jueves, 6 de mayo de 2021

Unos cuantos cuandos

Cuando tenía seis o siete años, al llegar a Los Molinos para pasar el verano, bajábamos andando a la zapatería y mi madre nos compraba zapatillas camping para todo el verano: azules, amarillas, rojas. Las compraba con la esperanza de que nos duraran hasta septiembre pero al cabo de un mes más o menos, las habíamos destrozado por la puntera y nos asomaba el dedo gordo por la puntera. Supongo que de niño los pies crecen muy deprisa. Echo de menos las camping y las rutinas anuales. La zapatería sigue igual. Cerró hace años pero el escaparate permanece con los últimos pares de zapatos que Mari, la zapatera, tenía a la venta y si pegas la nariz al cristal, la zapatería por dentro sigue igual. Marí pasea por el pueblo y creo que nos reconoce a todos y se acuerda de nuestros pies. 

Cuando empecé a trabajar cogía muchos trenes, casi cada fin de semana. Un domingo, abracé a un hombre en un andén de una estación y le dije le quería. Él no contestó. No dijo nada. En aquel momento no me pareció importante o, quizás, le quité importancia pero es un recuerdo que vuelve a mí de vez en cuando y casi siempre cuando estoy en un andén, esperando un tren. 

Cuando estaba estudiando en la universidad mi madre quería que me fuera a Bruselas en verano. Habló con amigos suyos que vivían ahí, me buscó unas prácticas, discutimos, nos gritamos y yo me negué. Un día, a finales de mayo o junio, en lo más duro de la batalla que teníamos entre nosotras, fui a un concierto de Johnny Winters en el antiguo pabellón del Real Madrid. Al salir, hablé de ir a Bruselas con los amigos del que era mi novio por entonces. No recuerdo que me dijeron, ni que les dije yo pero, a veces, pienso en esa conversación y en que si le hubiera dicho a mi madre que sí, quizá mi vida sería distinta. O no pero conocería Bruselas.  

Cuando estudiaba historia en la facultad de la Universidad Complutense, mi novio de entonces venía muchas tardes a verme. Se suponía que estábamos estudiando pero nos dedicábamos a darnos el lote hasta desgastarnos retozando en los terraplenes de hierba que daban a la carretera de La Coruña. En una de esas tardes, se nos hizo de noche. Al día siguiente vino muy compungido porque había perdido su reloj. Era un reloj Casio negro, digital, sin correa porque él era y es (creo) uno de esos hombres maniáticos a los que cosas absurdas como los cuellos de las camisas o las correas de los relojes les molestan. Llevaba ese reloj en el bolsillo y lo sacaba cada vez que quería ver la hora. Lo había perdido y estaba desolado. Volvimos al terraplén y lo encontramos. No sé si seguirá teniéndolo pero seguro que no lleva reloj. Era muy cabezota. 

Cuando murió mi abuelo José Luis, al que yo adoraba, no me dejaron ir al tanatorio. Me dijeron que me quedara en casa de mis abuelos por si llamaba alguien preguntando donde era el velatorio. Era una casa enorme a la que se podía dar la vuelta entera. Me encantaba aquella casa, me gustaba estar en ella porque me parecía que convivía con los fantasmas de la infancia de mi madre y de mis tíos, que podía verlos protagonizando todas las historias que mi madre nos contaba (es una grandísima contadora de historias aunque ahora sospecho que hay cosas que se inventa). Paseé por la casa, intentando encontrar la huella de mi abuelo en su butaca frente a la tele, su olor en la almohada de su cama, el roce de sus manos artríticas en su despacho. Su butaca y su mesa de despacho están ahora en nuestra casa de Los Molinos y me los pido en la herencia. Aquel día, me senté en su silla y recordé todas las tardes que había pasado allí, con él, acercándole papeles, ordenando documentos, charlando. Me senté y esperé. Ensaye las palabras que diría cuando alguien llamara preguntando. No llamó nadie. 

