viernes, 19 de enero de 2018

Ensayo sobre la almohada


Hablemos de almohadas. 

La búsqueda de la almohada perfecta es como la del Santo Grial, algo que solo te importa cuando eres mayor, cuando te conviertes en Sean Connery. De niño puedes dormir con el cuello totalmente tronchado y conseguir horas de sueño reparador de las que te levantas sin que tus cervicales hayan decidido convertirte en una cariátide. De niño, el dolor de cuello solo se concibe si viene alguien y te decapita. Uno de los amigos imaginarios de mi hermano pequeño, el famoso Gortel bueno, solo podía girar el cuello en un mínimo ángulo porque Gortel malo se lo había cortado con un cuchillo y al volvérselo a colocar la amplitud rotatoria se había visto muy afectada. A lo que iba, de niño te da igual dormir en una almohada de los Picapiedra. Todo su interés se reduce a lo que puedes esconder debajo, a lo que puedes encontrar debajo (Hola Ratón Pérez) y a poder luchar con ellas.  

De adolescente se estila más dormir boca abajo y si es posible con los brazos descolgados. Sospecho que este nuevo contorsionismo para dormir responde a la súbita pesadez de las extremidades que hace que los adolescentes se muevan a una velocidad incompatible casi con el concepto movimiento y que no se sienten, se desplomen. La almohada pasa de ser algo que no te importa un pimiento a ser algo que molesta, que sobra. (Yo jamás he dormido boca abajo porque la adolescencia, además de dotarme de pesadez de miembros me trajo de bonus track un par de pechos incompatibles con el concepto "boca abajo"). La única utilidad de la almohada en la adolescencia está en poder hacer algo con ellas como en las películas: fiestas pijamas o guerra de almohadas que terminen en otras cosas. 

Más adelante llega el momento en el que todos nos convertimos en princesas del guisante. Todo pasa a ser fundamental para dormir: el colchón, las sábanas, optar por manta o por edredón y en el top de las exigencias está la almohada. Todavía recuerdo cuando en mis tempranos veintitantos en un hotel, en Sevilla, descubrí un menú de almohadas. Pensé "qué chorrada más grande". Mi reino por un menú de almohadas ahora. En realidad mi sueño sería un buffet libre de almohadas.  

He llegado a la conclusión de que la almohada perfecta no existe. O, mejor dicho, existe pero esa cualidad de perfección no permanece inmutable en el espacio y en el tiempo. La que es perfecta hoy es muy probable que no lo sea dentro de dos días, cuatro semanas o seis meses. Por eso cada vez tenemos más almohadas en la cama, no es por moda o porque queramos "hacer de tu casa el perfecto refugio de invierno". Tenemos superpoblación de almohadas porque las coleccionamos igual que el viejo cruzado de Indiana Jones coleccionaba griales, por si suena la flauta.  Tienes cuatro almohadas en tu cama y con suerte, con mucha suerte, cada noche una de ellas es la perfecta. Un día la necesitas casi imperceptible, otro día mullida para que te acoja, otro quieres la cervical (que llegó a tu casa de una manera que no quieres recordar) porque en algún sitio has leído que para la contractura en el cuello que te está matando es mejor una almohada que te mantenga el cuello recto, otro la quieres tan blanda que al hundir la cabeza en ella los lados esponjosos te ahoguen, otro las quieres todas en una composición conjunta que te mantenga erguido para no ahogarte en tus mocos y un día la quieres caliente y otro te encuentras en mitad de la noche reptando como un marine frotando la cabeza contra todas tus almohadas intentando encontrar una que permanezca fresca a ver si así consigues que los pensamientos que se te están haciendo bola se aireen.  

Ahora mismo ando a la caza de la almohada perfecta para mi nueva cama. En esta nueva cama, en mi nuevo cuarto de adolescente he decidido dormir en medio del colchón. Ya no soy de un lado ni del otro, toda la cama es mía y eso me ha llevado a replantearme el mundo almohadas. Mi cuerpecillo curtido en años de compartir cama y en la querencia de preferir un sitio tiende a escabullirse hacia uno de los lados (el izquierdo mirando desde los pies) y, por eso, necesito más de una almohada perfecta, un par por lo menos.  Una para apoyar la cabeza y otra para corregir mi 
postura, que me impida deslizarme hacia mi antiguo lado, que se deje abrazar, patear o que se esté quieta haciéndose la muerta ocupando cama y manteniendo la temperatura. Que sí, que eso también lo hace una pareja pero es que no quiero dormir con alguien todas las noches. Necesito una almohada bulto que no se ponga celosa cuando sí duermo con alguien. 

