lunes, 7 de octubre de 2019

Cosas que (me) sacan de quicio de los restaurantes modernos

Llamadme vieja, llamadme retrógrada, llamadme absurda pero no soporto los restaurantes modernos y cuquis, esos restaurantes con grandes ventanales, espacios amplios y decoración blanca que sirve igual para venderte una limpieza dental, un gintonic de diseño, ropa de algodón 100% ecológico o una experiencia gastronómica. Esos restaurantes en lo que todo es ridículo. 

1.- Conseguir mesa. No se te ocurra pasar por la puerta y asomarte a pedir mesa. Te miraran como si fueras una piltrafa humana que no merece ni comer en el felpudo de la puerta. «¿Tiene reserva?» te escupen como si te estuvieran preguntando: «¿se ha duchado esta mañana?» Podrían decirte directamente: «No, no hay mesa» pero no, prefieren dejarte claro que en ese restaurante no hay espacio para la espontaneidad, todo está medido y tú sobras. 

Si has decidido reservar, los pasos a seguir y la información a proporcionar es más o menos la misma que para sacarte un billete de avión a Estados Unidos.Después tienes que re confirmar veinte cinco veces que sí, que quieres la mesa. Los que más me sacan de quicio son los que el día de la reserva te mandan un sms, un whasap y un correo para asegurarse de que sí, que vas a ir. Además te amenazan poco menos que con la siete plagas del Apocalipsis si osas a no aparecer. Ahora mismo, en Madrid, creo que es menos peligroso dejar de pagar una letra de la hipoteca que saltarse una reserva en un restaurante moderno.  

2- La entrada. Llegar a un restaurante moderno y cuqui es como viajar en el tiempo al Antiguo Régimen y no me refiero a 1950, hablo de la Edad Media. En un restaurante moderno hay una pirámide de poder con distintos estamentos. En la cumbre de la pirámide está el dueño al que casi nunca se le ve pero que siempre sale en los suplementos culturales y en los periódicos diciendo gilipolleces como «en nuestros restaurantes somos una gran familia» que se parece muchísimo a «todo con el pueblo pero sin el pueblo». Por debajo están el o los encargados de sala. Se les reconoce porque llevan pinganillo. ¿Para qué? Para nada, para hacerse los interesantes y para que quede claro que ellos no son eso tan antiguo como un maitre. Ellos no están allí para darte un servicio, para que tú estés a gusto, ellos están allí para controlarte, para vigilarte a ti y a los camareros que sois la plebe. Los jefes de sala con sus americanas ceñiditas y sus pantalones strech son los aristócratas. ¿Qué hacen? Nadie lo sabe pero ahí están. Después está la chusma, los camareros que van y vienen cargando con los platos, tomando las comandas en modernísimos cacharros electrónicos que seguro que controlan los tiempos y los pasos que dan. Es fundamental que el camarero de a pie no pare de moverse de un lado a otro. Fijaos bien. Yo creo que si se paran un momento los eliminan. Hay un estamento aún más bajo que son los trabajadores de la cocina. Nadie los ve pero están ahí, estos sí llevan uniforme: los visten de negro para que parezcan modernos y a veces los ves si bordeas el restaurante fuera de los horarios de comidas porque los dejan salir a fumar a la acera.  

3.- El guardián de la puerta. Puede ser un el o puede ser un ella. Su función es hacerte de dudar de la vida. Te mira con tanta suspicacia que a pesar de haber reservado, confirmado y reconfirmado, cuando dices «Tenía una reserva a mi nombre» estás convencido de que va a mirar el ordenador, va a sonreírte mientras te dice «lo siento» y apretará un botón que abrirá el suelo y te tragará. 

Cuando finalmente dice «Bienvenidos» estás tan aliviado por haber salvado la vida que la comida ya te da igual. 

