viernes, 25 de octubre de 2019

Tardes de domingo

Vincent Mahé
El domingo por la noche pensé que quería escribir sobre las tardes de domingo de otoño, cuando se hace de noche y estoy en casa escribiendo, haciendo mis deberes de inglés y cocinando. Cuando en mi casa huele a plancha y ducha. Quería escribir sobre como toda la semana intento organizarme para tener la tarde de los domingos libre de escritura, de deberes y de cocinillas y nunca lo consigo. Quería escribir sobre las tardes de domingo que nunca son como a mí me gustarían pero que aún así me gustan más que las tardes de sábado, por ejemplo. Las tardes de sábado son siempre sorpresa, hay cosas que hacer, sitios a los que ir, películas que ver, sobremesas a las que sobrevivir, siestas de las que es imposible recuperarse hasta el día siguiente o viajes que disfrutar. Las tardes de domingo son casa, a mí me gusta que sean casa y quería escribir sobre eso, sobre la sensación de seguridad que me dan, de calma, de paz pero no me dio tiempo. Tenía sueño, estaba cansada, quería leer. Empecé la semana echando de menos el domingo y  quería escribir sobre eso pero me ha atropellado la semana: he saltado de un día a otro, corriendo entre Madrid y Toledo, entre mi cocina y mil reuniones, entre mi casa y grabaciones, en coche, en metro, andando. Escribí sobre mi odio al recuérdamelo después de asomarme al cuarto de mis hijas por enésima vez a preguntarles con ese tono de voz dulce y aterrador que uso de vez en cuando por qué no se les había ocurrido poner el lavaplatos cuando lo habían llenado hasta arriba: «No no los has recordado» . Escribí sobre eso cuando lo que quería era hablar de mi casa a media luz, un domingo por la tarde, oliendo a caldo y sin rumor de tráfico. Pero no me dio tiempo porque últimamente me encuentro, por primera vez en mi vida, diciendo eso tan adulto de «no tengo tiempo para nada». No me había pasado nunca, esta sensación de ir corriendo siempre, de querer hacer cosas y llegar al final del día y tenerlas que poner mentalmente en la cuenta del día siguiente. Me meto en la cama, leo un buen rato, apago la luz y pienso en esas cosas y me duermo pensando que lo que echo de menos es la calma. Y recuerdo a mi amigo Fran, que no lee este blog (como el 90% de mis amigos) y que una vez, cuando éramos universitarios, me dijo que él para ponerse a estudiar necesitaba saber que tenía por delante por lo menos cuatro o cinco horas disponibles, que contar con ese tiempo le garantizaba que sacaría dos horas como mucho de estudio efectivo y que lo demás eran minutos y horas necesarias para calentar. Me pareció una idea brillante (que él probablemente no recuerde) y que refleja muy bien lo que me pasa. Llevo días queriendo  escribir sobre lo que me gustan las tardes de domingo, porque son un refugio seguro en el que siempre espero encontrar esas cuatro o cinco horas de calor y tranquilidad. Y escribo ahora sobre ello, tarde y mal, porque estoy llena de nostalgia anticipada por la tarde de domingo que esta semana no será porque me toca trabajar. 

Las tardes de domingo me amansan y por eso viviría eternamente en ellas, en un limbo de calma que no acabara nunca. 



martes, 22 de octubre de 2019

Recuérdamelo

Oigo esa palabra y me sale un sarpullido. No lo soporto. Me saca de mis casillas. «El día tal es la cena de Pepito» o «El martes hay que ir al médico» o «El día 15 hay que presentar un informe» y me contestan: 

Recuérdamelo. 

No, no te lo recuerdo. No soy tu secretaria, ni Siri, ni Google Calendar ni un puto post it amarillo que tiene que pegarse a tu frente para que te acuerdes. 

«Recuérdamelo» es la frase que dice alguien a quién no le importa una mierda lo que le estás contando, diciendo o pidiendo bien porque no le interesas, porque te considera una piltrafilla poco digna de ocupar sus GB de memoria con tus cositas, bien porque considera que su masa gris es demasiado valiosa para gastarla memorizando lo que le cuentas o bien porque a lo que le estás pidiendo te va a decir que no pero no tiene las narices de decírtelo a la cara. Si son tus hijos los que te dicen «recuérdamelo» su estrategia es distinta, esperan que así te des cuenta de que no existe ni las más remota posibilidad de que hagan aquello que les has pedido pero tampoco tienen narices de decírtelo. 

