martes, 8 de enero de 2019

El bar cutre y el bar cuqui

En los bares cuquis no hay barra. Están pensados para gente con mucha vida interior y ocupadísima que necesita una mesa, tres sillas y un enchufe y por eso la barra es mínima. Entras en un bar cuqui pides un café,  te sientas,  y cuando miras a tu alrededor piensas ¿pero este bar no estaba en Valladolid? Y no, no está en Valladolid pero las mesas blancas, las sillas de colorinches despellejados, las lámparas industriales más falsas que la sonrisa de los camareros, los polos negros que llevan puestos los empleados y la espumilla en forma de espiga coronando tu café son exactamente iguales a las mesas blancas, las sillas de colorinches despellejadas, las lámparas industriales falsas, los polos negros y los bollos industriales marcados como Home made del bar de Valladolid en el que desayunaste hace quince días. Hasta jurarías que los camareros son los mismos. 

En los bares cutres las mesas son para los cobardes. En l barra está la vida. Un bar cutre se parece a otro bar cutre en que es oscuro, el suelo es de gres horroroso, las tazas de café te recuerdan a los días en los que ibas con tu padre a desayunar a un bar y te sentías especial, en los periódicos arrugados encima de la barra y en que tiene el mismo escaparate de tapas que todos los bares cutres del mundo. (Espero que el fabricante de escaparates de tapas se esté reciclando y haya empezado a fabricar vitrinitas cuquis para cupcakes y muffins porque lo de las tapas de chorizo al vino y ensaladilla rusa se está extinguiendo). 

En un bar cuqui el camarero te va a preguntar qué quieres y cómo lo quieres y te dará tantas opciones que acabarás contestándole: ME DA IGUAL, acaba con esta tortura, lo que tú quieras pero dame un café. En un bar cutre, esperarán a ver qué pides y si repites varios días seguidos durante semanas, al final el camarero sabrá lo que quieres. Eso no quiere decir que le caigas bien, ni bien ni mal, pero hace bien su trabajo. En el bar cuqui el camarero también hace bien su trabajo que consiste en no recordar nada más allá de las infinitas opciones que el establecimiento ofrece. Y decirte que se llama Bruno. 

El bar cuqui está pensando para que todo el que pase por la calle vea todo lo que hay dentro, incluido tú, tu libro, tu ordenador, tu acompañante y lo que estás tomando. En un bar cutre siguen la máxima de Narnia, la aventura está al otro lado de la puerta. 

Sé que sueno un poco Marías, un poco vieja refunfuñona (cosa que, por otra parte, he sido toda la vida) pero me preocupa el avance de los bares cuquis porque son todos iguales, porque aparecen y desaparecen, porque no permanecen, porque soy incapaz de recordar sus nombres «el bar ese blanquito que han abierto» «el de las sillas de colorines enfrente de la biblioteca», porque no puedo fijar recuerdos en ellos ni imaginar historias que no se parezcan mucho a un capítulo de cualquier serie americana. Los bares cutres a veces dan miedo, a veces son tan cutres que desearías llevar los zapatos plastificados, a veces me revienta no poder mover los taburetes de lo que pesan pero los distingo unos de otros. No soy una gran frecuentadora de bares, ni cuquis ni cutres, pero puedo contar historias de La Fuentona, el bar en el que mi padre desayunaba todos los días y su camarero Fidel, o de la cafetería Santander dónde hace poco tuve un desayuno genial o de La Parisien, el bar cutre pegado a mi casa por el que paso todos los días desde hace trece años y en el que jamás he entrado. Es un bar cutre, oscuro, con camareros de camisa blanca y mesas de formica con manteles de papel y vasos de caña para las comidas, un bar oscuro en el que la tele siempre está encendida con fútbol o toros, es la destilación perfecta del bar cutre y siempre siempre está lleno. En la esquina, justo a su lado, en el antiguo local de un banco, han abierto un bar cuqui y sufro pensando que algún día La Parisien enfermará del virus cuqui y me quedaré sin conocer su encanto. 

Lo mismo mañana desayuno en La Parisien.  


lunes, 31 de diciembre de 2018

Lecturas encadenadas. Diciembre

Termino el año como Beth, con una salud frágil que me tiene debilitada y sin posibilidad de mucha actividad. La parte mala es que es un asco, la buena que he tenido mucho tiempo para leer y la peor que me va a costar la vida escribir este último post del año pero el deber es el deber y el blog no se escribe solo.

Al lío.

