lunes, 11 de junio de 2018

El olor de los recuerdos

El camino de baldosas amarillas que lleva al portal. No sé porqué son de ese color y si alguien, alguna vez, en los sesenta años que llevan ahí alguna vez ha intentando cambiarlas pero el caso es que resisten y yo, que ya tengo una edad para saber que las cosas cambian aunque nos parezcan perfectas, cada vez que voy temo no encontrármelas. La puerta azul del portal que hay que empujar siempre con el hombro. La foto inmensa, en blanco y negro, de esa playa antes de ser esa playa, antes de que hubiera nadie ni nada. Mar, arena, roca y palmeras. Me gusta pensar que el color amarillento que la va cubriendo cada año es la pátina que nuestros recuerdos van dejando sobre ella y no restos microscópicos de cremas bronceadoras y aftersun que se han ido pegando ella tras más de cincuenta años viendo pasar veraneantes. El ascensor y su espejo en el que siempre te ves moreno, guapo, atractivo, feliz. Es un ascensor en el que no puedes ser infeliz y en el que yo, ahora, valoraría quedarme a vivir o por lo menos robar el espejo. La puerta con relieve, la llave FAC que giras sintiendo que estás jugando a las casitas. El cuadro de la plaza mayor en el siglo XVIII con espectáculo taurino, el mueble bar con platitos de aluminio de colores para los frutos secos y la botella de Pipermint que lleva ahí cincuenta años. Los espejos con forma de sol que han completado ya una vuelta completa al ciclo de la moda; fueron super tendencia, fueron horribles, fueron horteras y ahora vuelven a ser lo más de lo más. Los muebles castellanos con aspecto renovado tras un proceso intenso de barnizado, decapado y repintado pero que en el fondo siguen siendo los mismos.  Los sofás con más de cincuenta años que nos negamos a cambiar, a pesar de que piden a gritos su eutanasia, porque sabemos que no encontraremos otros mejores. Serán más nuevos, más cómodos, más fáciles de mover y de limpiar pero no serían nuestros, no tendrían vida, ni historias que contar, ni roces que nos recordaran todas las veces que nos hemos sentado, las siestas que nos hemos echado, las noches que hemos pasado en ellos. Quizás los estamos haciendo sufrir pero no somos capaces de matarlos, los honraremos cuando llegue su momento. El papel de flores amarillas y marrones desapareció  y nadie lo echa de menos pero el panel de madera continúa, va camino de completar el mismo ciclo que los espejos de sol. Los sillones de paja con forma de huevera en los que al sentarte, te hundes hasta tener casi los ojos a la altura de las rodillas. Las tazas de desayuno de duralex transparente en las que el café sabe distinto, sabe mejor que en el más fino juego de porcelana del mundo. El mapamundi de perspectiva imposible en el que se enfrentan las costas de Italia y África nombradas como Europa y Barbaria. La tetera de aluminio con tapa granate. La mesa de tapa de piedra de la terraza. Las sábanas con el nombre del edificio y el piso bordado en el borde. Ya no las usamos porque son imposibles de planchar pero tienen que estar y las guardamos en los armarios perfectamente ordenadas, mucho más ordenadas que cuando las usábamos. El cenicero de pie y el ventilador de aspas rojas que cómo el ventilador que todos dibujaríamos si tuviéramos que hacerlo; es el prototipo de ventilador. El tétrico cuadro de un bosque invernal, con árboles desnudos, casi secos y un fondo de nubes violeta pintado por la mítica Tía Leni, familiar legendario que mi generación y que para las posteriores es alguien que pintaba y relacionado de alguna manera con nuestra familia. 

Todas esas cosas están pero hay otras que han ido desapareciendo. Los buzones que tapizaban una de las paredes del portal y en las que yo, antes de saber que para recibir cartas alguien tiene que escribírtelas, metía los dedos cada vez que pasaba, esperando encontrar las palabras de algún desconocido que quería conocerme. El mostrador del portero con su teléfono de monedas para llamar y que te llamaran. El edificio en obras justo al lado en el que una vez dejé escondida una carta de amor para el primer chico que me gustó y que inauguró la extendida tendencia a ignorarme por parte del género masculino. El minigolf misterioso con árboles, parterres, muros de arbustos y rosaleda que es para mí el mejor parque en el he estado nunca. En esta última visita ha desaparecido «Villa Moni» y la próxima vez habrán desaparecido las pistas del tenis del Hotel Delfín, nunca había nada jugando y en ese desuso radicaba todo su encanto. Ya nunca podré soñar con aprender a jugar al tenis en ellas. 

Cada vez que vuelvo temo que algo más haya desaparecido, que se haya esfumado para siempre, que otro trocito de mis recuerdos haya dejado de tener anclaje físico y pase a ser solo una sensación, una imagen, que se vaya borrando con el paso de los años. Pero, lo que más temo es que desaparezca el olor, porque allí huele a recuerdos, a los míos y a los de toda mi familia. Un olor compuesto por las historias que llevamos más de cincuenta años construyendo alrededor de todos esos objetos que para los demás, para los que llevamos allí por primera vez,  pueden ser trastos feos, absurdos o rídiculos pero que, para nosotros, La Familia, son preciosos porque acumulan capas y capas de nuestras vidas. 

Bueno, temo que desaparezca el olor y la botella de Pippermint. 


miércoles, 6 de junio de 2018

Lecturas encadenadas. Mayo

Paco Roca 
En este mayo «marzeado»  he leído cinco libros. En realidad, y para ser exacta, debería decir que hasta el 29 de mayo habían caído tres libros y pensé que éste iba a ser la entrega más breve de los encadenados. Pero, desde que el día 29 dejé de dormir por un fenomenal dolor de garganta, que me llevó primero a ser Lee Marvin, luego a ser el Perro Pulgoso y después a ser una espantosa compañera de cama, la falta de sueño y la desesperación consiguieron que sacara tiempo para leer otro par de libros.

Al lío.

Ahora que lo pienso los dos primeros libros de este mes los leí concentrados en un solo día, el primero del mes, el día del trabajo. El 1 de mayo lo pasé en un sofá devorando un par de cómics. El primero de ellos fue Lulu, mujer desnuda de Étienne Davodeau.  En enero, leí Los ignorantes del mismo autor y me encantó así que me apetecía seguir con este autor. Lulú es una mujer normal, podría ser yo, o mi hermana o mi vecina de descansillo o la mujer que atiende en la tintorería de mi barrio, podríamos ser cualquiera. Lo que hace diferente a Lulú o por lo menos, la hace distinta durante unos momentos de su vida, es que un buen día decide seguir el impulso que todos tenemos alguna vez de marcharnos de nuestra vida. Casi nadie lo sigue, pero creo que todos, en algún momento, pensamos en cómo sería nuestra vida si nos fuéramos, si dejáramos todo atrás. No lo sentimos o lo pensamos porque seamos infelices (o no tremendamente infelices) sino porque sí, porque fantaseamos con asomarnos a lo que hay más allá de nuestra vida. Lulú, al contrario que casi todos, decide seguir ese impulso. No lo hace con maldad, ni por venganza. Es más, llama a su familia y les dice «No os preocupéis, estoy bien, pero necesito un tiempo para mí, necesito descansar, necesito pensar y ser». Sé que hubo un tiempo en mi vida en que yo pensé que ese tipo de impulsos, de necesidades, eran egoístas e infantiles pero ahora sé que no lo son.

Lulú escapa, pasea, conoce gente, se siente bien. Por primera vez habla por si misma siendo ella, no la madre ni la mujer de nadie. Lulú es normal, sus hijos son como como los de todos y su marido, tras el cabreo inicial, entiende que algo debe cambiar. Sus amigos no la crucifican ni la juzgan, se reúnen para intentar saber qué ha ocurrido y como ayudar. Lulú, una mujer al desnudo es un cómic que deja un poso de tristeza, de amargura aunque acabe bien. No sé si esto es así porque el lector desea que Lulú no vuelva, porque queremos creer que siempre se está a tiempo de empezar una nueva vida.


