jueves, 30 de agosto de 2018

Ser educado no compensa

Ser educado, a veces, no compensa. Nos han metido en la cabeza y así se lo contamos a nuestros hijos que jamás hay que ponerse al nivel de los maleducados, que  estamos por encima de ellos, que ante todo educación, que somos mejores si actuamos así. Paparruchas. Ojalá fuera así. La realidad es que muchas veces, ser educado, morderse la lengua, agarrarse a la silla en la sala de reuniones para no soltar un exabrupto y contestar a un maleducado faltón, no compensa. De hecho, es una estupidez y es contraproducente. Acaba tu reunión y sales de allí encabronado, desilusionado y decepcionado contigo mismo. Ni un solo segundo te sientes mejor que ellos. 

¿Así funciona el mundo, los maleducados faltones pueden hacer lo que les de la gana? Pues sí, y la culpa es nuestra, es tuya porque no has defendido tu territorio, el espacio de trabajo, las normas de convivencia y trato. Ser maleducado no consiste en no conocer las normas de urbanidad, convivencia y trato. El maleducado las conoce y se las pasa por el forro, como su propio nombre indica, las mal usa. No es lo mismo no tener educación que ser un maleducado. 

Los maleducados faltones avasallan  y lo hacen porque les dejamos. Les permitimos interrumpir a otro cuando está hablando, levantar el tono, despreciar el trabajo de los demás, murmurar por lo bajo comentarios despreciativos y faltones cuando los demás hablan... y se lo permitimos porque somos educados, porque no queremos hacer lo mismo que ellos, no queremos ser como ellos, porque nosotros sí sabemos que todo eso está mal. Ellos también lo saben pero les da igual, nadie nunca se les ha enfrentado y creen que las normas no son para ellos, que están por encima. Avasallan, invaden, envenenan, encabronan. Y les dejamos porque somos buenos, porque somos mejores. 

Pues no, somos gilipollas. Es una estupidez callarse, es una rendición, es dejarles emponzoñar el ambiente, el trato, la convivencia. Es como si Indiana Jones, en la famosa escena del mercado, cuando el malo hace su exhibición de chulería para demostrar que tiene el poder y está a punto de matarle, en vez de pegarle un tiro y ponerle en su sitio, se quedara callado esperando a que el otro lo matara o le dijera: «creo que esto hay que hablarlo con calma.»

A los maleducados no se les para con buenas maneras, ni callándonos. A los maleducados faltones se les para, debemos pararles con firmeza: ¡PERDONA PERO ESTOY HABLANDO YO Y TE AGRADECERÍA QUE TE CALLARAS E INTENTARAS COMPORTARTE COMO UNA PERSONA RESPETUOSA! Mira a ver si eres capaz y sino es así, sal ahora mismo para irte a entrenar y vuelve cuando seas capaz. 

Y luego, ya si eso, murmuras entre dientes: idiotadeloscojones.    

Con suerte, agachará las orejas y abrirá los ojos como platos, sorprendido. Los maleducados no están acostumbrados a que juguemos sucio. Es posible que balbucee algo. No nos engañemos, no va a ver la luz y se va a volver educado, eso no pasa nunca, y además, no es tu tarea enseñarle educación, pero no volverá a interrumpirte y tú no saldrás de la reunión sintiéndote imbécil y descubriendo que te han salido más canas porque por algún lado tiene que salir la frustración. 

Idiotadeloscojones. 


lunes, 27 de agosto de 2018

Al teléfono con el adolescentismo

Hay dos tipos de personas con las que la comunicación por teléfono móvil es una tortura: mi madre y mis hijas. Del uso que mi madre hace del móvil: incomprensible, errático, desesperante ya hablaré otro día. Hoy me voy a centrar en los tipos de comunicación por móvil con el mundo adolescente. 

Primer supuesto. 

