martes, 19 de julio de 2022

Washington roadtrip: la llegada


Como decía ayer, conseguir un vuelo más económico, dentro de la pasta que cuesta un vuelo trasatlántico de diez horas y con maletas facturadas, pasa por pegarte un madrugón que chapotea directamente en el insomnio pero eh, que no se diga que no hago sacrificios por mis hijas. El día 1 de julio a las 3:30 de la mañana nos plantamos en el aeropuerto de Barajas para descubrir que no éramos los únicos pringados del planeta por el madrugón. Eso sí, la sorpresa parecían también tenerla los empleados de KLM de facturación (dos exactamente) ante la aglomeración de gente para facturar. Nuestra sorpresa era entendible pero ¿en serio KLM os pilla desprevenidos que haya mucha gente para facturar vuestro propio vuelo? Joder, que no sois el frutero que no sabe si esa mañana irá o no irá gente a comprar picotas. En fin, el misterio del funcionamento de las compañías aéreas. 

Tras la cola, el control de seguridad que, por cierto, es más exhaustivo en Barajas que en Amsterdam y que en Seattle, a las seis de la mañana despegábamos para el primer vuelo. Mis compañeros de viaje tienen el superpoder de los perros de dormir a voluntad. Se sientan o se tumban y dicen: voy a dormir y se duermen. Es como magia. Por supuesto, yo no tengo ese superpoder y si consigo dormir en un avión es siempre treinta segundos antes de que el sobrecargo te informe de que estás llegando o enciendan todas las luces para darte una toallita que permanecerá en mi bolso hasta su descomposición. Llegamos a Amsterdam sin más sobresaltos que mi incapacidad para dormir dispuestos a esprintar por el aeropuerto de Schipol para coger la conexión. 

Dos días antes de mi vuelo, una tía mía muy adorable pero a la que le encanta dar malas noticias me llamó por teléfono. 

—¿Has visto las noticias?
—No sé. ¿cuales?
—La de los aviones.
—¿Qué aviones?
—Todos.
—¿Qué coño pasa con los aviones?
—Que hay muchísimas huelgas y vais a perder los aviones. Entérate bien.
—Prefiero no enterarme, no puedo hacer nada para cambiar un vuelo a Seattle.
—A lo mejor puedes ir por el otro lado.
—¿Qué lado? ¿Por Seul? 
—Yo solo quiero ayudar. 

El caso es que con esa ayuda llegamos a Amsterdam acojonados y aún nos entró más pánico cuando empezamos a correr y descubrimos que Schipol estaba atestado de gente, como la Gran Vía en el puente de diciembre. El cuello de botella estaba en el control de seguridad con una cola interminable en la que, de vez en cuando, un guarda gritaba: «los que vayan a perder el vuelo que levanten la mano». A nosotros, como buenos ciudadanos comunitarios, nos tocaba el control robótico de seguridad. Pasas un torno, metes tu pasaporte, la máquina lo lee, te hace una foto y comprueba si eres la misma persona. Esto que antes lo hacia un policia en 10 segundos, la máquina se toma sus buenos 60 segundos porque además unas veces te hace la foto solo la coronilla, otra te saca solo la papada y si te has dejado el pelo blanco o llevas gafas cortocircuita, no te reconoce y bloquea la salida. Al cargo de este milagro de la inteligencia artificial había dos policias holandeses, un él y un ella, altos, guapos y rubios y visiblemente más interesados en ligar entre ellos que en liberarnos de la supuesta inteligencia artificial. A pesar de todo conseguimos llegar al embarque a tiempo. 

A Seattle volábamos con Delta Airlines y, como ya comenté cuando fuimos a Nueva York, me sorprende muchísimo que en las aerolíneas americanas la edad media de los auxiliares de vuelo está claramente muy por encima de los cincuenta y cinco años con grandes glorias que rozan los setenta. Además, contra todo pronóstico (yo me veo trabajando cara al público con setenta años y acabo en la cárcel seguro), ese personal no está amargado ni es antipático, parecen disfrutar muchísimo de su curro, sonríen y son encantadores. Nosotros, cuando descubrimos que los elfos que asignan asientos nos habían colocado en una fila de las de salida de emergencia que nos permitía estirar las piernas a placer nos volvimos también encantadores y muy sonrientes, casi parecíamos elfos. 

