lunes, 25 de julio de 2022

Washington roadtrip: todo se llama Wenatche

El 5 de julio amaneció bastante soleado. Un día más volví a despertarme muy temprano y esperé, escuchando podcasts, a que llegara una hora compatible con despertar a los lirones sin que me asesinaran. A las ocho y media toqué corneta. En la caravana, nada más levantarse, hay que hacer las camas que se quedan fijas: la que está encima del conductor y la grande al fondo. La que se monta en el sitio de la mesa hay que recogerla entera para poder empezar a organizar cosas y ser operativo. La rutina cada mañana era la misma,  yo me ponía al frente de los fogones: hervir agua, hacer tostadas, cortar la fruta y ellos tres sacaban las provisiones y ponían la mesa. Ese día, en el camping de Leavenworth, desayunamos fuera con calma. Probamos una variedad de Special K, que yo había comprado, con vainilla y almendras y que es droga. Lamentablemente en España no la venden. 


Tras idas y venidas a los baños, recogidas y demás, conseguimos ponernos en marcha a las once. La mañana seguía soleada y bastante cálida asi que María y yo, por primera vez en el viaje, nos aventuramos a ponernos pantalón corto. Acertamos. Nuestro destino era una pequeña ruta de apenas un par de horas: Penstock Trail. Está ruta sale a pocos kilómetros de Leavenworth y corre paralela al río siguiendo el recorrido que hacía una tubería gigantesca que se instaló en los años 30 para proporcionar agua a una central hidroeléctrica (de la que no quedan restos, pero el parking desde el que sale la ruta está en el lugar en el que se situaba). Esa central suministraba electricidad a las locomotoras eléctricas que sustituían a las de carbón en ese tramo. Lo explico. Las máquinas era de carbón y venían recorriendo las llanuras, al llegar a Leavenworth y sus montañas debían atravesar túneles y el humo y la ceniza del carbón resultaban tóxicas para pasajeros, ganado y trabajadores del ferrocarril. Decidieron entonces que, en esa zona, cambiarían el tipo de locomotoras y para eso necesitaban electricidad que, por supuesto, podían generar porque si algo sobra en Washigton es agua corriendo con una fuerza descomunal. Cuando el tren desvió su recorrido, los túneles, la tubería, la central y el puente que cruza el río Wenatchee cayeron en desuso. Recorriendo la senda se encuentran, cada pocos pasos, algún tornillo gigante incrustado en la tierra, alguna plancha retorcida y oxidada, pequeños restos de aquella época. 

La senda es muy fácil y corre paralela al río, durante el paseo se nos acentuó aún más la sensación de estar viviendo en la peli de Meryl Streep que comenté ayer y que, como mis hijas no la han visto,  he metido en nuestra lista para este otoño junto con todas de las que hemos hablado en este viaje porque han surgido en la conversación o porque hemos estado en zonas donde se rodaron. Mis hijas abrían la marcha, sin parar de hablar entre ellas y yo caminaba detrás de ella observándolas. Tras casi un año sin verse, pensé en la increíble relació que mantienen a pesar de ser tan distintas. Se complementan, se quieren, se respetan y no se soportan a partes iguales. No se parecen fisicamente, no se parecen en su manera de caminar, en su manera de vestir, en lo que les gusta o les disgusta pero son mejores amigas. Les hice una foto y se la mandé a su padre: nuestras princesas. 

En el camino de vuelta, paramos en un playita del río a comer un poco de alpiste y escribir nuestros nombres en la arena. Del río Wenatchee nos fuimos a ¡tachán!, el lago Wenatchee a unos 25 o 30 km. Juan lo había visto recomendado y nos apetecía pasar una tarde tranquilos, simplemente disfrutando del paisaje. Tuvimos algún problemilla para poder sacar online el permiso necesario hasta que nos dimos cuenta de que estas gestiones teníamos que hacerlas desde el móvil de Clara para que la confirmación pudiera llegarnos por sms. El Lago Wenatchee está también enclavado dentro de un parque nacional. Hay diferentes zonas de acampada y parking diurno en el impresionante bosque que lo rodea. Es un lago enorme, de aguas que provienen de los glaciares de las montañas que lo rodean y en sus orillas frondosos bosques llegan hasta el agua. Solo la orilla en la que está la zona de camping tiene una pequeña zona que se parece algo a lo que nosotros entendemos por playa de arena gris. La orilla está llena de grandes troncos secos que llevan ahí años porque, una vez más lo repito, fueron arrastrados por corrientes o riadas. 

Al fondo, frente a nosotros,  podíamos ver los grandes picos con nieves perpetuas y una gigantesca cantera. A nuestra derecha estaba Emerald Island y más a la derecha, cerca de nosotros, Dirty Face Mountain en la que todavía es visible la cicatriz de un gran incendio  en 2005. Emerald Island es un islote en medio del lago lleno de vegetación y al que se puede llegar en kayak, canoa o, si tienes la capa de grasa de una foca monje o mucha capacidad de sufrimiento, nadando. (En muchos lagos y en muchas bahías hay una Emerald Island consecuencia de las diferencias de erosión en lo materiales geológicos). El paisaje era espectacular y, otra vez más, nos quedamos sin palabras. La tónica de este viaje ha sido llegar un sitio, asombrarnos, alucinar, impresionarnos, pensar que era el lugar más bonito en el que habíamos estado nunca...para al día siguiente o al cabo de unas horas llegar a otro sitio aún más bonito. Ha sido una continua escalada de belleza. 

