martes, 1 de noviembre de 2022

Veinticinco años: el duelo es como el vino




Hoy es, otra vez, 1 de noviembre. Otra vez toca contar los años desde que mi padre murió, tal día como hoy, mientras paseaba por el valle de Lozoya con mi madre y sus amigos. «Creo que los churros que hemos desayunado me han sentado mal» dijo y se desplomó. Su amigo Cecilio, médico, que iba con ellos, intentó reanimarlo pero fue imposible. Siempre nos ha dicho que el infarto fue tan fulminante y tan masivo que aunque le hubiera dado en un hospital no hubiera sobrevivido. No sé si es verdad pero me da igual. Morir sin enterarte, en medio de las montañas y rodeado de tus amigos me parece una muerte envidiable, algo a lo que todos deberíamos aspirar. 

En 2008 escribí por primera vez sobre él y lo he seguido haciendo cada año desde entonces, (el año pasado hice un poco de trampa y solo lo puse en IG, muy mal por mi parte). Hoy se cumplen veinticinco años desde que en mi vida, y mucho antes de haberlo leído y de que le ocurriera a Joan Didion, me senté a cenar y la vida que conocía se acabara. En mi caso, era media tarde,  porque todavía quedaba un poco de luz a pesar del cambio de hora y estaba sentada en el sofá, viendo la televisión, en nuestra casa de Los Molinos. Recuerdo cada detalle y como, nada más ver entrar a mi madre y a Cecilio, supe que algo iba mal. Muy mal. 

«Papá ha muerto»

He estado escuchando All there is with Anderson Cooper. Cooper, periodista de la CNN, perdió a su padre con diez años. Cuando tenía 21 años, su hermano de veintitrés se suicidó. Su madre, murió en 2019, con más de noventa años, dejándole dos apartamentos para recorrer y recoger. Al abrir los cajones, los armarios, recorrer las estanterías, encuentra cartas y notas de su madre. «Andy, esta es la ropa que llevaba puesta el día que tu hermano se suicidó delante de mi», «Andy, estos son los pijamas de tu padre». En otro de los episodios, Cooper charla con Stephen Colbert, otro periodista americano famoso, que perdió a su padre y a dos de sus hermanos (eran once) en un accidente de avión cuando él tenía diez años. Colbert, guarda desde entonces un cinturón, que perteneció a su hermano Peter, y que ha acarreado de casa en casa durante cuarenta y cinco años. Nunca lo ha usado, no lo mira, pero cada vez que se muda, se lo lleva y lo cuelga en su armario. Mi madre durmió durante años con el pijama que mi padre se quitó la mañana en que murió. Para Anderson su padre siempre tendrá cincuenta y dos años y para Colbert sus hermanos siempre estarán saliendo para ir a jugar al baseball. Para mí, mi padre vive en una época en que los teléfonos móviles eran como mesillas de noche, José María García importaba, usábamos callejeros y me dice: «pásalo bien, mañana nos vemos» mientras me despido de él para ir a una exposición de escultura clásica en el Prado. 

«The enormity of the room whose door has quietly shut».

Antes de que te pase a ti crees que el duelo será agudo unos días, unas semanas, unos meses, un año como mucho. Crees que será un dolor que podrás tolerar, con el que podrás convivir porque, al fin y al cabo la gente lleva muriéndose toda la vida y la humanidad ha sobrevivido. Crees que será algo que tendrás en una esquina de tu vida y que acabará cogiendo polvo y telarañas y cayendo en el olvido. Cuando llega a tu vida te das cuenta de lo que equivocado que estabas y sientes que ese dolor te acompañará para siempre y jamás podrás superarlo. Piensas que nadie ha sentido un duelo como el tuyo, es tan grande y tan inesperado que no puedes entender como la gente vive con algo como lo que tú estás sintiendo, así que el tuyo tiene que ser el peor del mundo. Lo que no sabes, porque hablamos poco de duelo y luto, es que lo que te está pasando es lo que te tiene que pasar.   Te das cuenta de que  que quieres hablar de ello. Descubres que contarlo y que la gente lo sepa, te ayuda, te consuela, descubres que lo único que necesitas es que los demás sepan que estas sufriendo, que alguien sepa por lo que estás pasando consuela, reconforta.

«Aceptar el sufrimiento no es una derrota. Creemos que podemos ganar al duelo, creemos que podemos arreglarlo, pero no es verdad. Lo único que podemos hacer es experimentarlo y para eso tienes que aceptar que es real, que la pérdida es real. Tenemos miedo del dolor, creemos que el duelo es una forma de muerte, y queremos estar por encima, nos negamos a experimentar cosas malas pero el dolor no es algo malo, es la reacción hacia algo malo. El dolor es un proceso natural que tiene que ser experimentado, o soportado, aunque esa palabra no me gusta porque significa que hay algo de resistencia por tu parte y no puedes ganar al dolor porque eres tú el que te duele. Tu conoces todos tus resortes, todos tus secretos, nunca puedes rodear tu dolor». (Colbert)

Veinticinco años después de aquel 1 de noviembre me descubro asintiendo al escuchar este podcast, sintiéndome acompañada. Stephen Colbert comenta que cuando ocurre la pérdida crees que ese dolor durará para siempre pero no es así. El dolor cambiará a lo largo de los años porque tu dejarás de ser un niño de diez años, en su caso, o una joven de veinticuatro como era yo. El dolor cambiará como el vino, y se transformará en una especie de sabiduría sobre ti mismo y sobre la vida que te permite hablar del duelo cuando otros lo están pasando.

«Lo primero que se me olvidó fue su voz. No quiero que se me olvide nada más» 

Cada año creo que no tengo nada más que decir y cada año encuentro algo. Como dice Colbert, el dolor cambia y se transforma perolos recuerdos, la memoria, los detalles y la sensación de pérdida por todo lo que has dejado de compartir queda para siempre. Escribo estas entradas para contar esos detalles, para no olvidarlos. Me acompañarán toda la vida, me hacen quien soy y me ayudan a acompañar a otros. 

lunes, 24 de octubre de 2022

Muerte de un artista

 

En 1973 mientras yo llegaba al mundo en una clínica de Madrid, Ana Mendieta realizaba People Looking at Blood, Moffitt, una pieza de vídeo de arte contemporáneo en la que colocó sangre de animales saliendo por debajo de una puerta en la localidad de Moffit y grabó la reacción de los transeuntes al reguero de sangre que parecía salir  de una vivienda. 

En 1988 se celebró en el Palacio de Cristal del Retiro una exposición antológica de Carl Andre, uno de los padres de la escultura minimalista. Yo tenía quince años, Ana Mendieta llevaba muerta tres años, Carl Andre estaba siendo juzgado por su asesinato y Helen Molesworth tenía 22 años y empezaba su carrera como historiadora del Arte. 

En 2022 Andre, Mendieta, Molesworth y yo nos hemos unido gracias a un podcast que me ha tenido absorbida durante seis semanas, lo que han tardado en publicarse sus seis estupendos episodios. Es, con mucha diferencia, lo mejor que he escuchado este año: un podcast muy serio, con una factura narrativa y sonora impecable y, sobre todo, con un propósito intelectual ambicioso que aborda el manido tema de la separación entre el artista y su obra de una manera nada maniquea.  

Helen Molesworth es la host y escritora de Death of an artist. Es, además (o ha sido, porque la despidieron en 2018), conservadora del MOCA, el Museo de Arte Contemporáneo de Los Angeles. Salió de allí por desavenencias con la dirección y por cuestionar la falta de diversidad entre los artistas expuestos. Death of an artist comienza con la descripción de la obra que he comentado al principio, People Looking at Blood, Moffit; una obra que Ana Mendieta realizó en respuesta a la violación y asesinato de una joven en el campus de la Universidad de Iowa en la que estudiaba. El mensaje o la intención de la obra era destacar, poner a la vista, el silencio que cubre determinados actos violentos que, casi siempre, ocurren contra las mujeres.

Yo no sabía quién era Ana Mendieta, desconocía su obra, su vida, su arte y su muerte. De Carl Andre, su marido, tenía un vago recuerdo de mi primer y único año de doctorado, nada importante. Mendieta era cubana, sus padres la enviaron con su hermana a Estados Unidos cuando empezó la revolución y vivió en varios hogares de acogida echando de menos a su familia, a sus amigos, su país… hasta que su madre pudo hacer el viaje y establecerse con ellas en Estados Unidos. Mendieta se dedicó al arte conceptual con instalaciones de vídeo o performances cuyo significado pretendía trascender más allá de lo meramente artístico, transmitiendo diferentes aspectos de la Sociedad: desde la violencia silenciada hasta la diferencia entre los roles masculinos o femeninos o, más adelante, cuando pudo empezar a viajar a Cuba de vez en cuando, el papel de la santería o las tradiciones cubanas en su vida. En algún momento de su vida conoció a Andre que era (y es, porque sigue vivo) un hombre imponente, alto, grande, barbudo, blanco y con una carrera artística que a finales de los 70 le estaba consolidando como un referente de la escultura contemporánea. Comenzaron una tumultuosa relación llena de peleas y alcohol que terminó contra todo pronóstico, o quizá no, en boda. En 1985, tras una discusión y después de que se escuchara a una mujer gritar "No, no, no”, Ana Mendieta murió tras caer por la ventana del apartamento, en que vivían, situado en la planta 34 de un edificio en Greenwich Village, Manhattan. Andre fue detenido pero, tras la intervención de un prestigioso abogado y con la ayuda de muchos amigos que consiguieron reunir los cuatrocientos mil dólares de fianza impuestos por el juez, salió de la cárcel al día siguiente. Un velo de silencio cayó sobre el suceso. Andre y sus amigos hablaron siempre de suicidio, que Ana estaba borracha y tras la discusión se había tirado por la ventana. Los amigos y familia de Mendieta jamás creyeron esta versión porque Ana tenía miedo a las alturas y jamás hubiera hecho algo así; porque tenía planes de divorciarse (había descubierto que Carl le era infiel); y porque nunca se encontraron huellas de Ana en la ventana, entre otras varias cosas. 

