miércoles, 26 de febrero de 2020

La planificación no es para mí

Hoy he soñado con mi amiga L. Es una amiga que dejó de serlo hace cinco o seis años. No nos enfadamos, yo no me enfadé pero decidí que seguir fingiendo que teníamos algo en común era una bobada. A ella y otras les dije: adiós, os deseo lo mejor. Y hoy me he levantado pensando en ella y en como fue capaz de prepararse unas oposiciones complicadísimas cuando terminó la carrera. Nunca fue buena estudiante, era más bien chapucerilla, pero cuando se planteó las oposiciones se convirtió en una titana de la fuerza de voluntad. Todos los días, uno tras otro, iba a la biblioteca y estudiaba horas y horas. Academia, ensayo de temas, más estudio, solo descansaba un día la semana. Una organización milimétrica y una voluntad a prueba de bombas. Me admiraba. Ella que en el colegio había sido un desastre, siempre llegando en el último momento, siempre llevando todo estudiado con pinzas, siempre inventándose las respuestas a partir de dos o tres frases, estudió durante años siguiendo un plan milimétrico.  He recordado todo esto porque este año me propuse apuntar en una agenda las cosas que hago y que quiero hacer. Mi intento ha llegado hasta finales de febrero. Me he aburrido y además me he dado cuenta de que escribo las cosas a posteriori, como una especie de recordatorio: fui a la peluquería, llevé a María al médico, cené con los de Montes. No tiene ningún sentido. Tener una agenda, escribir lo que quieres conseguir hacer a lo largo de la semana es, para mí, un propósito imposible. Supone saber cómo te vas a sentir a lo largo de toda la semana o peor aún, asumir que da igual como vayas a sentirte a lo largo de toda la semana: tienes un plan y unos objetivos y vas a cumplirlos pase lo que pase. Ser así es como ser del ejército aliado en el día D: los planes se cumplen. O se intenta contra viento y marea. 

Yo soy más de improvisar acciones, como la resistencia. Estudiar una oposición hubiera estado completamente fuera de mis posibilidades. Planificar la semana y el cumplimiento de unos objetivos es ciencia ficción para mí.  Yo cumplo con mis tareas en acciones limitadas, rápidas e improvisadas y siempre siempre de acuerdo con mi estado de ánimo. En mí, el "hoy no tengo ganas de esto" es poderosísimo. Mi amiga es Patton y yo soy el francés de la boina de que volaba el tren en el último momento justo antes de irse a comprar una baguette. 

Y sí, mi amiga aprobó la oposición y ahora tiene un puesto estupendo. Y, bueno, a mí no me va mal yendo siempre a salto de mata. 


viernes, 21 de febrero de 2020

Oda al sujetador

Tener unos guantes que se ajusten a mis dedos. Quitármelos  tirando uno a uno de cada dedo en un gesto  que considero muy elegante y que me hace sentirme en blanco y negro. Poder ponerme gorro porque sé que me sientan bien. Que mientras camino por el metro leyendo los paneles para no perderme como si fuera extranjera en mi propia ciudad suene en la lista aleatoria "En el coche" una canción que me haga sonreír. Ceder el asiento en el metro. Ponerme un pijama de pantalón y camisa con solapas y que el pantalón tenga bolsillos. Acertar con los zapatos. Firmar con un solo trazo en tinta verde. Pintarme los labios casi todos los días. Entrar en las tiendas abriendo y cerrando puertas. El olor a café recién hecho. Una tarta de manzana sin crema.  Entrar en un restaurante y caminar hasta mi mesa. Los vestidos y faldas con bolsillos. Dar los buenos días. Descubrir que el pelo me queda perfecto al mirarme en un escaparate. Verme favorecida en el ascensor. Conducir por una carretera con la ventanilla bajada. Usar agenda. Que me digan «he perdido la cuenta de todas las veces que te he hecho caso y ha sido para bien»

Todas estas cosas son estupendas pero no pueden compararse con entrar, con muy poca fe, en una de esas tiendas de lencería que hay en todas partes y salir con los brazos en alto y con ganas de cantar porque he encontrado un sujetador perfecto. Un sujetador que sujeta y que no lleva foam. Un sujetador del que no me salgo ni se me salen. Un sujetador que no se desabrocha, que no tiene unos tirantes del grosor de una pernera de pantalón y que no me recuerda al que llevaba mi abuela de noventa años. Un sujetador que no desborda y con el que no parezco una tabernera alemana del siglo XVII.  Un sujetador que no me ha costado media letra de la hipoteca. Un sujetador que parece pensado por alguien con tetas y no por una tabla de planchar con pezones. Un sujetador de ser feliz y de estar guapa. 

