jueves, 17 de noviembre de 2016

Amsterdam, la ciudad transparente


Visitar una nueva ciudad es como conocer a un nuevo amante. Crees que te gustará, quieres que te guste, vas dispuesto a encontrarle el encanto pero, en realidad, nunca sabes qué pasará. Hay ciudades para visitar, ciudades para ver y ciudades en las que te imaginas viviendo... Amsterdam, para mí, ha sido de éstas últimas. 

Amsterdam es transparente, es todo ventanas, todo puertas. Sus calles, sus casas, sus tiendas, todo dice "ven y entra", "ven y mira", "ven y descubre". Esa vida que atisbas, no, no la atisbas, la ves al otro lado de los enormes ventanales exacerba el gen cotilla que llevas dentro. Pasear por sus calles de noche y poder asomarte a todas las casas te hace imaginar una vida en esos salones, en esas cocinas. En Amsterdam todo el mundo vive en una casa del catálogo de Ikea. Los españoles, que somos ridículos hasta extremos increíbles, pensamos "qué horror, qué poca intimidad, yo no podría", sin recordar que en nuestros bares es posible enterarse de la vida del que está tres mesas más allá charlando con su novia y en un vagón de tren cuando llegas a destino has conocido a todos tus compañeros de viaje y a todos sus interlocutores telefónicos, pero ¡eh!, sin cortinas no podemos vivir. Somos ridículos. Yo sí podría vivir sin cortinas.

Amsterdam es plana. Siempre que viajo a una ciudad completamente llana me visualizo a mí misma como Obelix en "Asterix en Helvecia", haciendo el gesto de mover el brazo para explicar que no hay ni una sola cuesta. 

En Amsterdam todo el mundo va en bici pero no hay mística en su manera de montar en bici, en el uso que le dan. Son bicicletas normales y corrientes, sin alardes, sin motor, sin tres millones de marchas ni ningún extra absurdo. Van en bici pero no son ciclistas. Pedalean tranquilos en sus enormes bicicletas, unas bicicletas que a mí me saben a mi infancia, a paseo y tranquilidad. Nadie lleva casco. 

La catedral de Amsterdam no tiene culto religioso. En el edificio montan bodas reales y coronaciones pero también exposiciones. Ahora mismo hay una que se titula "90 Years Mrs Monroe" y las puertas al templo están cubiertas con enormes fotografías de Marilyn. Es un contraste curioso entrar en una catedral con tu ánimo de curtido visitante de templos y encontrarte una fotografía gigante de Marilyn cubriendo la pared del crucero. Resulta cuando menos chocante pasear admirando 250 objetos que fueron de su propiedad con la audioguía pegada la oreja mientras la escuchas cantar Diamonds are girl´s best friend o el Happy birthday más caliente de la historia y tus pasos resuenan sobre las tumbas de antiguos canónigos catedralicios. Es raro pero mola todo. En Amsterdam he descubierto que laz princezaz no sabían quién era Marilyn, hecho este que me he propuesto solucionar enseguida, en el próximo cineclub de princezaz. 

Amsterdam es Van Gogh y su museo. Es salas abarrotadas pero silenciosas y en las que descubrí una escultura de una adolescente bañándose, obra de Edgar Degas, frente a la que me pasé un buen rato completamente abstraída. Los museos también son como los amantes, nunca sabes qué será lo mejor de ellos, lo que más te gustará.

Amsterdam ha sido Banksy por sorpresa. Una exposición maravillosa que nos encontramos y que ha dejado a laz princezaz con ganas de más. 

A Amsterdam el otoño con olor a invierno le sienta de muerte. Hace un frío intenso. Frío de gorro, frío de "mami, pareces un elfo",  de guantes, botas y bufanda. Frío de agradecer entrar en un bar y tomar algo caliente. Frío de invierno, de mi infancia. Frío de respirar flojito.   