Tres años después, mientras en El Retiro se exhibían sus obras, Carl estaba siendo juzgado por el asesinato. Eligió (y esto me parece interesantísimo) no ser juzgado por un jurado popular sino por el juez. Molesworth y varias de las personas que aparecen en el podcast consideran que lo que pudiera parecer una decisión casi suicida (es más difícil que 12 personas se pongan de acuerdo en considerarte culpable que una sola) fue en realidad un movimiento inteligente. Una de las bazas de los juicios con jurado es convencer a sus miembros de que el acusado es alguien como ellos, que se sientan cercanos, que lo entiendan. Era muy complicado que doce ciudadanos normales y corrientes se identificaran con un artista conceptual de élite, que ganaba millones de dólares por hacer algo que ellos no entendían y que le permitía llevar una vida desahogada y casi de lujo. En el podcast se desgrana el juicio y las estrategias pero, para sorpresa de nadie, Andre fue absuelto, siguió trabajando y exponiendo y hoy, treinta y siete años después y casi nonagenario, sigue viviendo en el mismo apartamento desde el que Ana se precipitó al vacío. 

Todo esto que he resumido es la parte true crime del podcast necesaria para entender ese propósito conceptual del que hablaba al principio pero que no es, ni mucho menos, la parte más importante. Molesworth intenta entender, comprender las razones por las que Andre logró escapar de algo así y consiguió seguir trabajando, manteniendo su prestigio como artista intacto y su carrera a salvo de, como decimos ahora, cancelaciones. Molesworth no busca las razones fuera, en otros, a pesar de que para hacer este podcast se ha encontrado con mucha gente que no quería hablar, que no quería aparecer. Ella asume la parte de, llamémosla, culpa que ella y todos podemos tener en esto. Se hace las preguntas que todos nos hacemos enfrentados a cosas horribles hechas por genios (casi siempre hombres y blancos). ¿Podemos separar a la persona y sus circunstancias de su obra? ¿Podemos seguir disfrutando de la obra de Andre sabiendo que quizá mató a Ana? El caso de Andre es como el de Woody Allen, Harvey Weinstein, Bill Cosby o Plácido Domingo si preferimos una referencia patria. ¿Podemos admirar a Picasso sabiendo que era un impresentable con pintas y un machista de primera categoría? El gran acierto de Molesworth, como comenté antes, es que no opta ni por el blanco ni por el negro. Realiza un ejercicio de autocrítica brutal en el que repasa su admiración por el trabajo de Andre y en un momento dado dice: «del trabajo de Carl Andre sigo pensando igual, que es un gran artista; pero ya no puedo sentir lo mismo». En otro pasaje brutal entrevista a una mujer que en su día, cuando era joven, en una charla sobre Andre levantó la mano para preguntar por qué no se mencionaba la muerte de Mendieta y, años después,  acabó visitando a Andre en su casa y cenando con él y su mujer en un restaurante porque necesitaba hablar con el artista para terminar su tesis. Ella explica con gran honestidad cómo se sentía mal por estar allí charlando con él pero, al mismo tiempo, esa animadversión que había sentido siempre y seguía sintiendo tomaba una dimensión más real (y más escalable, diría yo) al tener enfrente a la persona. No es que perdonara lo ocurrido, pero lo veía de otra manera al tener a Andre delante. 

El podcast, en su episodio final, hace una reflexión interesantísima sobre el papel de los museos en este tipo de cuestiones. Los museos, los conservadores que organizan sus exhibiciones, son el filtro que presenta al público lo que merece la pena ser visto, lo que deben ver, lo que tiene una trascendencia más allá del aquí y del ahora. Molesworth se pregunta: “Ahora que llevo años estudiando a Ana Mendieta y su obra y cómo ha caído en el olvido y sé todo esto sobre Andre, ¿debo cancelarlo? ¿Echarlo de los museos? ¿Oponerme a que se vea?”. Tiene una conversación interesante con el director del MOMA en la que le pregunta si él estaría dispuesto a poner en las cartelas de las obras de artistas como Andre algo como "Escultura X. Carl Andre. En su día fue acusado de asesinato por la muerte de su mujer". El director le contesta que no y le da esta respuesta: «Si un artista conduce borracho y mata a dos personas y ese hecho no ha tenido nada que ver en la concepción o ejecución de la obra de arte que expongo, no me parece información pertinente». Habla también con otra especialista de arte que se muestra contraria totalmente a la cultura de la cancelación con un argumento que también me convence otro rato:«Muchos de los artistas del pasado fueron padres horribles, parejas insoportables, hombres crueles… pero eso no invalida el trabajo que hicieron. ¿Hay que contarlo? Sí, claro que sí». 

No juzgo. Este podcast me ha hecho pensar muchísimo, darle muchas vueltas a todo eso. Molesworth llega a una conclusión final en la que dice que ella no está a favor de la cancelación de nadie porque eso solo contribuye a añadir más silencios a los silencios en los que ya estamos sumidos, en este caso el silencio sobre la muerte de Ana. Ella cree que deberíamos contar más, que en los museos, en el mundo del arte habría que hablar más, contar más para que eso nos permitiera desligar, o comenzar a hacerlo al menos, la idea del talento unido a la virtud. Un gran talento creativo o intelectual no lleva automáticamente aparejada una virtud moral. ¿Por qué lo hemos pensado así durante tantos años? Por no hablarlo. Otra pregunta sería: ¿y por qué no se habló? Porque a los genios, a los hombres, no les interesaba que se hablara y sí que se diera esa asociación. No hay que asociar todo el trabajo de Andre a la muerte de Ana Mendieta, igual que no hay que hablar de Ana solo con respecto a su muerte, pero es evidente que ella murió y su arte acabó en 1985; su arte poco conocido durante mucho tiempo y que  atacaba o trataba de sacar a la luz ese silencio que cubre determinados temas tabú y de los que ella quería que se hablara ha quedado ensombrecido o siendo secundario a las circunstancias de su muerte.

En 2022 Carl Andre tiene 87 años y vive en Nueva York en el mismo apartamento que compartía con Ana; Helen Wolesworth trabaja comisariando exposiciones que destacan a artistas poco representados en la historia del arte; Ana Mendieta hubiera cumplido setenta y cuatro años; y yo termino esta reflexión, en un tren de vuelta a Madrid, porque necesitaba escribir sobre todo esto. 

Escuchad el podcast. Es una maravilla. 

martes, 18 de octubre de 2022

Antes de irnos

Hay solo dos maneras de que algo, lo que sea, se termine: por sorpresa o sabiéndolo con antelación. Esto que es obvio no lo había pensado hasta hace unos días , cuando escuche Before we go, el último episodio del podcast experimental The 11th. Durante un año, el día 11 de cada mes, han soltado un episodio diferente. Cada mes un ensayo sonoro con un tema, un formato, una voz. Algunos maravillosos, otros simplemente correctos pero todos buenos. Eso sí, han rozado el cielo de la narrativa sonora con Before we go, su episodio final. Es una de las mejores despedidas a las que he asistido nunca. Los creadores del show se enfrentaban a su último episodio sabiendo que lo era y querían transmitir esa sensación que deja algo que se termina, que hay que cerrar y dejar atrás, algo a lo que no vas a poder volver: un adiós absoluto y se preguntan: ¿Cómo te enfrentas a un adiós?

«Cuando termino algo siempre me hago algo en el pelo, me cambio el look, me lo corto, me lo tiño, me lo dejo largo, algo diferente que marque un final y un inicio» dice uno. «Es una sensación extraña, un sentimiento peculiar el que tengo cuando algo que he disfrutado se termina y se transmite a mi cara. De pequeña, mi padre siempre me decía, cuando me veía así: ¿ya estás otra vez sintiéndote rara?» «Yo me tumbo en el suelo un par de horas y pienso en que se ha terminado, que ya no habrá más». El episodio incluye también otra historia de un final que no quiero revelar aquí porque no la contaría bien y porque hay que escucharla. El episodio me gustó tanto que lo reescuché ayer y sigo dándole vueltas al tema de los finales y los adioses. Como decía al principio las cosas se terminan o por sorpresa o con un aviso. En tu vida habrá veces que sabrás que ese momento es el último de algo y otras en las que no lo sabrás hasta tiempo después. Habrá momentos en los que te levantes sabiendo que ese día se termina algo: una vida, una relación, un viaje, un trabajo, una amistad y otros en los que ese final te golpeará en la frente, por sorpresa, noqueándote.  No hay más tipos de finales, o lo son por amputación o por putrefacción. ¿Cómo decidimos despedirnos de algo que se acaba? 

Los finales que llegan por sorpresa, sin esperarlo, no hay manera de decidir como afrontarlos, se hace a las bravas, como buenamente puedes, boqueando como pez, braceando para no hundirte o quién sabe, con filosofía y en plan: pues mira, casi mejor. Sobre los finales que decidimos, que conocemos, que planeamos, aquellos de los que somos conscientes ¿Qué hacemos con ellos? Podemos negarnos a su realidad y afrontarlos como si no fueran a suceder, comportarnos como si todo fuera a seguir igual, como si a pesar de saber que aquello ha llegado a su fin, esa última vez fuera a ser como todas las demás. Que la ocasión, el día, el momento no sea diferente ni especial ni el último, que sea uno más. Esta opción deja para el día siguiente la carga emocional del adiós. Ese último momento puede haberse vivido como uno más pero al día siguiente la realidad del nunca más será inevitable y tendrás una sensación peculiar, incómoda, diría yo. Si por el contrario decidimos que esa última vez quede registrada como última, como diferente pondremos todo el peso en ese momento. Esta es la última vez que, el último día que. El peso emocional de ese adiós cae en ese momento, ¿tiene que ser especial porque es el último? ¿tiene que quedar marcado como diferente a todos los demás? ¿Por qué? La carga del adiós, el peso mental del nunca más se centrará en ese momento y al día siguiente quizá te sientas hasta liberado. Raro, extraño, pero con los deberes hechos. 