«No me des las gracias todavía, ya me las darás por descubrirte a la escritora de tu vida. Lee a Lorrie Moore» Cuando te mandan este mensaje acompañando un libro, es evidente que tienes que leer ese libro para poder decirle al listillo de turno: «pues no ha sido para tanto». El problema es que Birds of America de Lorrie Moore sí fue para tanto. (Lo he leído en inglés)

No conocía a Moore de nada y no la busqué ni investigué sobre ella antes de ponerme a leer sus relatos. No lo hago nunca, no me gusta saber nada de los autores antes de leerlos. Me da igual quién sean, qué hacen, no me importa un pimiento su vida, solo quiero conocerlos por lo que escriben. Me sumergí en Moore sin tener ni idea y me encontré con unos relatos sorprendentes, inesperados, unos relatos que pasados casi un mes desde su lectura sigo recordando de principio a fin. Algunos de ellos me recordaron a los de Lucia Berlin aunque los de Berlin eran más excéntricos, más al límite mientras que los de Moore son más cotidianos, más del día a día, más el relato que podrías protagonizar tú con tu vida. Moore no cuenta lo que pasa, que suele ser nada, sino lo que piensan, sienten y recorre la piel de los personajes. Todos los relatos tratan sobre la extrañeza que supone vivir, la perplejidad que experimentamos cada día al ser conscientes de como nos sentimos ante lo que nos ocurre en el día a día, ya sea una relación amorosa, un viaje, una reunión familiar, una enfermera, la muerte de una mascota, un fracaso laboral. Moore nos cuenta que sentimos cuando nos paramos a pensar lo increíble y frágil que es el equilibrio en el que vivimos.

En Birds of America se recogen once relatos y todos son excepcionales. El penúltimo, “People Like That Are the Only People Here: Canonical Babbling in Peed Onk" es un relato espectacular sobre la enfermedad de un bebé y la manera en que los padres se enfrentan a esa enfermedad. No hay melodrama, ni sensiblería, ni tragedia. No va de dar pena, ni de buscar la lágrima fácil, va de como seguir en pie cuando todo se tambalea, cuando te quedas sin suelo.  
    «Lo que hace la gente por allí es salir adelante. Hay una especie de valentía en sus vidas que en absoluto es valentía. Es algo automático, inquebrantable, una mezcla de hombre y máquina, una obligación incuestionable y absorbente que se encuentra con la enfermedad, movimiento a movimiento, en un ajedrez gigante en que cada vez que uno mueve, el otro también lo hace: un asalto sin fin de algo que se parece a boxear con un adversario imaginario, aunque entre el amor y la muerte, ¿qué es lo imaginario? «Todo el mundo nos admira por nuestra valentía —dice un hombre—, no tienen idea de lo que están diciendo.»       «Podría salir de aquí —piensa la Madre—. Podría coger un autobús e irme, y nunca volver. Cambiarme de nombre. Como el asunto de la protección de testigos.»       —La valentía requiere opciones —añade el hombre».       Eso sería mejor para el Bebé.       —Hay opciones —dice una mujer con una cinta de ante en el pelo—. Podrías tirar la toalla. Podrías irte a pique.       —No, no puedes. Nadie lo hace. Nunca lo he visto —dice el hombre—. Bueno, nadie se va a pique del todo»



El comic del mes ha sido Los puentes de Moscú de Alfonso Zapico, prestado por mi hermano Gonzalo. Zapico reúne a Fermín Muguruza y Eduardo Madina para hablar de la "situación", para tratar de tender puentes entre las dos orillas de una historia en la que los de un lado mataban a los del otro.  Este encuentro, en el que él aparece también como protagonista, ocurre en la segunda parte del libro y hasta ese momento, Zapico nos va contando la historia de Madina y Muguruza. Me gusta mucho la idea, la manera aparecer como un personaje más que va construyendo la narración, la cotidianeidad de los encuentros y el dibujo de Zapico me encanta, pero se me queda cortísimo en el enfoque. Me parece que le falta profundidad, que se queda muy muy en la superficie de un problema muy grave y muy complejo en el que he tenido la sensación de que Muguruza tiene un protagonismo mucho más importante que Madina, quedando el relato (pretendidamente equidistante) un poco cojo. Terminé de leerlo y me quedé con un regusto un poco raro, me sentí un poco desencantada. 



A cielo abierto de Joao Gilberto Noll. La frase «Te regalo este libro porque me lo he comprado y al llegar a casa me he dado cuenta de que ya lo tenía» quizás no es la mejor para regalar un libro pero ¡ey! yo nunca digo que no a un libro aunque sea tan rarísimo como éste. 