«Recuérdamelo» es «no me importa una mierda lo que me estás contando». Es «mi tiempo vale oro pero el tuyo no vale una mierda así que piérdelo en decirme las cosas veinte veces». Es «no voy a recordarlo porque tengo clara la idea de que lo hagas tú, no pienso encargarme de eso». Es «soy un impresentable y no te respeto una mierda». 

El que dice "recuérdamelo" jamás tiene intención de acordarse. Yo antes era de las que "recordaba" a los demás, pobres, para que no olvidaran. Ahora lo digo una vez y  si me contestan "recuérdamelo" siempre contesto lo mismo: tururú. 

Todos podemos olvidar cosas, yo olvido cada vez más. Pero olvidar es involuntario (ojalá fuera algo voluntario, eso sería maravilloso), se olvida sin querer, sin darte cuenta. Tenías intención de acordarte de lo que fuera: de la cita, del compromiso, de la tarea, del cumpleaños y por lo que sea lo has olvidado. Y cuando lo olvidas, pides perdón. Los de "Recuérdamelo" cuando olvidan algo dicen: «la culpa es tuya por no recordármelo» o sonríen y dicen «es que soy como Dori». No, Dori quiere recordar, tú no has hecho ni el intento. 

«Recuérdamelo» es la pelota de goma que te dispara alguien a quién no merece la pena decirle nada. 

miércoles, 16 de octubre de 2019

El me llevo / no me llevo del adolescentismo


Este es un nuevo post sobre adolescentismo y sus cositas. Lo advierto antes de empezar, como hacen los podcasts americanos con las palabrotas y el sexo, por si alguien quiere dejar de leer y no sentirse ofendido porque no escribo lo que le gusta. 

—En este post hay muchas tonterías y nada muy interesante así que maneje con cuidado sus expectativas—. 

Mis adolescentes tienen muchos amigos o pocos, no sé cual es la media de amigos en general pero ellas parecen tener, en cualquier caso, suficientes como para estar entretenidas y tener planes con una asiduidad que a veces me parece excesiva. Tienen amigos en el colegio, en el equipo de fútbol, amigos de campamentos, amigos de amigos y amigos que son hijos de amigos nuestros, de sus padres. Tras meses de observación y charlas interminables y muy muy confusas he aprendido como esos amigos (que ya veremos que no todos se pueden llamar así) se clasifican. 

Para empezar he aprendido que la gente, se clasifica no por si te cae bien o mal, sino por "me llevo o no me llevo". 

—¿Conoces a Pepita? 
—Sí pero no me llevo. 
—Bueno, pero ¿qué tal te cae? 
—No lo sé, no me llevo. 

Es una expresión curiosa porque parece dejar fuera los juicios de valor a priori. En mi época éramos más de «no la conozco pero me cae mal». Ahora nadie te cae mal o bien, simplemente te llevas o no te llevas. 

Si no te llevas, no hay más que hablar. No te llevas parece un estado absoluto de no amistad ni contacto. 

Si te llevas la cosa se complica muchísimo. Para aclararme he decidido imaginármelo como una escalera en la que vas subiendo escalones según cuánto te lleves que no como. Veamos: 

Si te llevas un poco, digamos eres compañero de clase o de curso o incluso de colegio, te saludas solo en entornos muy restringidos y circunstancias muy concretas. Te puedes llevar lo suficiente para hablar durante el año en el que compartes clase pero que ese suficiente no lo sea para saludarte por el pasillo al año siguiente cuando has dejado de estar en la misma clase. Ahí desciendes a no llevarte. (Se me ha olvidado aclarar que la escalera del "llevarse" se sube y se baja con facilidad)

Un caso más complejo de llevarte. Tú estás en 3º ESO y te llevas con uno de 4º de la ESO, te llevas lo suficiente para charlar por los pasillos pero si el de 4º de la ESO está con uno de cuarto con el que no te llevas, eso anula tu "me llevo" y entonces no te saludas. Si tu vas con dos amigas que también se llevan con el de 4º, sois tres "se llevan" contra un "no me llevo" así que también le saludas.  Lo sé, lo sé, es complejísimo pero ellos lo manejan con soltura. 

Si te llevas bastante charlas con el otro, haces bromas, te conoces pero solo en ese entorno concreto: 

—Hoy me he encontrado con David.
—Ah, ¿el novio de tu amiga Carmen?
—Sí.
—¿Qué te ha dicho?
—¡Nada! ¡No he hablado con él!
—¿Por qué?
—Porque no me llevo.
—¿Cómo que no te llevas si es el novio de Carmen y estáis en el mismo curso?
—A ver, me llevo de hablar en el cole y tal pero por la calle, no.  