(Este post va a ser largo...lo digo aquí por si queréis ir al baño, dejarlo para mañana...)

Lo más cerca que puedes estar de vivir el Día de la marmota es volar a Seattle desde Amsterdam. Sales a las 10 de la mañana del viernes 1 y llegas a destino a las 11 de la mañana del viernes 1. Es casi magia sino fuera porque tu cuerpo no lo entiende y exige cosas como dormir o apagarse que no puedes darle. Para intentar sobrellevar esa magia llevábamos drogas buenas (con receta, no os droguéis), pastillitas de las que te funden a negro seis horas y hacen que un vuelo eterno se convierta casi en un puente aéreo. Estas pastillas además siempre funcionan igual. Te las tomas y dices: no me está haciendo nada...y cuando te despiertas han pasado seis horas que no han existido. Magia potagia. En las restantes cuatro horas, por cierto, vi Promising Young Woman que me gustó mucho a pesar de que el sonido dejaba mucho que desear. Responsables de aerolíneas que me leéis, subtitulad las películas aunque sea en inglés porque hay veces que es imposible entererarse de qué están diciendo. En fin, conseguimos llegar a Seattle a tiempo. Con nervios, claro. María, que es muy sabia, me dijo: «Mamá, no te emociones, seguro que Clara no está en la puerta cuando salgamos». Yo, con el tono de madre que he visto que ponen en las películas, le dije: «no seas mala, confía en tu hermana». 

Salimos y Clara no estaba. No os fiéis de las películas. 

Tras una tensa espera llena de mensajes absurdos: «¿donde estais?» «en llegadas». «En llegadas ¿donde?» «Yo que sé, no conozco este aeropuerto». «Por aquí no os veo». «Por aquí, ¿por donde?»...apareció, por fin, mi bruja pequeña con su hermano americano, Santi. Hay, por supuesto, un vídeo del abrazo y de los besos. No, no lloramos. No os creáis todo lo que sale en Tik Tok. 

Venga que solo me ha costado mil palabras llegar a Seattle. 

En Seattle, la ciudad en la que en Anatomía de Grey llueve permanentemente, hacía un sol espléndido. (No os creáis tampoco las series) Del aeropuerto fuimos al hotel Sheraton a dejar las maletas y el coche. Nuestra idea era aprovechar el día paseando hasta la hora de la cena en la que el resto de la familia americana de Clara viniera para cenar todos juntos. Si estuvistéis atentos a lo que escribí ayer, os habréis dado cuenta de que algo no encaja. Ayer dije que Clara iba a una familia de una madre soltera y tres hijas y ahora ya hay un hermano y un padre. 

Clara llegó a su familia asignada en agosto y todo fue bien. Empezó el colegio, las rutinas y obligaciones de la casa y empezaron las fricciones. Problemas de convivencias entre las hermanas que creaban tensiones, poco caso a las dos alumnas de intercambio que se encontraban los fines de semana sin posiblidad de salir a hacer nada porque nadie las llevaba en coche, etc. De todo esto yo era muy poco consciente porque Clara siempre me decía que todo fenomenal y porque ella siempre ve el lado bueno de las cosas. A principios de noviembre la situación llegó a un límite, Clara y la estudiante alemana hablaron con la coordinadora, se organizó el family meeting previsto en el protocolo y la familia, lejos de querer arreglar los problemas, dijo que prefería que se fueran. Buscar una familia, con el curso empezado, en la misma zona para mantener los amigos hechos en el colegio no era fácil. Pero antes de que me diera tiempo a preocuparme y agobiarme y yo soy capaz de hacer esas dos cosas en milísimas de segundo, Clara lo había solucionado y se mudó a casa de su amigo Santi. La familia Stonack, Karen y Mike y Alana, les acogió con los brazos abiertos. Después de meses de mensajes y de mails nos íbamos a encontrar para conocerles y, sobre todo, para darles las gracias por cuidar a Clara. Pero claro, había que hacer tiempo seis horas. 