Cesar Aira dice de Noll que es el mejor escritor vivo. Yo no sé si es el mejor pero sí sé que es de los más extraños. Su manera de escribir, de contar, es tan extraña que me ha provocado el efecto Delillo, es uno de esos autores que me producen la sensación de no ser lo suficientemente inteligente para leerlos, para entenderlos. Me ocurrió lo mismo con Lawrence Durrell y El Cuarteto de Alejandría cuando tenía diecinueve años. Veinte años después lo releí y se abrió ante mí y me deslumbró por completo, lo ví cristalino. Lo malo de Noll es que no sé si dentro de veinte años estaré para releerlo. 

En A cielo abierto, un narrador del que desconocemos su nombre sale de casa con su hermano pequeño para ir a buscar a su padre, un general, al campo de batalla. Necesitan dinero para pagar al médico que debe curar al hermano que está gravemente enfermo. Hasta la llegada al frente atravesando campos inhóspitos y hostiles, la historia me recordó a Jesús Carrasco y su Intemperie. Al llegar al frente el muchacho es alistado a la fuerza y de ahí acaba desertado convirtiéndose en un fugitivo que huye y del que el lector no tiene muy claro si lo que le pasa es real o un sueño. A partir de aquí todo se vuelve muy onírico, muy irreal, la narración se vuelve extraña, como una alucinación o un delirio febril. En esta segunda parte recordé las cartas entre Anais Nin y Henry Miller por la presencia constante del sexo tanto practicado como pensado y deseado. La última parte, como prisionero en un barco, me recordó a El corazón de las tinieblas y Motín a bordo. En resumen, un libro extrañísimo del que salí casi con resaca. 

Justo antes de empezar mi convalecencia empecé los Diarios de Iñaki Uriarte que llevaban años en mi lista de pendientes. Iñaki Uriarte es un tipo curioso. Nació en Nueva York, es de San Sebastián y vive en Bilbao. No ha trabajado nunca en su vida y adora Benidorm. Adora los gatos o, mejor dicho, adora a su gato y lee a Montesquieu con devoción, dedicación y prodigiosa memoria. Sus diarios, los publicados, recogen sus anotaciones desde 1999 hasta 2008 y recogen anécdotas, pensamientos, citas de lecturas, recuerdos de infancia, de adolescencia, nostalgia por un pasado que no ya no existe y alegría por el pasado que continua siendo presente.  Uriarte reflexiona sobre todo y mucho sobre escribir, sobre él como escritor o como no escritor. Lo que hace parece fácil, tan fácil que piensas «Yo podría hacer esto» pero no es verdad, ahí está la dificultad: en elegir lo que escribes y en la manera de destilarlo. Me identifico muchísimo con esto:

«Huyo de desarrollar las ideas. Como si tuviera miedo, impaciencia, pereza, incapacidad para la lentitud. Sólo es falta de talento. No sé quién ha dicho que escribir es hablar sin ser interrumpido. Pero yo me interrumpo de continuo a mí mismo». 

Y con esto que me encantó:

« El desbarajuste en que leo es inmenso. Basta que me empeñe en leer o estudiar algo que me interesa para que surja de inmediato otra cosa que también me interese y me desvíe. Así soy incapaz de acumular un capitalito cultural en algo en especial. 

Si mi cabeza fuera una ciudad, no tendría ningún edificio que llegara más arriba del primer o segundo piso. Estaría llena de portales, de escalinatas de acceso, montones de ladrillos y cemento seco, cascotes. Ni un amago de calle urbanizada, alguna tienda de campaña para pasar el rato, sin un solo jardín decente, una planta por aquí o por allá, bastantes geranios, que resisten porque casi no necesitan riego. Sería como una ciudad bombardeada, pero eso sí, considerablemente extensa, lo que aumentaría la impresión de catástrofe».

Iñaki Uriarte se gusta, le gusta la vida que lleva, la vida que ha podido llevar y es consciente de su suerte. Es un vividor, un jeta, un venerable caballero, un gran conversador y tiene un sentido del humor muy peculiar. Egocéntrico pero peculiar. 

«Sospecho que el rasgo más inconfundible de mi personalidad es que no me gusta Cary Grant. No he encontrado a nadie en mi vida a quien le ocurra algo semejante. Es lo primero que le diría a un psicoanalista: «Doctor, no me gusta Cary Grant». 