Amsterdam parece estar, por ahora, a salvo del síndrome del parque temático. Hay barcos por los canales pero no he visto el trenecito ese del demonio que marca el comienzo del fin de cualquier ciudad que se precie. Y es una ciudad con vida, con gente por la calle que entra y sale de las tiendas y de las casas y de los bares. Gente que lleva a los niños al colegio, o al parque o que queda en un bar a tomar algo y fumar al calor de una de esas estufas de exterior. Amsterdam es bullicio pero no ruido. 

Amsterdam es quesos maravillosos, panes de llorar de ricos y olor a marihuana en sus calles. Amsterdam ha sido también el sitio en el que explicar a laz princezaz como funciona la prostitución y qué hacían esas mujeres en esos ventanales por los que no quieres mirar.  

Y Amsterdam es sus hombres.  Un festival de hombres guapos, atractivos y estilosos. Madre mía. Pensé que estaba enferma, que mis gafas me nublaban la vista. El porcentaje de hombres guapos, altos, estilosos, atractivos y sexys que hay en Amsterdam es sencillamente asombroso. En cualquier tienda, museo, bar, restaurante, andando por la calle, esperando el tranvía, en el tren al aeropuerto... las vistas siempre son buenas. Jóvenes, maduros, viejos... da igual. Espectacular. 

-Juan, estoy alucinando con los hombres de Amsterdam.
-Lo sé pero no te emociones, creo que no son muy juguetones.

Pues eso, quiero un holandés. Con su cuello vuelto, su gorro, su bici para ir a comprar el pan para el desayuno y su dosis justa de norueguismo.  



martes, 15 de noviembre de 2016

Olvidar lo que escribimos


"Hay cosas que uno no desea publicar, pero que no hace desaparecer. Algo tan candoroso como sentir pena lo impide"

Así comienza el artículo. Levanto la vista del ordenador, dejo de leer y pienso que yo publico casi todo lo que escribo. ¿Casi? ¿Tengo algo escrito que no haya publicado en el blog? No. Tengo alguna cosa sin terminar, algún pensamiento solo abocetado, mil millones de ideas pensadas y un par de ellas completamente decididas en mi cabeza pero que no consigo enfocar de manera que me convenzan o, a lo mejor, me da pereza intentarlo. 

A lo mejor se refiere a cosas escritas ANTES. ¿Qué tiempo es antes? Para Tallón debe ser antes de ser famoso, antes de ser "escritor". Para mí, antes es antes de Cosas que (me) pasan. ¿Tengo algo escrito antes de saber que me gustaba escribir? Sí, tengo un cuaderno mugriento, con tapas negras ya arrancadas, lleno de letra menuda y borrosa que empecé a escribir en noviembre de 1997. Páginas y páginas de letras apretujadas, subiéndose unas encima de las otras, corriendo por llegar a la página por quedarse ahí antes de que se me escaparan de la cabeza. Escritura de la pena y de la borrachera. Entre las páginas hay tickets de metro y recortes y cartas lamentables. Hay un poema a máquina que dice algo de "tus pechos enharinados" y que yo no escribí, sólo recibí perpleja. Ese cuaderno se cerró en junio de 1999 y no volví a escribir absolutamente nada hasta que empecé Cosas que (me) pasan. 
"Escribir es fácil. Escribir bien es muy difícil. Destruir lo que un día escribiste, aunque sea malo, es dificilísimo."
Sigo leyendo y dejo de pensar en escritos y pienso en amantes, en antiguos amores. "Enamorarse es fácil, enamorarse bien es muy difícil. Destruir (aquello) de lo que un día te enamoraste, aunque sea malo, es dificilísimo" leo en mi cabeza. 

