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miércoles, 8 de noviembre de 2017

Luchando contra el adolescentismo

En mi lucha contra el adolescentismo que está llegando a mi vida, estoy desarrollando una serie de mecanismos de defensa para conseguir llegar a la siguiente etapa de la vida, la adultez de mis hijas, sin haber muerto de una subida de tensión, un ataque al corazón y, a ser posible, con todo el pelo que tengo ahora mismo. He dicho mecanismos de defensa porque por ahora es a  lo que llego. Confieso que estoy desbordada por el adolescentismo de mis hijas y por ahora, todo lo que puedo hacer es defenderme para que no acaben conmigo. Confío en que llegue una etapa más ofensiva en la que las que tengan que defenderse sean ellas pero por ahora me conformo con replegarme a mis cuarteles para no volverme loca. 

El primer mecanismo que he aprendido es no acercarme a su armario. Ni mirarlo, aunque esté casi siempre con las puertas abiertas. Ni acercarme, ni tocarlo, ni asomarme. ¿Qué tienen ahí dentro? Pues para mí, como si hubiera un pasaje a Narnia.

El segundo mecanismo es asumir imperturbable que lo que no son capaces de encontrar, no existe. No, no es que no busquen bien. No, no es que no sepan mirar. No, no es que busquen como hombres esperando que lo que sea que están intentando encontrar salga a su encuentro. No. Si no encuentran algo, lástima, ese algo ha desaparecido. ¿Quizás está camino de Narnia a través del armario? Quizás pero, como ya he dicho, yo a Narnia, no voy. 

—Mamá, ¿dónde están mis pantalones blancos?
—Están en el cesto de la plancha. 
—No hace falta plancharlos.
—Me alegro. Eso que te ahorras.
—Pues no están. 
—Pues eso que te ahorras también. 

Es importante recordar que cuando, por casualidad, encuentro lo que sea que ellas han dado por perdido, no cogerlo y decir "¿Veis como si estaba?". Ese algo, lo que sea, es invisible para mí. (Advierto que esto cuesta) 

El tercer mecanismo es reajustar expectativas combinándolo con una sabia y necesaria regresión a los primeros momentos de la maternidad, cuando descubrí que nada es cómo te han contado. Cada vez que vuelvo a casa, en vez de imaginar una entrada triunfal en la que mis hijas, según oigan el delicioso tintineo de mis llaves en la puerta, aparecerán por el pasillo dispuestas a saludarme y contarme su día, tengo que bajar esas expectativas a la realidad: el eco de mis pasos por el salón a oscuras mientras grito: ¡Hola! ¿Hay alguien en casa? Un poco después, según avanzo por el pasillo y veo luz salir de su cuarto, me tranquilizo porque sé que no estoy sola y, entonces, tengo que controlar el miedo desenfrenado pensando que quizás me las voy a encontrar desmayadas, muertas, despedazadas por lo que sea que ha salido de su armario. 

—¡Ah! Hola, mamá. 

Así me gusta, la efusividad supurando por todos sus poros. No me extraña que nadie de Narnia quiera devorarlas, seguro que no saben a nada.  

Mi cuarto mecanismo de defensa es que he desarrollado el superpoder de no ver qué llevan puesto. Para mí, mis hijas siempre llevan el traje nuevo del emperador. Hasta hace poco, era como el famoso listillo del cuento que le gritaba al rey "¡va desnudo!", pero he descubierto que es mucho mejor la opción contraria. 

—¿Qué tal voy?
—Perfecta. 
—No te gusta.
—Perfecta. Estupenda. 
—Pues no me voy a cambiar. 
—Me parece muy bien. 
—Valeee, me cambio.
—Como quieras.


La última herramienta defensiva es adoptar el silencio como manta protectora. Nada de pensar en el silencio como algo incómodo. Nada de obsesionarse con que el silencio es un problema de comunicación. Hay que olvidar todas esas cosas que has leído sobre la importancia de la conversación, de charlar con tus hijos, de compartir temas. Todo eso es importante pero si para conseguirlo tienes que sacar el sacacorchos del cajón de la cocina y embutírselo en la garganta, quizás no sea tan buena idea. Si las respuestas a todas tus preguntas son: sí, no, no sé, me da igual, no me acuerdo, es muchísimo mejor usar el sacacorchos para abrirte una botellita de vino y sentarte a esperar que les apetezca hablar contigo. 

