martes, 2 de agosto de 2022

Washington road trip: en Portland. De casas y libros

 El día en Portland comenzó con calma. Nada de prisas desayunando, ni duchándonos ni haciendo la colada que volvía a tocar. A las doce de la mañana vino a buscarnos un Uber para llevarnos directamente a nuestra primera parada: el Apple Store. ¿Por qué este ataque de consumismo nada más empezar el día? Pues porque Portland es una ciudad libre de impuestos (el sueño de algunos) y María quería comprarse un Ipad, que por lo visto es imprescindible para estudiar telecomunicaciones, y allí le salía más barato. «¿Me vas a ayudar a comprarme esto?» «Ya te he ayudado, practicamente te lo he comprado yo. Te he traído hasta aquí» «No lo había pensado así pero tienes razón». 

Tras esta gestión aburridísima porque a mi visto un Ipad, un Iphone y cualquier otro cachivache tecnológico, vistos todos (me pasa igual con los coches) empezó nuestro día de descubrimiento de la ciudad. Si me preguntáis cual fue mi primera impresión de la ciudad, mi respuesta automática es: vacía. Sábado por la mañana y en Dowtown Portland me sobran dedos de las manos para contar la gente que vimos. Nuestro plan era patear la ciudad que para los americanos es algo inconcebible, es casi como si pretendieras ir en góndola por Madrid. Tras una semana de caravana nos empeñamos en ir andando y emprendimos camino hacia Washigton Park, una colina que se eleva sobre el Downtown con diferentes jardines, zonas de bosque, increíbles mansiones y unas vistas privilegiadas de la ciudad y de la llanura que la rodea. Empezamos el paseo por el centro de Portland, una zona curiosa en la que se encuentran los primeros "rascacielos" construídos por los colonos prósperos entre los años diez y veinte del siglo pasado. No olvidar que la mayoría de los colonos llegaron a Oregon a partir de 1850, es decir, antes de ayer. Desde ahí fuimos subiendo, más bien arrastrándonos porque estábamos muy cansados y además hacía calor, en dirección a la colina. Era un paseo de 20 minutos pero se nos hizo eterno. Cruzábamos alternativamente vecindarios con casas agradables, en las que nos imaginábamos viviendo, con otras zonas que eran casi descampados y en las que ir caminando casi parecía un deporte de riesgo. Pasamos por el Providence Park, el estadio de fútbol donde juegan los Portland Timbers y las Portland Thorns y, por supuesto, nos entretuvimos en ver si había partido esa noche, entradas y en qué posición de la tabla están las Thorns porque a nosotras solo nos interesa el fúbtol femenino (y a mí poco y solo por amor a mi hija). Además, mis compañeros se hicieron una foto que me da muchísima grima. 

Cuando, por fin, llegamos al bosque de Washigton Park nuestro agotamiento mejoró algo y nos vimos
capaces de enfrentarnos al resto del día. Nos sentamos a la sombra de un gran pino a comer un poco de alpiste y, una vez repuestas las fuerzas, visitamos primero el Memorial del Holocausto (nada interesante) y después el Rose Garden. De camino a la rosaleda, Clara se sacó de la manga, como siempre, una pregunta completamente inesperada. «Mamá, ¿tú crees que los descendientes de Tchaikovsky saben que son sus descendientes?» Los procesos mentales de mi hija son muy misteriosos. La respuesta a esta pregunta fue «Hombre supongo que sí. ¿Si tu bisabuelo fuera un compositor muy famoso tú crees que lo sabrías?» y derivó después en una conversación sobre los derechos de autor de las obras de arte y como los derechos de Mickey Mouse están a punto de caducar y el lobby de Disney está tratando, una vez más, de presionar al gobierno americano para que amplie ese plazo. «¿y qué pasa si no se amplía?» preguntó Clara. «Pues que cualquiera podrá usar la imagen de Mickey Mouse para cualquier cosa y venderla» «¿Puedes hacer algo porno con Mickey MOuse, por ejemplo?» «De eso ya hay»

Antes de que la conversación se fuera ya a lugares que no era el momento de recorrer llegamos al Rose Garden. Antes he dicho que en el Dowtwon no había nadie, estaban todos en este jardín. La rosaleda es impresionante, hay miles de rosas de todos los colores, tamaños y olores en arriates colocados entre el verdor de los árboles y arbustos del parque.  Desde ahí, además, se disfruta de una estupenda vista de la ciudad, el río Columbia (Portland está construído en sus orillas) y al fondo, otro volcán con nieves perpétuas, Mont Hood. Tras un paseín corto porque no somos unos grandes amantes de la jardinería, nos acercamos a visitar el Jardín Japonés, otra atracción del parque. Abortamos misión porque la entrada costaba 20$, había muchísima gente y, como acabo de decir, lo de los jardines nos gusta con moderación. Aquí hubo un pequeño momento de crisis en el plan del día porque no sabíamos qué hacer pero yo, en plan heroína, tomé las riendas y dije: vamos a ir a la Mansión Pittock. «Andando no, andando no» dijeron mis huestes. «Bien, vayamos en Uber». 




La Mansión Pittock está en uno de los puntos más altos de Portland, fue construída por el magnate de la comunicación Harry Pittock y su mujer Georgina. Él era inglés y ella era de la costa este, los dos llegaron a Portland siguiendo la ruta de Oregón en la segunda mitad del siglo XIX. Él al llegar se puso a currar en The Oregonian,  el periódico de la ciudad y, no sé muy bien cómo porque no lo explicaban en ninguno de los cientos de carteles que leí, acabó haciéndose con él y siendo su dueño en 1860, momento a partir del cual amasó una fortuna impresionante. Ese mismo año, cuando Harry tenía 26 años, se casó con la dulce Georgina que tenía 16. Tuvieron ocho hijos de los que sobrevivieron 6 y para acomodar a tanta tropa y dado que manejaban cuartos decidieron construirse esta mansión con vistas a la ciudad. La visita a los jardines para disfrutar esas vistas son gratis pero para entrar al cotilleo bueno hay que pagar. ¿Cuanto? No me acuerdo pero fuera lo que fuera no nos pareció mucho y además mereció la pena.