Cuando éramos pequeños, nos íbamos a Benidorm con mi madre mientras mi padre se quedaba en Madrid trabajando. En aquella casa el dormitorio principal tiene una puerta a la terraza y se ve el mar. Con diez años aquella cama me parecía gigantesca y me gustaba tumbarme allí a leer. Una mañana, mi hermano pequeño que por entonces tenía año y medio, andaba por allí agarrándose a los muebles caminando torpemente. De repente, se agarró a la llave del escritorio y empezó a convulsionar. Me quedé sin respiración mirándole. No podía ni gritar. Lo siguiente que recuerdo es correr escaleras abajo con mi madre que llevaba a mi hermano inconsciente en sus brazos y correr después por la calle hacia un puesto de la Cruz Roja que había en la playa. Era 1983. En la ambulancia miraba su cuerpecito intentando comprobar que respirara. "Por favor, que no se muera" pensé. 

Cuando tenía 16 años por fin pude tener un cuarto para mí  en Los Molinos. No salía de él, la sensación de independencia, de control, de tener un espacio para mí sin pelearme con mi hermana y caos me encantaba. Treinta y dos años después sigo en este cuarto, sigue siendo solo para mí y me sigue encantado. Eso sí, ahora compartiría con mi hermana absolutamente todo, tenerla es de lo mejor que me ha pasado en la vida.  

Cuando tenía veinte años, en un viaje a esquiar, un monitor de esquí me dijo: te voy a llevar a la frontera. Eran las cuatro de la mañana y habíamos tomado mil copas. Le miré y le pregunté ¿a Francia? Y me dijo: a la frontera del placer. No fui a esa frontera pero las risas y los chascarrillos que esa frase me ha proporcionado a lo largo de los años seguro que han merecido mucho más la pena que las posibles actividades amatorias de aquel monitor. 

lunes, 3 de mayo de 2021

Lecturas encadenadas. Abril

Abril, aguas mil y muchos días sin poner un pie en la calle. ¿Cómo lees tanto? Porque dejo de hacer otras muchas cosas, supongo. Porque no me gusta salir a la calle, porque lee cada noche al acostarme y cada mañana en el desayuno, porque mi plan perfecto de fin de semana es leer en el sofá horas, porque mis hijas son adolescentes y no necesitan mi atención veinticuatro horas y los viernes tarde y los sábados por la mañana son horas enteras para mí y mis libros. Así leo tanto. 

Al lío. 

Querido Diego, te abraza Quiela de Elena Poniatowska fue el libro que inauguró el mes. Lo había comprado quince días antes en La Cuesta Moyano. Es una novelita muy breve con extractos más o menos novelados que Angelina Beloff escribió entre octubre de 1921 y el verano de 1922 a Diego Rivera que durante diez años fue su marido y que se había marchado a México dejándola en París. Quiela, como la llamaba el pintor, suplica amor, suplica unas líneas, suplica que Diego le diga algo. Tuvieron un hijo que murió de bebé y ella le ruega que le escriba, que le diga algo. Sueña con irse a México para encontrarse con él. Se arrastra, pide, le perdona todo, se auto engaña creyendo que lo suyo fue especial a pesar de saber que Rivera estuvo con otras mientras estaba con ella. 

«Tú has sido mi amante, mi hijo, mi inspirador, mi Dios, tú eres mi patria; me siento mexicana, mi idioma es el español aunque lo estropee al hablarlo. Si no vuelves, si o me mandas llamar, no solo te pierdo a ti, sino a misma, a todo lo que pude ser.» 

Las cartas son un retrato de una relación espantosa y de cómo, cuando estamos enamorados, nos auto engañamos hasta el infinito. De lo cabrón y cobarde que es Diego Rivera no hay ni que hablar porque menudo personaje. Me ha recordado mucho a Carta de una desconocida de Stefan Zweig, otro lamento constante de un amor desperdiciado en alguien que no lo merecía.  