¿Recuerdas el nombre de todos los hombres que has besado? Alguien me preguntó el otro día. Contesté que sí... pero es que no. ¿Cuándo los he olvidado? o ¿Cuándo he empezado a olvidarlos? Porque sé quiénes eran y dónde estábamos pero sus nombres han desaparecido de mi cabeza. 
 "Cómo pude escribir esto", se pregunta, y se le escapa una risa floja. Si alguien lo leyese, alguien a quien tuviese en consideración por su criterio, se moriría de vergüenza. "Era poco matarme", se dice."
Mi mente abandona mis cuadernos y piensa en cartas, en mails escritos hace tiempo a destinatarios que han desaparecido de mi vida. Cartas y mails que guardo en un rincón de mi bandeja de entrada cogiendo polvo y sin mirarlos. A veces, por descuido, los veo ahí. No releo porque no me hace falta. Soy Funes el memorioso y sé qué escribí, porqué y cuándo. Sé también cuanto me avergonzaría leerlo ahora. Quizás vergüenza no sea la palabra. Cuando pienso en releer esas cosas sé que lo que voy a tener ganas de hacer es coger una máquina del tiempo, viajar al pasado y darle collejas a mi yo de ese tiempo. 
"A veces la obra escondida ni siquiera es mala. Atesora méritos, vaticina un futuro, compone un puzzle. Pero, oh: el escritor igualmente la repudia. No se identifica con ella. Pasado el tiempo, cree que no muestra al autor que es ahora. No consentiría su publicación ni que dios, o alguien por el estilo, se lo pidiese. Naturalmente, eso no significa nada. Basta que el autor muera, y que el manuscrito caiga en manos desaprensivas que ignoren sus deseos, y el libro inexistente saldrá a la luz."
Pienso en la muerte y en hacer testamento. No tengo dinero, no tengo propiedades, no tengo joyas. Lo único valioso que poseo son mis cuadernos y se los dejaré a mis hijas para que los lean y se avergüencen cuando yo ya no esté, para que sepan quién fui además de su madre y qué pensé que jamás les dije. Pero los mails y las cartas no se los dejaré. Eso morirá conmigo o se perderá en el agujero negro de la red cuando ya no haya quien entre en mis cuentas. 

O quizás no. Quizás algún día, un día de estos, cualquiera, hoy, mañana o dentro de una semana decida eliminarlo todo.   
"Escritor, destrúyelo todo. No mires atrás. ¿Te da pena? Destrúyela también a ella."
¿Es pena lo que me hace no destruirlo todo? No, no es pena. Destruirlo físicamente no serviría de nada si lo hago antes de tiempo. Tengo que esperar y asistir al proceso, al viaje, en el que esos escritos se vuelvan inofensivos, ver como poco a poco deja de importarme lo que dicen y lo que fueron... hasta llegar a un punto en el que darle a eliminar no signifique absolutamente nada.



viernes, 11 de noviembre de 2016

Los jóvenes amantes

I kissed you on the lips once more
And we said goodbye just adoring the nighttime
Yeah, that´s the right time
To feel the way that young lovers do

Los dos son menudos. Ella lleva el pelo largo, castaño claro, anudado sin mucho miramiento un peinado que ya no se lleva y la melena cayendo sin orden, a los lados de su cara. Es un peinado que se llevaba cuando yo era niña, me recuerda a mi uniforme, a mi colegio. Él es moreno, con el pelo muy rizado pero sin efecto Jackson Five. Será calvo con 35 pero aún no lo sabe y, ahora mismo, no le importa. Ahora mismo solo le importa controlar los nervios que se le salen por la boca, por los ojos y por los dedos mientras el metro traquetea y hablan. 

Han entrado delante de mí en el vagón y no puedo dejar de mirarlos. De hecho, no dejo de mirarlos en todo el trayecto y ellos, ni por un segundo, son conscientes de mi mirada. No creo que ni siquiera sepan dónde están o a dónde van. 

Intento adivinar su historia. Ella lleva una camiseta blanca y un jersey gris brillante con un gran lazo a la espalda que sólo intuyo una de las pocas veces que despega la espalda de la puerta del metro. Minifalda, medias negras y zapatillas de lona. En una mano sostiene un plumas y en la otra el móvil. Me fijo que entre la funda y el móvil ha guardado el bonometro. Una chica organizada. Es de piel clara, de dedos largos, uñas cortas y mirada dulce. Los ojos azules. Habla con nerviosismo. No calla. Le cuenta a él una historia ridícula y carente de todo interés sobre  una aplicación que le ha instalado a su madre para contar los pasos que hace en el día. Repite las cosas, las frases y, de pronto, como si se hubiera escuchado a si misma siendo otra persona, se queda callada. Sé lo que está pensando porque yo he sido ella, "¡qué tonterías estoy diciendo, va a pensar que soy boba!"