 La mansión lo tiene todo para cotillear a pesar de que guarda poco de la decoración original. Los Pittock padres la disfrutaron muy poco, terminó de construirse en 1914 y ellos murieron en 1918 pero dos de sus hijas, que vivían allí con sus familias, se encargaron de mantener la casa. Hay salones, sala de fumar, una cocina estupenda que haría las delicias de cualquier instagramer, un antecomedor, un comedor de desayuno, uno formal (estos son siempre feísimos), y varios dormitorios con baños con las últimas novedades de principios de siglo: ¡duchas! La planta de servicio, que siempre es la más interesante, no puede visitarte porque no es "segura". La mansión estuvo habitada por un yerno y un nieto de los Pittock hasta que en 1958 se marcharon porque no podían mantenerla. (Sobre esto tengo la teoría de que no podían porque no habían trabajado en su vida y pretendían continuar con el mismo ritmo de vida sin trabajar, viviendo de lo que el abuelo Pittcok les había dejado y, claro, los cuartos, por muchos que tengas, si no paras de gastar en algún momento se terminan). La casa fue cayendo poco a poco en una situación de abandono (mención aquí a Grey Gardens, documental que si no habeis visto...en fin) hasta que en 1962, la noche del 12 de octubre, cayó una tormenta espectacular en la ciudad que causó grandísimos daños a la casa. Antes de que un promotor aprovechara la situación, comprara la propiedad, tirara la mansión y construyera pisos (¿os suena?) los ciudadanos de Portland se lanzaron a salvarla y restaurarla.  Los Pittock que quedaban por ahí lo agradecieron mucho pero, por supuesto, ya no pueden vivir ahí... está solo para visitas. Eso sí, la familia donó para la reconstrucción museística algunos muebles que eran originariamente de la casa. Donaron mesas, sillas, el piano del salón principal o la casa de muñecas del último sobrino que vivió en la casa. 

Es una visita muy interesante, con mucho encanto y que merece la pena si alguna vez vais a Portland.
Vista la mansión emprendimos camino hacia la parte baja de la ciudad, recorriendo serpenteantes callejones entre las mansiones de Washigton Park mientras comíamos pipas sabor pepinillo. Están malísimas pero, como todas las pipas, matan el gusanillo del hambre y entretienen. El cotilleo de casas nos tuvo super entretenidos. Había casas que nos encantaban, otras que nos horrorizaban y sobre todo nos fascinó que con el día que hacía y siendo sábado, no hubiera nadie disfrutando de esos jardines tan maravillosos con unas vistas increíbles de Mont Hook, Mont St. Helens y Mont Rainier. Yo viviría en ese jardín. 

Mientras decidíamos cual era nuestra casa favorita y acabábamos con las pipas, llegamos a Nolo Hill, el barrio "molón" de Portland porque parece más europeo que americano. Está formado por la interesección de tres o cuatro calles llenas de tiendecitas, restaurantes y bares. Lo curioso es que doblas la esquina y estás en una calle residencial con casitas pequeñas, de esas que os estáis imaginando, con frondosos árboles dando sombra. También hay maleza creciendo alegremente entre el asfalto y en los alcorques señal de que hay poco tráfico, mucha humedad y poco mantenimiento municipal (recordemos, no taxes). 

Nuestro plan era seguir matando el hambre con un helado porque pretendíamos cenar algo más tarde. El sitio de los helados molón tenía una cola que daba la vuelta a la manzana así que decidimos pasar y seguimos de paseo. Las niñas y yo entramos en una tienda vintage y aunque tuve en la mano tres camisas muy chulas conseguí salir de allí sin nada. Pensé «¿necesitas esto?» y oye, funcionó y ese dinerito que me ahorré. (Por poco tiempo) Poco después no podíamos seguir caminando más, teníamos hambre y estábamos cansados así que nos pusimos a buscar un restaurante en el que María pudiera comer algo (cuando alguno me diga que «uy, ahora es facilísimo encontrar restaurantes para todo el mundo», le invito a experimentar el «facilísimo» viajando con una celiaca alérgica al pescado). Encontramos un restaurante italiano que se anunciaba con menu sin gluten y allí nos dirigimos. Cuando llegamos allí, el supuesto menú sin gluten se reducía a un solo  plato de los  que ofrecían. Menos mal que María es una estoica con el tema de la comida y le da igual, no hubiéramos podido caminar más. Por lo demás la pasta era excepcional y agradecimos mucho llenar el estómago y descansar los pies. Nos vinimos tan arriba que al salir fuimos a comprarnos un helado para tomarlo mientras caminábamos a nuestro siguiente destino, mi favorito: Powell´s. 

Ains. Powell´s. Lloro al recordar como entré en esa librería, ese templo del libro que ocupa un edifico entero en 1005 W Burnside Street. «Dejadme en paz. Voy a estar aquí hasta que cierren. Haced lo que queráis. Quedaros, iros, lo que queráis pero dejadme en paz». Me puse nerviosa y todo al entrar. No sabía por dónde empezar. ¿Me ponía a recorrer las estanterías a ver qué me llamaba la atención o mejor sacaba mi lista de lecturas pendientes para buscar los títulos? Empecé a pulular, intentado centrarme. Me sentía como un niño en una juguetería, como un goloso en una pasteleria. ¿Por dónde empiezo? ¿Qué compro? Finalmente saqué mi lista y fui buscando al mismo tiempo que repasaba las estanterías. La peculiaridade Powell´s aparte del encanto que tiene, el olor a libros y que tienen de todo, es que cuando encuentras el título que estás buscando en la estantería, tienen varias ediciones: nuevo, tapa dura, tapa blanda, antiguas y de segunda mano, con lo que puedes elegir cual llevarte.
Clara se unió pronto a mi porque algo se le ha pegado y porque ahora quiere saber de todo, y entre las dos elegimos el botín. Compré para ella Call me by your name y otra edición de mi novela favorita, Cannery Row. Para mí, compré Rules for a Knight de Etahn Hawke, Words are my matter de Ursula K. Le Guin y Winter de Rick Bass, este cuando luego lo abrí en la caravana resultó estar ¡firmado por el autor! Me hubiera llevado diez libros más, veinte, y ahí dilapidé mi ahorro en camisas porque el ¿necesitas esto? con los libros no funciona. La respuesta siempre es: por supuesto. 

Cuando nos echaron de Powell´s era ya la hora de volver a la caravana, asi que pedimos un uber que resultó ser un Tesla para gran regocijo de mi hija María. Le encantan los coches (ni de idea de dónde le viene esta afición) y en especial los Tesla. En Portland están por todas partes y su frase del día había sido: un Tesla, un Tesla, un Tesla. A pesar del coñazo que dió con eso, me creó muchísima más zozobra la pregunta de Clara: «Mamá, ¿te enfandarías muchísimo si me hicera narcotraficante? seguida muy cerca por «¿qué cantidad de dinero en efectivo puedes llevar al banco sin resultar sospechosa?» Uno nunca está preparado para hablar de blanqueo de capitales y lavado de dinero con su hija adolescente. Un Tesla rojo nos devolvió a la caravana. Tome un repostre de tarta de manzana caliente con helado mientras escribía el diario del día, María jugueteaba con su Ipad y Clara hacia un dibujo de la caravana por dentro en uno de mis cuadernos. Otro día exprimido. 