Tras esta historia cotidiana, lenta y pausada me sumergí en Haarman. El Carnicero de Hannover de Peer Meter e Isabel Kreitz. De golpe pasé de los paisajes franceses y las reuniones de amigos a las callejuelas del centro de Hannover en los años veinte. Este tebeo cuenta la historia del mayor asesino en serie de la historia de Alemania, Fritz Haarman que fue condenado a muerte por el asesinato y descuartizamiento de veintitrés jóvenes pero que probablemente mató a más de cien. Haarman era confidente de la policía y se le consideraba un tipo raro pero sin problemas. Captaba a sus víctimas en las estaciones y con la promesa de una comida y de compañía los llevaba a su casa dónde tras intentar mantener relaciones sexuales con ellos (era homosexual y siempre eran hombres jóvenes) los asesinaba, descuartizaba y se cree que luego vendía su carne en el vecindario. La historia fue un escándalo en su época, por los asesinatos y también porque Haarman había estado actuando en las narices de la policía y contando, en cierta manera, con su apoyo al ser considerado un confidente.

La historia de Haarman es terrible pero lo más alucinante de este tebeo son los dibujos de Isabel Kreitz. Dibujados con lápices de carboncillo recrean perfectamente el ambiente social, las calles, las texturas de la Alemania de principios del siglo XX. Son dibujos elegantes, minuciosos, parecen casi grabados pero consiguen transmitir toda la sordidez y el horror de la historia.

Ada o el ardor de Nabokov fue la siguiente parada. Lo compré en Urueña, en la Librería Primera Página, en el mes de febrero y le llegó su momento en este mes de mayo. Quería leer algo más de Nabokov porque, en su día, Lolita me encantó y porque ¿qué mejor momento para volver a él que cuando se ha levantado toda esa polémica absurda sobre la ficción moralizante?

Lo primero que tengo que decir es que desde la primera página el libro me impactó porque, de repente, no sabía si lo que estaba leyendo era Nabokov o David Foster Wallace. Ada o el ardor se publicó en 1968, casi treinta años antes de la publicación de La Broma Infinita que claramente bebe de esta obra tanto en el planteamiento como en la manera de escribir y en la presentación de personajes. En ninguna reseña de La Broma Infinita de las mil que he leído he visto referencia a esta clara inspiración y es espectacular porque hay párrafos que podrían estar en La Broma infinita sin desentonar nada.

Nabokov se inventa un mundo, Antiterra, plagado de referencias reales pero puestas del revés, o entremezcladas con fantasía, con magia, con saltos temporales, con disfraces y locuras. Cuando leí La Broma Infinita escribí que el Estados Unidos que DFW presentaba era como estar en una habitación que conoces perfectamente pero con todos los muebles puestos al revés. Aquí ocurre lo mismo, todo te suena, todo es reconocible y al mismo tiempo es extraño, incómodo. Nabokov nos cuenta la historia de amor entre Van y Ada, dos primos hermanos que resultan ser hermanos.  Nabokov es aquí muy explícito en el sexo, en el deseo sexual entre dos niños de catorce y doce años, en la pulsión sexual de los hombres, en el gusto por las jóvenes y las niñas, en la fantasía de uno de los personajes secundarios por crear los burdeles perfectos, todo está contando sin tapujos y sin melindres.  Su romance es un excusa para jugar con el lenguaje, cruzar referencias, recrear de manera irónica pasajes de novelas decimonónicas y supongo que, en su día, escandalizar. Ahora mismo también escandalizaría, mucho más que Lolita pero no hay peligro de que eso pase porque dudo mucho que toda esa gente que habla de Lolita, probablemente sin haberla leído, se plantee leer estas seiscientas páginas.

Para mí, esta novela es una historia con la que Nabokov simplemente quiso divertirse, jugar, escribiendo lo que que le salía sin preocuparse de resultar complicado, sórdido o de no ser entendido. Para mí, la historia es perfecta en su delirio hasta la página trescientos, luego comienza a decaer y a hacerse más ardua aunque manteniendo algunos pasajes fabulosos hasta despeñarse para llegar al final. No la recomiendo pero me ha gustado leer algo más de Nabokov y comprobar que era un magnífico escritor.

«¿Qué son los sueños? Una azarosa sucesión de escenas triviales o trágicas, estáticas o itinerantes, fantásticas o familiares, que nos muestras acontecimientos más o menos verosímiles, remendados con detalles grotescos y que resucitan a los muertos para instalarlos en nuevos escenarios».

Y así llegamos a la noche del 29 de mayo, la noche en la que me convertí en un hombre de voz grave y tos de beber carajillos a las siete de la mañana en un bar. Mi insomnio de esa noche lo acompañé con la lectura de la nueva novela de Verity Bargate, Con la misma moneda, publicada por Alba Editorial. Hace justo un año leí, de la misma autora, No, mamá, no que me impresionó muchísimo y por eso me apetecía seguir con ella. (La portada, además, es preciosa)

Verity Bargate tiene un estilo de escritura que, como dije hace un año, recuerda a Lucia Berlin pero además, da escalofríos. Lo cuenta todo muy bien, tan bien que tienes miedo, vas leyendo y estás alerta porque sus palabras cortan, las situaciones acojonan y contienes el aliento para que todo salga bien, para el mundo sea bonito y nadie salga muy dañado pero sabes que vas directo a la tragedia.

Con la misma moneda es la historia de Sadie Thompson, una joven inglesa que pasa toda su infancia y juventud interna en colegios para comenzar una nueva vida cuando su madre muere y ella hereda un piso, dinero y una vida. Descubre quién era su madre e intenta saber quién es ella, construirse una vida. Sadie no sabe quién es y no sabe qué quiere hacer con su vida, quiere ser querida, sentirse amada y, a la vez, no se atreve a querer a nadie. Es como un cachorrillo maltratado, que no confía en nadie. Verity consigue que el lector conecte con ella desde el principio, primero con compasión, luego con afecto, con esperanza, alegrándose por su nueva vida y luego, poco a poco con terror y asco. Verity Bargate construye casi una historia de miedo, cargada de ese miedo cotidiano que es el más terrible porque está en lo que nos rodea, en los demás, en nosotros mismos. Con la misma moneda fue la tercera y última novela de Verity Bargate que murió de cáncer, con cuarenta años, en 1981. Os la recomiendo muchísimo. No os va a dejar indiferente y, además, necesito comentarla con alguien.

«Está bien tener integridad. Para mí la integridad solo es molesta cuando se confunde con el esnobismo o con la superioridad moral, o cuando se ve como lo contrario de la codicia. La integridad es una cosa muy rara. A todo el mundo se le puede comprar» 

Y esto sobre la enfermedad.

«–Escucha. Creo que lo estás llevando muy bien, pero no tienes por qué hacer este esfuerzo ahora. Es mejor que te lo ahorres para cuando vuelvas a casa, para cuando no te quede más remedio. En cierta medida, los hospitales son el peor lugar del mundo para aceptar una cosa como la que te ha pasado: aquí estás completamente protegida y resguardada, y todo parece irreal. Además, os esforzáis siempre un montón por ser valientes. A veces pienso que las cosas tendrían que ser al revés: las operaciones os las tendrían que hacer en casa y os tendrían que traer aquí después, cuando pudierais veros las cicatrices y todo empezara a ser real. Entonces es cuando de verdad necesitáis comprensión y cariño y a gente que os cuide y os ayude. Ahora no, porque ahora os parece que la única razón por la que habéis venido aquí es el dolor físico».

Algunas veces, muy pocas, lees un libro en el momento justo, exacto para leerlo. A mí me había pasado con algunos libros en relación a mi vida, a mis circunstancias personales. Esta vez ha sido con las circunstancias políticas y sociales del país y Salvaje Oeste, de Juan Tallón.

