miércoles, 26 de septiembre de 2018

Al teléfono con las madres o intentándolo

Lo prometido es deuda y como bloguera vuestra que soy un post os debo y ese post os lo voy a dar. Hablemos de mi madre y su uso del móvil.  Ya adelanté que ella utiliza el móvil de manera incomprensible, errática y desesperante. A veces creo que lo usa para torturarme a distancia. 

Para empezar mi madre y su móvil tienen una relación a distancia, fría. Su frase más utilizada para referirse a él es: «llamadme que no sé dónde lo tengo». Llamas y las posibilidades son infinitas:

«El móvil al que llama está apagado o sin cobertura» 
Lo tiene en silencio porque «mira, de verdad, yo no sé que le pasa a esto porque yo no lo he puesto así».
Da señal, suena un tono de llamada y ella dice muy seria «ese no es el mío, no es mi tono» «Sí es, mamá, es la Cabalgata de las Valquirias, lo elegiste tú» «¿Eso que suena es la Cabalgata de las Valquirias? tengo que ponerlo más alto» Por supuesto a estas alturas el sonido ha cesado y, entretenidas en la discusión, no hemos localizado el móvil. «Llámame otra vez» «El móvil al que llama está apagado o fuera de cobertura» 
«Uy, ya está, lo estoy notando vibrar en el bolsillo».

Dada la naturaleza distante de la relación entre ambos, mi madre y su móvil, llevan vidas separadas que hacen imposible localizarla cuando la llamas. Las posibilidades son, también, infinitas: 

El clásico «El móvil al que llama está apagado o fuera de cobertura». Imagino el móvil, tranquilamente tumbado en una mesa con vistas al jardín, escuchando los pajaritos o viendo llover diciendo «esto es vida, no doy ni golpe».
Escuchas dos mil trescientos tonos de llamada porque «a mí quitadme lo del buzón porque luego no sé escuchar los mensajes» mientras imaginas como la Cabalgata de las Valquirias suena en el vacío. 
Un desconocido coge el teléfono. «Hola Ana, tu madre no está... se ha dejado el móvil aquí» siendo «aquí» cualquier sitio. 

Si, por casualidad, mi madre y su móvil están pasando un ratito juntos, la respuesta más común es «Luego te llamo que me están llamando al fijo». Obviamente hay alguien más espabilado que yo o ese alguien se me ha adelantado agotando previamente la vía de llamar al móvil. 

Con todo, lo peor de mi madre y su uso del móvil es cuando ella llama. Si se le ocurre decirte algo, si un pensamiento, el que sea, cruza su mente y su mente y ella deciden que es el momento de comunicártelo da igual todo lo demás. Mi madre y su móvil se funden en una misión común y atacan. 

Me suena el móvil en un momento en el que no puedo cogerlo. (Puedo estar en cualquier sitio: en el dentista, el médico, el fisio, en medio de una reunión, conduciendo, haciendo pis....) Cuelgo. Vuelve a llamar. Cuelgo. Vuelve a llamar. Cuelgo. Vuelve a llamar, hasta que por enésima vez vuelvo a caer en la trampa de pensar que «pasará algo»

Dime.
¿Dónde estás? 
Son las doce de la mañana un martes,  en Acapulco tomando un mojito. 
Muy graciosa. ¿Dónde estás?
Trabajando, mamá. Trabajando y bastante ocupada por eso te he colgado. ¿Es urgente?
Sí.
Dime, ¿qué pasa?
Tú tienes Amazon Prime, ¿no?
Sí.- nunca lo veo venir suficientemente deprisa. 
Pues es que estoy aquí sentada en el salón y el sofá que usan tus sobrinos está muy gastado (el sofá tiene sesenta años, pero ese es otro tema) y he mirado en Amazon y hay unas fundas ideales. Quiero que me pidas una beige, no blanca ni marfil, beige. 
Te cuelgo. 
Bueno hija... no te pongas así. No pasa nada, tampoco te lleva tanto rato. 


Este esquema de llamada se repite cada dos o tres días y contiene siempre los mismos elementos «¿Dónde estás?» porque por lo visto mi madre cree que mi trabajo es una tapadera y en realidad me paso el día en sitios terriblemente emocionantes y «No te pongas así» siendo «así» cualquier respuesta por mi parte que no sea «Sí señora». 

Entre todos los momentos de comunicación imposible con mi madre está el momento en el que salta la alarma de su casa y yo recibo la llamada. Aclaro que ella me ha puesto de persona de contacto SIN COMUNICÁRMELO.

Suena mi teléfono. Lo cojo. 
¿Sí?
¿Es usted Ana?
Si.
Le llamo porque ha saltado la alarma de la vivienda tal y es usted la persona de contacto. 
¿Perdón?
¿Me dice la palabra clave?
¿Qué palabra clave? ¡Qué alarma?
¿Conoce a Dña. Fulanita de tal? 
Vagamente...  
Pues es que ha saltado su alarma, usted es el contacto y 
Pero ¿le ha pasado algo?
Eso no se lo puedo decir. 

Me acojono. 

La llamo al fijo. Nada.
La llamo al móvil: tres mil quinientos tonos de llamada. Imagino la cabalgata sonando en el vacío. 
Llamo a una de sus amigas. «Hola Ana, sí tu madre está aquí, no, el móvil se lo ha dejado en una tienda. Luego vamos a buscarlo. Dice que qué pasa».  

