martes, 5 de noviembre de 2019

Lecturas encadenadas. Octubre

Octubre ha sido un mes de lecturas tristes. A veces los libros se encadenan solos, se enganchan unos a otros y aunque al elegirlos de la estantería parezcan no tener nada que ver, al mirar atrás reconoces un hilo que los encadena, que los ata. En este mes los libros que he leído viajan atrás en el tiempo desde un presente dramático, miran hacia atrás intentando recuperar el momento en que todo se rompió. Miran hacia atrás con la esperanza, la que tenemos todos, de ver a nuestro yo del pasado levantando la cabeza de sus tareas y pensando «ey, he sentido algo, como una fuerza que me dice que aproveche este momento que en algún momento lamentaré no haberlo disfrutado».

Empecé el mes con El Colgajo de Philippe Lançon. De este libro, aunque ya nadie lo recuerde, se habló muchísimo en septiembre, se habló en todas partes y me lo recomendaron varios amigos así que cuando lo vi en una librería de San Sebastián lo compré deseando poder atacarlo cuando antes. Atacar es la palabra para enfrentarse a lo que cuenta Lançon porque hay que aguantar el horror, el dolor, el miedo y la obsesión. Es un libro que agota y del que quieres escapar igual que agota cuidar a alguien enfermo.  

El colgajo es un libro en espiral concéntrica o un espejo hecho añicos. Hay un punto central que es el atentado en la redacción de Charlie Hebdo a partir del cual todo se rompe y que se convierte en el eje, en el punto central de toda su vida. Esa ruptura que destroza todo lo anterior se convierte en lo único que importa. No hay nada más allá, nada importa porque todo ha dejado de tener sentido. La vida que Lançon creía segura se ha esfumado y lo único a lo que puede aferrarse es a su dolor, a su agujero, a las operaciones, al colgajo, a los hospitales, al personal sanitario que le atiende, a las rutinas de hospital, a su cirujana, a los policías que le acompañan durante meses para protegerle, a su fisioterapeuta, a su habitación de hospital. Todo lo demás le es indiferente porque todo lo que se encuentra fuera de su dolor es peligroso. Para algunas personas puede resultar aburrido y es verdad que creo que le falta algo de edición ( A Ordesa le pasaba lo mismo y no sé si es que el trabajo de editor no se hace bien o que los autores se niegan a eliminar todo lo que ha salido de su mano) y podían haber recortado algunas páginas pero a mí me ha gustado incluso con sus repeticiones. La obsesión concéntrica me resulta sincera porque alguien que sufre siempre se reconcentra en su dolor, se vuelve adicto a él, se convierte en una obsesión, en una droga y  no lo suelta. Para los demás que lo ven desde fuera puede resultar cansino, enfermizo e incomprensible pero yo entiendo su obsesión como una manera de hacer la enormidad de su tragedia algo manejable. Lançon le da vueltas y más vueltas tratando de entenderlo, de hacer comprensible lo incomprensible para así poder doblarlo, guardarlo y seguir adelante. 

«Uno no se libra del refugio en el que está, no hay forma de destruirlo. Yo no podía eliminar la violencia que me habían infligido, ni tampoco aquella que trataba de mitigar los efectos de la primera. Lo que sí podía hacer, en cambio, era aprender a convivir con ella, a domesticarla buscando, como decía Kafka, la mayor dulzura posible». 

Dice Lançon sobre la gente que le acompañaba «Los otros, por más cercanos que fueran, vivían en un mundo en el que la rueda gira un día tras otro, una cita tras otra. En el mundo en el que el atentado había sucedido sin suceder» y por eso recomiendo este libro, para reflexionar sobre como vivimos creyendo que las cosas que no nos afectan en realidad no han sucedido.  

Malaherba de Manuel Jabois llegó a mis manos sin tener que llegar tras una serie de encuentros desencuentros, quedadas, olvidos,  resacas. mensajes y finalmente una llamada. A Manuel Jabois ni le leía en la prensa, ni le escuchaba (ni escucho) en la radio ni le conocía más que de oídas. Un buen día de enero le conocí en un bar y resultó ser un tipo encantador pero yo seguí sin leerle y sin escucharle en la radio y aparte de algún artículo esporádico no conocía su escritura y no tenía ni idea de qué iba esta novela. 