Mañana más. 

lunes, 1 de agosto de 2022

Washington road trip: y llegamos a Oregon y a la playa de los Goonies.


 El 9 de julio fue el día más largo de nuestro viaje. Al recordar esas dos semanas, los cuatro hablamos siempre del día que llegamos a Portland como el más aprovechado. Eso, por supuesto, no lo sabíamos al despertar en el camping de Humptulips pero el caso es que nos tomamos la mañana con calma y no salimos de allí hasta las once. Ese dia empecé conduciendo yo y mientras nos dirigíamos hacia la siguiente parada me fui fijando en los carteles que hay en las carreteras y que no se parecen a los que tenemos en Europa: 

ADOPT A HIGHWAY. ADOPTE UNA CARRETERA. Este cartel lo llevaba viendo desde los primeros días. Me informé y resulta que si "adoptas" una carretera, lo que haces es limpiar un trozo de la misma y entonces debajo de lo de "ADOPT A HIGHWAY" ponen tu nombre o lo que tu quieras. "Comunidad de lectores de Cosas que (me) pasan", por ejemplo. Tambien os digo que aunque resulte chocante es una manera fácil de pasar a la posteridad porque las carreteras de Washigton están impolutas, no vas a tener que pasarte tres semanas recogiendo latas, botellas y papeles, como te ocurriría aquí. Yo creo que en cuatro horas lo tienes resuelto. 

SLOW VEHICLES MUST USE SHOULDER. Este me gustó porque aprendí que Shoulder es arcén. Es casi una microclase de Belén de Aló miami. 

DON´T DRINK AND DRIVE. El clásico si bebes no conduzcas. Sobre este hay una variación más truculenta que incluye, debajo del lema, algo como "In memory of Billy Perkins and Jane Peterson". Nosotros concluímos que entonces faltaba algo tipo "Si bebes no conduzcas, no como los merluzos de Billy y Jane que se mataron aquí" para que sea verdaderamente efectivo. 

DON´T PICK HITCHHIKER. CORRECTIONAL NEAR. Este lo vimos por primera vez de camino a Westport y nos pareció aterrador, casi como de película de miedo. Obviamente si está colocado ahí es porque hay autoestopistas, alguien los ha recogido alguna vez y, digamos, la cosa no acabó bien. Nosotros, por si acaso alguien tiene dudas, no cogimos a nadie... aunque tampoco vimos autoestopistas. 

Westport es una localidad costera, de vacaciones, con una playa enorme en la que está Gray´s Harbor Lighthouse, el faro más grande de la costa oeste de Washigton y que fue construído, en 1898, con fondos aportados por vecinos de la zona. Ahora mismo el faro es de propiedad privada gestionado por dos hippies encantadores, con gorra, moño y rastas, que cobran cinco dólares la entrada y te obligan a ponerte mascarilla (el único sitio de todo el viaje). Una máxima de nuestros viajes es que si hay un faro, se sube al faro. Este tiene muchísimo encanto y en la escalera, los hippies tienen montada una exposición con fotos antiguas del faro, los vecinos, la zona que mola muchísimo. Desde arriba se ve la playa y el bosque de pinos que lo rodea y que en su dia, cuando los vecinos pusieron sus perras para construírlo, no existía, el faro estaba en la playa. Después de unas cuantas fotos, un rato de charla y recordar, como siempre que subimos a un faro, el día que en Biarritz vimos como a una chica se le caía el movil desde arriba del todo, nos marchamos. Los hippies encantadores nos despidieron con un «Enjoy the sun» que es algo que jamás se dice en España porque aquí, estamos hartos de sol y, además, la única manera de disfrutarlo es huir de él. Desde Gray´s Harbor Lighthouse teníamos un rato de carretera hasta la siguiente parada, Cape Disappoinment. Aprovechando la tirada de coche nos dedicamos a buscar cosas en internet que nos habíamos dejado pendientes del día anterior. El estrecho que separa la Olympic Peninsula de la Isla victoria, por tanto Estados Unidos de Canadá lleva el nomnbre de Juan de Fuca. En el museo de Tacoma, además, habíamos visto que en el norte de la Península había muchos pueblos con nombres españoles, entre ellos uno de los más importantes, Port Ángeles. ¿De donde venían estos españoles? ¿Quien era Juan de Fuca? Descubrimos que Juan de Fuca fue un navegante griego, Ioamis Phokas, que nació en Valerianos, Cefalonia, en 1536. Navegó a las órdendes de la Corona española explorando primero China y Filipilas y, después,  las costas de México buscando un paseo entre el Pacífico y el Atlántico. En su segundo viaje, en 1592, llegó al estrecho y descubrió también la Isla de Victoria. Cuando volvió a México, el virrey de España, Luis de Velasco, que le había enviado a esos viajes de reconocimiento le dijo que bueno, que sí, que genial pero que de darle pasta y reconocimiento por eso nada de nada. Juan de Fuca se cabreó y volvió a España a ver si aquí le hacían caso. Tampoco tuvo suerte y se marchó enfurruñado a su isla a retirarse. En 1596, Michael Lok, un inglés que conocía su maestría en el mar fue a verle para convencerle de navegar a las órdenes de Isabel de Inglaterra, máxima enemiga de España. Al final las gestiones no fructificaron en que Fuca volviera a los mares pero Lok escribió su historia y se convirtió en un personaje muy conocido para los ingleses. En 1787, el capitán inglés Charles Williams Berkley redescubrió el estrecho y lo bautizó con el nombre de Juan de Fuca porque conocía su historia. Hay también una placa tectónica y un pilar de piedra frente a la costa que llevan su nombre. 

Mientras aprendíamos sobre Juan de Fuca el paisaje fue cambiando lentamente. Dejamos atrás los bosques y empezamos a atravesar llanuras de aluvión de los ríos Cheholis, Willapa y la babía de Willapa. Las llanuras, llenas de humedales, son inmensas como todo en Estados Unidos. Los paisajes de España y de Europa parecen miniaturas al lado de sus inmesidades. Llegamos a Ilwaco a las tres y media de la tarde y tras unos pequeños problemillas para aparcar la caravana nos dispusimos a recorrer Cape Disappointment. Primero fuimos a una playa pegada al aparcamiento completamente llena de restos de árboles. Lo mejor que tenía era la vista de los acantilados de esa parte de la costa y el faro en lo alto de uno de ellos. Después, por una senda sombría que discurría entre árboles subimos hasta el centro de interpratación del Cabo desde donde se disfruta de una vista increíble. Cape Dissapointment se encuentra en la desembocadura del río Columbia en el Pacífico. Cualquier idea que tengáis de la desembocadura de un río no se parece ni de lejos a lo que es esto. El Río Columbia es descomunal de grande y en su desembocadura se ensacha tanto que su encuentro con el Pacífico se parece más al encuentro entre dos mares que a un río llegando al mar. El nombre de este cabo se lo debemos a John Meares que en 1788 llegó hasta aquí buscando justamente eso, la desembocadura del Columbia. La encontró pero le pareció que aquello tan inmenso no podía ser y que probablemente lo que estaba viendo era una bahía que formaba el Pacífico, asi que lo llamo Cabo Decepción y se volvió a casa. Debajo del centro de interpretación hay un fuerte militar perfectamente conservado, se puede pasear por las distintas salas, la armería, etc. Tuvo su máximo uso durante la II Guerra Mundial y llegamos a la conclusión de que fue el típico destino "chollo" para que los hijos de gente influyente estuvieran a salvo porque ahí, ni olieron la guerra. 

