El 8 de julio comenzó nuestra segunda semana de viaje y, además, marcó el cambio de tiempo que nos permitió disfrutar de unos maravillosos días soleados, con temperaturas máximas de 27º, que son como yo me imagino un buen verano.
Empecemos.
En el entorno idílico y mágico del camping de Lake Crescent nos acostamos escuchando la lluvia gotear sobre la caravana pero a las seis y media de la mañana, cuando me desperté, el sol empezaba a asomar por encima de las montañas y parecía que la posibilidad de un buen día se abría camino. Decidí levantarme y me fui a la orilla del lago a dar un paseo. Llevaba el libro, el movil y los cascos pero lo único que hice fue sentarme en un tronco a contemplar el lago y los cambios de luz. Las nubes estaba altas, deshilachándose en el cielo, el sol iba subiendo lentamente reflejándose en la superficie del lago y solo en la ladera del bosque, a mi derecha, quedaban algunas nubes enganchadas a los árboles.
El agua estaba completamente quieta, como si fuera cristal y a mi espalda escuchaba los restos de lluvia escurrir de las ramas de los árboles. Un goteo cada vez más espaciado, más lento, los árboles secándose, desperezándose para disfrutar del día de sol. Sentada allí pensé que en los últimos meses estoy siempre enfadada, a la contra, viéndole a todo la parte negativa. Quizás no siempre pero mi percepción es que es así. Vivir en Madrid saca lo peor de mi al mismo tiempo que me seca por dentro. El calor me sienta mal más allá de no dormir y estar siempre agotada. El calor me entristece, me causa una pena inmensa esa luminosidad insorportable de la primavera y el verano en Madrid. Me agota. Pensé que si consiguiera vivir en un sitio con un verano corto, de un mes, con mucha lluvia y sin prisas, mi humor mejoraría. A lo mejor me saldría moho en las plantas de los pies pero estaría más contenta.
Con este pensamiento y el firme propósito de que si me toca la lotería plantearme en firme esa mudanza volví a la caravana y les desperté. A las 7:30 desayunamos fuera y tras un último paseo por la orilla para despedirnos del lago emprendimos la marcha. Volví a conducir y enfilamos la carretera 101 West que corre paralela a la costa norte hasta que pasá a ser la 101 South que corre paralela a la costa del Pacífico. (En toda la península solo hay una carretera principal, la 101). A las diez y cuarto de la mañana llegamos a nuestra primera parada, Rialto Beach. Espectacular. Es una playa de dos kilómetros y medio con formaciones rocosas en los extremos y dentro, en el mar. Esos farallones rocosos que forman islotes, son los restos de la línea de costa que existía hace miles de años. La erosión del mar ha ido ganando terreno a las rocas dejando en pie solo aquellos sedimentos más duros y más resistentes. La playa se llama Rialto porque el nombre se lo puso el mago y mentalista, Claude Alexander Colin que, en los años 20, tenía una casa en la zona con vistas a la playa. (La casa ardió en 1937). El nombre se lo puso en honor de la cadena de teatros Rialto. ¿Parece un teatro? No. ¿Es un espectáculo? Sí, quizá de ahí le vino la inspiración.
Además de las espectaculares formaciones rocosas en ambos extremos, coronadas por árboles y árbustos, la playa es también una especie de cementerio de grandes troncos. Entre la playa y el bosque que la rodea hay cientos y cientos de gigantescos troncos secos arrastrados hasta ahí a lo largo de cientos de años y que esperan a que, en algún momento, el océano acabe con ellos o se los lleve mar adentro. Decidimos recorrer la playa de extremo a extremo aunque hacia la mitad, mis hijas se rebelaron un poco. «Visto este trozo, visto todo». Juan y yo seguimos caminando como si no las hubieramos oído y no tuvieron más remedio que seguirnos y, después, se alegraron de haberlo hecho aunque no lo reconocieran. Los paisajes (y casi todo) no son iguales vistos de lejos que de cerca, la perspectiva cambia todo y acercarnos caminando al extremo derecho a la playa nos permitió apreciar sus farallones de otra manera. A la vuelta me empeñé en ir hasta el extremo izquierdo y hubo otro conato de rebelión que sofoqué con la misma táctica: seguir caminando. Como la marea había empezado a subir, ellos tres decidieron ir por las rocas y yo me empeñé en ir por la orilla, con las zapatillas y los calcetines en la mano y el pantalón remangado, chapoteando entre las rocas y las olas. Confieso aquí, que no me leen, que en un momento dado pasé miedo porque las olas cada vez entraban más entre las rocas, formando pozas que no podía ver y que además de mojar mis pantalones hasta las rodillas, temí que me arrastraran mar adentro. El extremo izquierdo de la playa, en otro de esos cambios de perspectiva, gracias a las formaciones rocosas que lo rodean, que hacen de murallas contra el mar abierto, forma una pequeña cala sin olas y con el agua mucho más templada que en la playa abierta. Es tan diferente que hasta la arena quemaba como en una playa del levante español.