4.- El atrezzo.  ¿Sillas cada una de su padre y de su madre porque somos modernos? Bien pero que sean cómodas. Potros de tortura fuera por muy pinterest que sean. ¿Qué les pasa a los restaurante modernos con los manteles? ¿Por qué se niegan a usarlos? Es una auténtica marranada no usar mantel. Sí, cuando llegas los cubiertos están sobre la servilleta pero ¿qué hago con ellos cuando me pongo la servilleta en el regazo? ¿Dejarlos encima de la mesa? Encima de esa mesa que seguro que ha limpiado una bayeta que ha pasado por otras mesas limpiando restos de otra gente. No soy escrupulosa pero los manteles tienen su sentido. ¿Los queréis modernos? Bien, tejerlos con restos de plásticos para salvar tortugas o con las colchas de vuestras abuelas, pero ¡poned manteles! ¿Y las fuentes? Sinceramente dedican más tiempo a sorprender con las fuentes que a pensar en la comida. Me imagino las tormentas de ideas:

-¿Qué ponemos de postre? 
-Da igual pero sirvámoslos en sartencitas pequeñas.
-Pero si son fríos. 
-Da igual, son cuquis y sorprendentes. 
-Vale, ¿y los tacos?
-En un tronco cortado con los tacos encajados en los cortes. 
-¿Estás de coña?
-Para nada, soy moderno y sorprendo.  
-¿Y la cuenta?
-¡Oh! ¿la llevamos en un bote de chuches que parezca antiguo aunque lo hemos encargado en China en el que haya que desenroscar la tapa y abrir la cuenta como si fuera un mapa del tesoro? *
-Hecho. 

Y así con todo. Un festival de recipientes ridículos a los que tú te empeñas en buscar un sentido hasta que te das cuenta que tienen el mismo sentido que las pelucas empolvadas del siglo XVIII.   

5.- «¿Lo tenéis claro, chicos?» « ¿Ya sabéis lo que queréis?» Perdona, ¿te conozco? ¿Somos amigos? ¿Nos hemos visto antes? El colegueo me incomoda, no puedo evitarlo. 

6- Los baños. Los hay de dos tipos, aquellos en los que han invertido todo lo que se han ahorrado en manteles y los que quieren recuperar la estética de los urinarios del salvaje oeste. En ambos casos la luz está demás. Todo lo que fuera son "espacios luminosos que invitan a relajarse disfrutando de nuestra carta y nuestros tés de selección" se convierte, en los baños, en "adivina si esa sombra que ves en el espejo es tu cara y encuentra el soporte del papel al tacto". 


Por último pero no menos importante, no están pensados para gente que come, que va a un restaurante a comer y no a posar. «Eso va a ser mucha comida» me dijeron ayer en un restaurante muy cuqui de Madrid. Y adivina qué, no lo fue porque las raciones son de jugar a las cocinitas. Para compensar tanta tontería cené judías pintas con arroz en un plato sopero de los de toda la vida sobre un mantel de cuadros en una silla comodísima.  


 *Esto de la cuenta no lo he visto pero dadles tiempo. El resto está basado en hechos reales. 

viernes, 4 de octubre de 2019

Las ganas y las ideas

Before the silence
No me gusta Pablo Motos, me saca de mis casillas, me produce rechazo físico y muchísima grima. No me gusta llegar a casa y darme cuenta de que mis hijas se han pasado parte de la tarde tumbadas en mi cama. No me gusta darme cuenta por lo arrugada que está la colcha, no me gusta porque en eso me parezco a mi madre y porque me indigna que ni siquiera se molesten en estirarla para tratar de engañarme. ¿Engañaba yo a mi madre cuando estiraba su colcha? Claro que yo no usaba su cama porque el wifi llegara a su cuarto mejor que al mío. No me gusta este hilo de recuerdos. No me gustan las judias blancas, las alcachofas ni el melón. No me gusta la Fanta y la versión Zero me parece una guarrada inmunda. No me gusta llevar bolso ni las faldas sin bolsillos. No me gusta el metro ni la gente corriendo ni las camisetas fosforito. No me gusta  No me gusta el cura de la parroquia que hay en los sótanos de mi edificio ni la palabra óptica. No me gusta reconocer que el año pasado al hacerme las gafas nuevas tenía que haber escogido el otro modelo. No me gusta la moqueta de mi curro ni el olor a pienso por las mañanas. No me gusta que sea 4 de octubre y siga sin hacer frío. No me gusta mi tabla de ejercicios ni el cargo de conciencia ridículo que me entra cuando no la hago. El otro día alguien me dijo que para escribir hay que tener ganas y es verdad. Hay que tener ganas e ideas, como para follar: hay que tener ganas y alguien con quien hacerlo. A mí hoy me sobran las ganas y me falta el con quien, las ideas. Y no me gusta.  


