sábado, 5 de marzo de 2022

Podcats encadenados. De museos, canciones e Instagram.



No puede ser que tarde dos meses en retomar esta sección. No puede ser que prive a los pocos y valientes lectores de blogs que quedan ¡sois los mejores, sois la resistencia, sois cultura underground! de descubrir las maravillas y evitar los horrores en el mundo del podcast. Me he hecho el propósito de mantener esta sección semanalmente pero, como diría el Sr. Lobo, no nos hagamos muchas ilusiones, la fuerza de voluntad nunca ha sido lo mío. 

Al lío. 

Empiezo con un podcast del que ya recomendé la primera temporada y ha vuelto con fuerza, Under the influence with Jo Piazza. En esta segunda temporada Piazza sigue analizando el mundo de Instagram de manera rigurosa y amena y consiguiendo, en cada episodio, que el oyente se replantee su relación con Instagram y sus propias opiniones. En varias ocasiones me ha pasado que he comenzado creyendo que tenía una opinión fundamentada del tema a tratar y Piazza ha conseguido mostrarme aspectos que no había considerado. Recomiendo todos los episodios pero el tercero de la temporada, Rule 35, es especialmente importante porque toca el tema de los profesores e instagram. Cuando mis hijas eran pequeñas e iban al colegio pegado a nuestra casa, era inevitable que yo me cruzara con los profesores a todas horas. Los veía tomando café, fumando un cigarro, tomando cañas los viernes a última hora. A mí aquello no me llamaba la atención especialmente pero recuerdo que hubo un cierto movimiento de padres pidiendo que los profesores no fumaran, que eran mal ejemplo. Por supuesto, yo pasé completamente del tema porque lo que los profesores o cualquier otro profesional haga en su tiempo libre (siempre que no sea algo criminal) no es de mi incumbencia. De hecho, yo daba por supuesto que las profesoras de mis hijas, todas muy jovencitas saldrían los fines de semana de juerga, tomarían copas, tendrían muchas relaciones y lo pasarían bien. Todo esto era antes de las redes sociales, claro. Ahora, y yo no había caído en esto, los padres pueden meterse en las redes sociales de los profesores de sus hijos y fiscalizar lo que hacen. En USA se han dado casos de profesoras suspendidas sin empleo y sueldo por publicar fotos en bikini, de barbacoa y cervezas con amigos o por ser influencers de fertilidad. Los padres argumentan que no son contenidos apropiados para los profesionales que enseñan a sus hijos. Ya estamos, como siempre, exigiendo a los demás unos umbrales de virtud que ni Jesucristo a los apóstoles. Además, en USA, los profesores cobran muy poco asi que muchos se han hecho influensers de su profesión, compartiendo recursos y métodos para que lo usen otros. ¿Es un problema que haya influensers de educación? Pues depende de lo que compartan pero lo que sí es un problema es que los profesores cobran tan poco que tengan que recurrir a esto. (Otra cosa son los influencers de educación de pacotilla que no han pisado jamás un aula y se les llena la boca a decir "los métodos tradicionales no valen"...pero eso no es tema para este post) 

Escuchad a Jo Piazza que os hará reflexionar sobre Instagram y replantearos el tiempo que pasáis viendo las fotitos. 

Cuando era yo la que tenía ocho o nueve años, los sábados de invierno íbamos a Los Molinos en coche y mi padre ponía música para aplacarnos. Lo que más nos gustaba eran Los Beatles pero, sobre todo, le pedíamos constantemente que nos pusiera "la cinta azul". La cinta azul era el Bridge under trouble waters de Simon & Garfunkel. Mis hermanos y yo nos sabíamos todas las canciones, las letras completas, aún hoy, cuarenta años después las recordamos todas. Mi favorita era Cecilia pero The boxer es la que me lleva siempre de vuelta a ese 131 blanco, con nuestros pantalones de pana y nuestros jerseys granates cantando como locos. Esta historieta que acabo de contar encajaría perfectamente en el episodio de Soul Music, el podcast de BBC 4 Radio, dedicado a The Boxer. Este podcast consiste precisamente en eso, en coger una canción, la que sea, empezaron con música clásica pero ahora ya hay de todo y brujulear buscando gente que tenga historias personales (y que sepa contarlas) asociadas a esa canción. Como idea es perfecta de puro sencilla que es, como producción es un infierno porque no es tan fácil encontrar historias que vayan más allá de "a mí me gustaba mucho". En cualquier caso Soul Music consigue su propósito y los episodios son maravillosos. Los escuchas con la calma que da conocer la canción (yo tiendo a escuchar los asociados a música que conozco) y la curiosidad por las historias de otros.  