Más confusión. 

Si te llevas muy bien en clase, pero vamos fenomenal podríamos pensar que eso da paso a abrir la relación al exterior pero no. Solo os comentaré que este año, en la playa, llegamos nadando a una de esas plataformas llenas de trampolines y demás y al encontrarnos allí con un "nos llevamos mucho" de una de mis hijas asistí a una coreografia de "no nos hemos visto, ni sabemos quienes somos" por parte de los dos que me dejó ojiplática. Él acabó tirándose al agua y alejándose nadando hacia la orilla dejando a sus amigos con derecho a saludo en la plataforma.  

Si te llevas muchísimo hablas por wasap, te saludas por la calle si cruzáis miradas y puede que si las circunstancias se mantienen estables des el salto final que te lleva directamente a la categoría: amigos. 

Alcanzar la categoría de amigo es alcanzar la tranquilidad: te puedes saludar en cualquier entorno, puedes hablar de todo, conocer a los padres, a los hermanos, visitar la casa del otro. Ser amigo es sobre todo cómodo. Por fin puedes relajarte. Todo lo demás es muy confuso y, para mi gusto, agotador. Pero no os confiéis, recientemente he descubierto que se puede (aunque es raro) pasar de estar en la categoría «amigo que come yogur en la cocina de mi casa» a «ya no nos llevamos».   

Mi consejo, no os encariñéis con los amigos hasta que hayan pasado años.  

Nota final: el subir o bajar en el me llevo no tiene nada que ver con caerte bien o no. Alguien te puede caer fenomenal pero permanecer para siempre en el "me llevo de no saludarte por la calle". 


jueves, 10 de octubre de 2019

El No absoluto

No quiero compartir coche. No quiero tener que trabajar contigo más que lo estrictamente necesario. No, no me caes bien. No, no creo que seas una buena persona en tu casa. No, no voy a ir. No me apetece. No. No.   

«Es más bien el repentino destello interior cuando uno ve algo o se da cuenta de algo: un destello repentino o lo que sea que marque una epifanía o un descubrimiento. No es simplemente que suceda demasiado deprisa como para que uno pueda descomponer el proceso y ordenarlo en forma de idioma inglés, sino que sucede a una escala en la ni siquiera hay tiempo para ser consciente de ninguna clase de tiempo en absoluto en el que esté teniendo lugar el destello: lo único que uno sabe es que hay un antes y un después, y que después uno es diferente». (Extinción, David Foster Wallace) 

Hay dos cosas importantes que da la edad: tener cristalino lo que no quieres y manejar el No absoluto. Saber lo que no quieres es una sensación nueva. Nos pasamos la vida pensando en qué queremos: qué quieres estudiar, qué quieres trabajar, qué vida te gustaría llevar, si quieres tener pareja o no, qué tipo de pareja, qué tipo de vida, qué tipo de persona quieres ser. Un agotador torrente de decisiones encaminadas a dejar claro lo que quieres, tus deseos, tus aspiraciones, tus metas. Y, de repente, un buen día descubres que en realidad no sabes qué quieres pero, sin embargo, eres muy consciente de lo que no quieres. Con ese nuevo conocimiento te enfrentas a la vida con otro punto de vista y descubres que el NO es poderoso. 

«A él la dureza no le da miedo, lo que lo asfixia es este agobio de hacer todo aquello en lo que no crees, y no hacer nada de lo que quisieras hacer, de lo que sabes que, si hicieras, acabarías siendo lo que tú eres, dando de ti lo que estás convencido de que, con el viento a favor, puedes dar». (Crematorio Rafael Chirbes).

Decir No sin explicaciones, sin coletillas requiere entrenamiento. Las primeras veces da miedo, da pudor, está mal visto decir que no, se puede decir un «a lo mejor», un «puede», un "me encantaría pero" que no son más que No disfrazados de hipocresía pero el No contundente provoca rechazo, o mejor dicho, sorpresa. ¿No?

No.  

El No absoluto es tu aliado, aprendes a usarlo sin vergüenza, sin disimulo. Lo blandes como una espada por encima de tu cabeza y con él asestas golpes a diestro y siniestro con la precisión del Pirata Roberts. La alegría y precisión con la que manejas el No te salva de intercambios agotadores porque aprendes que ante un No disfrazado la gente no se rinde. «Pero, ¿por qué?», «pero ¿le darás una vuelta?», «pero ¿a lo mejor sí, no?». Un No rotundo lanzado en la conversación o escrito en un mail paraliza, aplasta, congela. ¿No vas a dar explicaciones? 

No.