Casi olvido mencionar las trescientas veinticinco mil llamadas que mi madre me hace «sin querer» tras haber hablado conmigo porque «hija, mi móvil está tonto y rellama sin que yo haga nada». Que a lo mejor estoy siendo injusta y mi madre tiene criterio y el que va por libre es su móvil... A lo mejor.  


domingo, 23 de septiembre de 2018

Ryan Gosling y demasiadas cosas

Look through any window, Ralph Fleck
Está mal que yo lo diga pero elegí muy bien el nombre del blog.  Esto se podía haber llamado de mil maneras distintas: El caballo negro, como mi primer diario, o Cuaderno de notas porque, total, ¡qué más daba si nadie iba a leerme! Pero no, en un raro rapto de inspiración se me ocurrió Cosas que (me) pasan, y aparte de ser bastante resultón, me ha salvado la vida muchas veces. Cuando no sé qué escribir, cuando no se me ocurre nada, siempre pienso ¿qué cosas (me) pasan? Y ya está.  

Estoy tan bloqueada de inspiración que hoy, domingo por la tarde, me he puesto a trabajar, a adelantar tareas de mi curro. ¿Son urgentes? Bueno, más o menos. ¿Alguien me presiona para adelantarlas? No. ¿Por qué lo hago? Porque si estoy trabajando no estoy pensando en qué no sé me ocurre nada. He mandado veinte mails concertando citas para el martes en San Sebastián porque mañana me voy, otra vez, para allá. La semana pasada en el aeropuerto me crucé con Danny de Vito y ruego a Dios, al karma o a quién sea que a quién me encuentre mañana o pasado sea a Ryan Gosling que acaba de llegar allí (llevando, por cierto, una cazadora roja de cuero bastante sexy). Eso sí que sería una COSA para contar. «Pues mirad, chavales, ayer estaba cenando en un restaurante en Donosti y, de repente, en la mesa de al lado estaba Ryan que resultó ser encantador y que, además, se quiso hacer esta foto conmigo en la que los dos salimos estupendos» Por favor, esto podría contarlo en la residencia de ancianos en la que mis hijas me visitarán el primer domingo de cada mes y ser la «loca de Gosling» o en los cruceros de solteros de Royal Caribbean y dejar a mi público con intriga sobre mi intimidad con Ryan. Creo que incluso me haría youtuber para poder contarlo BIEN, moviendo las manos y todo eso.  

Me pasa que no se me ocurre nada para escribir porque ando como pollo sin cabeza. Duermo dos días en una cama, la noche siguiente en un hotel, las dos siguientes en mi guarida, otra en Madrid, dos de hotel. Estoy rozando el nomadismo. Vivo pegada a una maleta y eso implica estar recontando mentalmente la ropa interior que tengo limpia y su adecuación a la ropa que pienso llevar y la gente que voy a ver. Además tengo más trabajo, trabajo de ese de tres mierdecitas aquí, cuatro cosas allí, tres mil quinientas veintitrés reuniones y ciento veinte mil correos electrónicos con tantas variables que al final me siento como si fuera uno de esos chinos con palos que sujetan platos. Con lo fácil que sería decir «dejad que me encargue yo, obedeced mis órdenes y todo será más sencillo». Pero no se dejan. Lástima.  He terminado de leer Los detectives salvajes de Roberto Bolaño y cuando lees algo tan bueno, tan estupendo y te dedicas a escribir en tus ratos libres piensas «Y yo, ¿por qué no lo dejo? No debería ni tocar esas palabras con mis sucias manos». 

Ed Sheeran también ocupa mi cabeza y esto sí que me revienta. Me perturba mucho este tío porque es la prueba más palpable de que mis hijas y yo somos de dos generaciones tan lejanas como dos galaxias. ¿Cómo puede gustarles este tío? ¿Qué le ven? Yo, Springsteen. Ellas, Sheeran. Un abismo intergeneracional nos separa. Y lo peor es que este tipo con el mismo atractivo que una toalla de playa descolorida ocupa mi mente porque tengo que conseguir entradas para su concierto. Como no se me ocurre nada, me consuelo pensando en que si consigo entradas y acabo sentada en una grada viendo a mis hijas en plan fans de los Beatles gritando como locas, tendré otra cosa interesante sobre la que escribir. No sería ni de lejos tan interesante como la cosa con Ryan pero seguro que sería capaz de escribir algo divertido. 

San Sebastian, la ciudad más bonita del mundo. Hacer la maleta. Ha llegado el otoño. Ir al fisio. Meter el diazepan en el neceser. Los tacones, que no se me olviden los tacones. Apuntar las citas en el cuaderno. Coger el libro. Sacar fotocopias del DNI de las niñas. Ver el último capítulo de Better call Saul. Pedir cita en el traumatólogo. Pedir cita en el osteópata. Conseguir cazón. Hablar con el pintor. Escribir una charla. Mirar el tiempo en Cracovia en diciembre. Dejar de escribir este post para sacar la tarjeta de embarque del vuelo de mañana, descubrir que no tengo el localizador, saber que me voy a pasar la noche dando vueltas pensando en que no podré coger el avión. 

Me consuelo pensando que, a lo mejor, no se me ocurre nada porque (me) pasan demasiadas cosas.  


lunes, 17 de septiembre de 2018

Los «se me ha ido de las manos»

Wim_Wenders reluctant. Unknown photographer 1971 © Wim Wenders
El sábado hice un «se me ha ido de las manos». Salí de casa a la una para tomar un aperitivo rápido y llegué a casa a las dos de la mañana. Los «se me fue de las manos» son algo muy de adultos, de gente madura, de cuarentones con niños mayores, dinero y dueños de su tiempo. Los «se me ha ido de las manos» no se pueden predecir ni anticipar y, en mi experiencia, cuanto más crees que los tienes controlados más se desbocan. 