En este episodio habla un boxeador irlandés, un cantante y Julie Nimoy, la hija de Leonard Nimoy (El famoso Dr. Spock de Star Trek) cuentan su relación con la canción de Simon & Garfunkel. 

Los podcasts institucionales suelen ser malos, aburridos o sosos o las tres cosas a la vez. Por todo eso y porque, además, está muy bien hecho, el nuevo podcast del MET (The Metropolian Museum of Art) en Nueva York es estupendo. Se llama Frame of mind y en él todo está bien hecho: el arte, la elección del título, el host y, sobre todo la idea. Se trata de relacionar obras de arte del museo con historias personales en las que el arte haya ayudado a esa persona a estar mejor, la haya reconfortado, acompañado, hecho sentir menos sola. 

Por ahora han salido dos episodios. En el primero, 100 postcards with love, es la historia de dos hermanos guatemaltecos viviendo en USA, cada uno en una costa, y como conectaron gracias a la colección de postales del MET. En el segundo,  la artista Anni Lanzillotto cuenta su relación y la de su madre con una vidriera art decó del museo y lo que sus colores significaron para ellas. Es un podcast para reconciliarse con el mundo y con el arte, para entender los museos y revivir las sensaciones que uno tiene, a veces, ante ciertas obras de arte. Hay piezas, cuadros, esculturas, dibujos que nos dicen algo a nosotros y nadie más, y escuchar las razones de los demás para amar lo que aman, nos abre la oportunidad de conocer esas obras. 

Para terminar, lo que no recomiendo. En febrero Serial y el New York Times lanzaron su nuevo podcast, The trojan Horse affair. Una historia de racismo institucional y antimusulman en Birmingham y en toda Gran Bretaña. Partiendo de una carta anónima contra un colegio, su responsable y algunos profesores se desencadenó todo un movimiento islamofóbico que hasta hizo cambiar las leyes en el país a pesar de que todo lo que se denunciaba en la carta, y todos lo sabían, era mentira. ¿Por qué no lo recomiendo? Porque es aburridísimo. ¿Está bien hecho? Por supuesto. Es una producción perfecta, que ha llevado cuatro años y su resultado es impecable pero es aburrida y poco interesante. Conozco a gente con muy buen criterio a la que le ha gustado pero a mí no y por eso y porque hay muchísimas otras cosas para escuchar, aconsejo pasar de ella. (Lo más interesante de este podcast es la reacción que ha desencadenado en la prensa en Gran Bretaña que se ha sentido ofendísima porque los americanos (a pesar de que uno de los hosts es inglés y musulmán) hagan un podcast denunciando el racismo en su país, han contestado con artículos que se resumen en "Y tú más") 

La semana que viene más. 

Todo lo comentado está aquí, Podcasts encadenados y, como siempre, si escucháis algo venid a contármelo. 

jueves, 3 de marzo de 2022

Oda al sugus


«¿Quieres uno?» «Mi favorito es el de piña» «El mío el de limón» «las personas que prefieren los de piña son especiales» «¿en qué sentido?» «En ninguno malo pero cuando le ofreces, siempre te dicen: mi favorito es el de piña»

Nadie dice que no a un sugus, lo tengo comprobado. Son el caramelo perfecto. ¿Los hay mejores? Probablemente. ¿Más ricos? A lo mejor. ¿Más simpáticos? No. Los sugus son los caramelos más simpáticos del mundo y nadie, nunca, dice que no cuando le ofreces. Es más, la gente sonríe cuando dice «¡Anda, sugus!»

«Escribe algo de sugus» me han dicho esta mañana mis compañeros. A ellos les hice ayer una lluvia de sugus por encima de sus mesas de trabajo para celebrar el nacimiento del nuevo daily del País en el que llevamos trabajando meses. Me levanté pensando en comprarles unos pasteles, luego cambié de idea y decidí que mejor sandwiches, que el salado entra mejor a las 12 de la mañana entre grabación y grabación, entre llamadas y correcciones de guión. De camino al metro pasé por delante de una de esas tiendas de variantes que tienen de todo, desde pipas a tortas de Alcazar de San Juan sin azucar y dije: mejor sugus. Entré en la tienda y ahí estaban, entre todos esos cubículos de caramelos, frutos secos, fruta deshidratada, brillando con sus colores que son inconfundibles. 