Pero él no está pensando eso. Para nada. La ha estado escuchando, embobado, dando pequeños pasos para acercarse. Percibe el silencio incómodo que está creciendo, ¡es incómodo hasta para mí! mira el móvil buscando algo que decir, casi veo su cerebro como en Inside Out diciendo "vamos, vamos, vamos... tenemos que decir algo" y contraataca.

–Me han llamado del centro porque mañana hay actividad y quieren que yo me encargue de cobrar la cuota a los que faltan. 

Noto el alivio de ella y su agradecimiento. Se agarra al tema de conversación y comienza a preguntarle: ¿y por qué tú? bueno es que eres muy directo. ¿A qué hora tienes que ir? ¿Te gusta?

Me pregunto si se conocerán del trabajo. No soy capaz de adivinar qué edad tienen. Hace un momento hubiera jurado que no habían salido del colegio pero él le está contando ahora dónde ha dejado el coche aparcado antes de coger el metro para ir a buscarla. 

No hacía falta que vinieras. Podíamos haber quedado en cualquier otro sitio.
–Lo he hecho encantado.

Son tan monos que resultan magnéticos. Él empieza a contarle historias de su familia. Tiene un acento curioso, que yo había interpretado como un suave deje de algún país de Sudamérica, pero no. 

–Mi primo viene de Israel este fin de semana y se queda un par de meses. 
–¿Se queda en tu casa?

¿Israel? ¿Judio? Es un chico guapo, guapo como de la franja de Gaza, quizás sí es judío. A pesar de ser chiquitito es elegante, descuidadamente estiloso, atractivo. Desnudo también debe serlo, mucho. Tiene un cuerpo tenso.  

Mi tío tiene aquí unas librerías

¿Un tío librero? La elucubración sobre ese tío misterioso que desde Israel manda a su hijo cada dos meses a trabajar a Madrid en sus tiendas de libros casi me abstrae de lo que está pasando ante mis ojos. Siguen sin darse cuenta de que les miro. 

Las manos de los dos han dejado de revolotear a su alrededor y están entre ellos. Él roza sus dedos largos mientras le dice:

Mi primo se llama Abraham...

Ella ya no levanta la vista de las manos de ambos. Sus dedos le devuelven la caricia. Primero un dedo se atreve a rozar los de él, tan levemente que, por un momento, temo que no haya sido suficiente y él no lo haya notado y se eche atrás. Pero no, sus nervios están alerta y han percibido esa tímida caricia. Ella se atreve entonces a enredar dos dedos en los de él y después la mano entera. Se aprietan y él da un paso para acercarse más. Ella sigue concentrada en las manos sin levantar la vista. 

¡Vamos! ¡Mírale ya! Dale ese beso que te estás aguantando.

El tren llega a mi estación, tengo que dejar de mirarles, tengo que bajarme. Llego tarde a una cita. Mientras salgo del metro voy pensando que ojalá, mi cita,  sea como la de esos chicos. 




miércoles, 9 de noviembre de 2016

El tablero de mis ideas

"Pensar es pensar cosas distintas, para empezar. La gente que dice “Yo pienso lo mismo que a los dieciséis años” no ha pensado nunca nada. Es imposible que estés leyendo libros, viendo películas, conociendo gente, viajando, y todo para pensar exactamente igual que antes de salir de casa el primer día. Pensar es cambiar." (Fernando Savater)

Desde que, la semana pasada, leí la conversación entre Jonás Trueba y Fernando Savater en Letras libres  no me he quitado estas palabras de la cabeza. (Dejad de leer mis reflexiones y leed esa conversación)

¿Pienso lo mismo que cuando tenía dieciséis años? ¿y lo mismo que cuando tenía venticinco? ¿o treinta y cinco? Mi cambio de ideas, de pensamiento ¿ha sido a mejor? ¿Por qué supongo que pienso ahora mejor que hace, pongamos 8 años? Mejor ¿significa más claramente? ¿Con más criterio? O, sencillamente, ¿es todo esto un pensamiento de autojustificación porque, de manera inconsciente, siempre pensamos que al avanzar en la vida, en la edad, en lo que sea... mejoramos? 