Los «se me ha ido de las manos» son divertidos, excitantes, amenos y consiguen, como ninguna otra cosa, que el tiempo pase volando. Ninguna hora, ningún minuto, ningún segundo se esfuma tan rápido como en un «se me ha ido de las manos». Es la una de la tarde, tienes un botellín en la mano, un plan para volver a casa pronto y estás con un grupo de amigos más o menos controlado. Al momento siguiente son las nueve de la noche, tienes un botellín en la mano (pero otro distinto) y estás comiendo ensaladilla rusa en un jardín. No te explicas como el tiempo ha pasado tan rápido y qué ha pasado con tus planes. 

Un «se me ha ido de las manos» se termina cuando él quiere. Puede que durante su ejecución, en algún momento, tú digas «en un rato me voy a casa» o «en cuanto acabe el concierto, me marcho» pero es imposible. Tú no tienes ni voz ni voto. Un «se me ha ido de las manos» se genera cuando quiere y se destruye cuando le apetece, como un huracán. Lo máximo que puedes hacer y, que yo hice, es en el breve espacio de tiempo de calma que te deja, (el ojo del «se me ha ido de las manos») irte a casa y ponerte unos vaqueros y coger un jersey. Nada más, si por un momento crees que podrás darle esquinazo y quedarte en el sofá, el «se me ha ido de las manos» entra como un tornado y te absorbe otra vez en su espiral de risas y diversión. 

Cuando el «se me ha ido de las manos» se extingue, te vas a casa. Todo el cansancio del día cae sobre ti y no ves el momento de acostarte. Ha merecido la pena, ha estado muy bien pero ya no tienes edad. Por eso los «se me ha ido de las manos» son escasos y contados. Como he dicho antes son para cuarentones y claro, es físicamente imposible aguantar varios «se me ha ido de las manos» seguidos sin entrar en coma catatónico. 

Después de la tormenta llega la calma pero después de un «se me ha ido de las manos» lo que te arrasa, al día siguiente, es un «me quiero morir» combinado con un «nunca más» y unas gotitas de «pero qué bien me lo pasé». Un «me quiero morir» no es resaca, ni siquiera se parece. Con una resaca de juventud provocada por un «voy a salir a quemar la noche» al día siguiente tus sentidos estaban tan afilados que todo te molestaba: demasiado ruido, demasiada luz, demasiados sabores que no podías tolerar. Con cuarenta y pico, tus sentidos pasan de estar alerta, se echan a descansar y tras un «se me ha ido de las manos» lo que te pasa es que te vas a gris, vives el día en medio de un ruido blanco, te sientes como el hamster de Bolt, vas en una burbuja: no ves bien, todo está borroso, no puedes leer, te parece que te estás quedando sordo,  todo tienen que repetírtelo, la tostada te sabe igual que los garbanzos de la sopa y se te van olvidando las cosas. Con treinta años y de resaca, a media tarde te tomabas un Big Mac, con cuarenta y cinco y un «me muero» te tomas una tónica con mucho hielo y piensas «por favor, mañana es lunes, necesito que esto se me pase».

Breaking news: de un «se me ha ido de las manos» no te recuperas en un día.  

viernes, 14 de septiembre de 2018

De seis a doce, un día normal


Me despierto una hora antes de que suene mi nuevo y flamante despertador. El hombro derecho me está matando y mientras valoro si volverme zurda puede ser una solución a este dolor que no me deja dormir más de cuatro horas seguidas asisto al encendido de la "luz amanecer" de mi despertador. Una pijada ridícula que, gracias a Dios, puede desactivarse. Pienso en aprovechar que estoy despierta para llegar antes al trabajo pero recupero la cordura y dedico esa hora extra a pulular por casa, desayunar tan despacio que tengo que calentar el café dos veces y darme contorno de ojos, serum y crema hidrante de cara.


Conduzco intentando usar el brazo derecho lo menos posible. He vuelto a mi trayecto habitual, piloto automático y los últimos episodios de Serial. Llego al trabajo. Contesto mails, confirmo vuelos, hoteles. Aprendo que la helicicultura es el cultivo de caracoles de tierra y que sus huevas, llamadas caviar blanco, son apreciadísimas y muy caras. Aprendo sobre mujeres en el medio rural y alucino con que haya empresas prósperas dedicas al arreglo de las máquinas recogedoras de huevos. Cuántas cosas desconozco. De comer brecol salteado y calabacines rellenos de pollo. De postre una rodaja de sandía de sabor sorprendente, unos trozos saben dulces y otros a servilleta.

Abro un excel. Abro otro. Los comparo. Empiezo un cuaderno nuevo de trabajo y apunto veinticinco cosas importantes. Estreno rotuladores. Vuelvo a mirar los excel. Sé lo que necesitamos pero no sé como hacerlo. Discutimos cual sería la mejor manera de organizar el trabajo. «Me piro que llego tarde al fisio» y salgo pitando pensando que soñaré con esa base de datos. Preparar una base de datos es como planear la decoración de tu casa, hay qué tener muy claro qué quieres y cómo lo quieres.

Mi fisio tiene veinticuatro años, lleva las pestañas pintadas y es un encanto. Está muy preocupada porque no mejoro, porque cada día estoy peor. «Ya sé que crees que esta máquina no te hace nada, pero sí te hace». Leo sobre un nuevo documental sobre McEnroe y me termino el New Yorker. Por primera vez en tres años, voy al día. No puedo creerlo.