Naranja, limón, piña, fresa y frambuesa. 

Los sugus. Brujuleando en internet he aprendido que en otros países hay sugus verdes y que el envoltorio mide 6,3 por 4,5. He recordado que, antes, cuando yo era pequeña o joven, debajo del papel de colores había una banda blanca rectangular que envolvía el caramelo para que no se pegara al envoltorio de fuera. Ya no está y no me había dado cuenta. Aprendo también que los sugus se crearon en los años treinta pero que se hicieron muy famosos a partir de los años 50, después de la II Guerra Mundial. Su origen es una mezcla de cosas: los suizos de Suchard querían hacer otra golosina diferente y encontraron en Cracovia un caramelo blando que se podía morder o chupar y que tenía una receta inglesa. Esta historia me encanta, me imagino al señor Suchard y sus ayudantes, todos muy serios, muy bien vestidos recorriendo Europa buscando la golosina perfecta, esa que volviera locos a los niños y a sus padres. Los imagino saltando de ciudad y ciudad, caminando con los brazos a la espalda, probando caramelos, chucherías y dulces a cual más decepcionante, más pegajoso, más insulso y llegando a Cracovia y descubriendo casi por casualidad el caramelo perfecto. La parte en que en Polonia hacían caramelos con una receta inglesa, obviamente, viene de una cocinera inglesa que se trajeron unos nobles polacos generaciones atrás y que los polacos adoptaron. Que en España se fabricaran en San Sebastián es el colofón perfecto. ¿Hay algo que pegue más que suizos ricos, aristócratas polacos con cocineras inglesas y San Sebastián? Lo dudo. 

Cuando los cumpleaños en el colegio no estaban, todavía, mediatizados por madres y padres histéricos con el azúcar, las calorías y mantener a sus hijos a salvo del diabólico mundo de la felicidad de las chuches, era maravilloso sentirte como un rey con tu bolsa para repartir. Varias generaciones de españoles asociamos los sugus a ese momento tan especial, a esa sensación de felicidad que sentías el día que entrabas en la clase con tu bolsa de sugus para repartir, porque los sugus, al contrario que muchos otros dulces, provocan ese deseo de repartir. Nadie quiere comerse treinta sugus, todos queremos repartirlos, que todos los que están a nuestro alrededor coman sugus con nosotros. 

Los sugus no huelen a nada y huelen a colegio, a zapatos sucios, a quitarles el papel con cuidado, a metértelos en la boca pensando que, esta vez, no vas a masticarlo, vas a dejar que se ablande y saborear ese regusto ficticio a frutas completamente artificial que te encanta. Los sugus saben todos iguales pero yo prefiero los de limón, otros los de naranja y los especiales los de piña. Los sugus no  son molones pero no pasan de moda. Son reconocibles, son una apuesta segura, son como volver a casa cuando tenías ocho años sabiendo que tu madre estaría en casa y que todo lo que iba a pasar el resto de la tarde a lo mejor era aburrido pero era seguro, con esa seguridad de rutina que se pierde cuando te haces mayor. Los sugus aguantan muchísimo, no tienen fecha de caducidad y cuando se ponen duros es cuestión de ser paciente, de tenerlos en la boca, mucho tiempo, hasta que se ablanden muy poco a poco, como un recuerdo doloroso que crees que no vas a poder soportar y que, a base de sobarlo y sobarlo...acaba deshaciéndose. 

Los sugus son de colores, son caramelos de ser feliz. Son supervivientes, viven aparte de las modas. No manchan, no pringan, no se pegan y todos, absolutamente, todos tenemos un sabor favorito. 

Salid a comprar sugus que, por cierto, son perfectos para los caminitos de chuches. 


domingo, 27 de febrero de 2022

De persecuciones y rendiciones

El otro día, ese que algunos comentaristas llamaron un día de furia, hablaba de perseguir a gente por temas laborales o perseguir a mis hijas para que hagan determinadas cosas. Dándole vueltas a esto he pensado que perseguir es agotador y no sirve para nada pero, como casi todo en la vida, a esa sabiduría suprema se llega con la edad. Bueno, con la edad y con la experiencia acumulada de cientos o miles de persecuciones que te dejaron exhausta, jadeando, sin haber conseguido nada y sintiéndote como una completa mema. 