Todo era precioso pero, como no quiero engañaros, ahí discutí con Clara. Le pedí que se diera crema porque está en esa edad en la que cree que quemarse significa ponerse más morena y se negó. Cuando me puse más firme y elevé la voz, me miró muy digna y me dijo: «mamá, por favor, qué vergüenza». Me ardió la sangre y mi amor maternal se consumió en rabia. La hubiera dejado allí, abandonada a su suerte, poniéndose morenísima mientras se abrasaba. De vuelta a la caravana después de casi tres horas en la playa, improvisamos unos sandwiches y emprendimos la marcha a la siguiente parada. Este tramo del día se nos hizo duro porque nos entró la típica modorra postplaya, esa sensación de dulce agotamiento, provocada por la brisa marina y el sol, que invita a cerrar los ojos, amodorrarse y dejarse ir. Yo iba conduciendo y confieso que fue duro mantenerme despierta y alerta por la carretera.
A las tres y media de la tarde llegamos al Bosque de Hoh situado en la parte oeste de la península pero no en la costa, hay que desviarse de la 101 South hacia el este para llegar a él. De todos los sitios en los que habíamos estado hasta entonces, en este fue en el que más gente encontramos, incluso temimos no encontrar un sitio para aparcar la caravana hasta que descubrimos que había sitios especiales para dejarlas. (Los americanos son organizadísimos). La selva de Hoh es uno de los poquísimos bosques húmedos de USA. Al estar situado cerca de la costa del Pacífico pero antes de las cumbres del macizo olímpico, los frentes de lluvia descargan sobre ella durante todo el año. El nivel de humedad es eso, el de una selva, y los árboles tras miles de años de estas lluvias son inmensos. Sé que me repito y que todo el tiempo hablo de árboles o troncos gigantes e inmensos pero es que lo son. Son tan grandes que si tu imaginación los piensa es incapaz de llegar a la realidad de su existencia. Hay abetos de la costa de Oregón, arces de hoja grande, arces enredadera, abetos sticka y chopos negros. Muchísimos ejemplares del de bosque que puedes recorrer siguiendo un sendero panorámico tienen entre 50 y 80 metros de alto. (Para que os hagáis una idea, un edificio de diez pisos de alto puede medir 40 metros) Además de la altura increíble de los árboles y de lo minúscula que te hacen sentir, el bosque de Hoh tiene otra curiosidad. Debido a la humedad en el ambiente, las ramas y troncos de los árboles, especialmente las de los arces de hoja grande y los arces de vid, están cubiertos enteramente de líquenes que les dan un aspecto fantasmagórico, como de bosque encantado de película. Esos líquenes, que no tienen raíces y no tocan el suelo, crecen y crecen cubriendo el árbol alimentándose de la humedad del ambiente.
Se pueden ver a lo largo de todo el recorrido circular pero hay una sección especial que se llama Hall of Moses en la que se concentran varios de los arces más grandes completamente cubiertos de esos líquenes. En medio de una humedad increíble y un verdor que es imposible reflejar en las fotos, esos grandes árboles parecen inmesos perezosos congelados en el tiempo. Los contemplas sintiendo que en ellos hay algún tipo de sabiduría y conocimiento a la que no podrás acceder nunca porque eres insignificante, porque tu tiempo terrenal es infinitamente más corto que el suyo y, sobre todo, porque siempre tienes prisa. En el Hall of Mosses sientes que en no tener prisa, en no correr, está el secreto de la vida.
