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domingo, 30 de julio de 2023

¿Te crees buena persona?

 

Todavía no estoy de vacaciones. Me queda una semana de trabajo y estoy exhausta. Las semanas duran al mismo tiempo una década y un parpadeo. Siempre es lunes y, de repente, es un sábado cuyas horas intento estirar al máximo para que, por lo menos, duren un día. Un día en el que puedo dedicarme a creer que no tengo obligaciones. 



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Brujuleando por internet llegué a un estudio que han hecho en Harvard para saber qué factores determinan que vivas más o menos y el nivel de satisfacción con tu vida. Los estadounidenses tienen muchas cosas malas pero una buena que tienen, sin duda, es la apuesta por investigaciones a largo plazo que se financian durante años. En este caso eligieron en 1938 a un grupo de 268 estudiantes de Harvard (lo sé: empezaron mal porque, claro, esos ya eran ricos y con la vida resuelta) y los han seguido durante toda su vida. Ahora mismo quedan vivos 19 octogenarios y muchos de sus hijos que se añadieron más adelante al estudio. La conclusión es tan obvia que hace que me admire aún más el hecho de que hayan encontrado financiación durante casi cien años: vives más si tienes unas buenas relaciones de pareja, familiares y de amistad. Sorpresón, ¿eh? Resulta que lo satisfecho que estés con tu vida de pareja, con los amigos que tienes y con tu familia pesa más en la longevidad que los genes o el hecho de tener familiares que hayan sido muy longevos. 


Cuando uno lee estas noticias es inevitable pensar: ¿Seré yo? ¿Seré yo una de esas personas con relaciones personales satisfactorias que me aseguren una vida larga y agradable? ¿Seré yo? También es inevitable mirar a los demás y pensar «Menganito sí es una de esas personas» o «Fulanito y Zutanita son una pareja increíble, se complementan perfectamente y seguro que llegan a los cien años juntos». Por supuesto, no tenemos ni idea, nunca sabemos como los demás están de satisfechos con sus vidas o sus relaciones. Ni los demás lo saben de nosotros. No sé, creo que en el hecho de vivir muchos años y ser querido y querer hay más suerte que ciencia. 


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Hay muchísima gente que no cree que haya malas personas. Es esa gente que siempre te dice: «bueno, a ver, a lo mejor no le estamos entendiendo o no lo ha hecho con mala intención». Yo no soy esa gente y, de hecho, ese pensamiento me parece de un buenismo rayano en la estupidez. Iba a escribir que esa idea me parece infantil, pero es que hasta los niños dicen de alguien que «es malo». Al igual que creo que hay malas personas opino que las hay buenas y sé con seguridad que nunca nadie dirá de mí: «¿Ana? Buenísima persona». ¿Soy mala? Pues si visualizamos la bondad a la derecha del todo en un eje horizontal y la maldad en el extremo izquierdo de ese mismo eje... yo ni siquiera estaría en el centro.  En estado natural, basal, creo que me escoraría ligerisimamente a la izquierda, hacia la maldad. Por supuesto, eso no quiere decir que me pase el día planeando la destrucción del mundo, ni mucho menos. La educación y el pensamiento están para controlar esos instintos y moverme hacia el lado derecho del eje.  Resumiendo, situación vital: nadando siempre hacia la bondad siendo mala de pensamiento y, alguna vez, de acción.  Dicho esto, conozco buenas personas. De hecho tengo varios amigos cuya primera definición sería: es una buena persona. Y tengo otro amigo que está convencido de ser el tío más encantador y bueno del planeta porque no puede soportar la simple idea de que alguien piense mal de él. ¿Es bueno? Sí. ¿Es tan bueno como él se cree? Ni muchísimo menos. Me he enredado en esta idea de la bondad y la maldad, pero es que es un ovillo complejo. ¿La gente considerada buena lo es por convicción, por instinto o porque no soporta el conflicto? Está claro que la gente mala tolera el conflicto sin problemas, vive perfectamente sabiéndose odiada y esa animadversión no les supone ningún trauma. ¿Es esto una señal de autoestima mayor entre la gente malvada que entre la gente bondadosa? No sé. ¿Todos nos consideramos buenos por defecto? Yo no, ya lo he confesado. Y que conste que no es una confesión que me haga feliz, pero es así. Digamos que soy una persona regular con mis momentos de tocar el cielo y mis momentos de vivir aferrada a un lanzallamas. 


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No sé cómo llegué a suscribirme a la newsletter de The New York Times que se llama Well y que está dedicada a dar consejos para eso, para vivir mejor. A veces lo que cuentan no me interesa nada pero, por ejemplo, el año pasado dieron una serie de indicaciones para mejorar tus relaciones personales. Bueno, no era para mejorarlas sino para que las que ya tienes se conserven y fortalezcan. Decían, por ejemplo, que ahora que nadie quiere hablar por teléfono porque a todos nos da una pereza infinita (y, si lo pensamos, nos limitamos a hablar por teléfono con nuestras madres y por trabajo; es decir, por obligación) tenemos que pensar en recuperar la conversación telefónica con amigos. Lo sé, uno piensa: «buah qué gilipollez», pero no lo es. Si te paras a pensarlo, cuando mandas un mensaje o un email vas directo a lo que quieres contar, pedir o agradecer. No hay espacio para la espontaneidad ni la sorpresa. Sin embargo, en una conversación telefónica el hilo se bifurca, se enreda y se pierde. ¿Cuántas veces, después de hablar con alguien por teléfono, has pensado: «joder, se me ha olvidado decirle no sé qué»? El consejo que daban en la newsletter era quedar con un amigo para hablar por teléfono 8 minutos. Algo como: «Oye, ¿tienes ahora 8 minutos para charlar?». Hacerlo y repetirlo cuando se quiera. Así recuperas el contacto verbal, sabes el tiempo que te va a llevar y lo conviertes en una cita más o menos recurrente que estarás esperando. Lo sé, lo sé: suena regular pero, en serio, es buena idea. En esa newsletter también aprendí otra cosa pero no la voy a contar hoy, a ver si esto va a parecer algo escrito por una buena persona. 