Conduzco de vuelta. Mismo trayecto, piloto automático. Escucho otro episodio del tema Clinton-Lewinsky. Me alucina el eufemismo del locutor. «Clinton llevó a Lewinsky a uno de los baños de la Casa Blanca y ella le hizo sexo oral. Clinton rompió su propia regla y permitió que ella llevara el proceso hasta su conclusión natural.» Lo paro y le doy para atrás porque me he quedado estupefacta. «hasta su conclusión natural» Aparco en casa, subo, descargo el bolso. Me preparo una tostada con pavo y queso y me la como saliendo por la puerta mientras me pregunto si, cuando vuelva, me recibirá el olor a tostada que dejo flotando. Cojo el autobús y me bajo una parada antes. Una modelo que parece medir dos metros y de cuyos hombros cuelga una túnica blanca con brillos posa frente a la estatua de Velazquez. Subo por la carrera de San Jerónimo y recuerdo cuando trabajaba allí, hace casi veinte años. Ojalá volver a esas oficinas y poder ir a trabajar cruzando el Retiro. Llego al teatro, Mientras veo a mi amiga Lucia hacer de becaria alocada enamorada de Fele Martínez, recuerdo cuando era pequeña y la veía bañarse en la piscina, llevando el mismo bañador que su hermana gemela. No podía distinguirlas.

Tomamos cañas en un bar al lado del teatro mientras la esperamos. Somos una panda de señores mayores rodeados de actores: Javier Gutiérrez, Fele Martínez, Lola Casamayor, Ana Castillo. «Chicas, estoy en un bar con Ana Castillo, de La Llamada»« Mamáaaa...hazte fotos»

«Moli, pásame tu movil que Alsina te busca» Se me hiela la sangre con el botellín en la mano. «Paso de móvil que me regaña seguro. Dale mi mail que así si me ladra me da menos miedo»

Llego a casa a las doce. Abro el mail. Me río yo sola mientras me grabo un audio con un tweet que escribí por la mañana. Ojalá viajar en el tiempo y contarle esta historia a mi yo de nueve años, sentada en su mesa de estudio, escribiendo en su cuaderno cuadriculado el cuento de las nubes. 



Apago la luz. Me sigue doliendo el hombro. Un día normal.


lunes, 10 de septiembre de 2018

A las parejas del Retiro

No soy una buena caminante, no me gusta caminar sin tener un destino, un lugar al que llegar. Me importa un pimiento si el lugar al que voy es simplemente una excusa pero necesito llegar a algún sitio para luego volver, para tener un propósito, para tener la sensación de reto conseguido. Supongo que es otra de mis taritas. Ayer por la tarde salí a pasear sin rumbo por el Retiro. Llevaba el libro de Bolaño que me tiene atrapada pero apenas leí un par de páginas, había mucho para mirar. Empecé a contar parejas como el Conde Drácula de Barrio Sésamo, pero lo dejé al llegar a cien por miedo a no poder parar de contar, a terminar riéndome y aleteando los brazos como si llevara capa. Muchísima parejas paseando, conociéndose, con esa actitud que denota que es una primera cita, caminando cerca pero sin tocarse aunque si miras bien puedes ver las ganas que tienen de tocarse flotando entre ellos como corrientes eléctricas. Las había yendo de la mano, unos por costumbre y otros con emoción. Había muchas sentadas en los bancos. Me hubiera gustado pararme a preguntar a algunas de esas parejas, porqué había elegido esos bancos. No se lo hubiera preguntado a las que estaban en los bancos escondidos, alejados de los caminos, semiocultos entre los árboles, ya sé porque los eligieron: tenía cosas qué decirse y cosas qué hacerse. Pero me hubiera sentado al lado de la pareja de ancianos instalados en uno de los bancos más bulliciosos y con peores vistas del parque. Él comprobaba su cartera de manera meticulosa, asegurándose de llevar todos sus papeles. Ella a su lado, sujetando el bastón, lo miraba. Seguro que le había visto hacer esas comprobaciones un millón de veces y la imaginé diciéndole: «Manolo, no enseñes la cartera que cualquier día viene alguien y te la roba.» 

A las parejas que retozaban en el césped, yo les hubiera advertido de algo parecido. Me hubiera acercado a ellas para tocarles el hombro y tras su sobresalto, decirles: «perdonad que os interrumpa pero ¿veis el susto que os he dado y lo cerca que estoy? pues esto mismo os lo puede hacer un caco. ¿Qué cómo lo sé? Porque yo también tuve diecinueve años, un primer novio y muchas urgencias hormonales de amor verdadero y cuando quise respirar para no ahogarme entre tanto amor, había un tío hurgando en mi mochila y robándome la cartera» 

¿Dónde estará esa mochila? Era azul oscuro, de lona con herrajes y le había cosidos unos escudos muy chulos. Seguro que el Diógenes de mi madre la tiene guardada. 

A las parejas de las barcas les hubiera dicho tantas cosas. En primer lugar que es mala idea montar en ellas, sobre todo es muy innecesario. Les hubiera invitado a que antes de decidirse a ponerse en la cola para alquilar la barquichuela, dedicaran un rato a ver a las otras parejas que ya andan en el agua. ¿Qué sienten? Bochorno. ¿Quieren protagonizar algo así? No, seguro que no. Con remar pasa como con montar a caballo, disparar o fumar, de tanto verlo en las pelis todos creemos que llegado el momento «tan difícil no será» y que haremos un papel digno. No. Nunca. Jamás. Mientras me acodaba en la barandilla a contemplar la puesta de sol y veía a las parejas remar, agradecí que Madrid nunca vaya a sufrir una riada. Los remos rozaban el agua una de cada veinte veces y sospecho que las barcas llegan al embarcadero por instinto. Eso sí, me sorprende que no haya más casos de «hombre al agua» viendo las maniobras desequilibrantes que hacen las parejas para hacerse una fotografía frente a un fondo de otras barcas con otras parejas también en equilibro y perdiendo los remos. 