En enero leí Secretos de Mara Mahía que he recomendado con gran éxito desde entonces y Editorial 16 tuvo el detalle de enviarme la segunda novela de Mahía que, en cierta manera, continúa la historia. La dueña del plaza acaba de salir cuenta la historia de la señora Rosalinda, con más de noventa años, envía cuadernos con su vida a la autora del libro, el alter ego de Mahía. En esa historia que va desde antes de la guerra hasta nuestros días hay amor, traiciones, hijos, padres, amistades, libros, escritura, cartas, la dictadura, el silencio forzado, el silencio autoimpuesto, traiciones. Rosalinda tiene una voz propia y es ella la que nos cuenta las historias alrededor del Plaza, el bar que regenta su familia, y su pueblo, con personajes que ya aparecían en Secretos y que aquí se van completando. 

«A Rapunzel la escribieron idiota. ¿Quién se suelta el pelo para qué se lo trepe un príncipe? Desde que leí el cuento me beso las trenzas. En caso de emergencia siempre las puedo usar para escapar. ¿Cómo no se le ocurrió inventar que la muchacha huía de la torre sirviéndose de su cabello? la bruja que la encerró allí la visitaba con frecuencia., subiendo y bajando por la pelambre de la chica. El príncipe también podía escalar por esa maroma dorada. No obstante, ella, que los vio entrar y salir durante meses, nunca tuvo la idea de hacer lo mismo y así fugarse. Decidió permanecer cautiva. me cuesta entender eso. Pero lo que sí entiendo bien es lo otro. Lo de que en estos cuentos plantas las semillas de los árboles, donde luego nos cuelgan. Si a Rapunzel no la hubieran escrito tan tonta. Si a mí no me hubiesen cortado las trenzas. Bah, no hay quien arregle el pasado. Sin embargo, lo que sí se puede es zurcir el futuro. Nunca tuve mañana para la costura pero cuando a mis nietos les lea esa historia, se la voy a remendar a medida.»

A mí me ha gustado menos que Secretos pero es una novela estupenda. Lo que más me ha gustado es el extenso prólogo en el que Mahía de manera magistral nos lleva por tantos temas, baila con el lector haciéndole dar vueltas extasiado tan maravillosamente bien que cuando sales del prólogo, cuando se acaba de golpe, te sientes como si el baile se hubiera acabado de golpe, como si después de una noche de diversión maravillosa, se hubiera hecho de día y te cuesta seguir con la historia porque estás todavía recordando lo bien que lo pasaste antes. 

Hay que leer a Mara Mahía pero empezad por Secretos. Estáis tardando.  

En Moyano compré también Otras voces, otros ámbitos de Truman Capote y un par de días después y sin haberlo planeado, vi el documental The Capote Tapes en Filmin. Era buen momento para coger la primera novela de Capote, la que le catapultó a la fama antes de convertirse en alguien imprescindible en la sociedad neoyorkina. Esta novela transcurre en el sur que le vio nacer y tiene algo de autobiográfico. El joven Josh, que vive con su madre hasta su muerte y luego con una especie de criada/tía, se marcha a vivir con su padre que les abandonó años atrás. El padre le envía una carta en la que le invita a vivir con él y su nueva esposa. Josh está lleno de ilusiones y esperanzas por conocer a su padre, vivir con él y va imaginando todo lo que hará con él pero al llegar al sur, al Desembarcadero, a la casa de su padre se va encontrando rodeado de personajes extraños, misteriosos, casi mágicos. La narración va entrando poco a poco en un lugar mágico, en un ambiente claustrofóbico en el que nada tiene que ver con la realidad, ni lo que ocurre ni las reacciones de los personajes. Hay un cierto temor pero también una atracción casi pecaminosa en seguir ahí. Josh (y el lector) busca encontrarse a gusto, gente que le quiera, tener tranquilidad y, sobre todo, encajar. Josh lo intenta con todas sus fuerzas si conseguirlo. Y el lecto comparte ese desasosiego todo el tiempo. 