De camino al siguiente promontorio, descubrimos Deadman´s Beach, una pequeña cala encajada entre las dos colinas, con pinos hasta la orilla y arena fina. Frente a la playa hay otras rocas encajadas en el mar que parecen el típico escondite de piratas o de tesoros. Subiendo al faro mis hijas discutieron sobre sus diferentes maneras de dormir. Clara decía que este año, que tendrán cuartos separados, va a tener la ventana abierta todo el día. María decía que vale pero que cerrara la puerta y Clara contestó que María era una "cerradora" pero que ella prefería estar abierta a todas las oportunidades. María cerró la conversación con un "Pues a mi cuarto las oportunidades no van a llegar porque yo siempre cierro la puerta". Perfecta definicion de sus diferentes personalidades.

Eran ya las siete de la tarde cuando volvimos a la caravana y se nos echaba el tiempo encima para todo lo que queríamos hacer. Nos encaminamos hacia Astoria, al otro lado del río Columbia,  y para llegar allí tuvimos que cruzar un puente increíble. En la mitad del mismo pasamos por debajo del cartel que decía ENTERING OREGON porque justo ahí, en mitad del río, está la frontera interestatal. El puente se eleva muchísimo sobre el agua porque por el Columbia navegan barcos de mercancías enormes, asi que cuando llegas a la otra orilla parece que vas a incrustarte en las casas que están en la colina frente al río. 

-Estas casas se parecen a las de Los Goonies.- dijo Juan. 

Tras una búsqueda en google descubrimos que no es que se parecieran, es que eran las casas de Los Goonies. Nuestra siguiente parada era una playa con unos restos de un naufragio de 1906. Es una visita decepcionante, la playa es enorme pero nada más y el naufragio es bastante menos espectacular de lo que te esperas viendo las fotos. Echamos un vistazo y antes de empezar a conducir hicimos cónclave para ver cómo organizábamos lo que quedaba de día que era poco. Teníamos que hacer compra, llegar a Cannon Beach y después conducir hasta Portland. Decidimos que si encontrábamos un sito de camino a la playa para hacer la compra pararíamos y que cenaríamos después de la playa en la caravana. De acuerdo con este plan, bastante ambicioso, paramos en un Safeway (el supermercado caro) a comprar "bueneces": cereales Special K, leche, agua, patatas, helados y cookies. La idea de las cookies fue mia, me miraron con cara de "no" y luego se las iban comiendo antes incluso de llegar a la caravana. Cannon Beach es un lugar de playa que se ajusta a la idea (tiene todos los "vibes", como dice Clara) que imaginas de un lugar de playa americano. Tiene además unos toques de Star Hollow, el pueblo de las Gilmore Girls. Sus calles están llenas de pequeños establecimientos con flores y luces de colores, todo el mundo se saluda y por unos senderos de arena, entre casas y bloques de dos alturas, llegas a la playa de los Goonies. 



Cannon Beach es un lugar maravilloso y llegamos justo en el mejor momento. Eran las ocho y media de la tarde y la vista no llega para alcanzar el final de la playa que se extiende hacia el sur hasta el infinito. La marea estaba subiendo y había una puesta de sol impresionante, la más bonita que he visto en mi vida. En el Pacífico, en esas playas, he tenido la impresión de que se ve más cielo que en España. Es como si allí, igual que el paisaje, el cielo fuera más grande y nosotros más pequeños. Parece que el cielo empuja para ocupar todo el espacio posible... como si quisiera estirarse, hacerse infinito. En la playa había mucha gente, aunque debo puntualizar que ese "mucha gente" no se parece en nada a lo que aquí atendemos por "mucha gente". Digamos que había más gente de la que nos habíamos encontrado hasta ahora en otras playas. Había grupos de amigos, de familias, de parejas, muchos de ellos reunidos en torno a un fuego (en USA se puede hacer fuego en la playa y hay puestos donde te venden la leña. También hay que decir que no hay papeleras porque cada uno se lleva su basura y están impolutas. Sentí vergüenza de nuestras playas y lo guarros que somos), habia parejas paseando, gente como nosotros haciendo fotos y muchísimos perros, todos con correa. Clara estaba emocionadísima con la "convención de perros". El atardecer fue espectacular. El cielo inmenso, el Pacífico recibiéndo al sol y unas nubes que parecían pintadas. A nuestra izquierda las rocas de los Goonies y frente a nosotros que estábamos sentados en otro tronco seco, el sol ocultándose. ¿Veríamos el rayo verde? Disfrutamos muchísimo esos momentos mágicos y yo pensaba en mi yo protoadolescente y en qué hubiera pensado si le hubieran dicho que con casi cincuenta años iba a estar en ese playa, con sus hijas y su mejor amigo, viendo ese atardecer. 


Cuando el sol acabó de esconderse y empezamos a echar de menos no tener fogata propia volvimos a la caravana para cenar algo. Yo quería preparar unas salchichas con patatas asadas y Juan se enfurruñó porque para eso tenía que encender el generador y «vamos a molestar a la gente». «¿A qué gente? Estamos en un parking y además son las nueve y media de la noche. No seas paranoico» Se enfurruñó tanto que dijo «Pues no ceno» y le dijimos «Muy bien, asi tocamos a más». Por supuesto cenó pero para hacerse el digno tomo leche con galletas. Después de cenar, salimos camino a Portland. Conducía Juan porque yo estaba cansada después de todo el viaje. Teníamos una tirada de hora y media y para cuando llegamos estábamos derrotados. Juan nos había advertido de que «el camping de Portland es el peor», nos lo había dicho tantas veces que, sin decirnos nada entre nosotras, las tres habíamos imaginado un camping en un descampado lleno de remolques viejos y coches abandonados. Para nada. Era un parque de caravanas muy limpio, muy ordenado y lleno de caravanas de larga estancia, incluso de caravanas que están allí todo el año. Nada que temer. 