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Ayer me derrumbé en el sofá con el firme propósito de tragarme «lo que echaran». Nada de elegir, nada de brujulear buscando algo en una plataforma, algo «que hay que ver». Me paseé por el universo televisivo y me encontré con El príncipe de las mareas. ¿Cómo debe ser para Nick Nolte verse en esa foto y saber que en esa película tocó el techo de guapura para toda su vida? Se verá y pensará: «Ahí toqué techo y luego ya caída libre». Es una película tristísima y muy bonita. Si consigues abstraerte de las uñas imposibles de la Streisand y de sus continuas dudas capilares entre dejarse llevar por los rizos o plancharse el pelo como una geisha, es una historia de amor preciosa con un final trágico como todas las grandes historias de amor. Él se va y además le dice que no es que a su mujer la quiera más, es que hace la quiere desde hace más tiempo. Una excusa terrorífica, es decirle a alguien: es que llegaste tarde. Él vuelve con su mujer y con sus tres hijas, agradecidísimo de que la Streisand le haya arreglado la crisis de la mediana edad que llevaba encima con sus traumas y todo. ¿Y qué pasa con ella? Pues no lo sabemos, pero es de suponer que se queda destrozada. No sé yo si el «le arreglé la cabecita a éste» será mucho consuelo. El mérito de la película es que, siendo una película de infidelidades, nadie se enfada con nadie y todo el mundo es muy comprensivo. Todos son buenos (menos el marido de la Streisand que, además de malo, es un cretino).

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Turbón y Tuca se están apagando poco a poco. Han sido unos buenos perros, unos perros “buena persona” y han vivido rodeado de relaciones de cariño: así han llegado a los once años y medio.

Los vamos a echar tanto de menos cuando se apaguen del todo.


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miércoles, 10 de mayo de 2023

Podcasts encadenados: de hijas de Stalin, hermanas, chatbots y Dios salve al rey


Si rebusco en mi memoria, sabía desde hace mucho tiempo (quizá desde que leí Tierras de Sangre, de Timothy Snider, o Stalingrado, de Anthony Beevor en mi época de friki enloquecida de la II Guerra Mundial) que Stalin tenía una hija. Que se llama Svetlana es algo que seguro no sabía. Ahora lo sé todo de ella; y su vida y milagros me han tenido enganchada durante buena parte de los dos últimos meses. No sé cómo llegué a Svetlana! Svetlana!, un nuevo podcast de IHeart Media presentado por Dan Kitrosser, pero me lo he pasado en grande escuchándolo. La vida de Svetlana Stalin es increíble: su trayectoria vital, los viajes, las relaciones, sus reacciones son tan descabelladas que si te las presentaran en un guión de cine dirías: «¡anda ya!». Hay un enamoramiento en un espectáculo de ballet, una madrastra tan madrastra que no sé cómo Disney no le ha hecho una película y el propio Kitrosser canta la sintonía. Una fantasía. 


Dan Kitrosser es dramaturgo y llegó a la historia de Svetlana a partir de un libro que cayó en sus manos y que trataba de la vida dentro del grupo Taliesin Fellowship ¿Qué es esto? Una especie de comuna, reunión u organización que se organizó en torno a Frank Lloyd Wright. ¿Qué tiene que ver Svetlana con esto? Pues es que no os lo puedo contar porque os reventaría la historia, pero a partir de ahí Kitrosser reconstruye toda la vida de la llamada «princesa soviética», desde su tierna infancia en Moscú hasta su muerte en 2011 a los 85 años de edad. Kitrosser, para que os hagáis una idea, es una especie de Boris Izaguirre: es inteligente, divertido, ingenioso, con un sentido del humor muy punzante y una fantástica ironía. Es también un poco histriónico y creo que su tono es el contrapunto perfecto para la historia de Svetlana. Son 10 episodios de unos 30 minutos y, aunque es verdad que los dos últimos podrían haberse resumido en uno solo, para cuando llegas allí ya le tienes tanto cariño a los dos (al host y a la protagonista de la historia) que te quedas hasta el final. Por si alguno no lo sabe, IHeart es siempre sinónimo de calidad y de originalidad en los podcasts


De otra compañía que es sinónimo de calidad, The Heart, de Kaitlin Prest, he escuchado Sisters. Los podcasts que hace Kaitlin siempre son un pelín experimentales y no se parecen a nada que puedas escuchar en otro sitio. Su enfoque siempre está pensando para que al escucharlo el oyente piense: «qué diferente». Hace mucho tiempo escuché otro de sus proyectos, The Shadows: una historia de amor mitad ficción, mitad realidad, muy interesante en su concepción y en su visión de la pareja desde dentro de la misma. Recuerdo con especial cariño un episodio contado desde el punto de vista de un jersey; uno de esos jerseys de lana gordos, amorosos y grandes que te pones porque es una prenda de tu pareja y cuyo sentido va más allá de dar calor. Os recomiendo The Shadows si queréis ir un poquito más allá en vuestra escucha, salir de la zona de confort del narrativo de no ficción lineal (y estupendo) y pasar a algo más emocional, más de piel. 