Como he dicho al principio es otra novela que mira hacia atrás, como el libro de Lançon, escudriñando todo lo que pasó antes de. Tambú, tiene diez años y mira la vida, a sus padres, a su colegio, sus amigos, a los otros niños con los que no se lleva demasiado bien intentando encontrarle el sentido. Quiere entender lo que ve, lo que siente, lo que se dice y sobre todo lo que no se dice pero que todo el mundo sabe. El mérito que tiene la novela y es un mérito descomunalmente grande es conseguir que el tono del narrador sea creíble. Es dificilisimo recrear la voz  y, sobre todo, la forma de pensar de un niño de diez años. Creemos que nos acordamos de cómo pensábamos cuando éramos niños pero no es verdad. Nos recordamos más listos, más sensibles, más enterados del mundo y eso hace difícil recrear de manera creíble a un niño de diez años. No hace falta saber, ni importa lo más mínimo, si las historias que cuenta Jabois le pasaron a él o se las contaron o las ha inventado. Da igual. Lo fundamental es que me he creído a Tambú y sus razonamientos desde el primer momento de la misma manera que me creí ( y volvería a creerme si releyera sus libros) a la Celia de Elena Fortún.  Entendiendo a Tambú recordé a Celia y su manera de ver el mundo. Como en Malaherba en los libros de Elena Fortún los adultos hacen cosas incomprensibles que lo niños tratan de entender porque necesitan un lugar seguro en el que estar, al que pertencer.  Pasar a ser adulto es descubrir que tus padres no saben lo que hacen y aprender a vivir sin seguridad.

«Ser padre consiste básicamente en mentir, desde el primer momento hasta el último se pasan la vida mintiendo».

Jabois ha conseguido con su libro que haya visto el mundo desde abajo, mirando hacia arriba como un niño de diez años, como cuando leía a Celia. Ha conseguido también que me ría porque la historia de Tambú está llena de risa, frescura e inocencia sin ser en ningún momento cursi. Evitar la cursilería es otro gran mérito del libro. Y además Malaherba huele  a sudor y a carteras y a mandarinas a la vuelta del recreo en las escenas del colegio y tiene aroma a niño dormido y tacto de esquijama con dibujos de esquiadores cuando estamos en el dormitorio de Elvis. 

«Querer a la gente es mirarla mucho hasta no saber si es guapa o fe, y que no te importe lo más mínimo». 

Leed Malaherba. Volved a tener diez años.  

En mayo, en la feria del Libro Antiguo compré Retahílas de Carmen Martín Gaite y le llegó el turno ahora intentando leer algo que fuera distinto a Jabois y Lançon. Y Retahílas "suena" distinto porque lo que cuenta lo veo como una peli española de los años 70 aunque de lo que trate sea sobre lo que nos sigue preocupando a todos: el desarraigo, la imposibilidad de conectar con tu familia, el miedo al amor, la inseguridad, el luto. La novela se organiza en largos monólogos (me pregunto si nunca se ha hecho obra de teatro)  de dos personajes, tía y sobrino,reunidos en una casona familiar en la que hace años que ninguno de los dos ponía los pies. A través de esos monólogos conocemos su historia y la de toda la familia. A ratos, sobre todo al principio y en las historias de la tía, se me hizo un poco pesado porque no conseguía conectar con ella como personaje y no sabía que quería contarme. Después fui entrando en la historia poco a poco y al final me quedé con ganas de más, con que la historia no terminara.  

Martín Gaite es una escritora inmensa, increíble de lo buena que es.   