Salvaje Oeste es una novela de corrupción. Corrupción política, económica, periodística, cultural y de todo tipo. Es España y no lo es, somos nosotros y no lo somos. Juan dice que se ha inventado un país pero yo creo que lo que ha hecho ha sido dibujar lo que no vemos pero todos intuímos, se ha imaginado en el backstage de la corrupción y nos lo cuenta sin tapujos. Y sí, es mucho peor de lo que todos pensamos. No hay nadie bueno, ni íntegro, ni leal, ni con principios. Todo lo que nos pasa y nos ha pasado está ahí, contado como en un buen best seller, atrapándote con su ritmo cada vez más frenético en el que no hay descanso. Al terminar, al llegar a la última página en la que nada acaba porque la corrupción es imparable, al cerrar sus páginas, todo lo que venía a mi cabeza eran imágenes de trenes. La corrupción, la política rastrera y torticera, los entresijos asquerosos del poder funcionan como una máquina de tren imparable. Pensaba en los Hermanos Marx gritando «¡Es la guerra! Más madera, más madera» porque es así, la corrupción no se para, no se acaba nunca, los que dirigen la máquina solo quieren más combustible para continuar dónde están, haciendo lo que hacen y, además,
creen que es una guerra en la que ellos son los buenos y todo vale: más madera. Y vamos directos al abismo.  Tallón dice que su historia pasa en un país imaginario, lástima que se parezca tanto al nuestro y que el lector no encuentre nada que no le recuerde a algo que esa misma mañana ha leído en twitter, en un periódico o ha escuchado en la radio. Leer Salvaje Oeste es descorazonador porque uno no puede quitarse de encima la idea de que los que nos gobiernan, los que nos informan, los que nos controlan son malos sin interés, la corrupción no es un asunto de malos con clase, de malos con estilo, es la manera de actuar de lo peor.

«Después de peregrinar de habitación en habitación en busca de una camisa limpia, volvió a ser consciente de que llevaba veinte años usando camisas que no le gustaban. Así como un pantalón o unos zapatos sí, una camisa nunca lo había hecho feliz. Las usaba, sin más, pues servían para vestirse según cierto estilo. Una de sus parejas de la facultad lo persuadió, con una estadística seguramente inventada, de que los hombres con camisa estarían siempre un escalón por encima, en clase, de los que usaban camisetas o jerséis. Saber llevar camisa, según ella, exigía años, y no tenía menos mérito que obtener un título, saber negociar un aumento de sueldo o peinarse de memoria, sin espejo.»

Y con esta acertada reflexión sobre los hombres que saben llevar camisa y un bizcocho, hasta los encadenados de junio. 










lunes, 4 de junio de 2018

Los días iguales de promoción: Valencia y la Feria del Libro de Madrid

Están siendo días de mucho ir y venir y de ajetreo. Firmas, presentaciones, fotos. Lo mejor de todo, sin embargo, es conocer a los lectores anónimos que vienen a verme, que me sonríen cuando estoy presentando el libro y que cuando se acercan a hablar conmigo me dicen que llevan años leyéndome. Todos esos lectores anónimos, todos vosotros, hacéis que este libro tenga sentido.

Soy una chica con suerte y vosotros sois los mejores lectores del mundo.

El jueves presenté en Valencia. Pinchando en este collage tan chulo que me colado podréis ver alguna fotillo más de esa tarde tan chula con Anna Juan ejerciendo de lectora-presentadora del evento.



Ayer, la cita fue en la Feria del Libro de Madrid, en la maravillosa caseta 57 de Los Editores. Lo pasamos genial y fue un gustazo. También me he currando un collage.




Hay más cosas en el horizonte y ya os las iré contando. También escribiré cosas que no tengan que ver con el libro, no empecéis a refunfuñar.



martes, 29 de mayo de 2018

Cuidaremos de ellos

No puedo escribir tonterías cuando la muerte llega a mi entorno. Y no puedo hacerlo no porque crea que es frívolo o inadecuado o inapropiado, sino porque hoy, durante las horas que paso esperando a poder ir a abrazar a mis amigos, a los hijos de Coca, solo pienso en finales, en la vida cuando se termina y en lo incongruente que es que yo me haya levantado, desayunado y preocupado por la ropa interior que llevo mientras ella ya no está. No puedo escribir porque no puedo dejar de pensar en mi amiga Guada y en sus cuatro hermanos, todos entrelazados por vínculos de amistad, amor, familia y noviazgos más o menos largos con toda mi familia hasta quedarnos sin palabras para definir las relaciones que nos unen. No puedo escribir nada sobre el duelo, la pena, la ausencia porque hoy toca ser de corcho. No tiene sentido hablar del vacío que se abre, del consuelo que buscarán, de la calma analgésica que encontraran en algunos recuerdos y el dolor punzante con que otros, mínimos, casi insignificantes les causarán. No puedo escribir nada que sirva para aliviar el dolor de mis amigos ni para tratar de explicarles la perplejidad que sienten ante el encontronazo con la muerte. No puedo escribir nada y tampoco sabré que decirles, cuando vaya a verles, que les reconforte porque todavía no saben que necesitan consuelo. No puedo escribir nada porque hoy la muerte se ha tragado el aire a nuestro alrededor. 

Hoy tenía pensando escribir sobre todas las cosas que no puedo. Había redactado mentalmente las diez primeras líneas. En mi cabeza el sonido del encadenamiento de los sucesivos «no puedo» tenía ritmo, armonía y gracia. Creo. No puedo recordarlos  porque ya no importan. Hoy solo puedo escribir que ya no escucharé su voz diciéndome: «¡Hola riberita!» y que la muerte es eso, las cosas que ya no serán nunca más. 

Hoy solo quiero escribir: Adiós Coca, cuidaremos de ellos. ¡Qué putada es morirse! 


viernes, 25 de mayo de 2018

Ensayo sobre la ropa

Hay gente que ordena la ropa por colores, por tejidos o por funcionalidad. Yo la clasifico en grupos que no tienen nada que ver ni con colores, ni con  los tejidos, ni siquiera con que sea de verano o de invierno, de fiesta o de diario. Mi ropa se organiza por sensaciones. 

Para empezar tengo la ropa de arropar. En mi segundo año en el campamento de Comillas mi madre me compró una sudadera azul marino con un pequeño dibujo de un gatito y la leyenda Cool Cat. Tenía trece años y me la compró crecedera. En el segundo lavado en el campamento dejó de ser crecedera y pasó a ser enana pero ha crecido conmigo porque a pesar de que sus mangas apenas me llegan a los codos y casi casi me queda ombliguero, la sudadera de Cool Cat sigue conmigo. Tiene agujeros  hermanados con manchas que ya han pasado a ser un estampado más, la goma  hace tiempo que dejó de ser elástica y hay un par de hilos en los puños de las mangas que me cuido muy mucho de tocar porque creo que si tiro de ellos el delicado equilibrio que mantiene la sudadera de Cool Cat viva se vendrá abajo y desaparecerá. La tengo en Los Molinos y me la pongo cuando tengo frío aunque haga cuarenta grados, para dormir cuando tengo pesadillas y me la pongo para escribir cuando no se me ocurre nada. De arropar son también unos vaqueros anchos, heredados de mi cuñado, que me puedo poner y quitar sin desabrocharlos. Están desgatados, los bolsillos están llenos de agujeros y los bajos se están poblando de hilos. Me los pongo cuando me siento libre, traviesa y con ganas de hundir las manos en los bolsillos.  

Tengo también ropa con historia, con más años que yo. Un traje fucsia de mi abuela, la famosa camisa de leñador de mi abuelo, un esmoquin de mi abuelo arreglado para mí que no me he puesto jamás, un abrigo de paño negro con botones como mi puño y con el que me gusta dar vueltas por la calle solo para ver como sus faldones giran a mi alrededor. Un par de faldas hippies de mi madre antes de ser mi madre que llevo guardando años y que, por fin, este año han vuelto a estar de moda. Es ropa recordatorio, me recuerda quién estuvo en mi vida antes de que yo llegara a ella.  

