jueves, 6 de mayo de 2021

Unos cuantos cuandos

Cuando tenía seis o siete años, al llegar a Los Molinos para pasar el verano, bajábamos andando a la zapatería y mi madre nos compraba zapatillas camping para todo el verano: azules, amarillas, rojas. Las compraba con la esperanza de que nos duraran hasta septiembre pero al cabo de un mes más o menos, las habíamos destrozado por la puntera y nos asomaba el dedo gordo por la puntera. Supongo que de niño los pies crecen muy deprisa. Echo de menos las camping y las rutinas anuales. La zapatería sigue igual. Cerró hace años pero el escaparate permanece con los últimos pares de zapatos que Mari, la zapatera, tenía a la venta y si pegas la nariz al cristal, la zapatería por dentro sigue igual. Marí pasea por el pueblo y creo que nos reconoce a todos y se acuerda de nuestros pies. 

Cuando empecé a trabajar cogía muchos trenes, casi cada fin de semana. Un domingo, abracé a un hombre en un andén de una estación y le dije le quería. Él no contestó. No dijo nada. En aquel momento no me pareció importante o, quizás, le quité importancia pero es un recuerdo que vuelve a mí de vez en cuando y casi siempre cuando estoy en un andén, esperando un tren. 

Cuando estaba estudiando en la universidad mi madre quería que me fuera a Bruselas en verano. Habló con amigos suyos que vivían ahí, me buscó unas prácticas, discutimos, nos gritamos y yo me negué. Un día, a finales de mayo o junio, en lo más duro de la batalla que teníamos entre nosotras, fui a un concierto de Johnny Winters en el antiguo pabellón del Real Madrid. Al salir, hablé de ir a Bruselas con los amigos del que era mi novio por entonces. No recuerdo que me dijeron, ni que les dije yo pero, a veces, pienso en esa conversación y en que si le hubiera dicho a mi madre que sí, quizá mi vida sería distinta. O no pero conocería Bruselas.  

Cuando estudiaba historia en la facultad de la Universidad Complutense, mi novio de entonces venía muchas tardes a verme. Se suponía que estábamos estudiando pero nos dedicábamos a darnos el lote hasta desgastarnos retozando en los terraplenes de hierba que daban a la carretera de La Coruña. En una de esas tardes, se nos hizo de noche. Al día siguiente vino muy compungido porque había perdido su reloj. Era un reloj Casio negro, digital, sin correa porque él era y es (creo) uno de esos hombres maniáticos a los que cosas absurdas como los cuellos de las camisas o las correas de los relojes les molestan. Llevaba ese reloj en el bolsillo y lo sacaba cada vez que quería ver la hora. Lo había perdido y estaba desolado. Volvimos al terraplén y lo encontramos. No sé si seguirá teniéndolo pero seguro que no lleva reloj. Era muy cabezota. 

Cuando murió mi abuelo José Luis, al que yo adoraba, no me dejaron ir al tanatorio. Me dijeron que me quedara en casa de mis abuelos por si llamaba alguien preguntando donde era el velatorio. Era una casa enorme a la que se podía dar la vuelta entera. Me encantaba aquella casa, me gustaba estar en ella porque me parecía que convivía con los fantasmas de la infancia de mi madre y de mis tíos, que podía verlos protagonizando todas las historias que mi madre nos contaba (es una grandísima contadora de historias aunque ahora sospecho que hay cosas que se inventa). Paseé por la casa, intentando encontrar la huella de mi abuelo en su butaca frente a la tele, su olor en la almohada de su cama, el roce de sus manos artríticas en su despacho. Su butaca y su mesa de despacho están ahora en nuestra casa de Los Molinos y me los pido en la herencia. Aquel día, me senté en su silla y recordé todas las tardes que había pasado allí, con él, acercándole papeles, ordenando documentos, charlando. Me senté y esperé. Ensaye las palabras que diría cuando alguien llamara preguntando. No llamó nadie. 