Aparcamos siendo muy silenciosos para que a Juan no le diera un ataque de histeria y nos acostamos escuchando los aviones despegar justo por encima de nuestras cabezas. Esa noche me puse tapones. 

Mañana más. 

domingo, 31 de julio de 2022

Washington road trip: de la playa con nombre de teatro a la sabiduría de los árboles

 

El 8 de julio comenzó nuestra segunda semana de viaje y, además, marcó el cambio de tiempo que nos permitió disfrutar de unos maravillosos días soleados, con temperaturas máximas de 27º, que son como yo me imagino un buen verano. 

Empecemos.

En el entorno idílico y mágico del camping de Lake Crescent nos acostamos escuchando la lluvia gotear sobre la caravana pero a las seis y media de la mañana, cuando me desperté, el sol empezaba a asomar por encima de las montañas y parecía que la posibilidad de un buen día se abría camino. Decidí levantarme y me fui a la orilla del lago a dar un paseo. Llevaba el libro, el movil y los cascos pero lo único que hice fue sentarme en un tronco a contemplar el lago y los cambios de luz. Las nubes estaba altas, deshilachándose en el cielo, el sol iba subiendo lentamente reflejándose en la superficie del lago y solo en la ladera del bosque, a mi derecha, quedaban algunas nubes enganchadas a los árboles. 


El agua estaba completamente quieta, como si fuera cristal y a mi espalda escuchaba los restos de lluvia escurrir de las ramas de los árboles. Un goteo cada vez más espaciado, más lento, los árboles secándose, desperezándose para disfrutar del día de sol. Sentada allí pensé que en los últimos meses estoy siempre enfadada, a la contra, viéndole a todo la parte negativa. Quizás no siempre pero mi percepción es que es así. Vivir en Madrid saca lo peor de mi al mismo tiempo que me seca por dentro. El calor me sienta mal más allá de no dormir y estar siempre agotada. El calor me entristece, me causa una pena inmensa esa luminosidad insorportable de la primavera y el verano en Madrid. Me agota. Pensé que si consiguiera vivir en un sitio con un verano corto, de un mes, con mucha lluvia y sin prisas, mi humor mejoraría. A lo mejor me saldría moho en las plantas de los pies pero estaría más contenta. 

Con este pensamiento y el firme propósito de que si me toca la lotería plantearme en firme esa mudanza volví a la caravana y les desperté.  A las 7:30 desayunamos fuera y tras un último paseo por la orilla para despedirnos del lago emprendimos la marcha. Volví a conducir y enfilamos la carretera 101 West que corre paralela a la costa norte hasta que pasá a ser la 101 South que corre paralela a la costa del Pacífico. (En toda la península solo hay una carretera principal, la 101). A las diez y cuarto de la mañana llegamos a nuestra primera parada, Rialto Beach. Espectacular. Es una playa de dos kilómetros y medio con formaciones rocosas en los extremos y dentro, en el mar. Esos farallones rocosos que forman islotes, son los restos de la línea de costa que existía hace miles de años. La erosión del mar ha ido ganando terreno a las rocas dejando en pie solo aquellos sedimentos más duros y más resistentes. La playa se llama Rialto porque el nombre se lo puso el mago y mentalista, Claude Alexander Colin que, en los años 20, tenía una casa en la zona con vistas a la playa. (La casa ardió en 1937). El nombre se lo puso en honor de la cadena de teatros Rialto. ¿Parece un teatro? No. ¿Es un espectáculo? Sí, quizá de ahí le vino la inspiración. 

Además de las espectaculares formaciones rocosas en ambos extremos, coronadas por árboles y árbustos, la playa es también una especie de cementerio de grandes troncos. Entre la playa y el bosque que la rodea hay cientos y cientos de gigantescos troncos secos arrastrados hasta ahí a lo largo de cientos de años y que esperan a que, en algún momento, el océano acabe con ellos o se los lleve mar adentro. Decidimos recorrer la playa de extremo a extremo aunque hacia la mitad, mis hijas se rebelaron un poco. «Visto este trozo, visto todo». Juan y yo seguimos caminando como si no las hubieramos oído y no tuvieron más remedio que seguirnos y, después, se alegraron de haberlo hecho aunque no lo reconocieran. Los paisajes (y casi todo) no son iguales vistos de lejos que de cerca, la perspectiva cambia todo y acercarnos caminando al extremo derecho a la playa nos permitió apreciar sus farallones de otra manera. A la vuelta me empeñé en ir hasta el extremo izquierdo y hubo otro conato de rebelión que sofoqué con la misma táctica: seguir caminando. Como la marea había empezado a subir, ellos tres decidieron ir por las rocas y yo me empeñé en ir por la orilla, con las zapatillas y los calcetines en la mano y el pantalón remangado, chapoteando entre las rocas y las olas. Confieso aquí, que no me leen, que en un momento dado pasé miedo porque las olas cada vez entraban más entre las rocas, formando pozas que no podía ver y que además de mojar mis pantalones hasta las rodillas, temí que me arrastraran mar adentro. El extremo izquierdo de la playa, en otro de esos cambios de perspectiva, gracias a las formaciones rocosas que lo rodean, que hacen de murallas contra el mar abierto, forma una pequeña cala sin olas y con el agua mucho más templada que en la playa abierta. Es tan diferente que hasta la arena quemaba como en una playa del levante español. 




Todo era precioso pero, como no quiero engañaros, ahí discutí con Clara. Le pedí que se diera crema porque está en esa edad en la que cree que quemarse significa ponerse más morena y se negó. Cuando me puse más firme y elevé la voz, me miró muy digna y me dijo: «mamá, por favor, qué vergüenza». Me ardió la sangre y mi amor maternal se consumió en rabia. La hubiera dejado allí, abandonada a su suerte, poniéndose morenísima mientras se abrasaba. De vuelta a la caravana después de casi tres horas en la playa, improvisamos unos sandwiches y emprendimos la marcha a la siguiente parada. Este tramo del día se nos hizo duro porque nos entró la típica modorra postplaya, esa sensación de dulce agotamiento, provocada por la brisa marina y el sol, que invita a cerrar los ojos, amodorrarse y dejarse ir. Yo iba conduciendo y confieso que fue duro mantenerme despierta y alerta por la carretera. 