«-Permíteme que comience diciéndo que yo esaba enamorado. Una confesión corriente, es verdad, pero no un hecho ordinario, porque muy pocos de nosotros aprendemos que amor es ternura, y que ternura no es, como muchos sospechan, piedad. Y poquísimos de entre nosotros sabemos que la felicidad en el amor no es la concentración absoluta de todas alas emociones en otra. Uno siempre debe amar muchas cosas que el amado solo puede simbolizar. Los verdaderos amados del mundo son, a los ojos de sus amantes, lilas en flor, fanales de barcos, campanas de escuela, un paisaje, conversaciones recordadas, amigo, el domingo de un niño, voces perdidas, el traje favorito de uno, el otoño y todas las estaciones, la memoria, sí (porque es la tierra y el agua de la existencia) la memoria. Una lista nostálgica pero ¿dónde podría encontrarse un tema más nostálgico?» 

Lo siguiente fue Un amor de Sara Mesa y ya lo dije todo. 

Ahora me rindo y eso es todo de Álvaro Enrigue fue un regalo de cumpleaños (gracias, Juan) y ha sido el libro del mes. Me ha gustado muchísimo. Me ha parecido brillante, entretenido, inteligente, profundo, interesante y está maravillosamente bien escrito. Una novela brillante, esa es la palabra. 

Enrigue era la pareja de Valeria Luiselli de la que el año pasado leí Desierto Sonoro. En este caso, el mismo viaje que Luiselli narraba en su novela aparece en ésta pero de una manera mucho más tangencial. Esta no es una historia sobre su viaje sino sobre lo que buscan y aprenden en ese viaje sobre los apaches chiricahuas y Gerónimo, el último de sus grandes guerreros. ¿Es una novela de indios y vaqueros a la manera de Zane Grey? No. Es una novela con indios y vaqueros, con mexicanos y americanos, que transcurre en los desiertos de Sonora, de Nuevo México y Arizona pero que lo que cuenta es un final. 

Los apaches vivían en la Apachería un extenso territorio que existía y del que ellos eran dueños y señores hasta que entre americanos y mexicanos decidieron repartírselo porque para ellos allí no había nadie. Enrigue cuenta la lucha apache por resistir, por defender lo suyo y su final, el momento en el que eligieron desaparecer. 

«Cuando los chiricahuas - la más feroz de las naciones de los apaches - no tuvieron más remedio que integrarse a México o a los Estados Unidos, optaron por una tercera vía, absolutamente inesperada: la extinción. Primero muerto que hacer esto, fanfarroneamos todo el tiempo, pero luego vamos y lo hacemos. Los apaches dieron que no estaban interesados en integrarse cuando los conquistadores entraron en contacto con ellos en 1610 y siguieron diciendo que no hasta que todo su mundo cupo en un solo vagón de tren: el que se llevó a los últimos veintisiete fuera de Arizona»

Sé que habrá gente que diga: "Puff, que pereza de novela" pero os estaréis perdiendo una maravilla. Yo he estado enganchada a su lectura con un placer que no recordaba en varios meses. 

«Los finales, no importa cuán cantados estén, nunca portan la calidad de lo terminal, cuando menos no para quién los está remontando. la hora de intimidad con el otro siempre parece otra en la línea: un episodio repetible y sin consecuencias. Nunca nadie piensa que esa fue la última vez que se bebió esa saliva ni que lo que sigue es extrañar hasta la muerte el olor de la piel que se arremolina tras el lóbulo de una oreja. No registramos la última ocasión en que nuestros hijos nos dieron la mano para cruzar una calle. Cuando cambiamos de ciudad, de país, siempre pensamos que vamos a volver, que los demás se van a quedar fijos, como encantados, y  que a la próxima los vamos a abrazar y van a seguir oliendo a la misma loción, tabaco y café quemado. Pero los amigos cambian, progresan y se compran lociones caras, dejan de fumar, dejan el café, huelen a té verde cuando volvemos. O se vuelven locos, los meten en hospitales psiquiátricos y tienen muertes horribles de las que nos enteramos por correo electrónico. Hay una última conversación lúcida viendo un partido cualquier de fútbol con el abuelo y un último plato preparado por la mano maestra de la abuela, una última llamada telefónica con el profesor que nos hizo lo que somos y que una madrugada se resbala en la bañera y muere.»