martes, 1 de octubre de 2019

Lecturas encadenadas. Septiembre


Ya tengo asumido que para mí el mes de septiembre ya no es un mes de volver a la rutina y la tranquilidad, es un mes de desenfreno, locura y maletas. Este año he batido todas mis  marcas personales. En un mes solo he dormido tres noches seguidas en la misma cama y fue cuando estuve en Carloforte. El resto del mes he ido saltando de cama en cama (sin virguerías sexuales) y moviéndome de casa en casa, de ciudad en ciudad, de país en país acarreando una maleta. La vida de caracol/saltamontes es incompatible con la lectura y a pesar de que en esa maleta llevo siempre dos libros, este mes no me ha cundido mucho.

Al lío.

A principios de mes devoré Cuentos escogidos de Shirley Jackson, con traducción de Paula Kuffer. Este libro lo había comprado en la Feria porque después de  leer Siempre hemos vivido en un castillo y de ver con mi hija la serie de Netflix basada (muy libremente) en The haunting of House Hill quería más de esta autora.

Antes de seguir leyendo, salid a comprar este libro ahora mismo. Ya. Hacedme caso. Me ha gustado muchísimo. Los cuentos son excepcionales por lo distintos y por lo perturbadores y desasosegantes que son. Completan el volumen tres conferencias interesantísimas, inteligentes, agudas e ingeniosas. Las reflexiones sobre las ideas y sobre escribir son alucinantes, de una claridad envidiable y nada pretenciosas. En una época en la que todo el mundo quiere "brillar" y apabullar con su ingenio y sus ideas rompedoras, Jackson deslumbra porque sencillamente es así de inteligente y sabe contarlo.  A sus pies.

En los cuentos Jackson es despiadada y cruel. En El amante demoníaco es imposible no sentirse identificado y avergonzarse con el comportamiento del amante que no quiere darse cuenta de que su historia ha terminado. ¿Quién no ha buscado alguna vez mil y una excusas para justificar lo injustificable por parte de su pareja? ¿Por qué nos empeñamos en engañarnos en vez de aceptar que ya no nos quieren que, a lo mejor, jamás nos han querido? Odiamos reconocer que fuimos presa fácil, que lo somos.  Otro de los cuentos, Despúes de usted mi querido Alphonse es una crítica feroz al racismo y al clasismo, y en Charles, vemos reflejados a esos padres (que somos todos) que siempre pensamos que nuestros hijos son los buenos y que son los otros los que son malos.

En este volumen aparece también su cuento más famoso La lotería. No quiero destriparlo   pero lo mejor, para mí, no es el cuento sino lo que sobre él explica Jackson en una de las conferencias. Se le ocurrió el cuento una mañana que volvía a casa empujando el carrito de uno de sus hijos, llegó a casa, se sentó a escribirlo del tirón y lo mandó al New Yorker. El editor le contestó que no le gustaba especialmente pero que creía que era un buen cuento. Jackson recibió su cheque y se olvidó del tema. Cuando se publicó, la repercusión fue increíble. Cientos de cartas llegaban a la revista y a su casa. Lectores indignados, lectores que la acusaban de todos los males del mundo y lectores que le exigían explicaciones. Esta historia es un buen ejemplo de cómo siempre ha habido y siempre habrá gente que no entienda la ficción y sus reglas.