No sé cual es mejor solución, ni siquiera se si hay una solución para una última vez. Nos cuesta la vida asumir que algo se ha terminado, lo que sea:  una amistad, una vida, una relación, un sueño. (Un trabajo cuesta menos si lo dejas porque te vas). Todos los finales dan vértigo y provocan zozobra. ¿Cómo será mi vida sin? Algunos, los que dan por cerrado una etapa bonita de tu vida, ya sea larga o corta, nos hacen sentir tristes y nostálgicos. A veces, incluso, nos sentimos culpables, «¿aproveché bien aquellos momentos?» Todo ese batiburrillo emocional nos lleva a decirnos cosas como: nunca se sabe, a lo mejor volvemos, regresaré a ese lugar, nos encontraremos de nuevo...Los finales que terminan algo malo tampoco nos dejan como un lago en calma, entonces nos recriminamos no haberlo hecho antes. Nos cuesta la vida decir: se terminó, se acabó, esto es todo amigos.  Antes de  por decidirlo o asumirlo y después de por la ausencia, la falta, el hueco. 

No tengo mucho más que decir sobre esto, llevo horas esperando que se me ocurra un final redondo a este post. No lo encuentro, así que lo dejo aquí y voy a tumbarme en el suelo, en cuanto le de a publicar algo se me ocurrirá. Este blog no se termina nunca. 

martes, 11 de octubre de 2022

La puerta del baño

 

Mis hijas no cierran jamás la puerta del baño. Da igual la hora del día, de la noche, que sea por la mañana, por la tarde o al amanecer, que estemos en enero, noviembre o mayo, que estén solas en casa o todas juntas, que yo haya gritado como una energúmena para decir que la cierren, que les haya suplicado, que me haya hecho la digna. Da igual, la puerta de su baño siempre está abierta de par en par. Si alguna vez, una o dos creo que han sido, llego a casa cuando sé que no hay nadie y encuentro esa puerta cerrada siempre sospecho que ha entrado un ladrón o un asesino y al escuchar mis llaves en la cerradura se ha encerrado en el baño a esperar que yo pase y asesinarme. Luego recuerdo que esa puerta la cerré yo antes de irme, mientras pensaba en como desheredarlas, y se me pasa el susto. 

¿Por qué no cierran jamás la puerta? No lo sé. Cuando eran pequeñas tenía sentido, no sabían que las puertas se cerraban, su mecanismo les resultaba ajeno y cuando empezaron a entenderlo, puede que estuvieran un poco aterrorizadas por esas advertencias absurdas que hacemos los padres: ¡cuidado con la puerta que te pillas los dedos! Creo que ningún niño ni persona del mundo ha dejado de pillarse los puertos en alguna ocasión por esa advertencia pero hay una etapa de la maternidad en que te encuentras aterrorizada por esa posibilidad y lo gritas mucho. A lo que iba, puede que de pequeñas incluso la cerraran más que ahora. Ahora está siempre abierta de par en par, no entornada, ni ligeramente abierta ni prácticamente cerrada. No, abierta de par en par. Paso por el pasillo y veo mi reflejo en el espejo del lavabo, los cepillos de dientes esparcidos por el lavabo, la pasta de dientes mal cerrada, el bote de lentillas, las toallas colocadas en el toallero como si alguien las hubiera dejado caer desde otro piso, los cepillos de pelo en equilibrio en el borde del mueble, el rollo de papel higiénico encima de la papelera y en el soporte del rollo, el cilindro de cartón marrón que, como todos los que tenemos hijos sabemos, es kriptonita para los adolescentes. Es decir, ni siquiera puedo consolarme pensando que dejan la puerta abierta para que admire lo ordenado que tienen el baño, no. La puerta abierta para que su caos tenga vida externa fuera de esas cuatro paredes. Alarde. Recochineo. Desafío. He tratado de conseguir que cierren la puerta de mil maneras distintas. Pidiéndoselo por favor, rogándoles, suplicándoles, preguntándoles porqué les cuesta tanto, que incapacidad física, mental o espiritual les impide al salir del baño, extender el brazo, agarrar el picaporte, tirar de la puerta y cerrarla.  No he recibido explicación. He intentado comprarlas, por supuesto. «Os doy 50 céntimos cada vez que pase por delante del baño y esté la puerta cerrada» «eso es poco y además, ¿cómo vamos a repartírnoslo? no sabes quien la ha cerrado». Me he hostilizado y he gritado reproches de madre «DE VERDAD QUE OS COSTARÍA CERRAR LA PUERTA, SOIS UNA DESAGRADECIDAS Y SE ME QUITAN LAS GANAS DE HACER NADA CON VOSOTRAS». He dado portazos tan fuertes que ha temblado el tabique y he mirado videos en you tube para aprender a quitar las bisagras de una puerta con la intención de cualquier día quitar la puerta y que lo disfruten «¿Queréis la puerta abierta? Pues tomad puerta abierta» (De esta medida solo me separa el pequeño problemilla de donde dejo la puerta después de quitarla). Nada funciona. 

Me resigno claro. ¿Qué voy a hacer? Desheredarlas sería una opción si tuvieran algo que heredar. A veces se me olvida y casi no me doy cuenta pero, la mayoría, me crispo cuando atravieso el pasillo. ¿Por qué no la cierran? Me pongo casi existencial. ¿Son mis hijas así de egoístas? Pues claro, me respondo. Como todos. Para ellas dejar la puerta del baño abierta es algo banal, intrascendente, nimio, baladí. ¿Qué más da? Bien, a ellas no les importa, lo entiendo pero ¿por qué no entienden que para mí sí es importante? No importante como el amor, la salud, la hipoteca o que no me hablen en el desayuno pero algo significativo para mí, para mi salud y bienestar emocional. Notar como me hierve la sangre diez veces al día ante su indiferencia no tiene que ser bueno para mi corazón y ya tengo una edad. Claro, que a lo mejor esa indiferencia hacia lo que es importante para los demás se la he pasado yo de alguna manera, a lo mejor es culpa mía. 

Bah, no. Ese es el típico pensamiento de madre que se autoflagela y yo no hago eso. 

Mis hijas no cierran jamás la puerta del baño y, como ya conté una vez, comen en platos de postre porque para sacar los grandes hay que abrir las dos puertas del armario. No puedo hacer nada. Solo me queda desahogarme. Menos mal que tengo un blog. 

jueves, 6 de octubre de 2022

Vaya viaje


—Salgo
—Qué nervios.


—Ya he salido. Vuelvo
—Vaya viaje.


La presbicia, la de los demás porque yo por ahora no tengo, te mete las conversaciones de extraños por los ojos. Echas un vistazo al que se sienta al lado en una reunión, al que va contigo en el bus, al que espera delante de ti en la cola de correos y LETRAS GIGANTES MUY GIGANTES TE SALTAN A LOS OJOS DESDE LAS PANTALLAS DE SUS MÓVILES. Si algo he aprendido de nuestra sociedad es que por coquetería la gente prefiere hacer públicas sus conversaciones más íntimas antes que ponerse gafas.  Me pasa continuamente. Yo no quiero, en serio, pero es que miras a alguien que tiene el móvil en la mano y ahí está, su conversación más íntima «TE QUIERO» o más importante «DEBO DINERO A TODO EL MUNDO» o la más banal «ACUERDATE DE COMPRAR PAPEL HIGIÉNICO» o la más patética «NO ME HAGAS ESTO, NO ME DEJES» aleteando en cuerpo setenta cinco en mis narices. 

—Salgo
—Qué nervios.

—Ya he salido. Vuelvo
—Vaya viaje.

El otro día volviendo en metro de un no lugar me fije en ella cuando entró en el vagón. No porque fuera especial, ni llamara la atención sino porque el no lugar está tan lejos que casi no hay gente en el metro. El tren se va llenando según nos alejamos de él y llegamos a los lugares. También me fije en ella porque llevaba un sombrerito de paja como los que te pones para que no te de el sol si vives en una casa con jardín en Iowa, falda y sandalias. Iba vestida como si viviera en Iowa o en un día de verano en Inglaterra. También me fijé en ella porque era mayor que yo. En eso también me fijo últimamente (sobre esto ya escribiré otro día). Le eché un vistazo rápido cuando entró en el vagón y me abstraje en mis pensamientos, en algo que estaba escuchando. Pasados unos minutos al girar la vista a mi izquierda descubrí que el sombrerito de paja estaba sentado a mi lado y esa conversación en sus manos. Eran mensajes de wasap mandados a Federico, un hombre con un gran bigotón, un mostacho de esos que convierten a su dueño en un ser entrañable o en el capo de un cartel dla droga. Yo decidí que el bigotón de Federico me daba confianza porque en su foto de perfil, además,  parecía afable, cariñoso. Parecía casa. Pero no había contestado al sombrerito de paja. 

—Salgo
—Qué nervios.

Estos dos mensajes habían sido enviados a las 14:27. Claramente esperaban una respuesta, un «venga, que tú puedes, todo va a ir bien», o un «cuéntame en cuanto salgas». Pero se quedaron sin responder. 

—Ya he salido.Vuelvo
—Vaya viaje.

Estos dos mensajes eran de las 16:34. Eran dos piedras nuevas tiradas al agua de la conversación esperando que sus ondas concéntricas agitaran los mensajes anteriores, las notificaciones de Federico, su conciencia, su empatía y sus dedos teclearan algo como «llámame y me cuentas» o un «¿cómo ha ido?» o un «lo siento, no he podido escribirte, en cuanto me libere te llamo» Nada. Sombrerito de paja miraba fijamente la pantalla esperando el "escribiendo" que le demostrara que Federico había salido de su letargo y estaba conectado, al otro lado, interesado. Yo, de reojo, miraba a Federico diciendo: contesta, contesta, contesta. Las uñas de sombrerito estaban cascadas, agrietadas, quizás por una enfermedad porque cuando me fije más en ella pensé que la palabra que mejor la definía era frágil. Se parecía a Joan Didion, parecía al mismo tiempo quebradiza y una superviviente de abrumadores sufrimientos. ¿Qué sufrimientos? No lo sé, claro. Empecé a elucubrar, dejé de esperar que Federico contestara y pensé en que quizá ella, a las 14:27 había salido a encontrarse con alguien. ¿Un hijo perdido? ¿Una hermana con la que perdió el contacto hace muchos años? ¿Su mejor amiga con la que rompió relación por alguna traición? A lo mejor solo había ido a recoger unos resultados médicos importantes. Algo importante sí que era. Nadie manda un mensaje diciendo «qué nervios» y «salgo", si solo va a por judías verdes o a yoga. 