Cuando consiga esto, me lanzaré a la siguiente etapa, encontrar una almohada que se adapte mágicamente, encogiéndose o creciendo, a los distintos tamaños de fundas que tengo. 

Por soñar que no quede. 


miércoles, 17 de enero de 2018

Me gustaría...

Me gustaría que los días no hubieran empezado ya a alargarse y no sentir que he desaprovechado las noches eternas del invierno. Me gustaría sacudir la cabeza como hago para secarme el pelo y librarme de las gotas de nostalgia que últimamente parecen estar cubriéndome. Nostalgia de antes, de hace años, de mi infancia, de antes de ayer, del último de verano y del invierno que no aprovecho. Me gustaría dejar de imaginarme en medio de un camino mirando hacia atrás  y pensando «pues no estuvo tan mal» y mirando hacia delante y temiendo no llegar a lo que hay más allá. Me gustaría verme soñar desde fuera, sentarme en el borde mi cama y ver mis sueños crearse en un enorme bocadillo de dibujos animados por encima de mi cabeza. Me gustaría disfrutar de ellos ahora que no me torturan y que, de verdad, existiera un barrendero de sueños. Un hombre vestido como los tenderos franceses de los años 30, con gabán y gorra y azules, que barre los sueños cuando nos levantamos y nos vamos de nuestras cabezas. Me gustaría que esa idea del barrendero de sueños se me hubiera ocurrido a mí.  Me gustaría saber exactamente qué ponerme cada día y no dejar ropa "para otro día más especial" como si tuviera fiestas, cocktailes o mil citas importantes en mi vida.  Me gustaría saber ponerme un pañuelo de seda rojo que alguien me regaló y que ese alguien me explicara en qué estaba pensando al regalármelo. Me gustaría explicar a los creativos de las cuñas de radio que «desde 995 €» no es ninguna ganga y que no soy capaz de imaginarme un «Mercedes con cuatro años de garantía». De hecho, no sé porqué alguien podría ilusionarse imaginando eso. Me gustaría que me interesaran los coches un poco, o por lo menos ser capaz de distinguir el mío entre varios coches azules. Me gustaría saber porqué, a veces cuando escribo a mano, el trazo de una s o de una e me recuerda a mi padre. Y me gustaría que mi letra se pareciera a la suya. Me gustaría ser capaz de recordar el nombre de los vinos que me gustan y olvidar el del vino que bebí la vez que fui gilipollas. Me gustaría atreverme a llevar las uñas pintadas y sentirme un poco mujer fatal. Y me gustaría acordarme, la próxima vez que necesite calcetines, de comprarme también unas medias de rejilla. Me gustaría no sentir miedo al pensar en la publicación de mi libro y me gustaría también no pensar que sentir miedo es lo correcto. Me gustaría que Madrid fuera un pueblo y poder vivir en otro sitio. Y me gustaría tener uno de esos pisos señoriales de la calle Alcalá que tienen El Retiro a sus pies. Me gustaría que los hombres no contestaran «pues tampoco es para tanto, es bajito» cuando les hablo de la belleza de otros hombres. Me gustaría conocer a Neil Gaiman y a Guillermo Altares. Me gustaría decirle a Carlos Alsina que puede hacerlo mejor y que no se cabreara. Me gustaría que mi yo natatorio tomara el control de los mandos de mi cabeza nada más despertarme y no me dejara a merced de mi yo perezoso que intenta convencerme, cada día, de que no necesito ir a nadar. Me gustaría sobresaltarme, cada mañana,  por la alarma del despertador y no esperar su sonido desvelada. Me gustaría ser capaz de recrear en mi cabeza el sonido de los  pájaros en septiembre en Los Molinos y que la camisa de mi abuelo de "Centro de Moda Guijarro. Bilbao" guardara el olor de su colonia. Me gustaría conocer a alguien que fume Rex y no olvidar el nombre del suavizante que estamos usando ahora y que deja un olor en la ropa que me hace sentir que el suavizante sirve para algo. Me gustaría no tener nada en las paredes de mi casa o, mejor, que fueran como pizarras que pudiera borrar pasando la mano. Llenar mis paredes de cuadros, portadas del New Yorker, fotografías, citas manuscritas y cuando me cansara pasar la mano y que todo desapareciera para  volver a empezar. Me gustaría que la expresión «Borrón y cuenta nueva» fuera el nombre de ese superpoder.  


lunes, 15 de enero de 2018

Dorothy Parker y el metro de Madrid

—What, then, would you say is the source of most of your work?

—Need of money, dear. 