También tengo, como casi todo el mundo, ropa absurda, ropa ridícula que no tiene nada que ver conmigo pero que de alguna manera llegó a mi armario y se resiste a ser eliminada. Llegó cuando intenté ser otra persona y me salió regular. La mantengo por si acaso, en un rapto de valor o por un ictus como el de mi padre, me convierto en otra persona y me atrevo a llevar una falda de leopardo de mujer fatal y un jersey negro de cuello vuelto que a mí me parece demasiado ajustado. Tengo también un abrigo verde de lana de pelos que pica y que me hace parecer un melón gigante fuera de temporada. No lo tiro porque me costó una cantidad absurda de dinero. A lo mejor estoy esperando a ser vieja y espigada y parecer un espárrago cuando me lo ponga. 

En otra categoría está la ropa que no me gusta pero que me han regalado. Nuestras trayectoria vitales se cruzan poco tiempo porque solo se mantienen conmigo el tiempo suficiente para que el regalador me vea con ella puesta... para después desaparecer misteriosamente. (Mi hermana tiene la teoría de que si le regalas algo a alguien y la siguiente vez que le ves lo lleva puesto, es que no le gusta y se lo ha puesto solo para que tú lo veas. He comprobado esa teoría y es cierta). Tengo también ropa de disfrazarse, de parecer respetable, de ir a reuniones, de aparentar profesionalidad.  Ropa de explicar cual es mi trabajo y ropa de ir a fiestas a las que no quiero ir. Tengo ropa de Los Molinos que no resiste la vida de ciudad ni estar lejos de las montañas, es el abuelo de Heidi en mi armario, su sitio es allí y cuando por error la traigo a Madrid  está incómoda, desubicada, como un pulpo en un garaje. Hay pijamas viejos, desfondados, hartos de dar vueltas y ropa de estar en casa con la que, a veces, salgo a la calle para airearla, para que no crea que me avergüenzo de ella, que no confío en su aspecto. 

Y luego está la ropa de ser feliz. No es ropa que me haga feliz porque eso no existe o, por lo menos, no existe para mí. La ropa de ser feliz tiene una historia, sé cuándo, cómo y con quién la compre y cada vez que me la pongo recuerdo todo aquello. Era feliz y esa ropa estaba allí  para que yo la comprara, para ser para siempre un recordatorio de aquel momento feliz. El otro día entré en una tienda casi por casualidad, en una percha colgaba una falda de rayas de colores. La vi y me gustó, pero fue al probármela cuando supe que tenía que comprarla. Ahora cuelga en mi armario esperando el día para estrenarla.Va a ser una falda de ser feliz, igual que el vestido blanco de la tienda de Toulousse o la chupa verde de Normandía. ¿Por qué lo se? Porque sí, porque es lo que le pega. Porque hay ropa que es para ser feliz. 

Quizás mi armario no sea el más ordenado del mundo, quizás sólo parezca ordenado pero en mi cabeza todo tiene sentido. 


jueves, 24 de mayo de 2018

La depresión te borra: Los días iguales en televisión



«La esperanza de curarte es una visión que cuando estás en la depresión no tienes porque la depresión te borra. Eres incapaz de acordarte de cómo eras antes y eres incapaz de pensar que esto que te está pasando, que estás sufriendo vaya a a tener un fin»





Hablar de lo que escribes es siempre complicado, hacerlo en televisión lo es aún más pero creo que lo hice medianamente bien.



lunes, 21 de mayo de 2018

Cómo sobrevivir a la vergüenza adolescente

Vas por la vida tan contenta y, un buen día, al cruzarte con una de tus hijas por la calle, por tu calle, justo delante de tu portal recibes un golpe de nueva realidad maternal entre las cejas que te deja conmocionada. 

«¿Ha ignorado mi saludo? ¿Ha girado la cara para no verme? ¿Ha hecho como que no me conocía?» 

No puedes creerlo y te auto engañas porque, al fin y al cabo, ya tienes una trayectoria como padre y sabes que el auto engaño es una de las herramientas más útiles en  la crianza. «No me habrá visto, es tan despistada» El auto engaño expande su efecto tranquilizante sobre ti, haces un triple carpado sobre cualquier preocupación y subes a casa. Al cabo de un rato, tu hija entra por la puerta. 

—Hola cariño, ¿Qué tal el cole?
—Mamá, por favor, no vuelvas a saludarme si nos encontramos por la calle. 

La maravillosa campana de autoengaño se resquebraja y cae hecha añicos a tus pies. 

—¿Qué? ¿Qué tontería es esa?
—Es que me avergüenzas. 
—¿Qué yo te qué? ¿Por saludarte? 
—Sí. 
—Cariño, una cosita. ¿No crees que es mucho más ridículo que nos crucemos por la calle y nos ignoremos teniendo en cuenta que todo el mundo en este barrio y en esta calle sabe que eres mi hija?
—No, y sí ya lo saben no hace falta que se lo recordemos. 

Tu hija sale de la cocina y mientras barres los trocitos de autoengaño piensas que ya has llegado a la etapa en la que tus hijos se avergüenzan de ti. Se avergüenzan de tener padres. Tú recuerdas perfectamente esa etapa de tu adolescencia. Todo lo que decían tus padres te daba vergüenza, ¿por qué? No lo sabes, no lo recuerdas, quizás no lo supiste  entonces. Seguro que no lo sabías. No era una decisión consciente, sencillamente de la noche a la mañana te daban vergüenza. Era una sensación, un sentimiento. «Mamá, por favor, qué vergüenza». Eso es. Eso les pasa tus hijas. 

Repasas tu imagen, tu porte, tus palabras. Jo. Tú no eres tu madre, no las avergüenzas delante de las dependientas ni las regañas en público. Tú molas ¿por qué se avergüenzan? Sabes que no hay un motivo, una causa justificada pero algo tienes que hacer. Destruido el escudo protector del auto engaño, la inseguridad y la inquietud recorren tu personalidad  maternal. Y si ¿se avergüenzan de ti porque te comparan con otros padres que les molan más? A ver, que tú ya has pasado la etapa esa de "los demás lo hacen mejor que yo", sabes de sobra que cada uno lo hace como puede y que incluso el que parece merecer el Premio Nobel de la Paternidad tiene sus ratos de ¿En qué estaría yo pensando cuando decidí tener hijos? y se desespera cuando sus hijos dejan todo tirado por el suelo. Sabes que tú lo haces igual que otros padres pero quizás, el truco para que tus hijas superen esa absurda vergüenza con respecto a ti, sea molarles muy fuerte a sus amigos. Sí, lo sabes, es rastrero, infantil y muy de instituto americano pero parece más accesible que conseguir que tus hijas vuelvan a saludarte por la calle por decisión propia. 

Por supuesto que no se trata de cambiarte el peinado, vestirte de adolescente ni empezar a cantar las canciones del momento pero te esfuerzas en ser la perfecta madre para los amigos de tus hijas. Esto es: eres el mayordomo de Downton Abbey, invisible cuando no se le necesita pero siempre alerta para suplir de bebidas, pizza o un buen desayuno cuando hace falta. También, como el mayordomo, eres una esfinge y eres capaz de permanecer callada y sin hacer ningún gesto malinterpretable cuando escuchas conversaciones en las que querrías entrar a saco para dejar las cosas claras, para decirle a tus hijas: «no, no, no digas eso» o, por el contrario, para aplaudirlas como una hooligan enloquecida llevándolas a hombros y gritando: «esa es mi niña, la más lista». Permaneces en la sombra, al otro lado de la puerta, atenta pero sin intervenir hasta que llega el momento de salir, saludar, agradecer a los visitantes su visita y despedirles en  rogando que vuelvan cuanto antes a vuestra humilde morada. 

—¿Lo he hecho bien, chicas?
—Muy bien. Nosotros no nos hemos creído nada pero ellos dicen que molas mucho porque no eres nada pesada. La próxima vez, igual. 