«Vaya viaje» en esas dos palabras hay una vida entera. Entre las 14:27 y las 16:34 mi día había consistido en una sucesión de reuniones, mails, más reuniones, más mails, muchos suspiros y doscientas blasfemias y treinta y cinco maldiciones. Ningún viaje, ni físico, ni emocional ni sentimental. ¿Qué le pasó a sombrerito de paja? No lo sé. Imagino que el viaje que empezó ese día en ese intervalo de dos horas ha continuado. Se ha dado cuenta de que Federico y su bigotón no están a la altura y no le ha mandado a la mierda pero lo ha puesto en barbecho, ahora no le hace falta, es feliz y, como todavía hace sol, sigue llevando su sombrerito. 

lunes, 3 de octubre de 2022

Lecturas encandenadas. Septiembre

 Lo único que se me ocurre para empezar este post es que sueño con jubilarme. De verdad, sueño con dejar de trabajar y disponer de horas y horas de ocio para dedicarme a leer todo lo que quiero. Quiero jubilarme y que me parezca, como le pasa a todos los jubilados que conozco, que una semana está ocupadísima porque tengo una cita para comer y una visita al médico. Quiero no saber si es lunes o jueves y que el calendario laboral, las fiestas nacionales, de mi comunidad y locales me den exáctamente igual. Quiero poder coger aviones en martes por la mañana y en jueves por la tarde. Quiero mi tiempo. Con suerte solo me quedan diecisiete años para conseguirlo pero mientras llega ese día, ese lujo, vamos con lo que he leído en septiembre que ha sido poco. 

Esa visible oscuridad de Willliam Styron fue una relectura. Lo leí por primera vez en 2008 y cuando vuelvo a esa entrada me leo despreocupada, comentando la depresión post parto que tuve cuando nació María como si fuera algo a lo que no iba a volver jamás. Ja. En aquel entonces lo leí, me identifiqué con algunas de las cosas que contaba pero no sabía que volvería a recordar ese libro, que durante muchos días, semanas, meses hasta un total de un par de años, lo recordaría pero no me atrevería a volver a él por miedo a verme demasiado, a no encontrar allí una salida sino una confirmación. Cuando escribí Los días iguales, no volví a él, me seguía dando miedo así que solo retomé las notas que había tomado en 2008 para incluir alguna cita. Este año, en la Feria del libro Antiguo (los que seáis de Madrid, acaba de inaugurarse la de Otoño y es una manera fantástica de conseguir libros baratos) del mes de mayo, lo vi y lo compré. Ahora sí quería releerlo. 

Ha sido una relectura interesantísima. Coincido en mucho de lo que magistralmente cuenta Styron. No recordaba, por ejemplo, que él también hablaba del ciclo diario de la depresión, de como, a lo largo de las horas, se suceden los periodios durísimos con otros de calma chicha en los que quieres creer que estás mejor. Para él su peor momento era la noche, para mí era la mañana. Hbala también del cansancio físico extremo del que nadie te advierte o de la modificación de tu voz que se vuelve fina, casi quebradiza e impercetible. Vas desapareciendo como persona y te vas borrando, dejas de oirte. Styron habla también de esa sensación de que te todo te da igual, hacer o no hacer, ir o no ir a los sitios, todo te da igual porque todo va a ser doloroso. No hay descanso, no hay tregua, no hay calma. Como siempre digo: te duele vivir. 

«La voz de la depresión; en el vórtice de mi sufrimiento más intenso, yo mismo había empezado a tener esa voz de viejo»-

En el libro Styron trae la definición de depresión de William James que habló de ella como «Es una zozobra positiva y activa, una especie de neuralgia psíquica enteramente desconocida en la vida normal». Para mí, la palabra zozobra es fundamental para definir la depresión porque realmente no sabes qué te pasa, ni que te duele, ni por qué te duele ni como curarte. Vives en un permanente estado de inquietud, dejas de saber quien eres, que quieres, que te gusta, a quien quieres. Esa «neuralgia psíquica» te despoja de tu yo y no sabes quien eres. Vives sin anclajes a la realidad más allá de tu sufrimiento extremo. 

«La tortura de la depresión grave es totalmente inimaginable para quienes no la hayan sufrido, y en muchos casos mata porque la angustia que produce no puede soportarse un momento más.»

Styron se acabó curando, como casi todo el mundo. Acudió a terapia y estuvo ingresado en una clínica. «Para mí, los verdaderos médico fueron la reclusión y el tiempo». Así es, aislarte de las obligaciones, descansar, ser, convertirte en un paciente y esperar, es lo que te cura. Lo digo siempre, igual que no se puede hacer vida normal cuando tienes neumonía, una pierna rota o lepra, tampoco se puede hacer vida normal con una depresión grave. 

«Misteriosa en su llegada, misteriosa en su sida, la aflicción sigue su curso, y uno encuentra la paz». Nunca será para siempre, esa paz siempre estará alerta porque como también dice Styron: «La depresión posee el hábito del retorno. [...] Es de una enorme importancia que a quienes sufren un asedio, acaso por primera vez, se les hable -se les convenza, más bien- de que la enfermedad seguirá su curso y ellos saldrán del trance.»

En fin. Hay que leer a Styron. 

Memorias habladas, memorias armadas de Concha Mendez, escritas opr su nieta Paloma Ulacia Altolaguirre. Este libro lo compré en la Feria del Libro siguiendo las recomendaciones de Marina. Me ha gustado regular, sin más. Como libro, como obra de literatura tiene un valor digamos limitado. Leer estas Memorias habladas e es como sentarte a escuchar las historietas que tu abuela te va contando según se acuerdo y según las va hilando. Esto es justamente lo que hice Paloma Ulacia, nieta de Concha Méndez, sentarte con ella y anotar lo que le iba a contando. Más que unas memorias es un registro escrito de una vida, interesantísima e increíble sin duda, pero al que le falta, como a todo registro, emoción y piel. A esto se suma que lo que recuerda Concha, lo que recordamos todos cuando pasan los años, deja fuera la parte trágica, dolorosa, el drama, la tristeza y te quedas solo con esos recuerdos que has limado y pulido a fuerza de manosearlos para que te no te duelan. ¿Estoy diciendo que Concha Méndez olvidó la guerra, el exilio, las penurias? No, para nada. Digo que no le apetece recordarlas ni contarlas y está en su derecho a no hacerlo pero eso al lector, a mi, le deja un poco frío. Estas memorias son, como decía antes, algo frías. Son una vida contada más que una vida vivida. Su nieta la describe al comienzo del libro y anticipa con esa descripción lo que va a hacerte sentir el libro: 

«La risa y el misterio juntos era siemper ella. Se esperaba que dijese más cuando ya lo había dicho todo»

Y ella misma lo dice en un determinado momento. 

«Tengo un concepto de la vida extraño, bueno, no es extraño, es mío. Creo que no es oncepto, es algo que he aprendido viviendo. La vida es un camino. Al nacer, nos encontramos con los padres y los hermanos que nos acompañan. Luego, más adelante, con los chicos del colegio. Seguimos el camino.  Y todo según lo encotnramos, después lo perdemos: a la familia, no. Más adelante, uno encuentra amores y amigos. Pero llega el momento en que cada vida es un destino: mi camino es mío, el camino de la gente que encuentro es otro. Los caminos paralelos no se tocan. Hay un momento de fuga: nos separamos y no hay más remedio: mientras tanto, hemos estado juntos. El momento de fusión es lo que importa: luego, el recuerdo de aquel momento. Así pasa con todo: con el matrimonio, dos personas se casan y luego el destino las descasa: así pasa. Todo esto hasta el final, cuando se corta el sendero, a la edad que sea; si se ha llegado a viejo, los puntos de intersección son muchos: tantos y profundos. Yo nací en el 98, en el siglo pasado, en todo este tiempo he vivido muchísimo y, además, muy aprovechado».

De eso se trata, de aprovecharlo. 

Estas Memorias habladas de Concha Mendez están bien para conocerla a ella, su papel como intelectual antes de la guerra y la vida en el exilio. Y se leen con facilidad. 

En la feria del libro antiguo en mayo también compré Amistad de juventud de Alice Munro que me ha gustado muchísimo. En 2013 leí Demasiada felicidad que me encantó y me apetecía volver a esta autora canadiense. Me reafirmo en todo lo que escribí hace nueve años, que pedazo de escritora es la Munro y como me gustan sus relatos. Es buenísima. Sus historias no se parecen a las de nadie más, parece tener el superpoder de con un chasqueo de dedos meter mágicamente al lector en el mundo que retrata cada uno de ellos como hacía Mary Poppins con los niños al meterlos en los dibujos de Bert. Empiezas a leer y, sin saber cómo, estás sentada con los personajes en su mesa de la cocina asistiendo a sus diálogos, estás en medio de una cena de matrimonios en la que ellos no ven a sus mujeres, vas en coches en los que se completan infidelidades con amantes que no son más que "ejercicio", como dice una de las protagonistas de uno de los cuentos de este volumen. Con Munro no lees los relatos, no los ves desde fuera, estás en ello, en este caso con todas esas mujeres que son o fueron amigas y cuyas amistades, de alguna manera, las hicieron quienes son. 

Otra cosa que hace Munro en esta colección de historias de amistades es derivar la historia de un personaje a otro, haciendo que el lector acompañe a cada uno casi sin darse cuenta hasta que lo piensa y dice «pero...¿yo no había venido aquí con Anne?» Y sí, habías llegado a la fiesta con Anne pero las vidas de todos, las de los personajes de los relatos y las nuestras, se entrelazan con hilos visibles y también invisibles que en este caso solo Munro ve y decide guiarnos por ellos. 

Todos los relatos, menos uno, me han gustado muchísimo, especialmente tres: Manzanas y Naranjas, ¡Oh de qué sirve!, El día de la peluca y De otro modo. 

«Con Ben había entrado, cuando los dos eran muy jóvenes, en un mundo de ceremonia, de seguridad, de gestos, de disimulo. Apariencias ingenuas. Más que apareciencias. Tretas ingenuas. (Cuando se fue pensó que nunca más utilizaría tretas). Había sido feliz alli, de vez en cuando. Había estado triste, inquieta, desconcertada y feliz. Pero dijo con mucha vehemencia. Nunca, nunca. «Nunca fui feliz» dijo. 