«Se dice: «me empeñé en olvida a Fulano y lo conseguí», mentira, el olvido rige sus propios laberintos y nunca nos enseña el secreto de unas reglas que ni él mismo conoce, es dios autoritario y caprichoso y nunca lo sabremos de antemano si va a concedernos sus favores ni la ración de espera y de paciencia que aún nos destina para consumir; «conseguí olvidar», sí, a veces se dice, se apunta uno ese tanto incluso con cierta convicción, ¡qué jactancia adornarse con plumas de un dios tan arbitrario!, mientras él no aba puertas a nuestro cautiverio porque le de la gana y cuando se la de, no pasan de ser muecas los amagos de escape que exhibamos; descenderá el hastío cuando lo tenga a bien ese jefe supremo e invisible, y puede no querer, te lo digo Germán, no querer nunca; si no quiere es inútil» 

Y con esto y un trancazo monumental que me hace sospechar que lo mismo nada de lo que he escrito tiene sentido, hasta los encadenados de noviembre.  




viernes, 1 de noviembre de 2019

Mi padre. De primeras y últimas veces

«Papá cantó, fue la primera vez en mi vida que lo oí cantar. Ahora a veces me pregunto cuándo fueron las primeras cosas de todo. El primer recuerdo que tengo de mamá y de papá, por ejemplo, no lo tengo. Podría pensar: es que era muy pequeño. Pero crecí: fui niño después de bebé, y tuve capacidad para recordar la primera vez que les vi la cara y la retuve. Yo recuerdo perfectamente la primera vez que vi a Elvis o a Claudia, ¿por qué no a mamá o a papá, o a Rebe? Quizá porque estuvieron siempre, y de los que estuvieron siempre no hay primera vez, solo una vez continua, o ese consuelo tenía yo».  (Malaherba, Manuel Jabois) 

Esta es nuestra primera vez juntos. Yo, como el protagonista de Jabois, no me acuerdo de cuándo vi a mis padres por primera vez. Nunca había pensado sobre esto, me sorprendió al leerlo el otro día y recordé que tenía guardadas estas fotos. Y he vuelto a mirarlas para descubrir a mi padre en el momento en que se convirtió en padre. Yo no recuerdo conocerle, verle por primera vez, pero supongo que él siempre recordaba este momento, el día en que me conoció y se dio cuenta del lío en el que se había metido. La corbata, la camisa amarillo pálido, la chaqueta de lana abrochada hasta arriba, la cama de barrotes, yo envuelta en toquillas y jersey tejidos a mano. 

Me gusta su sonrisa a cámara mientras yo, en brazos de mi madre, berreo a gritos.  Es la sonrisa que ponía siempre en todas las fotos. Sonrisa de pícaro, de «yo he venido aquí a disfrutar de la vida», de  «soy encantador». Pero me gusta aún más su mirada de angustia cuando creía que no le estaban mirando. La cara de «eso es mío y a ver qué hago yo ahora». Es una mirada en la que se mezcla el miedo, el agobio, la ternura y el vértigo por el futuro. 

«De los que estuvieron siempre no hay primera vez, solo una vez continua» escribe Jabois. Le doy vueltas y me doy cuenta de que es un pensamiento de hijo, no recuerdo la primera vez que vi a mi padre pero sí recuerdo la primera vez de mirar a mis hijas y sentirme como él en estas fotos. Creo que él, veinticuatro años después de esta foto, cuando murió, no pensaba en la última vez que me vería a mi o a mis hermanos o a mi madre o la luz del sol. Y en eso nos diferenciamos porque el hecho de que él se fuera tan pronto y tan de repente me hizo, y me hace cada día, ser terriblemente consciente de que puedo desaparecer mañana mismo, esta tarde, dentro de un rato. Y dejar de ver a mis hijas. 

Él supo que era  la primera vez que me veía. Yo no.
Él no supo que era la última vez que me veía. Yo sí lo sé. 

Jamás había pensado esto. Veintidós años después sigo descubriendo cosas.

*Mi madre, esa adorable jovencita de las fotos, cumple hoy 75 años.y estamos de celebración. El 1 de noviembre es un día rarísimo.


jueves, 31 de octubre de 2019

Si no te gusta el deporte no te sientas culpable, únete a mí.

A finales de mayo cerraron la piscina a la que voy a nadar e influida por todas esas campañas de muévete, haz ejercicio, no querrás morir de obstrucción arterial, decidí que tenía que hacer algo. Barajé varias posibilidades, entre ellas la de morir de obstrucción arterial pero feliz pero ,al final, me decanté por descargarme una aplicación de esas de hacer una tabla de ejercicios. 