En una sección del paseo de coches había organizado un partido de hockey sobre patines. Eran equipos mixtos y la mejor con diferencia era una chica rubia, con una larguísima coleta que conseguía estar siempre donde estaba la pelota y en todas partes a la vez. No sé nada de hockey así que lo mismo el juego consiste en no tocar bola y no moverse de una posición, pero me quedé embobada mirándola. Todos eran bastante mayores, cuarentones y llevaban protecciones, guantes y espinilleras. Jugaban en silencio, sin gritarse y animarse. Ella, la chica de la coleta, no llevaba rodilleras y me quedé con ganas de decirle que se pusiera algo, que si se caía el asfalto le haría unas heridas muy feas. Definitivamente soy una señora mayor.  

Al ponerse el sol, caminé hacia mi salida. Había parejas con carro de bebé paseando con pereza, con desgana, casi por obligación. Recuerdo esa sensación. Paseaban mirando a las otras parejas, a las sin carro y recordando su pasado. A estas parejas quería acercarme y decirles que después del carro, llega el patinete y después la bici y el balón y los globos y la marioneta y las barcas del estanque y la feria del libro... y después, mucho después, pasear a solas o quizás, otra vez de la mano. 


viernes, 7 de septiembre de 2018

Podcasts encadenados. Mis recomendaciones

 Crawford County, Illinois. "Daughter of Farmer" May 1940.
Los podcasts no son radio. El otro día, en twitter, asistí a una conversación entre gurús del medio, de la radio, en la que discutían sobre las bases que la BBC ha publicado para su concurso de ideas para podcasts. La primera de ellas es, para mí, la fundamental: 

《Los podcasts no son programas de radio aunque los programas de radio se puedan consumir como podcasts》

Eso es. Si aceptamos que ver series en internet, Netflix, Movistar, o dónde sea «no es ver televisión», los podcasts no son radio y yo creo sinceramente que no lo son y, de hecho, los que más me gustan, los mejores no son para nada radio convencional. Un buen podcast no se trabaja como un programa de radio porque es algo diferente, consumido de otra manera y, sobre todo, atemporal. La radio siempre se ha caracterizado por eso tan cursi de "estar pegada a la actualidad" y el podcast es justo lo contrario. Debe ser atemporal. En mi opinión un buen podcast tiene que ser un producto tan currado como un buen reportaje de prensa, un capítulo de una serie o un buen documental. 

De estos buenos, buenos, excepcionales he descubierto unos cuantos últimamente y ante las numerosas peticiones (cuatro) he decidido contarlo por aquí, por si a alguien le interesa y porque cuando algo me gusta me vuelvo muy muy entusiasta. Son todos en inglés. 

-Revisionist History de Malcom Gladwell. A este podcast llegué por recomendación de la jefa de comunicacón de la NASA, Stephanie L. Schierholz, pero eso es otra historia que ya contaré. Malcom Gladwell es periodista, ha escrito en medios muy importantes y recientemente en una entrevista le escuché decir que él se había lanzado al podcast porque pensó «Esto no lo hace nadie así que no me podrán criticar mucho porque esto es nuevo, está todo por hacer, puedo inventarme la manera de hacerlo». En Revisionist History, que lleva ya tres temporadas, Gladwell repasa historias que en su día o ahora mismo están siendo malinterpretadas. Hay todo tipo de temas: la historia de Wilt Chamberlain, un jugador de baloncesto que era malísimo en los tiros libres a la manera tradicional pero muy bueno tirándolos a cuchara, Leonard Cohen matándose a currar para llegar a la última versión de su Aleluya, las universidades americanas y su financiación, la historia detrás de esta famosa foto y muchas historias más. El mérito de Gladwell no es o no está solo en qué historias decide contar sino en cómo las cuenta. Cuando crees que sabes por dónde va, cuando estás convencido del giro qué va a tomar, de qué es lo que quiere que saques como conclusión, la historia cambia y te quedas pensando...¡vaya! 

La tercera temporada, la he escuchado este verano, y gira en torno a cómo nuestra memoria nos engaña, a como los recuerdos nos hacen trampa. Es muy interesante aunque es más floja que las dos anteriores.   

- In the dark. En una palabra, espectacular. Un trabajo de investigación, periodismo, recopilación y saber contar que te deja con la boca abierta. La periodista Madeleine Baran es la voz que narra el podcast y es un placer escucharla aunque lo que cuenta sea escalofriante. En la primera temporada, el crimen investigado es el secuestro de un chaval de once años, Jacob Wetterling, en 1989 en un pueblo perdido de Minessota, un caso que estuvo sin resolver durante veintisiete años.  La segunda temporada trata del caso de Curtis Flowers, un hombre negro, juzgado seis veces por el mismo crimen, el asesinato de cuatro personas en un almacén de muebles en un pueblo perdido de Missisipi hace veintidós años.  

Madeleine no cuenta solo los casos, qué ocurrió y cómo ocurrió, sino que se centra en cómo se llevó la investigación, qué se hizo mal, qué se ha hecho mal, qué implicaciones más allá de las meramente policiales tienen esos casos. Habla con todo el mundo: los padres del niño, los vecinos, los policías, expertos en diversos temas, jueces, abogados, la familia de Curtis. Remueve archivos, consulta vídeos, programas de radio de la época. Es  una investigación policial, como una película de detectives pero real. Y es terrible y apasionante a la vez. 

Confieso que con éste me he quedado aparcada en la puerta de casa esperando a terminar un capítulo de lo interesante que estaba. En su web, además, puedes ir viendo fotografías, vídeos y documentación complementaria. Es apasionante. 