Hay que disfrutar el silencio para leer, dormir o, simplemente, para concentrarte en no abrir el armario y ordenar Narnia al grito de ¡no vuelvo a compraros ropa hasta que no sepáis tener esto ordenado!


jueves, 17 de febrero de 2022

Le sigo en redes


A la entrada hay cola pero dispersa, como si los que están esperando no quisieran que la gente supiera que están esperando, como si fueran invitados de lujo que pueden no hacer cola porque dentro tendrán un sitio, el suyo, reservado. A pesar de la difusión de sus límites, no me fío y pregunto. No quiero colarme pero tampoco quiero quedarme detrás de alguien, haciendo el panoli, para luego darme cuenta de que están ahí, parados en medio de la calle Fuencarral, por algún otro motivo que no es entrar en la presentación de un libro. Me coloco detrás de un par de chicas (sí, son chicas, son más jóvenes que yo, mucho más jóvenes...). Una es altísima y muy guapa, con el pelo muy oscuro y las auténticas hebras de canas. Pruebo a contárselas, quizá tenga siete, ocho, doce pero las tiene estratégicamente repartidas para que, dado lo joven que es, parezcan interesantes. Lleva una mascarilla muy muy fea, que se nota escogida con mimo. No puedes tenerlo todo: ser alta, guapa, con canas interesantes, simpática y con gusto para las mascarillas. Hay que elegir. «¿Has leído algo del autor?» le pregunta su amiga. «No, nada, pero le sigo en redes» contesta ella. En el control de seguridad recojo un mechero que se les ha caído y se lo doy. Me sorprende que fumen, que lleven mechero, no sé porqué tengo la sensación de que ya casi nadie fuma. «¿Viene usted al evento?» Asiento y mientras dejo el bolso en la cinta de seguridad pienso que hay que hacer algo para dejar de usar la palabra evento para todo. "Eventos, bodas y celebraciones", "El mayor evento del podcasting", "Hay que convertir ir al cine en un evento". Ya. Basta. Esto es la presentación de un libro. Mientras subo las escaleras detrás de las dos chicas pienso que presentación de libro tampoco me gusta. Estoy enfurruñada, cansada y me duele el hombro izquierdo. Hace cuatro años, cuando me operé del izquierdo, me dijeron: «es probable que en unos meses u años te de guerra el otro, porque el operado se protege y el otro sufre» A mí, aquello me pareció un poco profecía de posos de café, recuerdo que pensé: soy diestra, el hombro izquierdo no me dará problemas. Mientras me quito el abrigo con muchísimo cuidado para que no se me salten las lágrimas y me siento oteo al público. Rango de edad, desde los setenta y muchos a los veinti pocos. Un autor de amplio espectro, como el Monopoly, "De 0 a 99 años". Repaso un poco por encima y digamos que mitad hombres y mitad mujeres. Sitios vacíos. Habían anunciado el completo pero, en estas cosas, siempre hay gente que reserva y como es gratis no aparece. No hay que ser esa gente. A lo mejor hay más gente por ahí que solo conoce al autor por redes y se ha quedado con las ganas de venir a comprobar en persona merece la pena. 

Empieza el acto. Son todos iguales. El que escribe y el que presenta que siempre sale con su ejemplar leído, con las esquinas dobladas o con mil quinientos posit de colores, y un montón de páginas escritas. Es una pose que solo puede decir dos cosas: preparo oposiciones o me he leído el libro y me lo sé mejor que nadie. En las presentaciones en este sitio siempre me fijo en los pies de los protagonistas del acto, en sus zapatos. El autor lleva calcetines amarillo pollo. ¿Se los habrá puesto por coquetería esperando que alguien se percate o se los habrá puesto por desesperación, porque eran los únicos limpios en el armario, y espera que nadie los vea? Me distraigo intentando saber si lleva los dos calcetines del mismo color o su cajón de calcetines es como él y lleva uno amarillo y otro morado. En primera fila hay unos zapatos fucsia. ¿Me atrevería yo con esos zapatos? 

«Tener la culpa es una cosa feísima» ¿De cuántas cosas tengo ya la culpa? Peor que ser culpable, es echarle la culpa a otro. Me distraigo pensando muy de refilón, porque no quiero entrar ahí, en la cantidad de cosas de las que soy culpable y en que más feo que tener la culpa es echársela a otro y en la cantidad de gente que es un profesional de batear culpas hacia los demás. Cuando vuelvo al acto, el señor que está a mi derecha está roncando. Pero, pero, pero...¿en primera fila? ¿apoyado en el hombro de su amigo? Casi me indigno pero se me pasa porque me solidarizo con él, estoy agotada y me duele el hombro. ¿Y si me apoyo en él y hacemos un trenecito de gente durmiendo como el que hacía con mis hermanos en el Seat 131 de mi padre? «Pensamos que el futuro va a tardar muchísimo en venir» Depende de qué futuro, el fin de semana siempre tarda muchísimo en venir, pero, por ejemplo, yo ahora mismo veo los cincuenta ahí, ya, entrando por la puerta. El futuro que siempre tarda en llegar es el de «cuando tenga tiempo», dudo incluso que sea un futuro, creo que no existe, es Narnia. Ahora mismo creo más en la existencia de Narnia que en el "cuando tenga tiempo".  Reconozco gente que no me conoce, gente a la que a lo mejor le sueno pero que achinaría los ojos con cara de pensar muy fuerte si me acercara a saludarles. No lo haré, prefiero creer que se van a quedar pensando «mmm...la conozco de algo». 