El cuello no engaña y otras reflexiones sobre ser mujer de Nora Ephron llevaba años en mi lista de pendientes y resulta que estaba en la biblioteca de mi barrio. Ya comenté el otro día que no me había parecido gran cosa pero tiene dos o tres ensayos estupendo. Uno maravilloso sobre enamorarse de un piso en un edificio emblemático de Nueva York y un par de ellos sobre educación y crianza. Explica como nos han vendido la moto de la "paternidad/maternidad responsable" que consiste en no tener vida más allá de tus hijos, todo lo que no sea estar dedicados en cuerpo y en alma a ellos es  mala paternidad. Sobre la adolescencia dice cosas que comparto y reflexiones sobre como nuestros hijos se convierten, la mayoría de las veces, en personas asombrosas a pesar de nosotros. 

«Ellos vienen de visita de vez en cuando. Y son, sorprendentemente, unas personas totalmente encantadoras. Te cuesta creer la suerte que tienes de conocerles. Te hacen reír. Hacen que te sientas orgullosa. Los quieres con locura. Han sobrevivido a ti. Y tú has sobrevivido a ellos. Se te pasa por la cabeza que, a ciertos niveles, pasaste horas, días, meses, años sin prestarles suficiente atención pero no le das más vueltas. No sirve de nada. Se ha acabado. 
Todo menos la preocupación. 
La preocupación dura siempre. »

En el MOMA en mayo de 2019 compré   David Hockney a life  porque siempre me ha encantado su pintura y su personalidad y porque la portada era maravillosa. Esperaba su turno en la estantería cuando una conversación casual con Ximena Maier me lo recordó y ha sido la lectura final del mes. Es un libro malo, el original está escrito en francés por Catherine Cusset que no sé si siempre escribe así o es cosa de la traducción al inglés que he leído yo pero el estilo se puede describir como David hace cosas. La vida entera del pintor inglés en presente "David coge entonces el lienzo, ve una piscina y pinta". "David conoce a mengano, son amantes, todo bien...hasta que se enfadan", "David cambia de estilo" "David está triste", "David se droga"... y así todo. En inglés lo he terminado, en español creo que me hubiera dado un ictus pero me ha servido para conocer paso a paso su carrera y el paso de una etapa a otra y para ir mirando en internet los cuadros que se mencionan y saciar mi curiosidad. Prescindible completamente. 

Leed a Enrigue, a Mara Mahía y a Capote. Los demás os los perdono. Y con esto y un sueño mortal, hasta los encadenados de mayo. 


viernes, 30 de abril de 2021

El cuello no engaña

Cuando leí, hace un par de semanas, el libro de Sara Mesa, me llamó la atención que para la protagonista fuera un drama sospechar que había dejado de ser un imán para los hombres. ¿Cómo? ¿Qué ya no les gusto? Me sorprendió porque es una sensación a la que yo no me he enfrentado jamás: nunca he sentido que había dejado de gustarles porque nunca había sentido, ni remotamente, que les gustara. Y pensé: mira que bien, una frustración de la que me he librado. 

Ayer terminé un libro que llevaba años en mi lista de lecturas pendientes: El cuello no engaña y otras reflexiones sobre ser mujer de Nora Ephron. El libro cuenta lo que describe el título y alguna más, como mi capítulo favorito dedicado a los años que vivió en un apartamento en el edificio Apthorp y como se enamoró de esa casa. Yo pasé por un proceso parecidísimo cuando tras años de pasar por delante del edificio de la calle Viriato 22, acabé viviendo en él. Todavía hoy, dieciséis años después de haberme ido de allí, fantaseo con volver a esa casa. Antes de ayer le mandé un mensaje al casero: «No se te ocurra venderlo sin decírmelo antes o, mejor, déjamelo en herencia». 