A las tres y media de la tarde llegamos al Bosque de Hoh situado en la parte oeste de la península pero no en la costa, hay que desviarse de la 101 South hacia el este para llegar a él. De todos los sitios en los que habíamos estado hasta entonces, en este fue en el que más gente encontramos, incluso temimos no encontrar un sitio para aparcar la caravana hasta que descubrimos que había sitios especiales para dejarlas. (Los americanos son organizadísimos). La selva de Hoh es uno de los poquísimos bosques húmedos de USA. Al estar situado cerca de la costa del Pacífico pero antes de las cumbres del macizo olímpico, los frentes de lluvia descargan sobre ella durante todo el año. El nivel de humedad es eso, el de una selva, y los árboles tras miles de años de estas lluvias son inmensos. Sé que me repito y que todo el tiempo hablo de árboles o troncos gigantes e inmensos pero es que lo son. Son tan grandes que si tu imaginación los piensa es incapaz de llegar a la realidad de su existencia. Hay abetos de la costa de Oregón, arces de hoja grande, arces enredadera, abetos sticka y chopos negros. Muchísimos ejemplares del de bosque que puedes recorrer siguiendo un sendero panorámico tienen entre 50 y 80 metros de alto. (Para que os hagáis una idea, un edificio de diez pisos de alto puede medir 40 metros) Además de la altura increíble de los árboles y de lo minúscula que te hacen sentir, el bosque de Hoh tiene otra curiosidad. Debido a la humedad en el ambiente, las ramas y troncos de los árboles, especialmente las de los arces de hoja grande y los arces de vid, están cubiertos enteramente de líquenes que les dan un aspecto fantasmagórico, como de bosque encantado de película. Esos líquenes, que no tienen raíces y no tocan el suelo, crecen y crecen cubriendo el árbol alimentándose de la humedad del ambiente. 


Se pueden ver a lo largo de todo el recorrido circular pero hay una sección especial que se llama Hall of Moses en la que se concentran varios de los arces más grandes completamente cubiertos de esos líquenes. En medio de una humedad increíble y un verdor que es imposible reflejar en las fotos, esos grandes árboles parecen inmesos perezosos congelados en el tiempo. Los contemplas sintiendo que en ellos hay algún tipo de sabiduría y conocimiento a la que no podrás acceder nunca porque eres insignificante, porque tu tiempo terrenal es infinitamente más corto que el suyo y, sobre todo, porque siempre tienes prisa. En el Hall of Mosses sientes que en no tener prisa, en no correr, está el secreto de la vida. 

El circuito circular te acaba llevando a través del bosque hasta la orilla del río Hoh donde nos sentamos a charlas de cosas diversas y a descansar. Al comenzar la ruta estábamos en piloto automático, cada uno arrastrando su propio agotamiento como buenamente podía, pero tras el paseo conseguimos ahuyentar la modorra y reactivarnos para seguir la ruta. Como yo estaba ya muy cansada de conducir, Juan se puso al volante hasta la siguiente parada. Encaramos otra vez la 101 South y disfrutamos de unas vistas impresionantes de la costa del Pacífico, pasamos playas y más playas con un cielo azul inmenso y una luz del atardecer preciosa que brillaba sobre la superficie del mar y sobre los numerosos islotes que, como en Rialto Beach, son el recuerdo de la antigua linea de costa en esta parte del Pacifíco. 


Nuestra siguiente parada era el Lago Quinault para ver el Abeto Sticka más grande del mundo. El lago es una preciosidad. Es menos salvaje que los lagos Wenatchee y Crescent porque se encuentra en un entorno más "amable". También lo rodean laderas boscosas pero no son escarpadas ni con pronunciadas pendientes, son más abiertas y en sus orillas hay pueblitos y casas vacacionales con embarcaderos y playas. Recorriendo la orilla volvimos a tener la conversación más repetida de nuestras vacaciones. «¿Te vendrías aquí a pasar quince días a no hacer nada?» «¿Prefieres este lago o uno de los otros?» Yo les dije que me valía cualquiera, que sueño con unas vacaciones sin cobertura y con nueve horas de diferencia horaria, en las que el plan sea no hacer nada, simplemente dormir, leer y mirar el paisaje. 



Aparcamos y fuimos a ver el famoso abeto. No sé las veces que he escrito enorme, gigantesco o inmenso en este diario, tantas que para describir este árbol me he quedado sin palabras. No podéis imaginarlo. Solo os diré que tiene mil años y mide 90 metros de altura. Como la tarde estaba preciosa y el lago Quinault nos ofrecia una pradera en su orilla para contemplar el atardecer, en un restaurante con Take Out, pedimos un par de hamburguesas y unas gambas en tempura para cenar. (María se hizo un sandwich en la caravana porque no nos fíamos del restaurante para sus posibles alergias). Extendimos nuestro pareo en el cesped, nos descalzamos y cenamos bajo la luz del atardecer charlando y contemplando al resto de personal que había tenido la misma idea que nosotros. Había un grupo de protoadoslescentes en bikini haciendo el monguer, una familia jugando a las cartas mientras cenaban, y una pareja de señores mayores (y muy feos) con un par de perros muy majetes, a los que, con un instrumento especial para llegar más lejos, tiraban pelotas al lago para que los perros compitieran por cogerlas. Estuvo muy entretenido. Cuando bajo el sol y empezó a refrescar decidimos seguir ruta hasta el camping en el que íbamos a pasar la noche. Llegamos a destino casi a las diez, en el camping solo había otra caravana y un cartel del dueño diciendo "Gone fishing till Monday". «Me ha dicho el tipo que le deje el dinero en la caja que hay en la ventana» nos dijo Juan. 

«Pero ¿para qué pagas si no se va enterar?» preguntaron las niñas llevadas por ese instinto tan español de pensar siempre en cometer un delito y más si no van a pillarte. 

«Porque es lo correcto».  

Un día más nos acostamos reventados pero con la sensación de haber aprovechado el día al máximo. 

Mañana más. 

sábado, 30 de julio de 2022

Washington road trip: Lake Crescent, el lago mágico.

Ha llegado el momento de contar que Juan tiene muchas manías. Mis brujas y yo también tenemos pero a fuerza de vivir juntas las hemos ido limando, encajando y haciendo más manejables. Cuando vives solo, tus manias crecen y crecen y crecen y escapan a cualquier control. Una de las muchas manias que tiene Juan es que tiene que llevar él las llaves porque sino colapsa pensando que los demás, y especialmente yo, las han perdido. (No he perdido unas llaves en mi vida pero eso a él le da igual). En este viaje, las llaves más importantes, las únicas de hecho, eran las de la caravana y si por él fuera no hubieran salido jamás de su bolsillo pero eso era imposible. En el mismo llavero estaban la llave de contacto, la de la puerta de entrada a la caravana y la del maletero. Era inevitable estar pidiéndoselas y que fueran de mano en mano. «¿Las llaves? ¿Dónde están las llaves? No están en mi bolsillo. ¿Donde están? Esto no puede ser. A ver, si no están en mi bolsillo, o tu bolsillo, Ana, el sitio va a ser este cajón. ¿Entendido?» «Que siiiii»

Le dijimos que sí, aunque se nos escapa porqué decidió que el cajón de los ajos, la sal y la pimienta era el lugar correcto. ¿Por qué cuento todo esto? Pues porque cuando esa noche, la del seis de julio, nos disponíamos a acostarnos, con todo ya recogido, tuvimos una crisis de llaves.  En una de sus mil quinientas comprobaciones, Juan dijo: «¿Dónde estan las llaves? No están en mi bolsillo ni en su cajón. ¿Ana?»