-The Great God of Depression. En 1998 Alice Flaherty, una neuróloga licenciada en Harvard, perdió a sus dos mellizos estando embarazada de cuatro meses. Tras salir del hospital lo único que quería era volver a su vida, estar tranquila. Los días pasaron con la pena y el dolor hasta que, una mañana, se levantó y sintió que "su mundo se había dado la vuelta". Su cerebro había cortocircuitado y Alice empezó a sufrir un trastorno mental bipolar en el que los estados maniaco y depresivo se  sucedían con tanta rapidez que su cabeza no dejaba de pensar, de funcionar. Desarrolló un trastorno llamado hipergrafia que la obligaba a escribir continuamente, todo el rato, en cualquier superficie. Acarreaba cuadernos a cualquier parte pero  escribía en los muebles, las paredes, su propio cuerpo.  Alice se curó y se empeñó en estudiar las conexiones entre las enfermedades mentales y la creatividad. Años después, a su consulta llegó William Styron, autor de "Esa visible oscuridad", el primer libro considerado el diario de una depresión y que tras su publicación en 1990 se convirtió en la guía no solo para enfermos sino también para psiquiatras y psicólogos. 

El podcast, narrado por Pagan Kennedy, cuenta la historia de Alice y de Styron y para todos los que hemos pasado una depresión es reconfortante y, a la vez terrorífico. Escuchar a Styron contar su pánico a recaer, el terror a volver a estar enfermo, me hizo llorar mientras conducía. Styron recayó y estuvo tan mal que llegó a pensar que su mano estaba muerta y por eso no podía escribir, es en ese momento cuando conoció a Alice.  

-Caliphate, podcast del New York Times. La voz de este podcast es la de Rukmini Callimachi, reportera del periódico que durante más de un año se dedicó a seguir los pasos de un supuesto integrante de ISIS, candiense, que había sido reclutado por internet, había viajado a Siria  y vuelto a Canadá dónde tras contactar con ella es investigado por la policia canadiense. Además, Rukmini viaja a Siria, a Mosul cuando es recuperada por el ejército iraquí. Es una historia apasionante que explica desde el principio y con claridad el nacimiento, desarrollo y filosofía de ISIS. Aviso, en los dos últimos episodios que tratan de niñas de la etnia yazidi, raptadas, vendidas como esclavas y violadas por los guerreros de Isis, lloré a moco tendido. 

-Slow Burn. El caso de Monica Lewinsky es el que ando escuchando ahora. ¿Qué sabía del caso Lewinsky? Algo de sexo oral en la Casa Blanca, algo de una mancha en un vestido y algo de Bill Clinton diciendo que el sexo oral no es sexo. Poco más. Este podcast de Leon Neyfakh cuenta toda la historia del affair y de todas las circunstancias alrededor del asunto que incluyen el suicidio de un amigo de Clinton, el FBI deteniendo a Lewinsky en medio de un centro comercial en Washington, un caso de corrupción urbanística. Es interesante también como los periodistas que en su día cubrieron la historia ahora, veinte años después, se dan cuenta de que el enfoque quizá no fue el correcto y lo reconocen. 

Espero que alguno se anime a escucharlos y que, si lo hace, venga a contarme qué le han parecido. A mí me han salvado la vida este verano, haciendo que mis interminables trayectos conduciendo pasaran volando.  

Larga vida a los podcasts. A los buenos. 



lunes, 3 de septiembre de 2018

Lecturas encadenadas. Agosto

A Library by the Tyrrhenian Sea, 2018 by Ilya Milstein
Agosto ha durado mil días, seis semanas, dos décadas, cinco lustros. Agosto ha sido eterno. Pienso en el día 1 y me parece otra vida, casi como si yo fuera otra persona. En este mes que ha durado siglos he leído bastante, me he puesto al día con el New Yorker y he descubierto tres podcasts que me han hecho compañía en horas y horas de conducción. 

En la prehistoria del mes de agosto que nunca terminaba estuve de vacaciones, lo escribo y en mi cabeza suena como el comienzo de Memorias de África «yo tuve una granja en África», es casi otra vida. En esas vacaciones en Portugal, descubriendo al vecino desconocido, empecé  La princesa prometida, de Willam Goldman. «¿No habías leído La princesa prometida con lo fan que eres de la película?» me preguntaron. No, no lo había leído, no lo he leído todo. Este invierno, alguien al que le caigo muy bien, me lo regaló y lo guardé para las vacaciones, en parte porque creía que sería una buena lectura para el verano y, en parte porque, me daba miedo que me defraudara. Ay, los prejuicios lectores. 

La princesa prometida es La princesa prometida y muchísimo más. Hay partes que fueron traspasadas a las páginas del guión de la película de manera literal, diálogos completos que he podido recitar de memoria mientras leía. Hay otras partes que no aparecen en la película, algunas son graciosas y aportan a la historia y otras, como la parte final, resultan innecesarias. 

Lo mejor, sin embargo, es la parte más metaliteraria, la historia que Goldman se inventa sobre el libro, el autor, un país y cómo él solo es un compendiador. Lo mejor, también, es su realidad sobre escribir de Hollywood con una mujer y un hijo, y unas anécdotas vitales que suenan un poco a los relatos de Cheever y otro poco a Mad Men. 

En resumen, una maravilla de lectura que recomiendo infinito. Nunca los paréntesis y los incisos se utilizaron mejor y con tal sentido del humor. 
«La madre de Buttercup vaciló, y luego dejó la cuchara del guisado. (Esto fue después de que se inventara la cuchara de guisar, aunque todo se inventó después del guisado. Cuando el primer hombre salió arrastrándose del fango y construyó su primera casa en tierra firme, esa noche, lo primero que cenó fue un guisado).»