De la conferencia Experiencia y ficción me quedo con este comienzo:
«Ser escritor de ficción es de lo más agradable por varias razones: una de las más destacadas, por supuesto, es que puedes persuadir a la gente de que se trata de un trabajo de verdad, si tienes un aspecto lo bastante demacrado».
Y como a estas alturas del post espero que ya lo hayáis comprado: leed por lo que más queráis el texto titulado El cuento de la noche en que todos tuvimos gripe que es espectacular. Una maravilla que voy a releer un millón de veces.

Volviendo de Carloforte empecé Al pie de la escalera de Lorrie Moore con traducción de Francisco Domínguez Montero. Lo había comprado en en la Cuesta Moyano porque en novimebre había descubierto a Moore en su libro de relatos Pájaros de América que me había encantado. Los veinticuatro días que me ha llevado terminarlo lo dicen todo. Al pie de la escalera es una malo novela, no es terrible, no ofende pero es un no rotundo. Leyéndola me daba la misma sensación que cuando vas paseando y ves una casa nueva, la miras e intuyes que su dueño, a la hora de construir, ha tenido las mejores intenciones, lo ha pensado todo minuciosamente, ha planeado cada detalle pero el resultado final es una casa fea e incómoda. Así es como te sientes leyendo esta novela, nada fluye, todo tropieza, es incómodo, son pegotes que se atascan.

Esta novela es un buen ejemplo de que se puede ser muy bueno escribiendo relatos y malísimo escribiendo novelas o artículos o al revés. Es bueno saberlo para mí y creo que muchos que creen que pueden hacer todo lo asumieran.

Aún así y a pesar de lo horrorosa que es la casa ,Moore tiene detalles bonitos y buenos, como si tropezaras con un mueble heredado y que en su caso se deben a su sentido del humor extremadamente negro. Moore es cruel y no le da vergüenza serlo.

«La capacidad de mi madre para ser feliz era como un minúsculo hueso viejo en una enorme olla de caldo».

O esta definición de ese tipo de gente que todos conocemos:

«Temía que Sarah fuese una de esas mujeres que en vez de reírse decían «qué gracia», que en vez de sonreír decían «es curioso», o que en vez de decir «eres tonta del culo» decían «bueno, creo que es un poco más complicado que eso». Nunca sabía que hacer frente a ese tipo de personas, sobre todo si además eran de las que, después de que uno hablara, tendían a decir, de forma algo enigmática: ya veo. Este comentario por lo general me hace enmudecer».

No leáis Al pié de la escalera. Acabo de darme cuenta de que no he contado de qué va pero es que no merece la pena. Si os gusta el queso quedaos con esto que nos representa tanto:

«Era tan difícil no comer queso. Incluso los quesos frescos y los de untar, que podían usarse has para enmasillar los cristales de las ventanas y las baldosas, tenían algo de reconfortante».

El comic del mes es Gente honrada de Gibrat y Durieux. He leído solo la primera parte así que no sé si tengo la visión completa para opinar. Diré solamente que cuenta la historia de Philippe y su cambio de vida cuando con cincuenta y tres años se queda sin trabajo. Es un comic dulce a pesar de lo duro de la historia, es un poco qué jodida es la vida pero cómo puede molar. Algo así. Más cuando lea el resto. 

Y con esto, y la perspectiva de treinta noches durmiendo en la misma cama, hasta los encadenados de octubre que espero sean más fructíferos. 

Y leed a Jackson. 




viernes, 27 de septiembre de 2019

Predicadora de podcasts

Es un tópico manido, manoseado, aburrido y cansino pero la vida siempre te lleva a sitios que ni te imaginas. Te empeñas en pensar a largo plazo, en hacer planes, en imaginarte dentro de dos años, de tres, de diez y crees, con toda tu ingenuidad, que vas en línea recta hacia ese futuro que va a ser como tú lo has pensado. Luego llega la vida y te da sustos, empellones, giros inesperados, arabescos laterales y muchas sorpresas que jamás en tu vida hubieras podido imaginar. 