Cuando éramos pequeños, nos íbamos a Benidorm con mi madre mientras mi padre se quedaba en Madrid trabajando. En aquella casa el dormitorio principal tiene una puerta a la terraza y se ve el mar. Con diez años aquella cama me parecía gigantesca y me gustaba tumbarme allí a leer. Una mañana, mi hermano pequeño que por entonces tenía año y medio, andaba por allí agarrándose a los muebles caminando torpemente. De repente, se agarró a la llave del escritorio y empezó a convulsionar. Me quedé sin respiración mirándole. No podía ni gritar. Lo siguiente que recuerdo es correr escaleras abajo con mi madre que llevaba a mi hermano inconsciente en sus brazos y correr después por la calle hacia un puesto de la Cruz Roja que había en la playa. Era 1983. En la ambulancia miraba su cuerpecito intentando comprobar que respirara. "Por favor, que no se muera" pensé. 

Cuando tenía 16 años por fin pude tener un cuarto para mí  en Los Molinos. No salía de él, la sensación de independencia, de control, de tener un espacio para mí sin pelearme con mi hermana y caos me encantaba. Treinta y dos años después sigo en este cuarto, sigue siendo solo para mí y me sigue encantado. Eso sí, ahora compartiría con mi hermana absolutamente todo, tenerla es de lo mejor que me ha pasado en la vida.  

Cuando tenía veinte años, en un viaje a esquiar, un monitor de esquí me dijo: te voy a llevar a la frontera. Eran las cuatro de la mañana y habíamos tomado mil copas. Le miré y le pregunté ¿a Francia? Y me dijo: a la frontera del placer. No fui a esa frontera pero las risas y los chascarrillos que esa frase me ha proporcionado a lo largo de los años seguro que han merecido mucho más la pena que las posibles actividades amatorias de aquel monitor. 

11 comentarios:

Asun dijo...

¡Qué delicia leer tus historias!

Peter dijo...

Pues lo de Bruselas me parece un gran error. Es una ciudad muy sosa , sí, y más allá de la Gran Plaza y un par de museos turísticamente no ofrece mucho. Pero las cervecerías y su situación en un punto que todo Europa Central parece estar cerca , incluido Londres, compensan todo lo negativo.

Yo también rompía pronto las camping, azules siempre en mi caso

Di Vagando dijo...

Me ha encantado este post. Me ha llevado a esto: en la uni fuimos una semana a esquiar y tuvimos un monitor de Pamplona, Míkel, q me gustaba mucho (me bajó una pista a caballito, pero esa es otra historia). La última noche fuimos todos de fiesta por Jaca y por fin le vi los ojos, escondidos por unas gafas de espejo de esas deportivas durante toda la semana. Lo de la frontera lo dejo abierto, como en los relatos yankis.

Di

Anónimo dijo...

....los monitores de esquí son un clásico, de cerca los guitarras de la banda de música de las fiestas mayores

Di Vagando dijo...

jajaja ANónimo... sabes ese chiste de "ah, tocas la guitarra en un grupo? Me voy quitando la ropa" ...

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Anónimo dijo...

Enhorabuena por el post Moli, me ha gustado mucho. Con tu estilo, me ha recordado a Lucia Berlin.
Pasan los días y seguimos esperando un post sobre el resultado de las elecciones de Madrid....

Eva Mª. Serra dijo...

Uf, qué bonitos recuerdos, tus cuándos... ¿me los prestas?

Pilar dijo...

Jajaja jajaja jajaja
Me ha encantado

sonia dijo...

Muy bonito el post!Me ha gustado especialmente el segundo párrafo;me ha hecho recordar esa sensación que,tras mucho tiempo pasado,te deja un recuerdo,que en su día no fue relevante pero que hoy lo recuerdas de forma brutal...

Anónimo dijo...

Seguro que tu ex novio, el del reloj, ahora mira la hora en el móvil... ¡¡con lo que me gustan los hombres con un buen reloj!!

JULIET

Yoya Fernández dijo...

¡En ese concierto de Johnny Winter estaba yo! Ni lo conocía seguramente pero si mis hermanos mayores iban tenía que ser bueno. ;-)

Yoya