La gente siempre lo decía. 
La gente hace cambios trascendentales, pero los cambios que se imagina».

Leed a Alice Munro por el amor de Dios. 

Y con esto y la promesa de que por fin llegan los días más cortos, hasta los encadenados de octubre. 

jueves, 29 de septiembre de 2022

Yo sé usar el entretiempo

En verano se pasa calor.

En invierno se pasa frío.

En el entretiempo se pasa frío y calor. 

A mi me parece algo sencillisimo. Algo que podría venir explicado en un libro de Teo o en un episodio de Caillou. Hay meses en los que pasas mucho calor, en otros te congelas y hay alguna semana en el año en el que pasas las dos cosas alternativamente. No me puedo creer que tenga que escribir sobre esto pero me veo empujada a ello por mi voluntad de servicio público y por la vergüenza ajena provocada  por el confusionismo estilístico que he visto esta semana por la calle. Aclaremos que en Madrid, la ciudad que me tortura, el entretiempo en primavera dura una mañana. En otoño puede durar semanas que, además se alternan con coletazos de verano. Ahora estamos en Madrid en una de esas semanas y eso implica que escojas la ropa que escojas solo vas a estar cómodo y con una temperatura corporal correcta un par de horas al día. Si sabes usar la ropa de manera inteligente y no como si el escaparatista de Mango te hubiera tirado la ropa a la cabeza, puedes conseguir ampliar el rango de comodidad y, además, no parecer que has salido de casa vestida ideal pero que te has dejado el cerebro en la mesilla. 

En entretiempo sea de otoño o de primavera hace mucho frío por la mañana y mucho calor por la tarde. Ese mucho puede llegar a ser muchísimo, a ser una barbaridad y no se puede hacer nada para evitarlo (te puedes ir a vivir a un sitio sin estaciones pero yo, sinceramente, no lo recomiendo). Hay que apechugar con ello igual que en lo más crudo del invierno lidias con llevar la punta de la nariz congelada. Gajes del oficio y de vivir en el hemisferio norte. Al grano. Cosas que no son de entretiempo: las botas altas, las bufandas de lana, los gorros, los guantes, los jerseys de cuello vuelto, los pantalones de lana, los abrigos de paño, los plumas que la gente se compra como si fuera a ir al Anapurna cada tarde y, por favor, los vestidos de punto con botas de cordones de cuero y las camisas de franela de leñador de Wisconsin. No, no y no. Y que no. Que no. «Es que yo luego paso mucho frío» Me da igual, alma de cántaro. Si te pones el gorro de estibador, la bufanda y el punto cuando a mediodía va a hacer 26 grados..¿que te vas a poner en diciembre? ¿te vas a echar a tu madre a la espalda para que te de calor humano? ¿vas a atarte el edredón como una capa? Tampoco vale irse al otro extremo. Ni chanclas, ni camisetas de tirantes, ni pantalones cortos, ni tops, ni bikinis, claro. «hala, que exagerada, nadie lleva bikini» Ja. 

Alguien me dijo el otro día que el entretiempo era un coñazo y puede ser, pero a mí me gusta. Es además la temporada del año en el que puedes ponerte ropa que, en realidad, no sirve para nada. El ejemplo perfecto de esto es la cazadora vaquera, la prenda más inutil del mundo mundial que sin embargo en entretiempo se vuelve indispensable (parezco una revista de modas). La cazadora vaquera no abriga una mierda, es como echarte por encima un periódico pero la cazadora vaquera da un calor de mil demonios en cuanto la temperatura sube un pelín. Y además pesa. Y abulta. Es inutil pero pero pero...en esta semana en Madrid, es perfecta. Lo mismo pasa con las converse de mis amores: en verano se te cuecen los pies y en invierno se te ponen azules pero ahora, ahora son también perfectas. Y en este saco meto también las cazadoras de cuero, las gabardinas y los impermebales (incluído el mío de ser feliz): todo precioso, todo estiloso, todo incompatible con el calor, todo incompatible con el frío porque es TODO DE ENTRETIEMPO.

A lo mejor me gusta el entretiempo porque es el único momento del año en el que considero que mi dominio de la moda es aceptable. Yo sé usar el entretiempo y miro con absurda superioridad moral a toda esa gente que va sudando enfundada en punto y a toda esa gente que lleva los pies azules y los brazos con piel de gallina. En serio, si yo puedo hacerlo, vosotros también. 



lunes, 26 de septiembre de 2022

Yo soy de febrero

 Cuando eres pequeño, muy pequeño, no sabes que existen los privilegios. Lo que te rodea, como se hacen las cosas en tu casa, lo que se come, lo que se dice, como se come, como se habla, como se abraza, te parece lo normal, así debe de ser en todas partes. Un poco más adelante, empiezas a darte cuenta de que esto no es así y, en ese momento, además, percibes no los privilegios que tienes si no los que no tienes. Cuando uno se compara y es algo que aunque esté feísimo (eso nos decía siempre mi madre) uno siempre mira hacia arriba. ¿Por qué mi compañero puede llevar esas zapatillasy yo no? ¿Por qué puede ir a Eurodisney y yo no? ¿Por qué tiene un cuarto para ella sola y yo no? y esto se mantiene toda la vida. ¿Por qué mi compañera de curro gana más que yo? ¿Por qué no engorda si come como una lima? ¿Por qué siempre acierta con la ropa que lleva? Y así con mil mierdas más. Vuelvo a la infancia adolescencia. Uno percibe primero lo que no tiene y le cuesta mucho darse cuenta de lo que sí tiene, de los privilegios, llamemoslo mejor ventajas, que sí posee y que toda su vida ha dado por supuesto. Desde mi experiencia personal creo que los jóvenes de ahora y me baso en la minúscula muestra de mis hijas y su círculo de amistades son más conscientes de lo que yo o mis amigos lo éramos a su edad. Se habla de que las redes te hacen ver una realidad que no existe y a la que quieres aspirar pero también te muestran la realidad que, probablemente, hace treinta años podías ignorar alegremente porque ¿quién te la enseñaba? ¿cómo ibas a conocerla? No quiero comparar generaciones ni mucho menos, eso es una majadería inmensa que no lleva a ninguna parte pero, como decía antes, sí creo que muchos jóvenes ahora son más conscientes de sus ventajas de lo que yo lo era a su edad. 

Las ventajas que puedas tener dependiendo de dónde o cómo hayas nacido son infinitas. Están las obvias: el dinero y la familia a la que perteneces. Estas son evidentes y si no eres Tamara Falcó, o alguien de su círculo, a poco que tengas riego cerebral eres consciente enseguida de que gozas de esos comodines. Hay otras menos obvias y que se aprenden con el tiempo y la cultura: el lugar en el que hayas nacido (hablo de España...que es mejor haber nacido en Europa que en la India es algo que también aprendes pronto), dónde estaban tus abuelos cuando estalló la guerra, si tus padres fueron o no a la universidad, tu raza y la de tu familia, si tu madre trabajó en algún momento de su vida, los profesores que te tocaron en el colegio, si te has criado en una ciudad o en un pueblo, si tienes mucha familia o poca. Cada circunstancia de tu vida puede proporcionarte una ventaja o una desventaja. Nada es absoluto, con una mano de comodines tu vida puede ser una absoluto desastre y, por lo mismo, con una mano desastrosa puede que seas inmensamente feliz... pero las ventajas dan eso, ventaja. Si te toca ser tortuga y no liebre, puede que ganes alguna vez pero la liebre tiene todas las de ganar si no dilapida esa ventaja. Y, en cualquier caso, ganar siempre le costará menos. 

¿A donde voy con todo esto? Pues a un podcast, claro. La semana pasada en este episodio de Revisionist History realizaban un experimento con estudiantes universitarios a los que tras una serie de preguntas les asignaban un número. Luego, les preguntaban si sabían de dónde salía ese número. Les costaba bastante descubrirlo pero al final, y estoy resumiendo mucho, la cifra asignada a cada uno respondía al nivel de ventaja que, en los resultados académicos de toda su vida, les había proporcionado el mes del año en el que hubieran nacido. No descubro la pólvora para todos aquellos que tienen hijos nacidos a finales de año. En los primeros años de la infancia, yo diría que hasta las doce o trece, la diferencia entre un niño de enero y uno de diciembre es abismal en todo,  en lo físico y en lo psicológico. Por supuesto esto no quiere decir que la diferencia sea insalvable ni que nacer el 17 de diciembre o el 2 de noviembre te condene a una vida de descalabro intelectual, deportivo o emocional y nacer el 9 de enero te convierta en Einstein (que nació en marzo). (- Inciso anécdota.- en mi primera reunión de colegio hace la friolera de dieciseis años, una madre levantó la mano para decir que como su hijo había sido prematuro necesitaba que alguien le abriera el Actimel. Probablemente ese niño aunque naciera en enero esté ahora convertido en un haragán porque otra cosa que te otorga ventaja en la vida es no contar con unos padres hiperprotectores que te conviertan en una vaso de cristal siempre protegido de todo.- Fin del inciso). 

En el podcast, Malcom Gladwell explicaba que conocer esta ventaja académica tenía una solución bastante sencilla. Considerar los cursos no por años naturales sino de septiembre a septiembre, realizar los exámenes de aptitud a los ocho años (insisto hablaban del sistema americano) no a todos los niños a la vez sino a los de enero en enero, a los de febrero en febrero, etc. Hablaba también de, por ejemplo, aplicar a los resultados tanto académicos como deportivos (en el caso del reclutamiento de chaveles para equipos deportivos) un algoritmo que tenga en cuenta la madurez emocional y física de cada uno. Cuando proponeesta solución a los estudiantes de Princetown, se queda sorprendidísimo (para mi sorpresa) cuando a ellos les parece una idea nefasta. ¿Por qué va un algoritmo a corregir ahora sus resultados académicos? Dan excusas peregrinas como que uno no se puede fiar de los algoritmos o que ellos se han esforzado muchísimo para estar donde están y no les parece buena solución ajustar esos resultados en función de nada. Se merecen estar donde están. Malcom se queda patidifuso. Yo no. Conocer tus ventajas, tus privilegios, muchos o pocos, es un paso importante que muchísima gente no da jamás en su vida, viven aferrados a «yo me lo merezco» (normalmente por algo conocido como «por la gracia de Dios» o cualquier otro oráculo que les convenga) o al «yo he trabajado muchísimo» que implica siempre, aunque no se verbalice, que los demás no se lo han currado tanto. Dar el paso de reconocer que tienes ventajas que te han caído de alguna manera y sin que hayas hecho nada para merecerlas, es importante. Ser consciente de que has tenido suerte y de que por eso no puedes compararte con nadie ni juzgar el esfuerzo de los demás es vital. Ahora bien, apostar por un sistema que invalide tus ventajas o que reparta el beneficio que de ellas has sacado cuesta la vida. Por esto mismo hay gente que no quiere pagar impuestos... 