«No dimitir es una invención española que tenemos que defender porque tampoco inventamos tanto» El autor está contento, feliz incluso. Se le nota todo y yo me alegro por él. 

¿Y si escribo sobre esto? pienso cuando me marcho. 

¿Y si me compro unos calcetines amarillos? 

viernes, 24 de abril de 2020

Estos días. Cosas tontas que no entiendo

No entiendo los juegos de cama con una sola funda de almohada muy larga en la que se supone que has de acomodar dos almohadones. No las entiendo, ¿a quién se le ocurrió? No conozco ninguna pareja lo suficientemente bien avenida como para compartir una funda de almohada. ¿Una cama? sí, ¿un pijama? también. Una funda de almohada no hay amor verdadero en el mundo que tener que despertarte cada vez que tu pareja quiere darle la vuelta a la almohada o abrazarse a ella. ¿Por qué tengo una funda de almohada así? No lo sé. En esta casa hay armarios con más misterios que Narnia y más capacidad que un petrolero y cuando cambié las sábanas saqué el primero juego que encontré. Cada noche pienso que odio esa funda de almohada y que al día siguiente la cortaré y haré dos almohadones. Por lo visto, por las noches, me creo Batman. 

No entiendo tampoco que ha pasado con los tenedores pequeños de mi infancia. ¿Por qué ya no hay tenedores de postre en ninguna casa? Incluso en esta casa con cajones inmensos llenos de cosas que dejaron de tener utilidad hace treinta años, los tenedores de postre escasean. En IKEA, ese lugar que nos enseña cómo debemos vivir, no venden tenedores pequeños. Alguien podrá decir ¿para qué quieres un tenedor pequeño? Y yo puedo contestar ¡para comer fresas! ¡para pinchar anchoas! ¡para comer mejillones! Por supuesto tampoco entiendo porqué las cucharitas limpias se acaban tan deprisa. 

No entiendo tampoco el patrón de sueño de mis perros. Si fuera de verdad Batman o si supiera manejar un excel, hacer coordenadas y llevar un registro metódico, monitorizaría los sitios del jardín donde se duermen para intentar saber si responden a algún estímulo, a alguna variable del tipo "aquí da el sol", "me gusta este trozo de pradera" o "me parece que tengo calor en la tripa voy a apoyarla en el frío suelo" o es más bien algo como "qué pereza dar un paso más". Ojalá Turbón hablara y pudiera contarme porque cuando más llueve se tumba debajo del abeto en vez de meterse en la caseta o en otros mil sitios más resguardados. 

No entiendo porqué mi madre tiene menos confianza en mis habilidades que en cualquiera de sus montañeros de Alaska. Entiendo que yo no sé manejar una motosierra ni construir una cabaña ni curtir pieles de marta pero hay alguna cosa creo que sé hacer. Ella no comparte mi opinión.

–No funciona la desbrozadora.
–Mira a ver si han saltado los enchufes. Están en el cuadro y mira donde pone "enchufes". 
–¿Me lo vas a deletrear?

–Ya lo he mirado. Está todo bien en el cuadro. 
–¿Seguro? Voy a mirar. 
–¿El qué?
–Si han saltados los enchufes.
–Pero si vengo de ahí, acabo de mirarlo y ya te he dicho que está bien. 
–Por si acaso. 

Y así paso los días, sin cumplir mis propósitos nocturnos, preocupada por la desaparición de los tenedores de postre y los hábitos de siesta de mis perros y asombrándome de haber llegado a los cuarenta y siete años siendo, por lo visto, una completa inútil.  


PS: he adoptado un look muy años sesenta y llevo un pañuelo en la cabeza para intentar dominar el pelochismo de la cuarentena y las canas.