                                                                         Entrevista a Dorothy Parker. 1957 


Desde 1919, año de creación del Metro de Madrid, hasta 1984 solo las mujeres solteras podían ser taquilleras en el Metro de Madrid. Si se casaban tenían que dejar de trabajar, las echaban y sólo podían recuperar el trabajo si enviudaban. 1984 es antes de ayer. 

No sé en qué momento de mi vida decidí que iba a trabajar. Ahora puede parecer una obviedad pero cuando yo era pequeña, adolescente, la mayoría de las mujeres que conocía no trabajaban fuera de casa. Eran amas de casa, criaban a los niños, cuidaban la casa. Mi madre, licenciada en Geológicas y  profesora antes de casarse, no volvió a trabajar hasta los años noventa. Yo siempre pensé en trabajar, ese era el plan, estudiar algo que me gustara o interesara y luego buscar trabajo. Recuerdo terminar la carrera y empezar a agobiarme buscando un trabajo, el que fuera. De una carambola en otra terminé trabajando en lo que trabajo ahora y nunca jamás he pensado en dejarlo. Bueno, miento. Ahora mismo fantaseo cada semana con que me toque el euromillones, dejar de trabajar y dedicarme a tener una pequeña librería y viajar. 

Nunca pensé en casarme y que mi pareja me mantuviera o para que no suene tan mal, él diera el soporte económico a nuestra familia. Nunca lo pensé y una vez casada jamás lo consideré. ¿No lo hice porque no estuviera convencida de la solidez de mi relación? No. No lo hice porque me daba pánico la falta de independencia. Trabajar, ganar tu propio dinero, te hace independiente. Depender de otro te hace vulnerable y dependiente, aunque sea amor verdadero. 

Yo, como Dorothy Parker, trabajo por dinero y creo que las mujeres tenemos que trabajar por dinero, no por realizarnos, empoderarnos (una palabra espantosamente cursi) o conocer mundo, tenemos que trabajar porque la independencia económica, el ser capaz de cubrir tus necesidades vitales es lo que te permitirá, a lo mejor, realizarte, empoderarte, conocer mundo y quién sabe si ganar un Premio Nobel, escribir una obra maestra de la literatura o dedicarte a hacer pasteles de manzana sin lactosa. 

Pienso en esas taquilleras del metro de Madrid. Tenían un trabajo en los años veinte, treinta, cuarenta, un trabajo porque el que ganaban un sueldo por la actividad que desempeñaban y al casarse lo perdían. Pasaban de ser alguien a ser de alguien, de ser indpendientes a ser dependientes. ¿Por qué? Porque sí, por casarse. Ahora, en muchas ocasiones, ese cambio no es automático pero ¿cuántas mujeres dejan de trabajar cuando tienen hijos? Lo dejan o las invitan muy fuerte a dejarlo. Las invitan las empresas, los jefes, unos horarios absurdos, la falta de guarderías, el machismo que considera que una mujer trabaja para entretenerse hasta que tiene una familia a la que dedicarse...y también sus parejas, su entorno y esa mierda de mística maternal que pulula por ahí y que dice que si tienes que elegir, elige siempre la maternidad a tiempo completo porque no hay nada como la familia. Y que una mujer es más si tiene hijos. 

A mis hijas les digo que no se casen y que trabajen siempre. «¿Y si nos toca la lotería y somos millonarias? Entonces podéis dejar de trabajar pero, si no tenéis suerte con el azar, recordadlo siempre no dejéis de trabajar nunca» También les digo que no salgan jamás con un hombre que lleve gorra de visera plana porque nunca se ha visto nada inteligente debajo de esas gorras pero espero que si tienen que elegir un consejo para no seguir, sea el de la gorra y no el del trabajo.  


jueves, 11 de enero de 2018

La Nada adolescente

«Paso a paso, irresistible y silenciosa, la Nada iba penetrando por todas partes, a través de los altos muros negros que rodeaban la ciudad». (La historia interminable, de Michel Ende)

Cuando mis hijas eran pequeñas, sus cenas eran una auténtica tortura para mí, una prueba de supervivencia cada noche. Perdí años de vida y me salieron canas batallando con ellas para que comieran algo. Cuando ya no podía más, a la desesperada, se me ocurrió leerles mientras cenaban y, contra todo pronóstico, funcionó. Les leía historias, libros gordos de más de cuatrocientas páginas y me miraban ensimismadas engullendo la cena tranquilamente. El primero que les leí fue La Historia Interminable. Les encantó y de una noche para otra recordaban perfectamente cada escena, cada personaje, toda la trama. Era magia. 