El circuito circular te acaba llevando a través del bosque hasta la orilla del río Hoh donde nos sentamos a charlas de cosas diversas y a descansar. Al comenzar la ruta estábamos en piloto automático, cada uno arrastrando su propio agotamiento como buenamente podía, pero tras el paseo conseguimos ahuyentar la modorra y reactivarnos para seguir la ruta. Como yo estaba ya muy cansada de conducir, Juan se puso al volante hasta la siguiente parada. Encaramos otra vez la 101 South y disfrutamos de unas vistas impresionantes de la costa del Pacífico, pasamos playas y más playas con un cielo azul inmenso y una luz del atardecer preciosa que brillaba sobre la superficie del mar y sobre los numerosos islotes que, como en Rialto Beach, son el recuerdo de la antigua linea de costa en esta parte del Pacifíco.
Nuestra siguiente parada era el Lago Quinault para ver el Abeto Sticka más grande del mundo. El lago es una preciosidad. Es menos salvaje que los lagos Wenatchee y Crescent porque se encuentra en un entorno más "amable". También lo rodean laderas boscosas pero no son escarpadas ni con pronunciadas pendientes, son más abiertas y en sus orillas hay pueblitos y casas vacacionales con embarcaderos y playas. Recorriendo la orilla volvimos a tener la conversación más repetida de nuestras vacaciones. «¿Te vendrías aquí a pasar quince días a no hacer nada?» «¿Prefieres este lago o uno de los otros?» Yo les dije que me valía cualquiera, que sueño con unas vacaciones sin cobertura y con nueve horas de diferencia horaria, en las que el plan sea no hacer nada, simplemente dormir, leer y mirar el paisaje.
Aparcamos y fuimos a ver el famoso abeto. No sé las veces que he escrito enorme, gigantesco o inmenso en este diario, tantas que para describir este árbol me he quedado sin palabras. No podéis imaginarlo. Solo os diré que tiene mil años y mide 90 metros de altura. Como la tarde estaba preciosa y el lago Quinault nos ofrecia una pradera en su orilla para contemplar el atardecer, en un restaurante con Take Out, pedimos un par de hamburguesas y unas gambas en tempura para cenar. (María se hizo un sandwich en la caravana porque no nos fíamos del restaurante para sus posibles alergias). Extendimos nuestro pareo en el cesped, nos descalzamos y cenamos bajo la luz del atardecer charlando y contemplando al resto de personal que había tenido la misma idea que nosotros. Había un grupo de protoadoslescentes en bikini haciendo el monguer, una familia jugando a las cartas mientras cenaban, y una pareja de señores mayores (y muy feos) con un par de perros muy majetes, a los que, con un instrumento especial para llegar más lejos, tiraban pelotas al lago para que los perros compitieran por cogerlas. Estuvo muy entretenido. Cuando bajo el sol y empezó a refrescar decidimos seguir ruta hasta el camping en el que íbamos a pasar la noche. Llegamos a destino casi a las diez, en el camping solo había otra caravana y un cartel del dueño diciendo "Gone fishing till Monday". «Me ha dicho el tipo que le deje el dinero en la caja que hay en la ventana» nos dijo Juan.
«Pero ¿para qué pagas si no se va enterar?» preguntaron las niñas llevadas por ese instinto tan español de pensar siempre en cometer un delito y más si no van a pillarte.
«Porque es lo correcto».
Un día más nos acostamos reventados pero con la sensación de haber aprovechado el día al máximo.
Mañana más.
3 comentarios:
Qué naturaleza más exhuberante y qué pequeñitos nos hace sentir!! Me está encantando tu recorrido, quiero ir!!
Acabo de leer tu, vuestro, viaje de un tirón. No solo he leído, he disfrutado con esos paisajes maravillosos tan bien descritos, he sentido la lluvia cayendo en el techo de la caravana y el frío del agua de los lagos en mis pies. He recordado Farenheit 451 de tantos años atrás...
Como el viaje no se ha terminado espero seguir disfrutando de él, así que, ponte a ello.
Y,gracias
Yo también me repito, en mi caso, volviendo a decir, ¡pero qué maravilla de viaje! Esos árboles inmensos, ese verdor, ese verano sin calor.
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