viernes, 13 de diciembre de 2019

La casa y los trapos

Varios trapos de cocina de un color indefinido  que alguna vez fue blanco y que nunca están dónde los buscas cuando te das la vuelta con las manos mojadas o llenas de restos de harina. Trapos que han ayudado a recoger cafés derramados, manchas de tomate frito y vomitonas inesperadas. Trapos con dibujos de tenedores, con frutas y verduras borradas, con «recuerdo de Portugal» estampado en letras todavía legibles a pesar del millón de lavados. Un taper sin tapa. Una tapa sin taper. Tarros de cristal con las tapas desparejadas. Un molde de bizcocho que cada vez que abres el armario grita «por favor, sácame de aquí, haz de mí un cacharro útil». Un marco con la foto torcida, has perdido la cuenta de todas las veces que has pensado «mañana la coloco». Una fotografía que ni siquiera te gusta. Una llave que no es de ninguna puerta pero que no se tira por si acaso es la entrada a Narnia o la manera de escapar. Dos ruedas de cochecito de juguete. Una cabeza de clic. Bolsas de botones de repuesto de ropa que ya no tienes. Una percha en la que la ropa se cae. Un jarrón que no se sostiene. Velas casi consumidas imposibles de encender que se aferran a sus portavelas. «Mañana miro en internet como fundirlas para sacarlas de ahí». Una bombilla de luz azul «Caroline sigue la Luz», comprada por error, en una lámpara que nunca se enciende precisamente porque tiene esa bombilla. Pilas usadas esperando ese viaje al contenedor que nunca llega. Tres paraguas, un bastón, un par de muletas para prestar y necesitarlas tres días después. Un cajón con fotos. Demasiados papeles por ordenar. Panfletos de Carrefour. recibos que dejaste ahí pensando «para que no se me pierdan» y ahora ni siquiera recuerdas de qué son. Una lata de melocotón en almíbar. Borrador mágico de paredes, recuerdo de cuando tus hijos eran creativos en tus paredes. Un cinturón demasiado grande. Otro demasiado ancho. Uno que no sabes cómo ha llegado a tu armario. Un enchufe con ladrón en el que solo hay un aparato enchufado. Marcapáginas sin libro. Un calendario. Bolis que no pintan. Listas de la compra que han esperado todo el verano para volver a encontrarse contigo en el fondo de ese abrigo. Calcetines desparejados. Pinzas de plástico que se rompen y que te juras no volver a comprar. Trapos de cocina limpios, sin estrenar, al fondo de cajones que casi nunca se abren. Trapos de cocina comprados para sustituir a los de color indefinido que no consigues limpiar pero que tampoco se tiran porque... no sé porqué pero nos pasa a todos. 

No me fió de una casa en la que no hay algo de todo esto. Sospecho que es un piso piloto o un escenario de IKEA. 


martes, 8 de enero de 2019

El bar cutre y el bar cuqui

En los bares cuquis no hay barra. Están pensados para gente con mucha vida interior y ocupadísima que necesita una mesa, tres sillas y un enchufe y por eso la barra es mínima. Entras en un bar cuqui pides un café,  te sientas,  y cuando miras a tu alrededor piensas ¿pero este bar no estaba en Valladolid? Y no, no está en Valladolid pero las mesas blancas, las sillas de colorinches despellejados, las lámparas industriales más falsas que la sonrisa de los camareros, los polos negros que llevan puestos los empleados y la espumilla en forma de espiga coronando tu café son exactamente iguales a las mesas blancas, las sillas de colorinches despellejadas, las lámparas industriales falsas, los polos negros y los bollos industriales marcados como Home made del bar de Valladolid en el que desayunaste hace quince días. Hasta jurarías que los camareros son los mismos. 

En los bares cutres las mesas son para los cobardes. En l barra está la vida. Un bar cutre se parece a otro bar cutre en que es oscuro, el suelo es de gres horroroso, las tazas de café te recuerdan a los días en los que ibas con tu padre a desayunar a un bar y te sentías especial, en los periódicos arrugados encima de la barra y en que tiene el mismo escaparate de tapas que todos los bares cutres del mundo. (Espero que el fabricante de escaparates de tapas se esté reciclando y haya empezado a fabricar vitrinitas cuquis para cupcakes y muffins porque lo de las tapas de chorizo al vino y ensaladilla rusa se está extinguiendo). 

En un bar cuqui el camarero te va a preguntar qué quieres y cómo lo quieres y te dará tantas opciones que acabarás contestándole: ME DA IGUAL, acaba con esta tortura, lo que tú quieras pero dame un café. En un bar cutre, esperarán a ver qué pides y si repites varios días seguidos durante semanas, al final el camarero sabrá lo que quieres. Eso no quiere decir que le caigas bien, ni bien ni mal, pero hace bien su trabajo. En el bar cuqui el camarero también hace bien su trabajo que consiste en no recordar nada más allá de las infinitas opciones que el establecimiento ofrece. Y decirte que se llama Bruno. 

El bar cuqui está pensando para que todo el que pase por la calle vea todo lo que hay dentro, incluido tú, tu libro, tu ordenador, tu acompañante y lo que estás tomando. En un bar cutre siguen la máxima de Narnia, la aventura está al otro lado de la puerta. 