En Sisters, Kaitlin cuenta su historia con su hermana Natalie. La relación entre hermanas puede ser espantosa o maravillosa y entre esos dos estados se puede viajar a lo largo del tiempo para bien o para mal. Yo tengo una hermana increíble, Elena, con la que mantengo una relación de amistad, complicidad, cariño no comparable a ninguna otra, pero no siempre fue así: hasta bien entrada la veintena de las dos (nos llevamos tres años) nuestro contacto se basaba en la pelea constante, la rabia, la envidia, las discusiones. ¿Cómo hemos evolucionado a donde estamos ahora? No lo sé y no lo puedo explicar. Kaitlin y Natalie intentan hacer ese ejercicio de entendimiento en seis episodios desde que eran niñas hasta la actualidad en la que trabajan juntas. El podcast es interesante por la estructura y el reflejo que puede tener en cualquiera que sea hermana, pero pero pero… a partir del episodio cuatro es un poco coñazo. Mi consejo es escuchar los tres primeros o por lo menos el primero. Puede ser una buena manera de acercarse al trabajo de Kaitlin que, como digo, es un paso más allá en el mundo del podcast


¿Qué más tengo para recomendar? Pues confieso que Bot Love, de Radiotopia: otra gran compañía independiente de podcasts que siempre hace cosas interesantes, diferentes. En esta serie de seis episodios de veinte minutos de duración exploran el mundo de la inteligencia artificial y las relaciones que la gente que las usa establece con ellas. ¿Como en la película Her? No, como en la película no. Empiezo por el principio: justo unos días antes de llegar a este podcast me encontré con este artículo en The New Yorker sobre apps que, con inteligencia artificial, sirven a mucha gente para hacer algún tipo de terapia; y aprendí muchísimo sobre este mundo porque a mí, en principio, lo de la IA no me llama nada la atención. Aprendí, por ejemplo, que la primera IA que interactuaba contigo la creó, en los años sesenta, un científico del MIT que se llamaba Joseph Weizenbaum, imitando un tipo de terapia que se hacía por entonces, en el que el paciente hablaba y el terapeuta repetía la información en forma de pregunta. Llamó Eliza a ese programa informático y se quedó horrorizado cuando se dió cuenta de que lo que él había creado como una sátira le parecía a mucha gente útil y se enganchaban a «hablar» con Eliza. Incluso su propia secretaria, que había trabajado en codificar el programa, le pidió un día que, por favor, se marchara de la habitación porque estaba hablando con ella. Es decir, ya desde los años sesenta los seres humanos nos hemos enganchado con las máquinas. Volviendo al podcast, en Bot Love conocemos a muchas personas, estadounidenses todos, que han establecido algún tipo de relación con aplicaciones de IA que les acompañan, les ayudan en su día a día, les sirven para hacer terapia con alguien o algo que les escucha y les da cierto feedback o les hace sentir menos solas. Muchos establecen relaciones con un chatbot que tú puedes configurar a tu antojo: edad, aspecto físico, altura, raza, etc. Julie, por ejemplo, se crea a Navi, que le acompaña en sus días solitarios; y Suzy, sin embargo, crea a Freddy, un cantante de rock más joven que ella con el que imagina vivir en un mundo paralelo en el que recorren el planeta dando conciertos. Antes de que alguien piense que «la gente está chalada», nadie de los que aparecen en el podcast piensa que esos chatbots o las apps sean reales: todos son conscientes de que no hay nadie ahí detrás, que todo son 0 y 1 y no hay sentimientos, pero todos se sienten mejor con esas interacciones. 


¿Recomiendo Bot Love? Sí, rotundamente sí. Es un podcast estupendo, aprendes toda la historia de la inteligencia artificial, cómo hemos llegado a ChatGPT y entiendes sin juzgar. Es, además, emocionante y divertido. 


Para terminar las recomendaciones en inglés tengo un par de cosas: 


  • Menos que de Inteligencia Artificial sé de ballet. No sé absolutamente nada y, lo que es peor, cuando pienso en ballet lo primero que me viene a la mente es la imagen de los bailarines con gran paquete en una escena de Top Secret. Luego ya aparece Mijaíl Baryshnikov y el documental The dancer que, si no habéis visto, os recomiendo muchísimo*. Bueno, pues con ese bagaje me puse a escuchar On point, un episodio de Articles of interest dedicado a las zapatillas de punta de las bailarinas y he descubierto un mundo inmenso de detalles y matices que me ha dejado fascinada. Es de Avery Trufelman, que es una genia del podcasting y a la que le rindo idolatría, pero no lo recomiendo por eso: es que es estupendo.  Recomendadísimo. 


  • La semana pasada, para ambientarme para la coronación de Carlos III, me empapé los cinco episodios que, con el título The cost of the crown, le dedicó el Today in focus del periódico The Guardian. Saber cuanto cuesta la corona les ha resultado imposible de averiguar al equipo de investigación del periódico, pero todas las pesquisas, los informes y todos los datos que sacan a la luz son un escándalo. Que la familia real británica tenga, por ejemplo, una colección de sellos valorada en 100 millones de libras o que decidan según les apetece si un regalo de estado es de estado o prefieren quedárselo es escandaloso, pero lo más indignante es la respuesta permanente de palacio contestando que «es información que no dan». De la escucha de esta miniserie sales gritando de indignación aunque, a veces, solo puedes reir por la desfachatez de esa familia y su institución. En el primer episodio, por ejemplo, intentan saber qué actividades realizaron durante un año los once miembros de la familia real a los que el gobierno británico paga una cantidad de millones de libras por sus compromisos oficiales. Resulta que no hay un registro oficial y «palacio» no facilita esta información. La única manera de saberlo es consultando el registro que un hombre de 91 años lleva haciendo setenta años, recopilando la información que aparece en The Times. El hombre cuenta en el podcast que una vez le mandaron una carta para invitarle a palacio donde amablemente le dijeron que dejara de hacer ese registro. Si escuchando esto uno no se hace antimonárquico o, por lo menos reconoce que su admiración por la monarquía es un vicio ridículo, yo ya no sé. 