«Quien la sigue, la consigue». Hace muchísimos años y estará por ahí, en algún lugar del blog, conté la historia de una compañera de colegio a la que el hermano de otra compañera había perseguido durante años, a pico y pala, hasta que, contra todo pronóstico, acabaron siendo novios, casándose y teniendo dos hijos. «Persigue tus sueños» es otra frase que está en todas partes, empezó en Hollywood o en una campaña publicitaria y, ahora, nuestra vida está empapada de esa idea. ¿Quieres cambiar de trabajo? Persíguelo. ¿Quieres cambiar de hábitos? Persíguelo. ¿Quieres que tu hogar sea diferente? Persíguelo. 

Ten una meta

Haz un plan

Persigue 

Insite

No te rindas

Persigue

Persigue 

Persigue

Cuando era niña perseguía cosas. A nuestra perra, Dunia, cuando se escapaba, a mis hermanos por el jardín para pegarles (nadie habla de la persecución para vengarse, que curiosamente es la que genera más fuerza de voluntad), perseguía a mi madre pidiéndole cosas, suplicándole que me comprara un jersey determinado o me dejara llegar un poco más tarde. En el colegio perseguía ser del grupo de las populares o a quien tenía el mejor bocadillo, en el recreo, para que me diera un poco. Perseguí chicos, claro. De manera patética, claro. Cuando no había móviles ni redes sociales, había que perseguir al chico que te gustaba, haciéndote la encontradiza o espiándole. Como todos, he perseguido para que me quisieran y también, con la estúpida idea, de que si insistía lo suficiente, si perseguía ese anhelo lo suficiente, alguien, un determinado alguien, se enamoraría de mí o me daría lo que yo esperaba, necesitaba de una relación. 

¿Estoy abogando por ser una ameba o un corcho que flote en la vida sin propósito y sin un plan? No, PERO, hay que saber lo que hay que perseguir y lo que no. Y de lo que hay que perseguir hay que saber cuando hacer un Forrest Gump, pararse y ver lo que sea que has estado intentando alcanzar perderse en el horizonte. Hay que, incluso, aprender a pararse y ni siquiera mirar cómo se aleja ese lo que sea, hay que darse la vuelta y alejarse en sentido contrario. Las persecuciones molan en las pelis, en los libros, en algunos retos deportivos y, muy pocas veces, en la vida. Las persecuciones, la mayoría de las veces, acaban solo en cansancio, en amargura, en agotamiento, en energía gastada en intentar limar ese sentimiento tan desagradable que uno tiene cuando se da cuenta de que ha estado haciendo el gilipollas a conciencia.

Perseguir algo o alguien genera muchísima frustración porque nos han hecho creer que el éxito de la persecución depende de nuestro esfuerzo, de nuestra constancia, de nuestro interés y voluntad y no es así. Cuando persigues algo, ese algo tiene que, para empezar, estar a tu alcance. «Aspira al máximo» es una frase a la que jamás hay que hacer caso. «Aspira a algo realista y cuando lo alcances, si lo alcanzas, ya te plantearás algo más» es un consejo más sano y más inteligente. Perseguir hasta conseguir va más allá de tu voluntad, depende mucho del otro, de su resistencia a tu interés o de lo cansino que seas. ¿El caso de la pareja que he contado al principio? Él no la consiguió por perseguirla, la consiguió porque ella lo decidió así.  Si lo que persigues es un objetivo laboral, económico o de cualquier otro tipo, ten en mente que depende muchísimo de la suerte y de que los planetas y las voluntades de otros muchos se alineen como deben. Hay que perseguir lo justo y, a ser posible, con objetivos mínimos, rozando lo minúsculo, lo imperceptible. Cosas como «voy a intentar acostarme todos los días a las diez» o «voy a escribir dos páginas cada día y tirar los tuppers sin tapa». Algo así. 

Y no hay que perseguir personas, jamás. Solo en el ámbito laboral, por obligación y durante un tiempo limitado, hasta que veas que esa persecución te está costando la vida. En ese caso, ríndete. 

Un último consejo, suspende todas las persecuciones menos la de tus hijos. Esa es una carrera a largo plazo. Tus hijos jamás van a cerrar la puerta del baño, recoger su ropa sucia, levantarse a poner la mesa o a recogerla, etc la primera vez que se lo dices, ni la vez doscientos treinta y tres ni la setecientos cuarenta. La capacidad de tus hijos para resistirse a tu persecución es casi casi infinita. Aguanta. A veces se logra. 

Para todo lo demás:

Piensa que quieres.

