lo son. Y yo, la chica que adora la lluvia, me he enamorado de esta aridez. En el último vistazo me prometí a mí misma (algo que no hay que hacer nunca) que volveré a esta aridez a escribir sin prisa.


sábado, 28 de julio de 2018

Fuerteventura. Lagos del Cotillo y libros.

Me despierto más pronto que ninguno y no consigo volver a dormir. Cojo El club de los mentirosos y me pongo a leer.《De ahí que su libro, tan sincero, resulte ser un bonito engaño: hace que parezca fácil lo más dificil que hay, es decir, contar tu propia historia y conseguir que alguien la escuche》dice Lena Dunham en el epílogo. Coincido con ella en que Mary Karr consigue lo más difícil, hacer que su historia, su infancia, sea escuchada e interese. En lo que no coincido es en lo de que parece fácil. Para nada parece fácil. Karr escribe con una maestría absoluta, me ha deslumbrado su manejo del tiempo tanto en su dimensión temporal para llevarnos hacia detrás y hacia delante en el libro, como en el ritmo de la historia. 

No hay viento. Me resulta tan extraña la sensación de quietud que salgo al porche esperando encontrar el escondido tras alguna esquina. Nada. «Chicos, no sopla viento» «Pues yo ya me había acostumbrado» «Algo sí sopla» Me encanta cuando siempre me llevan la contraria. 

Consultamos la pleamar. Nos tomamos la mañana con muchísima calma y llegamos a la playa de los Lagos en Cotillo a las dos. Conseguimos otro castillito de piedras y nos hacemos fuertes en él. Nos bañamos y después yo me siento en la orilla a terminar el New Yorker del mes de mayo. En la portada, una mujer salta al mar y pienso que a lo mejor no llevo dos meses de retraso, a lo mejor este es el mejor momento para leer este número de la revista. 

Acabo de darme cuenta de que no he hablado de algo fundamental: mis bocadillos son fabulosos. Hoy eran de tortilla de atún con tomate. Después de comer se nubla un poco, se oyen las olas, corre la brisa justa y todos nos ponemos a leer. Clara lee libro que me regaló Ximena Maier el otro día: 100% Naty. Manual de estilo de Naty Abascal. Se enfrasca en cosas como: la maleta de verano, la maleta de invierno, los complementos perfectos. Las ilustraciones son maravillosas y me deja estupefacta que alguien nacido de mí tenga talento y criterio para la moda. María, escondida detrás de su sudadera lee a Chimamanda y su Querida Ijeawele: Cómo educar en el feminismo. Se lo había dado yo hace semanas, pensé que no lo leería. Hoy se lo ha leído del tirón. «¿Te ha gustado?» «Sí, está muy bien». En la escala de entusiasmo adolescente eso está rozando el 10. 

Juan lee Dune en inglés y yo empiezo Conjunto vacío de Verónica Gerber. Hay libros que nada más empezarlos sientes que van a ser especiales. Pienso en  libros y en hombres, y en cómo mis inicios con unos y con otros marcan la relación que tengo con ellos. Decido que  escribiré un post sobre eso. 

En El cotillo comemos helado y me compro una sudadera de ser feliz en una tienda con una dependienta que dice que tengo acento del norte. 


Fuerteventura. Betancuria y los días torcidos.



Hoy me van a costar estas 500 palabras que me he impuesto como diario de estas vacaciones. Llevo pensándolo desde que me desperté llorando por una pesadilla terrible que se me ha quedado pegado y del que no me he podido librar en todo el día. Era tan real, tan posible, que durante todo el día he estado temiendo que se convirtiera en realidad. Ojalá hubiera soñado con alienígenas o con ir desnuda por la calle, eso me hubiera dado menos miedo. 

También me he enfadado con mis hijas. Se levantan tras doce horas de sueño como si el mundo les debiera algo, como si lo normal, lo natural, fuera que el desayuno estuviera preparado en el porche. El Sol sale por la mañana y ellas tienen el desayuno preparado. No dedican ni un solo segundo a pensar que quizá el Sol sale por la mañana porque el Universo funciona así pero el desayuno está listo porque yo me lo curro. Me exaspera su cara de «pero tranquila... no te pongas así» y su desgana para recoger el desayuno mientras esperan que con ese gesto desinteresado por su parte les condecoren con una medalla. ¿Son todos los adolescentes así? ¿Son peores que otros? ¿Yo soy un desastre? ¿Soy la Srta. Rottemayer o me he pasado de buen rollista y soy Mary Poppins?  Por lo menos, no ponen pegas a los planes del día. 