¿A dónde quiero llegar con esto? No lo sé. Solo quería escribirlo para aclararme. 

Yo soy de febrero. 

domingo, 18 de septiembre de 2022

Ese día de septiembre

 

Ya es ese domingo de septiembre en el que, por fin, se acaba el verano y empieza lo mejor del año. Septiembre, octubre, noviembre, diciembre, enero, febrero y marzo. El resto, para mí, es un trámite de sol permanente y calor innecesario que atravieso como buenamente puedo, saltando de piedra en piedra como en Humor Amarillo o aferrándome de liana en liana para llegar hasta septiembre. Hoy no tengo inspiración para escribir pero tengo tiempo. Y hoy he leído esto de Jennifer Egan: Try to make writing habitual. I think that if we’ve learned one thing in the last two years, it’s that we are very trainable creatures. If you’re out of the habit of writing, it feels really hard to do. And if you’re in the habit of writing it feels weird not to do it. 

Para nadie, y para mi la primera, es una sorpresa que cada vez escribo menos. ¿Por qué? Porque no se me ocurre nada sería una buena justificación. Porque no tengo tiempo sería otra bastante buena. Porque me parece que ya lo he dicho todo también cabría como razón para mi sequia escritora. Pero como dice Egan, nada de eso importa. Si hubiera esperado a tener mucho sobre lo que escribir y horas a mi disposición nunca habría empezado este blog. Puede que ahora sea más autoexigente con lo que escribo. Cuando empecé era joven, sabía que no me leería nadie y ¡que más daba lo que yo dijera! Ni siquiera me importaba si estaba bien o mal escrito porque estaba segura de que estaba mal. ¿Cómo iba a estar bien si jamás había escrito nada?

Hoy también he visto esta viñeta sobre la inseguridad personal, sobre como jamás va a marcharse o dejar de estar a tu lado así que lo mejor que puedes hacer es convivir con ella. La viñeta me ha hecho pensar pero creo que sería más acertado representar la inseguridad personal como una multitud de personajes y no solo uno. Una habitación llena de inseguridades, caracterizados como la familia de los Barba papá (otro cambio con respecto al inicio de este blog es que entonces era joven, ahora sé que mis referencias culturales serían indescifrables para la gente joven que cayera por aquí. Es un problema poco importante porque no caen), de los que te vas haciendo amigo a lo largo de tu vida. La inseguridad física sería de color rosa y con collar de perlas, la inseguridad en tus relaciones sería verde, la inseguridad a la hora de dar tu opinión sería azul y así sucesivamente. La inseguridad existencial que te acosa por las noches esa sí sería negra. De todas ellas, tras un primer encontronazo incómodo, como los son todos en las fiestas, te irías haciendo amiga poco a poco hasta tenerlas dominadas y poder vivir con ellas manteniéndolas a raya. Con algunas, como la inseguridad en tu aspecto físico, acabarías rompiendo la amistad y olvidándola. 

A lo que iba, ¿escribo menos por inseguridad? No. Volviendo a Egan, escribo menos porque no me pongo y no me pongo porque no encuentro el momento y no encuentro el momento porque creo que necesito mucho tiempo o una idea clara antes de sentarme. Nada de eso es cierto. Esto se llama Cosas que (me) pasan y no va de nada más que de las cosas que me pasan o se me ocurren o quiero dejar por escrito. Hoy pensaba, como decía al principio, en que ya es ese día de septiembre en el que pienso que este será el último año en el que a final de mes me iré a Madrid. ¿Es la primera vez que lo escribo? No, porque ya tengo una edad en la que casi todo lo que me pasa o he pensado ya me ha pasado antes. ¿Hasta que edad la mayoría de lo que te ocurre en la vida es nuevo? Esa sería una buena manera de ver la vida, cuando todo empieza a repetirse y solo hay breves destellos de novedad quizá es momento de considerarse mayor. Esta sensación que tengo hoy, domingo de fiestas, es exactamente igual a la que llevo teniendo toda la vida. ¿Puedo escribir sobre ella? Claro pero repaso el blog y mi yo de 2020 lo clavó:

«Ahora ya es septiembre y Los Molinos se va apagando de nuevo. Se escuchan obras de fondo pero la efervescencia sonora del verano va desapareciendo cada día un poquito más, como si alguien fuera apagando poco a poco los interruptores de una casa justo antes de salir: ya no hay casi tráfico, no hay cortacésped, no hay barbacoas ni música. Ahora lo que se oye es el sonido de septiembre que  no se parece a ningún otro. Ha vuelto (o quizás siempre estuvieron aquí pero solo ahora, cuando lo demás desaparece, se pueden escuchar con claridad) como cada año, el canto de unos pájaros determinados que no sé cuales son pero que me lleva a mis ocho, nueve años, a cuando vivíamos todavía en la casa de mis abuelos y al escucharlos me ponía triste porque sabía que pronto tendríamos que volver a Madrid». 

Hace dos años escribía también   

«Los pájaros en septiembre, el ruido de la puerta de la oficina de correos que huele a expectativa, el viento en las ramas del pino del jardín, la moto del cartero, el sonido de los pasos en las calles de tierra, las campanas de la iglesia, el tren de menos viente y el de las y veinte. Eso es lo que tiene Los Molinos y por eso quiero vivir aquí. No se explicarlo mejor.»

Todavía no vivo aquí todo el año pero ya me queda muy poco para conseguirlo. Por ahora me quedo hasta fin de mes. Egan tiene razón. Solo tenía que ponerme a escribir y dejarme llevar mientras la inseguridad sobre si lo que escribo o no escribo importa a alguien se pasea por el jardín. 


miércoles, 14 de septiembre de 2022

Quedar a comer como las Gilmore

Hoy he quedado a comer con mis hijas. Nada especial, no celebrábamos nada, ni hacia mucho que no nos veíamos ni teníamos nada en particular de lo que hablar, solo nos apetecía comer juntas y, los miércoles, es el día en el que nuestros horarios coinciden en esa hora libre a mediodía. 

Quedar a comer con mis hijas. Hay muchas cosas que nunca pensé que diría con respecto a ellas y esta es otra de ellas. Cuando nosotros éramos pequeños o adolescentes, como son ellas ahora, ir a un restaurante era algo exótico, especial, reservado para grandes ocasiones y, desde luego, no quedabas con tus padres a comer.  Lo de quedar solo pasaba en las películas y en Estados Unidos y, casi siempre, en esas comidas se revelaban grandes secretos "mamá, me voy a casar en Las Vegas" o "hijos míos, voy a casarme con mi instructor de aerobic" o "vuestro verdadero padre fue un conde francés". En España, con tus padres, comías en casa con ellos o, como mucho, ibas con ellos a un restaurante o te llevaban.  Yo recuerdo como ocasiones especialísimas las dos o tres veces que mis padres nos llevaron a un italiano que había al lado del Ministerio de Defensa, en Madrid, y en el que aprendí que los canelones Rossini me gustaban menos que los que hacía mi madre. Recuerdo también, con una intensidad especial, un día que después de acompañar a mi padre a comprar un regalo de una lista de bodas en El Corte Inglés de Princesa, me invitó a comer al restaurante de la última planta un arroz maravilloso que regamos con un vino blanco que siempre que vuelvo a tomar me recuerda a él. Aquella vez yo debía tener la edad que tiene María hoy. 

Ahora se puede comer "fuera" en cualquier sitio y casi con cualquier presupuesto. Con mis hijas he ido muchas veces a comer por ahí porque ahora se sale más, es más fácil, hay más restaurantes y el salir a comer ha perdido ese aura de lujo y distinción. ¿Qué era distinto hoy? Que hoy habíamos quedado. Quedar, ir o llevar son tres maneras distintas de ir a un restaurante y no son lo mismo.Ni hemos salido de casa juntas ni yo las he llevado en coche al restaurante, cada una venía de su "vida", de su rutina y nos hemos organizado para vernosporque nos apetecía juntarnos, tener ese tiempo para charlar tranquilamente. ¿Casi como una reunión de amigas? No, siempre pago yo.

Hace un mes o así les descubrí el formato "menú del día" y les parecío maravilloso: «Claro, es que así cunde muchísimo. Por 12,50 comes tres platos» me dijo Clara. Justo debajo de mi oficina hay un sitio que nos gusta, con un camarero calvete majísimo y muy divertido y una comida más que decente, rica y variada. María ha comido ensalada de canónigos y mozzarella y entraña y Clara y yo spaghettis arrabiata y burrito. Al sentarnos se atropellaban a contarme su día, qué ha pasado en el colegio de Clara y como lleva María la Universidad. Como ya está en segundo se siente veterana y mira a los de primero con esa condescendecia que te da saber que esa etapa de no saber la que te espera la tienes superada. Creo que todos la pasamos en su día, apenas un año después de ser novato, te sentías tan experimentado, tan preparado que casi te daba vergüenza acordarte de ti mismo un año antes. En un momento dado María le ha dicho a Clara «eso te pasa por dormir con la puerta abierta» y yo les he interrumpido para decirles «¿no os acordais que cuando estuvimos en el faro de Cape Dissappointment hablasteis de esto, de tener las puertas abiertas o cerradas?» 

No se acordaban en absoluto. «¿Véis porqué escribo un diario? ¿Por qué escribo un blog?»