Pero no quería hablar de casas y pisos sino de como Nora tiene preocupaciones a las que yo también soy ajena. Resulta que, según ella y sus amigas y algunas de las mías, a partir de los cuarenta y tres años, a las mujeres se nos cae el cuello. ¿Se me ha caído el cuello? pensé al leerlo. No tenía ni idea de esto. Claro que, hasta hace como seis meses, tampoco sabía que tenía el párpado caído y que hay una operación para eso que se llama blefaroplastia. «Yo no tengo párpados caídos» dije. «Claro que sí, como todas», me dijeron. Nora habla también de todas las cosas que tienes que hacer diaria, semanal o mensualmente para no venirte abajo completamente: peluquería, manicura, pedicura, depilación, régimen, ejercicio. Yo solo hago el básico de todas esas cosas, el mínimo común compatible con tener un aspecto digamos adecuado. Todo lo demás me da pereza y además tengo un nivel de escepticismo muy alto sobre si la realización de ese esfuerzo estético tendría una recompensa adecuada o que a mí me pareciera adecuada.  Nora hasta dedica párrafos enteros a la necesidad de teñirse hasta los ciento cincuenta años porque es la única manera de parecer joven. Según ella los sesenta son los nuevos cincuenta y los cincuenta los nuevos cuarenta gracias al tinte. También cree que gracias al teñido las mujeres de mediana edad podemos acceder al mercado laboral. Todo esto lo he leído mientras por el rabillo del ojo, a mis cuarenta y ocho años, veía mi pelo blanco. No sé, Nora, a lo mejor tú tienes toda la razón pero ni de coña vuelvo al tinte. 

Con todo esto quiero decir que la ventaja de no haberte considerado nunca un pibón, ni haber sido un imán para los hombres y tener una apariencia completamente normal y anodina es que cuando llegas a rozar los cincuenta te ves estupenda. ¿Por qué? También lo dice Nora, a los cuarenta y mucho adquieres mucha seguridad en ti misma y eso hace que te veas estupenda. El problema es que si con veinticinco no tenías seguridad pero tu culo miraba al cielo, no eras capaz de sujetar tres lápices con el pecho y no parabas de ligar, la seguridad que te dan los años quizá no te compense. Pero mira, en algún momento de la vida, las normales teníamos que tener una ventaja evolutiva. Vernos estupendas al hacernos mayores sin echar de menos la cara de pan, los complejos y el sentimiento de patito feo que teníamos de jóvenes. 

No estoy exagerando ni pretendiendo que esto se llene de comentarios diciendo «Oh, pues a mí me pareces guapa». (Por supuesto y lamentablemente sé que habrá algún comentario diciendo "estás todo el día hablando de ti" y me alegrará porque seguro que a Nora cuando publicó su libro se lo dijeron también). Aprendí a posar en las fotos con 41 años en un viaje a Francia y solo ha sido a partir de ese momento cuando he sido capaz de mirarme en las fotos sin sentir bochorno. Y si miro antes de ese momento, la única vez en que me arreglé y me sentí guapa de verdad conocí al que sería mi marido. 

Yo no sé si la edad es buena o mala como concepto absoluto pero para mí es definitivamente buena. Nunca fui deportista en mi juventud, nunca fui un pibón, nunca hice cosas extravagantes ni corrí aventuras. No tuve el vientre plano ni el culo respingón. No tomé drogas, no fumé. Es verdad que las resacas ahora son bastante más incapacitantes que con veinticinco pero, por lo demás, estoy mejor ahora y, sobre todo, más a gusto. No añoro, para nada, mis veinte, ni mis treinta. 