Sé que sueno un poco Marías, un poco vieja refunfuñona (cosa que, por otra parte, he sido toda la vida) pero me preocupa el avance de los bares cuquis porque son todos iguales, porque aparecen y desaparecen, porque no permanecen, porque soy incapaz de recordar sus nombres «el bar ese blanquito que han abierto» «el de las sillas de colorines enfrente de la biblioteca», porque no puedo fijar recuerdos en ellos ni imaginar historias que no se parezcan mucho a un capítulo de cualquier serie americana. Los bares cutres a veces dan miedo, a veces son tan cutres que desearías llevar los zapatos plastificados, a veces me revienta no poder mover los taburetes de lo que pesan pero los distingo unos de otros. No soy una gran frecuentadora de bares, ni cuquis ni cutres, pero puedo contar historias de La Fuentona, el bar en el que mi padre desayunaba todos los días y su camarero Fidel, o de la cafetería Santander dónde hace poco tuve un desayuno genial o de La Parisien, el bar cutre pegado a mi casa por el que paso todos los días desde hace trece años y en el que jamás he entrado. Es un bar cutre, oscuro, con camareros de camisa blanca y mesas de formica con manteles de papel y vasos de caña para las comidas, un bar oscuro en el que la tele siempre está encendida con fútbol o toros, es la destilación perfecta del bar cutre y siempre siempre está lleno. En la esquina, justo a su lado, en el antiguo local de un banco, han abierto un bar cuqui y sufro pensando que algún día La Parisien enfermará del virus cuqui y me quedaré sin conocer su encanto. 

Lo mismo mañana desayuno en La Parisien.  


sábado, 9 de octubre de 2021

Lecturas encadenadas. Septiembre

Redoble de tambores, tenemos algo nuevo en este blog tan repetitivo y tan "centrado en mí" (como me reprochó un gran anónimo al que guardo un huequito en mi corazón por esa crítica tan perspicaz), algo que no había ocurrido nunca. Por primera vez, desde que escribo Lecturas encadenadas, solo he leído dos libros en un mes. Además, en un mes en el que no he parado en casa más que para dormir, mis dos lecturas han resultado ser claustrofóbicas, las dos novelas transcurren entre cuatro paredes. No voy a decir esa cursilería de "los libros te eligen" porque no tiene ningún sentido pero es curioso como en un mes en que yo he sido todo para fuera, mis dos protagonistas vivían dentro, enclaustrados casi. 

Ninguna de las dos lecturas es nueva así que no esperéis sorpresas aunque puede que si encontréis brevedad. O no. 

Un caballero en Moscú de Amor Towles llevaba pululando por mi casa años. Lo veía en la estantería, lo veía en manos de mi madre, El Ingeniero lo leyó en su club de lectura y yo pensaba: Ah, sí, tengo que leer esa novela. Además, hace muchos años yo había leído Normas de cortesía, del mismo autor, que me había gustado bastante. (Cuando digo muchos años, son muchos, antes de empezar con este blog "centrado en mi"). Al comenzar el mes y anticipando la locura de mes que iba a ser pensé que sería una buena lectura, una novela tranquila y agradable para cuando llegas reventado a la cama y lo único que quieres es ser capaz de leer cinco páginas sin pensar que no estás entendiendo nada. 

No voy a descubrirle nada a nadie pero Un caballero en Moscú es la historia de un noble ruso que, tras la revolución, y por culpa de unos poemitas que se consideran antirevolucionario es condenado a un arresto domiciliario en un hotel en el que pasa los siguientes treinta y cinco años de su vida. Un caballero en Moscú podría ser Robinson Crusoe y Los robinsones de los mares del sur (si tenéis churumbeles, por favor, ponedles esta peli) y una peli de James Bond y Narnia. El hotel es un sitio casi fantástico que permanece intacto y sumido en unas rutinas perfectas mientras el mundo a su alrededor y a miles de kilómetros se desmorona y cambia por completo. El mundo se vuelve del revés pero en el hotel no cambia nada. En parte sagrario, en parte parque temático, en parte isla incomunicada, en parte mundo perdido, el conde Rostov es el héroe, es Robinson, es James Bond, que consigue hacer de una situación lamentable una oportunidad de vida maravillosa en la que encuentra todo: amor, amistad y familia. 

«Porque era cierto: los tiempos cambian. Cambian sin cesar, de forma inevitable, con inventiva. Y a medida que cambian, hacen que resulten insólitos no solo los tratamientos honoríficos pasados de moda y los cuernos de caza, sino también los llamadores de plata y los gemelos de teatro de madreperla, así como todo tipo de artículos fabricados con esmero que hayan dejado de ser útiles.»

Antes fueron los cuernos de caza y los gemelos de teatro, ahora son los teléfonos fijos, las carpetas, el papel y el usted. 

Rostov no sale del hotel en treinta y cinco años pero todo su universo es luminoso, optimista, expansivo, Andrea, de Nada de Carmen Laforet sale de la calle Aribau pero todo su universo es oscuro, amargo, interno.  He vuelto a Nada porque en septiembre se cumplía algún aniversario de Laforet y me apeteció. Busqué por las estanterías y encontré un ejemplar, de la edición de Áncora & Delfín de 1946, que perteneció a mi abuelo, con su sello "José Luis García Rubio. Abogado" y su número de registro.  Más feliz que una perdiz con esa joya familiar oliendo a  libro antiguo me lancé a releer y descubrí que no recordaba nada. ¿Cuando no recuerdas nada de un lugar en el que ya has estado puedes decir que vuelves? 