Encontrar el sujetador perfecto, eso sí que me hace sentir bien.

Enterradme con él. 


lunes, 17 de febrero de 2020

Los maleducados siempre son los otros

Hace un par de semanas fui al cine a ver Parásitos. Llegué veinte minutos antes, compré las entradas y estaba a mi hora sentada en mi butaca. La gente seguía entrando mientras pasaban los trailers e incluso al comienzo de la película. Entiendo que se llegue tarde a los sitios, yo siempre llego tarde, pero lo que no puedo entender es que llegues tarde y al llegar a tu sitio te quedes de pie mientras te quitas el abrigo, la bufanda, te descuelgas el bolso y pones el móvil en silencio. ¿En serio no puedes sentarte intentando molestar lo menos posible a las personas sentadas detrás de ti y que necesariamente, en un 99,9% de los casos, necesitan leer los subtítulos porque la peli es en coreano?

Hace una semana estuve en La Granja de turismo. Paseábamos por la entrada admirando los árboles centenarios que adornan el paseo que lleva al Palacio cuando vimos como un jardinero de patrimonio llamaba la atención a una pija que estaba abrazada a una secuoya protegida. «No pasa nada, es solo un momentito». «Señora, por aquí pasan miles de personas al año, eso son muchos momentitos». La pija con gorro del frente ruso y su pandilla se ofendieron muchísimo porque el jardinero les había llamado la atención. No les preocupó lo más mínimo, sin embargo, haberse saltado la valla que rodeaba el árbol y en la que ponía «no tocar». 

Somos el país de las normas no van conmigo porque lo mío es un momentito, lo que yo hago no molesta, yo sé comportarme pero, justo, esta vez, no. Siempre ha sido solo una vez, era una urgencia, otros lo hacen mal pero yo no. Y lo que somos es un país de maleducados profesionales. Me va a quedar un post muy Marías meets Pérez Reverte y mi abuela pero es que es así. Vas a un museo donde en cada sala hay un cartel señalando que está prohibido hacer fotos y ves a la gente sacando una foto porque «eh, es sin flash y además no es a un cuadro, es a mi hijo sacándose un moco porque es monísimo». Vas al teatro y si con suerte no suena ningún teléfono, siempre hay alguien que tiene que consultar los whasaps con un brillo de pantalla al 300% porque «a ver, no ha sido para tanto, es que no sabía si era urgente». No, no lo es, no es urgente porque no eres un cirujano cardiovascular de guardia ni eres el encargado de dar al ON al Sol, así que lo que sea puede esperar hora y media a que termine la obra. Y si no puede esperar, si tu vida es tan trepidante e importante que tienes que mirar el móvil cada diez minutos ¿sabes qué? No vayas al teatro. 

Las normas y las prohibiciones son siempre para los demás, para las que no las cumplen nunca. Nosotros solo las hemos incumplido esa vez, justo en ese momento, y por una buena causa, no como los demás. Nosotros no somos los demás, somos especiales, tenemos razón, tenemos un motivo de peso para llegar tarde al cine y quitarnos el abrigo molestando a todo el mundo o para abrazar un árbol. O para gritar en un restaurante, dejar el coche en segunda fila, entrar sin llamar en un despacho,  obligar a todo un vagón a escuchar nuestra conversación o nuestra música, tocar una obra de arte o hacer fotos donde está prohibido. A esto se suma que además de ser maleducados somos unos chulos. «Señora, no abrace el árbol, ¿no ve que está prohibido y es malo para el árbol?». 

Cada vez somos un país más maleducado porque los educados, los que cumplen las normas, apagan el volumen, no gritan en los restaurantes ni hacen fotos en los museos se acobardan. Nos da miedo decirle a alguien: «por favor, ¿puedes sentarte?» o «eso está prohibido». Y nos da miedo con razón. Porque los maleducados, además, tienen siempre la piel muy fina y se ofenden muchísimo cuando les llamas la atención.

«Al árbol no le pasa nada» dijo muy digna. Ojalá mil personas llegando a abrazar a esa persona y diciéndole «pero si es un momento, verás como no te pasa nada». 

Somos maleducados y orgullosos y nos jode que nos lo digan porque los maleducados siempre son los otros.   


miércoles, 12 de febrero de 2020

12 de febrero. Cuarenta y siete años.