Seattle no es una ciudad especialmente bonita ni tiene un centro "visitable". Esto que le pasa a muchas ciudades americanas. A esta zona llegaron los primeros colonos en 1850, antes de ayer como el que dice. Obviamente antes vivían innumerables tribus nativas americanas que no construían ciudades y de las que queda poco rastro más allá de unas cuantas reservas con sus casinos correspondientes y algunos nombres topográficos. Seattle-Tacoma-Bellevue (donde vive Bill Gates) es la capital del estado de Washington y está situada entre el lago Washigton y la bahía de Puget Sound y pegada, obviamente, al Pacífico.  En nuestro paseo desde el hotel nos sorprendió el poquísimo tráfico que había (viven 700.000 personas) y aún más los escasos peatones un viernes a las dos de la tarde. Sabíamos que en Estados Unidos todo el mundo va en coche pero en una gran ciudad esperábamos ver más gente en una mañana laborable. Nos encaminamos a la zona de Pike Place Market, un antiguo mercado reconvertido, como pasa también en Madrid, en una atracción turística. Entre los puestos que quedan de pescado y fruta (en uno compramos unas cerezas espectaculares y melocotones deliciosos), se mezclan puestos de ramos de flores bastante feos, otros de antiguedades y muchos turistas. Es un paseo curioso pero poco más. 

Pegado al Pike Place Market está el primer
Starbuck de la historia. ¿Qué interés tiene esto? A mí parecer ninguno pero estoy claramente en minoría porque había una cola espectacular de gente para entrar. Tampoco tiene el más mínimo encanto otra de las grandes atracciones turísticas de Seattle: un callejón completamente cubierto de chicles pegados a las paredes, al suelo, al techo. Es una guarrada monumental que el único interés que tiene es preguntarte: ¿A quién se le ocurrió esta majadería Nosotros pasamos del Starbuks y cruzamos el callejón con rapidez y bastante asco y nos dirigimos a la gran noria porque si estás de vacaciones en la otra parte del mundo, te has reencontrado con tu hija después de un año y en una ciudad en la que, por lo visto, siempre llueve luce el sol en un cielo completamente azul...¿cómo no vas a subir a una noria para celebrarlo? Es casi como si fuera una película. (Recordad..no os creáis...) 

Desde la noria se veía toda la bahía y lo mejor de todo Mont Rainier al fondo. Mont Rainier es el volcán más alto de Estados Unidos, se eleva 4400 metros sobre el mar y a pesar de que se ve desde toda la ciudad está a 87 km de Seattle. Es un monte imponente que no puedes dejar de admirar cada vez que te lo encuentras al tomar una curva, subir por una cuesta o llegar a lo alto de una noria. Es majestuoso y parece, al mismo tiempo, protector y peligroso. Ya volveré sobre él pero la vista desde la noria fue chulísima. 

Nos encaminamos hacia el hotel no sin antes parar en una libreria/papeleria en el que nos volvimos un poco locas. Ahí fue donde empezamos a comprar las preciosas postales y stickers que hemos coleccionado en el viaje. Después de esto las fuerzas empezaban a fallarnos, nuestros cuerpos sabían que llevábamos 24 horas danzando y empezaban a revelarse asi que nos encaminamos hacia el hotel a ver si podíamos descansar algo antes de la cena pero fue llegar y llegar la familia Stonack: Mike, Karen y Alana 

Nos reunimos en el lobby del hotel, en esas mesas con silloncitos que, cuando te alojas en un hotel, nunca entiendes quien tiene tiempo para ocupar. Pues ya lo sé. Mike tiene 63 años y lleva cuarenta años conduciendo camiones para el supermercado Safeway. Si te dicen que tiene 50 te lo crees, es macizo, con amables y dulces ojos azules, un pelo cano que seguramente fue rubio y unas manos como para despedazar osos sin pestañear. Karen es agente inmobiliaria, tiene poco más de cuarenta años y es una de esas personas que con su manera de hablar consigue caldear un ambiente. Alana, tiene doce años y comparte con su madre la belleza y la dulzura pero todavía no lo sabe, una timidez inmensa coloniza, por ahora, cualquier posibilidad de descubrirse. Nos abrazamos, nos besamos, nos presentamos y repartimos regalos. Mike traía para Clara un album con fotos de su año con la familia y cartas que cada uno de ellos le habían escrito. Hay que aclarar que ellos estaban tristísimos por la marcha de Clara y se les saltaban las lágrimas cada vez que hablábamos del año siguiente en España. Nosotros también llevábamos regalos, por supuesto. Una lámina de Madrid, un colgante, una pulsera y luego queso de Mercadona, picos, aceitunas rellenas de anchoa y membrillo. Regalos de calidad. Charlamos sobre Clara, sobre España, sobre la siesta, la comida, la pandemia, los toros, los Sanfermines y cualquier otro tópico español que podáis imaginar mientras hacíamos tiempo para ir a cenar. Creo que hablé de Hemingway pero no me hagáis mucho caso porque mi cerebro ya funcionaba en automático. 