Y ahora, si habéis llegado hasta aquí, llegan las recomendaciones en español que, no me escondo, son dos producciones en las que yo he participado activamente. Mujeres que corren, de Cristina Mitre, es un podcast en el que llevo trabajando desde antes de dejarme el pelo blanco, así que eso son más de tres años.  No voy a descubrirle a nadie quién es Cristina, pero sí esta nueva faceta suya haciendo un podcast narrativo de no ficción que le ha costado la vida escribir y locutar, porque no tiene nada que ver con lo que hace habitualmente. Mujeres que corren es un podcast para rescatar las historias que hay detrás del running femenino. Desde las motivaciones de las primeras mujeres que pelearon para correr maratones hasta la invención del sujetador deportivo, pasando por la increíble vida de las atletas españolas de la Segunda República. Todo, además, acompañado por las anécdotas vitales de Cristina que trufan los episodios para darle su sello inconfundible. Son seis episodios y ya tenéis varios disponibles. 


Hay proyectos que llegan a tu mesa un poco de carambola y sin que sepas muy bien qué esperar de ellos. Cuando me reuní hace muchos meses con Nieves Egea y Esther Luque, de Ser Málaga, no sabía qué me iba a encontrar. El proyecto consistía en hacer seis episodios sobre la vida de Picasso antes de que fuera Picasso, cuando era Pablo Ruiz y vivía en Málaga, A Coruña, Madrid, Barcelona y después París (hay dos episodios ambientados en Barcelona). Nieves y Esther nunca habían hecho podcast, son periodistas de radio a muerte y no sabían cómo enfrentarse a este reto. Hice de Mamá Osa y las animé y acompañé en toda la escritura, edición, producción y diseño hasta terminar. Lo más importante de todo esto es animar porque en todo proyecto de podcast hay un momento en el que quieres abandonar, dejarlo porque, total, ¿qué más da? Me alegro de haberlas empujado porque ha quedado un podcast fantástico, narrado a dos voces, lleno de anécdotas muy desconocidas de Picasso, de su familia, sus amigos, sus travesuras de niño, sus enamoramientos, las tragedias que marcaron sus primeros años. La narración de Nieves y Esther se acompaña del testimonio de expertos y familiares del pintor y cameos de grandes figuras como Antonio Banderas, José Sacristán, Luz Casal o José Coronado. Un lujo haber participado en Picasso, la forja del genio.


Y, para terminar, algo inesperado: varias personas me han pedido recomendaciones de podcast en francés, idioma que no domino tanto como para escuchar con soltura, pero mi compañero Manuel Tomillo no tiene este problema y también le encantan los podcasts le pedí varias recomendaciones que dejo aquí para los francófilos. 




Pues con esto ya estaría. Como siempre, si escucháis algo, venid a contármelo: me hará muchísima ilusión. 



*Escribí sobre él aquí. 



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martes, 19 de julio de 2022

Washington roadtrip: la llegada


Como decía ayer, conseguir un vuelo más económico, dentro de la pasta que cuesta un vuelo trasatlántico de diez horas y con maletas facturadas, pasa por pegarte un madrugón que chapotea directamente en el insomnio pero eh, que no se diga que no hago sacrificios por mis hijas. El día 1 de julio a las 3:30 de la mañana nos plantamos en el aeropuerto de Barajas para descubrir que no éramos los únicos pringados del planeta por el madrugón. Eso sí, la sorpresa parecían también tenerla los empleados de KLM de facturación (dos exactamente) ante la aglomeración de gente para facturar. Nuestra sorpresa era entendible pero ¿en serio KLM os pilla desprevenidos que haya mucha gente para facturar vuestro propio vuelo? Joder, que no sois el frutero que no sabe si esa mañana irá o no irá gente a comprar picotas. En fin, el misterio del funcionamento de las compañías aéreas. 

Tras la cola, el control de seguridad que, por cierto, es más exhaustivo en Barajas que en Amsterdam y que en Seattle, a las seis de la mañana despegábamos para el primer vuelo. Mis compañeros de viaje tienen el superpoder de los perros de dormir a voluntad. Se sientan o se tumban y dicen: voy a dormir y se duermen. Es como magia. Por supuesto, yo no tengo ese superpoder y si consigo dormir en un avión es siempre treinta segundos antes de que el sobrecargo te informe de que estás llegando o enciendan todas las luces para darte una toallita que permanecerá en mi bolso hasta su descomposición. Llegamos a Amsterdam sin más sobresaltos que mi incapacidad para dormir dispuestos a esprintar por el aeropuerto de Schipol para coger la conexión. 

Dos días antes de mi vuelo, una tía mía muy adorable pero a la que le encanta dar malas noticias me llamó por teléfono. 

—¿Has visto las noticias?
—No sé. ¿cuales?
—La de los aviones.
—¿Qué aviones?
—Todos.
—¿Qué coño pasa con los aviones?
—Que hay muchísimas huelgas y vais a perder los aviones. Entérate bien.
—Prefiero no enterarme, no puedo hacer nada para cambiar un vuelo a Seattle.
—A lo mejor puedes ir por el otro lado.
—¿Qué lado? ¿Por Seul? 
—Yo solo quiero ayudar. 

El caso es que con esa ayuda llegamos a Amsterdam acojonados y aún nos entró más pánico cuando empezamos a correr y descubrimos que Schipol estaba atestado de gente, como la Gran Vía en el puente de diciembre. El cuello de botella estaba en el control de seguridad con una cola interminable en la que, de vez en cuando, un guarda gritaba: «los que vayan a perder el vuelo que levanten la mano». A nosotros, como buenos ciudadanos comunitarios, nos tocaba el control robótico de seguridad. Pasas un torno, metes tu pasaporte, la máquina lo lee, te hace una foto y comprueba si eres la misma persona. Esto que antes lo hacia un policia en 10 segundos, la máquina se toma sus buenos 60 segundos porque además unas veces te hace la foto solo la coronilla, otra te saca solo la papada y si te has dejado el pelo blanco o llevas gafas cortocircuita, no te reconoce y bloquea la salida. Al cargo de este milagro de la inteligencia artificial había dos policias holandeses, un él y un ella, altos, guapos y rubios y visiblemente más interesados en ligar entre ellos que en liberarnos de la supuesta inteligencia artificial. A pesar de todo conseguimos llegar al embarque a tiempo. 