Hace cinco años empecé a escuchar podcasts para intentar no morir del aburrimiento al volante (y para no plantarme con un lanzallamas en una emisora y prender fuego a los tertulianos). Empecé para probar, para ver de qué iba aquello. Poco a poco se convirtió en un vicio, es casi una adicción. Cuando no puedo disfrutar de mis dos horas (a veces tres) de soledad al volante acompañada de todas esas voces a las que me he ido enganchando, siento algo parecido al síndrome de abstinencia. Confieso que, a veces, no ofrezco mi coche para poder viajar sola con mis podcasts. «Me llamo Ana y soy adicta a los podcasts, ¿qué pasa?» 

El podcast es un vicio solitario. Se escucha en silencio, concentrado en lo que te están contando porque te lo están contando a ti. No se puede escuchar como la radio, en medio del barullo de una conversación o en torno a una mesa camilla. Es algo que haces solo pero claro, te gusta tanto que quieres contarlo a los cuatro vientos, quieres que más gente descubra lo que tú estás disfrutando, las historias increíbles que te hacen gritar al volante «No puede ser». En estos cuatro años he dado la brasa a diestro y siniestro con los podcasts. A mis hijas las entretengo en la cena contándole la última historia de true crime que he escuchado, o el escándalo de una timadora profesional o cómo el diseño industrial no piensa jamás en las mujeres. Si veo la más mínima brecha en una conversación intento meter mi cuña sobre podcasts. En redes no paro de recomendarlos. Lo confieso, soy una apostol de los podcasts. 

Y ahora, por sorpresa, se unen las sorpresas de la vida, internet y los podcasts y gracias a Podium Podcast voy a ser  predicadora en las ondas. A partir de hoy vais a poder escucharme en Podium Inside un nuevo podcast que habla precisamente de eso, de podcasts. Aquí, en cada programa, hablaré de los podcasts que me gustan, de porqué me gustan, de lo que no me gusta, de lo que me emociona, me divierte, me horroriza, me encanta, me engancha.... Va a ser divertidisimo y me encanta hacerlo. Esta semana hablo con María Jesús Espinosa de los Monteros, Directora de Podium, sobre dos de mis podcasts favoritos y que además son dos que recomiendo para empezar en este mundo. 

Mi yo de hace cinco años jamás hubiera creído que eso que empezó a hacer para no morir de aburrimiento al volante iba a terminar llevándome a participar en un podcast. 

Llamadme predicadora. 


miércoles, 25 de septiembre de 2019

Hablemos de hombres franceses y de conspiraciones y de expectativas.