Junio, julio, agosto y septiembre repitiendo la tabla del demonio intercalada con ejercicios solo de "abdominales avanzados" casi todos los días. En octubre tres días de piscina y el resto  la maldita tabla. Yo creo que en cinco meses de tortura casi diaria ya debería estar notando todas las bondades que supuestamente el ejercicio físico procura. Y NO LAS NOTO. Sí, tengo las piernas más duras, los abdominales más fuertes y no me cuelga nada de los brazos pero ¿me siento eufórica tras el ejercicio? ¿Pienso en mi tabla como un momento espiritual de comunión con mi cuerpo? ¿Deseo con todas mis fuerzas hacer mis ejercicios? No, no y no. 

Quiero que me toque la lotería para dejar de trabajar y me encantaría que hubiera alguna clase de sorteo o píldora o sortilegio mágico al que pudieras jugar y el premio fuera estar en forma sin tener que hacer deporte. «Pero te gusta  nadar». Sí, pero también me gusta mi trabajo y si me tocara la lotería ni siquiera llamaría a decir que no pienso volver. Si existiera ese premio de estar en forma sin mover un músculo no creo que volviera a ponerme un gorro de natación en mi vida. 

Entiendo que haya gente a que le guste hacer deporte, también hay gente a la que le encanta su trabajo y gente que no sueña con jubilarse pero yo no estoy en ninguno de esos grupos. Odio el deporte, me resulta desagradable, cansado y, sobre todo, creo que está mal planteado. Si se trata de enganchar a la gente a hacerlo, la premisa no debería de ser «ten paciencia que con el tiempo te gustará» que en mi caso se ha demostrado una premisa completamente falsa. La premisa debería ser que según empezaras con el deporte, el primer día, te diera un subidón como un chute de droga que hiciera que te engancharas sin remedio a ello, que te convirtiera en una yonki de tu tabla de ejercicios o del gimnasio. Pero no funciona así ni de coña. Cuando dejé de correr, cuando recuperé la cordura y en medio del Retiro me paré y dije «¿Qué estoy haciendo con mi vida?» supe que jamás volvería a correr y así ha sido. Esto de la tabla de ejercicios y la natación no voy a dejarlo porque en el fondo no me quiero morir por obstrucción arterial pero tiro la toalla, voy a dejar de perseguir el santo grial y la zanahoria de "sigue que al final te gustará» No me va a gustar nunca, jamás. El deporte para mí es como el aceite de ricino de las novelas infantiles de mi infancia, un castigo, una tortura, una obligación.

Vengo, como Loreta, a reivindicar que el deporte puede no gustarte y que no pasa nada. Basta ya de elevar el deporte a los altares. Acabemos ya con la hagiografía deportiva. Hasta que no inventen un sorteo en el que te toque vida sana sin moverte hay que seguir haciendo deporte por obligación pero no tiene que gustarnos. Hacer deporte no te hace mejor persona ni te conecta con el planeta más que leer, cocinar o pasear escuchando podcasts. 

Si no te gusta el deporte no te sientas culpable, únete a mí. 