«Me parecía que de nada vale correr si siempre ha de irse por el mismo camino, cerrado, de nuestra personalidad. Unos seres nacen para vivir, otros para trabajar, otros para mirar la vida. Yo tenía un pequeño y ruin papel de espectadora. Imposible salirme de él. Imposible libertarme. Una tremenda congoja fue para mí lo único real en aquellos momentos». 

No recordaba la miseria, la oscuridad. He tenido una sensación muy especial leyendo una historia que transcurre en 1944 en un ejemplar publicado en 1946. Las páginas casi amarillas con el olor de 80 años de estantería, me recordaban a la colección de novelitas románticas de mi abuela (ver mi charla con Loenlasnubes para saber su historia) que leí de adolescente. En aquellas novelitas cursilísimas había pobreza y miseria y tragedia y dramitas pero la damisela (costurera, cocinera, estudiante) siempre acababa con el galán tras un beso muy casto. Aquí no hay nada de eso. La casa de la calle Aribau encierra en su interior pobreza, ira, miseria, envidia, lujuria, desamor, cobardía, avaricia. Andrea llega a vivir allí y no es que pase a vivir una vida en blanco cuando está en la universidad y una vida en negro cuando vuelve a la casa, toda su vida se vuelve marrón, beige sucio. Ni siquiera cuando está fuera, cuando se hace amigos, cuando conoce vidas familiares en technicolor, cuando descubre la ciudad y se siente deseada consigue librarse de ese tono marrón que la está desdibujando, deshaciendo. Nada es un curioso nombre para una novela asfixiante, claustrofóbica, una novela de la que quieres escapar. Es casi una novela de terror, leyéndola he pensado en Siempre hemos vivido en un castillo de Shirley Jackson. 

«Yo tuve que sonreírme. En pocos días la vida se me aparecía distinta a como la había concebido hasta entonces. Complicada y sencillísima a la vez. Pensaba que los secretos más dolorosos y más celosamente guardados son quizá los que todos los de nuestro alrededor conocen. Tragedias estúpidas. Lágrimas inútiles. Así empezaba a parecerme la vida entonces.»

No puedo hacer planes para octubre. Ya veremos lo que leo. A lo mejor en la próxima entrega de lecturas encadenadas solo comento un libro y a lo mejor doy opción a algún anónimo a lucirse con un comentario lúcido y sagaz del tipo «vaya, ya no lees tanto, tanto que te hacías pasar por lectora». 

Y con esto y a punto de darme un paseo por las montañas, hasta los encadenados de octubre.


miércoles, 1 de junio de 2022

Lecturas encadenadas. Mayo

Tengo la sensación de que el 1 de mayo está, ahora mismo, a años luz de este momento. Si miro hacia atrás no veo el principio del mes. ¿Qué pasó el 2 de mayo? ¿Qué hice por San Isidro? ¿Cuándo guardé la ropa de invierno? ¿Y la renta? ¿Cuándo la hice? ¿Se ha dilatado el tiempo en mayo o es que estoy tan agotada que he perdido la percepción del tiempo? 

La parte buena para este blog y para los cuatro lectores irreductibles, como la aldea gala, que siguen leyéndolo es que me acuerdo de todo lo que he leído. Y que lo apunto. 

Al lío. 

El día del libro me acerqué a Panta Rhei y me compré un par de libros. No es que yo necesite excusas del día del libro pero si tengo una excusa no la desaprovecho. Compré Segunda casa de Rachel Cusk porque el año pasado leí Despojos y me encantó. Este parece ser un buen motivo para comprar un libro, ya lo he explicado más veces, te enamoras de un autor en la primera cita y decides repetir y puede salir bien o puede salir mal. En este caso, tengo que decir que ha salido bastante mal por no decir fatal. Segunda casa es un tostón intenso y soporífero en el que en ningún momento sabes que es lo que Cusck está tratrando de contarte. La novela es una especie de carta o diálogo interior que la protagonista mantiene con un tal Jeffers que no dice ni mu. La protagonista es una intensa de manual, con un pasado en el que ocurrió algo que la traumatizó pero que no se descubre nunca. Todo es «en aquella época», «cuando yo sufrí terriblemente entonces». Al principio sientes cierta intriga, luego te cabreas y al final dices «mira, chata, no me creo nada». Es como cuando tienes una amiga o amigo que contesta siempre en tono misterioso «no puedo, tengo cosas que hacer» y lo que tiene que hacer es pelar judias verdes. A la vida de la protagonista misteriosa, a la casa de invitados que tiene en su casa en las marismas donde vive con su marido Toni que la adora (el lector no se lo explica), llega un pintor famoso que tiene algo que ver con el pasado misterioso. El pintor es un cabrón con pintas y un maleducado y tú, lector, no entiendes porqué la protagonista lo ha invitado. ¿A donde va todo esto?  A ninguna parte. Todo es un continuo ir y venir de ella hablando con mucha intensidad y cero interés.  