Que la gente fume, a veces, tiene cosas buenas. Por ejemplo, cuando volvemos al hotel después de cenar en San Juan de Luz, son las doce de la noche y, de repente, te das cuenta de que la tarjetita con la combinación que hay que marcar para entrar en el hotel, está encima de la cama. «¿Era seis cuatro cuatro y algo, no?» «Sí, eso me parece». No era, claro. Tecleamos como maníacos todo lo que se nos ocurre y cuando estamos valorando dormir en el coche, una voz nos grita desde arriba «¿Necesitáis el código?» Alabados sean los fumadores franceses trasnochadores. Que el señor esté con ellos. Con ellos y con los franceses. Me sigue maravillando como cruzamos la frontera sin enterarnos y, sin embargo, todo es diferente tras ese paso invisible. Mi principal fijación estos días, en el País Vasco francés, es la cantidad de gente mayor que hay allí.  En serio, no hay que fijarse mucho para ver que allí, los mayores, los de más de sesenta están tomando el poder. Como mi adorable profesora de inglés me había puesto como tema, para mi ensayo semanal, escribir sobre una conspiración, cogí el tema de los mayores en Francia y sus famosas villas floridas para elaborar toda una teoría al respecto. Los pueblos en Francia son más floridos, consiguen más florecitas si tienen más viejos. A más viejos, más florecitas. He investigado y hay una categoría de honor, La flor de oro, sospecho que en esos pueblos a los jóvenes los han liquidado. Pienso seguir investigando porque pienso seguir viajando a Francia pero no volveré a Biarritz. ¡Qué decepción! Parezco nueva y llevaba las expectativas nivel «este es el hombre de mi vida» como cuando tenía dieciocho años y me iban a presentar a un amigo de un amigo. Aquel no era nunca el hombre de mi vida y con el tiempo aprendí a rebajar mis expectativas a «seguro que es un brasas» lo que no hizo que ninguno de ellos fuera el hombre de mi vida por sorpresa pero convirtió todos los encuentros con hombres nuevos en algo susceptible de ser mejor de lo que yo me esperaba. A Biarritz llegué pensando «me va a enloquecer» y después de quince minutos allí, caminando por sus calles, ya sabía que esa ciudad y yo no teníamos nada en común. La playa es espectacular y la luz maravillosa pero lo demás, ay lo demás, me pareció todo un despropósito que solo mejoró cuando trepamos los doscientos cuarenta y ocho escalones del faro y lo vimos desde arriba. Miento, también mejoro cuando decidí dejar de mirar las maravillosas mansiones encajonadas entre bloques de apartamentos de lujo y fijarme más en los hombres franceses. Iba de uno a otro haciendo "check", "check", "check". Hablemos de los hombres franceses y lo elegantes que son. Y lo guapos. Y lo bien que saben envejecer y lo bien que saben llevar la ropa y como no dicen esa tontería que dicen muchos aquí: «a mi es que solo me gusta llevar camisetas». Y te lo dicen como si tuvieras que ponerles una medalla o arroparlos porque necesitan mimos. A los franceses no les pasa eso: un señor de cuarenta años, o de cincuenta o de sesenta no va disfrazado de nostalgia de sus veinte años, está a gusto con su pelo blanco y sus gafas locas de montura verde. Tengo un amigo escritor al que le he pedido por favor que envejezca hacia señor francés interesante. Está bastante por la labor y por lo menos en las fotos ya no se pone camiseta. Aprendamos todos a envejecer como los franceses. Como ellos y como ellas. El sábado, en un concierto muy loco de una banda muy asimétrica formada por gente de sesenta y gente de diecinueve, los sesentones copaban la pista bailando sin ningún tipo de pudor ni cortapisa. Alegría y alboroto al ritmo de September o de Aretha Franklin. A mí me gustaron los vientos: un calvo con ojos azules de pirata y camisa blanca que tocaba la trompeta y un empotrador al que despedir tras el desayuno que tocaba el trombón de varas. Aspiremos todos a ser señores mayores franceses que compran pan por las mañanas y cenan queso con vino por las noches. Aspiremos a dejarnos las canas sin problema y a llevar gafas loquísimas. Aspiremos a ser elegantes. Aspiremos a ser novios de la mano. Dejemos de pretender que tenemos veinticinco años, los veinticinco son un coñazo. 

Y hablemos de San Sebastián que nunca defrauda. Hablemos de una ciudad que huele a algo que se está acabando pero todavía no lo sabe. Me gustaría parar el tiempo y dejarla como está o rebobinar diez años y dejarla ahí, parada, como el último caramelo del bote heredado de tu abuela, o el vestido maravilloso que llevaste el día que has estado más guapa de toda tu vida y que nunca volverás a ponerte. San Sebastián en una bola de cristal en la que llueva al moverla. 

Y hablemos del Chillida Leku. Y de una falda de rayas de colores y un impermeable verde y unas zapatillas azules. Y de un partido de remonte y un corredor de apuestas de Zarautz que nos miraba cómo si fuéramos alienigenas en aquel frontón de Hernani. Y de bonito y chuletón y albóndigas de chuletón. Y de La Concha y Gethary. Y del cuarteto de música de cámara que sonaba en el parking de Biarritz. Y de una alcantarilla. Hablemos de todos estos recuerdos que me he traído de este viaje. 