Me recuerda a mi amigo Juan que de tanto observarse en soledad se cree único en sus características más tontas: «Ana, yo es que tengo una necesidad fisiológico de echarme la siesta. Después de comer mi cuerpo me exige que me eche la siesta». «Tú lo que eres es idiota, eso nos pasa a todos pero tenemos que trabajar y le decimos a nuestro cuerpo: ya nos echaremos la siesta el finde». Le voy a decir a Juan que escriba un diario. 

El taxidermista, el duque y el elefante del museo es el nuevo libro ilustrado de Ximena Maier. Si vives en Madrid es posible que hayas ido veinte veces al Museo de Ciencias Naturales, si te gustan los animales es posible que hayas ido cien veces y si tienes hijos es posible que hayas ido mil veces. Este libro de Ximena Maier cuenta la historia de ese elefante que hay en la entrada y que has visto tantas veces que ya ni ves, un elefante que parece parte del edificio tanto como las puertas, las estanterías de la librería o el suelo. Ese elefante africano no es en realidad un elefante aunque sí tiene algo de africano y fue cazado por un Duque de Alba en 1913. No quiero contar mucho más del elefante porque la historia tiene tantísimo encanto que es muchísimo mejor que la descubráis en los dibujos de Ximena que son como siempre un dechado de color, detalle, ingenio y humor. Como pasaba con El Cuaderno del Prado (¿Os he dicho que salgo en la contraportada de la tercera edición con parte del texto que escribí aquí cuando lo leí?) al terminarlo quieres ir al Museo a ver el elefante de verdad, a verlo como si no lo hubieras visto nunca. Un planazo: el libro y el Museo en el que, además ahora, hay una exposición con los dibujos del libro. Regalad El Elefante y quedaréis como reyes. 

Mi última lectura del año, la lectura número cincuenta y dos ha sido el libro que sale en todas las listas de mejores libros del año: Ordesa de Manuel Vilas. Compré este libro tras encontrarme con el propio Vilas en Los editores y charlar con él un buen rato sobre libros, vidas, depresiones, divorcios y medicaciones. No quería comprarlo y lo compré y no quería leerlo y lo he leído y quería que me encantara y no me ha encantado. O, mejor dicho, no me ha parecido el mejor libro del año ni de lejos. Reconozco las cosas que cuenta Vilas, el vértigo de la muerte de los padres cuando te quedas solo frente a la línea que dice que el próximo serás tú, el vértigo del divorcio cuando te enfrentas a la certeza de que evidentemente algo has hecho mal y tienes que empezar a reinventar el futuro que habías planeado tener veinte años antes. Reconozco Barbastro, los Pirineos, la relación con los hijos adolescentes y la depresión claro, pero casi nada de todo esto me ha conectado con el libro. ¿Es un mal libro? No. ¿Es el mejor libro del año? Para nada. Si alguien quiere leer algo sobre el luto por un padre, os recomiendo Te me moriste de José Luis Peixoto que también leí este año y que es un grito desgarrador de amor al padre desaparecido que conmueve hasta los huesos.

Cincuenta y dos libros como cincuenta y dos soles. Iba a hacer una lista de los diez mejores pero me han dicho «No des la turra» y he pensado que el mundo ya está lleno de listas. No hacen falta más. 

Y con esto, el brazo en cabestrillo, la mantita sobre las rodillas y doce lacasitos ¡feliz año nuevo! y hasta los encadenados de enero. 



martes, 25 de diciembre de 2018

Mañana de Navidad

Son las diez y veinte de la mañana de Navidad y estoy en la cama, con el portátil en las  rodillas, escribiendo con la mano izquierda. Por la ventana abierta veo La Peñoya, el cielo azul y los árboles del jardín. Oigo a María toser y la aspiradora que mi madre está usando para limpiar la chimenea. También oigo pájaros que suenan a otoño y no a invierno. Y mi propia tos. He desayunado, hace rato, un cafe con leche, un kiwi y una naranja. Cuando era pequeña, en la mañana de Navidad mi madre nos traía el desayuno a la cama en una bandeja. Por aquel entonces, nos parecía el colmo del lujo y la sofisticación. Después aprendí que el lujo y la sofisticación son incomodísimos y la tradición terminó. 