En el Mirador de Morro Velosa, aparte de echar de menos llevar chanclas con suelas de plomo para no planear hasta la costa, nos reímos a carcajadas con uno de los paneles informativos (muy interesantes). «El estratovolcán tuvo unas erupciones muy efusivas», leo en alto.

-¿Qué es un estratovolcan? ¿Cómo son unas erupciones muy efusivas?
- Lo del volcán no sé, pero las erupciones muy efusivas supongo que son las que dicen: ¡Hola, soy una erupción! ¿Quieres ser mi amigo? 

En nuestra siguiente parada se me olvida que he decidido que las mandaré internas si me toca la lotería porque Betancuria es un pueblo precioso, lleno de restaurantes trampa para turistas, pero cuidado y con mucho encanto. Fundada por Jean de Béthencourt y Gadifer de La Salle, conquistadores de la isla, fue la capital hasta el siglo XIX. Paseamos por sus calles y me pregunto cómo sería la vida aquí hace cien años. En la iglesia descubro, con sorpresa, que Clara distingue las casullas sacerdotales por el color: «éstas son de liturgia normal, éstas son de Pascua y éstas de Pentecostes». Tras el picnic bajo los árboles porque Betancuria tiene árboles, sombra y verde, nos vamos a pasar la tarde a la playa de Los Molinos. 

Me baño, siesteo y leo. Al caer el sol y mientras en Las bohemias del amor empiezan a cantar, me doy cuenta de  durante tres horas no he sido consciente de nada más que de lo que estaba leyendo y el sonido de las olas. Además descubro que ya no estoy enfadada y ya no tengo miedo.  A ver si dura. 


viernes, 27 de julio de 2018

Fuerteventura: la isla de los nombres imposibles

Mal nombre. Butihondo. La Lajita. Matas blancas. Las hermosas. Tarajal de Sancho. Tesereguaje. Violante. Tirba. Piedra Hincada. Mazacote. Tiscamanita.  Agua de bueyes. Ampuyenta. Betancuria. Triquivijate. Tefia. Almácigo. 

Todos los nombres tienen encanto. Algunos nos hacen reír y nos recuerdan películas, «Traedme una almáciga», otros se parecen a los que conocimos en Lanzarote: Tarajal, Tesereguaje. Otros son tan gráficos que me quedo con ganas de comprobar si mantienen las características por las que los nombraron así: Matas blancas, Piedra Hincada, Agua de Bueyes, Las Hermosas. De Betancuria ya sabemos su origen, fue el primer asentamiento que Jean de Bethancort estableció en la isla en 1405. Pero ¿qué pasó en Mal nombre para llevar ya por siempre ese lastre? ¿Cual es su gentilicio? ¿Y el de Triquivijate? Y ¿Qué será un butihondo? Podríamos buscarlo todo en google pero entonces nos perderíamos el paisaje, las montañas, la aridez, la nada. El paisaje cambia casi sin que te des cuenta, las montañas que son volcanes se presentan cada una con una personalidad propia, diferente. La aridez atrapa, algunas veces es desértica, otras salvaje, otras hipnótica y otras directamente hostil. 

A primera hora de la mañana atravesamos la isla de norte a sur para llegar a tiempo a  hacer un recorrido en buggy por el parque natural de Jandia. Me encanta el plan. Conducir un buggy por una pista de arena, disfrazada de morador de las arenas, saltando por todos los baches y tragando polvo mientras descubrimos otra aridez, otras montañas y llegamos al fin del mundo es uno de los planes más chulos que he hecho nunca. El guía se llama William James Watson Rodríguez, de madre canaria y padre australiano, una combinación tan intrigante como toda la isla. 

Mirador Degollada Agua Oveja, otro nombre sospechoso sobre el que investigar. A 230 metros de altura ofrece una vista de la playa de Cofete y de las montañas más altas de la isla, el Pico de la Zarza, con 807 metros de altura. No investigamos porque primero casi atropello a una pareja de turistas con mi buggy y, segundo, soplaba un viento capaz de tirarnos al suelo. Eso sí, la vista es una de las más impresionantes que he visto jamás, algo espectacular. Al fondo se puede ver la villa Winter, construida en 1946 por Gustav Winter, un ingeniero alemán, se dice que amigo de Goering que ya había hecho negocios en Gran Canaria. De la villa se cuentan todo tipo de historias y leyendas, que fue construida por prisioneros de guerra y desterrados por el régimen de Franco, que fue base para los submarinos alemanes, que fue lugar de paso para los grandes capitostes nazis en su huida a Sudamérica. Probablemente nada de eso sea verdad pero la villa, en la distancia, perdida en la inmensidad de la ladera de esas montañas inaccesibles tiene un atractivo irresistible, me provoca infinita curiosidad. Lástima que de todo esto me entero al llegar a casa.