A Seattle volábamos con Delta Airlines y, como ya comenté cuando fuimos a Nueva York, me sorprende muchísimo que en las aerolíneas americanas la edad media de los auxiliares de vuelo está claramente muy por encima de los cincuenta y cinco años con grandes glorias que rozan los setenta. Además, contra todo pronóstico (yo me veo trabajando cara al público con setenta años y acabo en la cárcel seguro), ese personal no está amargado ni es antipático, parecen disfrutar muchísimo de su curro, sonríen y son encantadores. Nosotros, cuando descubrimos que los elfos que asignan asientos nos habían colocado en una fila de las de salida de emergencia que nos permitía estirar las piernas a placer nos volvimos también encantadores y muy sonrientes, casi parecíamos elfos. 

(Este post va a ser largo...lo digo aquí por si queréis ir al baño, dejarlo para mañana...)

Lo más cerca que puedes estar de vivir el Día de la marmota es volar a Seattle desde Amsterdam. Sales a las 10 de la mañana del viernes 1 y llegas a destino a las 11 de la mañana del viernes 1. Es casi magia sino fuera porque tu cuerpo no lo entiende y exige cosas como dormir o apagarse que no puedes darle. Para intentar sobrellevar esa magia llevábamos drogas buenas (con receta, no os droguéis), pastillitas de las que te funden a negro seis horas y hacen que un vuelo eterno se convierta casi en un puente aéreo. Estas pastillas además siempre funcionan igual. Te las tomas y dices: no me está haciendo nada...y cuando te despiertas han pasado seis horas que no han existido. Magia potagia. En las restantes cuatro horas, por cierto, vi Promising Young Woman que me gustó mucho a pesar de que el sonido dejaba mucho que desear. Responsables de aerolíneas que me leéis, subtitulad las películas aunque sea en inglés porque hay veces que es imposible entererarse de qué están diciendo. En fin, conseguimos llegar a Seattle a tiempo. Con nervios, claro. María, que es muy sabia, me dijo: «Mamá, no te emociones, seguro que Clara no está en la puerta cuando salgamos». Yo, con el tono de madre que he visto que ponen en las películas, le dije: «no seas mala, confía en tu hermana». 

Salimos y Clara no estaba. No os fiéis de las películas. 

Tras una tensa espera llena de mensajes absurdos: «¿donde estais?» «en llegadas». «En llegadas ¿donde?» «Yo que sé, no conozco este aeropuerto». «Por aquí no os veo». «Por aquí, ¿por donde?»...apareció, por fin, mi bruja pequeña con su hermano americano, Santi. Hay, por supuesto, un vídeo del abrazo y de los besos. No, no lloramos. No os creáis todo lo que sale en Tik Tok. 

Venga que solo me ha costado mil palabras llegar a Seattle. 

En Seattle, la ciudad en la que en Anatomía de Grey llueve permanentemente, hacía un sol espléndido. (No os creáis tampoco las series) Del aeropuerto fuimos al hotel Sheraton a dejar las maletas y el coche. Nuestra idea era aprovechar el día paseando hasta la hora de la cena en la que el resto de la familia americana de Clara viniera para cenar todos juntos. Si estuvistéis atentos a lo que escribí ayer, os habréis dado cuenta de que algo no encaja. Ayer dije que Clara iba a una familia de una madre soltera y tres hijas y ahora ya hay un hermano y un padre. 

Clara llegó a su familia asignada en agosto y todo fue bien. Empezó el colegio, las rutinas y obligaciones de la casa y empezaron las fricciones. Problemas de convivencias entre las hermanas que creaban tensiones, poco caso a las dos alumnas de intercambio que se encontraban los fines de semana sin posiblidad de salir a hacer nada porque nadie las llevaba en coche, etc. De todo esto yo era muy poco consciente porque Clara siempre me decía que todo fenomenal y porque ella siempre ve el lado bueno de las cosas. A principios de noviembre la situación llegó a un límite, Clara y la estudiante alemana hablaron con la coordinadora, se organizó el family meeting previsto en el protocolo y la familia, lejos de querer arreglar los problemas, dijo que prefería que se fueran. Buscar una familia, con el curso empezado, en la misma zona para mantener los amigos hechos en el colegio no era fácil. Pero antes de que me diera tiempo a preocuparme y agobiarme y yo soy capaz de hacer esas dos cosas en milísimas de segundo, Clara lo había solucionado y se mudó a casa de su amigo Santi. La familia Stonack, Karen y Mike y Alana, les acogió con los brazos abiertos. Después de meses de mensajes y de mails nos íbamos a encontrar para conocerles y, sobre todo, para darles las gracias por cuidar a Clara. Pero claro, había que hacer tiempo seis horas. 

Seattle no es una ciudad especialmente bonita ni tiene un centro "visitable". Esto que le pasa a muchas ciudades americanas. A esta zona llegaron los primeros colonos en 1850, antes de ayer como el que dice. Obviamente antes vivían innumerables tribus nativas americanas que no construían ciudades y de las que queda poco rastro más allá de unas cuantas reservas con sus casinos correspondientes y algunos nombres topográficos. Seattle-Tacoma-Bellevue (donde vive Bill Gates) es la capital del estado de Washington y está situada entre el lago Washigton y la bahía de Puget Sound y pegada, obviamente, al Pacífico.  En nuestro paseo desde el hotel nos sorprendió el poquísimo tráfico que había (viven 700.000 personas) y aún más los escasos peatones un viernes a las dos de la tarde. Sabíamos que en Estados Unidos todo el mundo va en coche pero en una gran ciudad esperábamos ver más gente en una mañana laborable. Nos encaminamos a la zona de Pike Place Market, un antiguo mercado reconvertido, como pasa también en Madrid, en una atracción turística. Entre los puestos que quedan de pescado y fruta (en uno compramos unas cerezas espectaculares y melocotones deliciosos), se mezclan puestos de ramos de flores bastante feos, otros de antiguedades y muchos turistas. Es un paseo curioso pero poco más. 