He estado leyendo los Diarios de Iñaki Uriarte y pensando en lo que comparto con un señor vasco que no ha trabajado nunca, aparte de su adoración por Benidorm. Uriarte tiene la suerte, como yo, de vivir apegado a tradiciones familiares que se repiten y que, al contrario de lo que mucha gente opina, no esclavizan sino que anclan. Saber cómo va a ser tu mañana de Navidad o tu cena de Nochebuena sirve para ordenarte y, a la vez, para dejarte ver de nuevo cómo eras hace veinte, treinta o cuarenta años. Repetir rutina, costumbres, es también un testigo que pasas a tus hijos (yo a mis hijas porque Uriarte solo tiene gato). Las tradiciones, además, tienen el encanto de las piezas de Lego: juegas con unas piezas que te vienen dadas, heredadas pero con ellas puedes construir lo que quieras. Nosotros, ayer, volvimos a cenar todos juntos por Nochebuena pero, por primera vez en la historia, lo hicimos en la cantina de la estación de tren de Los Molinos y, también por primera vez y sin que sirva de precedente, no cantamos ni un solo villancico. Teníamos un karaoke y supimos usarlo. Con las piezas de toda la vida construimos una Nochebuena nueva y lo pasamos en grande. No sé si esta teoría de la tradición  tiene algún valor pero ya que que a mis hijas no puedo darles sabiduría suprema, como legado para dejarles creo que no está mal. Los Molinos, las cenas de Nochebuena, las mañanas de Navidad tiradas en la cama, La Peñota, Mary Poppins.

Son las once y diez. Sigo en la cama. María sigue tosiendo y suenan las campanas de la iglesia. Los pájaros siguen a su rollo y yo he empezado a toser. He tardado cuarenta minutos en escribir estas quinientas palabras y he descubierto que con mi pulgar izquierdo no golpeo la barra espaciadora con suficiente fuerza como para despegar las palabras y que tener que escribir tan despacio hace que las ideas se me escapen. 

Feliz Navidad. 


jueves, 20 de diciembre de 2018

Mirar techos

El mejor sitio para ver techos es una camilla. No hay nada más que hacer mas que mirar los techos y, si te dejan tiempo suficiente, acabas descubriendo manchas, grietas, dibujos que nadie más ve porque los que pululan a tu alrededor miran hacia abajo, te miran a ti. La Capilla Sixtina deberia visitarse en camilla, en una de las de quirófano que no da para ponerse cómodo, solo para mirar hacia arriba y ver. Convendría que hubiera unos cuantos camilleros por allí para poder decirles 《esto ya lo he visto. Llévame a ver la Sibila》 Pienso todas estas tonterías tumbada en una camilla de quirófano (sin la Capilla Sixtina encima) esperando para que me operen. El techo de la sala es poco emocionante pero en la barra metálica que tengo por encima hay tres orificios: vacio, oxígeno, ​A.​Medicinal.​ A. Normal​ ​salta automáticamente mi cabeza pensando en Igor. ​Me pregunto que será el aire medicinal y para qué sirve el vacío. ¿Te enchufan vacio? ¿te sacan aire y te dejan vacio? ¿no es muy raro que de algo salga vacio o se llene de eso? Pienso en agujeros negros y en que seguro que en algún momento esa barra sobre mi cabeza fue algo puntero y ahora simplemente está. 

Mientras espero a que vengan a buscarme me comparo con mis cacerolas y sartenes en el fuego. Cuando me pongo a cocinar, mi cocina se convierte en un circo de tres pistas y muchas veces dejo algo al fuego y se me olvida porque me di​s​traigo ​con otras cosas. Por los ruidos y voces que escuc​h​o esto es mucho más que un circo... ​parece un mercado de abastos con gente entrando y saliendo por todas las puertas, todos gritando una jerga que no comprendo pero en la que todos ellos se desenvuelven con soltura. ¿Y si la soltura es impostura? ¿Y si se olvidan de mi? ¿Y si se confunden con Rosa la de la cadera? Tenía que haber hecho caso a Juan y escribirme en el hombro izquierdo: ESTE NO ES. Mientras mi brazo deja de ser mío y se convierte en un trozo de carne que me cuelga del hombro ,al fondo escucho un sonido metálico que se parece muchísimo al de las tijeras del pescadero cuando desescama una lubina. Intento imaginar que estarán haciendo pero no puedo girar la cabeza y me concentro en A.Medicinal, A. Normal.

¿Me acordaré de todo esto al despertar?

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Me acuerdo y lo escribo con la mano izquierda. Pienso en mi abuelo y en cómo tecleaba, con sus dos índices como garfios, en la máquina de escribir de su despacho. En casa siempre llevaba una chaqueta de lana con botones, verde o granate. Yo llevo hoy una chaqueta verde, echada por los hombros, encima del cabestrillo. Me pregunto dónde estará esa máquina de escribir. La anestesia me deja melancólica.