Y está lleno de sabiduría de la que duele. Cuenta Goldman que, de niño, la madre de un amigo suyo le dijo un día «Bill, la vida no es justa. Les decimos a nuestros hijos que sí lo es, pero eso es una barbaridad. No solo es una mentira, sino que es una mentira cruel. La vida no es justa, nunca lo ha sido y nunca lo será» y me ha recordado a este texto de Natalia Ginzburg en Las pequeñas virtudes.

Tras este baño de alegría, aventura y humor me sumergí en el horror existencial, físico y moral de Goethe en Dachau, de Nico Rost. Lo compré en Los editores siguiendo otra recomendación de Silvia Broome y de Tamara Crespo, ambas libreras de cuyo criterio me fío bastante. 

Nico Rost, intelectual holandés, estuvo preso en Dachau entre junio de 1944 y mayo de 1945 cuando el campo fue liberado por los americanos. Antes había estado en otros campos. Era comunista y defendió a los intelectuales, escritores y artistas alemanes que huyeron del nazismo. Goethe en Dachau recoge las notas, a modo de diario, que escribió mientras estuvo en el campo y que consiguió escribir y guardar porque se las ingenió para permanecer siempre en los barracones pertenecientes a la enfermería. 

Rost decide leer, escribir, pensar, reflexionar, aprender y hacer planes de futuro para cuando el horror en el que está viviendo termine. «Me niego» escribe en marzo de 1945. La esencia del libro la resumen muy bien la editora, Marta Martínez Carro en la introducción: «Se niega a morir pero también, y de manera más rotunda, se niega a vivir dejando de ser él.» Rost no podía evitar los piojos, el tifus, el hambre, la injusticia, el frío, la crueldad, la injusticia. Ni siquiera podía evitar ser asesinado cualquier día pero sí podía, y es lo que hace con estas notas, evitar vivir solo para ese horror. Se concentra en poner por escrito sus ideas sobre arte, literatura, política, incluso religión. Se entrega con una disciplina asombrosa a poner por escrito todo lo que consigue leer, las ideas que esas lecturas le provocan, las relaciones que establece entre autores, las reflexiones para libros futuros. Su actividad intelectual es tan intensa que, a ratos, el lector olvida que está en un campo de concentración, en Dachau, y que escribe rodeado de muerte, entre cadáveres. Poco a poco, según avanza el final de la guerra y llega el tifus, aunque Rost no quiera, la muerte se va colando en sus páginas: cifras de muertos, amigos que mueren y a los que no tiene tiempo de llorar porque otros mueren, más miedo, más hambre, más preocupación pensando que quizás la liberación no llegue a tiempo. 

El epílogo es, sin embargo, lo más devastador. En octubre de 1955, diez años después de la liberación, Rost vuelve y escribe «Yo volví a Dachau». Una tristeza inmensa, una pena densa y escalofriante lo envuelve cuando al llegar allí se da cuenta de que todas las muertes, todos los sufrimientos, todo el horror está siendo olvidado. En los barracones donde sus amigos sufrieron horrores impensables y murieron sin  que nadie pudiera velarlos, viven ahora familias, hay tiendas, espectáculos musicales. La tristeza de su relato es desgarrador, se le nota desfondado, sin fuerzas. Toda la energía empleada en seguir siendo él mientras vivía en el infierno le abandona en esas páginas, diez años después; «no sirvió de nada» parece pensar. 
«Sufrir –es algo que pasa–; haber sufrido es algo que no se pasa»
Haber sufrido no se pasa nunca pero para el que no lo ha sufrido, no ha pasado nunca. Eso es lo que parece pensar Rost en el epílogo, todo el sufrimiento y el horror han sido olvidados, aplastados por la vida, ignorados, como si no hubieran ocurrido. 

Goethe en Dachau no es un libro para todo el mundo, es una lectura durísima de la que uno sale devastado, desfondado y mirando el mundo con un velo de pesimismo. 
«Por ello, me he propuesto que en el futuro defenderé todas las cosas que reconozca como fundamentales con todas mis fuerzas frente a las cosas secundarias, sin importancia, nocivas, y espero poder lograrlo en la práctica. Esa también será una lucha, quizá una de las luchas más complejas que todavía ha de librarse» 
El tiempo es un canalla, de Jennifer Egan, fue mi última lectura de vacaciones y la tendré para siempre asociada a nuestro apartamento, a una cama grande y a un callejón con vistas al mar. Este libro también lo compré en Los editores después de leer sobre él en el blog de Divagando. Cuando ya estaba en mis manos y a punto de empezarlo leí, sin querer, algunas opiniones bastante malas sobre él pero ya estaba lanzada. 

Egan ganó el Pulitzer con esta novela en 2011 y no sé si da para tanto pero es un libro curioso y me ha gustado bastante. Leyéndolo, a veces, se me olvidaba que era una novela y lo sentía casi como si el New Yorker hubiera planteado un reto literario publicando relatos que tuvieran que ver unos con otros, que tuvieran alguna relación entre ellos pero sin que esa relación fuera obvia. De hecho, encontrar la relación, seguir el hilo, exige del lector un trabajo casi detectivesco recordando nombres, anécdotas, situaciones que, a veces, solo se han mencionado de manera muy tangencial. Leyéndolo imaginaba la construcción de esta novela como la reconstrucción de los círculos concéntricos que se forman al tirar una piedra en el agua, si tiras muchas piedras lo suficientemente cerca los círculos que se forman se tocaran y tendrán algo en común pero ninguno será más importante que otro, sin embargo, en esas conexiones está la gracia de la vida, en los momentos en que nuestras historias se tocan con las de los demás, en el espacio o en el tiempo.  