Ahora me veo, como me ha dicho Lupe al hacerme unas fotos: divertida y luminosa y me parece genial. Mejor que nunca, diga lo que diga mi cuello. 

lunes, 26 de abril de 2021

Despelleje Oscar 2021


La pandemia nos ha dejado sin alfombras rojas y, lo que parece aún peor, sin despellejes  y risas. Despellejar a la gente de la farándula en sus casas no tiene el mismo interés ni la misma gracia porque para empezar, gente que se arregla y pasa cuatro horas de su tarde de festivo acicalándose para luego sentarse en su sofá con migas y manchas de yogur secas tiene mi máximo respeto. La mayoría de los días yo ni pongo calcetines así que gente que se pone tacones para ir de su baño al sofá me parece admirable. 

En los Oscar de este año han hecho un poco de alfombra roja pero no esperéis gran cosa. La gente va sin ganas, se les ve con cara de "tantas ganas que tenía yo de salir de casa y, de verdad, qué pereza, ojalá estar en mi sofá". Una sensación que comparto a muerte con ellos. Además, se le nota mucho a todo el mundo que llevamos un año vestidos con pantalones flojos, camisetas de paso del ecuador de 1993 en Punta Cana y sudaderas heredadas de nuestros hijos, y lo de llevar tiros largos se les da regular. Siempre han parecido incómodos pero este año casi parece que tiene orugas dentro de la ropa y que en cualquier momento van a gritar: quítame esto, por favor, ¡que alguien me traiga una sudadera!

Además de estos inconvenientes, de todas las películas nominadas la única que he visto ha sido Otra ronda que me pareció un aburrimiento supremo. No me la creí en ningún momento y si bien ver a Mads Mikklesen bailar es siempre un sí, con esos tres minutos tienes más que suficiente de dramita de hombres bebiendo. 

Venga al lío. 

Que en este blog somos muy fans de Halle Berry lo sabe todo el mundo.  Que Halle Berry no sabe que hacer con su pelo, también lo sabe todo el mundo. A mí me recuerda a esas amigas que tenemos todas, que se cambian el estilo cada seis meses y cada seis meses te dicen "es que me aburro de mi pelo". Y tú piensas, pues no me lo explico, si no te da tiempo a acostumbrarte. Este nuevo cambio, además, y lo siento por Halle, es espantoso. Y las uñas puntiaguadas me dan miedo. El vestido es de un color precioso que no se usa nunca porque parece mejor idea de lo que es en realidad pero a ella le está estupendo. Parece incómodo pero Halle ha dicho "ya que voy a esto, voy a darlo todo" 

 Zendaya con el vestido al revés. Si, ya sé que no lo lleva al revés, que es así...pero he visto sus fotos varias veces esta mañana y siempre me he sobresalto "¿lleva la espalda por delante?"

Sacha Baron Cohen y su pareja. Ella con cara de "¿Por qué coño este anormal se ha vestido como si fuéramos a tomar el almuerzo en la carpa de Downtown Abbey? 

I´m a Butterfly and I like it.  Yo soy muy antimariposas, siempre he dicho que me parecen cucharas disfrazadas de carnaval de Río de Janeiro pero a este vestido hay que darle el beneficio de no ser ni rojo, ni negro, ni blanco, ni dorado, los colores de la gala. 

Cuando has accedido a arreglarte pero poco, sin gastarte un duro aprovechando algo de tu abuela y yendo cómoda. 

Hoy, en decisiones incomprensibles, el caso de la mujer que decidió ponerse un vestido incomodísimo y cero favorecedor.  ¿Por qué?  Me duele verla. 

¿Por qué me habéis hecho salir de casa? ¿Por qué, piltrafillas humanas? 

Soy muy fan de Amanda aunque vaya vestida de coágulo. Sí, podría haber dicho amapola o algo así, pero lo que me ha venido a la cabeza ha sido coágulo. No me agradezcáis el hecho de que ya no la vais a ver igual. 