«¿Podemos quedarnos aquí, cariño, por favor?» (El Club de los mentirosos,Mary Karr)


miércoles, 25 de julio de 2018

Fuerteventura: Calderón Hondo y el egoísmo filial

Cima del Calderón Hondo y al fondo las dunas de Corralejo. 
Por fin, después de cuatro días en esta casa, el movimiento reflejo de mi mano en busca del papel higiénico se ha sincronizado con la inusual e inadecuada altura a la que está colgado el soporte en la pared. Demasiado bajo. Comentamos este inconveniente durante el desayuno mientras planeamos nuestro día y tratamos de adivinar de qué nacionalidad son los nuevos vecinos. La incógnita se desvela enseguida porque grandes parrafadas en italiano llegan a nuestros oídos. Lástima la familia oriental, a la que apellidamos Martinez, que ocupaban la casa hasta ayer mismo nos dieron muchísimo más juego. Yo aposté porque eran taiwaneses infiltrados en la mafia china y estaban aquí en un programa de protección de testigos. 

Pasamos la mañana en la cumbre del Calderón Hondo al que subimos tras trepar por su escarpada pendiente sorteando ardillas africanas. «¡Qué monas las ardillas!» No, las ardillas nos parecen monas por obra y gracia de los dibujos animados, de Chip y Chop, pero en realidad son ratas con cola larga. Y ni siquiera son autóctonas, majareras de pura cepa, alguien las trajo aquí en 1965. En la cumbre, mientras admiramos las espectaculares vistas y coincidimos con un padre con dos hijas. Decidimos que son alemanes. Quizás no es un padre y dos hijas, quizás es un profesor de español y sus alumnas. Al subir todo han sido risas pero al bajar el acojone nos mantiene mudos. Sopla un viento como para volar la casita de Dorothy y llevarnos a Oz y la pendiente es escurridiza. Nos apiadamos de una señora (confieso que durante más de diez minutos yo pensé que era señor) que no sabe cómo bajar. La ayudamos y nos pide que le hagamos una foto para que sus hijos vean que de verdad ha subido a la cumbre. «Estamos todos de vacaciones pero ninguno ha querido venir conmigo» Me solidarizo tanto con ella. Mientras bajo pienso en como los hijos llegamos a una edad en la que no tenemos pudor en decirle que no a nuestros padres cuando ellos nos piden hacer algo con nosotros. «Es que no me apetece, es que no quiero» Ese argumento nos parece suficiente. ¿Por qué tengo que hacer algo que no me apetece porque mis padres quieran? Somos egoístas e idiotas. ¿Cuántas cosas que no les apetecían un pimiento hicieron nuestros padres por nosotros? Sé que está muy de moda decir (no sé tanto si está de moda sentirlo) «a mí con mis hijos me apetece hacer todo siempre» pero sí se que es mentira. Miles de horas de parque, miles de películas infantiles comparables a la peor sesión de tortura, cumpleaños multitudinarios, excursiones, funciones... Lo haces, lo hiciste por amor, por deber a veces. 

«Chicas, ¿vamos a Lajares a dar una vuelta antes de comer?» «No,mamá, qué pereza, pasando»

Sin querer me duermo, cuando me despierto son las ocho, menos mal que en Canarias son las siete y nos da tiempo a ir a Lajares y comprarme una pulsera con dos botones verdes.


Fuerteventura: Unamuno y Lucia Berlin

«Es una desolación. Apenas si hay arbolado y escasea el agua. Pero no es tan malo como nos lo habían pintado. El paisaje es triste y desolado, pero tiene hermosura» 

Juan me lee este párrafo de Unamuno mientras atravesamos el centro de la isla de camino a Ajuy. Por la mañana hemos estado en Los Molinos. De ninguna manera podíamos perdernos un pueblo con ese nombre. Otra vez el calificativo de pueblo era demasiado ambicioso para lo que nos hemos encontrado y, a la vez, se quedaba corto para describir su encanto. Los Molinos de Fuerteventura se encuentra al final de una carretera que atraviesa esa desolación que reconoció Unamuno cuando estuvo desterrado aquí en 1924. Aunque aquí la desolación es un poco menos, hay verde, corre el agua y hay patos. Unos patos muy feos, los patos más feos que he visto en mi vida. En esta zona de la isla fue en la que desembarcó Jean de Bethencourt en 1404, estableciendo tierra adentro Betancuria. Los Molinos son unas cuantas casas blancas con las puertas y los bordes de las ventanas pintados de azul o de verde. Hay también una pequeña  playa protegida en la que el viento casi no sopla y un restaurante destartalado con terraza que da al mar y techumbre hecha de chinchorros que exhibe en grandes letras azules su maravilloso nombre: Las bohemias del amor. 