No tienen móvil entre semana así que para hablar con ellas llamo al teléfono fijo. Somos unos antiguos y tenemos teléfono fijo pero no tan antiguos como para tener un solo aparato anclado a la pared. Tenemos tres teléfonos inalámbricos que ¡sorpresón! jamás están en sus bases cuando los buscas. Si yo no los encuentro la incapacidad de mis adolescentes,a pesar de haber sido ellas las que los han movido de sitio, para ubicarlos cuando suenan es espectacular. 

El teléfono suena y suena y suena. Cuando estoy terminando de murmurar toda la ristra de insultos, juramentos y blasfemias que conozco, alguien descuelga. Respiro aliviada. Ilusa de mí. 

«María, siempre cojo yo el teléfono y ya estoy harta»«Mentirosa, siempre lo cojo yo porque tú sabes que es mamá y pasas de  hablar con ella»«Halaaa, qué falsa, tía»

Acabo colgando y pensando que por lo menos sé que están en casa que era el propósito de mi llamada. 

Segundo supuesto

Tienen móvil. Se supone que un teléfono móvil sirve para contactar a la otra persona en cualquier momento y más si esa otra persona es un adolescente con el móvil en la mano todo el tiempo que permanece consciente y fuera de la ducha. 

Llamo a cualquiera de mis dos hijas para hablar con ellas algo sobre lo que no me da la gana escribir un whasap. 

Suena el tono de llamada. Suena. Suena. Suena. Suena. Salto el mensaje de que el móvil al que llamo no está disponible. Una vez más recito toda la ristra de insultos, blasfemias y juramentos que me sé. Tiro mi móvil en cualquier sitio y me alejo de la escena refunfuñando, cuando, pasado un rato largo, recojo el móvil tengo un mensaje.

«Jeje, siento no haberlo cogido. Justo estaba leyendo. Llama cuando quieras»

Son muy cabronas pero además me conocen y saben que esa excusa me ablandará. Además, quiero creerme esa excusa. Me relajo. Vuelvo a llamar. Suena el tono de llamada. Suena. Suena. Suena. Suena. Salto el mensaje de que el móvil al que llamo no está disponible.

«A tomar por culo con el móvil. En cuanto vuelvan se lo quito» pienso mientras busco el teléfono de mi abogado para ver cómo puedo desheredarlas. Entra otro mensaje. 

«Ups. Justo ahora no tenía el móvil»

Vaya, resulta que he ido a llamarla en el único rato en todo el mes de agosto que ha debido soltar el móvil. Ya es casualidad. Vuelvo a llamar. Ya no sé para qué quería hablar con ellas, ya sólo quiero echarles la bronca y bramar con furia en sus pequeñas orejitas. Suena. Suena. Suena. Me cuelgan. 

«Jejeje. María ha cogido mi teléfono y sin querer te ha colgado» 

Desisto por completo de hablar con ellas con la inútil esperanza de que les entre el remordimiento o, por lo menos, un mínimo de curiosidad por saber qué quería con mis llamadas y me llamen ellas. Ni remordimiento ni curiosidad. 

Tercer supuesto. 

Llamo y ¡oh sorpresa! lo cogen al segundo tono. 

—¡Hombre, qué bien que os pillo!
—Ah, hola. 
—Por favor, qué entusiasmo. Lo mismo me emociono. 
—¿Eso es sarcasmo?
—¿Qué tal todo?
—Bien.
—¿Qué habéis hecho?
—Nada. 
—¿Hace bueno?
—Sí, bueno, normal. 
—¿Cómo qué normal? ¿Qué significa eso?
—Sí, bueno. 
—Y¿qué vais a hacer hoy?
—No sé. 
—¿Qué queréis hacer?
—No sé. Da igual. 
—¿Da igual? ¿Picar piedra? ¿Planchar? 
—Ay mamá. Que sí, que vale. Que estamos bien. 
—Hasta luego.