–Yo no las tengo.
-¿Seguro?
-Si.
-Compruébalo. 
_...

Gran crisis. Habíamos perdido las llaves. Revolvimos todos los cajones, no solo el de la sal y la pimienta, todos. Sacamos las mochilas, los abrigos, deshicimos la cama de María, miramos el suelo, los rincones. No estaban. Gran crisis... de 10 minutos que se resolvió cuando salimos a buscarlas fuera, por si se habian caído y "alguien" se las había dejado puestas, por fuera, en la puerta del conductor. Yo no fuí. Resuelta la crisis, nos acostamos y nada más apagar la luz, como todas las noches, se puso a llover. Amanecimos tras un sueño reparador y, como todas las mañanas, la lluvia cesó a tiempo de desayunar fuera. Desayuno, duchas, recogida y en marcha. Justo antes de irnos charlamos con el vecino de camping que, después de escucharnos hablar, salió con una bandera del Real Madrid gritando ¡Hala, Madrid! Nos contó que había pasado tres años en Rota y que España le encantó pero el ejército no tanto. 

Ese día había decidido conducir por primera vez la caravana. «Hoy conduzco yo» dije, y trepé al asiento del conductor. Nada más salir empezó a llover a mares y parecía que el día se nos iba a torcer y no íbamos a poder disfrutar de lo que teníamos planeado. No importaba y daba igual. No soy de lamentarme por la lluvia y menos cuando vas a un lugar donde llueve tanto. Es absurdo. 

Me repito pero, esa mañana, la carretera también era preciosa. Rectas interminables bordeadas de árboles gigantescos y vegetación exuberante. De vez en cuando, a los lados, había dos, tres, cuatro buzones justo en el punto en el que salía un camino hacia el interior de esos bosques. Creo que he mirado en todos y cada uno de esos caminos esperando ver al final una casa y que esa casa me dijera cómo es vivir ahí, como es la familia que la ocupaba para poder imaginar una vida completamente diferente a la mía, una vida más bonita aunque sea mentira y tenga sus problemas como estar pisando barro doscientos días al año. ¿Bajaran a los buzones por las mañanas o pararán cuando vuelven a casa para ver si tienen algo? ¿Recibirán algo en esos buzones? ¿Qué hacen con los paquetes de Amazon? En Los Molinos, tenemos un buzón en la puerta de casa, y cada vez que paso, meto la mano por si me ha llegado el New Yorker de la semana. A lo mejor, alguien pasa e imagina nuestra vida.  Mientras conducía también iba pensando, una vez más, en no olvidar este viaje, en hacer algo que me permitiera escapar a su recuerdo en cualquier momento. Recordar el viaje, los lugares, los paisajes. Pensaba, por aquellas rectas interminables que a los lugares, a las montañas, a los lagos, a las playas, a los árboles, al recodo del río, a las cascadas, a los bosques les da exactamente igual que nosotros los visitemos, los contemplemos o los recordemos. A la naturaleza le somos indiferentes. No necesita nuestra apreciación para sobrevivir, para existir. Incluso cuando la atacamos y hacemos todo lo posible por destruirla, lo único que tiene que hacer es esperar, tener paciencia y terminará recuperando su espacio. Consideré la futilidad de mi empeño en recordar mi paso por este viaje, mi deseo casi infantil de ser trascendente en un entorno que me olvidaría tan pronto como el ruido atronador de la caravana se perdiera al final de la recta. Mi linea de pensamiento ligeramente deprimente se cortó cuando llegamos a Sequim, una de las dos ciudades importantes al norte de la Olympic Peninsula. Y cuando digo ciudad quiero decir pueblo porque tiene siete mil habitantes, pero para esta zona es un nucleo urbano muy importante. (Todo el estado tiene 7,5 millones de habitantes. Y para que os hagáis una idea, el estado de Washigton tiene 184.000 km cuadrados y la Comunidad de Madrid 604. Así que aquí vivimos apiñados y allí, con un poco de suerte, no ven a su vecino más de una vez al mes y porque coinciden en el buzón de la carretera). 

En Sequim teníamos que echar gasolina y nos costó tres intentos: en la primera gasolinera aparcamos en el lado contrario y no llegaba la manguera, en el segundo el surtidor no aceptaba nuestras tarjetas y tuvo que ser ya en el tercero cuando triunfamos. Os informo que el surtidor se para en 200$. No sé si en España hay un tope de dinero al echar gasolina. 

(Llevo mil palabras y no he contado nada aún. Que maravilla es tener un blog) 

Nuestro destino esa mañana nublada era Hurricane Ridge, un lugar privilegiado, en el centro del macizo montañoso de la Olympic Península, desde el que en días despejados (15 al año) la vista es espectacular y se puede ver todo el macizo montañoso con el Monte Olimpo que es su cumbre más alta, al oeste el Pacífico, al Norte Canadá y al este varios volcanes nevados incluído Mont Rainier. Sabiamos que no estábamos en uno de esos días pero había que subir. La carretera es estupenda, con buen firme (esto cuando se viaja dentro de un sonajero se agradece muchísimo) y con grandes vistas. Además, y para variar tenía curvas. Es una carretera muy de montaña, en 18 km pasas del nivel del mar a una altitud de 2440 metros. Al llegar allí, la vista era impresionante. Frente al centro de visitantes se abría ante nosotros una sucesión de escarpados valles montañosos tupidos de bosques con las nubes desgarradas enganchadas a las cumbres de los picos. «¿Vosotros creéis que es posible que, ahora mismo, haya alguien ahí, en esos bosques perdido?» preguntó Clara. Yo me pregunté si habría alguien viviendo ahí, en medio de la montaña, harto del mundo, de la gente y de todo. No soy capaz de transmitir la sensación de estar frente a un paisaje salvaje, sin explorar, casi sin descubrir, sin domar. Un paisaje que puede hacer con nosotros lo que quiera, que es casi una amenaza. Una preciosa y tentadora amenaza, casi una trampa. 