En Los Molinos las tres calles que lo atraviesan son de arena. Mientras las recorro, me imagino pasando aquí un verano. Dos meses de lectura, baños, escritura, cenas en la terraza de las bohemias y tiempo resbalando. Meses de ir en chanclas, bikini y, por las noches, ponerme una sudadera vieja y gastada que casi me llegue a las rodillas para poder arrebujarme en ella. 

Pienso en Lucia Berlin, en sus temporadas en México y en cómo este Los Molinos se parece a los lugares que retrata en alguno de sus relatos. La playa, el mar, andar descalzo por la arena. Sigo pensando en ella mientras volvemos a la carretera y cruzamos la desolación. Esta zona de la isla es más roja, árida con un toque a desierto americano, a frontera. Hay menos rocas y más volcanes. «Estas colinas peladas parecen jorobas de camellos y en ellas se recorta el contorno de éstos. Es una tierra acamellada» me lee Juan de otra de las cartas que Unamuno escribió desde aquí.  Se ven algunas construcciones y recuerdo otro relato de Berlín, aquel en el que va a México a abortar y acaba en una hacienda en medio de la nada. 

Unamuno estuvo desterrado aquí cuatro meses. Menudo chasco me llevo al enterarme. Cuatro meses no es un destierro, es un veraneo largo. «Se parece a La Mancha» escribe en una de sus cartas. Ya quisiera La Mancha parecerse a Fuerteventura. No todas las lluvias son iguales ni tampoco las arideces lo son. La aridez de La Mancha te aplasta, la de Fuerteventura atrapa.

Juan ha cumplido hoy cuarenta y cinco años. 


martes, 24 de julio de 2018

Fuerteventura: la arena y las piedras.


Caminamos por las dunas. Lawrence de Arabia, Dune, los moradores de las arenas. Todas las referencias culturales que se nos ocurren y, una vez más, la historia de cuando mi madre, en el viaje de paso del ecuador en su carrera de Geológicas, viajó al Sáhara. Las noches heladoras, el té hirviendo, las risas al rodar por las dunas y los ataques de nervios cuando se dieron cuenta de que subir no era tan fácil. Vuelvo a contarles esa historia a las niñas. 

«En la zona occidental de Texas el cielo es más extenso que en otros sitios. Ni colinas, ni árboles en el horizonte. Los únicos accidentes son las gasolineras que se ven de vez en cuando, raras veces. No me entra en la cabeza cómo es posible que los colonos que se dirigían al oeste decidieran seguir avanzando frente a tanto vacío. El paisaje es inexistente, y el cielo lo ocupa todo» (El club de los mentirosos, Mary Karr) 

Leo a Mary Karr tumbada dentro de uno de los refugios de piedras que hemos encontrado vacío. Un corralito. Me pregunto quién o qué se dedica a montar estos círculos de piedras negras volcánicas para tratar de conseguir un abrigo frente al viento. Probablemente cuando la isla se enfade y nos eche a todos, estos abrigos quedarán en pie y se irán cubriendo poco a poco de arena. Quizás dentro de mil años alguien los descubra y se rompa la cabeza pensando para qué se utilizaban. Si Instagram y los archivos fotográficos digitales han sido también barridos por la arena dudo mucho que se le ocurra que esos abrigos se usaban para tomar el sol sin ser aguijoneado por finos granos de arena. Ese alguien podría sentirse como Charlton Heston en El Planeta de los Simios y de hecho esta parte de la costa se parece bastante a la playa dela película. 

Majanicho. Llamarlo pueblo es claramente demasiado ambicioso, incluso aldea lo sería. Majanicho no tiene más de veinte construcciones: pequeñas, blancas, con ventanas verdes o azules, desordenadas, con pinta de estar a punto de desaparecer, de ser engullidas por el mar, por la arena o por el salitre. ¿Quién decidió instalarse aquí? 

La carretera que nos lleva a casa es una recta que corta por la mitad una inmensa extensión de piedras negras y hostiles. La carretera parece el único lugar seguro, como en Un hombre lobo americano en Londres, si nos saliéramos de ella, estaríamos en peligro. Los volcanes dormidos nos atacarían. De vez en cuando vislumbramos muretes de piedras, construidos con las mismas rocas volcánicas que los abrigos de las playas, en medio de las laderas volcánicas o en mitad de la nada. ¿Qué delimitan? ¿Quién los construyó? ¿Para qué? Esta isla es un misterio. 

Llegamos a tiempo de ver la puesta de sol y recuerdo a Karr. ¿Qué llevó a alguien a quedarse a vivir en Fuerteventura? ¿Qué fue lo que le atrajo? ¿Por qué se quedó en esta desolación hostil que solo quiere borrarnos?