El mismo nivel de diálogo que una pareja sueca en una peli de divorcios. Del monosílabo y la no comunicación hacemos un arte. 

Cuarto supuesto.

Me mandan un audio de wasap. Lo borro y contesto: «No escucho audios de wasap, si queréis algo llamadme» 

No suelen llamar así que deduzco que o bien era una memez o se han enfadado. 

Quinto y último supuesto. 

Suena mi móvil. Es alguna de las dos. Sonrío. Descuelgo.

—Hola princesa, ¿Qué tal?
—Bien, bien. ¿Qué tal tú?
—Pues nada aquí echándoos de menos. 
—Yo también te echo de menos

(Empiezo a sospechar)

—Verás mamá, es que no sé si te acuerdas que mi amiga Zutanita, la que vive en la casa esa que nunca te acuerdas que está detrás del hotel, pues esa amiga que es superamiga mía y además le gusta mucho todo lo que me gusta a mí, va a hacer una fiesta el jueves por la tarde y, entonces, verás, hemos pensado que estaría muy bien que el miércoles vinieran catorce amigos a nuestra casa porque a ti, total, te da igual y todos mis amigos dicen que eres supermaja, a preparar la fiesta porque Zutanita no sabe que vamos a ir disfrazada de Mamma Mía. Entonces, además, necesito que en internet (te mando pantallazos) compres.. blablablablablabla. 

Habla y habla y habla. No sé quién es Zutanita y el resto me da igual... la dejo hablar hasta que se le seca la lengua. 

—... y entonces les he dicho que fenomenal, que en casa además tenemos de todo para hacer pancartas, las haremos en la cocina no te preocupes con que manchemos. ¿Vale?
—Bueno, ya hablaremos cuando llegue a casa.
—Pero ¡si te he llamado a contártelo! 
—Ya, pero esto es algo para hablar en persona. 
—No sé para que tienes móvil, mamá. Luego hay que hablarlo todo en persona. 



jueves, 23 de agosto de 2018

No soy yo, es el madrugón.

Dormir. Dormir. Dormir. Estar durmiendo. Descansar. No puedo pensar en otra cosa.Levantarme a las seis de la mañana me quita las ganas de vivir, me arruina el ánimo y hace que mi estado de ánimo bascule entre el odio intenso hacia toda la humanidad y el llanto descontrolado y ansioso. Levantarme a las seis de la mañana ralentiza el tiempo, las horas pasan despacio y el momento de dormir no llega nunca porque me levanto a las seis pero no me acuesto a las nueve. Madrugar de manera insana convierte todas las canciones de mi lista Drive en nostálgicas historias de gente abandonada con la que empatizo hasta las lágrimas. Lloro con las canciones, con los podcasts y hasta con las cuñas de radio "Para resolver un marrón, conecta con Manolón". Ni las hormonas de la regla me hunden tantísimo. Miro a la gente que trabaja conmigo, a los demás conductores, a la recepcionista de la clínica de rehabilitación, a mi fisioterapeuta, al gasolinero intentando adivinar por sus caras, por su ánimo si han dormido más que yo, si son gente con suerte que madruga lo justo o desgraciados como yo que viven sus días lamentando dormir poco.  Madrugar me convierte en una máquina de autodestrucción: no duermo, tomo manzanas a media mañana, como ensalada, hago treinta y cinco minutos de bici estática, emprendo una tarea de bricolaje, lo intento con las sentadillas. Otros lo llaman vida saludable pero yo sé que estoy tratando de acabar con mi vida, para no sufrir más, para poder dormir. «Si madrugas aprovechas el día». A las seis de la tarde, aparcada en la puerta de mi fisio y llorando de autocompasión no entiendo porque a estas ganas de matar lo llaman aprovechar el día.  Yo era alguien de provecho, alguien divertido, animoso, de colores y estos madrugones me convierten en una babosa reptante. Sueño despierta con una cama, con una siesta, con derrumbarme en brazos de alguien escurriéndome de sueño. Madrugar me provoca una tristeza tan intensa que a las nueve de la mañana creo que no podré con el día. Por culpa de estos madrugones cancelo planes, anulo reservas, invento excusas para no quedar, para no hacer, me desconecto en las conversaciones y encuentro toda la comida insípida. Madrugar  eleva a niveles estratosféricos mi autocompasión, me rebozo en ella. Me paso el día compadeciéndome, añorando la paz en el mundo, la justicia social, mis doce años, mis zapatillas camping amarillas y su olor a letrina de legionarios al final del verano. Madrugar me ha hecho arreglar mi bici y salir a pasear. Madrugar me da agujetas y me provoca nostalgia de la infancia de mis hijas, miro fotos de hace siete años y pienso que entonces ellas eran más monas, más ricas, más simpáticas, iban mejor vestidas, yo era mejor madre, yo dormía. Lloro de nostalgia y agotamiento y las llamo: 