Al terminar de comer hemos quedado para el viernes y hemos hecho planes para la semana que viene y para el mes de octubre: que series vamos a ver, que días irá Clara a coro, cuantos dias a la semana coincidiremos para cenar, como retomaremos el cineclub de princesas, etc. Nos hemos sentido un poco Chicas Gilmore. He vuelto a trabajar pensando en la suerte que tengo de tenerlas, en lo estupendo que es que ya sean mayores, que me caigan tan bien y que podamos "quedar a comer". Y he pensado que había sido una comida tan normal y, al mismo tiempo, tan perfecta que tenía que escribir sobre ella para no olvidar nunca esta sensación: cada día con ellas es el mejor día. 



viernes, 9 de septiembre de 2022

Un podcast, un recuerdo y un buzón

 

Bajo todos los días a Madrid en coche con mi amiga Mónica. Tras años de evangelización podcastera voy consiguiendo, poco a poco, que mis amigos y mi familia entren en el mundo podcasts y se enganchen a algunos de mi favoritos. Esta semana le he puesto a Mónica un clásico: 99% invisible. 

—Ya verás como te gusta. Es super chulo y además el host tiene una voz maravillosa. 

El episodio del otro día se llamaba First Errand y partia de una serie japonesa de televisión que fue un grandísimo éxito en 2013. En ella aparecen niños muy pequeños, de dos o tres años, haciendo recados por las calles de Japón. ¿Dos o tres años? Sí. En el podcast explican como era posible que esto sucediera y todo lo que implica. El desarrollo es interesantísimo porque abarca el urbanismo, la manera de vivir en comunidad, el concepto de ciudad, de barrio, la relación con el transporte público y, en última instancia, la manera en la que educamos a los niños. Por supuesto de ahí yo me puse a pensar en mi primer recado. No sé cuantos años tenía, quiza cinco, seis, siete. Seguro que no tenía más. Hasta ese momento había ido, algunas veces, a Juanita a comprar huevos o pan o un litro de leche, poca cosa, algo que no pesara mucho. Juanita era un ultramarinos muy muy pequeño que estaba a escasos 80 metros de la casa de mis abuelos. Juanito y Juanita vendían huevos, pollos, algún conejo, creo que pan y alguna cosa más. Eran un matrimonio que a mi me parecía tan viejo como las montañas pero que pensándolo ahora probablemente no tenía, por aquel entonces, más de cuarenta o cuarenta y cinco años. A veces, detrás del mostrador, estaba alguna de sus hijas. Las recuerdo rubicundas y con ojos azules. Todavía ahora, más de cuarenta años después, cuando me las encuentro paseando por Los Molinos, aún a distancia recuerdo el olor de su tiendita. A lo que iba, a Juanito me mandaban a veces a por alguna cosa. Creo recordar que las primeras veces, con cinco o seis, alguno de los mayores de mi familia se quedaba en el portón de la casa vigilando como hacia ese recado. Es un trayecto tan corto que creo que el único peligro real que podía haber era que me tropezara con una piedra y me cayera, quizás me vigilaban por eso, nunca fui muy agil.  

Un buen día, sin embargo, nos encargaron a mi hermano y a mi un recado de más categoría. Mi abuelo José Luis se había quedado sin tabaco y necesitaba urgentemente que alguien fuera a comprarlo. En Juanito no vendían tabaco, claro, había que ir un poco más lejos, a un bar que estaba a unos cuatro minutos andando. En medio de la colonia de casas de veraneantes había un bar y el Ultramarinos Chamberí, un pequeño establecimiento donde podías comprar de todo.  Estaba regentado por un señor, del que soy incapaz de recordar el nombre, que llevaba siempre una chaquetilla blanca de dependiente de ultramarinos. Cuando ya éramos más mayores, con diez o doce, me averguenza decirlo pero, a veces, nos organizábamos para mangar un chupachup, unos cuantos chicles cheiw de fresa ácida o cualquier otra chuchería. Herminio creo que se llamaba el hombre. En Ultramarinos Chamberí no vendían tabaco tampoco pero en el bar Talgo que estaba al lado, sí. Allí era donde nos mandó mi abuelo con un billete azul de quinientas pesetas a comprarle una cajetilla, o dos, de Rex, la marca que fumaba. Borja y yo teníamos un plan, con una misión a cumplir, con los medios para hacerlo y muchísimas ganas. Ir solos al Talgo era algo de mayores, una responsabilidad, significaba crecer, ser independientes asi que estabamos bastante emocionados. 

Salimos de casa y tuvimos muchísimo cuidado al cruzar la carretera. Es posible, aunque no lo recuerdo, que algún mayor nos ayudara antes de dejarnos ir a la aventura. Puede que no. El tráfico que podía haber en 1980 en esa carretera debía de ser mínimo pero, aún así, para los adultos era algo peligrosísimo. No sé los años que las últimas palabras que escuchaba de mi madre al salir de casa eran: ¡cuidado con los coches! Cruzada la cañada cogimos el camino de tierra y nos dirigimos al Talgo. Por supuesto no sé de qué íbamos hablando ni qué sentíamos. Se seguro que nos paramos en una casa, a escasos veinte metros de nuestro destino, a admirar el buzón que tenían en la puerta. Era un buzón que nos encantaba, cada vez que paseábamos por allí con mi madre, nos parábamos y le pedíamos tener uno igual en casa. El buzón era una casita, casi de muñecas, con tejado verde y paredes blancas en el que se echaban las cartas por una ranura en el tejado y se recogían abriendo la puerta de la casita con una llave. Nos parecía lo más maravilloso del mundo y hubiéramos vendido nuestra alma al diablo con tal de tener acceso al interior de esa casita. Nos parecía que cualquier carta que sacaras de ese buzón sería mágica, traería buenas noticias. Es más, si tenías ese buzón en tu casa automáticamente te convertías en una persona feliz con una vida a envidiar. Tras suspirar un poco por no tener ese buzón llegamos al bar. El Talgo era un bar de esos de toda la vida (estuvo abierto hasta el año 1999 por lo menos) con una barra metálica a mano izquierda según entrabas y mesas a la derecha. En las mesas siempre había un grupo de señores jugando al dominó o a las cartas. Señores que fumaban, bebían y daban golpes imponentes con las fichas. Señores que daban miedo porque siempre parecían muy enfadados y a lo mejor era contigo. Nos acercamos a la barra y pedimos el tabaco: «Perdone, queríamos una cajetilla de Rex». ¡Esas palabras te convertían automáticamente en alguien adulto! Entrar en un bar, pedir tabaco y encima tener dinero para pagarlo. 

O no. 

Cuando el señor nos lo dió..no recuerdo nada de esto, tuvimos un momento de confusión seguido de otro de terror porque descubrimos que no teníamos el dinero. Yo no lo tenía, Borja tampoco, en nuestros bolsillos no estaba. El billete azul de quinientas pesetas había desaparecido. El señor retiró la cajetilla del mostrador y siguió a sus cosas. Nosotros salimos del bar cabizbajos. Nos hubieramos sentido David Copperfield si hubiéramos sabido quien era. Nuestra vida habia acabado, nos íbamos a convertir en niños huérfanos, proscritos. Habíamos perdido quinienta pesetas así que seríamos expulsados de la familia.¿Quién se iba a volver a fiar de nosotros? Volvimos a casa pensando en qué mentira contar o si era mejor llorar muchísimo. No recuerdo que decidímos, ni lo que dijimos ni como fue tomada la noticia. Creo que mi abuelo dijo ¿Y mi tabaco? Lo siguiente que recuerdo es volver sobre nuestros pasos rezando a algún santo (que seguro no era San Cucufato) mirando al suelo, entre los arbustos, entre las hierbas agostadas de verano. Lo hacíamos con poca fe porque, para nosotros, era evidente que el billete azul había desaparecido para siempre. ¿Cómo íbamos a encontrarlo? Volveríamos a casa con las manos vacías y quien sabe que ocurriría después, nunca podríamos ser mayores, no sabíamos. Derepente, no se quien de los dos, lo encontró. Dobladito, entre unas hierbas a un lado del camino, casi parecía estar esperándonos. ¡Está aquí, está aquí! Corrimos a casa con él en la mano ¡lo hemos encontrado, lo hemos encontrado! 

Supongo que volvimos, acompañados de un adulto, a por la cajetilla de Rex pero eso ya no lo recuerdo. El billete lo recuerdo siempre, cada vez que pierdo algo. Si encontré aquel billete, puedo encontrar cualquier cosa.  

¿Veis a lo que lleva a escuchar podcasts? Estoy segura de que la culpa fue del buzón pero sigo suspirando por él. 

sábado, 3 de septiembre de 2022

Lecturas encadenadas. Agosto


Pensé que agosto iba a ser un mes tranquilo. Teletrabajo, veraneo franquista, tardes tranquilas e incluso un par de escapadas por ahí en las que seguro que leía muchísimo y me ponía al día de lecturas pendientes. No hay nada como tener expectativas para darte de bruces con la realidad. Agosto ha sido agotador y muy poco tranquilo. He leído lo que he podido. No ha estado mal pero en vez de leer para relajarme y disfrutar del lento paso de las horas, he leído como si me aferrara a un salvavidas, he leído para mantenerme a flote. 

Vamos a ello. 

Nada más empezar el mes vislumbré que no iba a ser un mes fácil y al elegir mis lecturas para Cicely decidí que necesitaba algo que fuera "casa". Recorrí mis estanterías y me encontré con El temblor de la falsificación de Patricia Highsmith que había comprado en mayo en la Feria del Libro Antiguo. Pocas cosas más "casa" y más seguras que la Highsmith. Acerté de lleno. El temblor de la falsificación transcurre en Tunez, un escritor de novelas con cierto éxito es contratado por un amigo para escribir el guión de una pelícua que transcurre en el país norteafricano, para documentarse y empaparse del ambiente se instala en un hotel a esperar a que su amigo vuele a encontrarse con él. No sé si Patricia estuvo en Tunez alguna vez pero digamos que la descripción del país está un poquito contaminada de tópicos pero eso importa poco. En unas pocas páginas consigue, como siempre, meterte en la historia y, en este caso, en el tempo y el calor africano. Howard, el protagonista, hace lo que todos los personajes de la Highsmith, se pasea, almuerza, toma una copa, escribe cartas, se pasea, abre el correo, toma una copa, se pasea, duerme un poquito, cena y se toma mil quinientas copas. Por supuesto conoce y traba cierta amistad con gente rara, con personajes que hacen lo mismo que él (sobre todo lo de beber y cenar) y que también se ven poco a poco inmersos en el tempo africano. ¿Pasa algo más en la novela? Alguna cosa que no quiero destripar pero es que, además, da igual. Las novelas de Patricia Highsmith atrapan desde el principio, absorben al lector entre sus páginas haciéndole vivir en los ambientes que retrata y mano a mano con sus persojanes que casi nunca son admirables ni casi respetables pero con los que el lector se identifica aunque no quiera. 