Cuando llegas al final hay una nota que pone «Segunda casa está en deuda con Lorenzo de Taos, la crónica que Mabel Dodge Luhan escribió en 1932 sobre la estancia de D.H. Lawrence en su casa en Taos, Nuevo México». No sé quién es Mabel ni como lo contaba pero desde luego me juego una mano a que Cusck no le hace justicia. 

Recomiendo no solo no comprarlo. Tampoco lo leáis si os lo regalan, si lo sacáis de la biblioteca o si os lo encontráis por la calle. Eso sí, yo voy a repetir tercera cita porque ya tengo A contraluz, de la misma autora, esperando en la mesilla. 

Hacia mucho que no leía un tebeo y tras ver el Imprescindibles de Ibañez en TVE, A. me dejó Todo Paracuellos de Carlos Giménez. Había oído hablar mucho de estos tebeos, al primero que le escuché hablar de ellos fue a Guillermo Altares en La Cultureta. En este volumen se recogen todas las historietas que con ese nombre Giménez publicó entre 1977 y 2003. 

Paracuellos es el nombre genérico que le da en la serie a los hogares de la Obra Nacional de Auxilio Social que acogían a niños huérfanos, con padres enfermos que no podían cuidarlos o que no podían atenderlos por estar trabajando. Carlos Giménez estuvo en esos hogares y recoge las historias, anécdotas y terrores que pasó él y otros muchos compañeros. Pasaban hambre, recibían palizas, los maltrataban, los obligaban a cosas horribles y absurdas como echarse la siesta al sol en agosto o delatarse unos a otros a cambio de un currusco de pan. El horror está ahí sin adornos, crudo y a la vista. Adultos maltratando niños por el puro placer de poder hacerlo, por la sensación de control, de poder, de impunidad. Entre todo ese horror, Giménez transmite ternura y la alegría por la amistad que forjan entre ellos. La alegría de encontrar un currusco de pan, de recibir una carta, de tener un tebeo nuevo, una visita familiar, cualquier cosa que les sacara de la rutina de hambre y maltrato. Giménez además construye los personajes. Cada niño tiene una vida en el hogar y tenía una vida antes, algunos siguen teniendo una vida fuera que creen que les espera, otros ni eso. Lo que no tiene ninguno es un futuro fuera, ni lo piensan y cuando lo piensan, cuando lo desean, la realidad les pone en su sitio. Con todo, lo más terrible de todo el tebeo, lo que a mí me hizo llorar fue la historia de Hormiga, un chaval al que su padre deja en el hogar al morir su madre para casarse con otra mujer con varios hijos. El padre visita el hogar pero no para ver a Hormiga, lo visita porque está ligando con una de las cuidadoras. Hormiga sueña, confia en el amor de su padre, en que lo sacará, lo llevará a vivir con él, pero eso, por supuesto, no pasa. Los castigos y la crueldad de los extraños hacen daño pero se pueden llegar a entender, la crueldad de un padre duele más que todas las palizas, es incomprensible y no se supera nunca. ¿Qué fue de Hormiga? 

Hay que leer Paracuellos, es un clásico del tebeo nacional. 

En la cuenta de @srabibliotecaria descubrí Lunática de Andrea Momoitio.  Como debo a Marina el haberme descubierto a Mara Mahía, me lancé enseguida a comprarlo. Lunática no es una novela, es un ensayo o, mejor dicho, una investigación sobre una figura desconocida pero cuya muerte está en el origen del movimiento feminista en los años 70. Antes de nada, confieso que no sabía absolutamente nada de esta historia y que he entrado en ella para descubrirlo todo. En 1977 María Isabel Gutierrez Velasco murió calcinada en la carcel de Basauri. Su muerte, poco clara y muy extraña, causó indignación entre las prostitutas de Bilbao que comenzaron una huelga que continuó posteriormente con una movilización de distintos colectivos sociales que exigían de las autoridades, tras la muerte de Franco, la libertad de los presos políticos y de las leyes que afectaban especialmente a las mujeres que ejercían la prostitución, homosexuales y demás colectivos marginados por la moral franquista. Este libro es el intento de Andrea por conocer a Maria Isabel ¿Quién era? ¿Cómo vivió? ¿Por qué acabó calcinada en una celda? ¿Tenía amigos? ¿De qué vivía? ¿Por qué se prostituía? ¿Cómo fue su infancia? Lunática es la historia de María Isabel y es, también, la historia de la obsesión de Andrea. Es una obsesión muy bien contada, al mismo tiempo que vamos conociendo a Maria Isabel, vamos conociendo el proceso de búsqueda de Andrea, sus dudas, sus sospechas, sus problemas para creerse o no creerse lo que le cuentan los familiares, los amigos. Describe a María Isabel pero también a todos aquellos con los que habla, nos hace acompañarla en esas investigaciones porque nos cuenta dónde se encontró con ellos, como hablaban, como miraban, cuando ella sabía que le estaban mintiendo. 