—Chicas ¿qué tal por allí?
—Fenomenal, lo estamos pasando de coña. ¿Qué te pasa?
—Que os echo mucho de menos porque sois monísimas.
—Mamá, ¿has vuelto a levantarte a las seis? Te hemos dicho mil veces que madrugar te sienta fatal. 

Madrugar me embota, me paraliza, me quita fuerzas, anula mi curiosidad, levantarme a las seis de la mañana hace que me repita y por eso éste es el cuarto o quinto post que escribo sobre el tema. No me lo tengáis en cuenta que lloro.  



domingo, 19 de agosto de 2018

Los trece, la estación sin parada.

–El domingo cumples trece años. Este año no estás dando nada la brasa con tu cumple.
–Ya, ya lo sé. 
–Los trece son un número raro ¿verdad? 
–Sí, catorce molarían más pero claro hay que pasar por los trece antes, pero los trece no me apetecen. 

Los trece son ni fu ni fá. Si además llegas a ellos en segunda posición, detrás de tu hermana, ni siquiera tienen la novedad ni para ti ni para nosotros de intentar descubrir cómo serán. Ya tienes claro que los trece son como la antigua estación de cercanías de Pitis, en Madrid, una estación sin parada. 

Los trece son segundo de la ESO que es otro curso insulso, sin gracia. No tiene la emoción de lo nuevo, del estreno, ni el aura de ser ya "de los mayores". Los trece están a medio camino entre ir al Burger a merendar y sentarte en el parque,  en el respaldo de un banco a ver pasar las horas mientras cuchicheas sobre chicos y ligues. 

Los trece son subirte al tren de "ser mayor" pero con acompañante. Son sentarte a pensar qué más adelante hay vida por vivir, que quieres hacer algo con todos esos años que te esperan aunque no tengas claro qué quieres. Los trece son, todavía, seguros. Cualquier decisión es revocable, ante cualquier miedo puedes refugiarte en casa, en mis brazos, en los de tu padre. Los trece son aburridos pero estables, seguros.  Los trece son casa. 

Vamos a vivir tus trece años sin sorpresas e intentaremos que sean divertidos. Vamos a viajar, a reírnos, a discutir por nuestros diferentes conceptos de la palabra "ordenado", vamos a charlar sobre mis elecciones de menú para la cena. Vas a seguir sacándome de quicio con tu irritante manía de hablar muy deprisa poniendo voz de absurda protagonista de sitcom americana cuando quieres pedir permiso para hacer algo que sabes qué no me va a gustar. Y, sobre todo, sé que vas a seguir taladrándonos con la absoluta necesidad que tienes de tener una habitación para ti sola. 

Hoy cumples trece años y estás impaciente por cumplir catorce, quince, «los dieciséis sí que molan».  No tengas prisa, vamos a disfrutar los trece pero, por favor, mientras tanto, cierra la puerta del baño, no te cuesta nada. 

Feliz cumpleaños, pequeña bruja.