Reto conseguido. 


miércoles, 16 de mayo de 2018

A veces los extraños son casa


«Hace diez meses perdí un hijo» 

El aire de la librería se congeló y todo empezó a girar a nuestro alrededor. De pronto, una agradable conversación sobre libros, entre tres completas desconocidas, se había abierto como un agujero negro y nos había engullido. Los lomos de colores de los libros giraban a mi alrededor, me sentí engullida por un tornado que estrechándose me empujaba a abrazar a la desconocida de dulces ojos azules que había dicho «Hace diez meses perdí un hijo».

No dijo murió o se mató, dijo «perdí un hijo» mientras acariciaba la portada de mi libro. Luego, levantó la mirada, nos sonrío y consiguió parar el torbellino y que el aire recuperara su temperatura. La librera y yo volvimos a respirar. Ella corrió a la estantería, cogió un libro y se lo enseñó: «no te va a ayudar, nada te va a ayudar pero...» Yo seguía mirando como acariciaba la portada de Los Días iguales que tenía entre las manos. «Creo que hoy no, pero volveré otro día y me llevaré estos dos libros, el tuyo y el que me has recomendado» 

Quise abrazarla. Lo pensé. Lo sentí. No lo hice, solo le rocé el brazo. «Lo siento»

«No sé porqué os lo he dicho. Es la primera vez que lo digo en alto. Yo misma estoy sorprendida» 

A veces, los desconocidos se convierten en un lugar seguro porque son  folios en blanco que no te juzgan, ni esperan nada de ti. Con los desconocidos no tienes que fingir. En ellos puedes  escribir algo desde cero, expresar con ellos algo sin historia, sin pasado. «Hace diez meses perdí un hijo» No sintió la necesidad de decir que su hijo estaba muerto porque eso ya ocurrió, ya pasó, su hijo ya no está... no va de él, de su muerte. Va de ella, lo perdió y continúa perdido, lo está para siempre, perdido para ella. 

Quiero pensar que decirlo en voz alta la ayudó, fue soltar un poco de peso, dejar escapar la presión, abrir la válvula. Quiero pensar que algo en aquella librería, en nuestra conversación sobre leer y escribir le pareció acogedor, le pareció adecuado, le pareció un lugar seguro pero ojalá la hubiera abrazado. 


lunes, 14 de mayo de 2018

Y volví a mi colegio

La matière de rêves. Nino Migliori
El sábado volví a mi colegio. Han pasado veinte años desde la última vez que entré en su capilla. Está exactamente igual. «Mamá, es enorme» me dijo María. Y sí, es enorme. La última vez que estuve allí me senté en el primer banco y cuando me atreví a mirar hacia atrás, recuerdo sentir miedo por la cantidad de gente que había apiñada en los bancos, de pie en los pasillos, al fondo en varias filas. Me abrumó pensar que toda aquella gente fuera a venir a saludarme. Era el funeral de mi padre. 

Les enseñé a mis hijas la galería, la portería, el comedor en el que sí había cambiado algo, las sillas y el pasillo en el que hacíamos fila para coger las bandejas y pasar por el autoservicio. Les conté que me encantaban las croquetas y que odiaba el ragú y el pollo con aspecto de sufrir alguna enfermedad hepática flotando en una gelatina repugnante. Les conté que en mi colegio las lentejas se comían con tenedor y que en casa no comemos melocotón en almíbar porque ya lo comí todo allí. 

Les hablé de la sala rosa. «¿Era rosa?» El suelo era de falso mármol rosa y de ahí tomaba su nombre. En las sillas de aquella sala comprendí que jamás superaría un test psicotécnico con buena nota porque cuando llegaba a los ejercicios de «Gire usted la figura para saber con cual de las propuestas encaja» perdía rápidamente el interés y empezaba a contestar al tun tun. Sigo ocurriéndome cuando me enfrento a esos tests, al llegar a esas preguntas me desconecto por completo y me limito a poner cruces sin ningún tipo de criterio. Supongo que por ahí hay gente preguntándose cómo es posible que conduzca o sepa atarme los cordones.  (Había escrito condones, quizás esos tests sí nos dicen cosas) 

Cruzamos el pasillo del comedor. Les conté el día en el que durante una reunión de padres, creo que era la copa de Navidad,  en ese comedor, una amiga mía vino y me dijo «he visto un padre guapísimo, tienes que conocerlo». Con dieciséis años que haya un padre guapísimo te parece algo tan irreal que, por supuesto, la seguí para echar una ojeada a ese padre guapísimo que sin duda alguna se había colado en aquella reunión. Era mi padre. Fue un shock descubrir que era guapísimo. 

Después me sometí a la gran prueba de amor maternal y ridículo vital que es enseñar a tus hijas adolescentes tu foto en la orla de COU. Dieciocho años, tupé, hombreras, pañuelito al cuello, cara de pan. Un espectáculo. Por supuesto y cómo quería que de este viaje al pasado extrajeran una enseñanza vital, les enseñé las fotos de mis hermanos que también están en aquel pasillo. «Tened cuidado con las fotos que os hacéis que luego quedan para siempre» (A mis hermanos les pareció regular ese astuta maniobra para compartir el ridículo)

Al bajar la cuesta para volver al coche pensé que me da igual mi colegio, que es uno de esos lugares de mi infancia que me son totalmente indiferentes. No sentí nostalgia volviendo allí, ni emoción, ni curiosidad. Es curioso como lugares en los que has pasado muchísimo tiempo caen en el barranco de la indiferencia y otros en los que quizás solo has estado una temporada corta permanecen siempre llenos de significado. 


jueves, 10 de mayo de 2018

Los Días Iguales y la ballena

«En 1970, en un pequeño pueblo de Estados Unidos, una enorme ballena, más grande que esta sala, apareció muerta y varada en la orilla de una de sus playas.  Los lugareños, no sabiendo cómo deshacerse de aquello,  decidieron colocar cargas de dinamita debajo. En el vídeo, disponible en YouTube, se puede ver cómo un presentador bastante parecido a Donald Trump retransmite toda la situación. Él sujeta el micrófono, detrás al fondo se ve la ballena y a una serie de obreros colocando las cargas y al resto de los lugareños contemplando el espectáculo, haciendo picnic, esperando el resultado. Mientras ves el vídeo tienes la sensación de que no es buena idea, parece molona, parece chula pero el resultado no está claro que vaya a ser el esperado. Todo transcurre según el plan de los expertos, tras colocar las cargas, los técnicos se apartaron a la distancia que ellos creyeron prudencial y con las cámaras en marcha y el presentador retransmitiendo muy emocionado procedieron a explotarla. El resultado fue que una lluvia de trozos de ballena destrozó coches, hirió a varios espectadores, acabó en las barbacoas de los que hacían picnic y los bañó a todos en sangre y restos orgánicos. Un completo despropósito.

¿Por qué hablo de esta ballena? Porque fue en lo más duro de mi depresión cuando yo vi aquel vídeo. Era agosto de 2014 y estaba en el Perigord francés con Juan y con Paloma. Estábamos alojados en el apartamento Jocelyn Baker y cada noche, al volver de recorrer la zona Juan me ponía vídeos o me contaba anécdotas para distraerme. Unos días antes del viaje yo había ido llorando a pedir el alta de mi primera baja y la víspera del viaje no había podido levantarme de la cama de miedo y ansiedad. A pesar de todo, nos fuimos de viaje y fue un buen viaje, estuve bastante bien. 

Bastante bien quiere decir que no me dolía la vida, que comía un poco y que dormía unas cuatro horas del tirón toda la noche. Pensé que me estaba curando o, mejor dicho, pensé que no estaba enferma, que ese viaje era justo lo que necesitaba. Un cambio de aires, despejarme, salir de mi rutina, ver las cosas desde otro punto de vista, cambiar la dieta. Nada de eso era real y al volver caí en lo más duro. 