Este ha sido el año de Nueva York. El año en que decidí que si podíamos viajar ahora mejor hacerlo ya porque «más adelante» no existe. Y sin planearlo y sin esperármelo lloré de emoción debajo de las arcadas de Central Park. «Mamá, por favor, que no pasa nada, no seas dramas».  Ha sido el año, otro año, de volver a hacer un triple salto mortal sobre un «ni de coña» y acabar dando una charla TED   con un acuario gigante a mis espaldas, frente a quinientas personas tratando de que mis palabras fueran más interesantes que los bancos de peces nadando. Repasando las fotos del año he descubierto que ha sido el año de ir vestida de azul. Y el año de intentar dejarme el pelo blanco y abandonar el intento porque me parezco demasiado a mi madre. Ha sido el año de Las Palmas y La Palma.  Ha sido el año de ver volcanes en La Palma y refunfuñar durante los últimos tres kilómetros de una marcha interminable mientras murmuraba: «¿Qué cojones hago yo aquí?» y Antonio me contaba los detalles de una película con Sean Connery y Lorraine Bracco. «¿Por qué me estás contando esto? Porque te estás encabronando y con algo tengo que distraerte». Ha sido el año de seguir pensando que tengo que irme de Madrid: a Los Molinos, a Comillas, a Segovia, a La Palma, a Asturias, a donde sea hacia el norte.  Ha sido el año de darme cuenta de que, a lo mejor, soy un poco demasiada organizada para algunas cosas. Tan demasiado organizada que me obligo a hacer cosas que solo tienen sentido para mí. A veces pienso que si me muero mañana y alguien, mis hijas, encuentra mis papeles, mis cuadernos, mis archivos, para ellas no valdrán nada. Ha sido el año de Doña Rosita anotada, Sueños y visiones de Rodrigo Rato y Esperando a Godot. Ha sido el año de llegar a los Oscars habiendo visto casi todas las películas nominadas y el año en que mis hijas dejaron de ir al cine conmigo sin chantaje o soborno de por medio. Ha sido el año de regañar a mi madre a gritos por política y de advertir a mis compañeros en el comedor del trabajo: «si votáis a VOX no me habléis más allá de lo estrictamente obligatorio por temas laborales». Ha sido el año de conocer a Alan Cumming y descubrir que es idiota y el de charlar con Paul Giamatti sobre mi vestido Hitchcock. Ha sido el año del vestido Hitchcock y la falda de rayas de colores. Ha sido el año de descubrir San Juan de Luz, decepcionarme con Biarritz y confirmar que ser francés debería ser nuestro objetivo en la vida. Ha sido el año de charlar con Miguel Ríos sobre mi charla del empotrador en un bar de Consuegra la víspera de la boda de otros amigos. Ha sido el año del verano infernal con mis hijas y el de cuidar al Ingeniero cuando decidió viajar al pasado, a finales de los ochenta concretamente, para jugar al squash y romperse el tendón de Aquiles el día antes de marcharnos a Cerdeña, a la Isola de San Pietro para la boda de unos amigos. Ha sido el año de centrifugar de nuevo con los De Montes. Ha sido el año de leer sesenta libros, ir siempre ocho números atrasada en el New Yorker, hacer un excel de podcasts que ya suma ciento ochenta y siete registros y de quedarme dentro del coche esperando a que termine el que estoy escuchando y al terminar pensar «creo que he desarrollado un poquito de adicción a esto». Ha sido el año de conocer a María Jesús que me ha animado a hacer algo útil y divertido con mi adicción. Ha sido el año de ir a Asturias a conocer el hotel de Julian y el de aprender a maquillarme. Ha sido el año de enseñarle Madrid a mi sobrino pequeño y asegurarle que sí, que vivo en un circuito de carreras porque por delante de mi casa pasan muchos coches. Ha sido el año, otra vez, de echar de menos el invierno, uno de verdad, uno con frío de llevar gorro, guantes y la punta de la nariz congelada. Ha sido el año de dejar de nadar porque me he cansado de hacerlo y el de cambiar mi horario en el curro para salir de allí cuanto antes. Ha sido el año de la cena perfecta con Ximena Maier y Miquel Del Pozo Ha sido el año de intentar ahorrar y el de comprar setenta libros y suscribirme al New York Times y a HBO. Ha sido el año en el que mi hija Clara me ha dicho: «mamá, ¿sabes que ya estás pre menopaúsica?». Ha sido el año de pensar que ya estoy rozando los cincuenta. Hoy empiezo a desear llegar a los cincuenta y celebrarlo volviendo a Nueva York.