viernes, 25 de octubre de 2019

Tardes de domingo

Vincent Mahé
El domingo por la noche pensé que quería escribir sobre las tardes de domingo de otoño, cuando se hace de noche y estoy en casa escribiendo, haciendo mis deberes de inglés y cocinando. Cuando en mi casa huele a plancha y ducha. Quería escribir sobre como toda la semana intento organizarme para tener la tarde de los domingos libre de escritura, de deberes y de cocinillas y nunca lo consigo. Quería escribir sobre las tardes de domingo que nunca son como a mí me gustarían pero que aún así me gustan más que las tardes de sábado, por ejemplo. Las tardes de sábado son siempre sorpresa, hay cosas que hacer, sitios a los que ir, películas que ver, sobremesas a las que sobrevivir, siestas de las que es imposible recuperarse hasta el día siguiente o viajes que disfrutar. Las tardes de domingo son casa, a mí me gusta que sean casa y quería escribir sobre eso, sobre la sensación de seguridad que me dan, de calma, de paz pero no me dio tiempo. Tenía sueño, estaba cansada, quería leer. Empecé la semana echando de menos el domingo y  quería escribir sobre eso pero me ha atropellado la semana: he saltado de un día a otro, corriendo entre Madrid y Toledo, entre mi cocina y mil reuniones, entre mi casa y grabaciones, en coche, en metro, andando. Escribí sobre mi odio al recuérdamelo después de asomarme al cuarto de mis hijas por enésima vez a preguntarles con ese tono de voz dulce y aterrador que uso de vez en cuando por qué no se les había ocurrido poner el lavaplatos cuando lo habían llenado hasta arriba: «No no los has recordado» . Escribí sobre eso cuando lo que quería era hablar de mi casa a media luz, un domingo por la tarde, oliendo a caldo y sin rumor de tráfico. Pero no me dio tiempo porque últimamente me encuentro, por primera vez en mi vida, diciendo eso tan adulto de «no tengo tiempo para nada». No me había pasado nunca, esta sensación de ir corriendo siempre, de querer hacer cosas y llegar al final del día y tenerlas que poner mentalmente en la cuenta del día siguiente. Me meto en la cama, leo un buen rato, apago la luz y pienso en esas cosas y me duermo pensando que lo que echo de menos es la calma. Y recuerdo a mi amigo Fran, que no lee este blog (como el 90% de mis amigos) y que una vez, cuando éramos universitarios, me dijo que él para ponerse a estudiar necesitaba saber que tenía por delante por lo menos cuatro o cinco horas disponibles, que contar con ese tiempo le garantizaba que sacaría dos horas como mucho de estudio efectivo y que lo demás eran minutos y horas necesarias para calentar. Me pareció una idea brillante (que él probablemente no recuerde) y que refleja muy bien lo que me pasa. Llevo días queriendo  escribir sobre lo que me gustan las tardes de domingo, porque son un refugio seguro en el que siempre espero encontrar esas cuatro o cinco horas de calor y tranquilidad. Y escribo ahora sobre ello, tarde y mal, porque estoy llena de nostalgia anticipada por la tarde de domingo que esta semana no será porque me toca trabajar. 

Las tardes de domingo me amansan y por eso viviría eternamente en ellas, en un limbo de calma que no acabara nunca. 



martes, 22 de octubre de 2019

Recuérdamelo

Oigo esa palabra y me sale un sarpullido. No lo soporto. Me saca de mis casillas. «El día tal es la cena de Pepito» o «El martes hay que ir al médico» o «El día 15 hay que presentar un informe» y me contestan: 

Recuérdamelo. 

No, no te lo recuerdo. No soy tu secretaria, ni Siri, ni Google Calendar ni un puto post it amarillo que tiene que pegarse a tu frente para que te acuerdes. 

«Recuérdamelo» es la frase que dice alguien a quién no le importa una mierda lo que le estás contando, diciendo o pidiendo bien porque no le interesas, porque te considera una piltrafilla poco digna de ocupar sus GB de memoria con tus cositas, bien porque considera que su masa gris es demasiado valiosa para gastarla memorizando lo que le cuentas o bien porque a lo que le estás pidiendo te va a decir que no pero no tiene las narices de decírtelo a la cara. Si son tus hijos los que te dicen «recuérdamelo» su estrategia es distinta, esperan que así te des cuenta de que no existe ni las más remota posibilidad de que hagan aquello que les has pedido pero tampoco tienen narices de decírtelo. 

«Recuérdamelo» es «no me importa una mierda lo que me estás contando». Es «mi tiempo vale oro pero el tuyo no vale una mierda así que piérdelo en decirme las cosas veinte veces». Es «no voy a recordarlo porque tengo clara la idea de que lo hagas tú, no pienso encargarme de eso». Es «soy un impresentable y no te respeto una mierda». 

El que dice "recuérdamelo" jamás tiene intención de acordarse. Yo antes era de las que "recordaba" a los demás, pobres, para que no olvidaran. Ahora lo digo una vez y  si me contestan "recuérdamelo" siempre contesto lo mismo: tururú. 