Después me puse a pensar en si esto que a mí me parece tan obvio, el hecho de que no puedes tener las mismas ideas con dieciséis o veinte que con cuarenta es así para todo el mundo. Pensé en gente que conozco desde mi adolescencia y que mantiene exactamente las mismas ideas, las mismas creencias, e idénticas estructurales mentales que cuando íbamos al colegio. Gente que se enfrenta al mundo de la misma manera desde hace 30 años. 

Pensé, después, recurriendo a mi absurda necesidad de ponerle imágenes a todo, que de niños nuestra cabeza es un corcho vacío. Lo que vamos colgando ahí viene dado por lo que nos dicen nuestros padres, lo que nos enseñan en el colegio, lo que nos dicen nuestros amigos. Vamos clavando post-it con pensamientos que realmente no son nuestros, no los hemos generado nosotros. No vienen dados y tal cual nos los entregan los clavamos en nuestra cabeza. Poco a poco nuestro corcho se llena de ideas con las que encaramos la vida. 

Esa gente de la que hablo le coge cariño a esos post-it. Los coloca, los ordena y ahí los deja para siempre. Llega un momento en que tampoco clava nuevos post-it porque ya tiene el corcho lleno, le gusta lo que tiene y no se plantea que quizás podría cambiarlos. Ni siquiera los reordena. Rechaza cualquier otra idea, cualquier otro post-it de otro color. Ya tiene sus ideas y está cómoda con ellas ¿para qué más? 

Otros, creo, llega un momento en que arrancan todo lo que habían clavado. Hacen tabla rasa y cambian por completo de ideas. Detestan todas aquellas que tuvieron de niños, de adolescentes y empiezan de cero. Post it nuevos y relucientes con los que construyen un pensamiento, un sistema nuevo con el que enfrentarse al mundo. 

Creo, sin embargo, que la mayoría de la gente que yo conozco lo que ha hecho con su corcho mental es abarrotarlo de cosas. O eso hago yo si pienso en el mío. Yo no he arrancado las ideas que me vinieron impuestas cuando era niña por la familia que tengo, la época, mi colegio, mis amistades, mis inseguridades, lo que creía que tenía que pensar, lo que pensaba que era correcto. Lo veo todo ahí, muy muy pegado al corcho, tanto que se funde con el propio material. Muchas de esas ideas están ya desdibujadas, casi ilegibles y prácticamente olvidadas, sepultadas por capas y capas de ideas nuevas. Muchas veces me sorprendo recordando, por ejemplo, ¿de verdad yo creía en Dios? Apenas las recuerdo pero sé que están ahí, y sobre esos post-it mugrientos y viejos, que me han acompañado siempre, he ido clavando ideas nuevas, pensamientos, asociaciones. Ahí he pegado lo que sé, lo que he aprendido, lo que he leído, ideas de gente nueva que llegó a mi vida y que se quedó o se marchó, pensamientos adquiridos por mí misma, destilaciones variadas de razonamientos en arabesco lateral que me costaron sangre, sudor y lágrimas. Y, a veces, alcohol. 

Sé que en algún momento, si no muero joven, cogeré mi corcho y lo enmarcaré. Le pondré un cristal y me dedicaré a contemplarlo y como mucho quitarle el polvo que se le vaya acumulando. Creeré tener la razón absoluta sobre todo y cualquier idea nueva me parecerá una agresión que intentará romper ese cristal y mis ideas. 

Mientras tanto mi corcho pesa cada vez más y cada día es más caótico y complejo, pero igual que soy consciente de que voy cambiando de ideas soy consciente de que lo que soy y pienso ahora tiene sus raíces en lo que pensé y fui hace 30, 20 u 8 años. 

Y creo que es importante no olvidarlo, aunque a veces me avergüence.