Pegado al Pike Place Market está el primer
Starbuck de la historia. ¿Qué interés tiene esto? A mí parecer ninguno pero estoy claramente en minoría porque había una cola espectacular de gente para entrar. Tampoco tiene el más mínimo encanto otra de las grandes atracciones turísticas de Seattle: un callejón completamente cubierto de chicles pegados a las paredes, al suelo, al techo. Es una guarrada monumental que el único interés que tiene es preguntarte: ¿A quién se le ocurrió esta majadería Nosotros pasamos del Starbuks y cruzamos el callejón con rapidez y bastante asco y nos dirigimos a la gran noria porque si estás de vacaciones en la otra parte del mundo, te has reencontrado con tu hija después de un año y en una ciudad en la que, por lo visto, siempre llueve luce el sol en un cielo completamente azul...¿cómo no vas a subir a una noria para celebrarlo? Es casi como si fuera una película. (Recordad..no os creáis...) 

Desde la noria se veía toda la bahía y lo mejor de todo Mont Rainier al fondo. Mont Rainier es el volcán más alto de Estados Unidos, se eleva 4400 metros sobre el mar y a pesar de que se ve desde toda la ciudad está a 87 km de Seattle. Es un monte imponente que no puedes dejar de admirar cada vez que te lo encuentras al tomar una curva, subir por una cuesta o llegar a lo alto de una noria. Es majestuoso y parece, al mismo tiempo, protector y peligroso. Ya volveré sobre él pero la vista desde la noria fue chulísima. 

Nos encaminamos hacia el hotel no sin antes parar en una libreria/papeleria en el que nos volvimos un poco locas. Ahí fue donde empezamos a comprar las preciosas postales y stickers que hemos coleccionado en el viaje. Después de esto las fuerzas empezaban a fallarnos, nuestros cuerpos sabían que llevábamos 24 horas danzando y empezaban a revelarse asi que nos encaminamos hacia el hotel a ver si podíamos descansar algo antes de la cena pero fue llegar y llegar la familia Stonack: Mike, Karen y Alana 

Nos reunimos en el lobby del hotel, en esas mesas con silloncitos que, cuando te alojas en un hotel, nunca entiendes quien tiene tiempo para ocupar. Pues ya lo sé. Mike tiene 63 años y lleva cuarenta años conduciendo camiones para el supermercado Safeway. Si te dicen que tiene 50 te lo crees, es macizo, con amables y dulces ojos azules, un pelo cano que seguramente fue rubio y unas manos como para despedazar osos sin pestañear. Karen es agente inmobiliaria, tiene poco más de cuarenta años y es una de esas personas que con su manera de hablar consigue caldear un ambiente. Alana, tiene doce años y comparte con su madre la belleza y la dulzura pero todavía no lo sabe, una timidez inmensa coloniza, por ahora, cualquier posibilidad de descubrirse. Nos abrazamos, nos besamos, nos presentamos y repartimos regalos. Mike traía para Clara un album con fotos de su año con la familia y cartas que cada uno de ellos le habían escrito. Hay que aclarar que ellos estaban tristísimos por la marcha de Clara y se les saltaban las lágrimas cada vez que hablábamos del año siguiente en España. Nosotros también llevábamos regalos, por supuesto. Una lámina de Madrid, un colgante, una pulsera y luego queso de Mercadona, picos, aceitunas rellenas de anchoa y membrillo. Regalos de calidad. Charlamos sobre Clara, sobre España, sobre la siesta, la comida, la pandemia, los toros, los Sanfermines y cualquier otro tópico español que podáis imaginar mientras hacíamos tiempo para ir a cenar. Creo que hablé de Hemingway pero no me hagáis mucho caso porque mi cerebro ya funcionaba en automático. 

Al restaurante que habían reservado había que ir en coche asi que nos repartimos. Los chavales en uno con Santi (allí se conduce con 17) y los adultos en otro. A Karen y Mike no les gusta Seattle, les parece peligroso. A mí no me lo pareció pero tampoco conozco la ciudad, simplemente no vi gente suficiente en la calle como para percibir peligro. Lo que sí hay en Seattle es muchísimo más homeless que en Madrid. Fruto de su economía, su individualismo y su total falta de red social, cuando alguien pierde el trabajo, tiene una enfermedad mental o sufre una adicción las posibilidades de quedar fuera del sistema son altísimas (el último día del viaje en el Museo del Pop, ya llegaremos a eso, vi una estadística escalofriante: 7 de cada 10 americanos están a un solo cheque de paga de quedarse sin casa). En Seattle los homeless se establecen en campamentos en cualquier sitio, en cualquier calle. No quiero decir con esto que estén en todas las calles, ni siquiera en muchas, pero que hay campamentos montados. Yendo a cenar, por ejemplo, Mike esquivó a un hombre que estaba tirado en mitad de una calle, imaginad la calle Goya, entre los coches que circulaban. Terrorífico. 

En la cena con vistas al atardecer en la bahía seguimos charlando de cosas variadas y de la próxima visita de Santi a España (vendrá a Madrid en agosto para pasar con nosotros tres semanas) y después volvimos al hotel para despedirnos de ellos. Todos lloraron al despedirse de Clara, lloraban desconsolados, tan desconsolados que casi me daba pena que mi hija se volviera conmigo dejándolos abandonados. Es una sensación muy extraña que unos completos extraños, al fin y al cabo nos acabábamos de conocer, quieran tantísimo a tu hija. Sientes algo muy extraño, una mezcla de orgullo, de alegría y, sobre todo, de agradecimiento infinito por el amor que le han dado a tu hija mientras tu estabas en la otra parte del mundo. Sentí que durante este año había estado en el lugar correcto. Por ella y por ellos. 