Gente que lleva capa regulinchi aunque con la actitud de espía adecuada.  Y gente que lleva capa bien. 

El bolso bistec de los Picapiedra no me lo esperaba. 

¡Dadme lazos más grandes! pero Ángela está espectacular. 

Rita Moreno mimetizada de Jane Fonda y divinísima. 89 años os contemplan. ¿Dónde hay que firmar? 

Embutido. 

El premio Úrsula, bruja del mar.  "Pobres almas en desgracia, que me habéis hecho salir de casa" 

Daniel Kaluyaa, todo mal. El traje parece antiguo, le sienta mal, no le favorece. Otro que ha perdido el hábito. 

Chloe Zhao ha dicho "vale, yo me visto, pero tacones ni de coña y maquillaje tampoco". Yo le reprocho más el vestido color visillo sucio de casa de alquiler en idealista. Un poco de colorinchi para salir de casa. 

Estupenda de  rojo con escote autopista va esta chica. Espantosa, de blanco también con escote autopista, va esta otra. Escote y tutú, siempre es mala idea. ¿Nadie se acuerda de Bjork? De blanco con un vestido "mesa de fojardo de casa de veraneo en la sierra madrileña" va Viola Davis. 

He leído por ahí que Carey iba de un color muy difícil, el bronce. Para mí que va de dorado Freinext pero qué sé yo de moda. Y el modelo se da un aire al de Zendaya por eso de que podría llevar lo de delante detrás y otro aire al de la chica del vestido incomodísimo. Pobre Carey. 

El dorado, definitivamente NO. Y combinado con negro y un colega, tampoco. 

Las de blanco, en general, estaban bastante cabreadas. Definitivamente, no os vistáis de blanco, agria el carácter.  Pero ni se os ocurra. 

Me rechifla este vestido porque es bonito, sencillo,cómodo, elegante, tiene bolsillos y su portadora es feliz. Es un vestido de ser feliz. 

Reese fenomenal. 

Ni una gala sin su Edna Moda. 

No sé quién es Daniel Pemberton pero lo que sí se es que ha viajado en el tiempo desde 1977 para plantarse en la alfombra roja. Está flipando con las mascarillas y demás. 

Voy a tener que dar dos premios Úrsula, Laura Pausini también se lo merece.  Hay que premiar su camino hacia convertirse en matrona italiana.  

Colman Domingo de arma de destrucción masiva, concretamente de arma de cegación masiva. Le ves y es imposible no guiñar los ojos.  

La abuelita Ashley. Seguro que lleva dulces en el bolsito. 

"Si solo le miro hasta la boca creo que puedo reprimir la arcada que me da lo que sea que lleva en la cabeza y que parece el rabo de un Alien muerto. Mira que es una lástima porque está tremendo pero yo así no puedo. ¿y si cuando se duerma se lo corto? ¿Y si pierde la potencia? Esa cosa tiene que llevarla por algo..." Lo que pensaría yo si estuviera con Shaka

Ya es mala suerte que llegues a la gala y haya otras dos con un vestido casi igualito al tuyo, de feo,   en distinto color. Eso sí, mis felicitaciones al diseñador que ha vendido esta cosa en naranja , azul algo y rosa lencería.

Ahhhh... no puedo mirarlo. 

A este, sin embargo, no puedo dejar de mirarle. Me parece que va elegantísimo y muy original. De hecho, va tan original que no se me ocurre ningún otro hombre que aguantara esa ropa. Es sorprendente pero nada mamarracho. Y no me vengáis ahora con "si me pongo yo eso, no dirías eso". Claro que no, campeón. SI tú te pones eso me estoy riendo de aquí a que me vacunen. 

Y, bueno, tampoco intentéis lo de Brad que empieza a ser un poquito ilegal. Cada día que pasa está más guapo, más atractivo y más tremendo. 

En fin, he hecho lo que he podido.