Al restaurante que habían reservado había que ir en coche asi que nos repartimos. Los chavales en uno con Santi (allí se conduce con 17) y los adultos en otro. A Karen y Mike no les gusta Seattle, les parece peligroso. A mí no me lo pareció pero tampoco conozco la ciudad, simplemente no vi gente suficiente en la calle como para percibir peligro. Lo que sí hay en Seattle es muchísimo más homeless que en Madrid. Fruto de su economía, su individualismo y su total falta de red social, cuando alguien pierde el trabajo, tiene una enfermedad mental o sufre una adicción las posibilidades de quedar fuera del sistema son altísimas (el último día del viaje en el Museo del Pop, ya llegaremos a eso, vi una estadística escalofriante: 7 de cada 10 americanos están a un solo cheque de paga de quedarse sin casa). En Seattle los homeless se establecen en campamentos en cualquier sitio, en cualquier calle. No quiero decir con esto que estén en todas las calles, ni siquiera en muchas, pero que hay campamentos montados. Yendo a cenar, por ejemplo, Mike esquivó a un hombre que estaba tirado en mitad de una calle, imaginad la calle Goya, entre los coches que circulaban. Terrorífico. 

En la cena con vistas al atardecer en la bahía seguimos charlando de cosas variadas y de la próxima visita de Santi a España (vendrá a Madrid en agosto para pasar con nosotros tres semanas) y después volvimos al hotel para despedirnos de ellos. Todos lloraron al despedirse de Clara, lloraban desconsolados, tan desconsolados que casi me daba pena que mi hija se volviera conmigo dejándolos abandonados. Es una sensación muy extraña que unos completos extraños, al fin y al cabo nos acabábamos de conocer, quieran tantísimo a tu hija. Sientes algo muy extraño, una mezcla de orgullo, de alegría y, sobre todo, de agradecimiento infinito por el amor que le han dado a tu hija mientras tu estabas en la otra parte del mundo. Sentí que durante este año había estado en el lugar correcto. Por ella y por ellos. 

El agotamiento pudo a la pena y tras despedirnos de todos ellos subimos a la habitación a desmayarnos. Mis tres lirones se durmieron como ceporros sin pestañear. Yo, haciendo honor a la ciudad que me acogía en nuestra primera noche allí, pasé la noche Slepless en Seattle con estas vistas.(A Nora Ephron hay que creersela siempre)




Mañana más... empieza el road trip. 

8 comentarios:

Asunix dijo...

Ana, gracias mil por tus relatos del viaje. Espero con fruición el siguiente.

Hermano E. dijo...

Mi hija tuvo un breve intercambio con una familia inglesa y fue un horror, la hicieron sentir mal desde el primer momento y nos lo hizo saber, con lo cual nosotros lo pasamos fatal.

A mi hijo sin embargo le fue genial con una familia italiana.

La verdad es que es una lotería.

Barbara dijo...

A mi sobri el primer año (pandemia 100%) le pasó lo mismo y tuvieron que cambiarla de familia porque con el rollo de covid y las clases online no salía nada. Se lo pasó tan genial que tb hizo 2 de bachiller y este año ha sido la super mega bomba. Tanto que x casi no vuelve. En todo caso, comparto lo que dices, tienen que querer y aun asi, tener suerte. Qué guai leerte! Esperando el siguiente

Agustí dijo...

Impagable tu tía y su "yo solo quiero ayudar".

Esther dijo...

Todos tenemos cerca a alguien como tu tía que nos quiera ayudar de esa forma, me ha hecho mucha gracia. Qué bien describes el encuentro, deseando seguiros en el resto del viaje.

Anónimo dijo...

Lo que va a dar de si este diario y lo que vamos a disfrutarlo, esperando la próxima entrega.

jota dijo...

Quedo enganchado

Anónimo dijo...

Qué arte...solo puedo decir... qué arte y cuánto he disfrutado leyendo esto.