Cuando me senté a escribir Los días iguales, ni se llamaba Los días iguales ni sabía que estaba haciendo. Cuando pensé en esta presentación se me vino a la cabeza aquel viaje, el precioso vestido blanco de ser feliz que me compré en una tienda de ropa antigua de Touluse y la ballena. Sentarme a escribir sobre mi depresión creo que ha sido como colocar las cargas explosivas bajo la ballena. Mi depresión estaba muerta ya, creo, pero seguía en mi orilla. Cada mañana podía verla, tocarla, olerla, estaba ahí. Sentarme a escribir era describirla cuando todavía estaba viva, cuando me dolía, me aplastaba y no me dejaba vivir. Terminar el libro fue hacerla estallar. Y ahora, llegado el momento de que otros lean lo escrito, es el momento de ver si esos trozos, van a aplastaros, heriros, mancharos o simplemente van a haceros pensar que efectivamente escribir sobre ella, dinamitarla, ha sido malísima idea, pero la ballena ya no está, desapareció. Ahora es el momento de saber si dinamitar la ballena fue buena idea. Lo que tengo claro es que es algo que hice en el momento correcto, ahora ya no podría hacerlo porque se me está olvidando, porque cada vez que me he releído en el proceso de editar todo aquello me ha parecido más lejano, menos yo. Ahora ya no podría escribirlo. 

Pensando en esta presentación he tenido dos pesadillas; en una aparecía en pijama y con unos calcetines rojos llenos de agujeros y en la otra hilaba un maravilloso discurso pero acababa llorando. Ninguna de las dos se ha cumplido. Y ahora ya solo me falta decir: ¡comprad, comprad, mis hermosos jabalíes!» 

Esto es, más o menos, lo que dije ayer en la presentación de Los Días Iguales. Antes y en una sala abarrotada de familia, amigos y encantadores lectores desconocidos, Oihan y Luis habían hablado del libro y de mí elogiosamente, demasiado elogiosamente desde mi punto de vista. 

Ya está hecho. Escrito, publicado y presentado. Solo falta que lo leáis porque como me dijo mi sobrino de siete años al terminar la presentación: Ana, no has contado el cuento que has escrito. 

Tenéis que leerlo si queréis y veremos si explotar la ballena ha sido buena idea.    

Muchísimas gracias a todos los que estuvisteis allí, los que me mandasteis mensajes y los que me leéis por aquí. 

jueves, 3 de mayo de 2018

Oda al queso

«No me gusta el queso» Pero, vamos a ver alma de cántaro, ¿cómo no te va a gustar el queso? El queso es una inmensidad que encierra en su interior tantas y tan buenas cosas que no se puede despachar con esa simpleza:«no me gusta». Decir que no te gusta el queso es como decir que no te gusta el campo o ninguna ciudad o la ropa en general. Una simpleza, una estupidez, una tontería. 

El queso es la cumbre de los alimentos. Es tu mejor amigo, tu amante, tu comodín, tu payaso y tu pañuelo de lágrimas. El queso nunca te abandona, siempre está contigo. El queso llega a nuestras vidas pronto, quiere seducirnos, conquistarnos, abrirnos las puertas a su inmenso mundo de color, sabor y texturas pero como sabe que somos memos y que no tenemos criterio lo hace de una forma que no nos asuste, en forma de juguete: quesitos triangulares, bolas de minibabibel de colores brillantes. Llamar queso  a lo que hay dentro es casi un insulto pero eso no lo sabes hasta que creces, te enriqueces y te enamoras del queso.  ¿Por qué el queso, con todo su mundo y su savoir fair hace esta absurda presentación en nuestra vida? Porque el queso nos conoce, sabe que los humanos somos bobos y que de críos no somos capaces de valorar los sabores  ni las sorpresas. Queremos comer todos los días lo mismo y que todo sepa exactamente igual a cómo sabía la última vez. De canijos la variabilidad gustativa no es una cualidad que apreciemos. Y hay gente que se queda ahí, son los de «no me gusta el queso» y «nada como la comida de mi madre»

Después, el queso empieza a seducirnos poco a poco haciendo cosas divertidas: se deja rallar para que hagas aludes de queso sobre tus spaghettis, se deja fundir para ponerle una deliciosa costra a la lasaña o los canelones al horno y si encuentra el entorno adecuado se presenta en su forma más divertida del mundo mundial: la fondi de queso. Si de niño tienes la suerte de tener acceso a esta cumbre de la diversión gastronómica serás para siempre devoto fiel de la cofradía del queso. ¿Qué puede haber mejor que mojar trocitos de pan o de patata pinchados en un palito en un líquido amarillo que al estirarlo hace hilos? NADA. Por favor, si hasta sale en Asterix que es una cumbre de sabiduría. 

El queso es generoso. Es una cumbre gastronómica pero no por eso va de chulito por la vida, el queso es tan guay que se junta con los sosos, con los marginados, con los tristes: la ensalada y la tortilla francesa. Pones taquitos o lascas de queso en una ensalada y mágicamente pasa de ser algo sano y sin gracia a ser algo resultón. Echas queso en una tortilla francesa y por arte de birli birloque, pasas de sentirte una solterona sin propósito vital a ser alguien con gracia y estilo.  Y eso por no hablar de cuando el queso se hace salsa....o helado.  

Cuando el queso te ve con posibilidades de ser una persona con criterio empieza a mostrarse en todo su esplendor. Te ve preparado y te da la oportunidad de probar quesos con personalidad, los quesos que huelen. En esta etapa ya está claro quien se ha quedado atrás, quien permanecerá para siempre fuera del paraíso quesil, son todos esos que dicen: a mí los quesos que huelen me dan asco. Esos se quedan atrás, abandonados en el mundo de las comidas sin olor, sin personalidad. Abandonados en la cuneta sin capacidad para apreciar el rótulo "quesos caseros". 

Los quesos que huelen son los quesos de los elegidos. Exigen entrenamiento, paladar, capacidad para la adaptación y gusto por la novedad. Todos huelen pero son todos distintos, la experiencia que proporcionan cada uno de ellos es diferente pero todas son buenas, todas merecen la pena. Si te gustan los quesos que huelen eres un privilegiado, la vida jamás terminará de darte sorpresas y el queso será tu aliado para siempre. Ya estarás preparado para decir "El queso es mi pastor y nada me falta" porque sí, porque los que hemos sido agraciados con el sentido del gusto sabemos que podríamos vivir comiendo solo queso. De desayuno, comida y cena. Sabemos que el queso no nos dejará solos. Es tan inmensa su disposición a ayudarte que  incluso el que no sabe cocinar, el que no ha encendido un fuego en su vida, el que no tiene cocina pueda montar una cena y quedar como un rey. ¡Prueba a hacer eso con las judías verdes o con la quinoa! Si no sabes cocinar y tienes que montar una cena, quien sabe si incluso una cena romántica, el queso y sus infinitas variedades está ahí para ayudarte. Compras los quesos, los cortas sintiéndote imaginativo y los colocas en un plato con uvas, frutos rojos o pan. ¡TACHÁN! Ya pareces algo. El queso te hace mejor, te hace sofisticado. Y si la cena es romántica y va muy bien, extremadamente bien y en la madrugada es necesario reponer fuerzas... puedes comerte lo que haya sobrado. Prueba a que te apetezca comer brecol a las cuatro de la mañana. Prueba a que sea sexy, prueba a comerlo a dos.  

Pero el queso no está solo para el jolgorio y las risas. Si llegas a casa con el corazón roto y no quieres  comer nada porque la vida ya no tiene sentido el queso estará ahí para pasarte la mano por el lomo y abrazarte. Quizá lo haga en forma de queso de tetilla que puedas mal cortar  o incluso comer a bocados entre lágrimas o quizá lo haga en forma de loncha de queso que puedas comer de pie delante de la nevera o quizá, si nos ve muy desesperados nos deje meter directamente el dedo en la tarrina de untar y chuparnoslo porque estamos tan tristes que sabe que no podemos hacer más.  Ni siquiera el jamón serrano, Dios lo guarde en todo su esplendor, es capaz de acompañar tanto. 