Todos podemos olvidar cosas, yo olvido cada vez más. Pero olvidar es involuntario (ojalá fuera algo voluntario, eso sería maravilloso), se olvida sin querer, sin darte cuenta. Tenías intención de acordarte de lo que fuera: de la cita, del compromiso, de la tarea, del cumpleaños y por lo que sea lo has olvidado. Y cuando lo olvidas, pides perdón. Los de "Recuérdamelo" cuando olvidan algo dicen: «la culpa es tuya por no recordármelo» o sonríen y dicen «es que soy como Dori». No, Dori quiere recordar, tú no has hecho ni el intento. 

«Recuérdamelo» es la pelota de goma que te dispara alguien a quién no merece la pena decirle nada. 

miércoles, 16 de octubre de 2019

El me llevo / no me llevo del adolescentismo


Este es un nuevo post sobre adolescentismo y sus cositas. Lo advierto antes de empezar, como hacen los podcasts americanos con las palabrotas y el sexo, por si alguien quiere dejar de leer y no sentirse ofendido porque no escribo lo que le gusta. 

—En este post hay muchas tonterías y nada muy interesante así que maneje con cuidado sus expectativas—. 

Mis adolescentes tienen muchos amigos o pocos, no sé cual es la media de amigos en general pero ellas parecen tener, en cualquier caso, suficientes como para estar entretenidas y tener planes con una asiduidad que a veces me parece excesiva. Tienen amigos en el colegio, en el equipo de fútbol, amigos de campamentos, amigos de amigos y amigos que son hijos de amigos nuestros, de sus padres. Tras meses de observación y charlas interminables y muy muy confusas he aprendido como esos amigos (que ya veremos que no todos se pueden llamar así) se clasifican. 

Para empezar he aprendido que la gente, se clasifica no por si te cae bien o mal, sino por "me llevo o no me llevo". 

—¿Conoces a Pepita? 
—Sí pero no me llevo. 
—Bueno, pero ¿qué tal te cae? 
—No lo sé, no me llevo. 

Es una expresión curiosa porque parece dejar fuera los juicios de valor a priori. En mi época éramos más de «no la conozco pero me cae mal». Ahora nadie te cae mal o bien, simplemente te llevas o no te llevas. 

Si no te llevas, no hay más que hablar. No te llevas parece un estado absoluto de no amistad ni contacto. 

Si te llevas la cosa se complica muchísimo. Para aclararme he decidido imaginármelo como una escalera en la que vas subiendo escalones según cuánto te lleves que no como. Veamos: 

Si te llevas un poco, digamos eres compañero de clase o de curso o incluso de colegio, te saludas solo en entornos muy restringidos y circunstancias muy concretas. Te puedes llevar lo suficiente para hablar durante el año en el que compartes clase pero que ese suficiente no lo sea para saludarte por el pasillo al año siguiente cuando has dejado de estar en la misma clase. Ahí desciendes a no llevarte. (Se me ha olvidado aclarar que la escalera del "llevarse" se sube y se baja con facilidad)

Un caso más complejo de llevarte. Tú estás en 3º ESO y te llevas con uno de 4º de la ESO, te llevas lo suficiente para charlar por los pasillos pero si el de 4º de la ESO está con uno de cuarto con el que no te llevas, eso anula tu "me llevo" y entonces no te saludas. Si tu vas con dos amigas que también se llevan con el de 4º, sois tres "se llevan" contra un "no me llevo" así que también le saludas.  Lo sé, lo sé, es complejísimo pero ellos lo manejan con soltura. 

Si te llevas bastante charlas con el otro, haces bromas, te conoces pero solo en ese entorno concreto: 

—Hoy me he encontrado con David.
—Ah, ¿el novio de tu amiga Carmen?
—Sí.
—¿Qué te ha dicho?
—¡Nada! ¡No he hablado con él!
—¿Por qué?
—Porque no me llevo.
—¿Cómo que no te llevas si es el novio de Carmen y estáis en el mismo curso?
—A ver, me llevo de hablar en el cole y tal pero por la calle, no.  

Más confusión. 

Si te llevas muy bien en clase, pero vamos fenomenal podríamos pensar que eso da paso a abrir la relación al exterior pero no. Solo os comentaré que este año, en la playa, llegamos nadando a una de esas plataformas llenas de trampolines y demás y al encontrarnos allí con un "nos llevamos mucho" de una de mis hijas asistí a una coreografia de "no nos hemos visto, ni sabemos quienes somos" por parte de los dos que me dejó ojiplática. Él acabó tirándose al agua y alejándose nadando hacia la orilla dejando a sus amigos con derecho a saludo en la plataforma.  