En esta zona de las Cascades todo se llama Wenatchee por los nativos americanos de la zona, la tribu Wenatchi de los que hay restos arqueológicos desde hace tres mil años. Los colonos blancos hicieron su correspondiente apropiación cultural del nombre de la tribu y del lugar. En unos paneles explicativos aprendimos que los indios Wenatchi vivían tranquilamente alimentándose de salmones, ciervos y bayas del bosque. Recibían diferentes nombres dependiendo de la zona del Wenatchi en la que vivieran. En algún momento comenzaron a tener contacto con las tribus de las grandes llanuras del Río Columbia, principalmente la tribu de los indios Spokane. Esas tribus usaban caballos y los Wenatchi los adoptaron, poco a poco, para su modo de vida. Según el panel, la adopción del caballo trajo consigo una serie de enfermedadas que mermaron la población para cuando los colonos blancos llegaron a la zona. Según el panel también, los Wenatchi fueron siempre amigables con los blancos y tuvieron una relación cordial. Tengo bastantes dudas sobre esto porque los blancos llegaron y arrasaron los bosques, establecieron presas y centrales hidroeléctricas que modificaron el cauce natural del río y la pesca y montaron centros vacacionales en los lugares en los que vivían los Wenatchi tan contentos. En cualquier caso, eso ponía en los paneles. 

Aparcamos y nos hicimos unos bocadillos que nos comimos en una mesa de picnic en la playa. Chispeaba un poco, algo casi imperceptible, asi que después de comer, nos acomodamos en la orilla con nuestras sillas de acampada a admirar el paisaje, intentar leer (yo) y observar a los lugareños de la playa. A nuestra izquierda había una familia con dos niños de unos 5-6 años. Tenían una tabla de padel surf y, contra cualquier criterio de un progenitor español histérico, los padres dejaban tranquilamente que los niños se fueran remando bastante dentro del lago. Por supuesto, los niños se peleaban por remar, por el sitio en la tabla, con el resultado, casi siempre, de la niña caída al agua (gelida), el niño gritando y los padres descojonándose en la orilla. Nos parecieron unos padres ejemplares y nosotros también nos reímos mucho. Mis compañeros también estuvieron también muy atentos a un piraguista con chaleco naranja que se adentró lejísimos en el lago. Intentaban no perderlo de vista y cada poco se preguntaban «¿donde está?» «¿lo véis?». La sorpresa fue mayúscula cuando el piraguista se fue acercando hasta la orilla y resultó ser una señora bastante mayor y bastante grande para caber en la piragua. ¡Bien por ella! Por cierto, la única que se atrevió a meter los pies fui yo y puedo decir, con conocimiento de causa, que está mucho más fría que el agua que baja del Aneto. 

Tras tres horas de relax disfrutando del lago, la conversación, el paisaje y mi libro, (¿Qué hago yo aquí? de Bruce Chatwin era la lectura que me había traído de Madrid sin saber que me describiría tanto en este viaje) decidimos volver a Leavenworth. Entre otras gestiones, teniamos que hacer la compra. Tras consultar a San Google, fuimos al Dan´s Food Market, un supermercado bastate completo, en el que había de todo, incluída una gran selección de fruta y verdura fresca pero en el que no se podía vivir del frío que hacía. Recorrimos los pasillos sintiendo como nuestros cuerpos iban congelándose poco a poco, como Jack Nicholson en El resplandor, y el riego cerebral iba ralentizándose. Puede que por eso nuestra compra hiciera que el cajero levantara las cejas con cara de ¿Qué habéis comprado? Salimos de allí casi con los labios morados. De vuelta al camping nos tocaba colada, un entretenimiento como otro cualquiera. Con nuestros cuartos (las máquinas no funcionan con tarjeta de crédito), nuestro jabón y nuestra ropa sucia  fuimos a la lavandería a poner dos lavadoras y dos secadoras. Clara que lleva un año usando secadoras intentó convencerme de las bondades del electrodoméstico pero ya le dije que ni de coña: «cuando vuelvas a Madrid, a tender tu ropa como todo el mundo. Así haces amigos por el patio». 

De cena tomamos guisantes salteados, (hubo algunas protestas), con huevo duro. Y tuvimos que tirar una especie de crema de almejas asquerosa que compramos por error el primer día. Debatimos si tirarla o guardarla para los osos pero nos dieron pena los osos y acabó en el contenedor. 

Mañana más. 

3 comentarios:

Anónimo dijo...

le doy la razón a Clara en lo de la secadora

Asunix dijo...

"Cuando vuelvas a Madrid, a tender tu ropa como todo el mundo. Así haces amigos por el patio".Di que sí, que por los patios se forjan grandes amistades. 😅

Esther dijo...

Este viaje será inolvidable para ti y para tus acompañantes, pero me parece una suerte que tus hijas puedan volver a estas letras para recordarlo todo con nitidez. A mí tampoco me gustan las secadoras, salvo en los viajes, cuando no queda remedio.