Cuando puse una foto de este libro en Instagram algunos lectores me dijeron que nunca habían leído a Patricia Highsmith. No me déis disgustos. Hay que leerla siempre, todo. Si queréis empezar con ella,  coged Extraños en un tren o El talento de Mrs Ripley. De nada. 

Los profesionales de Carlos Giménez fue el tebeo del mes. Me lo dejó A para leer en Cicely en las tardes de tormenta que nos pasamos escuchando la lluvia y leyendo tirados en el sofá. De Giménez ya leí, en primavera, Paracuellos que me gustó muchísimo. Aquí, pensándolo ahora, me doy cuenta de que el fondo del tebeo de la historietas es el mismo. En Paracuellos Giménez contaba su experiencia en las casas de acogida de niños en los años 50 junto con otra pandilla de chavales. Sus aventuras, sus miserias, sus ilusiones, sus trastadas, En Los Profesionales estamos en los años 60 y un grupo de dibujantes de tebeos trabajan de sol a sol en Barcelona. Pablo, el alter ego de Giménez, llega a la ciudad y al estudio y allí se encuentra con toda la pandilla que, como en Paracuellos, son personajes ficticios pero basados en los compañeros que Gimenez tuvo en esos años. Metes a diez hombres de edades variadas en un estudio a dedicarse a lo que más les gusta mientras cobran una miseria y fuman y beben y lo que tienes es, como en Paracuellos, un retrato de las aventuras, miserias, ilusiones, bromas y trastadas que llevaron a cabo. Gimenez tiene un talento especial para retratar a esos personajes y hacerlos entrañables, fáciles de querer y de entender. Siempre hay uno que es tu favorito, claro pero todos tienen un peso que los hace creíbles, verosímiles, ciertos. Es impresionante las putadas que se hacían unos a otros y el cariño inmenso que, disfrazado de bromas y "no te soporto", se tenían entre ellos. MI historieta favorita es una en la que uno de ellos se recorre Barcelona,bajo un aguacero impresionante,  buscando trabajo en todas las editoriales de la ciudada. Es rechazado en todas, una tras otra, mientras sus compañeros que al principio se alegran de perderle de vista se van preocupando cada vez más sin querer reconocerlo. En esa historieta está todo el amor y la complejidad de su relación. 

Un verano con Homero de Sylvain Tesson no sé cómo llego a mi estantería ni quien me lo recomendó ni donde lo compré. Es un misterio pero me pareció adecuado también para Cicely a pesar de que el mar pilla un poquito a desmano. Tampoco sabía quien era Sylvain Tesson, hasta que abrí el libro y vi la foto de la solapa pensaba que era una mujer. Es un hombre que solo tiene un año más que yo pero que en esa fotografía parece nacido en 1915 y amigo de Hemingway. Se define como "escritor y viajero" y tiene un programa de radio en Francia. De hecho, al comienzo del libro, explica que los textos que componen este volumen «son las transcripciones de su programa. Uno no se dirige a los oyentes como a los lectores. Hablar no es escribir. [...] espero que sepas perdonar los bandazos».

Pues regular Sylvain, porque la verdad es que hubiera estado bien que no fueras tan vaguete, o que tu editorial se lo hubiera currado un poquito más y los textos se hubieran reescrito para que se entendiera mejor, para que no fuera tan acelerado, para evitar las repeticiones de ideas y conceptos hasta agotarme. 

La primera parte del libro es una especie de narración de la Iliada y la Odisea muy entretenida, trufada de reflexiones sobre como Homero y los conceptos que trata siguen vigentes en nuestra época. ¿Esto es cierto? Pues supongo que sí porque la traición, el amor, el hogar, la valentia, la fidelidad son conceptos universales pero yo no puedo evitar pensar que, a lo mejor, Homero penso: voy a escribir un par de historietas de aventuras, sin pensar en que se convertiría en una especie de autoridad moral para los siglos de los siglos en la civilización occidental. La segunda parte es una mera repitición de ideas que acabé leyendo en diagonal porque estaba aburriendo muchísimo. A pesar de estas carencias he doblado muchísimas esquinas. 

«El mensaje de Homero para los tiempos presentes es: la civilización se da cuando uno tiene todo que perder; la barbarie, cuando uno tiene todo que ganar. Deberíamos acordamos de Homero cada mañana al leer el periódico». 

Libro de familia de Galder Reguera me lo regaló mi hija María por mi cumpleaños y llevaba esperando en mi mesilla desde febrero. Galder nació en agosto de 1975, el día de Nochevieja de 1974 su madre llamó  a Luis, su marido, para contarle que estaban embarazados de su segundo hijo. De camino a casa para la cena de fin de año, Luis se mató en un accidente de coche. Con esta primera escena del anuncio de la futura vida de Galder y el final muy traumático de la vida de su padre empieza Libro de familia que es una búsqueda por parte del autor de su padre. Quien fue, cómo murió, cómo fue su vida hasta ese momento, qué le gustaba, quienes eran sus amigos, cómo era su letra o qué música escuchaba. En esta búsqueda de la figura paterna Galder descubre quien es en realidad su madre porque al estudiar su historia la ve como Carmen, como una joven, no como una madre. Descubre también quién es él o mejor dicho porque es de una cierta manera y quien es y no es su familia. 

Es un libro, además, que solo puedes escribir cuando tienes más de cuarenta años y tienes tus propios hijos, ese es el momento en el que eres capaz de entender a tus padres como personas independientemente de su faceta de progenitores y de valorar que tuvieron una vida con unos anhelos, unas inquietudes y unos intereses antes de convertirse en tus padres. Otra cosa que entiendes al tener hijos es que tus padres pueden tener unos horizontes vitales que van más allá de querer a sus hijos y que no haber visto todo esto antes se debe al egoismo sin límites que todos los hijos practicamos hasta que somos muy muy mayorcitos. (Y algunos no lo abandonan nunca) 

A mi las historias de familias me gustan porque yo tengo una gran familia materna con un arraigo muy importante en Los Molinos, con casas que llevan generaciones entre nosotros y que peleamos por mantener. Galder dedica tiempo a hablar de una de esas casas, la de su familia en Haro y del dolor que siente cuando se pone a la venta. 

«No puedo concebir que el mayor símbolo de mi familia sea susceptible de ser cambiado por dinero, que los hermanos de mi madre no hayan sido capaces de mantener aquello que los une, lo único que queda de todo lo que Aitite, su padre, había erigido a su alrederdor. Me duele pensar que cualquier persona que pague, que ponga dinero sobre la mesa, puede diponer a placer del hogar de mi familia. Es como prostituirse. Peor aún, prostituir no el cupor, sino la memoria, el pasado, lo que fuimos, nuestro común apellido». 

Me identifico también con Galder en su cercanía con su familia materna y su total desconexión con su familia paterna que, tras la muerte de su padre, no tuvo ningún interés en ellos, ni en su madre ni en Galder y su hermano. Su madre, como la mía, disculpa siempre a esa familia rabiosa que te rechaza. Galder se enfada, para mi directamente no existen. 

Es un libro entretenido porque se lee como se atiende a un buen cotilleo de una familia que conoces o de unos vecinos. «Y entonces, fulanita que era viuda conoció a uno que blablabla y no te vas a creer que pasó después porque antes, de jóvenes habian hecho blablablabla». Al final resulta un poquito repetitivo y demasiado yoista pero esto no es un reproche, las historias de hijos sobre padres son siempre yoistas porque no hay nada más personal que la intima relación, buena o mala, que tienes con las personas que te trajeron al mundo. 

En mayo, Juan Tallón me regaló Mis amigos de Emmanuel Bove. Arriesgó mucho porque él no lo había leído, se lo habían recomendado en Tipos Infames. Podía haber salido muy mal pero ha salido muy bien. Emmanuel Bove publicó Mis amigos, su primera novela, en 1924 y fue recibida con gran éxito en Francia. Los críticos la adoraron, los lectores también, luego con la guerra y la muerte de Bove en 1945 cayó en el olvido hasta que en los años ochenta empezó a recuperarse. 

Es una novelita estupenda compuesta por una serie de relatos que comparten un personaje, Vicent Baton, un veterano de la I Guerra Mundial que vive con una pensión por haber perdido una mano en combate. Baton está solo y no le gusta, quiere compañía, amigos, amor, sentirse apreciado, querido, quiere ser visto. Cada relato cuenta su relación con algún personaje que él ansía hacer su amigo y que, por una razón u otra, acaba marchándose. Baton es un personaje tierno, entrañable, irritante, exasperante y cansino a partes iguales. Bove cosntruye un Baton de carne y hueso con el que el lector pasa frío en su camastro, se emborracha en los bares, pasea por las calles de Paris y siente dudas sobre casi todo lo que hace o piensa. Bove consigue también con una prosa sencilla pero muy personal y eficaz crear imágenes que permiten al lector sentir los adoquines de las calles de Paris, oler el humo de las tabernas, el ruido de los cabarets y la luz de las farolas cuando, cada noche, Baton vuelve a casa eufórico y con grandes planes o apagado y torturado por una nueva decepción. 

«Por la tarde, me paseé por un jardín. Como conozco los números romanos me entretenía en calcular la edad las estatuas. Una vez tras otra me decepcionaron: ninguna tenía más de cien años. El plvo no tardó en deslustrarme los zapatos. Los aros de los niños giraban sobre sí mismos antes de caer. En los bancos  había personas sentadas, de espaldas unas a otras».

Me ha gustado muchísimo y lo recomiendo con entusiasmo. Corred a comprarlo. 

Y con esto y el cambio de luz que anuncia que el final del verano, por fin, se acerca hasta los encadenados de septiembre.