Si te llevas muchísimo hablas por wasap, te saludas por la calle si cruzáis miradas y puede que si las circunstancias se mantienen estables des el salto final que te lleva directamente a la categoría: amigos. 

Alcanzar la categoría de amigo es alcanzar la tranquilidad: te puedes saludar en cualquier entorno, puedes hablar de todo, conocer a los padres, a los hermanos, visitar la casa del otro. Ser amigo es sobre todo cómodo. Por fin puedes relajarte. Todo lo demás es muy confuso y, para mi gusto, agotador. Pero no os confiéis, recientemente he descubierto que se puede (aunque es raro) pasar de estar en la categoría «amigo que come yogur en la cocina de mi casa» a «ya no nos llevamos».   

Mi consejo, no os encariñéis con los amigos hasta que hayan pasado años.  

Nota final: el subir o bajar en el me llevo no tiene nada que ver con caerte bien o no. Alguien te puede caer fenomenal pero permanecer para siempre en el "me llevo de no saludarte por la calle". 


jueves, 10 de octubre de 2019

El No absoluto

No quiero compartir coche. No quiero tener que trabajar contigo más que lo estrictamente necesario. No, no me caes bien. No, no creo que seas una buena persona en tu casa. No, no voy a ir. No me apetece. No. No.   

«Es más bien el repentino destello interior cuando uno ve algo o se da cuenta de algo: un destello repentino o lo que sea que marque una epifanía o un descubrimiento. No es simplemente que suceda demasiado deprisa como para que uno pueda descomponer el proceso y ordenarlo en forma de idioma inglés, sino que sucede a una escala en la ni siquiera hay tiempo para ser consciente de ninguna clase de tiempo en absoluto en el que esté teniendo lugar el destello: lo único que uno sabe es que hay un antes y un después, y que después uno es diferente». (Extinción, David Foster Wallace) 

Hay dos cosas importantes que da la edad: tener cristalino lo que no quieres y manejar el No absoluto. Saber lo que no quieres es una sensación nueva. Nos pasamos la vida pensando en qué queremos: qué quieres estudiar, qué quieres trabajar, qué vida te gustaría llevar, si quieres tener pareja o no, qué tipo de pareja, qué tipo de vida, qué tipo de persona quieres ser. Un agotador torrente de decisiones encaminadas a dejar claro lo que quieres, tus deseos, tus aspiraciones, tus metas. Y, de repente, un buen día descubres que en realidad no sabes qué quieres pero, sin embargo, eres muy consciente de lo que no quieres. Con ese nuevo conocimiento te enfrentas a la vida con otro punto de vista y descubres que el NO es poderoso. 

«A él la dureza no le da miedo, lo que lo asfixia es este agobio de hacer todo aquello en lo que no crees, y no hacer nada de lo que quisieras hacer, de lo que sabes que, si hicieras, acabarías siendo lo que tú eres, dando de ti lo que estás convencido de que, con el viento a favor, puedes dar». (Crematorio Rafael Chirbes).

Decir No sin explicaciones, sin coletillas requiere entrenamiento. Las primeras veces da miedo, da pudor, está mal visto decir que no, se puede decir un «a lo mejor», un «puede», un "me encantaría pero" que no son más que No disfrazados de hipocresía pero el No contundente provoca rechazo, o mejor dicho, sorpresa. ¿No?

No.  

El No absoluto es tu aliado, aprendes a usarlo sin vergüenza, sin disimulo. Lo blandes como una espada por encima de tu cabeza y con él asestas golpes a diestro y siniestro con la precisión del Pirata Roberts. La alegría y precisión con la que manejas el No te salva de intercambios agotadores porque aprendes que ante un No disfrazado la gente no se rinde. «Pero, ¿por qué?», «pero ¿le darás una vuelta?», «pero ¿a lo mejor sí, no?». Un No rotundo lanzado en la conversación o escrito en un mail paraliza, aplasta, congela. ¿No vas a dar explicaciones? 

No.