Paisaje. Egon Schiele |
«Ocurrió en Tallín. Entré en una tienda. Quería comprar una cremallera.
—¿Tiene cremalleras?
—No.
—¿Y hay algún sitio por aquí donde las vendan?
El dependiente:
—Sí, en Helsinki...»
(Oficio. Dovlatov)
—Hay que sacar la basura— anuncia mi madre. En mi cabeza suena la voz en off de los Montañeros en Alaska. «En anteriores episodios vimos como la madre de Ana, a pesar de las advertencias de ésta de no tocar nada, tocó los contenedores con ambas manos corriendo un peligro innecesario que al final solo se quedó en un susto. Ana no sabe cómo evitar que esto vuelva a ocurrir»— concluye la voz en off de mi cabeza.
—¿Cuándo quieres ir?- pregunto con miedo.
—Ve tu sola— «Ana, respira aliviada y se prepara para salir a los contenedores»— anuncia la voz en off.
Antes de esto, antes de que la vida se acabara decíamos «voy a sacar la basura» en tono de triunfo moral, para que los demás se dieran cuenta de lo que estábamos haciendo. Para que valoraran en su justa media nuestro sacrificio, mientras todos estaban ahí sentados, sin hacer nada, de tertulia, viendo la tele o lo que fuera, nosotros nos preocupábamos de sacar la basura, hacíamos ese esfuerzo. ¡Héroes!
Ahora no hay nadie a quien decírselo pero cuando lo anuncio me siento un poco Admusen. «Salgo a los contenedores» porque, en realidad, ir a tirar la basura se ha convertido en una expedición. No voy lejos, no hace frío, no necesito crampones, ni comida para el viaje ni un mapa ni una brújula y creo que volveré sana y salva pero el mundo que me espera ahí, al otro lado de la tapia, es desconocido, casi casi nuevo. Para la expedición me pongo zapatillas, las que llevo poniéndome un mes: de montaña e impermeables. Y me pongo el jersey de salir a acariciar perros y volver a entrar en casa cubierta de pelos blancos. Agarro el contenedor lleno hasta los topes y salgo.
Abro la puerta. El ruido del cerrojo resuena en toda la calle.
Han crecido champiñones en la puerta de casa. A la derecha veo el cartel de "Cuartel de la guardia civil" en el que hace muchísimos años, escribí por detrás mi primera declaración de amor. A la izquierda está la caseta en la que durante años hubo una pintada en la que ponía «Se te ven las bragas», una genialidad. Alguien la tapó con un graffiti supuestamente reivindicativo y rompedor que ni reivindica ni rompe nada y que se olvida en cuanto parpadeas. «Se te ven las bragas», sin embargo, permanece en nuestros recuerdos.
Setenta pasos a los contenedores de envases y orgánico.
Ochenta y seis hasta los contenedores de papel y carton.
Una bolsa de envases.
Una de carton.
Tres de orgánico.
Mission acomplished. Ahora puedo disfrutar de la expedición. No sé las veces que he hecho este camino pero ahora es diferente, más que el paisaje ha cambiado el audio. En el silencio absoluto que rodea nuestra casa es atronador el canto de los pájaros. Yo no tengo oído y a duras penas distingo una urraca de una paloma pero, de pie al lado de los contenedores, distingo por lo menos cinco cantos diferentes, de pájaros que no veo pero que están ahí. No escucho nada más. No hay coches, ni voces, ni cortacésped, ni música. Aguzo el oído porque me parece escuchar un rumor y descubro que es el agua que corre por el alcantarillado de nuestra calle bajando hacia el río.
Ha llovido tanto estos días que en esta expedición a mi paisaje sino fuera porque llevo una jersey lleno de pelos y arrasto un contenedor podría imaginarme como una dama inglesa de Bedfordshire. La hierba me llega a los muslos, todo está plagado de flores amarillas y en tres días las lilas en la parcela del ceutí han empezado a brotar. Pienso que si sigo aquí cuando florezcan cortaré unas pocas como hago todos los años....pero ese si condicional sobra. Estaré aquí y cortaré las lilas y las pondré en casa para que algo, en este mes de abril, sea igual a todos mis meses de abril.
Vuelvo a casa y sigo sin escuchar nada más que los pájaros. Hasta escucho un gallo. Arrastro el contenedor y casi pido perdón por el ruido de sus ruedas en el asfalto, perdón por perturbar la calma de los pájaros, de la lluvia que lleva veinticuatro horas cayendo mansa, de las nubes que suben y bajan por la ladera de la montaña como si La Peñota se tapara y destapara con una sábana (alerta cursilismo), de los vecinos que no están en las casas vacías que nos rodean.
Antes de entrar en casa paso por delante de mi coche que lleva un mes parado y que con tanta lluvia nunca ha estado más limpio. Soy otra persona diferente a la que lo aparcó aquí hace un mes. Me paro en la puerta, he llegado a casa, se acabó la aventura. Escucho el agua que corre por el alcantarillado, los pájaros, el gallo, un ladrido en la lejanía, la lluvia...y al fondo, un rumor que se va acercando. Miro el reloj, es el tren que llega de Cercedilla a la estación de Los Molinos. Lo imagino vacío pero me tranquiliza que siga pasando.
Entro y cierro la puerta.
«He vuelto» anuncio. La voz en off respira aliviada.
PS: al abrir una puerta de casa que lleva cerrada todo el invierno he encontrado un tres de oros encajado en las bisagras.