El agotamiento pudo a la pena y tras despedirnos de todos ellos subimos a la habitación a desmayarnos. Mis tres lirones se durmieron como ceporros sin pestañear. Yo, haciendo honor a la ciudad que me acogía en nuestra primera noche allí, pasé la noche Slepless en Seattle con estas vistas.(A Nora Ephron hay que creersela siempre)




Mañana más... empieza el road trip. 

martes, 13 de abril de 2021

Nat y el empotrador alemán


Voy a empezar recordando, una vez más, que no estoy en contra de los libros malos. No estoy en contra de estos libros pero sí de las alabanzas en las fajas, de que se les den premios y, sobre todo, de que nadie se atreva a decir que son malos. No pasa nada, yo hago unos huevos fritos que son una birria y, por supuesto, no me dan premios ni nadie los halaga pero se pueden comer.  

Un amor es malo pero se puede leer. Y, por supuesto, hay a gente a la que le ha encantado, como a mí mis huevos fritos. 

Spoiler total.   

Un amor se lee fácil y es un crossover perfecto entre Helga descubre el amor en Jutlandia y Atracción Fatal con ambientación en el desierto almeriense.  ¿Difícil mezcla? Puede, pero no imposible en las manos de Sara Mesa que consigue unir las dos historias. O, mejor dicho, las agita pero sin que mezclen bien. 

Nat llega, acosada por algo retorcido y oscuro de su pasado, a establecerse en un pequeño pueblito, La Escapa (atentos a la sutileza del nombre del lugar). El pueblín, como somos españoles y todo tiene que ser intensito, en vez de ser pintoresco, con bonitas casas y verde... es un secarral árido y feo en el que Nat se alquila una casa espantosa, con un jardín asqueroso lleno de tierra reseca y un casero que es un cabronazo. ¿Por qué? Porque Nat ha venido a La Escapa y al mundo a sufrir. Ese es su plan de vida y tú, el lector, no lo entiende mucho pero en fin, a tope con las sufridoras que han dado grandes obras de la literatura. 

En el pueblín para nada idílico Nat conoce a Píter que, como cualquiera que ha visto pelis de sobremesa, sabe que es el personaje que está ahí para que parezca que se van a liar pero que luego resulta ser solo amiguísimo. Píter es hippie (ni un poblacho sin su hippie), lleva el pelo largo porque si no menuda mierda de hippie y hace vidrieras de colorines con cristales reciclados de la basura. ¿Queréis un tópico? Ahí está Píter para cumplir ese papel. Nat se ha alquilado la casa asquerosa porque no tiene dinero.  Lo que tampoco tiene  es muchas ganas de trabajar. Es traductora pero, chica, se pasa horas y horas mirando al infinito y no traduce. Lo intenta unos cuantos párrafos y luego lo deja porque a pesar de no tener dinero, no se le ocurre que, a lo mejor, haciendo un esfuercito y terminando la traducción, consigue dineretes. Ella está entretenida con su vida interior y su perrete, Sieso, que le ha traído el caserocabrón y que está un poco a su bola. Y ahí estamos, como en Jutlandia pero sin colores sobresaturados, ni vecinos bonachones ni buen rollo, aquí todo es un ir y venir de tierra requemada, gente que pasa de Nat y ella preocupada por si ha perdido su atractivo para los hombres cuando Píter no muestra el más mínimo interés en acostarse con ella. 

Un buen día llueve en el secarral. Cae la mundial y, por supuesto, la casa tiene goteras. 

Casero, arréglame las goteras.
Bah, aquí llueve poco.
Ya pero es que se está pudriendo el suelo.
¿Y a ti qué más te da si la casa no es tuya?
Ah vale. 

Porque Nat tiene una personalidad que se caracteriza por no ser una personalidad. No sabe lo que quiere, ni como lo quiere, no dice lo que quiere, no sabe lo que siente, no trabaja, no se cabrea, no se impone. Eso sí, desde su parcela roñosa, mira con displicencia   a los vecinos de al lado con sus hijos, su monovolumen y sus barbacoas. Ella es idiota pero eh, es misteriosa, no como los otros que parece que protagonizan el catálogo de Carrefour.  

Bueno pues Nat decide que, para las goteras,  comprará cubos más grandes y ya está. Un buen día el Alemán, que es un tipo del pueblo que no es alemán pero qué más da, le lleva unas verduras de su huerto y le dice que ese tejado es un desastre.  Por la tarde el Alemán vuelve arreglado pero informal y le dice a Nat «Puedo arreglarte el tejado a cambio de que me dejes entrar en ti un rato». Nat hace «mmmmm» mientras reflexiona sobre qué educadísimo es el alemán usando la expresión "dejarme entrar en ti». Le parece encantador que diga «dejarme entrar» como pidiendo permiso. Nat es una idiota fenomenal, de primera categoría. Lo piensa un poquito y dice que no le interesa y el Alemán se pira. Él no lo sabe, pero el lector sí porque para eso ha visto doscientas treinta pelis alemanas en Jutlandia, esto no va a terminar así. 

Y a la vuelta de publicidad eso es lo que pasa. A Nat le entra un nosequéquéseyo y se va a casa del Alemán y le dice que vale, que le «deja entrar». El Alemán se ducha, se van a la cama y tiene lugar un polvo meramente de mantenimiento para el Alemán y hasta luego, Mari Carmen. Nat ha cumplido su parte y el Alemán al día siguiente le deja el tejado niquelado. Todo bien. Pero no. Porque Nat, la idiota fenomenal, empieza a volverse un poquito paranoica, se pasea por su casa de un lado para otro: ¡Oh,  madre mía!

«Sieso la sigue con la mirada, pero no es una mirada limpia: parece haber un juicio tras sus ojos» 

Para mí, que el perro solo quiere que pare quieta pero...