El queso no se acaba nunca. ¡Dios salve al queso!  

lunes, 30 de abril de 2018

Lecturas encadenadas. Abril.

De los encadenados de abril la parte mala es que solo he leído dos libros, la parte buena es que es este post será más corto de lo habitual. 

Americanahh de Chimamanda Ngozi Adichie ha sido la novela del mes. El verano pasado Querida Ijeawele. Cómo educar en el feminismo fue una lectura muy interesante. Me gusta Chimamanda, me gusta cómo habla, las cosas qué dice y estoy de acuerdo con muchas de sus opiniones.  Tenía curiosidad por sus novelas y ésta, la última que ha publicado, me la regalaron mis hijas por mi cumpleaños. 

Americanahh es una de esas novelas en las que pasan cosas. Los protagonistas, Ifemelu y Obinze se conocen, en su adolescencia, en Nigeria. A partir de ahí y para no reventaros la novela les pasan un montón de cosas, les pasa la vida y ellos van cambiando, madurando, relacionándose con el mundo de manera diferente cuando salen de Nigeria. Literariamente hablando la novela no es gran cosa, el lenguaje es sencillo, se cuentan cosas interesantes pero la manera de contarlas no te impacta. Se lee deprisa, pasando de una cosa a otra, de una peripecia a otra. Apenas he doblado esquinas. Esto no quiere decir que la novela no esté bien pero más allá de las historietas que les pasan su mayor mérito es enfrentar al lector occidental, a mí, a unas realidades completamente ajenas, desconocidas. Para empezar jamás había leído nada sobre Nigeria, la vida allí, las costumbres, las preocupaciones de la gente, la comida, la ropa, los horarios, todo ha sido nuevo. Por otro lado, Americanahh me ha hecho reflexionar sobre mis ideas o, mejor dicho, mis no ideas sobre el tema de la raza. Para mí, hasta ahora, ser negro era una categoría absoluta sin matices. Leyendo a Chimamanda y las experiencias de sus protagonistas, tanto en Nigeria como en los países a los que emigran, me he dado cuenta de que no es así. Ellos no piensan que son negros hasta que salen de su país, no son conscientes de ello hasta todo lo que son desde el color de su piel hasta como se peinan o las palabras que escogen hablando en inglés o la ropa que llevan es considerada «cosa de negros». ¿Pienso yo alguna vez en que soy blanca? 

«La única razón por la que dices que la raza no fue causa de conflictos es porque desearías que no lo hubiera sido. Es lo que deseamos todos. Pero es mentira. Yo vengo de un país donde la raza no e motivo de conflicto; no pensaba en mí como negra, y me convertí en negra precisamente cuando llegué a Estados Unidos. Cuando eres negro en Estados Unidos y te enamoras de una persona blanca, la raza no importa mientras estáis los dos juntos, y a solas, porque estáis únicamente vosotros y vuestro amor. Pero en cuanto salí a la calle, la raza sí importa. Pero no hablamos de ello. No comentamos siquiera a nuestras parejas blancas los pequeños detalles que nos sacan de quicio, ni las cosas que nos gustaría que entendieran mejor, porque nos preocupa que digan que exageramos, o que somos demasiado susceptibles».

Recomiendo Americanah porque es una novela entretenida, no te cambia la vida pero te hac pararte a revisar tus propias ideas sobre lo que significa o puede significar la raza. Nada más terminar la novela y por una de esas casualidades cósmicas vi el documental I´m not your negro de James Baldwin, lo recomiendo también aunque aviso que es un poco árido. 

 A Los primeros editores de Alessandro Marzo Magno llegué por una recomendación de Silvia Broome en twitter, lo pedí a los Reyes Magos y cómo me había portado fenomenal, me lo trajeron. Lo primero que tengo que decir es que la edición de Malpaso es maravillosa.
Cuando me encuentro con libros tan bien editados siempre pienso que jamás seré capaz de pasarme al libro electrónico. Disfruto tanto el tacto de los libros, las tapas, las solapas, el roce de las páginas, los colores que pensar en un libro reducido a unas letras en una pantalla me entristece.  Y este libro hasta tiene los cantos de las páginas de color rojo. Rojo veneciano porque de Venecia trata el libro. 

Los primeros editores es un torrente de datos sobre libros, editores, impresores, autores y descubridores de tesoros impresos. Es un libro interesantísimo. Cuando uno piensa en la historia del libro, uno piensa: piedras, papiros, pergaminos, manuscritos, Gutenberg, incunable, libros. Y ya está. Marzo Magno nos coge de la mano, descorre las cortinas de la historia y nos hace asomarnos a una ciudad llena de librerías e imprentas. Venecia fue el centro impresor y editorial del mundo durante todo el siglo XVI. Allí trabajó el Miguel Ángel de la imprenta, Aldo Manuzio. A él le debemos la invención del libro de bolsillo, de la cursiva, del punto y coma, de los best sellers. Publica además el que es considerado el libro más bello jamás impreso, el Hypnetotomachia Poliphili (Polífilo), un libro lujurioso y pagano con representaciones eróticas y pornográficos escrito por el fraile dominico Francesco Colonna.

Marzo Magno, además, nos cuenta como en Venecia se imprimió el primer Corán de la historia, los primeros libros de cocina, los primeros libros en arameo, en griego, los primeros libros sobre cosmética, los primeros atlas. Allí también se estableció Pietro Aretino el primer autor de bestsellers gracia a sus diálogos pornográficos. Probablemente el adjetivo que más aparece en todo el libro sea primero. Los primeros editores es un libro de divulgación ameno y entretenido que a cualquiera que le interesen los libros le gustará. Además es curioso como su lectura te permite descubrir tu inmenso desconocimiento sobre la historia del libro impreso y, a la vez, te asombra que el libro tal y como lo conocemos formalmente es cómo es gracias a aquellos primeros editores. Ellos crearon el libro que casi siempre tengo en mis manos. Esta frase colgaba en la puerta del despacho de  Aldo Manuzio en 1515.

«Quienquiera que seas, Aldo te pide que expongas tu cuestión con brevedad y te vayas cuanto antes»


He expuesto mis encadenados y he sido breve. Hasta los encadenados del mes de mayo.  


miércoles, 25 de abril de 2018

Los días iguales




El libro es, primero, una idea. Una idea sobre la que, cuando te la sugieren, piensas que «ni de coña». Después, cuando repentinamente piensas que quizás sí, que es una buena idea, el libro se transforma en un lugar idílico en el que todo será perfecto. Te pasas el día imaginando ese lugar idílico: tú, tu cuaderno, todas las ideas y párrafos perfectos que escribes en tu cabeza mientras conduces, te duchas, planchas o en el insomnio de las tres de la mañana. Ansías tiempo para poder viajar a ese paraíso, para disfrutar de esa situación idílica en la que todo será fácil y mágico porque eso es lo que quieres: sentarte a escribir. 

Más adelante el libro te acecha. Quiere que lo escribas y tú, por alguna razón que no comprendes, no consigues escribir. Estás deseando ponerte a ello pero a la hora de la verdad encuentras mil excusas: tienes que planchar, hacer la compra, presentar la renta, ordenar los armarios, hacer limpieza de primavera. Cuando todo lo pendiente ha terminado, das gracias a Dios por tener internet y poder seguir perdiendo el tiempo. Si hubieras nacido en 1940 probablemente hubieras cultivado rosas en tu jardín o coleccionado sellos con tal de no sentarte a escribir. ¿Por qué? No lo sabes pero es así. 