Pasamos muchísimo tiempo en el mirador, absortos en las vistas y en los visitantes. Nos hicimos mil
fotos y desde ahí, tras zamparnos dos raciones de patatas fritas que nos supieron a gloria, hicimos un pequeño sendero que rodea Hurricane Ridge para disfrutar de una panorámica de toda la penísula en 360º grados. En el paseo vimos marmotas, alces, ciervos y unas ardillas pequeñas, de cola corta, que a Clara le parecieron "monísimas". Una guardabosques nos dijo que hay muchísimos osos y que con prismáticos y fijándonos mucho podríamos verlos en las faldas de las montañas, entre los pinos. No los vimos. Nuestro siguiente punto estaba siguiendo la carretera del norte de la península, que corre paralela al mar, hasta que más o menos a la mitad teníamos que meternos, otra vez hacia el interior, hacia el centro del macizo. Nuestro destino era Lake Crescent ¿qué puedo decir? ¿El sitio más especial que he estado en mi vida? Puede ser, sí. Creo que sí. Un lugar mágico. 

Llegamos a él tras un buen rato de carretera y nada más verlo, paramos en un mirador a hacer fotos. Estando allí, llegó un coche con una pareja de señores mayores que nos preguntó por la caravana, cuanto costaba y demás. Nos dijeron que se lo estaban pensando para ir de viaje a Montana. He dicho señores mayores y quería decir viejos. Nosotros somos mayores pero ellos podían tener setenta años como poco. Esto es algo que también me ha llamado muchísimo la atención, parejas muy mayores viajando por todos estos lugares tan lejos de todo, sin comodidades, sin hoteles y sin entretenimientos más que naturaleza a lo grande. 

De la pareja de ancianos me acordé mucho cuando un poco más adelante llegamos al Lake Crescent Lodge, un lugar mágico. A la orilla de lago se abre una zona de bosque en la que en 1914 los buenos de Avery y Julia Singer construyeron un pequeño hotel con una cabañitas que abrieron en 1915 con el nombre de Singer's Tavern. Unos visionarios. El destino tuvo bastante éxito aunque en los primeros años los huéspedes tenian que llegar en ferry. A partir de 1922 se abrió la carretera y empezaron a llegar los coches. La crisis del crack del 29 también tuvo mucho impacto en la zona y la suerte que tuvo la zona fue que en 1937 Franklin Delano Roosvelt se hospedó en este hotel (que ya era de otros propietarios) durante un viaje a la zona. Poco después firmó la ley que convertía toda esta zona en Parque Nacional. Lake Crescent Lodge es algo así como estar en Dirty Dancing y en El estanque dorado a la vez. El hotelito al que se puede entrar, pasear y sentarte en su galeria o en su porche con vistas al lago a tomarte una cocacola y ver pasar las horas se parece algo a ese resort de Dirty Dancing.  Tiene un poso de historia, un poso que dice, y esto va a sonar cursi, «mucha gente ha sido feliz aquí». Al mismo tiempo, la arquitectura mantenida en 1920, la madera, el par de mecedoras en cada porche de las cabañas que hay pegadas al hotel (y que se alquilan), el lago, la orilla, el embarcadero tienen ese encanto de los lugares a los que quieres volver siempre, a los que las personas con suerte suficiente para conocerlos, quieren volver siempre. Cuando Henry Fonda y Katherine Hepburn abren su casa de verano en la película vuelven a un lugar así...y Lake Crescent Lodge es lo más cerca que voy a estar en mi vida de esa peli*.


Entramos en el hotel, nos paseamos por el salón, nos hicimos fotos tocando los muebles antiguos y fingiendo llamar por una cabina de los años 40 y luego salimos a pasear por la orilla del lago. Nos pusimos a soñar con pasar una temporada aquí, cada año. Diez horas de avión y tres de coche es una paliza pero llegar aquí, sentarte en una de las sillas Adirondack que hay en la orilla y saber que tienes dos semanas de no hacer nada más que mirar ese lago creo que compensa el viaje. El lago es tan bonito que me entraron ganas de llorar. Su agua es completamente transparente porque no tiene apenas nitrógeno y no hay algas. Su lecho está cubierto de guijarros negros y grises y sus orillas están rodeadas de árboles que, a veces, tienen sus raices en el agua. Hay gigantescos troncos secos en la playa delante del lodge y sillas para sentarte y simplemente mirar. Seguro que hay días soleados y brillantes que hacen refulgir el agua y el verde de la vegetación pero después de haber estado allí en un día de niebla, no lo cambio por nada. 


Las nubes estaban tan bajas que se confudían en el horizonte con el lago, todo estaba silencioso. era como mirar un espejo en un día de niebla. Casi parecía que el lago era algo vivo y que ese algo indefinible y vivo había decidido mostrarnos su belleza pero solo un poco, transmitiéndonos la sensación de tener que estar agradecidos porque aquello que estábamos viendo, aquella magia, podía desaparecer en cualquier momento. La tarde parecía creada para durar solo unos instantes y luego desaparecer dejándonos sin la posibilidad de volver a verla y con la duda de si aquella vista, el lago, el Lodge, las sillas Adirondack habían estado allí realmente o habíamos sufrido una especie de espejismo grupal. Tras recorrer la orilla casi susurrando, esperamos a que en el embarcadero de madera no hubiera nadie para hacernos unas fotos. Cuando estábamos allí con nuestras sudaderas y nuestros chubasqueros llegó una familia de valientes: padre, madre e hijo e hija adolescentes y ¡se bañaron! Se tiraban desde el embarcadero y a pesar de ponerse casi azules de la temperatura del agua, volvían a salir y repetían la jugada. Recibieron nuestra muda pero más rendida admiración por tamañana heroícidad. 


Despedirnos de esta vista casi fue doloroso porque no sabíamos que nuestro campamento de esa noche (Juan sí lo sabia pero nosotras no) era en la orilla opuesta del Lake Crescent, en otro camping del estado, en medio de un bosque mágico con vistas al lago. Cuando aparcamos la caravana y a pesar de que llovía, nos fuimos a dar un paseo recorriendo la orilla del lago hasta otro embarcadero donde nos hicimos unas fotos en las que parecemos protagonistas de una peli noruega. «Ninguna foto hace justicia a este lugar» dijo María. Ni las fotos que hicimos ni lo que pueda decir es capaz de reflejar, ni siquiera mínimamente, la magia de Lake Crescent. 

«Es el sitio más especial en el que he estado nunca» dijo Juan. 

Arreció la lluvia y nos encerramos en la caravana a escribir, leer, cenar y dormir. Esa noche las niñas me preguntaron si conduciendo la caravana me había sentido poderosa. «No mucho, la verdad. No sé si alguna vez me he sentido poderosa haciendo algo. Creo que no»

Mañana más. 

*Se me ha olvidado comentar que las noches en el North Cascades Park estuvimos cerca de muchas de las localizaciones de Doctor en Alaska y de Captain Fantastic.