¿Qué pasa después? Pues lo que tenía que pasar: que Nat se encoña después del polvo de mantenimiento y descubre que El Alemán es un empotrador de categoría monumental, así que se pasa las mañanas sin traducir y las tardes follando lo más grande con El Alemán. Todo va sobre ruedas: tiempo libre y sexo del bueno. Ella está muy muy flipada con el sexo aunque no sé yo si las dos entendemos lo mismo por buen sexo: 

«Desnudos, el uno junto otro, somo dos hermanos. Nat no tiene que perseguir el orgasmo ni arañar con desesperación en los bordes pidiendo clemencia para entrar en sus dominios»  

A mí es que me parece que sexo y hermanos maridan mal. 

Con el Alemán tiene un acuerdo fantástico, nadie ha prometido nada, nadie ha dicho nada pero ella se ha montado en la peli, en la atracción del planeta del amor y quiere que el Alemán le regale flores, le diga amoríos, la pida que se quede a dormir con ella, le cuente su vida... ella quiere el cofre completo con la experiencia Amor intenso y no se da cuenta de que lo que le ha caído del cielo es el pack Sexo plenamente satisfactorio sin complicaciones. El Alemán que sí que se ha leído las instrucciones y la letra pequeña del pack, no se hace líos y ahí está cumpliendo y disfrutando. Aunque empieza a disfrutar menos porque Nat, idiota fenomenal, se pone muy pesada, hecha una plasta. Un día le pregunta «¿te gustaba yo desde el principio?» y cuando él le contesta siendo completamente sincero que no, ella se ofende muchísimo. Nat, hay cosas que no hay que preguntar nunca. Luego se mosquea cuando se entera de que el nombre de la gata del Alemán se lo puso su exmujer, ¿Cómo? ¡Qué tiene exmujer? ¿Cómo? ¿Qué un tío de más cuarenta años no es virgen, ha tenido otras relaciones y no ha descubierto el buen sexo conmigo? Nat está indignada porque ella además del pack Amor intenso sufre el síndrome de la descubridora del "diamante en bruto". Eso que le pasa a bastantes mujeres cuando encuentran a un tío de más de cuarenta años soltero y en vez de pensar que el tío pasa de relaciones creen que es que él no ha encontrado nunca a nadie como ella y que ella es la que ha descubierto esa joya que va a hacer ahora brillar como nadie.  

Nat, la idiota fenomenal, se transforma en una desquiciada. Pero una desquiciada que te da como vergüenza ajena, quieres pasarle la manita un poco por la cabeza y decirle: ale, ale, tranquila... y darle una tortillita francesa de tranquimazines y acostarla a dormir la paranoia.  

Cuando el Alemán consigue trabajo de ayudante de topografía, se indigna. "¿Pero tú has estudiado?"... no olvidemos que Nat es una snob de tomo y lomo, y el Alemán le dice que sí, que estudió Geografía. Y a Nat le parece mal, claro que sí. Ella se había montado su peli de descubro al gañán de pueblo y lo pulo y resulta que ni es gañán, ni de pueblo, ni necesita que nadie, y menos ella, lo pula. 

Con este nuevo trabajo se ven menos y en vez de verse follar y cenar, se ven, cenan y follan y a Nat esto, por supuesto, también le parece fatal. ¿Qué pasa? ¿Ya no la desea tanto? ¿Prefiere comer al sexo? Esto es de primero de relaciones, la urgencia brutal por follar se va acallando porque sino sería imposible vivir, pero en fin... a estas alturas ya has comprendido que Nat no tiene arreglo. 

Nat  va a su casa a deshoras, se agobia pensando que se está liando con la chica de la tienda, le espía en el pueblo que trabaja, le agobia con mil preguntas, el kit completo de "quiero que me digas que me quieres a mí sola, que soy lo más mejor del mundo mundial pero sin tener que preguntártelo y quiero que no hagas nada más que pensar en mí, mirarme, estar conmigo, desearme". 

El Alemán, que es el único personaje de todo el libro con un mínimo de coherencia y mucha paciencia, llega un día en que después de que ella le monte otro show, le dice: lo dejamos, estoy un poquito harto de tu acoso. Y Nat se desquicia, llora, grita, se va a casa y se acuesta y los vecinos de Carrefour le llevan infusiones y Píter le dice que a lo mejor se está poniendo un poco tremenda. Llora más, le da la turra al alemán por teléfono y éste con buen criterio pasa de ella, llora más. Sigue sin trabajar, claro. 

Esto está quedando largo. 

Un buen día consigue levantarse de la cama, se va a dar un paseo pensando muy fuerte y sufriendo aún más y cuando vuelve el perro sarnoso ha atacado a la hija de los vecinos.  Vuelta a encerrarse aunque todo el mundo le dice que tendría que salir a disculparse. Al final sacrifican al perro sieso aunque ella no quería y todo el pueblo la odia un poco por intensa y brasas. Luego a todos se les pasa, llega Navidad y ella otro día sale de paseo a casa del Alemán, se sienta como un personaje de anime en el porche de su casa y pasa horas allí, bajo el frío, el sol, la lluvia y haciendo pis en los arbustos hasta que llega él. Él llega, la deja entrar, ella dice cosas y piensa cosas y se pira pensando que ya no le gusta. 

Fundido a negro. Nat se ha ido a vivir a otro pueblo, a otra cosa más barata y no tan cutre y piensa que aquello que la llevó a La Escapa es el principio de su historia. ¿Qué es "aquello"? Pues nunca lo explican bien pero en resumen: robó algo en su oficina, la perdonaron pero no pudo soportar que la perdonaran y se piró. 

Para cuando llegas al final y comprendes la inmensidad de la idiotez de Nat, crees firmemente que lo que robó, la idiota fenomenal, fue una grapadora para hacerse la interesante. 

A Un amor le doy 3 Pamplonas. ( Siendo 5 Pamplonas el máximo en la escala del horror)