Me ha gustado muchísimo aunque creo que al final se enreda un poco y un pelín de edición le hubiera venido bien. Además, esa manera de contar esa obsesión tiene un tono de podcast maravilloso, las dudas, los obstáculos, el tono de «ven conmigo y acompañamé a ver que encontramos». Solo tengo una pregunta que hacerle a Andrea, ¿por qué no aparece el hijo de María Isabel? 

Al terminarlo pensé que entre Lunática y Paracuellos había uno de esos hilos que, hace ya muchos años, me hicieron llamar a esta serie Lecturas encadenadas, si lo busco siempre hay un hilo entre los libros que voy eligiendo. En este caso ese hilo son las políticas de la dictadura contra los hijos de los pobres, los rojos, los represaliados, las prostitutas, los marginados. 

Mi libro favorito del mes ha sido uno que llevaba años en mi lista de Libros Pendientes. Encontré Crónicas de motel de Sam Sephard en la Feria del Libro Antiguo de Madrid. Es un ejemplar viejo que tenía dentro varios marcapáginas de librerias de Madrid de cuando los teléfonos no llevaban el 91 delante y una pegatina de Keeper El Escorial. ¿De quién sería? y, sobre todo, ¿Por qué se deshizo de este libro maravilloso? 

Estas crónicas de Sam Sephard no se parecen a nada que haya leído. Sé que esto puede sonar, quizás, exagerado pero no lo es. Me ha gustado muchísimo, he doblado más esquinas de las que he dejado sin doblar y lo he colocado, tras leerlo, en la estantería de los libros que no quiero perder de vista. En este volumen hay relatos, hay poemas en prosa, hay observaciones, hay historias claramente autobiográficas y otras que sin ser tan claras, obviamente lo son, y hay fotografías de un jovencisimo Sephard en moteles, con coches, con camionetas, con su padre. Son historias áridas, ásperas como los desiertos y los espacios que atraviesa en coche mientras viaja de motel en motel, de película en película, de compromiso en compromiso, de aventura en aventura.  Todo tiene ese poso de amargura que te da la consciencia, en un momento de tu vida, de que habrá días malos, habrá días tristes y duros y que esos días forman parte de tu vida tanto como los buenos. Sephard escribió todas estos retazos entre finales de los 70 y principios de los 80, en plena crisis de los 40 que es justo el momento en el que el eje que nos ancla a nuestra existencia y a como nos percibimos con respecto a los demás cambia y nos desequilibra. La vida empieza a dar vértigo y hay que atarse a algo, quizá él se ató a escribir. 

He doblado muchas esquinas pero dejo esta que me retrata por completo. 

«Siempre me pongo raro con el Veranillo. Ya lo he notado otras veces. Mi organismo entero se siente estafado. Justo cuando el cuerpo empezaba a enamorarse de las doradas hojas del chopo que caían planeando. Del olor de leña de madroño quemándose. El Veranillo desgarra de parte a parte el salvaje encanto del otoño. No tengo ganas de rondar por ahí quitándome hasta la camisa. Lo que quiero son gruesas capas de mantas canadienses y un buen fuego. Y perros. Y noches frías, frías. » 

Corred a leer a Sephard. 

El último libro del mes  lo leí en 24 horas. La niña del faro de Jeanette Winterson es un cuentito de fantasia en torno a la historia de un faro en Escocia. Faros, Escocia y Winterson eran tres razones de peso para comprar el libro en la Feria del Libro Antiguo. La niña del faro es Silver y llega a vivir allí tras la muerte de su madre. El primer capítulo con Silver contando como vive en una casa en una cuesta tan empinada que solo pueden comer cosas que se peguen al plato y su perro tiene las patas de distinta longitud por trepar por la cuesta es pura fantasía. Un poco Matilda y un poco Coraline y un poco Narnia cuando llega al faro. La historia de Silver se trenza con la de Babel Dark un personaje contemporáneo de Darwin y de Stevenson que también se relaciona con el faro. La niña del faro es una fábula sobre las historias que contamos y que nos contamos para atravesar la vida, es una reflexión sobre el amor a uno mismo y a los lugares. La primera mitad es maravillosa, a partir de ese momento, las historias dejan de estar entrelazadas, la conexión se pierde y el entramado que sostenía la novela se va deshaciendo hasta deshilacharse y desaparecer. A pesar de todo esto, me ha gustado bastante. 

«En los cuentos de hadas, nombrar es sinónimo de conocimiento. Cuando conozco tu nombre puedo gritar tu nombre, y cuando grite tu nombre, tú vendrás a mi». 

Este recomiendo leerlo sacándolo de la biblioteca. 

Y con esto y un bizcocho, hasta los encadenados de junio.