En aquella historia aparecía un enemigo invisible, algo cuyo peligro no era ser algo sino precisamente lo contrario, no ser nada. Era la Nada. Ellas y yo imaginábamos la Nada como una sustancia gris, una nube, un charco de lodo, una sombra que tapaba la realidad, que cubría poco a poco el reino de Fantasía. Llevo días pensando que la Nada es, en realidad, la adolescencia y sus embates son olas que llegan a la orilla de mi casa, a mi puerta barriendo con su fuerza cualquier entusiasmo, interés o curiosidad que mis hijas tuvieran de niñas. No sé que ha pasado, no sé como luchar contra ello. 

—¿Queréis hacer algo?
—No, nada.
—¿Qué tal en el colegio?
—Bien, nada especial.
—¿Queréis que hablemos de algo?
—No, de nada. 
—¿Alguna novedad?
—Nada. 
—¿Te apetece leer algo?
—Puff, qué rollo.
—¿Ver una peli?
—Qué aburrimiento. 

¿Qué ha pasado con todas sus inquietudes? Todo les aburre, todo les da igual, todo les es indiferente. Languidecer horas y horas parece su mejor plan vital. Una ola les quita las ganas de viajar, otra ola les quita las ganas de leer, la siguiente hace que dejen de tener interés por actividades extra escolares que ellas mismas eligieron.  Por supuesto de vez en cuando algo parece encender una pequeña chispa de alegría, de curiosidad, de interés. Me aferro a esos momentos aunque sean cosas que no entiendo, que no me gustan, que me interesan cero. Trato de avivarlos, como una maníaca me pongo a soplar esa mínima ascua de color, de alegría, de "algo" para que prenda, para que se convierta en una llamarada pero, la mayoría de las veces, se consume rápidamente y volvemos a la gélida nada adolescente, a esa languidez fría y resbalosa que me exaspera y me entristece. Me entristece porque me doy ternurita a mí misma, me acuerdo de mi yo de hace cuatro, cinco, ocho años, llena de vitalidad y energía que llevaba a sus hijas a museos, teatros, representaciones, bibliotecas, talleres, a ese yo que les leía cuentos, les descubría pelis y las llevaba de turismo contándoles historias. Mi yo de aquel entonces pensaba que todo aquello dejaba un poso, construía un sedimento que serviría para que siempre fueran curiosas, tuvieran interés, fueran inquietas mentalmente, quisieran aprender. Ja. Qué mona era y qué inocente. Todas esas horas han sido barridas por la tempestad de la Nada que asola mi casa. Quiero pensar que debajo de todo el agua, de las olas, esos cimientos están aguantando y que resistirán, y en algún momento en el futuro, cuando la Nada adolescente pase, resurgirán erosionados, quizá quebrados pero que aguantarán. 
«—No- dijo con voz profunda y retumbante.- Quiere decir que debes hacer tu Verdadera Voluntad. Y no hay nada más difícil.
—¿Mi verdadera voluntad?- repitió Bastian impresionado ¿Qué es eso?
— Es tu secreto más profundo, que no conoces.
— ¿Cómo puedo descubrirlo entonces?
—Siguiendo el camino de los deseos, de uno a otro, hasta llegar al último. Ese camino te conducirá a tu Verdadera Voluntad.
—No me parece muy difícil- opinó Bastian.
—Es el más peligroso de todos los caminos- dijo el león.
—¿Por qué? - preguntó Bastián.- Yo no tengo miedo.
—No se trata de eso -retumbó Graógraman- Ese camino exige la mayor autenticidad y atención, porque en ningún otro es tan fácil perderse para siempre»  (La historia interminable, de Michel Ende)

Y así paso los días, esperando a que mis hijas sepan qué quieren, qué les gusta, qué les interesa. Esperando a que no les de miedo interesarse por algo por el qué dirán o que lo que quieren no dependa de la moda o de lo que le dicen sus amigos. Esperando que se atrevan a mirar más allá de su adolescencia. En el fondo sé que es cuestión de tiempo, a todos nos voltearon las olas de la Nada adolescente, todos fuimos lánguidos e hicimos de la apatía un leiv motiv y casi todos conseguimos salir y llegar a la playa. Lo que me preocupa es el casi, ¿y si ellas no lo consiguen? ¿y si se convierten en unas adultas insípidas y aburridas? ¿Y si crecen y no me gustan? 

Ten hijos, te dicen.

«Así, pues, lo peor de ser padre es mi sino: ser adulto. No hablo el lenguaje adecuado; no me enfrento a los mismos temores y contingencias y oportunidades perdidas; mi sino es saber demasiadas cosas y sin embargo tener que estar parado, como un farol con la luz encendida, esperando que mi hijo vea el resplandor y se decida a acercarse al calor y la luz que le ofrece calladamente». El día de la independencia de R. Ford.