Y del 6644, la combinación de la puerta del hotel La Caravelle. 

Y hablemos de repetirlo el año que viene.


jueves, 12 de septiembre de 2019

10 cosas que me dan miedo

David Shrigley
Número uno. Los gatos. No es que no me gusten es que me dan miedo. Mi mayor temor es que me toquen, que me rocen. Hace años, en casa de una compañera de trabajo, me pasé toda la sobremesa abstraída de la conversación porque no podía apartar la mirada de su gato que se paseaba por encima de los sofás, de los muebles, entre nuestras piernas. Cuando llegó a mis piernas, caminando con todo su orgullo y con la cola hacia arriba, tuve que agarrarme a la silla para no darle una patada voladora. Me dan miedo y los odio a partes iguales. 

Número dos. Morirme joven y perderme la vida de mis hijas. Clara dice que eso ya no va a pasar porque ya no soy joven pero yo considero que morirme antes de los 90 va a ser morirme joven. Cuanto más me acerco a la edad de mi padre cuando murió más miedo me da.  Sé que es una estupidez pero si consigo cruzar los cincuenta y dos sin que me de un infarto creo que conseguiré una extensión de vida hasta los noventa. 

Número tres. Los cuadros de Max Ernst. No puedo verlos, si llego a un museo y sus obras están colgadas en la paredes, las distingo de un vistazo y me alejo de ellas con un escalofrío. Me da miedo lo que pinta, lo que cuenta y no sé si entiendo y sobre todo, y esto es lo más raro, la textura.

Número cuatro. Volver a tener una depresión. Creo que se me está olvidando y me da miedo volver a pasar por ello y que sea tan malo o incluso peor. Que la próxima vez no se termine. 

Número cinco. Tener con mis hijas la relación que tengo con mi madre. A este miedo solo me asomo de vez en cuando, poco a poco, me asomo y retrocedo porque si indago mucho puedo caer en una espiral de culpabilidad, baja autoestima y reconocimiento de errores que me da pánico. Este miedo es como la luz que se enciende en el pasillo en las películas de miedo, solo que yo soy más lista o más cobarde que los protagonistas y no me levanto de la cama a ver qué pasa. Prefiero quedarme en la cama tapada hasta las orejas. 

Número seis. Saber con certeza que se siente cuando se pierde a un ser querido y saber qué esas sensaciones van a repetirse pronto. Saber que lo pasaré fatal y no poder hacer nada para evitarlo. Saber que cuando mayor me hago más veces me enfrentaré a ello. Saber con antelación lo duro que será. 

Número siete. Hablar demasiado. Siempre se habla demasiado. Todos (o casi todos) hablamos demasiado, palabras y palabras y palabras. He perdido la cuenta de las noches que en mi insomnio me prometo a mí misma que mañana mismo dejaré de hablar tanto. Me centraré en no hablar, en decir lo mínimo. No lo consigo. Me da miedo no conseguirlo nunca. A la vez me da miedo hablar de menos pero esto lo tengo más controlado. 

Número ocho. Caerle mal a alguien que me cae bien y no darme cuenta. No tengo ningún problema con caer mal, es más me preocuparía caerle bien a todo el mundo pero me desasosiega no darme cuenta de que alguien que a mí me cae bien, no me traga. Pensándolo bien la culpa es del otro: si te caigo mal, haz señales. No seas tan educado que pueda malinterpretarte. 

Número nueve. Enamorarme de un imbécil. Bucear.  

Número diez. Vivir para siempre en Madrid. Es curioso como siento que he empezado una especie de cuenta atrás para marcharme de esta ciudad. No sé cómo, ni cuando pero presiento que el tiempo corre y me da miedo que llegue a cero y seguir atrapada en Madrid. 