Cuando alcanzas el punto de no retorno, el «tengo que hacer esto y quitármelo de encima», el libro te tortura: nunca sabes qué vas a encontrarte. Hay momentos en los que todo fluye, se te ocurren las ideas, las frases van saliendo sin problemas y te confías, corres, disfrutas, odias a tu yo limpiador que te privó durante días de esta maravillosa sensación, porque esto es lo que quieres hacer: escribir. Luego pasas otros momentos, sobre todo si cometes el error de releerte mientras escribes, en que quieres meterte debajo de la mesa, llamar a tu editor y decirle que te lo has pensado mejor y que no, que no puedes, que no eres capaz. A trancas y barrancas, alternando la euforia con el desánimo, consigues llegar al final. A lo mejor lo que has escrito es una mierda, no vale nada, pero es tu mierda y la has terminado. Has puesto FIN. 

El libro pasa entonces a ser de tus primeros lectores. Lo que has escrito pasa a ser lo que se lee, lo que otros leen. Está fuera de tu control. Tú sabes o crees saber qué has escrito pero no puedes saber qué van a leer. Se lo das a leer a alguien o a varios alguien y esperas. ¿Has elegido bien a esos primeros lectores? ¿Te quieren demasiado o demasiado poco? ¿Serán sinceros o les darás pena? Tus primeros lectores te dan su opinión. Tu editor te lleva de la mano por el texto, otra vez, repasando, puliendo y corrigiendo. Y en ese proceso de dar a leer, de repasar y de releer, de repente el libro deja de ser tuyo. Ha salido de ti pero ya no es tuyo. Se parece, aunque sea un tópico, a lo que sientes cuando te dicen «es tu hijo» y tú piensas «¿seguro? no lo veo claro».

Hasta este momento el libro ha sido más texto que libro. Contenido sin continente al que ha llegado el momento de vestir de bonito, de darle apariencia. No puede tener cualquier pinta, hay que vestirse para la ocasión y, además, tiene que ser algo que pegue contigo. Cuando por fin tu texto se convierte en un libro de verdad con cubierta, contra cubierta, solapa, con el título, tu nombre en la portada y tus letras negro sobre blanco te sientes abrumada. Tu texto se ha hecho mayor, se ha hecho libro, ya vuela solo. Eres libre. 

O no.

Llega el momento de escribir sobre tu libro, de hablar de él. De contar lo alto, lo guapo, lo listo que es. Y descubres que no sabes cómo hacerlo porque cualquier cosa parece demasiado buena o demasiado mala, suena muy modesto o excesivamente grandilocuente, creas demasiadas expectativas o lo haces tan poco atractivo como arrancarse las uñas. ¿Qué puedes decir de algo que te ha consumido casi dos años de tu vida? 

Y aquí estoy. En ese punto. 

Los días iguales es el relato de mi depresión. No es un diario, ni unas memorias, ni un libro de autoayuda; no es un libro para llorar ni para dar pena, no descubro la luz al final del túnel ni doy una receta mágica. Es un libro de viajes, el relato de los meses en los que me desconecté de la vida porque la vida me daba tanto miedo que no podía levantarme de la cama ni mirar el cielo azul ni ponerme calcetines de rayas porque todo me aterraba. Una depresión no es algo grandilocuente, no te cae un rayo o te explota la cabeza: sencillamente descubres que lo más nimio, lo más pequeño de la vida puede contigo. Ser tú es terrorífico. 

En LOS DÍAS IGUALES yo pongo la letra, @fromthetree ha puesto la imagen y Juan Tallón ha escrito el prólogo. Ni @fromthetree ni Juan me conocían cuando les asalté para acompañarme en este viaje y ninguno de los dos vio mi cara de sorpresa y mis saltos de alegría cuando dijeron que sí. Internet es maravilloso y gracias a su magia puedo contar con ellos dos.  

El próximo día 9 sale a la venta LOS DÍAS IGUALES y, además, lo presentaremos en La Fábrica a las 19:30. Llegará entonces el momento de hablar del libro y, os adelanto, que ya estoy teniendo pesadillas con eso. Estáis todos invitados.


lunes, 23 de abril de 2018

La ley del mínimo esfuerzo adolescente y el «puff, qué pereza».

Confieso que al principio al principio me molestaba, me llevaban los demonios, echaba broncas y espumarajos por la boca. Intentaba hacer ver a mis adolescentes que no se puede ser tan vago ni pasar de todo. Ahora he cambiado de estrategia y me dedico a observarlas con admiración esperando una nueva sorpresa, esperando que me enseñen como aún se puede hacer menos. 

Empezaron por cosas pequeñas, cosas que antes yo hacía por ellas y que llegado el momento de encargarse ellas se revelaron como tareas demasiado arduas. El soporte para el rollo de papel higiénico cayó en el olvido. Da igual que su mecanismo sea el más simple del mercado. Días y días y días el rollo de cartón vacío, sin vida y sin utilidad languidece en el soporte mientras otros rollos van terminando su vida útil y son abandonados encima de la cisterna, en la banqueta, en el suelo.

—¡Chicas, cambiad el rollo!
Pufff, qué pereza. 

Después vinieron procesos inevitables. Todos sabemos que la ropa tiende a desordenarse, hay que hacer esfuerzos para tenerlas controlada y yo he pasado años enseñándolas a luchar contra la entropia de la ropa. «Mis hijas son ordenadas» me pavoneaba diciendo. Ja. Ahora he descubierto que los adolescentes no se desnudan ni se descalzan, la ropa se les cae y los zapatos salen disparados de sus pies. Los calcetines tienen vida propia y establecen colonias debajo de las mesas, de las sillas, de los radiadores, en los rincones.

—¿Vamos de compras, mamá?
—Hasta que no recojáis todo lo que hay por el suelo, ni de coña.
—¡Pero si sólo hay seis pares de zapatos en el suelo! Eres una exagerada.

Enfrentadas a la situación de recoger su ropa ¿qué les grita su instinto de llevar la ley del mínimo esfuerzo a límites jamás vistos? Cogerlo todo del suelo dejando siempre algún calcetín solitario perdido entre pelusas en una esquina y echarlo a lavar, transformando su mínimo esfuerzo en un máximo esfuerzo para otros.  Por supuesto la ropa no se tiende jamás en el tendedero porque el esfuerzo de abrir la ventana y usar las pinzas les sobrepasa. La ropa de piscina se deposita de cualquier manera encima del radiador aunque el radiador esté apagado. En el hipotético caso en el que debido a un rugido por mi parte «vale, vale, tranquila» lo tiendan en las cuerdas, no se usan pinzas porque «puff qué pereza girarme 45 grados y coger la bolsa de las pinzas». Si por un casual yo he tenido un acceso de madre de la pradera y les he tendido la ropa  cuando, con urgencia desorbitada, la necesitan y corren a destenderla, las pinzas no se quitan y se guardan, la ropa se arranca y las pinzas quedan en las cuerdas solitarias, vacías, sin propósito porque «puff qué pereza quitar las pinzas».

Con adolescentes en casa te sientes como viviendo en una casa canadiense como las que redecoran los gemelos; todo es open space. Las puertas no se cierran jamás. Todas abiertas de par en par.

—Cierra la puerta.
—Está muy lejos.

Esa es otra, ahora parece que vivo en Buckingham Palace. Cualquier distancia no alcanzable desde la posición de caída en el sofá desde un quinto piso es insalvable y «puff qué pereza».

La última cumbre alcanzada por mis hijas me ha dejado estupefacta. Con sorpresa observé que a pesar de la superpoblación de platos de postre que tenemos, no quedaban limpios para poner el desayuno. Abrí el lavaplatos y allí estaban todos, los dieciséis con su correspondiente resto de comida porque, por supuesto, pasar los platos por el grifo antes de meterlos en el lavaplatos ni se contempla. Con una inocencia que hasta me doy ternurita a mí misma les pregunté qué pasaba.

—¿Por qué os ha dado por comer en plato de postre?
—Porque para cogerlos solo hay que abrir una puerta del armario. Para los grandes hay que abrir las dos y   «Puff, qué pereza»

Vivo con miedo a que decidan que abrir el cajón de los cubiertos es un trabajo innecesario y empiecen a comer con las manos porque «¿qué más da?». Otra frase del adolescentismo que habrá que analizar.