No quiero destriparlo mucho porque es un libro para descubrir y si doy demasiadas pistas arruinaré el juego detectivesco a posibles lectores. 
«Lo raya que separa pensar en alguien y pensar en no pensar en alguien es muy fina, pero yo tengo la paciencia y el autocontrol necesarios para caminar por esa raya durante horas, días si hace falta» 
En el agosto que duró un milenio también fui a ver a James Rhodes en El Escorial y aprovechando que había una feria del libro compré El mismo mar, de Amos Oz.  Lo leí en menos de veinticuatro horas porque Oz es casa, es como un bálsamo, me calma, me arropa, me calienta y, al mismo tiempo, es la mano fresca en mi frente cuando siento que me estalla la cabeza. 

El mismo mar al abrirlo me echó para atrás al ver que estaba escrito en verso. Prejuicios. No debería haber dudado de Oz. Es una novela en verso y en prosa, la historia de Albert y de su hijo y de la novia de éste y otros tantos personajes entre los que aparece, por sorpresa, el propio Oz. Los personajes se acompañan en sus soledades, pero está vez no con amargura y violencia contenida como en otros libros de Oz, aquí el cariño y la dulzura lo impregnan todo. Sus soledades se acoplan, unas con otras,  en un vaivén como las olas del mar que ven desde sus casas en Telaviv.  Oz escribe bonito, hay ternura en todas las páginas y por eso es un libro tranquilizador aunque sea triste, porque la tristeza no tienen porqué doler y ser angustiosa siempre, también puede ser dulce y tierna y llenar los ojos de lágrimas pero sin causar angustia.

Los capítulos son breves, algunos solo tienen una estrofa en medio de la página. Una estrofa que lo dice todo. 
A través de nosotros. 
Antes de perdón, está libre la silla,
antes de el color de tus ojos, antes de qué quieres tomar,
antes de soy Rico y me llamo Dita, antes del roce
de una mano en tu hombro,
eso pasó a través de nosotros
como una puerta entreabierta durante el sueño

No hay mayúsculas, ni puntuación, ni comillas. Oz juega. 

Calle Este-Oeste de Philippe Sands ha sido el último libro del mes que no se acababa nunca. Llegué a él por Guillermo Altares, periodista del País, que lo recomendó en La Cultureta. Lo compré durante el invierno pero su turno llegó  en las tardes de agosto.  La primera sorpresa al empezarlo fue darme cuenta de que ya conocía a Sands porque hace un año y medio, más o menos, vi en Netflix su documental What our father´s did: a nazi legacy en el que acompañaba a los hijos de dos importantes nazis, responsables de masacres atroces en Polonia, a los lugares de las matanzas. Uno de ellos, Nicklas Frank, hijo de Hans Frank que fue Gobernador General de Polonia y responsable de la matanza de judíos en esos territorios, rechazaba por completo a su padre y todo lo que hizo, le consideraba un criminal. El otro, Hors von Wätcher, hijo de otro nazi asesino, se negaba a reconocerlo, se asía a la excusa de que su padre era bueno y solo seguía órdenes. 

Aunque Nicklas y Hora salen en el libro la historia no va de ellos. Sands viaja a Lviv, una ciudad que ahora es ucraniana pero que hace cien años formaba parte de la región de Galitzia en el Imperio Austrohúngaro, luego fue Polonia, luego Alemania, luego Rusia y posteriormente Ucrania. En Lviv nació León, el abuelo de Sands y allí estudiaron Raphael Limkin y Hers Lauterpach, dos abogados judíos con un papel fundamental en el derecho internacional y en los juicios de Nuremberg. Limkin creo el concepto genocidio y Lauterpacht el término crímenes contra la humanidad. 

Sands reconstruye la historia de estos tres hombres a partir de fotografías, notas, cartas, recortes y mil entrevistas que realiza viajando por todo el mundo, realiza una labor de detective. Las vidas de estos tres hombres están marcadas por las dos guerras mundiales y por el antisemitismo, por la necesidad de huir, por la pérdida de todos sus orígenes, por la desaparición de sus familias en el holocausto  y por haber compartido, en algún momento de su juventud, la vida en una ciudad que parecía segura, estable, que parecía su casa, Lviv, y de la que tuvieron que huir antes de que fuera demasiado tarde. 

Es un ensayo estupendo que recomiendo muchísimo para todo el mundo. Y se aprende la diferencia entre genocidio y crímenes contra la humanidad que es una cuestión para nada menor. 
«Yo simpatizaba instintivamente con la visión de Lauterpacht, que venía motivada por un deseo de reforzar la protección de cada individuo independientemente de a qué grupo resultaba pertenecer, de limitar la poderosa fuerza del tribalismo, no de potenciarla. Al centrarse en el individuo, y no en el grupo, Lauterpacht quería reducir la fuerza del conflicto intergrupal. Era esta una visión racional, ilustrada, y también idealista.
El principal valedor del argumento contrario era Lemkin. Este no se oponía a los derechos individuales, pero creía que concentrarse excesivamente en los individuos era ingenuo, que equivalía a ignorar la realidad del conflicto y la violencia: se atacaba a los individuos por ser miembros de un determinado grupo, no debido a su calidad como individuos. Para Lemkin, el derecho debía reflejar el verdadero motivo y la intención real, las fuerzas que explicaban por qué se mataba a determinados individuos de determinados grupos objetivos. Para él, centrarse en el grupo era el planteamiento práctico». 
Y con esto y enfrentándome al reto de leer por primera vez a Bolaño, hasta los encadenados de septiembre.