¿Qué más me da miedo?
Morir flotando en el espacio sintiendo que tu cuerpo se va consumiendo o parando mientras flotas en una inmensidad en la que no se escucha nada y nadie te oye.


lunes, 9 de septiembre de 2019

En Carloforte

A Carloforte se llega en un ferry gigante en el que se puede distinguir a los autóctonos de los (pocos) turistas porque se quedan durmiendo en sus coches los cuarenta minutos del trayecto. Los (pocos) turistas suben a cubierta para ver Cerdeña alejarse y la isola de San Pietro acercarse. Carloforte es pequeño, pequeño de verdad. Tiene principio y final. Se abarca de un vistazo. Empieza en el mar y termina en los pinares que rodean las casas que trepan por la colina y en la gran salina llena de flamencos. En Carloforte las casas son de colores con ventanas verticales y contraventanas blancas. Hay buganvillas y ficus gigantes con bancos circulares que rodean sus troncos y en los que se sientan los lugareños a charlar de nada. En torno a esos mismos bancos, los domingos, organizan un mercadillo de los de verdad, con puestos en los que venden trastos. En Carloforte hay calles empinadas compatibles con respirar mientras se camina y escalinatas tendidas que subes sin enterarte. Y hay tendederos, cientos de ellos, en cada balcón, casi en cada ventana, hay cuerdas llenas de ropa tendida. Los tendederos se asoman a los balcones, como los vecinos a las ventanas y parecen, como estos, comentar  qué hacen esos dos paseando por sus calles, qué se nos ha perdido por ahí.  Hay carteles de vendesi y me preguntó dónde llevará el acento. ¿Es esdrújula o llana? Los españoles cuando fingimos hablar italiano hacemos todas las palabras esdrújulas y las llenamos de ies. En algunas de las casas de los carteles se abren puertas que dan a pasillos estrechos con azulejos hasta la mitad que llevan a las profundidades de las casas de colores, a las habitaciones desde las que se tiende la ropa y escuchamos gritos avisando de que la colazione está preparada.  En Carloforte hay atún y focaccia. Y arena y sal. Y olas. Y gintonics preparados como si fueran trucos de magia. En Carloforte hay mar y salinas y mirto negro y lentisco rojo. Aprendo a diferenciarlos por el color de sus frutos, unas bolitas con las que mi yo de ocho años jugaría a las cocinitas. Hay motos y bicis y vecinos que se saludan soltando el manillar con una desenvoltura que podría pasar por imprudencia sino fuera porque en Carloforte parece no pasar nada. Hay cerveza con la bandera de Cerdeña, con cuatro moros y una cruz roja. Una cerveza que me gusta. Hay una escuela roja con puertas de madera: Scuole Feminili, Refettorio, Scuole Elementari. Justo enfrente hay otro edificio rojo, casi granate, en la fachada con grandes letras amarillas leemos Trattoria José Carioca. ¡Rotuladores! gritamos, porque tenemos más de cuarenta y cinco años y Carioca nos lleva a esa caja de rotuladores que cada vez que conseguías te prometías a ti mismo que esta vez sería distinto, que esta vez los cuidarías, los dejarías siempre tapados y no dejarías que se secaran.

Cuando te divorcias, aunque te divorcies muy bien, todas las fuerzas de tu vida,  las velocidades de tu rutina y los pasos de baile de tus relaciones saltan por los aires. Unas se paran, otras desaparecen y algunas empiezan a girar tan deprisa que te lanzan despedida fuera de grupos en los que hasta entonces siempre habías estado.  Carloforte me ha centrifugado de nuevo al centro de uno de esos grupos y paseando por sus calles he pensado que, como con los Carioca, está vez no voy a dejar que esas amistades vuelvan a secarse. 

En Carloforte parece no pasar nada. Carloforte te dice «ven, no hagas nada, mira el mar, tiende la ropa, come atún y verás como si miras bien, aquí pasa todo».



Santos y Pietro, gracias por centrifugarme.