Mira lo lejos que esta

Valora cuanto esfuerzo tendrías que hacer y cuánta suerte tendrías que tener

Vuelve a pensarlo

Vuelve a pensarlo

Vuelve a pensarlo

Déjalo para mañana o para el mes que viene o el año siguiente. Quién sabe, a lo mejor se acerca solo. 

martes, 22 de febrero de 2022

Qué hacemos con...

¿Qué hacemos con la gente a la que mandas correos de trabajo y no te contesta nunca? ¿Qué hago cuando les mando dos correos más, y hasta tres, y siguen ignorándome? ¿Qué hago para no insultarles? ¿Qué hago cuando esa misma persona, con todo su papo, dice «uy, no me había enterado»? ¿Cómo me contengo para no escupirle con tono de actriz de cine negro: «querida, eres una mentirosa»? ¿Cómo me contengo para no pegarles una pedrada? ¿Qué hacemos con la gentuza que deja los patinetes en medio de la calle, del paseo, tirados en la acera? ¿Qué hacemos para no quemarlos en una hoguera por merluzos y vagos?  ¿Por qué no tengo un lanzallamas? ¿Qué hago con mi hija cuando me dice que soy pesadísima recordándole las cosas y cuando, luego, se le olvidan me manda emojis con caritas de pena y me dice «no lo he hecho aposta, ¿a ti nunca se te olvida nada?» ¿Qué hago para no decirle «claro que lo has hecho aposta, no has tenido nunca ningún interés en recordar lo que tenías que hacer/mandar/decir/enviar, confiabas en que al final lo hiciera yo o mágicamente se disolviera en el éter de tu existencia a salvo de cosas que hacer»? ¿Qué hago con los que pasean a su mini perro con correas de tres metros de largo y encima van mirando el móvil? ¿Qué hago para no decirles «si me tropiezo seguro que me mandas un emoji y me dice ha sido sin querer»? ¿Qué hago con la gente que, en el metro, cuando se abren las puertas, se queda parado en medio no sé si creyendo en la penetrabilidad de los cuerpos o simplemente pensando que dejar pasar no va con ellos? ¿Qué hago con el torno de entrada al metro, en la estación de Gran Vía, que no funciona nunca? ¿Qué hago con los tickets que se acumulan en mi cartera si luego no los miro nunca? ¿Qué hago con los bostezos que me brotan estando en pilates? ¿Qué hago con las pelis que todo el mundo adora y a mí me parecen un bluff? ¿Qué hago con el aburrimiento que me produce ir a pilates? ¿Qué hacemos con la burbuja absurda que se está creando en Instagram con las asas anchas para bolsos? ¿Es que nadie recuerda los relojes con correas y esferas intercambiables? Claro que no. ¿Por qué? Porque eran mala idea. ¿Qué hago con el hecho de que si yo me pongo un abrigo de esos largos y estilosos, que están por todas partes, parece que he salido de casa con una bata heredada de mi abuelo? ¿Qué hago con los mil quinientos voluntarios de Médicos del Mundo que me asaltan cada día a la salida del trabajo a los que digo: ya soy de Médicos del Mundo y me miran con sospecha? ¿Qué hago con el que ayer me captó con alguna milonga que no recuerdo y no para de llamarme desde ayer? «Ya soy de médicos del mundo» le grito al móvil sin descolgar la llamada. ¿Qué hacemos con los mensajes de confirmación de servicios que al abrirlos cierran automáticamente la web en la que te lo piden, teniendo que empezar todo el proceso otra vez? ¿Con quién hay que hablar para que esto se solucione? ¿Qué hacemos con la enésima campaña de influencers ideales anunciando que por el bien de la comunidad necesitamos un Instagram sin filtros? ¿Qué hago con la indignación que me provoca tanta banalidad y tanto postureo? ¿Qué hago con un vuelo a Seattle con una conexión en Paris de solo una hora? ¿Lo compro o no lo compro? ¿Qué hago con mi movil que tiene la pantalla rota? ¿Aguanto hasta que sea inservible o lo soluciono ya?  ¿Qué hago con la constatación, día tras día, de que el mejor momento del día, ese en el que me meto en la cama, me estiro y cojo el libro, cada día dura menos? ¿Me acuesto antes? ¿Qué hago con el invierno que me han robado? ¿Qué hago con este febrero que parece un abril? ¿Qué hago con las nubes que no he visto, la lluvia que no ha caído y el frío que no he sentido? ¿Qué hacemos con este cansancio?

¿Empiezo con el cambio de armario?